01/08/2019 10:28 AM
Agradezco a Sashka, como siempre, por ser la primera en leer y tener siempre el comentario justo para arreglar los problemas y errores que toda historia tiene. Especialmente, gracias por ayudarme con la forma de hablar de los personajes, no sería lo mismo sin ello
I
Los brujos ataron los caballos a los restos de una valla, prefiriendo remontar a pie el último tramo de la cuesta. Mientras ascendían, la mirada del joven pupilo se mantenía clavada en la alta construcción a la que se acercaban. La del maestro, en cambio, no se elevaba más allá de los sitios donde apoyaba los pies.
—Ahora sí entiendo por qué no querías aceptar este contrato —dijo Geralt—. Mala paga, y una mierda. Era por esta maldita subida: te está dando una paliza, viejo.
—No es por… eso que…
—Vesemir, jadeas como un perro enfermo. Mejor no hables, o te dará un patatús y adiós a tus estúpidas lecciones. Y qué será de mí…
—¿Y qué será de ti? Hum… chupetones, heridas estúpidas, trabajo mal pagado, chupetones, problemas con la ley, y… ¿ya dije chupetones?
Geralt miró sobre su hombro, sonrió.
—¿Eso me espera? Hum, mejor no me tientes, viejo, que aquí no hay nadie mirando.
Se detuvieron uno junto al otro frente a la enorme construcción.
—Quizá sí haya alguien —dijo Vesemir, con tono serio ahora, mirando las altas ventanas del faro—. ¿Tú también…?
—También —lo cortó su pupilo—. Desde que dejamos los caballos.
Sin decirse nada más, ambos se acercaron al edificio.
El joven pupilo abrió la puerta cogiendo la manija con mano firme, entró el primero. Vesemir le siguió y cerró detrás; si había algo ahí dentro, mejor mantenerlo encerrado. Sus pupilas se ampliaron de inmediato para amoldarse al cambio de luz, de igual manera poco había para mirar. Unas cajas por aquí, una cama roída por allá, una mesa pequeña y cubierta de polvo en medio, telarañas en los altos rincones. Y ratas, muchas ratas.
Pronto se vieron subiendo por las escaleras de caracol. Vesemir iba delante ahora, marcando el ritmo, sereno y precavido. Ya no jadeaba ni se quejaba por el esfuerzo, parecía haber rejuvenecido veinte años al cruzar la puerta. Geralt admiraba su profesionalidad.
Llegaron así al último escalón, una puerta les cortó el paso. El viejo brujo alargó una mano y cogió el picaporte, el medallón de plata se agitó en su pecho. Vesemir la retiró, miró hacia atrás.
—¿Débil? —preguntó el joven pupilo.
—Débil. Apenas un cosquilleo.
—¿Deberíamos…?
—No, Lobo. Se espantará. Solo estate alerta. ¿Listo?
—Listo.
Vesemir volvió a coger la manija y la giró con lentitud, la puerta se abrió con un chasquido. Entonces el viejo maestro fue empujándola suavemente con la bota, examinando una porción cada vez mayor de la sala al otro lado. No vio nada ni a nadie. Avanzó, y Geralt lo hizo detrás.
Aquel recinto tenía todo lo necesario para alimentar la hoguera del faro, la cual aún estaba por encima, a la intemperie; la escalera exterior que subía hasta allí se vislumbraba por una puerta abierta, a la derecha. Vesemir avanzó hasta una estantería, cogió algunos de los frascos que había allí y los examinó tras soplar el polvo. Geralt dio un paso hacia esa puerta lateral, pero de pronto una ráfaga de aire entró chillando y su medallón tiró de la cadena con fuerza, y en ese chillido ambos brujos distinguieron un nombre.
¡Brandt!
El joven pupilo puso una mano en la empuñadura a su espalda, buscó con la mirada a su maestro. Vesemir le pidió calma con un gesto, Geralt volvió a bajar el brazo poco a poco.
