Buenas de nuevo!
Gracias a todos los que se han pasado y en especial a kaoseto por ser la única (de momento
) en contestar!
Os dejo la conclusión del micro-relato, espero que os guste y si tenéis que criticar algo, no os cortéis!
Saludos!
PARTE II
Bajaron juntos las escaleras. El salón no era muy grande, apenas una docena de mesas, pero se veía razonablemente limpio. Un alegre fuego mantenía la sala caldeada. A pesar de que aún era muy temprano, ya había un par de clientes tomando un desayuno que olía tremendamente bien. El posadero se encontraba de pie junto a la puerta, hablando con dos hombres. Estaban de espaldas a Dasha, así que no podía ver sus rostros, pero algo en ellos le llamó la atención, aunque no sabía qué. Uno de ellos era alto y delgado, y el otro más bajo y muy gordo; ambos llevaban las largas capas mojadas y sucias, como si acabaran de llegar de un largo viaje, y ambos permanecían con la capucha echada aunque estaban dentro de la posada. De repente le asaltó un extraño desasosiego y se detuvo bruscamente en mitad de la escalera. El elfo, que estaba a su lado, hizo otro tanto.
—¿Ocurre algo?
—No estoy segura —respondió la mujer, agitando la cabeza—. Algo va mal.
Miró a su alrededor. Las pocas personas del local no les prestaban ninguna atención; todo parecía tranquilo. En ese momento el posadero reparó en ellos, y les lanzó una mirada angustiada que Dasha no acertó a descifrar. El hombre gordo debió de notarlo, porque se giró hacia ellos, y Dasha pudo verle la cara. La mujer ahogó un grito.
—¡Es ella! —gritó, señalándola. Al instante todas las cabezas de la sala se giraron en su dirección. El elfo la interrogó con la mirada.
—Es el clérigo de Naal Zahar que acusó a Ishmel y ordenó su captura —musitó.
—Joder.
—No lo entiendo. Debería haber notado su presencia. —Miró al elfo a los ojos. —Algo va mal —repitió.
El silencio se adueñó del salón. El hombre que acompañaba al clérigo, el alto, también se había girado y dio un paso hacia ellos. Tenía un rostro delgado en el que destacaba una nariz aguileña y una barba bien arreglada. Bajo la capa se veía un jubón con el emblema de la Hermandad de la Revelación. Clavó unos ojos duros y fríos sobre Dasha y, sin dejar de mirarla, le hizo una seña al clérigo, quien rápidamente salió al exterior y volvió a entrar al momento, seguido de cuatro soldados. Todos llevaban armadura con el símbolo dorado de Naal Zahar en la sobrevesta y en el pequeño escudo ovalado. Parecían tensos, pero no nerviosos; uno de ellos llevaba el casco rojo que denotaba que estaba al mando. Los soldados se situaron a ambos lados del Hermano, aunque no desenvainaron las armas, mientras que el sacerdote gordo se quedó detrás, en un segundo plano. Dasha y el elfo permanecían en mitad de la escalera; los demás clientes y el posadero habían desaparecido como por arte de magia.
Durante un interminable momento nadie se movió ni dijo nada.
—Soy Faedel, Embajador de la Liga de Comerciantes y miembro consultivo del Consejo de la Ciudad —dijo finalmente el elfo—. ¿Qué hacen unos Guardias del Imperio dentro del recinto de la ciudad? Habla, extranjero.
El zaharino pareció sorprenderse al oír con quién estaba tratando, pero se rehizo rápidamente. Inclinó levemente la cabeza, sin mostrarse ofendido por las ásperas palabras del elfo.
—Que la luz de Naal Zahar ilumine vuestro corazón, Embajador —dijo con una voz grave. Hablaba lo que ellos llamaban la Antigua Lengua despacio, con un ligero acento, pero se expresaba correctamente.
—Que vuestro corazón se ilumine con su luz —respondió el elfo, completando el saludo tradicional, aunque sin inclinarse.
—Sin duda vuestra presencia es voluntad de Naal Zahar, Embajador. Dado el propósito de nuestra misión, estoy convencido de que podremos contar con el apoyo de su Excelencia —dio otro paso más hacia ellos—. Hace varios días, una joven bárbara venida del Norte asaltó una de nuestras Casas de Oración y secuestró a una niña caída en desgracia que iba a ser purificada por Naal Zahar…
—Ishmel no había hecho nada malo y no necesitaba vuestra purificación —le cortó Dasha bruscamente. La voz le temblaba por la furia contenida—. Lo que hice fue salvarla de una muerte cruel e injusta en la hoguera.
