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Full Version: [Fantasía Épica] Alan: Estrella Roja I. La llamada del-que-susurra(Prólogo Cap 1 y 2)
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Buenas Maserez, siento no haberme pasado antes por tu hilo, a pesar de que lleva bastante tiempo por aquí colgado, pero si te soy franco; pensé que eras uno de los autores que ya tenía leídos y comentados. Menuda mi sorpresa cuando me he dado cuenta de que no era así. En fin, son tantos los textos que hay por leer, el tiempo que dedico a escribir lo mío, además del tiempo que dedico a (vivir la vida), que se me pasó por alto. A lo que voy, mil disculpas.
Vamos por partes (y no haré el chiste malo de Jack el destripador) el primer trozo del prologo me ha resultado muy ameno, el ambiente que se respira, la entrada en el antro del candor (por cierto, muy original lo del hombre unicornio) y la interacción entre el posadero y él, me pareció muy realista (quitando que es de fantasía de lo que hablamos, claro está)
La segunda parte del prologo, la conspiratoria, me pareció también muy lograda, con el único pero de que a pesar de saber que son ocho los que están tramando, solo prestan su opinión unos pocos de ellos. Me hubiese gustado que fuese un debate más participativo y algo más aclarativo, por decirlo de alguna forma, pero eso es más una opinión personal que otra cosa. El mensajero y la deidad a la que sirve, me recordó un poco a los libros de la saga La guerra de la reina araña, me lo recordó en el buen sentido y no como algo de plagio, ojo.
El siguiente capítulo es el que narrativamente, me pareció el mejor, a pesar de que los anteriores no desmerecen en absoluto, pero este hasta el momento es el que más me ha gustado. Fluido, ameno y con un buen registro de vocabulario, rico en muchos sentidos. La escena que nos describes y el transcurso del texto he de admitir, que me han dejado pillado la verdad. Estaba casi seguro de que Elinae sacaría algún as de la manga y salvaría lo que quedase del grupo, genuina mi sorpresa cuando el que salva los muebles es el cobarde redomado de la pandilla. Muy bueno, mis felicitaciones.

Los siguientes dos trozos nos dejas ver unas pinceladas de lo que presupongo, será un personaje importante dentro de la trama, el tal Selam, además de dejarnos ver ciertos preparativos de la guerra que se está forjando silenciosamente contra los mortales.
En general, un muy buen comienzo que deja con ganas de saber más. Buena narrativa, descripciones muy sugerentes y bien llevadas, un argumento atrayente. A ver como continúa. Bueno acabo de darme cuenta del parrafón que te acabo de meter, mis disculpas. Tiende a írseme mucho la pinza. Un saludo y nos leemos.
No te preocupes, me encanta leer parrafadas enooormes como la tuya, y no, no aburre. Sólo me queda decirte que muchas gracias, que me alegro de que hayas disfrutado el prólogo, y que ojalá te siga gustando el resto de la novela. Respecto a lo que comentas de la Guerra de la reina araña, en realidad jamás los he leído, así que no puedo opinar, y en relación a la parte II, en la que presento a los Ocho, quizás tengas razón, en cualquier caso, y puesto que esta historia también la estoy publicando en wattpad, me da miedo aburrir o liar al lector, pues más de uno me ha dicho que se ha perdido con tanto nombre.

Bueno... Muchas gracias por todo, por leer, por comentar... Un saludo, nos vemos!!!
CAPÍTULO 3: IMPERIO
Diciembre. Otoño del 1059. El Sacro Imperio.

















Tal y como había pedido, un caballo le aguardaba aquella gélida mañana de diciembre en los establos del Colegio. Todo aquello que consideraba valioso lo había recogido y guardado en una mochila deshilachada por los años, y lo que no, yacía meticulosamente guardado y escondido en un falso cajón del armario de su habitación.
No había pasado inadvertido para Selam el revuelo y furor que se había levantado con la noticia de su partida. Selam ya estaba allí incluso antes de que los demás estudiantes nacieran, y ya llevaba más años entre aquellos muros que el mismo archimago que ahora la regentaba.
Hacía una mañana espléndida, y aunque el frío y la humedad entorpecían los movimientos, en otros tiempos daría un paseo y disfrutaría de la caricia del viento. El invierno estaba próximo, muy próximo, y aún estando a la orilla del mar, ya había visto nevar unas cuantas veces en todos sus años como erudito. Temía, una vez finalizada su andadura, no volver a su cómodo dormitorio y su vida rutinaria y humilde.
-Señor Selam –llamó uno de los custodios del establo –. Bonito ejemplar de caballo. Ese es.
-Gracias –dijo fríamente, y el hombre se acercó para ayudar a cargar el saco de víveres a la bestia. En verdad, era un caballo hermoso: negro como la noche, robusto como un tronco, y desafiante como un tigre.
-Nos hemos preocupado de ensillarlo, está todo listo, señor Selam.
-Muchas gracias. Ahora he de irme –dijo, y montó con algo de dificultad. De joven había sido un gran jinete, pero llevaba más de treinta años sin subirse a uno y se sentía inseguro a lomos de uno tan bravo como aquel.
El guardia abrió la puerta de los establos y, antes de que se marchase, comprobó de nuevo los nudos de los víveres y de la silla de montar.
-Todo bien, ¡hasta la vista!
Selam no dijo nada, pero se esforzó por sonreír con naturalidad y se ajustó aún más el moño. Luego, se perdió en el horizonte mientras azuzaba a su caballo para trotar más rápido.
