25/07/2016 07:47 PM
El libro es bastante largo. Así que cuelgo un fragmento, para tomarle al menos el pulso a la opinión del foro sobre lo que escribo. No os cortéis. Cualquier crítica es bienvenida.
Es solo una escena fuera de contexto, pero creo que se puede leer de forma aislada, sin referencias argumentales añadidas.
Varios estandartes blancos, que ostentaban un semental negro y encabritado, asomaron tras las suaves lomas. Una avanzadilla de unos cien jinetes apareció con ellos. Los recién llegados se quedaron sobre las lomas, pero pronto un grupo más osado avanzó hasta los árboles que se alzaban a unas trescientas varas de aquella sección de las murallas, aislados en la planicie que se extendía alrededor de la vasta ciudad. Los defensores de Dhys permanecieron a la expectativa. No pasó mucho tiempo hasta que de las sombras de la arboleda surgió un jinete. Al escuchar las voces, Erdrig subió a las murallas exteriores, donde se habían reunido la guardia y los soldados armados, y se hizo un hueco entre sus compañeros, junto a Cuird. El jinete se acercaba a galope tendido. Aquel hecho no dejaba de ser extraño y nadie se movió. No llevaba bandera blanca y no aparentaba ser un mensajero. El desconocido se detuvo al alcanzar la calzada, a cierta distancia de las puertas. Y arrojó ante ellas un fardo enrojecido. Enseguida volvió grupas y se alejó espoleando furiosamente a su montura, para internarse de nuevo entre los pinos y robles. El bulto rodó sobre la nieve como una pelota de trapo, hasta detenerse a unas cincuenta varas del umbral oeste de Dhys. La ostentosa tela marfil se había desenvuelto y entre sus pliegues asomaba una cabeza cortada.
—¿Quién es? —preguntó Erdrig.
—Por el blasón negro y gualda de ese ropaje, diría que es Yan de Maeen. Uno de los deudos del rey, al cargo de la torre que custodia el paso del río Bewr. A un día de aquí —le respondió Cuird roncamente—. La guerra ya ha empezado.
El capitán, que se hallaba cerca, se volvió hacia el patio.
—¡Tú! ¡Tráela! —le ordenó a uno de los hombres que pasaban por allí—. Después de todo se trata de la cabeza de un conde —gruñó después.
Erdrig se apoyó en la almena, intrigado por lo que podía significar aquella manifiesta provocación. Bajo él, las puertas se abrieron con un gañido prolongado. El soldado, a pie, se dirigió hacia aquella sangrante burla que ponía en entredicho el honor del rey de Kriuh. A medio camino cayó al suelo como un saco. Con una flecha entrándole por el ojo izquierdo y asomando por detrás de la oreja derecha. Por un instante todos se quedaron sin resuello.
—¿Desde dónde disparan? —dijo alguien al fin.
La arboleda, al sudoeste, se erguía muda y quieta.
—¿Desde los árboles? ¡Por todos los dioses! Si son más de doscientas cincuenta varas.
—¡Serán hijos de puta! —masculló el viejo capitán. Tenía el cabello sudoroso y blanco pegado al rostro. Se pasó la mano nerviosamente por la barba cana—. Tres hombres más que salgan a por ella. Con escudos. Y sin bajar la guardia.
Los hombres del patio se miraron entre sí, dudosos.
—¡Vamos, perros! —gritó el veterano soldado, desde lo alto de las murallas—. ¿O es qué esperáis que venga rodando sola? Tras vuestros escudos estaréis seguros.
Tres hombres salieron por las puertas, encogidos tras la recia madera. Ni uno solo consiguió acercarse a su objetivo. De hecho el último de ellos había caído, corriendo desesperado de nuevo hacia los batientes entreabiertos. El capitán estaba completamente sobrepasado por la situación, cuando varios jinetes entraron en el aquel patio de armas. El comandante de los ejércitos del rey Hroan descabalgó. Subió al adarve, envuelto en una gruesa capa de piel de oso. Los hombres se apartaban a su paso. Se detuvo junto a su capitán y contempló el desastre que se extendía ante aquellas puertas de la ciudad.
—Traed los escudos largos. Haremos un muro con ellos que ninguna flecha pueda atravesar.
Los escuderos se apresuraron hacia la armería del patio oeste y no tardaron mucho en volver, cargando una decena de escudos, casi tan altos como un hombre. Los dejaron estrepitosamente en medio de un corro de soldados, que contemplaban la pila de cuero y metal con expresiones ensombrecidas. El comandante de las tropas los observaba desde el adarve.
—Seis hombres fuertes de la guardia que puedan cargarlos con facilidad —. Al advertir la renuencia que flotaba a sus pies, añadió —. Cada uno de ellos recibirá una moneda de oro, al regresar con la cabeza del conde Maeen.
Al escuchar aquello, algunos de los presentes parecieron menos reacios. Varios se adelantaron y tomaron los escudos largos, lentamente, uno por uno. Eran guerreros veteranos y por eso el comandante requería aquel servicio del cuerpo de guardia. Seis formaron un muro de metal, sin apenas el menor resquicio. El comandante los estudió con atención. Nada parecía ser capaz de atravesarlo. Las puertas se abrieron de nuevo y aquella pesada pared de escudos avanzó con desesperante lentitud sobre la nieve encharcada, encarada hacia la arboleda y pisando sin reparos los cuerpos caídos. Por fin se deslizó por encima de la cabeza del conde. Apoyaron los escudos en el suelo, encogidos tras ellos, y uno de los guardias la recogió. Los que observaban desde las murallas rompieron en vítores. Después sus camaradas retrocedieron de espaldas, llevándose su botín con ellos, sudorosos, cargando los pesados hierros. Ninguna flecha se había hecho presente aún. Hasta que, de repente, uno de los guardias tropezó con un cadáver cuando retrocedía. Desequilibró a sus compañeros. El muro de escudos se abrió como la cáscara de un huevo. Dos flechas casi seguidas derribaron a dos hombres. A treinta varas de las puertas, el recio muro se transformó en una desbandada. La cabeza rodó, abandonada a su suerte, entre la nieve roja. Ninguno de los guardias que habían salido de las murallas consiguió atravesarlas de nuevo de vuelta. Fueron cayendo uno tras otro, como monigotes de feria. Heridos en los pies mientras huían, o en los hombros, y rematados en la frente. El último ante los mismos umbrales de Dhys, rozándolos apenas con los dedos. Por aquel entonces ya había una decena de cadáveres desparramados en un sangriento sendero que partía del portón.
