24/11/2022 09:24 PM
Matías miró el reloj. Entre una cosa y otra, las horas habían ido pasado. En unos minutos llegaría la tía y toda esta loca aventura terminaría.
—Bueno, Tim. Ahora que nuestro tiempo juntos se acerca a su fin, debo decir que fue un placer conocerte. Espero no hayas pasado tan mal.
Tim estaba en el suelo, pintando unos dibujos. Tomó uno de ellos y se lo llevó a Matías.
—¿Me lo regalas? ¿En serio? Gracias. La próxima prometo tener un regalo por tu cumpleaños.
En el dibujo se veían dos figuras, rodeadas de un montón de muebles con ojos y tentáculos por doquier.
—¡Somos nosotros! Está muy bueno.
Tim volvió al suelo y siguió con el otro dibujo. En él se veían tres figuras frente a una edificación de grandes columnas.
—¿Esa es la Academia? Te quedó re bien.
Una de las figuras era más pequeña, así que supuso que era Tim, y las otras dos eran una mujer anciana, obviamente la Tía, y otra más joven.
—¿Quién es? —señaló— ¿Tu madre?
—No —dijo simplemente —, es Clara, la asistente de la abuela.
—Ah, la que llamó hace un rato. Tenía voz bonita. ¿Es bonita? Apuesto a que es bonita.
Tim se encogió de hombros.
De pronto sonó el timbre. Pero no era el de la puerta sino el del teléfono.
—Hola… No pasa nada, Tía. ¿Qué pasó?
En ese momento, le cambió la cara a Matías.
—Aja. Entiendo. Sí, claro que sí. Yo sé que no.
Se giró hacia Tim y le extendió el tubo.
—Tim. Tu abuela necesita decirte algo.
—Suerte que tenía un cepillo de dientes sin usar —dijo Matías mientras terminaba de tender la cama con sábanas nuevas —. Mañana, cuando llegue la abuela, haremos que nos prepare algo rico para comer. ¿Has probado su budín con pasas? Es lo mejor. Bueno, listo. Todo suyo, señor.
—No tengo sueño.
Matías ya había pensado que eso iba a pasar y tenía un plan. Solo esperaba que funcionara.
—Dame un segundo. Dejo esto y ya vengo.
Regresó al cabo de un minuto, con una lámpara que puso sobre la mesita de noche.
—Este es Titu. Fue una de mis primeras creaciones. Titu. Despierta Titu.
Despacito, la lámpara comenzó a moverse. Se encendió una cálida luz amarillenta, pero en seguida se apagó.
—Titu, no te duermas. Despierta muchacho.
Matías comenzó a darle toquecitos, hasta que éste se agitó en protesta y parecía querer defenderse.
—Titu, presta atención—continuó Matías —. Él es Tim. Te vas a quedar con él y lo vas a cuidar. ¿Entendido?
Titu giró hacia Tim un momento, luego hacia Matías otra vez y asintió.
—Muy bien. Tim, dile hola a Titu.
—Hola… Titu.
Matías se echó en el sofá. Su rostro reflejaba al fin todo el cansancio que realmente sentía. Cuidar niños era agotador.
“Te lo dije”, le reprochó una voz interior. “No tendríamos que haber aceptado”.
“Si no fuera por la Tía, no habríamos logrado nada esto”, recordó otra voz. “Además, ya está, se terminó”.
“Sí, seguro. Mañana va a llamar para que el niño se quede otro día más”.
“No, la tía no haría eso”.
“¿Qué no? Pero si siempre le dices a todo que sí. El bueno de Matías. Siempre se puede confiar en él. ¿Verdad Matías?
—Cállate.
Pero esa voz en su interior no se detuvo. Al contrario, pareció ganar fuerza.
“Eres un cobarde. En el fondo estás feliz que esto haya pasado. Ahora tienes una excusa. Siempre algo se interpone, ¿verdad? Siempre es la culpa de los demás”.
Matías se puso de pie, fue hasta la puerta del laboratorio y la abrió. Esto le causó mucha gracia a esa voz interior.
“¿Lo vas a hacer ahora? Jaja. ¿A quién quieres engañar?”
Matías bajó las escaleras y tomó los lentes de protección, pero no se puso la túnica ni las botas o los guantes. No los necesitaba. O funcionaba, o moría en el intento.
La luz amarillenta de Titu, flaqueaba otra vez. Para ser una veladora, se dormía fácilmente.
—Titu. ¡Titu!
Tim no quería quedarse a oscuras.
—Titu.
Pero no hubo caso. La luz de Titu se apagó por completo. Y en medio de la oscuridad, antes que Tim pudiera hacer nada, le pareció escuchar a Matías hablar. Fue solo una palabra, pero sonaba enojado.
Por un momento se olvidó de la oscuridad y se quedó quieto, escuchando.
Pasos. De aquí para allá. Luego una puerta que se abría. Después, una serie de sonidos indefinibles. Tim se esforzaba por entender. Entonces Titu despertó de golpe, encendiendo su luz intensamente. Tim se tapó los ojos con la mano.
—Ah. Titu —protestó —. Me asustaste.
De pronto le llegó un nuevo ruido: un fuerte golpe. Luego otro, y algo que se rompe.
Rápidamente, Tim salió de la cama.
—¿Matías? —llamó en voz alta.
¡¡PRAAA!!
Un estruendo de vidrios rotos y un grito ahogado.
—¡Matías! —gritó Tim, pero no hubo respuesta.
La puerta del laboratorio estaba entornada.
—¿Matías? ¿Qué fue eso? ¿Estás bien?
Tim bajó dos escalones y se agachó para asomar la cabeza. Vio la estantería caída y el piso lleno de vidrios rotos.
—¿Matías?
Algo se movía detrás de la mesa.
Bajó otro escalón.
—Por favor. Respondé.
Entonces vio a Matías en el suelo, o lo que quedaba de él, siendo engullido por una masa monstruosa de ojos y tentáculos.
Corrió al cuarto y cerró la puerta.
¡Plaf!
Acercó la oreja a la puerta para tratar de escuchar. Deseaba con todas sus fuerzas, que la puerta del laboratorio hubiera quedado bien cerrada. La había aventado con fuerza al pasar, pero eso no significaba que hubiera quedado cerrada. Ahora no se animaba a volver a salir para confirmarlo.
Se agarró el cuello. Le dolía la garganta. Trató de tragar saliva, pero no pudo.
¿Qué iba a hacer si el monstruo salía del laboratorio?
Acomodó mejor la oreja. No sintió nada. Mientras tanto, algo ocurría dentro de la habitación, de lo cual Tim no era consciente. La cama, la misma cama en la que había estado acostado minutos antes, comenzaba a abrir sus ojos y desplegar sus tentáculos hacia él.
Tim sintió un leve toquecito en la pierna y pensó que era Titu. Sacudió la mano para ahuyentarlo. Este no era momento para distraerse. Luego sintió lo mismo en el hombro y la cadera.
Se le erizó toda la piel. Giró la cabeza muy lentamente, como con dificultad. Lo poco que vio le alcanzó para decidir que no podía quedarse allí. Salió al pasillo.
En el resto de la casa, las cosas no estaban nada mejor. Por el pasillo venía una alta repisa, sacudiendo sus tentáculos hacia él. Tim corrió hacia la sala. Se le ocurrió que en el sofá estaría a salvo, al menos por un momento. Saltó y cayó sobre el sofá.
Grrrrr…
Con un sonido como de dragón con bronquitis, el sofá comenzó a moverse. Los almohadones se abrieron como una boca para comérselo. Tim se tiró al suelo. Quiso apartarse, pero un tentáculo se le enredó en la pierna.
Pataleó con todas sus fuerzas. Se arrastró, pero en seguida otros tentáculos lo agarraron.
Era su fin.
De pronto los tentáculos lo soltaron. ¿Qué estaba pasando?
Miró a su alrededor. Estaba rodeado. Los muebles se cernían sobre él, aunque no se movían. Entonces se apartaron para dejar pasar a otra cosa. No era un mueble, sino una criatura monstruosa, que caminaba con cierto parecido humanoide.
“El monstruo que se comió a Matías”.
Era el final, el monstruo se lo comería a él también.
Cerró los ojos y se tapó la cara. Iba a morir. Solo esperaba desmayarse pronto. ¿Empezaría por las piernas, como con Matías? ¿Le dolería mucho? No quería. No quería que le doliera. Ni quería morir.