Tenía prisa. Esa misma tarde se reunía con un mensajero de la Garra de Keseth, una secta de nigromantes y fanáticos que, sin embargo, también habían sentido la llamada de Keseth y habían empezado a moverse para cumplir su voluntad incuestionable. Quién diría que un grupo tan reducido y marginal, integrado casi exclusivamente por ancianos ácidos y eruditos de la magia y las artes oscuras, terminarían de semejante forma, colaborando con demás organizaciones anónimas para lograr la supervivencia de su Imperio en una era que advertían tenebrosa.
Selam, aunque no pertenecía a ninguna de estas bandas de desilusionados y hechiceros menores, sabía que serían de vital importancia si quería consumar sus ambiciones, que eran al mismo tiempo las de Keseth. En realidad, no entendía del todo que le había empujado a abandonar su vida de calma, sosiego y estudio, quizá la necesidad de vivir una vida que jamás tuvo encerrado entre libros, o de conocer el mundo más allá de sus tratados de geografía y cartografía. Sí, se vivía bien en la academia Zelca, pero incluso más allá de la voluntad de Keseth, Selam sabía que tarde o temprano moriría, y no quería hacerlo sin sentir la adrenalina y la convicción de estar haciendo algo grande e importante.
Envuelto en sus pensamientos, atravesó las húmedas praderas hasta que Zelca se convirtió en un distante punto en el horizonte y finalmente se desvaneció. Su destino; el cruce con la Carretera del Serpiente, donde aguardaría la llegada del mensajero y, si todo salía bien, lo acompañaría a la base para hablar cara a cara con sus líderes.
El Sol se alzó con orgullo sobre el cielo y unas nubes de borrasca se acercaron desde el Mar Dentado. Imaginó el oleaje que debía estar batiendo contra el acantilado del Colegio y sonrió sin poder evitarlo, abstraído de nuevo en las profundas cavilaciones sobre su cómoda vida y la aventura que intuía cercana.
Los campos verdes intensos estaban salpicados de granjas y alguna diminuta aldea atravesada por el camino. Doras, Elsea, Mur… él conocía casi todos sus nombres y su intrascendental historia y, como una triste forma de matar el tiempo, los iba llamando mentalmente a medida que pasaban.
Y así, de hecho, pasaron algunas horas hasta que, de improviso, se alzó Ringa, un pueblo algo más grande, que contaba con posada, dos tabernas, una pequeña fortaleza, y una torre de magos. De los pocos lugares en los que había estado alguna vez, ese era uno: una villa angosta, sucia, pobre y destartalada que destrozaba la bonita monotonía de la extensa y fértil llanura.
Tiró de las riendas y detuvo al caballo. Las nubes ya no quedaban muy lejos y se preguntó dónde estaría el mensajero. A su derecha, la Carretera del Serpiente continuaba zigzagueante hasta el vertiginoso horizonte, y frente a él, el mal pavimentado camino de piedra trastabillaba y se escurría hasta el portón de la ciudad. Desmontó, y peinó la crin del hermoso caballo cuando una siniestra figura lo sorprendió desde la hierba alta.
-Selam –llamó con una voz rasgada. El hechicero, que al principio se había asustado, lo reconoció al instante y se inclinó en una profunda reverencia.
-Me temo que no tengo el placer de conocer vuestro nombre.
-Y sin embargo, aquí me tienes, puntual y dispuesto.
Aquel individuo vestía con una túnica negra bastante gastada y se cubría el rostro sombrío con una capucha que disimulaba unas facciones angulosas y una corta barba mal afeitada. En cambio, Selam parecía solemne y misterioso como un rey caído en el olvido, que ya no tenía reino, pero conservaba su poder y su orgullo. Pareció causarle buenas primeras impresiones al mensajero.
-Quizás sea conveniente hablar en un sitio más… discreto… -inquirió el hombre señalando al carro de bueyes que se acercaba en la distancia. Selam asintió.
-Deja el caballo atado al poste. Mis “acompañantes” lo vigilarán debidamente.
Selam agarró las riendas y condujo al caballo hasta el poste señalizador. En él, pudo leer con caligrafía exquisita el nombre de Ringa, que señalaba hacia la ciudad, y el de Vigua, que miraba hacia el norte. No sin cierta resignación ató a su maravilloso compañero y le dio una palmadita antes de volver. En ese momento, mientras regresaba hacia el hombre y dejaba su caballo aparentemente abandonado, se le ocurrió un nombre que darle: “Molzar Camina-Cráneos”, en honor al legendario héroe de leyenda Molzar el Azul, el primer y último nigromante en acceder al Consejo de Magos que, hacía siglos, había conseguido detener un ejército entero de Gnortlis él sólo.
Sonrió, satisfecho, antes de adentrarse en aquel entramado de paja seca, hierba alta y charcos de barro, siempre tras el mensajero, que guardaba un ceremonial silencio. Al cabo de unos minutos, tras escuchar el relincho de su caballo, el mensajero se detuvo y señaló la pared desmoronada de una granja vieja.
-Aquí es –indicó, mientras sonreía tétricamente. Selam pudo observar como la maleza inclemente se había adueñado de la construcción y, enredaderas, arbustos secos y musgo, crecían entre piedra y piedra.
-¿Aquí hablaremos?
El mensajero asintió y tomó asiento en uno de los bloques desprendidos:
-Has conseguido despertar la simpatía e interés de mis líderes, pero espero que comprendas que no quieran revelarse de momento, pues tienen muchos enemigos y hay ojos y oídos en todas partes. Me envían, no obstante, para conocerte mejor, y en particular, probar tus conocimientos.