El capitán había palidecido, pero el comandante observaba la nieve manchada y pisoteada que se extendía a sus pies, casi como si se tratara de un acertijo. Apoyó los puños enguantados y grandes sobre las almenas blancas de nieve, sin dejar de observar aquel reguero de cuerpos cosidos a flechazos. Sólo un celestial podía alcanzar tal distancia con un arco. Y si lo que aquel bastardo pretendía era que Dhys vomitara todo un ejército por sus puertas, para recuperar aquella cabeza frente a un único arquero del norte, añadiendo así la burla al oprobio, no iba a concedérselo. Si conocía bien a su rey, sabía que no probaría aquel plato con gusto.
—El rey quiere esa cabeza. Diez monedas de oro para el que vaya a buscarla —dijo en voz alta y firme.
Se volvió hacia el patio, donde se habían reunido la mayoría de los defensores a una seña de su capitán. Nadie se había movido. Descendió por las escaleras.
—El rey quiere esa cabeza —repitió imperturbable, cuando llegó abajo.
No añadió más. No intentó justificar el desperdicio de vidas. Las palabras que habían salido de sus labios no necesitaban de más argumentos dentro de aquellos muros. La tarde se acercaba a su fin y parecía que aguardar a la llegada de la noche podía otorgarles alguna ventaja, o al menos eso pensaban los hombres. Pero Hroan quería el despojo de su primo. Y lo quería de inmediato.
—Y la tendrá.
Los ojos grises del comandante recorrieron a los guardias, ataviados de negro entre los soldados, como si los pesara. Y aquella mirada era como el dedo huesudo y blanco de una parca, balanceándose caprichosamente ante ellos. Iba a condenar a muerte a uno de los presentes en el patio y ni el brillo de cien monedas de oro podría enmascarar eso. Los hombres tenían los rostros contraídos, los dientes apretados, pero ninguno despegó los labios para rehusarse o hizo el menor amago de retroceder. El pozo de las jaurías de Hroan era aún peor destino.
El comandante posó su atención en uno de los hombres, de miembros fibrosos, rostro curtido y ojos helados. Se fijó en que le colgaban del cinto dos espadas. Ambas armas estaban perfectamente limpias y las hojas se entreveían por entre las filigranas de las vainas, afiladas, del mejor acero templado de Ressena. Tratadas con tanto mimo como si fuera amantes. Los labios del comandante se contrajeron apenas. Aquel huesudo guardia parecía digno de ser sacrificado por una nimiedad, al capricho de un rey. Que había de verse cumplido a como diera lugar. El tenso cuerpo de Cuird se aflojó de golpe, al comprender de forma inevitable lo que iba a ocurrir.
—Tú, elige a dos hombres para que te acompañen. A caballo. Al menos uno de vosotros debería conseguir volver con ella —le dijo el comandante, con la seguridad de quien sabe bien que sus órdenes no van a ser discutidas.
El guardia se volvió hacia sus compañeros, intentando disimular la rigidez de su expresión, pero no se quebró. Respiró hondo. Ahora era él quien sostenía el hacha del verdugo. Se centró en los rostros que tenía enfrente. En realidad para él sólo eran necesarios dos requisitos. Que se tratara de un consumado jinete, capaz de recoger aquel fardo sin desmontar siquiera, y que él se la tuviera jurada. Al menos se llevaría a la tumba consigo a cualquiera que lo hubiera jodido en el pasado. Una satisfacción insignificante en una situación tan negra, pero una satisfacción al fin y al cabo.
—Odäh.
El hombre grande, de cabellos oscuros y piel blanca y pecosa, a punto estuvo de derrumbarse al escuchar su nombre, pero se contuvo y después de un instante se dirigió con paso un tanto lento hacia los caballos que traían los mozos de cuadra.
El silencio era increíble. Incluso el susurro del viento se arrastraba por los rincones del patio como si fuera el único sonido existente en el mundo entero. Erdrig avanzó un paso. Cuird arrugó el gesto.
—¿Erdrig? —preguntó casi sin darse cuenta.
No era a él a quien había pensado elegir en segundo lugar. Aquel joven que habían traído con las últimas levas, tan pagado de sí mismo y de su espada, realmente le caía como una patada en el estómago, pero nunca lo había visto montar. Y ni siquiera pertenecía a la guardia. Sin embargo una vez pronunciado aquel nombre ya no había vuelta atrás. A Cuird se le escapó un mohín de impaciencia. Se preguntó cuanta codicia latía bajo la piel tersa y morena de aquel muchacho, para lanzarse de cabeza a semejante despropósito.
En seguida se dirigió a los caballos, seguido de Erdrig. Mientras comprobaba las cinchas, se volvió a sus dos camaradas.
—No se trata de hacer filigranas. Ninguna estrategia nos va a servir esta vez. Se trata de correr tan deprisa como conejos, recoger la cabeza del conde sin bajarse del caballo y volver como si nos persiguiera una legión de demonios. Está apenas a treinta varas, así que tenemos una posibilidad. El que llegue primero a la cabeza y la recoja, tendrá ventaja. Los demás deberán cubrirle y proteger sus espaldas durante el regreso a las murallas. ¿Queda claro?
Odäh arrugó apenas el labio superior para dar a entender que lo había comprendido.
—Me parece bien —asintió Erdrig, con sorprendente soltura.
—Como si contara para algo que a ti te parezca bien —gruñó Cuird, sin mirarle. Aún no comprendía que le pasaba a aquel necio por la cabeza. Montó sin añadir más.
