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Full Version: [Fantasía] El Imperio de la Luz
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¡Muy buenas!

Os dejaré aquí unos capítulos de la novela que estoy escribiendo en Wattpad, a ritmo de un capítulo a la semana (publicación semanal). Obviamente, cuenta con errores ya que a todas luces ésto es un primer manuscrito, o puede que ni llegue a eso. No obstante, es legible y se puede disfrutar.

Os dejo aquí el enlace a la plataforma: https://www.wattpad.com/story/79153725-e...-de-la-luz

Trataré de no abandonar este tema, aunque para seguir al día las nuevas publicaciones les rogaría que fueran a Wattpad Smile

Sin más dilación, espero que lo disfruten:


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I.

A vista de pájaro, Lublín se asemeja a un animal orgulloso, de cuyas fauces brotan sendos colmillos de hormigón, acero y vidrio. Una criatura fuerte, audaz y triunfadora que pese a la adversidad aún se alza con el pecho henchido de satisfacción, engalanada de rojos pendones marcados con la cruz de la nación.

Allá abajo, los ciudadanos, más pequeños que hormigas, se congregan con escándalo a ambos flancos del Paseo de la Victoria —avenida que atraviesa el Distrito Central de un extremo a otro—, agitando banderas y haciendo sonar silbatos. Las bandas de música de la escuela militar marchan al son de la percusión, tocando por turnos, pero siempre con renovado júbilo, el himno patrio. Entre pausas, el clamor popular asciende en forma de murmullo mientras el paisaje brinda una hermosa panorámica: con la Torre de Hierro al fondo, a orillas del río Rena, cuyo vértice emite brazos de fulgurante electricidad que latiguean el aire sin pausa.

Una imagen idílica. O así lo cuenta el locutor de radio encargado de retransmitir el acontecimiento, informando en primicia desde el dirigible que surca el cielo de la capital en el día que se conmemora el vigésimo segundo aniversario del triunfo en las urnas del Partido Nacional de Austrasia, y por supuesto, del gran adalid del orden y guía del pueblo, el Líder Adalber Efrén.

—Así que, amigos, reitero por séptima vez, y jamás me cansaré de repetirlo: este es un día de agradecimiento —bramó el aparato—. Agradecer que vivimos gracias al sacrificio de un gran hombre que siempre, pero sobre todo hoy, es uno con el pueblo. ¡Admiren el ejercicio de humildad! Mírenlo sonreír ampliamente y regalar su saludo a todos los presentes. ¡Ese es el talante de nuestro Líder! Y como no, también tenemos elogios para su fiel Gabinete, todos alineados a su espalda con el puño sobre el pecho; todos hombres de Estado, cuya vocación de servicio público ha hecho posible que hoy sigamos haciendo historia. ¡Viva Efrén, viva Efrén, viva Efre-...

Se cortó la emisión. El discurso eufórico del locutor fue reemplazado por una incómoda estática, que a los pocos segundos simplemente dejó de existir.

—Oh, mierda. ¿Qué has hecho ahora?

—¿Me tomas el pelo? No hice nada, imbécil. —Acto seguido le propinó un puñetazo al aparato.— Es esta puta radio, que viene y va.

Las bombillas comenzaron a titilar.

—Fantástico. Nos hemos quedado sin energía otra vez —se quejó el primero—. Anda, arranca el generador. No, no me mires con esa cara: soy tu invitado y tú mi anfitrión. Así que mueve el culo.

—Maldito gilipollas venido a menos. Ahora entiendo que no te quieran ni en tu casa.

Pero la única respuesta que recibió fue ver cómo el tipo remataba una de sus botellas de vino y levantaba la copa a modo de brindis, mostrándole una sonrisa triunfal. Suspiró y negó cabizbajo; acto seguido siguió subiendo peldaños, la madera crujió bajo sus pies.

—En fin —gritó desde la trastienda, en el piso de arriba; se le oía trastear con varios cachivaches—. Los suburbios son un inmenso agujero de mierda lleno de ratas y escoria. Fíjate si les importamos poco, que ni los pilas pisan por aquí. Igual que si fuera tierra de nadie. Y así vamos, don Enric, así vamos...

—Deja de llamarme don Enric, moreno —devolvió el otro—. Y si tanto te molesta lidiar con los analfabetos de los suburbios, cómprate un ático en el Distrito Comercial.

—¿Y tener que enseñar la identificación a un idiota con uniforme hasta para mear? ¡Ni hablar! —terció—. Yo me quedo aquí, y si los pilas no ponen un pie, pues mejor. Más tranquilos todos. Y ya si sacan de los suburbios a esa banda de pimpollos que se pasea por aquí con el brazalete del Partido en el brazo, como si se creyeran importantes, los muy subnormales, me ahorrarían más de un lío con los peces gordos...

Su voz se convirtió en un murmullo inaudible, aunque seguía con la verborrea. Enric dejó oxigenar el vino de su copa, consciente de que su compañero se encontraba en el patio alimentando el generador. Pasó casi un minuto hasta que regresara a la trastienda y, por lo tanto, volviera a oír todo lo que decía. Mientras eso ocurría, las bombillas destellaron varias veces hasta brillar en su plenitud.

—¡Y siempre diré que lo mejor del Partido son los dibujos del Ciudadano! Sí, ya sé que son propaganda, pero no puedo evitarlo. ¿Viste el del león en el pajar...?

—Gus —lo cortó—, ¿te conté alguna vez que yo escribí el personaje del Ciudadano?