Lo comprendía.
-Bien –prosiguió-. Presumes de tu erudición y tus profundos conocimientos sobre Keseth. En nuestro grupo no queremos vulgares asesinos como aquellos de los Manos Afiladas, ni espías expertos en infiltración. No habrá ningún rito que muestre tu valía en combate, pero si tu dominio del saber. Ahora contesta: ¿En que se contraría el penúltimo tomo de la nigromancia de Keseth con su primer tratado?
-Burdo y ofensivo –espetó, herido en su orgullo. Él era mejor que todo eso y aquella sencilla pregunta era insultante para alguien que había pasado sus últimos cuarenta años encerrado en la mayor y mejor biblioteca del Imperio –. Todo aquel que se precie sabio conoce la respuesta: mientras en su primer libro veía a la muerte como un poder dividido del flujo, en su cuarto y penúltimo cambia totalmente de parecer y defiende que no está separada del flujo, si no todo lo contrario, que es uno con él.
El mensajero extrajo un pergamino arrugado y amarillo del bolsillo de la túnica deshilachada y lo leyó mientras asentía con satisfacción.
-Vaya, correcto. Por último –dijo sin despegar la mirada del papel –, aquí pide que traduzcas esta máxima: Korsga ginga Luxu elua derhug. Korsa Dell ar duen dutu olpio garneth-gingaron.
Selam lo reflexionó un instante y le pidió que le repitiera la frase. El mensajero así lo hizo y luego clavó en él lo que se intuían unos ojos grises y expectantes.
-Ningún capítulo está completamente aislado. Todo forma parte de un único gran libro.
El mensajero se incorporó y, tras un par de segundos, guardó el papiro y se desprendió de la capucha, mostrando un rostro surcado por una horrible cicatriz que le había arrebatado el ojo derecho. Parecía satisfecho y a la vez incrédulo.
-Perfecto, has contestado debidamente a ambas preguntas. Ahora hablemos de negocios.
-¿Negocios? He venido a hablar con tus líderes, no a tratar con un discípulo mezquino y desinformado que me entretenga con preguntas vanas. Condúceme a su madriguera de inmediato o cargarás con la responsabilidad de la muerte de todos tus hombres y mi impune huída.
El mensajero casi se atraganta, pero intentó disimular su impresión y adoptó una postura más seria e inquietante, aunque la mirada de Selam no permitía réplica.
-Creo –vaciló muy a su pesar –, que no estás en condiciones de exigir nada. Tengo órdenes estrictas y ambos debemos cumplirlas si quieres conocer a mis maestros, y yo volver a mi sucio cubil.
Selam no dijo nada.
-¿Lo entiendes?
Silencio.
Entonces, de entre la hierba alta saltaron dos hombres armados, coronados con yelmos en forma de cisne, togas rojas y doradas, y un peto metálico brillante. Eran inquisidores. Hubo un momento de pánico y el mensajero retrocedió, pero Selam permaneció enhiesto y desafiante como una de las muchas rocas de la escarpada costa de la Escuela. Los hombres extendieron sus alabardas como acorralándolos.
-Viejos profanos –rugió uno dando un paso hacia delante –. ¿Y vuestros comandantes?
Nadie contestó, pero en medio del silencio del campo se escuchaba la respiración entrecortada del mensajero que había desenvainado una daga y los miraba como un animal acorralado.
-¡¿Dónde están?!
-Aquí mismo –replicó Selam, envuelto en un halo de misterio aterrador. El primer inquisidor se abalanzó contra él intentando empalarlo con su alabarda, pero en la mano de Selam apareció de pronto Hyss, su báculo de obsidiana, y con un sutil movimiento bloqueó la embestida, arrojó la alabarda bastante lejos, e hizo rodar al inquisidor por el suelo húmedo. A su vez, el otro había cargado contra el mensajero, que aunque había conseguido esquivar las dos primeras estocadas, no aguantaría mucho el frenético ritmo de combate.
Selam se detuvo durante unos segundos y aguzó la vista, esperando descubrir en cualquier momento a otro grupo de inquisidores acercándose o conduciéndolos a una posible trampa. Al no encontrar nada, se volvió hacia el inquisidor que luchaba contra el mensajero y pronunció unas palabras de poder que pesaron sobre él como una montaña de ceniza. Selam extendió la mano y de la palma abierta surgió una brisa malsana que trajo unas voces perniciosas.
-¡Fered! –chilló retorciéndose de dolor mientras se giraba hacia Selam. El inquisidor cayó de rodillas mientras algo invisible se revolvía dentro de él, carcomiendo carne, piel y armadura.
En unos instantes, no quedaron ni los huesos.
-¡Dardo! –gritó el otro inquisidor incorporándose como podía. Había visto morir a su compañero sin poder hacer nada, y aunque sabía que semejante destino le esperaría a él mismo si volvía al combate en vez de huir, se echó a Selam con la fiereza de un león, cegado.
Le propinó un puñetazo, y otro, y el hechicero retrocedió chocando contra el muro de piedra. En ese momento ya no se preguntaba como habían dado con ellos, si lo habían seguido, o si habrían encontrado la base de los nigromantes y todo estuviera perdido. Solo estaba el inquisidor en su mente, su tambaleante figura dudando entre si abalanzarse de nuevo o guardar una distancia prudencial.
Él no dudo, incorporó y clavó en el inquisidor sus penetrantes ojos oscuros. Tras un par de segundos, el inquisidor se sintió como hipnotizado y atrapado en su mirada, y sintió náuseas ascendiendo por la garganta reseca.