La tarde languidecía, cuando las puertas se abrieron al paso de los tres jinetes. Salieron espoleando a sus monturas con saña, enzarzados en una carrera a vida o muerte, para llegar antes que sus compañeros de galopada a los patéticos restos que aguardaban en el frío paraje. El portón se cerró sonoramente tras ellos.
Odäh tomó una ligera ventaja, pero solo para darse antes de bruces con la furia de su enemigo. Cayó del caballo a medio trayecto, sin un gemido, con una flecha atravesándole de lado a lado el cuello. Cuird ya contaba con aquel desenlace y ese era el único motivo de que lo hubiera dejado ir delante. Echado sobre el flanco derecho de su montura, para ocultarse casi por completo a los ojos del arquero, apareció tras su camarada caído. Erdrig le pisaba los talones. Cuird se descolgó hasta rozar el suelo, alcanzó antes la cabeza y la agarró por el cabello. Sin detenerse se cambió de lado con agilidad, mientras hacía girar a su caballo. Al verlo, Erdrig, oculto también tras el cuerpo de su bayo, lo rodeó para pasar tras él. Se cambió rápidamente de estribo y giró para seguirle. Al poco de haber vuelto grupas, su montura se desplomó de repente. Con una flecha enorme clavada en los ijares. El joven salió despedido, a punto de romperse la crisma. Con la velocidad del pensamiento se dijo que los celestiales debían estar ciegos de rabia para matar a los caballos. Nunca había oído que lo hicieran antes intencionadamente. Se acercó a su agonizante montura para recuperar el escudo, con la nariz pegada a la nieve. Cuando lo tuvo en las manos, se giró en la tierra embarrada y lo apretó con fuerza contra su pecho, mientras recuperaba el aliento. Volvió la cabeza. El caballo de Cuird también estaba tendido en la nieve, más cerca de las puertas que de él, en medio de un charco de sangre. Pero no podía ver al jinete.
—¡Vamos a morir por una estupidez! ¿Qué importancia puede tener esta cabeza para su majestad? —gritó Erdrig, para comprobar si aquel desgraciado aún coleaba
—¡Para ese hijo de puta de rey es cuestión de orgullo! —respondió Cuird al cabo de un momento. Su voz se escuchó rota.
—¡Cómo no tiene que venir él a recogerla! —renegó Erdrig.
Se deslizó un poco, para intentar verle, protegiéndose tras el escudo de madera. Sintió el impacto de una flecha, con tanta fuerza, que le dolió el brazo con que lo sostenía. Retrocedió de inmediato. ¡Dioses, ¿con que arcos monstruosos les estaban disparando?! Había visto vagamente a Cuird, tendido tras su caballo, herido de flecha en un pierna y desangrándose como un cerdo. Pero lo que realmente llamó su atención fue la cabeza, liberada de su paño, que había dejado atrás. Erdrig la tenía casi al alcance de la mano. Después el robusto cuerpo de Odäh y algunos hombres más, tendidos sin vida, le ofrecían cierta protección hasta llegar a Cuird.
—¡Deja ya de farfullar, cojones! ¡Qué eres el menos indicado para hablar de estupideces! ¿Qué se supone que estás haciendo aquí cuando yo ni siquiera te señalé? —le recordó Cuird. Gimió al quebrar la flecha que le atravesaba el muslo.
—No creí que fuera a complicarse tanto —gruñó Erdrig—. La mierda esta estaba casi en la puerta.
—¿Qué tienes en la cara en lugar de ojos? ¿Es que no viste lo que les pasó a los que enviaron antes?
Erdrig tomó aliento. Salió de detrás de su estremecido caballo y se arrastró de espaldas, protegiéndose tanto como pudo con el escudo. Deslizó una mano bajo el borde de hierro y, tanteando a ciegas, cogió al fin la cabeza. Una flecha silbó y acabó con la agonía de su montura atravesándole el cráneo. En menos de un instante otra se clavó en su escudo, sacudiéndole todo el cuerpo. Apretó el asidero de cuero con que lo sujetaba, conteniendo a duras penas el impulso de levantarse y salir corriendo. Se forzó a tranquilizarse. Sosteniendo el escudo con su brazo izquierdo y el pelo ensangrentado con la mano derecha se deslizó hacia Cuird. Con su primer movimiento, otra flecha se clavó en la madera que lo protegía, aquella vez con tanto ímpetu que la atravesó. El joven apartó la cara. Había sentido el roce en la mejilla.
—Con esta luz... A tanta distancia. Con tanta fuerza. Tienen que ser ellos los que disparan. Nadie puede tener tan buena puntería desde tan lejos. ¡Se están divirtiendo con nosotros! —maldijo bruscamente.
Ya era la tercera punta de acero que llevaba clavada en el escudo. Desde tan cerca pudo ver una "E" repujada en el metal de la que lo había atravesado. Erren de Pernmar. Así que era él. Se decía que aquel celestial tenía alma de cazador, pero en aquella ocasión había cambiado los animales salvajes por soldados de Hroan.
Alcanzó el cadáver de Odäh y se encogió tras él. De morros con su cara ancha, de ojos abiertos y vidriosos. La lengua ensangrentada le asomaba por la boca. Ahogó un gesto de asco.
El muchacho volvió la cabeza hacia atrás. Hacia las murallas de Dhys. Nunca una distancia de apenas quince varas le había parecido tan larga. Reptando entre cadáveres, alcanzó por fin a Cuird y se deslizó tras su caballo muerto, junto a él. En adelante, ya no quedaban más cuerpos tras los que refugiarse.
—Ya estamos casi en la puerta —jadeó—. ¿Puedes andar?
—¿Tengo pinta de poder hacerlo? —masculló Cuird ásperamente.
Su herida era limpia, pero sangraba mucho. La nieve estaba completamente roja a su alrededor. Cuird había perdido su escudo y solo les quedaba el suyo. Erdrig quebró las flechas que tenía clavadas y se lo dio.
—Cuélgate el escudo a la espalda. La dichosa cabeza también. Y llega a la puerta como puedas. Yo te cubriré.
Los ojos azules y vacuos de Cuird lo miraron como si estuviera ido.