—¿Que tú inventaste al Ciudadano? ¿Ese dibujito del rubiales con el mono del Partido? —Enric asintió, solemne. Pero Gus le devolvió una sonora carcajada.— ¡Tú qué vas a inventar, fantasma!

Enric, que estaba bebiendo de su copa, se atragantó de tal forma que hasta sus narices se convirtieron en una fuente de tinto espumoso. Tosió apartando la copa a un lado, y aunque lo intentó, nada pudo hacer para evitar mancharse el raído chalequillo que vestía sobre la camisa blanca.

—¡Serás imbécil! —dijo entre toses.

Gus se retorció entre carcajadas. Su cuerpo era un muñeco sin fuerzas apoyado sobre la barandilla de la escalera, y cuando conseguía reunir un atisbo de fortaleza, lo malgastaba en respirar hondo, limpiarse la lagrimilla y señalar al humillado Enric, que trataba de limpiar la prenda con la mayor dignidad posible. Luego volvía a arrancar a reír. Repitieron ese ciclo hasta que fueron interrumpidos.

—Seréis brutos. Se os oye desde la esquina.

—¡Marga! —exclamó Gus.

A pesar de que Gus se encontrara tres escalones por debajo de la recién llegada, ambos podían mirarse a la cara de frente. Marga le tendió la mano con una sonrisa, Gus la estrechó con ambas y ésta se hizo ridículamente pequeña entre sus manos negras. Luego intercambiaron un par de elogios y comentaron con desenfado lo mucho que había crecido y lo guapa que estaba Amelia, la hija de Gus, quien la recibió y le dio la bienvenida.

—Y tú, ¿no es demasiado temprano para que estés así? —Marga señaló las manchas de vino en el chalequillo de Enric.

—Sabes que siempre me esfuerzo al máximo —movió las manos en un alarde de notoriedad, el vino agitándose de un lado a otro en el interior de la copa—. Me alegra volver a verte, Marga.

—A mí también, intelectual de pacotilla. —Fingió duda y corrigió—: Quiero decir, don Enric.

Enric negó cabizbajo, hundiendo la cara en la mano derecha.

—Estáis todos en mi contra —dijo al fin.

—Bueno, Marga. —Gus bajó del último escalón al suelo, levantando una pequeña nube de polvo.— Bienvenida a mi humilde bodega. Sé que no es muy grande, pero sin duda es acogedora. Ahora siéntate y sírvete cuanto desees.

—¿Ha llegado alguien más? —preguntó Marga.

—No. Fuiste la primera si asumimos que este jodido crápula vive aquí. —Gus señaló a Enric con el mentón.

—Sigue así y me iré a entregar mi escaso capital a otro desaprensivo tabernero. —Enric lo apuntó con el índice, mirándolo con ojos entornados.

Gus y Marga aprobaron su comentario con una sonrisa.

Toc, toc. La puerta se abrió dando paso a un hombre de gran envergadura, extremadamente risueño en apariencia. Aguardó unos segundos allí, quieto y con los brazos cruzados sobre su amplia barriga, esperando reacciones. Cuando lo descubrieron, todos vitorearon su presencia. Respondió abriendo los brazos y asintiendo con cara de circunstancia.

—¡Antuán! Pasa y siéntate, hombre —lo recibió Gus.

—¿Qué hay? —saludó escuetamente, centrando su atención en bajar aquellas condenadas escaleras.

—Ya ve usted, fidelizando costumbres y vicios insanos —respondió Enric, devolviéndole la sonrisa al recién llegado.

—¡Me alegra verte, maldito canalla! —Antuán aplastó el hombro de Enric en un efusivo saludo.— No supe nada de ti en los últimos nueve meses, ¿por qué no respondiste a mis cartas? Te hacía muerto, devorado por esa rata tuya a la que llamas mascota.

Enric arrugó el gesto tras el golpe. Gus y Marga sonrieron levemente.

—¿Te refieres a Calcetín Tercero? Desapareció hace tiempo, ahora me acompaña Calcetín Quinto; el número cuatro nunca me cayó en gracia. —Marga giró la cabeza, ensombrecida la mirada.— Oh, no. Calcetín Quinto no está aquí, Marga, al menos no literalmente…

—Si se me acerca —comenzó en voz queda, enfatizando todas y cada una de las palabras—, la mataré. Aún no tengo ni idea cómo, pero lo haré.

—¡Vamos, si es un amor!

Enric y Marga debatieron intensamente sobre los puntos a favor y en contra de poseer una rata como mascota. Enric alegaba a la inteligencia y la lealtad de los pequeños animalitos. Marga, en cambio, esgrimía argumentos basados en malas experiencias de la infancia. El diálogo perdió ante la intransigencia, y a nadie le extrañó un ápice.

—Cuenta, Antuán. ¿Dónde está el canalla de Albert? —preguntó Gus, apoyando los brazos en el respaldo de la silla.

—Murió hace tres meses. Tuberculosis. —Antuán negó, solemne.— Cada vez somos menos. Por cierto, ¿qué sabéis de Anne?

—No vendrá —sentenció Marga—. Ahora es funcionaria del Partido, aunque vete tú a saber a qué Ministerio fue asignada. Por mucho que desee estar aquí presente, sería una total y absoluta locura asistir a una reunión de maleantes y disidentes en los suburbios de Lublín.