-Hulmanim- murmuró entonces el hechicero, y el inquisidor desapareció en un parpadeo, perdiéndose en el viento, o en la tierra, o más probablemente: en la nada.
Cuando el combate terminó y la respiración de Selam se tranquilizó, descubrió al mensajero tendido en el suelo, herido en el corazón y jadeando de muerte. Se arrodilló ante él y le pasó la mano por la herida sangrante. Él lo miro con ojos llorosos.
-Lu-chas… bien, S-selam –jadeó. Selam no dijo nada, pero hundió la punta de su báculo en la herida y le atravesó el corazón, rematándolo.
-Tú también lucharás bien…
Una luz azul verdosa salió de la punta de Hyss y rodeó al mensajero. Parecía una bruma mágica, iridiscente por momentos, que se revolvía con nerviosismo y tomaba cursos distintos a los del viento. Poco a poco, fue concentrándose hasta originar una esfera casi uniforme y brillante que quedó pendiendo de la nada encima del cadáver durante un rato. Parecía que cambiaba de tonalidades cuando descendió de pronto sobre el mensajero y penetró en la herida del pecho. Unos segundos, y se escuchó un balbuceo.
-¡Uah! –murmuró el mensajero arrastrándose por el suelo, dominado por una extraña energía antinatural. Su ojo, antes apagado, se había iluminado como una antorcha de colores azul y amarillo, e incluso el que le habían vaciado brillaba ahora con una extraña determinación.
-¡Álzate y sirve a tu amo!-sentenció Selam, y como si una voluntad más grande que la suya lo poseyera, el recién resucitado Vandor se levantó con un gemido hueco. El cielo pareció volverse oscuro durante un rato, y la paja alta se ensombreció y su llamativo amarillo perdió fuerza. Todo parecía decaer…
-¡Has…! –murmuró el mensajero con su voz espectral. Su cuerpo seguía temblando, envuelto como estaba en la túnica raída, y sus cuencas brillantes parecían dos pozos de luz sin fondo.
-Sí. Hace tiempo que he traspasado esa barrera –corroboró Selam lo que Vandor ya sospechaba. No solo acababa de demostrar su extenso conocimiento sobre Keseth, si no que había perfeccionado su propia arte y ahora podía resucitar “muertos” con consciencia.
Ator se sintió desfallecer y el peso de toda una vida cayó sobre él. Vio su infancia, su casa en la angosta calle de aquella ciudad… vio la biblioteca, el examen de acceso y su unión a los “liberados”, pero también vio una oscuridad, aquella que le dio tiempo a ver, antes de que Selam se la arrebatará. Y aunque sólo fuera un pestañeo, la añoró, añoró su descanso y sintió nostalgia de un lugar en el que todavía no había estado.
Pero ahora veía a Selam con otros ojos, como si fuera otra persona y no él el auténtico obrador de aquel milagro. Y su mirada también le parecía distinta, más vieja, más poderosa y determinada. Sintió la convicción de que algo grande iba a pasar y, casi sin darse cuenta, hincó su rodilla derecha y aguardó las palabras de su nuevo e indiscutible amo.
-Guíame a tu refugio –ordenó Selam con una voz que se oscurecía y expandía con cada palabra, como si fuera otro quien hiciera ventriloquía con él –, llévame ante “tus” líderes.
-Sí, mi maestro.

* * *

Era una enorme sala circular, abovedada, y decorada con todo lujo de ornamentas. Había muchas balconadas que miraban hacia el centro, y cada una tenía unas barandillas de oro de las que pendían blasones y banderas de colores y símbolos muy distintos. No obstante, y rompiendo la monotonía del lugar, había un balcón más grande que ninguno, que al mismo tiempo estaba por encima de todos. Era el balcón del líder del consejo, del responsable máximo del imperio, del Gran Archimago, un anciano alto, de media melena y barba pelirroja, que se apoyaba en un bastón dorado.
Se escuchó una fina melodía de trompeta y el heraldo inauguró la sesión mientras cada archimago se asomaba a su respectivo balcón. Al cabo de un rato, Talrys apareció por el más ostentoso de todos ellos y los miró con gravedad.
-Tres veces he mandado reunir a este consejo, y las tres veces se ha hablado de lo mismo. Pero hoy tenemos nuevas, algunos ya las conocéis –miró con compasión hacia Álara, que vestía de luto por su hija –, a otros, aún no habrá llegado la noticia: la compañía ha fracasado, pero su fracaso ha sido en parte una victoria.
-¿Fracasado? ¿A qué te refieres? –inquirió Zevorn, del ducado del Escorpión.
-A que han muerto –respondió Álara, con la voz quebrada y los ojos rojos. –Todos y cada uno de ellos han perecido en las Estepas.
-Y eso confirma nuestros temores –prosiguió Talrys, midiendo sus palabras –. Los salvajes se mueven. Aún no sabemos por qué ni a dónde con exactitud, pero tememos que sea hacia nuestra frontera. De ser así, no sólo perderíamos una guerra de guerrillas, si no que nuestra principal reserva de alimentos, allá donde están nuestras más fértiles tierras, se perderían y habría hambruna.
Se escucharon unos murmullos vagos y algunos archimagos reabrieron debates paralelos entre ellos, o para sí mismos, preguntándose la verdadera naturaleza de aquel extraño hecho jamás presenciado en la historia.
-¿Hay algún referente en los anales de que los salvajes hayan hecho ya en el pasado alguna gran emigración? –quiso saber Execor, señor del País Azul. Talrys negó largamente con la cabeza y el archimago quedo pensativo durante un rato.