—¿Cómo? ¿Dejándote clavar una flecha en un ojo?
—Diría que si echo a correr hacia la puerta como una gallina descabezada, conseguiré lo mismo, pero en la espalda. Así que lo prefiero de esta manera.
Ya suponía que Cuird no entendería su comportamiento. Levantó la vista hacia el firmamento. Oscurecía.
—Además, está claro que es un celestial el que nos está disparando y según se dice esos seres ven de noche con la misma claridad que ven de día. Así que no vale la pena esperar. Te vas a desangrar para nada.
Cuird no respondió. Si aquel mozo estaba desquiciado, pues mejor para él. Sólo envolvió la cabeza en su propia capa y se la ató a la cintura. Después se colgó el escudo a la espalda. Tras una rápida mirada a Erdrig, salió de la protección que le ofrecía su montura y se arrastró hacia la puerta igual que una lombriz, apretando los dientes, resoplando como el fuelle de una herrería y dejando un rastro de sangre tras él.
Erdrig se levantó, cubriéndole. Estaba rebozado de nieve y tiritaba de frío. O al menos eso quería creer. Por un momento estuvo tentado de arrojarlo todo por la borda, pero empuñó la espada. Su cálido aliento se le escapó entre los labios transformándose en una tibia columna de vaho. Quizá el temblor era en realidad excitación. Nunca se había sometido a sí mismo a una prueba como aquella.
Al otro lado de la planicie, una figura salió de las sombras que yacían entre los troncos y se detuvo a unos pasos. Mirando en su dirección.
Erdrig escuchó el vuelo de la primera flecha antes de verla. Por instinto su espada se movió por si sola y la golpeó, aún sin saber siquiera donde estaba. Cayó sordamente sobre la tierra helada. Presintió la siguiente y se arrojó al suelo para evitarla, sin tiempo de blandir su espada. Los que observaban desde las murallas no daban crédito a lo que veían sus ojos. Cuando Erdrig se incorporaba sobre una rodilla, una tercera saeta rebotó contra la espada que estaba levantando justo ante su pecho. Con tanta fuerza que la hoja lo golpeó al retroceder. Desviada, la punta de acero de la flecha le rasgó la cota de malla, sobre las costillas. Edric sintió el palpitar acelerado de la sangre en sus sienes como si le fuera a estallar la cabeza. Aquella vez había sido pura suerte. Se puso en pie sin atreverse a correr hacia las murallas. Cuird ya casi había llegado al portón. Parecía que Erren de Pernmar se había centrado tan solo en aquella insólita presa que tenía en la mira de su arco y dos soldados se arriesgaron a salir apenas para ayudar al portador de la cabeza, presurosos, parapetados tras sendos escudos largos. Sin embargo era evidente que no irían más lejos por su compañero. Erdrig tomó aire y esperó con la espada en alto. Si salía en estampida hacia la salvación acabaría con una flecha entre ambos omoplatos. Y si se quedaba... Incluso su don tenía un límite. Por una vez sentía los pies pegados al suelo como si fueran de plomo, sin saber qué hacer. Cuando cayó en la cuenta de lo prolongada y peligrosa que había sido aquella indecisión, al mismo tiempo lo fue de que durante todo ese tiempo no había sucedido absolutamente nada. Sorprendido, el joven retrocedió de espaldas, paso a paso, manteniéndose de lado para ofrecer el menor blanco posible y esperando una flecha en cualquier momento... que no llegó. No hubo más disparos. El horizonte permaneció enrojecido y callado, como muerto, tornándose en tinieblas. Erdrig se preguntó por qué demonios Erren de Pernmar había dejado de dispararle. Se detuvo un momento antes de atravesar el portón, escrutando la pálida silueta a lo lejos. Incluso entre sombras desprendía un halo que era como un soplo que le erizaba el vello. Quizá fue un momento demasiado largo. Y recibió una advertencia. Una nueva saeta fue a clavarse en la nieve, entre sus pies. Erdrig comprendió que Erren de Pernmar le ofrecía una oportunidad de escapar. Se deslizó de inmediato por la portezuela entreabierta. Caprichosos celestiales...
Cuando sintió que la puerta se cerraba a su espalda, Erdrig se relajó tanto que tuvo que apoyarse en el muro para no caer. A sus pies, Cuird yacía tendido en el suelo. Su compadre, Gwinegal, le estaba haciendo un apresurado torniquete en el muslo. Se acercaban hombres corriendo desde las almenas, desde donde lo habían observado todo, y antorchas, precediendo al comandante de Hroan. El jinete, arrebujado en su capa de piel, se detuvo frente a ellos, montado en un hermoso semental castaño.
—Bien. Asunto cerrado —dijo con singular desapasionamiento.
—¿Qué hacemos con ella? —le preguntó el capitán, de pie junto a él, contemplando el costoso trofeo que habían traído sus hombres.
El comandante de las tropas miró también un momento el sucio fardo, por el que asomaba la cabeza hinchada, desfigurada por los golpes. Los rizos castaños, emplastados de sangre seca, parecían alambre retorcido.
—Echádsela a los perros.
Cuando Erdrig oyó aquellas palabras sintió que se le encogían las entrañas de rabia. Apretó los dientes. Se irguió y se apartó del muro. Al darse cuenta Gwinegal dejó lo que estaba haciendo y lo aferró del brazo. El joven ni siquiera lo miró, a pesar de sentir los dedos del guardia hundidos en su carne. No podía apartar la mirada de aquel hombre alto y frío. Tantos soldados muertos... ¿para eso?
El comandante Sifgh Avernayen ya había vuelto grupas. Alcanzó lo alto de las murallas y se alejó por el vertiginoso paso de piedra que, de arco en arco, las comunicaba con la lejana ciudadela real, muy por encima de las irregulares techumbres. El levadizo de madera de aquella senda elevada cayó tras él, dejando un ancho vacío.
Mientras lo observaba marcharse con amargura, Erdrig escuchó a Cuird murmurar a su espalda.
—Aun no puedo creer que hayamos salido con vida de esto.