—¿Quién es Brandt? —preguntó el viejo brujo, alzando la voz.
Uno de los frascos del estante salió disparado hacia el pupilo, este se agachó y lo esquivó por los pelos.
—Vese… —Geralt se calló de pronto ante la mirada de su maestro, pues aquella bastó para recordárselo: jamás debes decir tu nombre delante de los espíritus.
—Estamos aquí para…
¡Brandt!
—¡Queremos ayudar! —insistió Vesemir, grave—. Ayudarte a…
¡Brandt! ¡Brandt! ¡Brandt!
La voz helaba la sangre, se percibía un profundo dolor en ella, y una ira, una ira terrible e incontrolable.
Los frascos comenzaron a ser lanzados uno detrás del otro, luego el estante entero cayó. Los troncos amontonados a un costado se desparramaron por el suelo, después fueron convertidos en proyectiles, asediando las paredes con fuerza, dejando hendiduras en ellas.
—¡Vámonos de aquí! —tronó Geralt, y, sin miramientos, corrió hacia su maestro, le cogió firme por el brazo y le arrastró hacia las escaleras de caracol.
Pero esta puerta también se cerró delante de sus narices con un golpe. Acto seguido, un tronco golpeó la espalda de Geralt, un especiero le dio en la nuca. El joven brujo atinó a desenvainar, pero su maestro le aferró la muñeca a tiempo.
—Aun no —le dijo. Su voz no se había perturbado ni un poco.
—¡Nos matará!
¡Braaaaaaandt!
El chillido fue ensordecedor, los brujos se llevaron las manos a las orejas y apretaron con fuerza para acallarlo. Y entonces, de pronto, el agudo aullido se calló, todo en la sala quedó en silencio e inmóvil.
—¿Y ahora qué? —gruñó el pupilo.
—Ahora nos vamos —dijo el maestro—. No somos bienvenidos aquí.
II
Geralt llamó a la puerta de una casa pintoresca, asentada en el sector de Winzur más apartado de la costa. Vesemir aguardaba más atrás, sentado en uno de los palos de la cerca. El joven pupilo esperó, llamó, esperó y volvió a llamar. Y entonces le abrieron. Al otro lado del umbral apareció un sujeto de edad similar a la suya, delgaducho pero de rasgos finos y acentuados.
—¿Qué queréis? —espetó, señalándoles con el mentón—. ¿Os parece buena hora pa’l incordio, par de…?
Geralt se cruzó de brazos, inclinó la cabeza con una ceja alzada.
—¿Par de…?
—Brujos —dijo el sujeto, con la voz perceptiblemente más aguda—. Sois brujos. Creí que…
—Lo somos. ¿Y tú, eres Brandt Firutrer? —El joven delgaducho tragó saliva con un chasquido, asintió con la cabeza—. Bien. Tenemos que hablar.
Geralt hizo un gesto a Vesemir y avanzó hacia la puerta con la intención de entrar, pero el dueño de casa salió fuera y cerró detrás de él.
—¿Os parece que hablemos por allí?
El joven pupilo miró hacia dónde señalaba el sujeto.
—¿A la vista de todos? Por qué no. —Se encogió de hombros—. Serás tú quien se muestre con mutantes, no nosotros.
El joven delgaducho se lo pensó de nuevo.
—Mmm, mejor entremos a la casa, que se está más fresco y hay cerveza. ¿Estáis de acuerdo?
—Y cómo —respondió Geralt y, con una sonrisa torcida, llamó a su maestro.
Se sentaron alrededor de una mesa. Los brujos se acomodaron uno a la par del otro, con sus respectivas jarras; el dueño de casa escogió la silla enfrentada a ellos. Por unos minutos, maestro y pupilo solo se dedicaron a beber y mirar fijamente a su anfitrión.