-No, señor Execor, ya se han comprobado y revisado con lupa. Es la primera vez que sucede algo semejante. Pero eso no es todo –añadió, y su voz se volvió más oscura –. Uno de los soldados consiguió escapar… para morir a manos de otro verdugo, un humano, más tarde.
Álara alzó la cabeza, como si se hubiera despertado de pronto de un trancehipnótico. Tenía el rostro severo surcado de profundas arrugas y unos penetrantes ojos azules. En el pasado, recogía la larga cabellera canosa en un gran y único moño, pero ahora, la pena y el desasosiego habían hecho de su semblante serio y noble una caricatura de lo que una vez fuera. Talrys sintió su penetrante mirada clavada en él y se sintió incómodo.
-¿Asesinado? Habláis de homicidios y parecéis afectados, pero quizás solo sea una coincidencia –dijo de nuevo Zevron, con el afilado rostro gris escondido tras la capucha azul.
-En el estómago del hombre dibujaron un símbolo –contestó Talrys –, el símbolo de los Manos Afiladas, el símbolo de Isilbis. Fue su secta, y no ningún vulgar bandido, la artífice de su muerte, y me temo, de su silencio también.
-Los Manos Afiladas se disolvieron hace mucho tiempo, si queda algo no será si no una chusma mal organizada de fanáticos y desquiciados, y esto es, sin duda, obra de un imitador que desconocía la gravedad de sus acciones.
-Tal vez –intervino otro de los miembros del consejo. Vestía de blanco radiante –en contraste con las túnicas azules de los demás archimagos a excepción de Álara y Talrys –, y observaba con unos estudiosos ojos cristalinos a los demás archimagos –, pero tal vez no… Como acostumbráis a hacer, infravaloráis al enemigo, un enemigo que obró la muerte de grandes reyes y dinastías del pasado, que casi destruye nuestro amado Imperio varias veces, y que, aunque supuestamente ya no existen, siguen contando con “fanáticos mal organizados”, como los has llamado, que son capaces de coordinarse para asesinar a un hombre cuya información sería de vital importancia, no sólo para nosotros, si no para la humanidad entera. Y os empeñáis en ver coincidencias en donde hay un sutil engaño y manipulación, y tal vez por eso hemos llegado a este estado, en el que la situación se nos ha escapado de las manos y ahora nos enfrentamos a un enemigo invisible.
-Pareces muy convencido, Maserez, pero tú nunca has gobernado un ducado ni reino, y por tanto no conoces los riesgos de dar un paso en falso, o de caer en las supersticiones de los débiles. El tiempo ha de fluir, y estoy convencido de que esto pasará a ser una curiosa anécdota en los años venideros.
-Anécdota… -murmuró Álara con la mirada perdida en el infinito. El archimago se volvió hacia su balcón y la descubrió muy cerca y muy lejos a la vez, errando en los lugares de su propia mente castigada –. Anécdota… Lo que es realmente anecdótico es la estupidez e ignorancia de los miembros de este consejo, a los que se le pide raciocinio y coherencia y sólo aportan necedades y consejos desaventurados. Mi hija –y le tembló la voz mientras lo decía –, mi hija ha muerto en esa tierra maldita buscando información que corroborara o desmintiera nuestras sospechas, y ahora está muerta, muerta, muerta... Y el único superviviente de la carnicería ha sido asesinado antes de revelar información alguna. ¿Y sois archimagos como Maserez, como yo, o como nuestro líder Talrys? Me avergonzaría en ese caso formar parte de esta orden, y siquiera oír vuestros interesados y mezquinos discursos.
-Lamento tu pérdida, Álara –se disculpó Zevron –. Y en ningún momento quise faltar al respeto al honor de la difunta, por quien profeso una profunda admiración. Pero estamos aquí para debatir, ¿verdad? Y mi opinión vale tanto como la tuya o la de cualquier otro.
-Y sin embargo, las desvirtuáis y tacháis de supersticiones baratas –replicó Talrys, con tono solemne –. Lo que es claro, y nadie puede negar pues se ha hecho fehaciente, es que los salvajes están actuando de forma extraña, acercándose cada vez más a nuestras fronteras e incluso violándolas. Y aún más grave: hay algún interés que de momento nos permanece velado, en que no conozcamos la verdad tras este hecho, ya sean estos interesados los Manos Afiladas, La Garra de Keseth, o la misma Iglesia de Fered.
-¡Herejía! –rugió el representante del Sumo Arzobispo Bassis en el consejo.
-No se le acusa de nada a tu líder ni a tu institución –explicó Talrys, con gesto cansado y desilusionado –, era un simple ejemplo, tal vez desacertado.
-Un tanto, sí –bufó el otro –. La Santa Iglesia ha velado mucho tiempo por la gracia de esté reino humano, y citarnos como ejemplo de algo tan oscuro y serio, es mancillar el nombre de aquellos que consagraron este “Sacro Imperio”.
Maserez se revolvió, incapaz de contenerse.
-Y sin embargo, no fuisteis vosotros quienes lo fundaron, pues en aquel momento aún no eráis ni una idea y Fered no había sido inventado. Fue Keseth quien fundó nuestra orden y no un dios distante y frío, y el sólo hecho de atribuiros méritos que no os corresponden, además de insultar nuestra inteligencia, sí que mancilla vuestra reputación de castos y justos.
