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Full Version: Un tan solo error
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Título Provisional:     Un tan sólo error
... No sé si me gusta como suena, y quizá cuando acabe la historia habrá algún otro juego de palabras para  usar de título.
Una parte de mí espera que los otros "habitantes" de Nuc adivinen de que va esta historia con sólo ver el título, porque usé una frase similar en medio de una conversación. La parte más racional sabe que no tienen idea. 

Época: Actual

Elementos utilizados:
   Imperio de los Electos, La Isla de los Arqueólogos, y (un poco) la Orden de los Emisars Verdaderos.
   Los Ecos también están ahí, pero si pestañean no los verán.


Pendiente de aprobación.


Índice:
Prólogo



Imarig tenía ocho años cuando hizo su primer bote. Era horrible, pero no pesaba casi nada y resistía más que la mayoría. Sus padres estaban muy orgullosos de él, y le aseguraron que pronto mejoraría en el aspecto estético.

A los dieciocho años, sobreprotegido y mimado, estaba convencido de que esa era la única cosa en la que sus padres se equivocaban. Si en diez años no había mejorado nada su habilidad para tallar en el hueso azulado de los Antiguos, era poco probable que ocurriera más adelante. Pero no le importaba que sus deformaciones dieran risa a primera vista, porque su fama como el más rápido y efectivo “escultor” de la familia Nivante se le había subido a la cabeza.

Ser un prodigio no estaba nada mal: todos querían ser sus amigos y nadie regateaba a la hora de encargarle un trabajo, ni siquiera cuando se trataba de objetos comunes, que  no tenían ninguna de las ventajas de sus deformaciones, pero eran igual de feos. Por supuesto,  los únicos botes que  vendia que no vinieran del hueso de los antiguos, eran pequeños adornos y juguetes. Vender un bote real con su “estilo” hubiera sido homicidio. Y posiblemente nadie lo hubiera culpado. Estaba todo en la fama. Ya de por sí la gente solía  tener gafas rosas cuando de emisars se trataba, y por lo visto era más cuando veían a uno que destacaba. Los envidiosos y los que intentaban ser la voz de la razón no faltaban, pero  era fácil ignorarlos en medio del aplauso.

A pesar de lo mucho que se regodeaba entre amigos, fama y fortuna, lo mejor de su vida seguía siendo su familia. No sólo porque eran los que le habían enseñado a tallar, unir y deformar, sino por la conexión que compartía con cada uno, y el hogar que conformaban en conjunto. Sus  padres y hermanos mayores lo comprendían y cuidaban de él; cada cual a su manera. Unos más exigentes, como su madre, otros sobreprotectores como su padre. Unos preferían apañarle sus travesuras y otros lo regañaban por su propio bien. Su hermana predilecta era la que lo desafiaba y se burlaba de su estética siempre que él quería conformarse, pero aseguraba que era sólo porque se ponía de su parte cuando aparecia uno de esos “envidiosos''. No como su abuelo, que era paciente para instruirlo pero siempre le daba cuerda a sus críticos.

En cualquier caso, las generaciones anteriores, así como su hermana y primos mayores, cuidaban mucho de él. En pago, lo único que pedían era que cuidara de igual forma a los más pequeños de la familia, y que continuara con el legado familiar de la escultura de deformación; dos actividades que él hubiera hecho de todas formas.

Imarig era feliz en el palafito de dos plantas que habitaba con la mitad de los Nivante, en la playa sur de la Isla de los Arqueólogos.

Y luego, conoció a Teada, una de esas emisars de azul que viajaban por  el mundo intentando convencer a los demás de ser menos como ellos mismos y más como ella les sugería.

La muchacha debía tener veintipocos años, y quería que él le construyera un velero. No uno de verdad, sino un juguete. Con un diseño específico que no hubiera sido demasiado problema para su hermana o su primo, pero sí para él.

Intentó explicárselo a la chica, pero ella dijo que sólo quería tener un modelo construido por él prodigio del que hablaban todos. No tenía sentido, entonces, que quisiera un diseño en particular. Pero la viajera estaba sonriendo y revolviendo sus rizos castaños de una forma muy curiosa.

Así que Imarig aceptó la tarea, y todo se vino abajo.
Capítulo 1
No lleves un cuchillo a una pelea de espadas

El vaso estaba tan limpio como la tupida barba pelirroja de Mochta, brillante como su calva. Sí el cantinero no estaba seguro de porqué seguía frotándolo con la franela enmohecida, pero no consideró dejar de hacerlo.