De pronto, algo sucedió. Una serie de destellos y ruiditos aparecieron frente a él. Tim abrió los ojos. Era Titu, que saltaba y destellaba su luz al monstruo, lo más fuerte que podía. Increíblemente, lo estaba haciendo retroceder.
Luego de unos momentos de reticencia, el monstruo decidió dar la retirada y desapareció por la puerta del laboratorio.
Los muebles guardaron sus ojos, sus tentáculos y volvieron a sus lugares.
La casa quedó en silencio.
Tim se levantó y corrió a la puerta. Tenía que salir de esa casa.
Trató de abrirla, pero estaba con llave. Miró alrededor.
—La llave… la llave.
Buscó en la mesita de la entrada y: ¡Eureka! Un juego de llaves. Tomó la primera que le pareció y la metió en la cerradura.
No giraba.
Probó con la otra.
No entraba.
La tercera. La última llave. Su última oportunidad. Tenía que ser esa.
Entró.
Giró.
¿Qué? Sí. ¡Giró!
Pero entonces, se abrieron unos enormes ojos negros en la puerta, que lo miraron como diciendo: ¿Qué crees que estás haciendo?
El Tim de hacía unas horas, hubiera pegado un salto del susto, pero el Tim de ahora aguantó la impresión y le dio vuelta a la llave.
La cerradura se descorrió.
¿Eh? ¿Qué pasa?
La puerta no se abría.
¿Qué pasaba? ¿Una tranca? ¿Un pasador?
No. Nada de eso.
—¡Ábrete! ¡Maldita puerta!
Los ojos lo miraron con mayor intensidad y esto a Tim hizo que le diera más bronca. Dio un paso atrás y PUM, le encajó una patada.
Le dolió un poco el pie, pero no era momento de pensar en eso.
—¡Puerta! ¡De! ¡Porquería! ¡Ábrete! ¡De! ¡Una! ¡Vez!
La última patada le dolió mucho y mientras cerraba los ojos del dolor, un montón de tentáculos salieron de la puerta y se enroscaron en torno a él.
—¡Ahh!
De un sacudón, Tim quedó patas para arriba, colgando frente a los enormes ojos.
—¡Lo siento! ¡Perdón! ¡No me lastimes!
PRAF.
La puerta lo arrojó al suelo y guardó lentamente sus tentáculos.
Solo restaba una alternativa. Tenía que llamar a la abuela.
—Era 25… 34… 27…
No, algo estaba mal. ¿No sería el 37 y después el 24? Tenía que buscar su mochila, allí tenía el número, pero su mochila había quedado en el cuarto. No había más remedio, debía entrar. Tal vez los muebles allí se hubieran calmado como en el resto de la casa.
Abrió la puerta lentamente y se asomó con cautela.
¿Dónde estaba la mochila? Se debió haber caído. Ah, sí, allí. Detrás de la cama.
Calculó los pasos. Se preparó y…
Shum, Shum, Plaf. Dos saltos y estuvo de regreso, fuera de la habitación.
Rápidamente buscó la libreta. Se recordó que la abuela le había anotado el número de su despacho en La Academia.
¿Dónde estaba? Cartuchera, ropa interior, medias... Dio vuelta la mochila y tiró todo el contenido en el suelo del pasillo. Allí estaba.
Llegó a la sala, en busca del teléfono, solo que no estaba.
Era allí, ¿no? Sí, tenía que ser. Entonces recordó que a Leopoldo, el teléfono, le gustaba salirse de su lugar.
—¿Leopoldo? Leopoldo. ¿Dónde estás pequeño?
Miró debajo de la mesa y detrás del aparador. Nada.
—Leopoldoooo…
Debajo del sofá y detrás de la butaca. Tampoco.
—Leopol…
¿Qué fue eso? Le pareció oír un ruido proveniente del laboratorio.
Tenía que darse prisa, algo le decía que no tenía mucho tiempo.
—Leopoldo. Leopoldo.
BRUMmm…
¡Oh, no! Ahora, definitivamente había oído ruido en el laboratorio.
—Vamos Leopoldito. No es tiempo de jugar a las escondidas. El lobo se está poniendo los pantalones.
¡¡GrraaAAhh!!
Un grito monstruoso se esparció por toda la casa, provocando que todos los muebles abrieran sus ojos y se retorcieran.
¡Rápido, un lugar para esconderse!
Eh… Eh… ¡Titu!
Titu le hacía señales de luces. Le pareció que lo estaba llamando.
Ya lo había salvado una vez, tal vez lo hiciera de nuevo.
Tim llegó junto a Titu. Estaba frente a una puerta, al lado del baño. Al menos la puerta no tenía ojos.
La abrió. Era un closet común y corriente.
—Al fin algo normal en esta casa.
Aunque eso mismo había creído del sofá y de la cama.
—¿Estás seguro, Titu?
¡¡Grrooahhhggg!!
No había tiempo para dudas, el monstruo subía las escaleras.
Tim se metió en el closet y cerró la puerta. Titu entró con él y disminuyó su luz hasta dejar tan solo un tenue resplandor.
—¿Qué está haciendo?
El monstruo estaba en la sala, tirando cosas al suelo. Libros. Estaba tirando libros al suelo.
Se detuvo. ¿Habría encontrado el libro que buscaba? Tal vez.
¿Para qué querría un libro el monstruo?
Al cabo de unos momentos, lo arrojó y siguió buscando.
Así estuvo, una y otra vez. Buscaba, buscaba, se detenía. Buscaba, buscaba, se detenía.
Parecía frustrado. De pronto lanzó un nuevo grito y fue como que todos los muebles de la casa salieron corriendo. Entonces hubo silencio un buen rato. Luego el monstruo retomó la búsqueda, solo que esta vez, mucho más lento.
¿Qué era eso? ¿El timbre? Sí. Era el timbre. Estaba soñando que sonaba el timbre. Qué gracioso.
Un momento, ¿cómo que soñando? ¿Se había quedado dormido? Ah sí. Mira. No había esperado dormirse en esas circunstancias.
—Lo siento —dijo en el sueño—. Estoy encerrado, no puedo abrir. La puerta no me deja.
El timbre volvió a sonar. Entonces apareció su abuela y le dijo:
—Vamos, Tim, apúrate. ¿No escuchaste el timbre? El taxi ya llegó.
—Sí, abuela, pero la puerta no abre.
—¿Cómo que no abre?
Su abuela fue hasta la puerta y la abrió.
—¿Ves, Tim?
Pobre abuela, pensó Tim, cómo le explicaba que esto era solo un sueño y por eso había podido abrir la puerta. No quería darle semejante decepción. Al mismo tiempo, supo que algo no andaba bien.
—¿Hola? ¿Tim? ¿Señor Lasarte?
Era una voz femenina, joven y melodiosa. ¡Era Clara!
Tim despertó y comprendió que el sueño no había sido solo un sueño.
¡Rápido! ¡Tenía que advertirle!
Salió lo más rápido que pudo, arrastrándose por encima de las cosas sobre las que se había quedado dormido.
—¡¡Ahhhh!!
Demasiado tarde.
La puerta no solo se había cerrado, sino que con sus tentáculos sostenía que Clara de cabeza, como lo había hecho con Tim antes.
Algo se apoderó de Tim en ese momento. Algo diferente que simple rabia.
Caminó hacia la puerta y le dijo:
—¡Suéltala! Esta no es forma de comportarse. ¿Qué diría Matías si te viera?
La puerta giró sus severos ojos hacia Tim, pero este se mantuvo firme.
—Suéltala y déjanos salir.
Lentamente, la puerta guardó sus tentáculos y cerró los ojos, pero permaneció cerrada. Al menos había logrado rescatar a Clara. La pobre muchacha se arrastraba lejos de la puerta.
—¿Qué fue eso?
—Tranquila, es solo la puerta.
El rostro de Clara expresó una firme protesta ante tan insuficiente explicación.
Tim hizo lo mejor que pudo para explicárselo.
—Así que… —dijo Clara, cuando ya se hubo calmado—. Los muebles están vivos.
—Sí.
—Y a tu tío se lo comió un monstruo.
—Sí.
—Y el monstruo sigue allá abajo.
—Sí.
—Y no podemos salir.
—Aja.
Tim se giró hacia Titu.
—Titu, me salvaste del monstruo. ¿No podrías ayudarnos con la puerta?
Titu agachó la cabeza.
—Supongo que no.
De pronto Tim vio algo arrastrándose debajo de la mesa de la sala.
—¡Leopoldo!
Clara no entendía nada.