El representante de la Iglesia de Fered soltó un bufido, pero no dijo nada, tampoco había nada que rebatir. Maserez era un gran estudioso y dominaba la historia casi tan bien como la magia, y discutir con él, era como discutir con una enciclopedia.
Talrys golpeó el suelo con su bastón dorado en forma de dragón.
-Bien, no nos hemos reunido para hablar de Fered y su Santa Iglesia, si no de una amenaza real que planea sobre nuestro Imperio y que debemos estudiar muy a fondo.
-¿A qué se nos insta, pues? –preguntó Dexxar, el archimago del Ducado de la Veranda, que era la primera vez que intervenía. Talrys se acicaló la barba pelirroja y lo miró largamente, como si esperase esa pregunta.
-A vigilar la frontera norte y, si es preciso, fortificarla. Mirabel está al borde del colapso, los granjeros más norteños huyen de sus aldeas y se refugian tras los muros de la ciudad, y en el país vecino de Lorna, Los Caballeros Raudos han cesado todas sus actividades en las Estepas y ahora están recluidos en su propio reino, y Melle II ha reinaugurado la perdida Compañía de Piedra-Luna para vigilar la muralla. Los únicos que no han actuado hemos sido nosotros, algo harto estúpido. Ya otros han pecado de ingenuos en estos mismos asientos, no caigamos en los mismos errores.
-¿Y ya está? ¿Nos fiamos de rumores baratos e invertimos nuestro capital en la fortificación de una zona estratégicamente inútil cara el futuro?
Talrys sonrió.
-No, Zevron. Además de todo eso, me he tomado la libertad de cancelar toda relación actual con la Punta hasta que se nos aclare todo, de modo que ningún barco vendrá, ni ninguno saldrá, salvo el que venga con el cuerpo de Élinae, a cuya madre aprovecho para dar el pésame.
Álara asintió y se llevó un pañuelo bordado a los ojos vidriosos e irritados.
-¿Estamos locos? –rió Zevron, incapaz de creerse lo que acababa de escuchar. Maserez le dedicó una mirada furtiva –. ¿Nos decís que todo comercio con la Punta ha sido anulado?
-Precisamente.
-Es una medida precipitada, sin duda. Mas parece que la palabra de los archimagos poco o nada cuenta en el día de hoy, y tú, Talrys, estás más cerca de convertir este Imperio en una monarquía, que en la democracia que siempre ha sido. Permiso para retirarme de la sesión.
-Permiso concedido.
Zevron se desprendió de la capucha cian y recogió el pelo gris en una especie de coleta no demasiado larga. Apenas tenía una barba de dos días y sus ojos miraban ofuscados y cegados por el orgullo. El heraldo que había dado paso a la reunión hizo sonar entonces la trompeta de nuevo y anunció la salida del archimago del Ducado del Escorpión.
Fuera, el Sol del mediodía bañaba la capital del Imperio, que se extendía muchos quilómetros a la redonda allá abajo, en forma de angostas calles estrechas, espectaculares avenidas, altas torres vertiginosas y templos dedicados al estudio y a la religión por igual: universidades. La luz dorada se colaba en la estancia a través de las vidrieras de colores que relataban batallas y milagros, y parecía que nadie tenía más que añadir.
-Quizás… -alzó de pronto la voz el representante de la Iglesia Sagrada –. Quizás sea conveniente informar de que el Sumo Arzobispo Bassis ha ordenado la búsqueda y captura de los miembros de la Garra de Keseth, tras quienes ya va la inquisición. Ahora que lo decís, tal vez sean ellos y no esos Manos Afiladas, lo autores de semejante crimen, pues en los últimos meses se han anexionado numerosos grupos de creencias similares, y parecen tener algo oscuro entre manos.
Talrys arqueó una de las cejas medio rubias.
-No, dudo que sean ellos. No olvidemos que su historia es relativamente reciente y nunca han contado con el capital ni los recursos, y sospecho, los hombres, necesarios para llevar a cabo una tarea así. Son simples estudiosos cuyas creencias no concuerdan con las vuestras.
-No estaría tan seguro. La determinación de un corazón malo puede llevar a alguien a realizar imposibles, que sin embargo ahora presenciamos. En todo caso, estos “herejes”, serán juzgados ante Fered y si es pertinente, asesinados.
-¿Con juzgar ante Fered os referís a quemarlo en la hoguera? –inquirió Maserez. Talrys tampoco se llevaba bien con la Sagrada Iglesia, pero intuía que lo que aquel hombrecito relataba podía tener algo de verdad. No lo del juicio, obviamente, pes de ser por él, se hubiera abolido semejante sistema y ya estarían implantados los cada vez más populares “juicios” en los que un mago determinaba a la víctima y al culpable y establecía la sanción. No, lo que a él le interesaba era lo que acababa de decir sobre la Garra de keseth, que, intuía, jugarían su papel en aquella gran trama al igual que hacían ellos mismos ahoras.
El representante refunfuñó algo y también pidió permiso para retirarse.
-Denegado –prohibió de pronto Talrys –. Antes de que te marches, llévale este mensaje a Bassis…
-Sumo Arzobispo Bassis –corrigió él.
-Bien, llévale este mensaje al Sumo Arzobispo Bassis: “debemos reunirnos y hablar largamente. Pronto, aquí”.
-El Sumo Arzobispo está muy ocupado, pero le haré llegar tu mensaje.
-“Su” mensaje.
El hombrecito clavó en Talrys sus pequeños ojos calculadores y torció el gesto, entonces, la trompetita sonó y anunció su retirada. Talrys miró a Maserez.