Se hizo un silencio incómodo. En ese instante fueron plenamente conscientes de lo que hacían allí, en el sótano de un bar a las afueras de la capital, y lo que conmemoraban año tras año: la muerte de la Libertad, veintidós años atrás; añadido al deseo —fantasía, más bien— de que el Estado controlado minuciosamente por el Partido Nacional de Austrasia se derrumbase sin dejar rastro en los anales de la historia. Todos sintieron un profundo temor a las represalias, que por suerte no duró mucho.

Porque la puerta se abrió violentamente.

Un hombre cruzó el umbral, su cabello ondulado se agitó y sus gafitas de lentes circulares cayeron presa del ajetreo sobre la punta de la nariz. Se apoyó en la barandilla, atusándose unos mechones rebeldes. Y aunque su respiración fuera nerviosa, se esforzó por dirigirse al grupo con voz queda.

—Encended la radio.

Todos intercambiaron miradas, atónitos.

—¿Qué ha pasado, André? —preguntó Gus.

—Encended la radio —insistió.

Gus tragó saliva y obedeció.

—...El atentado durante el desfile en el Día del Orgullo Patrio se ha registrado a las once cuarenta y cinco aproximadamente. Se cuenta al menos una decena de heridos; el Líder Adalber Efrén, objetivo aparente del atentado, se encuentra ileso. Nadie reivindicó la autoría del ataque, pero en el Ministerio de Seguridad atribuye el golpe a una célula terrorista de origen desconocido. Se ruega a todos los ciudadanos que regresen inmediatamente a su hogar, se establece el toque de queda. Esta agresión no quedará impune, ¡gloria a Austrasia!

Gus apagó la radio al finalizar el comunicado. Durante las horas siguientes, la cadena sólo emitió el Himno Nacional de Austrasia en bucle.
¡Os dejo por aquí el segundo capítulo!


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El extraño afiló la mirada y estudió la situación en el exterior a través de una rendija en la persiana. Un cigarrillo pendía de sus labios, su boca emanaba humo. La luz del atardecer aturdió sus ojos cansados y reveló siluetas sinuosas en el aire viciado de la habitación. Allí abajo, los agentes de la Policía del Orden —siempre uniformados de verde— seguían montando guardia. El extraño se apartó de la persiana y caminó de un extremo a otro, consultando su reloj de pulsera.

—Son más de las cinco... —miró a su compañero, un joven escuálido de piel nívea, sentado en una silla con los pies en alto.

—Relájate, Pascal. Podemos pasar aquí la noche...

—No, Guillem. —Lo cortó de inmediato.— No podemos, es demasiado peligroso. Saldremos al anochecer y rezaremos para que la puta que nos parió nos dé vía libre.

—Entonces sólo quedan treinta minutos. Aunque —dudó Guillem— quizás deberíamos tomar el mismo camino que usamos para llegar.

—¿Tú estás loco? —Le reprendió exaltado, tratando de no levantar la voz.— ¿Has perdido la cabeza?

Y efectivamente, debía estar como una regadera para sugerir semejante locura. Pascal habría firmado con sangre, de ser necesario, que la red de alcantarillado bajo el Distrito Central, era en este momento el lugar más inseguro de toda la ciudad. Sobre todo después de que un par de cuerdos desequilibrados dinamitaran el conducto bajo el glorioso Arco del Triunfo, construido una década atrás para conmemorar la victoria militar de Austrasia sobre sus países vecinos, causando la demolición del monumento histórico y, al mismo tiempo, del emblema del Partido.

Además, que dos desaprensivos abandonaran sesenta kilos de pólvora prensada —repartida en tres cargas de veinte kilos cada una— junto al reloj de bolsillo que la haría detonar a las doce menos cuarto del mediodía, bajo los pies del mismísimo Adalber Efrén en el Día del Orgullo Patrio, seguro que los tenía muy cabreados.

No obstante, y a pesar de todo, se sentían pletóricos.

La euforia alojada en sus corazones, esa que iba y venía con el transcurso del tiempo, clamaba gloria y reconocimiento a la vez que la cabeza les aconsejaba prudencia. El plan urdido se resolvió con éxito absoluto. La identidad del Partido fue socavada; y la tentativa de asesinato, al menos en opinión de los ejecutores, quedó satisfecha.

Y aunque era pronto para afirmarlo y gritarlo a los cuatro vientos, cabía la posibilidad de que fueran recordados por todos como los tipos que mataron a Adalber Efrén.

—Igual sigue vivo —soltó Guillem—. Había mucho polvo, me escocían los ojos y no paraba de toser. Si pasó algo, yo no vi nada.

La euforia volvió a abrir la puerta al miedo, y lo invitó a ponerse cómodo.

—Mira, no sé qué está pasando ahí fuera. —Pascal apagó el cigarrillo de un pisotón.— Ahora sólo quiero salir de aquí. Volver a casa. Tomar un trago. Echar un polvo. Y mañana ya veremos.

—Recapitulemos —insistió Guillem—: Efrén estaba bajo el arco cuando ocurrió la explosión. Se tambaleó y cayó de rodillas, cagado de miedo. Lo vi mirar arriba, tratando de protegerse con los brazos en alto. Y la estructura se derrumbó...

—Entonces debe estar muerto —sentenció Pascal—. Y ahí tenemos el celuloide para demostrarlo.

El celuloide.