—Es el teléfono. Ahí.
Tim fue hacia él y extendió los brazos para agarrarlo, pero cuando Leopoldo lo vio, se escabulló para el otro lado.
—¡Leopoldo, ven acá! No escapes.
Clara se sumó a la persecución.
—Va para ahí —dijo Tim.
Clara estuvo segura de atraparlo, pero Leopoldo saltó inesperadamente a último momento.
—¡Ahg!
—¡Allá!
—¡Auch!
Clara se había golpeado la rodilla contra una silla.
Leopoldo se escondió detrás de la butaca, contra la pared.
—¿Dónde está!
Tim señaló con el dedo.
Se acercaron despacio. Uno por cada lado.
Leopoldo se vio en aprietos, porque comenzaba a cansarse de tanto correr, así que se metió debajo de la butaca. Tuvo que estirarse para entrar y no podría salir fácilmente, pero tenía un plan.
Cuando Tim y Clara se asomaron detrás, no vieron nada. Entonces, la butaca dio un respingo y salió corriendo, con Leopoldo agarrado debajo. Fue ahí que comenzó el caos, porque a la butaca, no le gustaba que le hicieran cosquillas por debajo y era justamente lo que hacía Leopoldo. Así que más que correr, saltaba y se sacudía, chocando con los demás muebles.
De un momento a otro, todos los muebles estaban como locos.
A Clara se le pusieron los pelos de punta y no pudo más que quedarse horrorizada, pero Tim no se dio por vencido. Esquivó una silla, saltó encima de la mesa ratona y se tiró sobre la butaca, justo cuando esta entraba a la cocina.
No sabemos qué hubiera pasado si Berta no hubiera estado allí, pero lo estaba. Al momento en que Tim caía sobre la butaca, Berta, la aspiradora, se interponía en su camino, provocando que niño, butaca y teléfono dieran una vuelta por el aire.
Tim terminó en el suelo, con un chichón en la cabeza. La butaca también, solo que sin chichón. ¿Y Leopoldo? Salió volando por los aires y fue derechito al lavarropas, que justo estaba con su puertita abierta esperando alguna prenda más de ropa para hacer un lavado. No pareció importarle que Leopoldo no fuera ropa.
—¡No! No, no, no… Pará, pará, pará —pero no hubo caso.
Tim y Clara se quedaron uno junto al otro, viendo cómo el pobre Leopoldo daba vueltas y vueltas en el agua espumosa.
CHOP… CHOP… CHOP…
—¿Crees que vaya a estar bien? —preguntó Tim.
—Eso espero. ¿Cuál es la puerta del laboratorio?
Clara ya salía de la cocina y miraba alrededor. El resto de los muebles ya se habían apaciguado.
—Esa.
—Ah, bien. ¿Sabes si hay algún mueble que no esté vivo?
—No lo sé.
—Bueno, no importa. Vamos a bloquear el paso. Ayúdame a mover la mesa. No, espera… ¡Mesa! Muévete frente a esa puerta… —No ocurrió nada—. Había que intentarlo.
Entre los dos, llevaron la mesa hasta el pasillo y la colocaron contra la puerta. Luego llevaron una repisa y la mesa ratona, y tres sillas.
—No está mal —dijo Clara, admirando su obra. Entonces las sillas abrieron los ojos y comenzaron a bajar de donde las habían colocado.
—No, no. ¡Quietas! ¡Vuelvan ahí!
La repisa y la mesa ratona también. Comenzaron a moverse para regresar a su lugar.
Clara se interpuso en el camino de la repisa y logró detener su avance. Tim corrió a ayudarla y empujaron juntos. La repisa retrocedió un poco, pero entonces la mesa grande se sumó y ya no pudieron detenerlos.
Quedaron jadeantes en el suelo. Clara tenía lágrimas de rabia en los ojos. Se las secó rápidamente para no asustar a Tim.
—Vaya —dijo, poniéndose de pie y acomodando su ropa—. Hace tiempo que no hacía tanto ejercicio.
Tim sabía que Clara trataba de mostrarse optimista y sinceramente lo agradeció.
Entonces ocurrió algo esperanzador.
Riiiinnnn… Riiiinnnn…
Tim y Clara se miraron. ¿Ese era el teléfono?
RRiiiinnnnn…
Sí, lo era.
—¡Está vivo! ¡Está vivo!
Aún dentro del agua, Leopoldo seguía funcionando.
—Ya, termina de una vez.
El timbre de Leopoldo volvió a sonar y la lavadora comenzó el centrifugado. Aquello giraba que era impresionante.
Ri… i… i… i…
Un par de minutos después, cuando la lavadora terminó y pudieron sacar a Leopoldo, el pobre estaba hecho un trapo. Lo pusieron sobre la mesada.
—¿Está bien?
Clara agarró el tubo.
—No tiene tono.
—Leopoldo, resiste. ¿Qué hacemos?
—No lo sé.
Titu se acercó y tocó la pierna de Tim.
—Titu.
Tim lo subió a la mesada. Titu apuntó su luz sobre Leopoldo e hizo que brillara fuertemente.
—¿Qué hace?
—Le está dando calor.
—¡Hay que secarlo!
—Gracias Titu, eres el mejor.
Clara trajo el secador de pelo.
—Aguanta amiguito. Te necesitamos.
En eso estaban, cuando se abrió la puerta de entrada.
—¿Se puede saber por qué no atienden el teléfono?
—¡Abuela!
Tim corrió hacia ella, la tomó de la mano y la sacó fuera de la casa, hacia el porche. Clara salió detrás, pisándole los talones.
—Calma, por favor. ¿Qué les pasa? ¿Dónde está Matías?
A Tim se le hizo un nudo en la garganta. Fue Clara quien contó lo sucedido, mientras Tim contenía las lágrimas.
Ante la fatídica noticia, la abuela se tambaleó.
—¡Abuela!
—¡Señora!
Hubiera caído al suelo, de no ser por los tentáculos de la puerta que en un instante aparecieron para sostenerla. Luego apareció una silla y la abuela se sentó.
—Gracias Felisberto. Gracias Serafín.
Tim y Clara no daban crédito.
—Oh, Georgina, que amable — la mesa ratona llegaba con un vaso de agua encima.
La abuela tomó un buen trago. Entonces volvió su mirada hacia Tim y le puso la mano en la mejilla.
—Mi niño. Qué valiente has sido.
Nuevamente las lágrimas quisieron brotar en los ojos de Tim, y esta vez, cobijadas por el abrazo de su abuela, lo consiguieron.
—Abuela, lo siento.
—No Tim. Nada de esto es tu culpa. Yo lo siento. Fui yo quien ayudó a Matías con sus experimentos. Veras. Tu abuelo también fue un investigador excéntrico que nunca pudo demostrar sus teorías debido a las prohibiciones de la Academia. Así que cuando Matías me pidió ayuda, yo, supongo que vi una oportunidad de retribución. No quise que le pasara lo mismo… Pero no estuve lo suficientemente cerca. Dejé que mi puesto en la Academia tomara más y más importancia en mi vida. Me alejé de todos, también de ti, Tim. Y lo lamento mucho.
Se puso en pie y su vista se perdió al interior de la casa.
—¿No es irónico, Matías? Entregamos nuestra vida a una causa, creyendo que podemos detenernos cuando haga falta. Que nunca iremos demasiado lejos. Que siempre estaremos a tiempo de reparar el daño.
Una lágrima corrió por su mejilla.
—Bueno, vámonos. Ya no hay nada que hacer aquí. Clara, por favor, busca un taxi.
—Sí, señora.
¿Cómo? ¿Eso era todo? ¿Se iban a marchar?
Tim se había pasado las últimas horas deseando poder escapar de aquella pesadilla, pero ahora sentía que algo estaba mal.
—Felisberto, Georgina, entren ya —dijo la abuela—. Serafín, espera a que yo regrese. No dejes salir ni entrar a nadie.
La silla y la mesa entraron y la puerta se cerró.
—Abuela, espera —dijo Tim, pero su abuela no lo escuchó.
—Vamos Tim. Volvamos a casa. Yo volveré más tarde con la policía, ellos se encargarán del monstruo.
¿Encargarse del monstruo? ¡Oh, cielos! Tim se dio cuenta que había cometido un terrible error.
—No abuela. Me equivoqué.
—Tú no debes estar aquí.
Su abuela no escuchaba. Tenía que hacer algo.
Tim se giró hacia la puerta y le dijo:
—Serafín, ábreme.