El Hermano prosiguió, haciendo caso omiso de la interrupción.
—… para salvar su alma. En su huida la joven bárbara agredió al sacerdote Saaled —se giró para señalar al clérigo que permanecía tras él; el elfo se fijó en que parecía tener la nariz rota, y el pómulo izquierdo estaba algo hinchado—. También profanó varias estancias sagradas de la Casa de Oración, donde no está permitida la entrada a los infieles.
—El sacerdote Saaled es un cobarde y un degenerado —interrumpió de nuevo Dasha, mirando fijamente al clérigo, que había comenzado a sudar con profusión—. Y por lo que sé, no es el único. Por lo que dicen, incluso un bastardo tiene más honor que un clérigo de vuestro dios.
Sus palabras tuvieron un efecto inmediato. Los cuatro soldados desenvainaron las armas al unísono y avanzaron hacia ellos, pero el Hermano levantó ambos brazos y los soldados se detuvieron. El zaharino miró al capitán, y éste gritó una orden en su idioma. Despacio, los soldados volvieron a enfundar las espadas, lanzando miradas de odio a la mujer, y se situaron de nuevo a ambos lados del Hermano.
—Gracias por la ayuda, pero deja que hable yo, ¿quieres? —susurró Faedel a Dasha.
—Claro —gruñó ella —. Todo tuyo.
El elfo se encaró con el extranjero.
—No soy quién para cuestionar las órdenes del Emperador o sus leyes —dijo en un tono amable—, pero Namnis es una Ciudad Libre, y la Ley del Imperio no rige aquí. Hablo en nombre de todo el Consejo cuando digo que la presencia de fuerzas armadas extranjeras es intolerable —el elfo esbozó una sonrisa encantadora—. Lamentablemente, debo pediros que abandonéis la ciudad.
—No es el Emperador quien me envía —replicó el zaharino con su voz grave—, sino el Kezhel, que es la Voz de Naal Zahar en la Tierra. Si no me equivoco, en Namnis se permite la Libertad de la Fe, y por tanto la Ley de Naal Zahar debe cumplirse. En este documento —prosiguió mientras sacaba una pequeña carta enrollada del interior de su capa y alargaba el brazo hacia el elfo—, su Excelencia podrá comprobar la veracidad de mis palabras.
El zaharino permaneció con el brazo extendido durante unos instantes, y cuando se hizo patente que Faedel no tenía intención de acercarse, guardó de nuevo el pergamino. El elfo observó de reojo a los soldados. De momento, mantenían los brazos cruzados, lejos de las empuñaduras de sus espadas.
—No veo Guardias de la Hermandad aquí —señaló a los cuatro guerreros—, sino soldados del Emperador. Si es el Kezhel quien os envía, no deberíais haceros acompañar por tal escolta. —Se cruzó de brazos. —Debo insistir en que abandonéis la ciudad.
—Tal vez debería intentar apresarme el sacerdote —terció Dasha de repente, con una sonrisa socarrona. Faedel la fulminó con la mirada.
Los soldados se agitaron ante la nueva provocación. El capitán miró a su superior en espera de órdenes, pero el zaharino permaneció callado, con el semblante serio. Frunció el entrecejo y se dirigió de nuevo al elfo.
—Los seguidores de Naal Zahar son poderosos e influyentes en Namnis, como bien sabe su Excelencia. Si llegara a oídos del Kezhel que un miembro del Consejo de la Ciudad ha impedido el cumplimiento de la Ley de Naal Zahar, montaría en cólera. ¿Es tan importante esa niña para su Excelencia?
—Las Leyes de la Ciudad son claras —el elfo no se amilanó—. ¿Tan importante es esa niña para el Kezhel que está dispuesto a quebrantar la paz y provocar la cólera del Consejo?
El rostro del Hermano se ensombreció aún más. El capitán dijo algo, señalando la puerta; obviamente le preocupaba que alguien pudiera entrar en cualquier momento y equilibrara las fuerzas. El Hermano pareció considerar la situación durante unos instantes.
—Su Excelencia el Embajador haría bien en abandonar la posada ahora —dijo finalmente con su voz grave.
Faedel enrojeció ante la velada amenaza.
—¿Osáis amenazar a un miembro del Consejo? —inquirió, llevándose la mano a la empuñadura de la espada. Al instante, los cuatro guardias hicieron otro tanto. El Hermano se llevó las palmas cruzadas sobre el pecho y se inclinó, en el gesto de disculpa común en el Sur.
—Su Excelencia pone palabras en mi boca que no he pronunciado —respondió, aunque sus ojos miraban fijamente al elfo, duros y fríos.