Para obtenerlo, siguieron el segundo paso del estricto plan ideado por Pascal: después de colocar las cargas explosivas, invirtieron las cuatro próximas horas en acicalarse y vestirse para la ocasión. Estudiaron su papel, ensayaron la farsa y prepararon los bártulos. De aquí en adelante, durante las próximas horas de la mañana, serían funcionarios del Ministerio para la Ilustración Pública y Propagandística. Serían periodistas.

Reunieron toda la frialdad que sus conciencias les permitía y se echaron a la calle, siempre bajo la constante presión del minutero. Guillem cargaba un cinematógrafo. Pascal se encargó de dar explicaciones. Cruzaron con éxito los dos controles de seguridad que los separaban del Paseo de la Victoria, y una vez se integraron en la celebración se supieron invencibles. Caminaron a paso raudo, se afincaron en una zona de privilegio a más de cincuenta metros del Arco del Triunfo y prepararon la máquina.

El celuloide registró todo el suceso desde las once y cuarenta. Las bandas de música se abrían hacia el parque, justo en el flanco izquierdo. Los civiles se congregaron al otro lado de la avenida, a unos cien metros. Incluso los vehículos del Partido quedaron registrados al estacionar. De éstos bajaron las personas más influyentes de Austrasia: Germán Frisc, ministro de Seguridad; Ansel Lombard, ministro de Economía y Finanzas; Fredo Guevel, ministro para la Ilustración Pública y Propagandística, entre otros; y cómo no, el Líder Adalber Efrén. Todos posaron bajo el Arco del Triunfo para las fotografías, estrecharon manos afectuosamente y conversaron con aparente cordialidad...

Hasta que todo estalló.

Luego el suelo tembló. El cinematógrafo vibró sobre sus piernas de metal. Y cundió el pánico.

Los civiles corrieron hacia el lado opuesto, temiendo que sucedieran nuevas explosiones. La estructura dañada del Arco del Triunfo, que sobresalía sobre la nube de polvo, comenzó a tambalearse, hasta que irremediablemente se derrumbó ante miles de ojos atónitos. Los cascotes rodaron como en una avalancha. Pronto sólo quedaron gritos en el aire.

Pascal advirtió a su compañero tocándole el hombro, y le indicó con un breve movimiento de cabeza que era hora de largarse. Guillem abrió la puertecita del cinematógrafo y extrajo el celuloide de la bobina. Lo introdujo en una bolsa de lona, a buen recaudo. Luego se alejaron a paso ligero del instrumento, pues debían alcanzar el refugio antes de que la Policía del Orden se organizara, acordonara la zona y comenzase a hacer preguntas incómodas.

Y eso los arrojó de bruces al presente, al cuartucho de pensión que habían reservado días atrás. Desconfiaban del dueño y recepcionista, por supuesto; pero la certeza de que ya no estarían allí cuando el tipo —supuestamente— decidiera delatarlos a las autoridades, los tranquilizaba. De cualquier forma, todos los cabos fueron atados. No había causa para dudar, sólo miedo.

—No quiero acabar en la Casa de la Verdad, Pascal... — dijo Guillem, sonriendo con amargura.

—Yo tampoco, amigo mío —lo consoló Pascal—. Yo tampoco.

Guillem suspiró.

—Casi ha llegado la hora.

Pascal señaló el rincón. Había un hatillo sobre la cómoda, en su interior guardaba dos chaquetas de color negro, con la insignia del Partido —una cruz aspada dentro de un círculo— bordado a un lado de la pechera, y el escudo de la Policía Criminal en el otro. Estaban acompañados de dos identificaciones falsas. Echaron en falta las efigies sagradas y los símbolos religiosos, ya que, además del valor, precisarían de un milagro para salir de allí con vida.
Pues si no te importa, lo leo directamente desde wattpad. Mi nombre es @Maserez, ¡Nos vemos!
¡Siguiente capítulo!


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El oficial se enjugó la frente perlada de sudor con un pañuelo. Sus hombros se mecían al ritmo del traqueteo del vehículo, que rodaba en dirección a la archiconocida Avenida del Terror, nombrada así incluso por el más recto ciudadano de Austrasia. Debía su apodo a la gran cantidad de cuarteles generales subordinados al Ministerio de Seguridad allí presentes. Y, cómo no, a la Casa de la Verdad, considerada por muchos el auténtico infierno austrasio, y sede de la Brigada de Investigación Social —también conocida como Brigada Político-Social—. O simplemente, la Brigada.

Y allí es a dónde se dirigían.

El vehículo se aproximó a un puente de piedra, y el crepúsculo les obligó a estrechar los ojos. Ambos flancos de la construcción habían sido decorados con multitud de farolas, las cuales siempre estaban prendidas. Brillando con intensidad incluso a plena luz del día. El oficial se recompuso y las contempló con la frialdad objetiva de quien cree con total firmeza que esas luces jamás se apagarán.

Entonces pensó en Lublín, la capital atípica. Una ciudad viva, que respira y se alimenta de la energía emitida por la Torre de Hierro, el complejo transmisor de ondas electromagnéticas diseñado y construido —supuestamente— por el Partido Nacional de Austrasia. Gracias a éste, los ciudadanos gozaban de suministro eléctrico gratuito, que no requiere de cables ni de costosas infraestructuras, y mucho menos de un plan de distribución energética que detendría el progreso de la nación años más tarde.

El puente quedó atrás, y junto a él todas sus cavilaciones. Nubes de tormenta volvieron a poblar la imaginación del oficial, convirtiendo la Casa de la Verdad en una inexpugnable fortaleza de altos y retorcidos torreones. Los sudores fríos regresaron. El botón del cuello de la camisa volvió a oprimir su garganta. Y sintió un incómodo hormigueo en los pies.