—Tim, ¿qué haces?
—Serafín, abre, me equivoqué.
—Tim, ven acá, ¿qué estás haciendo?
—Ábreme, Serafín, Matías nos necesita.
—¿Qué estás haciendo, Tim? Serafín, no abras.
Era tal cual le había dicho Matías. “El miedo hace que no veas la realidad, sino tus propios temores”. ¡Qué estúpido había sido!
—Serafín, abre, tengo que mostrárselo. Abuela, abuela, me equivoqué. Matías no está muerto.
—¿Qué dices?
—A Matías no se lo comió un monstruo, abuela. Matías es el monstruo.
—¿Qué?
—Serafín, si tengo razón, por favor, abre.
—Serafín, no.
La puerta se abrió.
Tim aprovechó la sorpresa para zafarse de su abuela y correr al interior. Abrió la puerta del laboratorio y bajó las escaleras lo más rápido que pudo.
¿Cómo no lo vio antes? Había estado tan asustado, tan deseoso de que su abuela llegara a rescatarlo, que no había pensado en otra cosa.
El laboratorio era un desastre. Parecía que un terremoto había pasado por allí. Y allá, en el rincón más oscuro, una enorme sombra.
—Matías, soy yo, Tim.
El monstruo pareció notar su presencia, pero no se movió de su refugio.
La abuela apareció en las escaleras.
—Tim —exclamó en susurros —. Vuelve acá.
Tim señaló hacia el rincón.
—Abuela, es él, es Matías.
—Solo ven, Tim, podemos hablar de esto afuera.
—Matías dijo que quería conectar la novena dimensión directamente con el cuerpo humano. Creo que se salió de control.
—Pero…
—¿No lo ves, abue? No vi a Matías ser comido por un monstruo. Lo que vi fue a Matías convertirse en el monstruo.
Por primera vez, la abuela dudó. Dio un paso hacia la criatura.
—¿Matías? ¿Matías, eres tú?
Lentamente, el monstruo se asomó, tan triste y abatido, que fuera quien fuera era digno de compasión.
—Es él, abuela.
Pero la abuela sostuvo a Tim, sin dejar que se acercara.
—Aunque eso sea cierto, Tim, no sabemos hasta qué punto siga siendo él mismo.
El monstruo pareció querer decir algo, pero de su boca solo salió un sonido angustioso.
Arrepentido, el monstruo volvió a su rincón.
—¿Ves, abuela? Está asustado. Nos necesita.
La abuela no se veía convencida, pero dejó que Tim diera un paso hacia el monstruo y ella dio el paso con él.
—Matías —dijo Tim —, sé que tienes miedo, pero es como dijiste, el miedo no te deja ver con claridad. El miedo solo te deja ver el problema y no la solución.
El monstruo se volteó un poco hacia Tim. Lo estaba escuchando.
—Sé que puedes solucionar esto. Solamente has estado demasiado asustado como para verlo.
El monstruo salió del rincón nuevamente, abatido, cansado. Miró a la abuela e hizo ese gesto que solía hacer de niño cuando pedía perdón por haber roto algo.
—¡Matías!
La abuela ya no tuvo dudas de que fuera él y fue a abrazarlo como pudo.
—¿Cómo se te ocurre, jovencito? Asustarme de esta forma. Bien que te dije: “Nada de experimentos” … Tim, busca a Clara, puede que necesitemos su ayuda.
—Sí, abuela.
—Y ahora, Matías, vas a poner las neuronas a trabajar y resolver esto.
Tim regresó acompañado de Clara. Matías estaba en el centro del laboratorio, frente a la caja dimensional, con todos los ojos cerrados. La abuela les hizo seña para que guardaran silencio.
Clara no podía creer lo que estaba pasando. Era imposible pensar que debajo de toda esa monstruosidad hubiera una persona.
De pronto Matías abrió los ojos. Miró a la abuela, luego a Tim, por último a Clara, entonces todos sus tentáculos comenzaron a agitarse y Clara estuvo a punto de salir corriendo, pero Tim gritó de alegría.
—¡Lo logró!
El monstruo Matías comenzó a moverse por el laboratorio, levantando y reconectando artefactos aquí y allá.
—¿Matías? —dijo la abuela—, ¿encontraste la solución?
Matías asintió y luego llevó a la abuela hasta la mesa, donde hizo un rápido y tosco dibujo, pero que la abuela entendió enseguida.
—¿Así de sencillo?
Matías asintió otra vez.
—Pero necesitarás que alguien regule el flujo durante el proceso.
Matías asintió una vez más y le acercó a la abuela una túnica, gafas y guantes.
—Sí, me imaginé.
Luego Matías fue hacia Clara, a quien también entregó una túnica y demás, y la llevó frente a uno de los artefactos.
Por último, Matías se acercó a Tim. Por un momento, el niño pensó que lo iban a dejar afuera, pero no, Matías lo ayudó a colocarse las cosas y lo llevó junto a un gran panel en la pared.
—A ti te toca la parte más importante —dijo la abuela—. A mi señal tendrás que bajar esa palanca. Eso detendrá la transferencia y evitará que tu tío sea absorbido por la novena dimensión.
A Tim le recorrió un escalofrío. No esperaba tener un papel tan importante.
—Debe ser justo cuando yo te digo. Ni antes, ni después. ¿Entendido?
Tim asintió y con esfuerzo, trago saliva.
—Creo que al final sí voy a ver la caja en acción.
Tras terminar con los preparativos y los ensayos (los cuales incluyeron que Tim bajara la palanca unas cuantas veces), todos asumieron sus posiciones.
—Bien —dijo la abuela —. Tenemos una sola oportunidad, así que no se distraigan.
El plan era que al invertir la polaridad de la caja, la energía viajaría de nuestra dimensión, de regreso a la novena. Si Matías estaba en lo correcto, eso lo retornaría a la normalidad.
—¿Todos listos?
—Perdón, dijo Clara—. Señora.
La abuela se acercó y Clara señaló unos botones del artefacto que le había tocado operar. La abuela le susurró unas cosas al oído.
—Correcto. Sí, disculpe.
—¿Ahora sí?
—Sí. Sí.
—¿Algo más?
—No, no.
—¿Segura?
—Sí, segura.
—De acuerdo. Tim. ¿Todo bien?
—Sí, abuela. Estoy listo.
—Comencemos entonces.
La verdad es que Tim no sabía si estaba listo. Sin importar cuántas veces bajara la palanca, siempre le quedaba la duda: ¿y si se atascaba a último momento?
La abuela presionó unos botones y la caja comenzó a zumbar. Matías la tocó con sus tentáculos.
La abuela hizo una señal a Clara para que ella hiciera su parte y entonces la caja pasó de un zumbido sordo a un intenso silbido, y a desprender destellos de luz y vapores de color púrpura.
—Aghhhhh…
Matías grito. Tim pensó que algo andaba mal.
—Tranquilos —les dijo —. Está funcionando.
¿Estaba funcionando? Así parecía, porque en vez de apartarse, Matías, aún entre sus alaridos, acercaba más de sus tentáculos a la caja, los cuales iban desapareciendo dentro de ella, como si se evaporaran.
¡Funcionaba! ¡Estaba funcionando!
De pronto, sobre la caja, entre todos los tentáculos que se esfumaban, vio la mano de Matías, que se resistía a ser absorbida dentro de la caja.
—¡Tim! —gritó la abuela—. ¡Prepárate!
Era el momento.
—Atento…
Tim agarró la palanca.
—A la cuenta de uno…
La mitad del cuerpo de Matías ahora era visible, mientras el resto de la masa monstruosa seguía siendo absorbida por la caja.
—Dos…
Tim dejó de mirar a Matías y se concentró exclusivamente en la palanca. La agarró con las dos manos mientras recitaba por dentro: “Por favor, no te tranques. Por favor, no te tranques”.
—¡Tres!
Tim tiró de la palanca con todas sus fuerzas. Hubo un fuerte chasquido y todo quedó a oscuras. Titu encendió su luz.
—¿Matías?
La abuela corrió hasta él.
—¿Matías, estás bien?
Tim contuvo el aliento. No quería ni respirar para no perderse la respuesta. ¿Habría bajado la palanca a tiempo?
—Matías, responde por favor.
—Si digo que sí, ¿me vas a retar?
La abuela rió.
—Por supuesto, jovencito. Pero también te voy a preparar el budín con pasas que tanto te gusta.
Matías sonrió y abrió los ojos lo suficiente como para hacer contacto con Tim.