La sala se sumió en un silencio tenso. Todos parecían contener la respiración, expectantes.
—¡Bueno, ya está bien! —intervino de pronto Dasha, desenvainando su espada curva. Siete pares de ojos la miraron sorprendidos. —Vuestros modales sureños hacen interminables las conversaciones. No voy a entregarte a Ishmel y no voy a irme contigo a ninguna parte —señaló la puerta con la punta de la espada mientras miraba al Hermano a los ojos—. Harías bien en abandonar la posada ahora, zaharino.
El Hermano apretó los dientes y miró al capitán. Éste desenvainó la espada, y sus hombres le imitaron en el acto. El elfo hizo otro tanto con Laglalin.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó el elfo, sin dejar de observar a los soldados. Dasha le miró de reojo.
—Siento decírtelo, pero creo que no les estabas convenciendo.
—Ya. ¿Y que pasa con tu solución pacífica?
—Espera y verás.
La mujer cerró los ojos y comenzó a mover los labios en silencio, aislándose de todo lo que la rodeaba.
El elfo se despreocupó de ella y volvió su atención hacia el peligro. Los guardias se habían acercado hasta el pie de la escalera, pero no parecían saber qué hacer a continuación. Faedel y Dasha se hallaban en una posición elevada, lo que les daba una importante ventaja; además, la escalera apenas tenía anchura para ellos dos, así que no podrían atacarles todos a la vez.
El elfo musitó una corta plegaria dirigida a sus antepasados, preparándose para el combate, pero de repente los soldados dejaron caer las armas y se taparon los oídos con las manos, con el rostro contraído por el dolor. El elfo miró a Dasha. Su rostro estaba tenso por la concentración, y unas gotitas de sudor brillaban en su frente, pero lo que fuera que estaba haciendo parecía funcionar. Los guardias cayeron al suelo, indefensos.
De pronto, la mujer lanzó un grito de angustia y se desplomó; habría caído rodando escaleras abajo si el elfo no hubiera estado rápido para sujetarla.
—Estoy… bien… tranquilo —jadeó, aún en brazos de Faedel, intentando recuperarse.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé —contestó mientras se incorporaba con esfuerzo. Miró al Hermano— Siento como si me hubieran golpeado la cabeza con un martillo.
—El poder de Naal Zahar es grande, bruja —la voz grave del Hermano retumbó en la sala.
—No me jodas—replicó Dasha—. ¿Cómo has hecho eso? ¿Quién te ha enseñado?
El zaharino abrió la boca para responder, pero no llegó a articular palabra; algo por detrás de la mujer atrajo su atención. De repente, todo el salón quedó en silencio. Dasha y Faedel se miraron y se dieron la vuelta a la vez.
Ishmel estaba de pie en lo alto de la escalera.
La niña sostenía un cuenco con una mano, mientras con la otra se frotaba los ojos, aún medio dormida. Vio a Dasha arrodillada en mitad de la escalera y le sonrió, pero entonces su mirada abarcó toda la sala y se clavó en el sacerdote, Saaled. Su rostro palideció y dio un paso atrás. El cuenco le cayó de las manos y se estrelló contra el suelo en mil pedazos. Por un instante nadie se movió.
—¡Cogedla! —rugió el zaharino.
Los soldados, aún aturdidos, subieron en tropel sin ningún orden. Faedel se abalanzó sobre el primero de ellos, las espadas de ambos se trabaron y el elfo le lanzó de un empellón contra sus compañeros, que perdieron el equilibrio y cayeron con estrépito hasta el suelo. Dasha buscó a Ishmel con la mirada; estaba acurrucada en el suelo, hecha un ovillo. Se giró hacia Faedel.
—¡Está temblando! ¡Creo que le ha dado un ataque!
Los soldados volvían a la carga. El elfo cogió a Dasha por el brazo.
—¡Llévatela de aquí! ¡Corre!
—Pero…
—¡Marchaos!
Dasha se agarró a la barandilla y comenzó a subir con esfuerzo. La cabeza todavía le daba vueltas. Por detrás se oía el entrechocar del acero y los gruñidos de Faedel; el elfo no podría contener a los guardias por mucho tiempo. Llamó a Ishmel, pero la niña no reaccionaba, parecía que no era consciente de lo que sucedía a su alrededor.
De pronto el cielo se oscureció y comenzó a hacer un frío intenso en la posada. Los soldados detuvieron su ataque, desconcertados. Una sensación de peligro inundó la mente de Dasha, que se vio obligada a arrodillarse, mareada. Cuando por fin entendió lo que estaba pasando, miró hacia arriba, hacia Ishmel.
—¡Oh, no! —musitó, y entonces el mundo explotó.