Nervioso, restregándose las manos sudorosas bajo la mesa, Brandt Firutrer por fin tomó coraje y preguntó:
—¿De qué queréis hablar?
Los brujos no respondieron.
—Vosotros sois los que vinisteis, algo debéis querer de mí…
Los brujos no respondieron.
—¿Es… acerca del faro?
Pupilo y maestro se miraron un momento, el primero se echó hacia atrás en la silla, el segundo tomó la palabra:
—Acerca del faro —convino—. Estuvimos allí esta mañana.
El dueño de casa acabó la cerveza de su jarra.
—Entonces es cierto. Es… es… —las palabras se le ahogaron en la garganta, bajó la cabeza y apoyó la frente contra la madera, pesaroso.
—¿Cuál era su nombre? —preguntó Vesemir.
Brandt Firutrer miró los ojos dorados del viejo maestro.
—Annabelle —pronunció con dificultad, como si sus labios hubieran olvidado el sonido de aquel nombre. Los brujos mantuvieron el silencio, dándole pie para que narrara su historia—. Era una joven dulce, simpática, bondadosa. Bella a su manera. Y yo… la amaba. Era mi prometida, brujos, íbamos a casarnos. Íbamos… No pudimos. Aquella noche funesta, hace ya cinco años, ella se fue a dónde no pude seguirla, aunque tuve ganas de hacerlo. ¿Qué sucedió? Se cayó a las aguas. Se ahogó, brujos. Aún hoy me pregunto qué hacía tan cerca de la costa aquella noche. —Negó con la cabeza—. Jamás lo sabré. —Sorbió los mocos, se limpió una lágrima que había aparecido en su ojo—. Eso es todo.
—No —dijo Geralt—. No lo es. Cinco años, en ese lapso de tiempo ella se mantuvo tranquila. Tiene que haber algo…
—Un casamiento —dijo el viejo brujo. Llevaba un rato observando el anillo de boda en el dedo anular del dueño de casa—. Has roto una promesa. Le prometiste que no te casarías con nadie más.
—Pero… pero… ¿cómo lo sabéis?
—Porque los enamorados hablan sin pensar —replicó Vesemir.
En ese momento, la puerta de la casa se abrió y una mujer entró cargando unas canastas repletas con variada mercancía.
—Mira, mi amor, lo que encontré en el…
Al alzar la mirada, la joven se frenó en seco, las canastas cayeron de sus manos, unas manzanas rodaron por el piso. Geralt cogió una que chocó su pie, le dio un mordisco.
—¿Quiénes son estos hombres, Brandt? —preguntó ella.
—Querida, no te asustes —dijo el dueño de casa, acercándosele, abrazándola por un lado—. Son brujos. Están aquí por lo de… tu hermana.
—¡Annabelle!
Geralt y Vesemir se miraron.
—Perra suerte —murmuraron al mismo tiempo—. Perra suerte.
III
La noche los encontró cabalgando otra vez hacia el faro. El aire era cálido, la brisa les acariciaba el rostro, despeinando apenas sus cabellos por detrás. Las estrellas y la luna brillaban sin impedimento de nube alguna. Era una noche agradable. Pero eso cambiaría en cuanto pusieran un pie dentro de aquella construcción. Ellos bien lo sabían.
—Vesemir.
Por el tono de voz de su pupilo, el viejo maestro supo que diría algo a lo que le había dado muchas vueltas.
—¿Si, Lobo?
—Ya sé que debemos agotar todas las instancias antes de la… irremediable, la lección no se me ha olvidado. Pero, ¿no crees que es mala idea meternos allí sin blandir la espada?
—No, no lo creo.
—Vesemir, esa cosa estará muy molesta. Y diablos, tiene razones para estarlo. ¿Con la hermana? Su puta madre, ¿cómo reaccionará cuando se lo digamos?
—Depende de cómo lo hagamos, Lobo. Recuerda: no debemos mentir, los espíritus son capaces de percibirlo mejor que cualquiera. Pero…
—El que calla, no miente —concluyó el joven pupilo—. Lo sé.