Del otro lado de la barra, una mujer de turbante café le contaba sus penas y temblaba de frío. Su voz resonaba entre las paredes de madera de la taberna desierta. Todos estaban al otro lado de la isla, porque era la Noche de los Abuelos: una festividad que sólo tenía valor para los que creían ser descendientes directos de los Antiguos, pero en la que todos querían tomar parte.

El cantinero no esperaba ningún cliente, ni siquiera extranjeros como la que estaba del otro lado de la barra. Sin embargo, la puerta se abrió una vez más, para dar paso a una corriente de aire frío y a un joven que tenía todo el porte de un hombre cansado  ahogar el recuerdo de sus fracasos y desamores. Pero todos sabían que Imarig bebía solo. Compraba cantidades absurdas de suero negro, directamente de los productores, que al principio le daban un descuento en agradecimiento por los deformes pero eficientes botes que les construía todavía dos años atrás. Había dejado de tallar en hueso por aquellos días, cuando algo lo había herido profundamente.  Los rumores sobre su depresión iban desde líos de faldas hasta un encuentro con los delincuentes que ahora ocupaban la Isla de los Antiguos. La versión más difundida era que los Verdaderos lo habían amenazado, la más convincente era que finalmente había recibido una crítica demasiado hiriente sobre su estilo.

Por lo que fuera, había dejado de tallar hueso y  no mostraba su sonrisa de antes. Por un tiempo, sus amigos y familiares habían echado en falta el tarareo constante con el que solía  acompañar al son del cuchillo sobre la madera. Hoy en día, no tallaba en absoluto. Hacía apenas dos meses su vida era beber, pero ahora estaba en recuperación gracias a los esfuerzos de su familia.

Mochta había oído una conversación entre los chavales que descargaban el licor directo hasta su trastienda, descubriendo que los sureños habían dejado de venderle unos meses antes, por la misma razón por la que antes solían darle un descuento: en señal de respeto y agradecimiento. Eso seguramente había sido el primer paso a la relativa sobriedad para el escultor.

—¡Muchacho! ¡Qué gusto verte! ¿Viniste por la paga de tu hermana? Aquí la tengo….  Es una verdadera pena que no pueda hacer unas iguales en hueso...

—De poder, puede —aseguró el veinteañero—, lo que no ha conseguido, es determinar exactamente cuánto duran. Así es arriesgado.

—¡Ahh! Claro.

—Oye, Mochta, tengo la garganta seca, ¿Crees que…?

—Lo siento muchacho, estamos cerrados.

—¡Eres  el dueño! ¡Y a ella le serviste! —Imarig señalaba a la clienta que había  llegado antes.

—Si, claro, pero ella… Eh… ¡Bien sabes cuál es la diferencia! Y si, es cierto, al rato y ella tampoco sabe cuando detenerse, pero su mamá no vino a decírmelo con lágrimas en los ojos.

Imarig suspiró.

—Mucho no te creo lo de las lágrimas —dijo el escultor en desgracia.

Lágrimas o no, los vendedores de licor se cuidaban de no dejarse ver negociando con este muchacho, porque los Nivante eran el tipo de familia con quien no querían enemistarse.

A pesar de su forzada sobriedad, Imarig no había vuelto a tallar como esperaban sus clientes y seres queridos. Pero al menos salía a hacer mandados como éste.

—Por favor amigo, tienes que ayudarme. No voy a volver a beber como si  no hubiera mañana, es que… hoy es el día, ¿sabes?  Es el aniversario.

El muchacho comenzó a contar la historia que ya todos sabían, sobre la emisar que había aparecido en su vida casi tres años atrás, con una petición inusual y un montón de historias y preguntas.

Los había visto paseando por ahí, a veces muy sonrientes y a veces con tal expresión de concentración que parecía que estaban discutiendo algún concepto muy complejo. En algún punto habían comenzado a tomarse de la mano, lo cual se veía venir desde que un cliente de los Nivante vio como la viajera coqueteaba con el artesano mientras él trabajaba  en el modelo que ella le había encargado.

Ahora, lo que quedaba de Imarig, estaba ahí frente a él, contándole que no hubiera podido concentrarse para trabajar si el proyecto hubiera sido con hueso.