-Mi amigo –llamó –. Mientras aquí nos encargamos de organizar todo, tú deberás viajar hasta Lorna y parlamentar con la reina Sola, quizás ellos puedan brindarnos una mayor perspectiva de lo que sucede y ayudarnos en lo que pueda venir…
-Sí, por supuesto.
-Bien, pues se disuelve el consejo.
La trompetita sonó de nuevo y cada uno desapareció tras su respectivo balcón, pero Talrys aún permaneció un rato en su sitio y dudó de estar haciendo lo correcto, o si por el contrario estaba llevando a su bien amado Imperio hacia el precipicio. Sacudió la cabeza e intentó vislumbrar un cacho del cielo gris a través de las vidrieras tintadas.
-Fered, si existes, guíame de alguna forma. Di algo y rompe este silencio…

* * *
El mensajero encajó la llave en el candado y la angosta puerta de barrotes oxidados se abrió con un chirrido metálico.
-Aquí es, al fondo. Más allá de la oscuridad la cueva se abre al día y la vegetación cuelga como blasones desde la altitud cavernosa. En una esquina está el edificio de los líderes, aprovechando las estructuras que los antiguos moradores de esta gruta ya habían erigido.
Selam frunció el ceño.
-¿Acaso moraron otros aquí antes que vosotros? –preguntó aún mientras caminaban por el pasillo estrecho a tientas. Al final, como le había dicho, ya se vislumbraba la radiante luz del día, y se escuchaban unas voces calladas hablando en susurros.
-Sí, los Manos Afiladas. Tras la disolución de su Orden hace cuatrocientos años, muchas de sus bases quedaron abandonadas y cayeron en el olvido. Por suerte, hemos encontrado este gran refugio casi intacto.
Selam asintió, y entonces la pared de roca y el techo bajo se abrieron a la gran sala antes citada, cuyo techo se había venido abajo y por el cual ahora entraba la luz de la tarde y la frondosa vegetación que colgaba desde la altura.
Al principio nadie reparó en su presencia, ni en el nuevo aspecto de Ator, cuyos ojos brillaban con intensidad dentro de las cuencas podridas, y cuyas venas parecían horrorosos gusanos excavando en la piel y los músculos.
Ator señaló el edificio al que se refería y acompañó a su maestro hasta la misma entrada, de hierro negro. Dos guardias, hombres endebles, vestidos de negro y encapuchados, custodiaban la puerta y los detuvieron.
-Alto –ordenaron casi al unísono, pero sin moverse un ápice. Selam los observó impaciente.
-Vengo a hablar con vuestros señores. Soy Selam y este Ator, el mensajero.
Hubo un largo silencio hasta que se pronunciaron de nuevo y para entonces ya habían empezado a atraer miradas indiscretas.
-Bienvenido, Selam –saludaron al fin –. Los siete te esperan dentro, mas el mensajero no puede entrar.
-Muy bien. Ator, aguárdame aquí, entraré sólo.
Selam lo miró significativamente y Ator asintió y se apoyó contra la pared agrietada y mohosa. Mientras, los guardias abrieron la pesada puerta y Selam entró en una sala negra como la boca de lobo.
-Selam, bienvenido.
Una vez sus ojos se le fueron acostumbrando de nuevo a la oscuridad, descubrió unas seis tétricas figuras sentadas en círculo a su alrededor, sobre un suelo húmedo y frío.
-Selam, bienvenido. –dijo otro.
Decidió aguardar en el centro de aquel extraño círculo y dejarlos hablar antes de hacer él nada.
-Selam, bienvenido.
-Selam, bienvenido.
El aire era espeso allí dentro, y las voces sonaban profundas y ancianas, llenas de amargura e hipocresía.
-Selam, bienvenido –murmuró otro, con tono de serpiente.
-Selam, bienvenido.
Encendieron entonces una vela, y sus llamas tenues iluminaron vagamente la habitación. Pudo vislumbrar con mayor detalle, aunque seguían en la sombra, las seis figuras a su alrededor, inexpresivas bajo sus capuchas puntiagudas, e imperturbables como rocas. Debieran ser siete, en verdad, y entonces reparó en un hueco en la circunferencia que tendría que estar ocupado por el séptimo líder.
-Has viajado mucho hasta aquí, y te has ganado muchos méritos –silbó otra voz –. La Garra de Keseth te da la bienvenida a su magnífica Orden, y todos nos congratulamos del ingreso de alguien como tú en nuestras cada día más numerosas filas.
Selam asintió y dejó escapar un murmullo de asentimiento, pero no dijo nada más.
-Eres un gran estudioso, y conoces mejor que nadie la academia Zelca y sus puntos débiles. Como, estoy seguro, ya habrás sospechado desde hace tiempo, nos disponemos a dar un golpe en la Escuela y robar los tomos de Keseth que por derecho nos pertenecen.
No dijo nada.
-Pero más allá de estos juegos triviales, nuestro interés en ti radica no sólo en tu saber, si no en tu entrega a nuestra causa y tu simpatía por nuestros intereses. Por eso, hoy te damos la bienvenida uno a uno, y te permitimos la entrada a nuestro pequeño santuario.
Hubo un silencio de unos segundos en el que esperaban que Selam dijera algo, pero simplemente asintió mientras los miraba a todos y cada uno de ellos con sus penetrantes ojos oscuros.
-¿Quieres decir algo? –carraspeó otro con una voz rasgada. Selam sonrió entonces y en su mano volvió a materializarse su báculo de combate: Hyss. Los seis lo miraron con preocupación, pero no hicieron nada.