Siguieron cabalgando un tramo en silencio.
—Vesemir.
—¿Si, Lobo?
—¿Crees que lo lograremos?
—Es nuestro deber intentarlo.
El joven pupilo soltó una pequeña risita.
—Viejo —le dijo—. Yo no soy una aparición. Puedes mentirme. De hecho, quiero ver cómo lo haces.
Vesemir le miró con gesto serio, sus miradas se encontraron.
—Lo lograremos, Lobo.
Geralt quiso reír por la desfachatez de su maestro, pero no pudo. No pudo, aunque lo deseó con fuerza. Esa noche, por alguna razón, necesitaba creer esa mentira.
Detuvieron a los caballos frente al faro, los ataron a un poste cercano a la puerta. Luego se ajustaron uno al otro los nudos de las almillas, por debajo de las axilas y por encima del hombro, dejando los medallones de brujo bien a la vista. Las espadas de acero las dejaron atrás, cogieron en cambio las que llevaban en las monturas, envueltas en piel de oveja. Las de plata. Una vez enfundaron estas en sus tahalíes, donde pudieran alcanzarlas con un rápido movimiento de la mano, entraron a la alta construcción.
Sus colgantes comenzaron a agitarse al poner un pie sobre el primer escalón. Los ojos de los brujos se encontraron de inmediato, decían: ya no hay vuelta atrás. Subieron a un ritmo lento y constante, los lobos de plata se agitaban cada vez con más fuerza, con movimientos bruscos. Y, como esa misma mañana, se detuvieron frente a la puerta de la última habitación.
Vesemir se volvió hacia su pupilo.
—Estoy listo —dijo Geralt, anticipándose a su pregunta.
Y así entraron, uno detrás del otro.
La sala seguía envuelta en la misma quietud que cuando la abandonaran, pero la atmósfera estaba lejos de ser calma. Los medallones eran capaces de percibir esa electricidad, los brujos los sostenían con la mano para detener sus movimientos.
Maestro y pupilo se acomodaron uno junto al otro, de cara a la puerta lateral. Geralt sostenía el extremo de un collar con la mano derecha, Vesemir con la izquierda. Y esperaron.
Se levantó viento. Las ráfagas de aire entraron por la abertura, la puerta se abrió y cerró varias veces, los silbidos comenzaron a sonar. Los brujos se mantuvieron firmes. El viento arreció, los silbidos se convirtieron en aullidos, y entre estos oyeron lo que deseaban oír.
¡Braaandt!
El hálito les sopló directo en la cara, helándoles la piel, echándoles los cabellos hacia atrás, obligándoles a entrecerrar los ojos. Los brujos elevaron entonces cada uno su respectiva mano, alzando el collar.
—¡Annabelle! —dijeron con voz pastosa, al unísono, las palabras brotaron de sus labios acompañadas de vaho—. ¡Venimos en nombre de tu amado!
Las ráfagas de aire se hicieron aún más intensas, tanto que los brujos fueron arrastrados unos centímetros hacia atrás. Y de pronto, en medio de aquella correntada, la forma etérea de una mujer entró deslizándose con suavidad, flotando sobre el suelo, y se les acercó. Los brujos no retrocedieron, alzaron más alto el colgante.
El espectro se detuvo cara a cara con Geralt, el joven pupilo bajó la mirada, posándola en sus propias botas. Aun así, él fue consciente de que la aparición le observó primero por el frente, luego por un lado, después desde atrás. Lo mismo hizo con Vesemir; el maestro, siguiendo su propia enseñanza, también bajó la mirada, sabía lo mucho que enfadaba a los espectros el contacto visual.
De pronto, la correntada se detuvo.
—¿Por qué no ha venido él? —preguntó entonces la mujer, con un susurro helado en el oído del viejo brujo.