—Ya sabes que yo prefiero escuchar que hablar —decía el muchacho—. Y ella tenía tantas historias geniales.  No solo sobres sus viajes, ¿sabías que los Verdaderos recorren el mundo para ayudar a otros emisar? Pero también me contó sobre sus mentores y  la filosofía de esa orden… y no daba muchos detalles, pero contaba todo lo importante. Mi abuela, y todos, la verdad, todos en mi casa dicen que son gente cerrada, y que van por ahí “robando los legados de otros” y obligando a los demás a seguir “reglas inventadas”. Pero quizá han cambiado, porque no es eso lo que ella cuenta…

Para alguien que prefería escuchar, estaba extendiéndose bastante en su relato de lo mágico que era escucharla, ser  parte de su vida.

—Aunque aún no era realmente parte de su vida. Pero… Es que ella no me contestaba, sólo sonreía. ¡Ah, esa sonrisa! Me distraía de todo —el muchacho soltó una risa breve—. Y está bien, porque  si ella no quería  contestar, no tenía que  hacerlo. La respuesta llegaría en el momento —le sonrió al mismo vacío al había estado mirando por un rato—. ¡Yo estaba tan seguro! Y no digo… Porque podía ser un “me voy”, en cuanto los verdaderos le mandaran órdenes; así, sin promesas de volver, sin siquiera mandar una carta jamás. Pero eso sería una respuesta…. Y en cambio… Sólo desapareció.

El muchacho emitió un sonido extraño, que no era ni un suspiro ni un sollozo, pero sonaba similar a ambos. Y el cantinero estaba acostumbrado a eso, pero no a tener que negarse cuando el muchacho dijo:

—Y hoy hace exactamente dos años. Y realmente necesito tomar algo. Por favor.

En lugar de repetir su negativa, Motcha murmuró que tenía el pago para la artesana y se agachó tras la barra, en busca del tarro de aceite de  papsadmo que había acordado enviarle. Le costó encontrarlo, a pesar de que estaba perfectamente visible en la repisa más baja, entre una cubeta llena de hielo bien sólido y una con los restos descongelados del día anterior. Aún se entretuvo un poco más, haciendo tiempo para poder fingir que nunca había oído las súplicas de Imarig.

Estaba en eso cuando escuchó la puerta abrirse con un estruendo, y una voz chillona demandó ver al dueño. Sonaba agresivo, pero no era la primera vez que alguien intentaba intimidarlo para obtener algo. Incluso había atendido a muchos clientes que sonaban violentos hasta para dar las gracias; mientras otros, de voz más tranquila, mostraban mala educación y peores mañas. No tenía ninguna razón para no levantarse y atenderlo, excepto que en ese mismo instante alguien dejó caer un vaso, y una silla. Por el origen del sonido, había sido la forastera.

—Creo que está viendo a su primo —dijo la voz temblorosa de Imarig—, del otro lado de la calle.

—¿En el mar? —dijo un hombre distinto, más ronco y con aire de sospecha.

—No, bruto —dijo el de voz aguda—, en aquel barco enorme. ¿Verdad, muchacho?

Si hubo respuesta, el tabernero no la escuchó. Pero sabía que eso había querido decir el chico. Un absurdo, porque sus primos no tenían nada que ver con esa panda de asesinos navegantes. Por algún motivo, el escultor estaba intentando ocultarlo de estos hombres. Quizá estaba impresionado por la entrada brusca, pero no había necesidad de hacerlo quedar como mentiroso. Incluso en un día malo era mejor evitar esos tragos amargos.

—¡Vamos a buscarlo, entonces! —saltó el otro.

Eso no podía  estar bien. No tenia caso ir a buscarlo… a menos que quisieran algo más que direcciones o licor. Lo cual… definitivamente no podía estar bien.

—Espera —exclamó el de voz chillona—. Primero hay que revisar a éstos.

La mujer gritó y al menos uno de los dos forcejeó. En absoluto silencio, Mochta deslizó su mano por entre los frascos y utensilios, en busca de algo afilado. Lo primero que encontró, no ayudaría, la hoja era demasiado gruesa para sus propósitos.

Su mano se cerró alrededor del cuchillo de todas formas, y apenas había encontrado algo más cuando escuchó otro grito y una palabra que no logró entender a tiempo. Era algo así como “Nada” o  “Ya está”. Poco después, alguien atravesó la taberna corriendo.