El vehículo frenó y estacionó a un lado de la calzada.

—Director Lando Esquer —dijo el conductor con marcado formalismo—, hemos llegado.

El joven uniformado sentado en el asiento del copiloto salió raudo del coche y procedió a abrir la puertecilla trasera. Lando sintió un repentino ataque de agorafobia, que por suerte no duró demasiado.

Salió del vehículo. Se topó con el joven, que permanecía con el semblante serio y la cabeza erguida. Luego extendió la diestra, en dirección al portón del edificio.

—Sígame, por favor.

Lando alisó su uniforme y ladeó la cabeza cuando ajustó la condecoración —una cruz de hierro bañada en plata— que usaba de alzacuellos. Acto seguido, vistió su cabeza con una gorra de plato tratando de no despeinarse y se ciñó el cinturón, de donde colgaba un arma enfundada. Miró al oficial subalterno, que mantenía el brazo en alto con cara de circunstancia, y comenzó a caminar. El otro lo siguió, y ambos subieron la escalinata de mármol, aproximándose a la fachada de la que colgaban sendos pendones rojos marcados con la insignia del Partido, la denominada cruz de la nación: una cruz aspada sobre un círculo. La misma que ambos hombres lucían en sus brazaletes.

A través del umbral vislumbraron una ristra de símbolos pertenecientes al partido: cruces, águilas y esculturas dominaban el escenario. Una vez en el interior, atravesaron el recibidor sin detenerse frente a la recepcionista de cabello rubio que repiqueteaba una máquina de escribir. La pared izquierda había sido revestida con más pendones, y entre ellos se encontraba un busto tallado en piedra del mismísimo Adalber Efrén.

Luego recorrieron pasillos y subieron escaleras durante al menos cinco minutos. Hasta que el oficial que lo acompañaba se detuvo. La placa junto a la puerta rezaba «Director de Investigación Lando Esquer; Brigada de Investigación Social».

—Es aquí, director Esquer. —El subalterno suspiró, tratando de permanecer impasible.— Entre.

Luego se cuadró, el pecho henchido y el puño sobre el corazón, y exclamó un «gloria a Austrasia». Lando Esquer asintió y el muchacho rompió filas.

Tragó saliva y reunió el suficiente valor para llamar a la puerta de su propio despacho. Una vez lo hizo, alguien en el interior le indicó que pasara.

Entreabrió la puerta y accedió a través de la rendija, tratando de no llamar la atención. Luego la cerró tras sí.

Lando se aproximó a la mesa de despacho fabricada en madera de caoba y aguardó erguido. Junto al ventanal abierto, de espaldas a la habitación, había un hombre alto y fornido. Hubo silencio hasta que éste le indicó que se guardara de formalismos y se pusiera cómodo. Fue entonces, y no antes, cuando Lando se quitó la gorra de plato y se sentó.

—He leído su historial, Lando Esquer —empezó el fornido—. Afiliado número quinientos cincuenta y seis mil ciento dos del Partido, veintiocho años, casado. Aquí dice que ingresó en el ejército con dieciocho, pero no hay detalles.

—La unidad a la que prestaba servicio fue disuelta por orden del Partido cinco años después.

—Comprendo —consintió—. Aquí llega lo interesante: también sirvió como comisario de la Brigada en Olma. Los impuros encarcelados en los campos de concentración bajo sus órdenes se cuentan por millares. Sus compañeros lo llaman el carnicero de Olma, ¿sabe?

Lando Esquer respiró fuertemente, pero no dijo nada que pudiera desacreditar el informe.

Finalmente, el extraño se giró. No lo conocía, no al menos en persona; pero recordaba haber visto fotos suyas en el pasado, en el periódico La Voz de la Nación. A menudo esa cara de facciones cuadradas y gesto autoritario había llenado primeras planas, y su nombre titulares rimbombantes: se llamaba Bruno Filadel, y era uno de los Escuadras.

Su pechera repleta de condecoraciones e insignias tintineó a su paso, pues caminó hasta el cómodo asiento al otro lado de la mesa, allí desde donde Lando miraba al mundo directamente a los ojos con frecuencia. Se sentó, quitándose la gorra de plato; acto seguido la arrojó sobre la mesa con desgana.

—Me dijeron que era usted un hombre risueño, señor Esquer. Que siempre reía. Y no veo ni una triste sonrisa en su cara.

—Hay detalles que está de más creer —se excusó sin maldad.

—Lo que me cuesta creer, Lando Esquer, es que un hombre con semejante habilidad para la intriga y la planificación como usted, no tuviera ni idea de que se tramaba un ataque contra el Estado y, por consiguiente, contra el Partido.

Lando sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.

—Y no lo sabía —se defendió al instante.

—Por culpa de su ineptitud, uno de los monumentos del Partido ha sido destruido. Sin contar que su derrumbamiento podría haber herido al Líder Adalber Efrén.

—Pff —Lando se permitió bufar—. Sí. Al Líder Adalber Efrén.

Bruno se alzó sin contemplación alguna, su semblante convertido en una mueca deformada. Golpeó la mesa con sus grandes manos y éstas vibraron. Surgió un chisporroteo contra la madera, un ruido seco y sostenido. Lando Esquer sostuvo la mirada aterrorizada en los ojos de su superior, y el olor a quemado pronto penetró en sus fosas nasales. Minutos más tarde descubriría que Bruno Filadel había dejado la marca de sus manos calcinadas en la madera, para siempre.