—Los hombres temen lo que no comprenden —respondió Vesemir.
—¿Se ha olvidado de mí? —silbó el espectro tras la oreja del pupilo.
—Te recuerda con amor —contestó Geralt.
—¿Amor? —chilló la mujer, aturdiéndolos por un instante—. Amor… sí, nos amábamos. Yo sigo amándolo como el primer día. —Volvió a helar el cuello del joven brujo—: ¿Él me ama como antes?
Geralt fue cuidadoso:
—Jamás dejó de amarte.
La aparición dejó sus espaldas, se detuvo delante del viejo maestro.
—¿Y porque os envía a vosotros? ¿Acaso no sois hombres como él?
—Somos brujos —dijo Vesemir.
—¡¿Brujos?! —chilló el espíritu, el viejo maestro sintió la corriente de aire en el rostro—. ¿Él quiere que me vaya, que me expulséis? ¡No! Yo quiero verle, yo quiero decirle una vez más cuánto lo amo. Yo quiero… decirle que sea feliz con alguien más.
Geralt y Vesemir se miraron.
—Él ya es feliz —dijo Vesemir—. Tiene una bella esposa. Es… tu hermana.
—¡¿Elena?!
—La eligió porque le recuerda a ti —se apresuró a agregar el joven pupilo, mirando de soslayo a su maestro, con los dientes apretados—. Él ve en ella tu sonrisa, tu mirada, siente que a su lado tiene una parte de ti.
La aparición flotó hasta quedar a solo un centímetro del rostro de Geralt.
—¿Y yo? —preguntó—. ¿Yo qué tengo de él? ¡Nada! Estoy sola, perdida, le necesito.
La aparición se movió hacia sus espaldas, de allí les llegó un extraño rumor. Los músculos de ambos se tensaron, irguieron la cabeza, la mano derecha de Vesemir se movió poco a poco hacia la empuñadura de la espada. Pero entonces Geralt miró apenas sobre su hombro y entendió lo que sucedía: el espectro lloraba.
—Ya nunca más te sentirás sola, Annabelle —dijo el joven pupilo, volviendo a posar la mirada en el suelo—. Brandt te ama, y no quiere eso para ti. Este collar, lo reconoces bien, ¿verdad? Es tu regalo de compromiso, tú se lo diste. Es su tesoro más preciado. Y aun así, está dispuesto a que tú lo conserves. Te ama, Annabelle, y sabe que lo necesitas más que él. Cógelo, os pertenece a vosotros, y no a un par de brujos que nada entienden de amor.
Maestro y pupilo cerraron los ojos y visualizaron mentalmente el rostro del enamorado, sonriente, feliz, invitándola a ella a ver lo mismo. El llanto se detuvo y, tras un momento, ambos brujos sintieron la electricidad de la mano del espectro muy cerca de las suyas; separando los dedos de las palmas, soltaron el collar. Este no cayó al suelo.
—Brandt, mi amor —dijo la aparición, con un tono dulce y melancólico—. Te extraño tanto… Brujos, gracias… gracias. —Se movió hasta quedar cara a cara una vez más con Geralt—. Tú, tan joven, tan hermoso, tan agradable. Me recuerdas a él. Abre la mano, bello brujo, y que seas tú quien dé esto a mi amado.
El pupilo extendió su brazo, lentamente giró la muñeca y abrió la mano, con la palma hacia arriba. Pronto sintió un objeto de metal sobre esta.
—Dile —le dijo la aparición—, dile que lo cuelgue del cuello de su esposa, mi amada hermana, y yo descansaré en paz, por fin.
Y dicho esto, Geralt sintió en los suyos el frío de los labios del espíritu en un beso suave y delicado.
—Adiós, Brandt —dijo la aparición, y poco a poco fue retrocediendo de espaldas hacia la puerta.
—Adiós, Annabelle —dijo el joven pupilo, cerrando la mano, apretando el objeto—. Que el descanso te sea placentero.