—No podemos decir que no a eso, ¿verdad Tim?
—¡Claro que no!
—Bueno, Tim. Ahora que nuestro tiempo juntos se acerca a su fin, debo decir que fue un placer conocerte. Espero no hayas pasado tan mal.
Tim estaba en el suelo, pintando unos dibujos. Tomó uno de ellos y se lo llevó a Matías.
—¿Me lo regalas? ¿En serio? Gracias. La próxima prometo tener un regalo por tu cumpleaños.
En el dibujo se veían dos figuras, rodeadas de un montón de muebles con ojos y tentáculos por doquier.
—¡Somos nosotros! Está muy bueno.
Tim volvió al suelo y siguió con el otro dibujo. En él se veían tres figuras frente a una edificación de grandes columnas.
—¿Esa es la Academia? Te quedó re bien.
Una de las figuras era más pequeña, así que supuso que era Tim, y las otras dos eran una mujer anciana, obviamente la Tía, y otra más joven.
—¿Quién es? —señaló— ¿Tu madre?
—No —dijo simplemente —, es Clara, la asistente de la abuela.
—Ah, la que llamó hace un rato. Tenía voz bonita. ¿Es bonita? Apuesto a que es bonita.
Tim se encogió de hombros.
De pronto sonó el timbre. Pero no era el de la puerta sino el del teléfono.
—Hola… No pasa nada, Tía. ¿Qué pasó?
En ese momento, le cambió la cara a Matías.
—Aja. Entiendo. Sí, claro que sí. Yo sé que no.
Se giró hacia Tim y le extendió el tubo.
—Tim. Tu abuela necesita decirte algo.
—Suerte que tenía un cepillo de dientes sin usar —dijo Matías mientras terminaba de tender la cama con sábanas nuevas —. Mañana, cuando llegue la abuela, haremos que nos prepare algo rico para comer. ¿Has probado su budín con pasas? Es lo mejor. Bueno, listo. Todo suyo, señor.
—No tengo sueño.
Matías ya había pensado que eso iba a pasar y tenía un plan. Solo esperaba que funcionara.
—Dame un segundo. Dejo esto y ya vengo.
Regresó al cabo de un minuto, con una lámpara que puso sobre la mesita de noche.
—Este es Titu. Fue una de mis primeras creaciones. Titu. Despierta Titu.
Despacito, la lámpara comenzó a moverse. Se encendió una cálida luz amarillenta, pero en seguida se apagó.
—Titu, no te duermas. Despierta muchacho.
Matías comenzó a darle toquecitos, hasta que éste se agitó en protesta y parecía querer defenderse.
—Titu, presta atención—continuó Matías —. Él es Tim. Te vas a quedar con él y lo vas a cuidar. ¿Entendido?
Titu giró hacia Tim un momento, luego hacia Matías otra vez y asintió.
—Muy bien. Tim, dile hola a Titu.
—Hola… Titu.
Matías se echó en el sofá. Su rostro reflejaba al fin todo el cansancio que realmente sentía. Cuidar niños era agotador.
“Te lo dije”, le reprochó una voz interior. “No tendríamos que haber aceptado”.
“Si no fuera por la Tía, no habríamos logrado nada esto”, recordó otra voz. “Además, ya está, se terminó”.
“Sí, seguro. Mañana va a llamar para que el niño se quede otro día más”.
“No, la tía no haría eso”.
“¿Qué no? Pero si siempre le dices a todo que sí. El bueno de Matías. Siempre se puede confiar en él. ¿Verdad Matías?
—Cállate.
Pero esa voz en su interior no se detuvo. Al contrario, pareció ganar fuerza.
“Eres un cobarde. En el fondo estás feliz que esto haya pasado. Ahora tienes una excusa. Siempre algo se interpone, ¿verdad? Siempre es la culpa de los demás”.
Matías se puso de pie, fue hasta la puerta del laboratorio y la abrió. Esto le causó mucha gracia a esa voz interior.
“¿Lo vas a hacer ahora? Jaja. ¿A quién quieres engañar?”
Matías bajó las escaleras y tomó los lentes de protección, pero no se puso la túnica ni las botas o los guantes. No los necesitaba. O funcionaba, o moría en el intento.
La luz amarillenta de Titu, flaqueaba otra vez. Para ser una veladora, se dormía fácilmente.
—Titu. ¡Titu!
Tim no quería quedarse a oscuras.
—Titu.
Pero no hubo caso. La luz de Titu se apagó por completo. Y en medio de la oscuridad, antes que Tim pudiera hacer nada, le pareció escuchar a Matías hablar. Fue solo una palabra, pero sonaba enojado.
Por un momento se olvidó de la oscuridad y se quedó quieto, escuchando.
Pasos. De aquí para allá. Luego una puerta que se abría. Después, una serie de sonidos indefinibles. Tim se esforzaba por entender. Entonces Titu despertó de golpe, encendiendo su luz intensamente. Tim se tapó los ojos con la mano.
—Ah. Titu —protestó —. Me asustaste.
De pronto le llegó un nuevo ruido: un fuerte golpe. Luego otro, y algo que se rompe.
Rápidamente, Tim salió de la cama.
—¿Matías? —llamó en voz alta.
¡¡PRAAA!!
Un estruendo de vidrios rotos y un grito ahogado.
—¡Matías! —gritó Tim, pero no hubo respuesta.
La puerta del laboratorio estaba entornada.
—¿Matías? ¿Qué fue eso? ¿Estás bien?
Tim bajó dos escalones y se agachó para asomar la cabeza. Vio la estantería caída y el piso lleno de vidrios rotos.
—¿Matías?
Algo se movía detrás de la mesa.
Bajó otro escalón.
—Por favor. Respondé.
Entonces vio a Matías en el suelo, o lo que quedaba de él, siendo engullido por una masa monstruosa de ojos y tentáculos.
Corrió al cuarto y cerró la puerta.
¡Plaf!
Acercó la oreja a la puerta para tratar de escuchar. Deseaba con todas sus fuerzas, que la puerta del laboratorio hubiera quedado bien cerrada. La había aventado con fuerza al pasar, pero eso no significaba que hubiera quedado cerrada. Ahora no se animaba a volver a salir para confirmarlo.
Se agarró el cuello. Le dolía la garganta. Trató de tragar saliva, pero no pudo.
¿Qué iba a hacer si el monstruo salía del laboratorio?
Acomodó mejor la oreja. No sintió nada. Mientras tanto, algo ocurría dentro de la habitación, de lo cual Tim no era consciente. La cama, la misma cama en la que había estado acostado minutos antes, comenzaba a abrir sus ojos y desplegar sus tentáculos hacia él.
Tim sintió un leve toquecito en la pierna y pensó que era Titu. Sacudió la mano para ahuyentarlo. Este no era momento para distraerse. Luego sintió lo mismo en el hombro y la cadera.
Se le erizó toda la piel. Giró la cabeza muy lentamente, como con dificultad. Lo poco que vio le alcanzó para decidir que no podía quedarse allí. Salió al pasillo.
En el resto de la casa, las cosas no estaban nada mejor. Por el pasillo venía una alta repisa, sacudiendo sus tentáculos hacia él. Tim corrió hacia la sala. Se le ocurrió que en el sofá estaría a salvo, al menos por un momento. Saltó y cayó sobre el sofá.
Grrrrr…
Con un sonido como de dragón con bronquitis, el sofá comenzó a moverse. Los almohadones se abrieron como una boca para comérselo. Tim se tiró al suelo. Quiso apartarse, pero un tentáculo se le enredó en la pierna.
Pataleó con todas sus fuerzas. Se arrastró, pero en seguida otros tentáculos lo agarraron.
Era su fin.
De pronto los tentáculos lo soltaron. ¿Qué estaba pasando?
Miró a su alrededor. Estaba rodeado. Los muebles se cernían sobre él, aunque no se movían. Entonces se apartaron para dejar pasar a otra cosa. No era un mueble, sino una criatura monstruosa, que caminaba con cierto parecido humanoide.
“El monstruo que se comió a Matías”.
Era el final, el monstruo se lo comería a él también.
Cerró los ojos y se tapó la cara. Iba a morir. Solo esperaba desmayarse pronto. ¿Empezaría por las piernas, como con Matías? ¿Le dolería mucho? No quería. No quería que le doliera. Ni quería morir.
De pronto, algo sucedió. Una serie de destellos y ruiditos aparecieron frente a él. Tim abrió los ojos. Era Titu, que saltaba y destellaba su luz al monstruo, lo más fuerte que podía. Increíblemente, lo estaba haciendo retroceder.