-No vengo a unirme a vuestra decadente hermandad, mis estimados compañeros, si no a que os unáis a mi causa propia. Pues mi causa es la de Keseth –declaró, y su voz se volvió de nuevo oscura y de ultratumba mientras hablaba –, y rechazarme a mi es rechazar vuestros propios principios.
Algunos de los seis se incorporaron y lo desafiaron con la mirada, coléricos.
-¿Osas presentarte aquí y desafiarnos a los seis, necio?
Selam no respondió inmediatamente, pero alzó ambos brazos y una antinatural luz verde inundó la estancia, descubriéndolos a todos y cada uno de ellos. Entonces, pareció que se alzaba unos centímetros en el aire y sus ojos se volvían negros por completo.
-Yo soy Keseth –sentenció, mientras su tenebrosa voz sonaba junto a muchas otras –, su voluntad es la mía. Uníos, o pereced y servidnos en la muerte. Soy el mesías del cambio, el adalid del resurgir del Gran Único. ¡Retarme es cuestionar su voluntad sagrada, enfrentadme y conoceréis el verdadero significado de la ira!.
Vieron como si la figura de Selam creciera e inundara toda la sala, mientras su voz penetraba en cada grieta y cada esquina del cuarto, iluminado ahora por una intensa luz fantasmagórica. Los seis parecían horrorizados, pero el orgullo les impedía postrarse ante aquel hombre, tan superior a cualquiera de ellos.
-¿Te unes a mí? –le preguntó al primero de los seis, burlando su anterior presentación. El hombre negó con la cabeza e iba a decir algo cuando su cuerpo se convirtió en cenizas y se desintegró.
-¿Te unes a mí? –le preguntó al segundo, ignorando su gesto de terror. Al ver lo que le había pasado al anterior, el hombre tragó saliva y asintió débilmente, acongojado.
-¿Te unes a mí? –siguió preguntando. El hombre se encogió sobre si mismo y se tambaleó.
-Yo… sólo sirvo a Keseth. Si tú lo representas… a ti te seguiré…
-¿Te unes a mí? –le preguntó a otro, pero este no respondió ni parecía temerlo.
-Yo no sigo a ningún hombre –escupió. Selam lo miró fijamente y entonces el hombre perdió todo el valor que había acumulado y se vino abajo –… y… -siguió, como si cada palabra le hiciese daño –… tú-tú no eres una ex-excepción.
El hombre dejó escapar un grito de ansiedad mientras su piel se deshacía y translucía mostrando los huesos y órganos palpitantes. Gritó y se sacudió, pero terminó por convertirse en poco más que un charco de sangre oscura.
Los dos hombres a quienes aún no había preguntado se arrodillaron, temblorosos, e igual hicieron los demás. Tras unos segundos en un hiriente silencio, Selam recuperó su tamaño y voz habituales, y la luz verdosa que inundaba la sala se desvaneció lentamente y volvieron a la penumbra.
-Muy bien –sonrió, intentando disimular su agotamiento físico y mental –. Nos marcharemos en una semana, mientras tanto, reunid a todas vuestras células en este refugio y aprovisionaros como mejor podáis. Ah, y borrado todos esos viejos símbolos de Isilbis el repudiado.
Se hizo de nuevo el silencio, y los cuatro que restaban se levantaron aún temblando.
-¿A dónde iremos? –quiso saber uno, mientras su respiración se tranquilizaba. Selam escrutó las sombras, pero no supo quién de los cuatro había preguntado, así que se dirigió a todos.
-A las Estepas, al Norte, a descubrir la verdad que se esconde tras los salvajes y salvaguardar la integridad de este Imperio. Llevaremos la palabra y la cólera de Keseth a las tierras yermas, y entonces, habré cumplido con su voluntad y podréis retomar vuestra miserable forma de vida.
Hizo un gesto con la mano y la puerta se abrió de un golpe, cegando a todos con la intensa luz roja del cielo del ocaso. Al fondo, enfrente, aguardaba Ator, que los escrutó a todos con sus ojos luminosos y su rostro cadavérico y pálido.
-Maestro –se inclinó hincando la rodilla en el suelo de piedra, sobre el que crecían algunos matojos de hierba. Selam hizo un aspaviento y Ator se incorporó de nuevo.
-Sal fuera y llévate a algunos hombres. Vigila la entrada y los alrededores. Matad a cualquiera que se acerque.
Ator asintió y desapareció por la derecha, deslizándose ágilmente como un liviano espectro envuelto únicamente en la túnica negra. Fuera, la luz del Sol era cada vez más débil y la noche se acercaba.
-Antes de que me olvide, ¿dónde está el séptimo miembro?
-En la Punta –respondió uno casi al instante. Selam arqueó una ceja, pero no preguntó nada más.
Las estrellas fueron apareciendo en el cielo que se oscurecía por momentos. Una de ellas, rompiendo la uniformidad negra y blanca de la bóveda estrellada, brillaba con un intenso resplandor rojizo, y parecía parpadear en señal de alarma, allí, distante y fría, perdida en la inmensidad del espacio. Selam la miró durante unos minutos y sintió a Keseth más cerca que nunca. Sí… todo marchaba según se predijera, y el Gran Único resurgiría una vez más para guiar al Imperio en su hora más aciaga.
Keseth… estaba próximo...
Perdón por subir capítulos taaaan largos, pero llevaba tanto sin actualizar.... que subo el 3 todo de golpe. Ala!
Espero que lo disfrutéis tanto como yo escribiéndolo. Un saludo!
Llegué casi 5 años tarde.

Tenía que revivir este hilo, es tremenda historia.
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