La puerta lateral volvió a cerrarse, los brujos se quedaron solos allí. Geralt sabía que los ojos de su maestro estaban puestos sobre él.
—¿Envidia, viejo? —preguntó, volviéndose hacia Vesemir.
El maestro inclinó la cabeza a un lado y al otro, examinándole con el rostro ceñudo.
—Sorpresa —replicó este, alzando las cejas.
—¿Sorpresa?
—Y te extrañas, malandrín —bufó el maestro, divertido—. Cerré los ojos un momento y… no llevas ningún chupetón en el cuello. Si eso no es motivo de sorpresa, dime qué lo es.
—¿Sabes qué, viejo verde? —Una sonrisa afloró en los labios de Geralt—. Comienzo a creer que todo esto de las lecciones es una excusa para contagiar de juventud a tu amigo de abajo. Anoche… dime, ¿está funcionando este método?
Vesemir le dio unas palmaditas en el hombro.
—Y cómo, Lobo. Y cómo.
IV
Temprano en la mañana se presentaron en la vivienda de Brandt Firutrer, luego de haber pasado la noche en una de las posadas del pueblo. Vesemir llamó a la puerta, Geralt estaba a su lado.
El dueño de casa abrió tras el primer golpe.
—¡¿Lo habéis hecho?! ¡¿Lo habéis logrado?!
—Aún no —respondió el maestro—. Pero poco falta. ¿Podemos entrar?
—Está mi esposa…
—Les necesitamos a ambos.
Brandt posó sus ojos en el viejo brujo. Solo hazte a un lado, decía su mirada, y jamás nos verás de nuevo. Desvió entonces la vista hacia el joven, su expresión era bien distinta. Confía en nosotros, le decía, solo ves la superficie. Ponte en nuestro lugar. Pero la única diferencia entre un brujo y otro era solo la experiencia; el dueño de casa supo que, algún día, un día no tan lejano, la expresión de ambos sería idéntica. Y con razón.
Pero ese no era el día. Se hizo a un lado y les permitió el paso.
Los brujos entraron, se detuvieron poco más allá del umbral. Brandt Firutrer les sobrepasó y se acomodó junto a su esposa, que les había oído hablar y esperaba de pie en medio de la sala, con una mano detrás de la espalda. Él la abrazó y la besó en la mejilla.
—Os oímos, brujos. Decidnos en qué podemos ayudar.
Vesemir codeó a Geralt, el joven pupilo le miró con mala cara, luego soltó un suspiro y avanzó tres pasos. Sus anfitriones retrocedieron uno. Se detuvo, molesto, miró a su maestro por encima del hombro; este le devolvió una mirada pétrea y, con un movimiento de cabeza, le instó a continuar.
El joven pupilo soltó una ruidosa exhalación, volvió a avanzar, más despacio ahora, observando el desprecio en los ojos de la mujer, el temor en los del hombre. No me conocen, se dijo a sí mismo. No conocen mis sentimientos, no saben que los tengo. Pero soy un brujo, y es mejor así. Con estas palabras, avanzó hasta quedar a dos pasos de ellos, alargó su mano enguantada, les mostró lo que llevaba en ella.
Brandt Firutrer lo reconoció de inmediato. El collar que la aparición le había entregado tenía forma de delfín, uno muy hermoso.
—Annabelle —dijo el dueño de casa, apartándose de su esposa para adelantarse hasta él. Cuando estuvo frente a frente, estiró la mano ahuecada; el joven brujo dejó en ella el colgante—. ¿Cómo… cómo…?
—Ella me lo dio —explicó Geralt—. Su último deseo es que lo cuelgues del cuello de tu esposa, su hermana, y así ella descansará en paz sabiendo que eres feliz. Ella aún te ama.
Brandt miró a su mujer, sin saber qué decir.