***
Dasha sacudió la cabeza y se incorporó despacio hasta quedar sentada. Olía a quemado. Tosió y unas gotitas de sangre mancharon el suelo. Se palpó la cara con cuidado; tenía un corte bastante feo en la frente. Miró a su alrededor, asombrada: las mesas estaban volcadas, los cristales de las ventanas rotos... Había fuego por todas partes y el ambiente estaba lleno de humo. Se fijó en el suelo: estaba totalmente negro, carbonizado, como si un rayo hubiera caído precisamente ahí, como si… Sin salir de su asombro, miró hacia arriba: un agujero enorme en el techo de la posada dejaba ver el cielo azul de la mañana.
Tosió de nuevo. Hacía mucho calor. Oyó un gemido a su izquierda. Intentó levantarse, pero le fallaron las fuerzas, así que se arrastró como pudo en dirección al sonido. Rodeó un montón de escombros y vio a Faedel en el suelo, boca abajo.
—¡Faedel! ¡Faedel! —le dio la vuelta y le abofeteó. El elfo se incorporó de golpe, tosiendo e intentando respirar al mismo tiempo.
—Prefería cuando me besabas —exclamó mientras recuperaba el aliento—. ¿Qué ha pasado?
—No estoy segura, pero creo que Ishmel ha creado una tormenta y ha descargado un rayo sobre la posada —le contestó Dasha.
—¿Qué quieres decir? ¡Eso es imposible!
—Ya te dije que era una niña fuera de lo común. —La mujer se levantó trabajosamente y le tendió una mano a Faedel. —Vamos, tenemos que encontrarla y salir de aquí.
Avanzaron a través del humo por entre los restos de la posada. Los ojos les comenzaron a llorar y cada vez se hacía más difícil respirar. Vieron a uno de los soldados debajo de una viga. No se movía. Oían gritos del exterior, pero de momento parecía que nadie hacía nada para sofocar el fuego que ya rugía sin control por toda la sala. Por fin, cuando ya parecía que no iban a encontrarla, Faedel señaló hacia un punto frente a ellos. Ishmel estaba tendida cerca de la pared, bajo una ventana.
—Ishmel, pequeña —Dasha la cogió en brazos con suavidad. La niña abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? —dijo con un hilo de voz.
—Ahora no hay tiempo—respondió Dasha con una expresión de alivio en su rostro—. Luego hablaremos, vamos.
Faedel saltó a la calle por la ventana y cogió a la niña. Después, la mujer hizo lo propio, y los tres corrieron hacia el gentío que se había reunido alrededor del edificio en llamas y se perdieron entre la multitud.
***
—Gracias por todo —dijo Dasha. Faedel los había conducido hasta la casa de un amigo suyo, fuera de las murallas de la ciudad y a salvo de miradas indiscretas. Allí habían pasado la noche, y su anfitrión les había proporcionado ropas, comida y el caballo sobre el que ahora se despedían ella e Ishmel.
—No ha sido nada —contestó el aludido, haciendo una pequeña reverencia. Se encontraban en el patio de columnas típico en las casas élficas, poco antes del amanecer—. Siempre es bueno estar en deuda con Faedel —añadió, mirando a su amigo, que estaba de pie junto a él. Éste comenzó a decir algo, pero la mujer le interrumpió:
—No le quites importancia. Santuario de Piedra, a través de mí, está en deuda contigo —el elfo hizo una nueva reverencia. Dasha se dirigió a Faedel—Nos vamos ya. Quiero llegar cuanto antes y contarle al Maestro lo sucedido con ese misterioso Hermano—frunció el ceño—. No se me ocurre cómo pudo bloquear mi akhra, nunca me había pasado algo parecido.
—Y estoy seguro de que estará encantado de conocer a nuestra pequeña, ¿verdad? —dijo Faedel, dedicándole una de sus encantadoras sonrisas a la niña. Ésta se la devolvió con timidez, pero no dijo nada; apenas había hablado desde el día anterior.
Dasha, sonriente, le revolvió el pelo con suavidad, luego cogió las riendas y picó espuelas. El caballo resopló e inició un suave trote.
—Cuídate —gritó Faedel cuando el animal cruzó el pórtico de la entrada.
—Tú también —le contestó ella, volviéndose a medias, sin detener su montura.
Los dos hombres permanecieron de pie, en silencio, mientras el sol naciente asomaba despacio por el horizonte y Dasha e Ishmel se empequeñecían en la distancia.
—Debe ser una mujer excepcional —comentó finalmente el amigo de Faedel.
—Sin duda, amigo mío —respondió el elfo. —Sin duda.