Erdrig ni siquiera se volvió. En realidad para él no resultaba tan sorprendente.
Es solo una escena fuera de contexto, pero creo que se puede leer de forma aislada, sin referencias argumentales añadidas.
Varios estandartes blancos, que ostentaban un semental negro y encabritado, asomaron tras las suaves lomas. Una avanzadilla de unos cien jinetes apareció con ellos. Los recién llegados se quedaron sobre las lomas, pero pronto un grupo más osado avanzó hasta los árboles que se alzaban a unas trescientas varas de aquella sección de las murallas, aislados en la planicie que se extendía alrededor de la vasta ciudad. Los defensores de Dhys permanecieron a la expectativa. No pasó mucho tiempo hasta que de las sombras de la arboleda surgió un jinete. Al escuchar las voces, Erdrig subió a las murallas exteriores, donde se habían reunido la guardia y los soldados armados, y se hizo un hueco entre sus compañeros, junto a Cuird. El jinete se acercaba a galope tendido. Aquel hecho no dejaba de ser extraño y nadie se movió. No llevaba bandera blanca y no aparentaba ser un mensajero. El desconocido se detuvo al alcanzar la calzada, a cierta distancia de las puertas. Y arrojó ante ellas un fardo enrojecido. Enseguida volvió grupas y se alejó espoleando furiosamente a su montura, para internarse de nuevo entre los pinos y robles. El bulto rodó sobre la nieve como una pelota de trapo, hasta detenerse a unas cincuenta varas del umbral oeste de Dhys. La ostentosa tela marfil se había desenvuelto y entre sus pliegues asomaba una cabeza cortada.
—¿Quién es? —preguntó Erdrig.
—Por el blasón negro y gualda de ese ropaje, diría que es Yan de Maeen. Uno de los deudos del rey, al cargo de la torre que custodia el paso del río Bewr. A un día de aquí —le respondió Cuird roncamente—. La guerra ya ha empezado.
El capitán, que se hallaba cerca, se volvió hacia el patio.
—¡Tú! ¡Tráela! —le ordenó a uno de los hombres que pasaban por allí—. Después de todo se trata de la cabeza de un conde —gruñó después.
Erdrig se apoyó en la almena, intrigado por lo que podía significar aquella manifiesta provocación. Bajo él, las puertas se abrieron con un gañido prolongado. El soldado, a pie, se dirigió hacia aquella sangrante burla que ponía en entredicho el honor del rey de Kriuh. A medio camino cayó al suelo como un saco. Con una flecha entrándole por el ojo izquierdo y asomando por detrás de la oreja derecha. Por un instante todos se quedaron sin resuello.
—¿Desde dónde disparan? —dijo alguien al fin.
La arboleda, al sudoeste, se erguía muda y quieta.
—¿Desde los árboles? ¡Por todos los dioses! Si son más de doscientas cincuenta varas.
—¡Serán hijos de puta! —masculló el viejo capitán. Tenía el cabello sudoroso y blanco pegado al rostro. Se pasó la mano nerviosamente por la barba cana—. Tres hombres más que salgan a por ella. Con escudos. Y sin bajar la guardia.
Los hombres del patio se miraron entre sí, dudosos.
—¡Vamos, perros! —gritó el veterano soldado, desde lo alto de las murallas—. ¿O es qué esperáis que venga rodando sola? Tras vuestros escudos estaréis seguros.
Tres hombres salieron por las puertas, encogidos tras la recia madera. Ni uno solo consiguió acercarse a su objetivo. De hecho el último de ellos había caído, corriendo desesperado de nuevo hacia los batientes entreabiertos. El capitán estaba completamente sobrepasado por la situación, cuando varios jinetes entraron en el aquel patio de armas. El comandante de los ejércitos del rey Hroan descabalgó. Subió al adarve, envuelto en una gruesa capa de piel de oso. Los hombres se apartaban a su paso. Se detuvo junto a su capitán y contempló el desastre que se extendía ante aquellas puertas de la ciudad.
—Traed los escudos largos. Haremos un muro con ellos que ninguna flecha pueda atravesar.
Los escuderos se apresuraron hacia la armería del patio oeste y no tardaron mucho en volver, cargando una decena de escudos, casi tan altos como un hombre. Los dejaron estrepitosamente en medio de un corro de soldados, que contemplaban la pila de cuero y metal con expresiones ensombrecidas. El comandante de las tropas los observaba desde el adarve.
—Seis hombres fuertes de la guardia que puedan cargarlos con facilidad —. Al advertir la renuencia que flotaba a sus pies, añadió —. Cada uno de ellos recibirá una moneda de oro, al regresar con la cabeza del conde Maeen.
Al escuchar aquello, algunos de los presentes parecieron menos reacios. Varios se adelantaron y tomaron los escudos largos, lentamente, uno por uno. Eran guerreros veteranos y por eso el comandante requería aquel servicio del cuerpo de guardia. Seis formaron un muro de metal, sin apenas el menor resquicio. El comandante los estudió con atención. Nada parecía ser capaz de atravesarlo. Las puertas se abrieron de nuevo y aquella pesada pared de escudos avanzó con desesperante lentitud sobre la nieve encharcada, encarada hacia la arboleda y pisando sin reparos los cuerpos caídos. Por fin se deslizó por encima de la cabeza del conde. Apoyaron los escudos en el suelo, encogidos tras ellos, y uno de los guardias la recogió. Los que observaban desde las murallas rompieron en vítores. Después sus camaradas retrocedieron de espaldas, llevándose su botín con ellos, sudorosos, cargando los pesados hierros. Ninguna flecha se había hecho presente aún. Hasta que, de repente, uno de los guardias tropezó con un cadáver cuando retrocedía. Desequilibró a sus compañeros. El muro de escudos se abrió como la cáscara de un huevo. Dos flechas casi seguidas derribaron a dos hombres. A treinta varas de las puertas, el recio muro se transformó en una desbandada. La cabeza rodó, abandonada a su suerte, entre la nieve roja. Ninguno de los guardias que habían salido de las murallas consiguió atravesarlas de nuevo de vuelta. Fueron cayendo uno tras otro, como monigotes de feria. Heridos en los pies mientras huían, o en los hombros, y rematados en la frente. El último ante los mismos umbrales de Dhys, rozándolos apenas con los dedos. Por aquel entonces ya había una decena de cadáveres desparramados en un sangriento sendero que partía del portón.