Luego de unos momentos de reticencia, el monstruo decidió dar la retirada y desapareció por la puerta del laboratorio.
Los muebles guardaron sus ojos, sus tentáculos y volvieron a sus lugares.
La casa quedó en silencio.
Tim se levantó y corrió a la puerta. Tenía que salir de esa casa.
Trató de abrirla, pero estaba con llave. Miró alrededor.
—La llave… la llave.
Buscó en la mesita de la entrada y: ¡Eureka! Un juego de llaves. Tomó la primera que le pareció y la metió en la cerradura.
No giraba.
Probó con la otra.
No entraba.
La tercera. La última llave. Su última oportunidad. Tenía que ser esa.
Entró.
Giró.
¿Qué? Sí. ¡Giró!
Pero entonces, se abrieron unos enormes ojos negros en la puerta, que lo miraron como diciendo: ¿Qué crees que estás haciendo?
El Tim de hacía unas horas, hubiera pegado un salto del susto, pero el Tim de ahora aguantó la impresión y le dio vuelta a la llave.
La cerradura se descorrió.
¿Eh? ¿Qué pasa?
La puerta no se abría.
¿Qué pasaba? ¿Una tranca? ¿Un pasador?
No. Nada de eso.
—¡Ábrete! ¡Maldita puerta!
Los ojos lo miraron con mayor intensidad y esto a Tim hizo que le diera más bronca. Dio un paso atrás y PUM, le encajó una patada.
Le dolió un poco el pie, pero no era momento de pensar en eso.
—¡Puerta! ¡De! ¡Porquería! ¡Ábrete! ¡De! ¡Una! ¡Vez!
La última patada le dolió mucho y mientras cerraba los ojos del dolor, un montón de tentáculos salieron de la puerta y se enroscaron en torno a él.
—¡Ahh!
De un sacudón, Tim quedó patas para arriba, colgando frente a los enormes ojos.
—¡Lo siento! ¡Perdón! ¡No me lastimes!
PRAF.
La puerta lo arrojó al suelo y guardó lentamente sus tentáculos.
Solo restaba una alternativa. Tenía que llamar a la abuela.
—Era 25… 34… 27…
No, algo estaba mal. ¿No sería el 37 y después el 24? Tenía que buscar su mochila, allí tenía el número, pero su mochila había quedado en el cuarto. No había más remedio, debía entrar. Tal vez los muebles allí se hubieran calmado como en el resto de la casa.
Abrió la puerta lentamente y se asomó con cautela.
¿Dónde estaba la mochila? Se debió haber caído. Ah, sí, allí. Detrás de la cama.
Calculó los pasos. Se preparó y…
Shum, Shum, Plaf. Dos saltos y estuvo de regreso, fuera de la habitación.
Rápidamente buscó la libreta. Se recordó que la abuela le había anotado el número de su despacho en La Academia.
¿Dónde estaba? Cartuchera, ropa interior, medias... Dio vuelta la mochila y tiró todo el contenido en el suelo del pasillo. Allí estaba.
Llegó a la sala, en busca del teléfono, solo que no estaba.
Era allí, ¿no? Sí, tenía que ser. Entonces recordó que a Leopoldo, el teléfono, le gustaba salirse de su lugar.
—¿Leopoldo? Leopoldo. ¿Dónde estás pequeño?
Miró debajo de la mesa y detrás del aparador. Nada.
—Leopoldoooo…
Debajo del sofá y detrás de la butaca. Tampoco.
—Leopol…
¿Qué fue eso? Le pareció oír un ruido proveniente del laboratorio.
Tenía que darse prisa, algo le decía que no tenía mucho tiempo.
—Leopoldo. Leopoldo.
BRUMmm…
¡Oh, no! Ahora, definitivamente había oído ruido en el laboratorio.
—Vamos Leopoldito. No es tiempo de jugar a las escondidas. El lobo se está poniendo los pantalones.
¡¡GrraaAAhh!!
Un grito monstruoso se esparció por toda la casa, provocando que todos los muebles abrieran sus ojos y se retorcieran.
¡Rápido, un lugar para esconderse!
Eh… Eh… ¡Titu!
Titu le hacía señales de luces. Le pareció que lo estaba llamando.
Ya lo había salvado una vez, tal vez lo hiciera de nuevo.
Tim llegó junto a Titu. Estaba frente a una puerta, al lado del baño. Al menos la puerta no tenía ojos.
La abrió. Era un closet común y corriente.
—Al fin algo normal en esta casa.
Aunque eso mismo había creído del sofá y de la cama.
—¿Estás seguro, Titu?
¡¡Grrooahhhggg!!
No había tiempo para dudas, el monstruo subía las escaleras.
Tim se metió en el closet y cerró la puerta. Titu entró con él y disminuyó su luz hasta dejar tan solo un tenue resplandor.
—¿Qué está haciendo?
El monstruo estaba en la sala, tirando cosas al suelo. Libros. Estaba tirando libros al suelo.
Se detuvo. ¿Habría encontrado el libro que buscaba? Tal vez.
¿Para qué querría un libro el monstruo?
Al cabo de unos momentos, lo arrojó y siguió buscando.
Así estuvo, una y otra vez. Buscaba, buscaba, se detenía. Buscaba, buscaba, se detenía.
Parecía frustrado. De pronto lanzó un nuevo grito y fue como que todos los muebles de la casa salieron corriendo. Entonces hubo silencio un buen rato. Luego el monstruo retomó la búsqueda, solo que esta vez, mucho más lento.
¿Qué era eso? ¿El timbre? Sí. Era el timbre. Estaba soñando que sonaba el timbre. Qué gracioso.
Un momento, ¿cómo que soñando? ¿Se había quedado dormido? Ah sí. Mira. No había esperado dormirse en esas circunstancias.
—Lo siento —dijo en el sueño—. Estoy encerrado, no puedo abrir. La puerta no me deja.
El timbre volvió a sonar. Entonces apareció su abuela y le dijo:
—Vamos, Tim, apúrate. ¿No escuchaste el timbre? El taxi ya llegó.
—Sí, abuela, pero la puerta no abre.
—¿Cómo que no abre?
Su abuela fue hasta la puerta y la abrió.
—¿Ves, Tim?
Pobre abuela, pensó Tim, cómo le explicaba que esto era solo un sueño y por eso había podido abrir la puerta. No quería darle semejante decepción. Al mismo tiempo, supo que algo no andaba bien.
—¿Hola? ¿Tim? ¿Señor Lasarte?
Era una voz femenina, joven y melodiosa. ¡Era Clara!
Tim despertó y comprendió que el sueño no había sido solo un sueño.
¡Rápido! ¡Tenía que advertirle!
Salió lo más rápido que pudo, arrastrándose por encima de las cosas sobre las que se había quedado dormido.
—¡¡Ahhhh!!
Demasiado tarde.
La puerta no solo se había cerrado, sino que con sus tentáculos sostenía que Clara de cabeza, como lo había hecho con Tim antes.
Algo se apoderó de Tim en ese momento. Algo diferente que simple rabia.
Caminó hacia la puerta y le dijo:
—¡Suéltala! Esta no es forma de comportarse. ¿Qué diría Matías si te viera?
La puerta giró sus severos ojos hacia Tim, pero este se mantuvo firme.
—Suéltala y déjanos salir.
Lentamente, la puerta guardó sus tentáculos y cerró los ojos, pero permaneció cerrada. Al menos había logrado rescatar a Clara. La pobre muchacha se arrastraba lejos de la puerta.
—¿Qué fue eso?
—Tranquila, es solo la puerta.
El rostro de Clara expresó una firme protesta ante tan insuficiente explicación.
Tim hizo lo mejor que pudo para explicárselo.
—Así que… —dijo Clara, cuando ya se hubo calmado—. Los muebles están vivos.
—Sí.
—Y a tu tío se lo comió un monstruo.
—Sí.
—Y el monstruo sigue allá abajo.
—Sí.
—Y no podemos salir.
—Aja.
Tim se giró hacia Titu.
—Titu, me salvaste del monstruo. ¿No podrías ayudarnos con la puerta?
Titu agachó la cabeza.
—Supongo que no.
De pronto Tim vio algo arrastrándose debajo de la mesa de la sala.
—¡Leopoldo!
Clara no entendía nada.
—Es el teléfono. Ahí.