—No digas nada —dijo el joven pupilo, áspero—. Solo cumple con su pedido.
El dueño de casa asintió y se dio la vuelta, con movimientos mecánicos se colocó tras su esposa.
—Elena —dijo.
La mujer se levantó los cabellos con ambas manos, desnudando su pálido cuello, sin despegar sus ojos marrones de los dorados de Geralt. Brandt pasó sus manos por encima de los hombros de su esposa, dejando que el delfín le cayera sobre el pecho, luego unió ambas mitades de la delicada cadena por debajo de la nuca de ella.
El joven pupilo soltó un suspiro y saludó con una inclinación de cabeza. Entendiendo que aquello era el fin, se dio la vuelta y caminó hacia su maestro, mirándole con satisfacción. Pero vio de pronto como los ojos de Vesemir se abrían como platos, como sus labios se separaban al cortársele la respiración. Geralt giró sobre sus pies, justo a tiempo de ver a la joven cayendo al suelo, con las manos alrededor del cuello, intentando detener el agarre de la cadena, que le apretaba cada vez más. El joven pupilo sintió el empellón de su maestro cuando este le pasó a su lado, pero él no atinó a moverse, tan solo pudo quedarse ahí parado, viendo como la vida abandonaba el rostro de su anfitriona. Ni Brandt, con sus gritos y movimientos ampulosos, ni Vesemir, con sus manos intentando tirar de la cadena, y luego con sus puñetazos al pecho de la mujer, pudieron hacer algo para detener esa partida.
El dueño de casa apartó al viejo de un empujón, se tendió junto a su esposa.
—¡Iros de aquí, mutantes! ¡Iros de aquí, monstruos! ¡Nunca nadie confiará en vosotros!
Vesemir bajó la mirada, giró y avanzó hacia su pupilo. Le apoyó una mano en el hombro, pero siguió su camino hasta la salida sin decir nada. Geralt se quedó un minuto entero ahí, todavía clavado al piso.
—¡Que os vayáis! —tronó Brandt—. ¡Ve a cobrar tu sucio dinero!
El joven pupilo se tragó una disculpa, se marchó sin decir nada más.
Montó en Sardinilla, su maestro ya estaba sobre su caballo.
—Vesemir.
Silencio.
—¿Si, Lobo?
—Ellos hacen bien. No es posible confiar en nosotros.
Silencio.
—Te equivocas, Lobo. Es en los monstruos en quienes no se debe confiar. Y nosotros somos hombres, mutados, pero hombres al fin.
Miraron hacia la casa, de donde escapaban los gritos desgarradores de Brandt.
—Pero es culpa nuestra…
—¿Culpa nuestra? ¿Acaso empujamos a esa desgraciada mujer al fondo del mar hace cinco años? ¿Fuimos nosotros quienes casamos a esos dos? ¿Es culpa nuestra que existan los monstruos? Los brujos existimos por ellos, no al revés.
—Pero…
—No, Geralt, ni se te ocurra. Somos hombres, y como tales cometemos errores. Está en nuestra naturaleza, y ninguna mutación borrará eso. —El joven pupilo desvió la mirada—. Geralt, mírame. ¿Tú confías en mí? ¿Lo haces?
—Lo hago, Vesemir. Tu eres para mí un… maestro.
—Y yo confío en ti, Lobo, más incluso que en mí mismo. Y no solo porque te vea como a un hijo, como el que jamás tendré, sino porque te conozco, y te entiendo. —Soltó un suspiro—. Ellos nos temen, Lobo. Y nosotros les tememos a ellos más que a los monstruos, porque…
—Porque los hombres temen lo que no comprenden —concluyó el joven pupilo.
Se hizo el silencio mientras asentían con la cabeza. Entonces miraron por última vez la pintoresca casa, orientaron los caballos hacia el puerto y partieron al trote. Irían a cobrar su dinero, sucio o no. A los hombres tal cosa no les importa.