El capitán había palidecido, pero el comandante observaba la nieve manchada y pisoteada que se extendía a sus pies, casi como si se tratara de un acertijo. Apoyó los puños enguantados y grandes sobre las almenas blancas de nieve, sin dejar de observar aquel reguero de cuerpos cosidos a flechazos. Sólo un celestial podía alcanzar tal distancia con un arco. Y si lo que aquel bastardo pretendía era que Dhys vomitara todo un ejército por sus puertas, para recuperar aquella cabeza frente a un único arquero del norte, añadiendo así la burla al oprobio, no iba a concedérselo. Si conocía bien a su rey, sabía que no probaría aquel plato con gusto.
—El rey quiere esa cabeza. Diez monedas de oro para el que vaya a buscarla —dijo en voz alta y firme.
Se volvió hacia el patio, donde se habían reunido la mayoría de los defensores a una seña de su capitán. Nadie se había movido. Descendió por las escaleras.
—El rey quiere esa cabeza —repitió imperturbable, cuando llegó abajo.
No añadió más. No intentó justificar el desperdicio de vidas. Las palabras que habían salido de sus labios no necesitaban de más argumentos dentro de aquellos muros. La tarde se acercaba a su fin y parecía que aguardar a la llegada de la noche podía otorgarles alguna ventaja, o al menos eso pensaban los hombres. Pero Hroan quería el despojo de su primo. Y lo quería de inmediato.
—Y la tendrá.
Los ojos grises del comandante recorrieron a los guardias, ataviados de negro entre los soldados, como si los pesara. Y aquella mirada era como el dedo huesudo y blanco de una parca, balanceándose caprichosamente ante ellos. Iba a condenar a muerte a uno de los presentes en el patio y ni el brillo de cien monedas de oro podría enmascarar eso. Los hombres tenían los rostros contraídos, los dientes apretados, pero ninguno despegó los labios para rehusarse o hizo el menor amago de retroceder. El pozo de las jaurías de Hroan era aún peor destino.
El comandante posó su atención en uno de los hombres, de miembros fibrosos, rostro curtido y ojos helados. Se fijó en que le colgaban del cinto dos espadas. Ambas armas estaban perfectamente limpias y las hojas se entreveían por entre las filigranas de las vainas, afiladas, del mejor acero templado de Ressena. Tratadas con tanto mimo como si fuera amantes. Los labios del comandante se contrajeron apenas. Aquel huesudo guardia parecía digno de ser sacrificado por una nimiedad, al capricho de un rey. Que había de verse cumplido a como diera lugar. El tenso cuerpo de Cuird se aflojó de golpe, al comprender de forma inevitable lo que iba a ocurrir.
—Tú, elige a dos hombres para que te acompañen. A caballo. Al menos uno de vosotros debería conseguir volver con ella —le dijo el comandante, con la seguridad de quien sabe bien que sus órdenes no van a ser discutidas.
El guardia se volvió hacia sus compañeros, intentando disimular la rigidez de su expresión, pero no se quebró. Respiró hondo. Ahora era él quien sostenía el hacha del verdugo. Se centró en los rostros que tenía enfrente. En realidad para él sólo eran necesarios dos requisitos. Que se tratara de un consumado jinete, capaz de recoger aquel fardo sin desmontar siquiera, y que él se la tuviera jurada. Al menos se llevaría a la tumba consigo a cualquiera que lo hubiera jodido en el pasado. Una satisfacción insignificante en una situación tan negra, pero una satisfacción al fin y al cabo.
—Odäh.
El hombre grande, de cabellos oscuros y piel blanca y pecosa, a punto estuvo de derrumbarse al escuchar su nombre, pero se contuvo y después de un instante se dirigió con paso un tanto lento hacia los caballos que traían los mozos de cuadra.
El silencio era increíble. Incluso el susurro del viento se arrastraba por los rincones del patio como si fuera el único sonido existente en el mundo entero. Erdrig avanzó un paso. Cuird arrugó el gesto.
—¿Erdrig? —preguntó casi sin darse cuenta.
No era a él a quien había pensado elegir en segundo lugar. Aquel joven que habían traído con las últimas levas, tan pagado de sí mismo y de su espada, realmente le caía como una patada en el estómago, pero nunca lo había visto montar. Y ni siquiera pertenecía a la guardia. Sin embargo una vez pronunciado aquel nombre ya no había vuelta atrás. A Cuird se le escapó un mohín de impaciencia. Se preguntó cuanta codicia latía bajo la piel tersa y morena de aquel muchacho, para lanzarse de cabeza a semejante despropósito.
En seguida se dirigió a los caballos, seguido de Erdrig. Mientras comprobaba las cinchas, se volvió a sus dos camaradas.
—No se trata de hacer filigranas. Ninguna estrategia nos va a servir esta vez. Se trata de correr tan deprisa como conejos, recoger la cabeza del conde sin bajarse del caballo y volver como si nos persiguiera una legión de demonios. Está apenas a treinta varas, así que tenemos una posibilidad. El que llegue primero a la cabeza y la recoja, tendrá ventaja. Los demás deberán cubrirle y proteger sus espaldas durante el regreso a las murallas. ¿Queda claro?
Odäh arrugó apenas el labio superior para dar a entender que lo había comprendido.
—Me parece bien —asintió Erdrig, con sorprendente soltura.
—Como si contara para algo que a ti te parezca bien —gruñó Cuird, sin mirarle. Aún no comprendía que le pasaba a aquel necio por la cabeza. Montó sin añadir más.
La tarde languidecía, cuando las puertas se abrieron al paso de los tres jinetes. Salieron espoleando a sus monturas con saña, enzarzados en una carrera a vida o muerte, para llegar antes que sus compañeros de galopada a los patéticos restos que aguardaban en el frío paraje. El portón se cerró sonoramente tras ellos.