Tim fue hacia él y extendió los brazos para agarrarlo, pero cuando Leopoldo lo vio, se escabulló para el otro lado.
—¡Leopoldo, ven acá! No escapes.
Clara se sumó a la persecución.
—Va para ahí —dijo Tim.
Clara estuvo segura de atraparlo, pero Leopoldo saltó inesperadamente a último momento.
—¡Ahg!
—¡Allá!
—¡Auch!
Clara se había golpeado la rodilla contra una silla.
Leopoldo se escondió detrás de la butaca, contra la pared.
—¿Dónde está!
Tim señaló con el dedo.
Se acercaron despacio. Uno por cada lado.
Leopoldo se vio en aprietos, porque comenzaba a cansarse de tanto correr, así que se metió debajo de la butaca. Tuvo que estirarse para entrar y no podría salir fácilmente, pero tenía un plan.
Cuando Tim y Clara se asomaron detrás, no vieron nada. Entonces, la butaca dio un respingo y salió corriendo, con Leopoldo agarrado debajo. Fue ahí que comenzó el caos, porque a la butaca, no le gustaba que le hicieran cosquillas por debajo y era justamente lo que hacía Leopoldo. Así que más que correr, saltaba y se sacudía, chocando con los demás muebles.
De un momento a otro, todos los muebles estaban como locos.
A Clara se le pusieron los pelos de punta y no pudo más que quedarse horrorizada, pero Tim no se dio por vencido. Esquivó una silla, saltó encima de la mesa ratona y se tiró sobre la butaca, justo cuando esta entraba a la cocina.
No sabemos qué hubiera pasado si Berta no hubiera estado allí, pero lo estaba. Al momento en que Tim caía sobre la butaca, Berta, la aspiradora, se interponía en su camino, provocando que niño, butaca y teléfono dieran una vuelta por el aire.
Tim terminó en el suelo, con un chichón en la cabeza. La butaca también, solo que sin chichón. ¿Y Leopoldo? Salió volando por los aires y fue derechito al lavarropas, que justo estaba con su puertita abierta esperando alguna prenda más de ropa para hacer un lavado. No pareció importarle que Leopoldo no fuera ropa.
—¡No! No, no, no… Pará, pará, pará —pero no hubo caso.
Tim y Clara se quedaron uno junto al otro, viendo cómo el pobre Leopoldo daba vueltas y vueltas en el agua espumosa.
CHOP… CHOP… CHOP…
—¿Crees que vaya a estar bien? —preguntó Tim.
—Eso espero. ¿Cuál es la puerta del laboratorio?
Clara ya salía de la cocina y miraba alrededor. El resto de los muebles ya se habían apaciguado.
—Esa.
—Ah, bien. ¿Sabes si hay algún mueble que no esté vivo?
—No lo sé.
—Bueno, no importa. Vamos a bloquear el paso. Ayúdame a mover la mesa. No, espera… ¡Mesa! Muévete frente a esa puerta… —No ocurrió nada—. Había que intentarlo.
Entre los dos, llevaron la mesa hasta el pasillo y la colocaron contra la puerta. Luego llevaron una repisa y la mesa ratona, y tres sillas.
—No está mal —dijo Clara, admirando su obra. Entonces las sillas abrieron los ojos y comenzaron a bajar de donde las habían colocado.
—No, no. ¡Quietas! ¡Vuelvan ahí!
La repisa y la mesa ratona también. Comenzaron a moverse para regresar a su lugar.
Clara se interpuso en el camino de la repisa y logró detener su avance. Tim corrió a ayudarla y empujaron juntos. La repisa retrocedió un poco, pero entonces la mesa grande se sumó y ya no pudieron detenerlos.
Quedaron jadeantes en el suelo. Clara tenía lágrimas de rabia en los ojos. Se las secó rápidamente para no asustar a Tim.
—Vaya —dijo, poniéndose de pie y acomodando su ropa—. Hace tiempo que no hacía tanto ejercicio.
Tim sabía que Clara trataba de mostrarse optimista y sinceramente lo agradeció.
Entonces ocurrió algo esperanzador.
Riiiinnnn… Riiiinnnn…
Tim y Clara se miraron. ¿Ese era el teléfono?
RRiiiinnnnn…
Sí, lo era.
—¡Está vivo! ¡Está vivo!
Aún dentro del agua, Leopoldo seguía funcionando.
—Ya, termina de una vez.
El timbre de Leopoldo volvió a sonar y la lavadora comenzó el centrifugado. Aquello giraba que era impresionante.
Ri… i… i… i…
Un par de minutos después, cuando la lavadora terminó y pudieron sacar a Leopoldo, el pobre estaba hecho un trapo. Lo pusieron sobre la mesada.
—¿Está bien?
Clara agarró el tubo.
—No tiene tono.
—Leopoldo, resiste. ¿Qué hacemos?
—No lo sé.
Titu se acercó y tocó la pierna de Tim.
—Titu.
Tim lo subió a la mesada. Titu apuntó su luz sobre Leopoldo e hizo que brillara fuertemente.
—¿Qué hace?
—Le está dando calor.
—¡Hay que secarlo!
—Gracias Titu, eres el mejor.
Clara trajo el secador de pelo.
—Aguanta amiguito. Te necesitamos.
En eso estaban, cuando se abrió la puerta de entrada.
—¿Se puede saber por qué no atienden el teléfono?
—¡Abuela!
Tim corrió hacia ella, la tomó de la mano y la sacó fuera de la casa, hacia el porche. Clara salió detrás, pisándole los talones.
—Calma, por favor. ¿Qué les pasa? ¿Dónde está Matías?
A Tim se le hizo un nudo en la garganta. Fue Clara quien contó lo sucedido, mientras Tim contenía las lágrimas.
Ante la fatídica noticia, la abuela se tambaleó.
—¡Abuela!
—¡Señora!
Hubiera caído al suelo, de no ser por los tentáculos de la puerta que en un instante aparecieron para sostenerla. Luego apareció una silla y la abuela se sentó.
—Gracias Felisberto. Gracias Serafín.
Tim y Clara no daban crédito.
—Oh, Georgina, que amable — la mesa ratona llegaba con un vaso de agua encima.
La abuela tomó un buen trago. Entonces volvió su mirada hacia Tim y le puso la mano en la mejilla.
—Mi niño. Qué valiente has sido.
Nuevamente las lágrimas quisieron brotar en los ojos de Tim, y esta vez, cobijadas por el abrazo de su abuela, lo consiguieron.
—Abuela, lo siento.
—No Tim. Nada de esto es tu culpa. Yo lo siento. Fui yo quien ayudó a Matías con sus experimentos. Veras. Tu abuelo también fue un investigador excéntrico que nunca pudo demostrar sus teorías debido a las prohibiciones de la Academia. Así que cuando Matías me pidió ayuda, yo, supongo que vi una oportunidad de retribución. No quise que le pasara lo mismo… Pero no estuve lo suficientemente cerca. Dejé que mi puesto en la Academia tomara más y más importancia en mi vida. Me alejé de todos, también de ti, Tim. Y lo lamento mucho.
Se puso en pie y su vista se perdió al interior de la casa.
—¿No es irónico, Matías? Entregamos nuestra vida a una causa, creyendo que podemos detenernos cuando haga falta. Que nunca iremos demasiado lejos. Que siempre estaremos a tiempo de reparar el daño.
Una lágrima corrió por su mejilla.
—Bueno, vámonos. Ya no hay nada que hacer aquí. Clara, por favor, busca un taxi.
—Sí, señora.
¿Cómo? ¿Eso era todo? ¿Se iban a marchar?
Tim se había pasado las últimas horas deseando poder escapar de aquella pesadilla, pero ahora sentía que algo estaba mal.
—Felisberto, Georgina, entren ya —dijo la abuela—. Serafín, espera a que yo regrese. No dejes salir ni entrar a nadie.
La silla y la mesa entraron y la puerta se cerró.
—Abuela, espera —dijo Tim, pero su abuela no lo escuchó.
—Vamos Tim. Volvamos a casa. Yo volveré más tarde con la policía, ellos se encargarán del monstruo.
¿Encargarse del monstruo? ¡Oh, cielos! Tim se dio cuenta que había cometido un terrible error.
—No abuela. Me equivoqué.
—Tú no debes estar aquí.
Su abuela no escuchaba. Tenía que hacer algo.
Tim se giró hacia la puerta y le dijo:
—Serafín, ábreme.
—Tim, ¿qué haces?
—Serafín, abre, me equivoqué.