—¿Y el otro? —dijo el mismo que acababa de hablar.

—Pues está armado, pero no lleva hueso.

—No es un arma, es una herramienta. La uso para tallar.

Los otros no respondieron. Sus pesados pasos se alejaron del lugar. De pronto, el más ronco soltó una especie de exclamación, y al instante dos sonidos sucesivos le helaron la sangre al tabernero. Un quejido y un golpe sordo. Algo definitivamente iba muy mal.

—¿Por qué tanto drama?

—Me… sorprendió que alcanzara a herirme, eso es todo.

—No hay armadura perfecta. Bien sabes que el área de la axila es…

—¡Pero estaba allá! No tenía porqué venir a atacarme. ¿Acaso tú si lo viste venir?

—Este tipo se traía algo —dijo el de voz más aguda—. Hay que revisar la trastienda.

El terror se apoderó del tabernero.

Hombres desconocidos, de pasos pesados, que habían venido a buscarlo a él o a su hermano menor que le había dejado la taberna mientras iba a esparcir el mensaje de los Emisars Verdaderos por todos los territorios Acráticos. Si no habían venido del barco, sólo podían ser los auto-proclamados Electos. Tenían al hermano equivocado: Mochta no hubiera podido sacar magia de un hueso ni para salvar su vida. Pero esos tipos no escucharían razones. Iba a morir si lo atrapaban.

Vigiló el sonido de pisadas, porque sabía que pasarían a su lado y necesitaba reaccionar dependiendo  de cómo lo hicieran. Si ambos iban directo a la puerta y sin mirar atrás, no tenía nada de qué preocuparse. Tendría oportunidad de huir. Si volteaban… tendría que retrasarlos para poder huir… tenía que pensar cómo.

No. Sólo uno de ellos venía hacía él. ¡Estaba encerrado! Se había quedado sin opciones, esta situación sólo podía acabar de una forma. Soltó el cuchillo que aún tenía en su mano derecha.

Cuando el hombre pasó a su lado, usó su izquierda para clavar tras su rodilla el más largo de los punzones que utilizaba para romper el hielo. El metal desapareció entre las uniones de la armadura y el tabernero apenas tuvo tiempo para sorprenderse de notar que la carne ofrecía mucho menos resistencia que el blanco habitual. El hombre que se había venido abajo con un chillido, estaba intentando atravesarlo con su espada. Por suerte, el soldado estaba lidiando con un terrible dolor y su posición no era la más adecuada para alcanzar a un hombre cuya posición exacta había ignorado hasta el momento.

Mochta se inclinó a su izquierda, con lo que el hombre no pudo alcanzarlo en la dirección en que había girado. Sin darle tiempo a reacomodarse, tomó el otro picahielos y lo ensartó en su garganta tan profundo como pudo antes de  volver a sacarlo.

El soldado seguía vivo cuando él se puso en pie, pero lo menos que pensaba era en el fugitivo. El otro, en cambio, ya había llegado a la barra y extendió su mano para sujetarlo. Pero estaba del lado equivocado y parecía estar intentando atraparlo con vida a pesar de sus acciones.

Este no lo dejaría acercarse a su garganta, al contrario, le rompió la muñeca haciendo que soltara su arma improvisada. El dolor le arrancó lágrimas y gritos, pero no perdió del todo la cabeza. Aún tuvo la energía para terminar de quitar el seguro del catalizador en el centro de su armadura. Había sido más difícil de lo que esperaba, pero una vez hecho esto, fue sencillo.

Cuando el catalizador se vio sin combustible, el peso de la armadura sorprendió al guerrero. Fue una fracción de segundo solamente, pero al tabernero le bastó para  liberarse y correr. Antes de cerrar la puerta de la trastienda, vio que el soldado le seguía, un poco más lento de lo que se había movido antes. Aunque no había conseguido tanta ventaja como esperaba, sería suficiente. Él era veloz y conocía los recovecos en la zona. Sólo tenía que alcanzar un terreno desfavorable para alguien con una pesada armadura.

Y sí lo hizo. Pero al llegar ahí, ya no lo seguía nadie.

Cuando regresó al bar, con una mezcla de matones de poca monta, guerreros extranjeros y emisars con conocimientos de curación y de combate, solo encontraron el cuerpo de un soldado Electo, al cual le habían robado el hueso  del catalizador.