Odäh tomó una ligera ventaja, pero solo para darse antes de bruces con la furia de su enemigo. Cayó del caballo a medio trayecto, sin un gemido, con una flecha atravesándole de lado a lado el cuello. Cuird ya contaba con aquel desenlace y ese era el único motivo de que lo hubiera dejado ir delante. Echado sobre el flanco derecho de su montura, para ocultarse casi por completo a los ojos del arquero, apareció tras su camarada caído. Erdrig le pisaba los talones. Cuird se descolgó hasta rozar el suelo, alcanzó antes la cabeza y la agarró por el cabello. Sin detenerse se cambió de lado con agilidad, mientras hacía girar a su caballo. Al verlo, Erdrig, oculto también tras el cuerpo de su bayo, lo rodeó para pasar tras él. Se cambió rápidamente de estribo y giró para seguirle. Al poco de haber vuelto grupas, su montura se desplomó de repente. Con una flecha enorme clavada en los ijares. El joven salió despedido, a punto de romperse la crisma. Con la velocidad del pensamiento se dijo que los celestiales debían estar ciegos de rabia para matar a los caballos. Nunca había oído que lo hicieran antes intencionadamente. Se acercó a su agonizante montura para recuperar el escudo, con la nariz pegada a la nieve. Cuando lo tuvo en las manos, se giró en la tierra embarrada y lo apretó con fuerza contra su pecho, mientras recuperaba el aliento. Volvió la cabeza. El caballo de Cuird también estaba tendido en la nieve, más cerca de las puertas que de él, en medio de un charco de sangre. Pero no podía ver al jinete.
—¡Vamos a morir por una estupidez! ¿Qué importancia puede tener esta cabeza para su majestad? —gritó Erdrig, para comprobar si aquel desgraciado aún coleaba
—¡Para ese hijo de puta de rey es cuestión de orgullo! —respondió Cuird al cabo de un momento. Su voz se escuchó rota.
—¡Cómo no tiene que venir él a recogerla! —renegó Erdrig.
Se deslizó un poco, para intentar verle, protegiéndose tras el escudo de madera. Sintió el impacto de una flecha, con tanta fuerza, que le dolió el brazo con que lo sostenía. Retrocedió de inmediato. ¡Dioses, ¿con que arcos monstruosos les estaban disparando?! Había visto vagamente a Cuird, tendido tras su caballo, herido de flecha en un pierna y desangrándose como un cerdo. Pero lo que realmente llamó su atención fue la cabeza, liberada de su paño, que había dejado atrás. Erdrig la tenía casi al alcance de la mano. Después el robusto cuerpo de Odäh y algunos hombres más, tendidos sin vida, le ofrecían cierta protección hasta llegar a Cuird.
—¡Deja ya de farfullar, cojones! ¡Qué eres el menos indicado para hablar de estupideces! ¿Qué se supone que estás haciendo aquí cuando yo ni siquiera te señalé? —le recordó Cuird. Gimió al quebrar la flecha que le atravesaba el muslo.
—No creí que fuera a complicarse tanto —gruñó Erdrig—. La mierda esta estaba casi en la puerta.
—¿Qué tienes en la cara en lugar de ojos? ¿Es que no viste lo que les pasó a los que enviaron antes?
Erdrig tomó aliento. Salió de detrás de su estremecido caballo y se arrastró de espaldas, protegiéndose tanto como pudo con el escudo. Deslizó una mano bajo el borde de hierro y, tanteando a ciegas, cogió al fin la cabeza. Una flecha silbó y acabó con la agonía de su montura atravesándole el cráneo. En menos de un instante otra se clavó en su escudo, sacudiéndole todo el cuerpo. Apretó el asidero de cuero con que lo sujetaba, conteniendo a duras penas el impulso de levantarse y salir corriendo. Se forzó a tranquilizarse. Sosteniendo el escudo con su brazo izquierdo y el pelo ensangrentado con la mano derecha se deslizó hacia Cuird. Con su primer movimiento, otra flecha se clavó en la madera que lo protegía, aquella vez con tanto ímpetu que la atravesó. El joven apartó la cara. Había sentido el roce en la mejilla.
—Con esta luz... A tanta distancia. Con tanta fuerza. Tienen que ser ellos los que disparan. Nadie puede tener tan buena puntería desde tan lejos. ¡Se están divirtiendo con nosotros! —maldijo bruscamente.
Ya era la tercera punta de acero que llevaba clavada en el escudo. Desde tan cerca pudo ver una "E" repujada en el metal de la que lo había atravesado. Erren de Pernmar. Así que era él. Se decía que aquel celestial tenía alma de cazador, pero en aquella ocasión había cambiado los animales salvajes por soldados de Hroan.
Alcanzó el cadáver de Odäh y se encogió tras él. De morros con su cara ancha, de ojos abiertos y vidriosos. La lengua ensangrentada le asomaba por la boca. Ahogó un gesto de asco.
El muchacho volvió la cabeza hacia atrás. Hacia las murallas de Dhys. Nunca una distancia de apenas quince varas le había parecido tan larga. Reptando entre cadáveres, alcanzó por fin a Cuird y se deslizó tras su caballo muerto, junto a él. En adelante, ya no quedaban más cuerpos tras los que refugiarse.
—Ya estamos casi en la puerta —jadeó—. ¿Puedes andar?
—¿Tengo pinta de poder hacerlo? —masculló Cuird ásperamente.
Su herida era limpia, pero sangraba mucho. La nieve estaba completamente roja a su alrededor. Cuird había perdido su escudo y solo les quedaba el suyo. Erdrig quebró las flechas que tenía clavadas y se lo dio.
—Cuélgate el escudo a la espalda. La dichosa cabeza también. Y llega a la puerta como puedas. Yo te cubriré.
Los ojos azules y vacuos de Cuird lo miraron como si estuviera ido.
—¿Cómo? ¿Dejándote clavar una flecha en un ojo?