Y comprendió que no sólo la atípica capital se nutría de la Torre de Hierro, sino que muchos de sus legisladores también lo hacían.

—El Líder Adalber Efrén —enfatizó lentamente.

Mientras fijaba la mirada en su superior, Lando fue momentánea y plenamente consciente de que Bruno era artificial. Su cara era una fantasía, al igual que su pelo y sus cejas. Llegó a la conclusión de que el único rasgo real eran sus ojos, de mirada severa y despótica.

—El Líder Adalber Efrén —repitió lentamente Lando Esquer.

Bruno asintió, pero permaneció en pie, juzgando despectivamente a Lando.

—Le mataría ahora mismo, director Esquer —le confesó—, pero otros tienen planes para usted. Así que va a hacer todo lo posible para traer con vida al causante o los causantes del ataque, o me aseguraré de que sea usted quien cargue con la culpa, y de que todo el peso del Estado caiga sobre sus débiles hombros.

Dicho esto, Bruno Filadel volvió a vestir su cabeza con la gorra de plato y abandonó el despacho sin volver a mediar palabra.
Hola, compañeros Smile

Han pasado cuatro años desde que publicase las primeras líneas de mi novela. Por aquel entonces no tenía ni enfoque, ni un setting demasiado pulido; sin embargo, me divertía escribiendo movidas sin un rumbo fijo. La cuestión es que, después de abandonar y recuperar la novela algunas veces, orientándolo a algo más formal y planificado, no fue hasta el año pasado que integré una mitología sólida y la entrelacé con el setting y lo que esperaba del argumento a largo plazo. Después pasó lo del covid y la cuarentena y, la verdad, es que empecé a dedicar bastante tiempo a esto de escribir.

Por cierto, lo primero que hice, para variar, fue cambiarle el nombre a la novela. Ya no se llama "El Imperio de la Luz", que en aquel entonces era un título provisional. Ahora se llama "El Legado de los Arcontes", un título mucho más acorde con su tema principal. Si os parece, os puedo dejar por aquí el primer capítulo cuando lo repase (aunque mismo estoy inmerso en el proceso de corrección, no creo que me demore más de un mes en tener toda esta primera parte lista; o eso espero...)

En fin, espero poder dejaros novedades aquí pronto Smile

¡Nos leemos!
(04/11/2020 03:48 PM)IAlquist Wrote: [ -> ]Hola, compañeros Smile

Han pasado cuatro años desde que publicase las primeras líneas de mi novela. Por aquel entonces no tenía ni enfoque, ni un setting demasiado pulido; sin embargo, me divertía escribiendo movidas sin un rumbo fijo. La cuestión es que, después de abandonar y recuperar la novela algunas veces, orientándolo a algo más formal y planificado, no fue hasta el año pasado que integré una mitología sólida y la entrelacé con el setting y lo que esperaba del argumento a largo plazo. Después pasó lo del covid y la cuarentena y, la verdad, es que empecé a dedicar bastante tiempo a esto de escribir.

Por cierto, lo primero que hice, para variar, fue cambiarle el nombre a la novela. Ya no se llama "El Imperio de la Luz", que en aquel entonces era un título provisional. Ahora se llama "El Legado de los Arcontes", un título mucho más acorde con su tema principal. Si os parece, os puedo dejar por aquí el primer capítulo cuando lo repase (aunque mismo estoy inmerso en el proceso de corrección, no creo que me demore más de un mes en tener toda esta primera parte lista; o eso espero...)

En fin, espero poder dejaros novedades aquí pronto Smile

¡Nos leemos!
Interesante la reaparición tras cuatro años. Echaré un vistazo al texto, aunque no comentaré nada porque parece ser que ha cambiado mucho con el relato actual. A ver para cuando estará disponible para leer esta nueva versión.

¡Un saludo!
(04/11/2020 07:14 PM)JPQueirozPerez Wrote: [ -> ]Interesante la reaparición tras cuatro años. Echaré un vistazo al texto, aunque no comentaré nada porque parece ser que ha cambiado mucho con el relato actual. A ver para cuando estará disponible para leer esta nueva versión.

¡Un saludo!

Que tire la primera piedra aquel que no haya abandonado y recuperado una novela en más de una ocasión Big Grin . Y siempre digo lo mismo, pero yo espero que esté disponible pronto; lo que pasa es que la realidad no acompaña a mi entusiasmo.
Esperamos, entonces Big Grin
Si vas despacio no pasa nada, las enemigas son las pausas... o quien sabe, quizá ayudan un poco.
(09/11/2020 10:10 PM)tyess Wrote: [ -> ]Esperamos, entonces Big Grin
Si vas despacio no pasa nada, las enemigas son las pausas...  o quien sabe, quizá ayudan un poco.

Lo son, doy fe de ello, jajaja.