—Tim, ven acá, ¿qué estás haciendo?
—Ábreme, Serafín, Matías nos necesita.
—¿Qué estás haciendo, Tim? Serafín, no abras.
Era tal cual le había dicho Matías. “El miedo hace que no veas la realidad, sino tus propios temores”. ¡Qué estúpido había sido!
—Serafín, abre, tengo que mostrárselo. Abuela, abuela, me equivoqué. Matías no está muerto.
—¿Qué dices?
—A Matías no se lo comió un monstruo, abuela. Matías es el monstruo.
—¿Qué?
—Serafín, si tengo razón, por favor, abre.
—Serafín, no.
La puerta se abrió.
Tim aprovechó la sorpresa para zafarse de su abuela y correr al interior. Abrió la puerta del laboratorio y bajó las escaleras lo más rápido que pudo.
¿Cómo no lo vio antes? Había estado tan asustado, tan deseoso de que su abuela llegara a rescatarlo, que no había pensado en otra cosa.
El laboratorio era un desastre. Parecía que un terremoto había pasado por allí. Y allá, en el rincón más oscuro, una enorme sombra.
—Matías, soy yo, Tim.
El monstruo pareció notar su presencia, pero no se movió de su refugio.
La abuela apareció en las escaleras.
—Tim —exclamó en susurros —. Vuelve acá.
Tim señaló hacia el rincón.
—Abuela, es él, es Matías.
—Solo ven, Tim, podemos hablar de esto afuera.
—Matías dijo que quería conectar la novena dimensión directamente con el cuerpo humano. Creo que se salió de control.
—Pero…
—¿No lo ves, abue? No vi a Matías ser comido por un monstruo. Lo que vi fue a Matías convertirse en el monstruo.
Por primera vez, la abuela dudó. Dio un paso hacia la criatura.
—¿Matías? ¿Matías, eres tú?
Lentamente, el monstruo se asomó, tan triste y abatido, que fuera quien fuera era digno de compasión.
—Es él, abuela.
Pero la abuela sostuvo a Tim, sin dejar que se acercara.
—Aunque eso sea cierto, Tim, no sabemos hasta qué punto siga siendo él mismo.
El monstruo pareció querer decir algo, pero de su boca solo salió un sonido angustioso.
Arrepentido, el monstruo volvió a su rincón.
—¿Ves, abuela? Está asustado. Nos necesita.
La abuela no se veía convencida, pero dejó que Tim diera un paso hacia el monstruo y ella dio el paso con él.
—Matías —dijo Tim —, sé que tienes miedo, pero es como dijiste, el miedo no te deja ver con claridad. El miedo solo te deja ver el problema y no la solución.
El monstruo se volteó un poco hacia Tim. Lo estaba escuchando.
—Sé que puedes solucionar esto. Solamente has estado demasiado asustado como para verlo.
El monstruo salió del rincón nuevamente, abatido, cansado. Miró a la abuela e hizo ese gesto que solía hacer de niño cuando pedía perdón por haber roto algo.
—¡Matías!
La abuela ya no tuvo dudas de que fuera él y fue a abrazarlo como pudo.
—¿Cómo se te ocurre, jovencito? Asustarme de esta forma. Bien que te dije: “Nada de experimentos” … Tim, busca a Clara, puede que necesitemos su ayuda.
—Sí, abuela.
—Y ahora, Matías, vas a poner las neuronas a trabajar y resolver esto.
Tim regresó acompañado de Clara. Matías estaba en el centro del laboratorio, frente a la caja dimensional, con todos los ojos cerrados. La abuela les hizo seña para que guardaran silencio.
Clara no podía creer lo que estaba pasando. Era imposible pensar que debajo de toda esa monstruosidad hubiera una persona.
De pronto Matías abrió los ojos. Miró a la abuela, luego a Tim, por último a Clara, entonces todos sus tentáculos comenzaron a agitarse y Clara estuvo a punto de salir corriendo, pero Tim gritó de alegría.
—¡Lo logró!
El monstruo Matías comenzó a moverse por el laboratorio, levantando y reconectando artefactos aquí y allá.
—¿Matías? —dijo la abuela—, ¿encontraste la solución?
Matías asintió y luego llevó a la abuela hasta la mesa, donde hizo un rápido y tosco dibujo, pero que la abuela entendió enseguida.
—¿Así de sencillo?
Matías asintió otra vez.
—Pero necesitarás que alguien regule el flujo durante el proceso.
Matías asintió una vez más y le acercó a la abuela una túnica, gafas y guantes.
—Sí, me imaginé.
Luego Matías fue hacia Clara, a quien también entregó una túnica y demás, y la llevó frente a uno de los artefactos.
Por último, Matías se acercó a Tim. Por un momento, el niño pensó que lo iban a dejar afuera, pero no, Matías lo ayudó a colocarse las cosas y lo llevó junto a un gran panel en la pared.
—A ti te toca la parte más importante —dijo la abuela—. A mi señal tendrás que bajar esa palanca. Eso detendrá la transferencia y evitará que tu tío sea absorbido por la novena dimensión.
A Tim le recorrió un escalofrío. No esperaba tener un papel tan importante.
—Debe ser justo cuando yo te digo. Ni antes, ni después. ¿Entendido?
Tim asintió y con esfuerzo, trago saliva.
—Creo que al final sí voy a ver la caja en acción.
Tras terminar con los preparativos y los ensayos (los cuales incluyeron que Tim bajara la palanca unas cuantas veces), todos asumieron sus posiciones.
—Bien —dijo la abuela —. Tenemos una sola oportunidad, así que no se distraigan.
El plan era que al invertir la polaridad de la caja, la energía viajaría de nuestra dimensión, de regreso a la novena. Si Matías estaba en lo correcto, eso lo retornaría a la normalidad.
—¿Todos listos?
—Perdón, dijo Clara—. Señora.
La abuela se acercó y Clara señaló unos botones del artefacto que le había tocado operar. La abuela le susurró unas cosas al oído.
—Correcto. Sí, disculpe.
—¿Ahora sí?
—Sí. Sí.
—¿Algo más?
—No, no.
—¿Segura?
—Sí, segura.
—De acuerdo. Tim. ¿Todo bien?
—Sí, abuela. Estoy listo.
—Comencemos entonces.
La verdad es que Tim no sabía si estaba listo. Sin importar cuántas veces bajara la palanca, siempre le quedaba la duda: ¿y si se atascaba a último momento?
La abuela presionó unos botones y la caja comenzó a zumbar. Matías la tocó con sus tentáculos.
La abuela hizo una señal a Clara para que ella hiciera su parte y entonces la caja pasó de un zumbido sordo a un intenso silbido, y a desprender destellos de luz y vapores de color púrpura.
—Aghhhhh…
Matías grito. Tim pensó que algo andaba mal.
—Tranquilos —les dijo —. Está funcionando.
¿Estaba funcionando? Así parecía, porque en vez de apartarse, Matías, aún entre sus alaridos, acercaba más de sus tentáculos a la caja, los cuales iban desapareciendo dentro de ella, como si se evaporaran.
¡Funcionaba! ¡Estaba funcionando!
De pronto, sobre la caja, entre todos los tentáculos que se esfumaban, vio la mano de Matías, que se resistía a ser absorbida dentro de la caja.
—¡Tim! —gritó la abuela—. ¡Prepárate!
Era el momento.
—Atento…
Tim agarró la palanca.
—A la cuenta de uno…
La mitad del cuerpo de Matías ahora era visible, mientras el resto de la masa monstruosa seguía siendo absorbida por la caja.
—Dos…
Tim dejó de mirar a Matías y se concentró exclusivamente en la palanca. La agarró con las dos manos mientras recitaba por dentro: “Por favor, no te tranques. Por favor, no te tranques”.
—¡Tres!
Tim tiró de la palanca con todas sus fuerzas. Hubo un fuerte chasquido y todo quedó a oscuras. Titu encendió su luz.
—¿Matías?
La abuela corrió hasta él.
—¿Matías, estás bien?
Tim contuvo el aliento. No quería ni respirar para no perderse la respuesta. ¿Habría bajado la palanca a tiempo?
—Matías, responde por favor.
—Si digo que sí, ¿me vas a retar?
La abuela rió.
—Por supuesto, jovencito. Pero también te voy a preparar el budín con pasas que tanto te gusta.
Matías sonrió y abrió los ojos lo suficiente como para hacer contacto con Tim.
—No podemos decir que no a eso, ¿verdad Tim?
—¡Claro que no!