—Diría que si echo a correr hacia la puerta como una gallina descabezada, conseguiré lo mismo, pero en la espalda. Así que lo prefiero de esta manera.
Ya suponía que Cuird no entendería su comportamiento. Levantó la vista hacia el firmamento. Oscurecía.
—Además, está claro que es un celestial el que nos está disparando y según se dice esos seres ven de noche con la misma claridad que ven de día. Así que no vale la pena esperar. Te vas a desangrar para nada.
Cuird no respondió. Si aquel mozo estaba desquiciado, pues mejor para él. Sólo envolvió la cabeza en su propia capa y se la ató a la cintura. Después se colgó el escudo a la espalda. Tras una rápida mirada a Erdrig, salió de la protección que le ofrecía su montura y se arrastró hacia la puerta igual que una lombriz, apretando los dientes, resoplando como el fuelle de una herrería y dejando un rastro de sangre tras él.
Erdrig se levantó, cubriéndole. Estaba rebozado de nieve y tiritaba de frío. O al menos eso quería creer. Por un momento estuvo tentado de arrojarlo todo por la borda, pero empuñó la espada. Su cálido aliento se le escapó entre los labios transformándose en una tibia columna de vaho. Quizá el temblor era en realidad excitación. Nunca se había sometido a sí mismo a una prueba como aquella.
Al otro lado de la planicie, una figura salió de las sombras que yacían entre los troncos y se detuvo a unos pasos. Mirando en su dirección.
Erdrig escuchó el vuelo de la primera flecha antes de verla. Por instinto su espada se movió por si sola y la golpeó, aún sin saber siquiera donde estaba. Cayó sordamente sobre la tierra helada. Presintió la siguiente y se arrojó al suelo para evitarla, sin tiempo de blandir su espada. Los que observaban desde las murallas no daban crédito a lo que veían sus ojos. Cuando Erdrig se incorporaba sobre una rodilla, una tercera saeta rebotó contra la espada que estaba levantando justo ante su pecho. Con tanta fuerza que la hoja lo golpeó al retroceder. Desviada, la punta de acero de la flecha le rasgó la cota de malla, sobre las costillas. Edric sintió el palpitar acelerado de la sangre en sus sienes como si le fuera a estallar la cabeza. Aquella vez había sido pura suerte. Se puso en pie sin atreverse a correr hacia las murallas. Cuird ya casi había llegado al portón. Parecía que Erren de Pernmar se había centrado tan solo en aquella insólita presa que tenía en la mira de su arco y dos soldados se arriesgaron a salir apenas para ayudar al portador de la cabeza, presurosos, parapetados tras sendos escudos largos. Sin embargo era evidente que no irían más lejos por su compañero. Erdrig tomó aire y esperó con la espada en alto. Si salía en estampida hacia la salvación acabaría con una flecha entre ambos omoplatos. Y si se quedaba... Incluso su don tenía un límite. Por una vez sentía los pies pegados al suelo como si fueran de plomo, sin saber qué hacer. Cuando cayó en la cuenta de lo prolongada y peligrosa que había sido aquella indecisión, al mismo tiempo lo fue de que durante todo ese tiempo no había sucedido absolutamente nada. Sorprendido, el joven retrocedió de espaldas, paso a paso, manteniéndose de lado para ofrecer el menor blanco posible y esperando una flecha en cualquier momento... que no llegó. No hubo más disparos. El horizonte permaneció enrojecido y callado, como muerto, tornándose en tinieblas. Erdrig se preguntó por qué demonios Erren de Pernmar había dejado de dispararle. Se detuvo un momento antes de atravesar el portón, escrutando la pálida silueta a lo lejos. Incluso entre sombras desprendía un halo que era como un soplo que le erizaba el vello. Quizá fue un momento demasiado largo. Y recibió una advertencia. Una nueva saeta fue a clavarse en la nieve, entre sus pies. Erdrig comprendió que Erren de Pernmar le ofrecía una oportunidad de escapar. Se deslizó de inmediato por la portezuela entreabierta. Caprichosos celestiales...
Cuando sintió que la puerta se cerraba a su espalda, Erdrig se relajó tanto que tuvo que apoyarse en el muro para no caer. A sus pies, Cuird yacía tendido en el suelo. Su compadre, Gwinegal, le estaba haciendo un apresurado torniquete en el muslo. Se acercaban hombres corriendo desde las almenas, desde donde lo habían observado todo, y antorchas, precediendo al comandante de Hroan. El jinete, arrebujado en su capa de piel, se detuvo frente a ellos, montado en un hermoso semental castaño.
—Bien. Asunto cerrado —dijo con singular desapasionamiento.
—¿Qué hacemos con ella? —le preguntó el capitán, de pie junto a él, contemplando el costoso trofeo que habían traído sus hombres.
El comandante de las tropas miró también un momento el sucio fardo, por el que asomaba la cabeza hinchada, desfigurada por los golpes. Los rizos castaños, emplastados de sangre seca, parecían alambre retorcido.
—Echádsela a los perros.
Cuando Erdrig oyó aquellas palabras sintió que se le encogían las entrañas de rabia. Apretó los dientes. Se irguió y se apartó del muro. Al darse cuenta Gwinegal dejó lo que estaba haciendo y lo aferró del brazo. El joven ni siquiera lo miró, a pesar de sentir los dedos del guardia hundidos en su carne. No podía apartar la mirada de aquel hombre alto y frío. Tantos soldados muertos... ¿para eso?
El comandante Sifgh Avernayen ya había vuelto grupas. Alcanzó lo alto de las murallas y se alejó por el vertiginoso paso de piedra que, de arco en arco, las comunicaba con la lejana ciudadela real, muy por encima de las irregulares techumbres. El levadizo de madera de aquella senda elevada cayó tras él, dejando un ancho vacío.
Mientras lo observaba marcharse con amargura, Erdrig escuchó a Cuird murmurar a su espalda.
—Aun no puedo creer que hayamos salido con vida de esto.
Erdrig ni siquiera se volvió. En realidad para él no resultaba tan sorprendente.