Bueno, vamos al lío. Aquí os dejo el relato que pretendo usar a modo de prólogo/introducción al mundo de la novela. Contiene información relevante, pero tampoco demasiada como para resultar abrumador al lector (o eso espero, jajaja). Si os agrada, me comprometo a traeros pronto los otros capítulos que tengo corregidos más pronto que tarde Smile



OPERACIÓN CORAL



Y entonces desfalleció.
Se desplomó de rodillas, abatida. Mientras sus oídos sucumbían al estruendoso ruido de las ráfagas de disparos y las explosiones, escuchándolos como ecos lejanos y distorsionados; y sus ojos confundían el funesto danzar de las llamas con un extraño vaivén de luces anaranjadas. Flaquearía sintiendo una punzada agónica por respiración, conforme sus músculos se estremecían de dolor.
¿Qué había pasado?
Completamente desorientada, la mujer se deshizo de aquella molesta capucha que tanto la angustiaba, mostrándole su rostro macilento ―marcado con un enigmático "13" en la frente― al cadáver humeante que tenía justo delante, con un gigantesco agujero en el torso. Acto seguido, enfocaría su visión borrosa sobre las palmas de sus manos entumecidas, hasta ahora súbitamente temblorosas.
Las encontraría negras y sanguinolentas. Como carbonizadas.
¿Qué diablos había pasado?
Hecho esto, caería rendida. Una vez en el suelo y al límite del desmayo, dedicaría sus últimos segundos de consciencia recordándose a sí misma en la cima de aquel peñasco. Desde donde había oteado la inmensidad del desierto de Coral, conforme el viento seco sacudía sus atuendos y el sol declinaba en el horizonte, tras aquellas montañas.
Así pues, la mujer cerraría los ojos entre débiles parpadeos y perdería el conocimiento tan solo unos segundos después. Sin haber reparado siquiera en la presencia de sus camaradas, quienes ―en ese preciso instante― la habrían encontrado malherida y procederían a trasladarla a trompicones hacia el hospital de campaña más cercano.

UNO

Atardecía cuando la encapuchada se acercó al borde de aquel risco, mientras su capote aleteaba con la intensidad del viento árido y sofocante del desierto. Quería contemplar de nuevo el gigantesco asentamiento minero que habían construido junto a las montañas ―sobre los restos de una antigua base militar― con un único propósito en mente: la de ser una prisión de máxima seguridad para disidentes políticos contrarios al imperante régimen austracio.
Se encontraba ante el campo de trabajos forzados de Coral.
Segundos después, la encapuchada apartaría la mirada y echaría un vistazo por encima del hombro, hacia la explanada donde había un campamento con al menos una veintena de guerrilleros. La mayoría de los presentes eran hombres mugrientos y de carácter adusto, más propensos a matar el tiempo entre juegos de naipes y botellas de licor que al cumplimiento de sus obligaciones. Pero, pese a todo esto, eran buenos tiradores completamente entregados a la causa, que aseguraban estar deseosos de que cayera la noche para entrar en acción.
Sin embargo, tal cosa jamás ocurriría a menos que ella ―la mujer a la que a menudo llamaban «Edel» con religiosa ceremoniosidad, en honor a la decimotercer y última Arconte venerada; la cual, según data en los textos sagrados, se batió en duelo contra la mismísima Calamidad en los tiempos del Desastre― asaltara dicha posición por cuenta propia y sin la ayuda de nadie.
O así acababa de comunicárselo el líder de aquella tropa de desdichados con la que compartía campamento y propósito.
―Somos conscientes de que la misión que se encomienda no es la más fácil, ni mucho menos la más segura; pero todos confiamos plenamente en tus sorprendentes habilidades ―dijo el líder guerrillero cruzándose de brazos―. Si entre nosotros hay una persona capaz de semejante hazaña, esa eres tú. Así que, respóndeme: ¿podemos contar contigo?
La encapuchada lo miró de soslayo en respuesta.
―Reservada incluso cuando se te envía a una muerte segura. ―Sonrió de lado―. Entonces, ¿no hay que quieras decir? ¿No tienes ninguna objeción al respecto? En ese caso, supondré que tu respuesta es afirmativa. Me alegra saber que estamos a bordo del mismo barco.
Ella devolvió la mirada al frente sin mediar palabra.
―Oh, y una cosa más ―añadió el líder guerrillero, descolgándose un desgastado subfusil del hombro―. Puede que esta sea la operación más peligrosa a la que nos hayamos enfrentado en los últimos meses, por lo que desaconsejaré una vez más que nuestra mejor baza se lance a la batalla armada únicamente con una pistola y un cuchillo de combate. ―Acto seguido, le ofreció el arma―. Así que toma la mía, la necesitarás más que yo.
La encapuchada se negó.
―Así es como trabajo. ―Tenía la voz áspera, y sus palabras eran pausadas―. Cualquier otra carga no será más que una molestia.
El líder guerrillero asintió con aire ausente.
―Maldita sea, está bien ―terció―. Hazlo como quieras, pero recuerda lo que digo: es de vital importancia que esa puta cárcel sufra el colapso de todos sus sistemas esta misma noche.
»De lo contrario, los nuestros jamás ordenarán una ofensiva contra el enemigo. Ninguno de ellos arriesgará las vidas de sus hombres a sabiendas de que esos jodidos austracios cuentan con medidas de seguridad suficientes como para detener un ataque frontal.
»Y tampoco es para hacerlos de menos. Los muy cabrones cercaron los accesos y electrificaron las inmediaciones; y luego las blindaron añadiendo toda clase de defensas. Eso por no hablar del millar de hijos de puta que estimamos al otro lado de los muros.
»No podemos permitirnos tales imprudencias. Si atacásemos a la ligera, acabaríamos atrapados entre dos frentes; con el fuego enemigo deteniendo nuestro avance por un lado, y un extenso campo de minas justo por el otro, impidiéndonos la retirada.
»Por eso te pedimos que entres ahí y actúes como señuelo, sembrando a tu paso tanta destrucción como te sea posible. Queremos a las tropas enemigas desconcertadas, desordenadas y bien lejos del lugar que antes te indiqué, porque allí se encuentra el auténtico objetivo de nuestra operación: la central eléctica que surte energía a todo el complejo.
»¿Lo entiendes?
―Lo entiendo ―respondió la encapuchada después de meditarlo por unos segundos.
El líder guerrillero asintió y devolvió la mirada al frente, a la inmensa llanura desértica que durante la primavera solía vestirse con las flores más bellas y enigmáticas del continente entero, cuyos pétalos fractales irradiaban tenues luminiscencias. Unas que solo crecían en aquella extraña localización cargada de misticismo ―siempre que se produjeran las condiciones climáticas adecuadas―, colmando cada palmo de tierra árida con sendas espirales. Desafortunadamente, ninguno de ellos vislumbraría semejante espectáculo, pues la mayoría se habían marchitado con el transcurso del verano.
―Sin embargo ―retomó el líder guerrillero―, también te pido que extremes la precaución. Porque desconocemos qué otros peligros entraña un emplazamiento como este, tan emblemático, estratégico y necesario para la economía de todo un país. ―Unió las manos a la espalda―. Sobre todo cuando se encuentra completamente aislado en medio de la nada.
―Sé lo que insinúas ―se apresuró a decir la encapuchada―. Así que déjame decirte algo: podéis respirar tranquilos, ya que no nos encontraremos aquí con ningún «autómata».
―¿Cómo puedes estar tan segura de ello, aún cuando todos los sumores indican lo contrario?
―Simplemente lo estoy.
Ambos guardaron silencio mientras el sol se hundía en el horizonte.
Fue entonces cuando la mujer extrajo un inhalador de su cómodo portaequipos, ajustado en torno al pecho. Acto seguido, introdujo la boquilla del artilugio entre los dientes y cerró los labios herméticamente a su alrededor para, inmediatamente después, presionar la cápsula, absorbiendo así el gas denso y abrasivo que contenía.
Una vez asimiló el químico, sus ojos resplandecieron como imbuídos de un intenso y vibrante color aguamarina, a medida que su aliento lo derramaba con cada vaharada.
―Ha llegado el momento ―dijo ella con aspereza.
―Sí, tienes razón. ―Bufó―. Ahora todo depende de ti, Edel. Los chicos y yo te deseamos toda la suerte del mundo.
―Guardáosla para vosotros ―dijo poniéndose en marcha―. La necesitaréis más que yo si todo saliera según lo previsto. ―Se detuvo al borde del precipicio, girando la cabeza para mirarlo por encima del hombro―. Cuídate, Guerón. Que vuestros Arcontes os protejan.
Sin más dilación, la encapuchada saltó al vacío. Pero contra todo pronóstico, no fue absorbida por la gravedad inmisericorde, en caída libre, sino que se mantuvo prácticamente suspendida en el aire. Descendiendo tal y como lo haría una brizna arrastrada por el viento, conforme la sustancia que había inhalado pulsaba con furia en su interior.

DOS

Ya había anochecido cuando se infiltró en el inhóspito campo de trabajos forzados de Coral, destino final de todo disidente político que ―por azar o destino― debiera acabar sus días en aquella lóbrega pocilga repleta de edificios ruinosos y maltrechos barracones de chapa.
No obstante, por más que se tratara de un agujero nauseabundo perdido en la inmensidad del desierto, ningún estratega mínimamente hábil pretendería tomar dicha posición a la fuerza sin contar al menos con un as guardado bajo la manga. De lo contrario, alguien tan cauto como Guerón nunca se hubiera embarcado en semejante empresa.
No en vano contaban con la participación de un agente doble, alguien dispuesto a sabotear los transformadores de la central eléctrica, además de ofrecerse a dirigir el amotinamiento de los reclusos una vez se produjera. Todo a cambio de que los suyos tomasen parte en el reparto del botín que allí se guardaba; refiriéndose, por supuesto, a los elevados volúmenes de vitrilo ―un metal valiosísimo y con innumerables usos según la industria armamentística― que se extraían a diario de aquellas minas.
En resumidas cuentas: por un lado privarían al enemigo de una posición clave, ubicada en una región extremadamente rica en recursos naturales; por el otro, venderían el botín expoliado al mejor postor para así continuar financiando sus operaciones fronterizas. Pues solo de ese modo conseguirían detener los maléficos planes del Partido Nacional de Austracia para la explotación de esta tierra abundante en Éter.
Porque aquellos guerrilleros mugrientos, devotos acérrimos del dogma arcontiano, pecaban de supersticiosos en todo lo tocante al susodicho Éter. Afirmaban que dicha sustancia era, en realidad, la simiente que el Ente Primordial vertió sobre el mundo en su infinita misericordia, dando lugar al Génesis del mundo y a la repentina aparición de los primeros Arcontes, siendo estos últimos divinidades hechas a su imagen y semejanza para asumir la custodia de su magna obra. Y tal fue su empeño, que hasta entregaron la vida para salvaguardarla durante el Desastre.
Por eso insistían en que, mientras los Arcontes permanecieran ausentes ―pues los escritos sagrados siempre auguraron su retorno―, la preservación de dicho patrimonio correspondía a sus más fieles súbditos. Y como tal, habría de ser esta una obligación que debieran llevar a cabo a cualquier coste.
Pero al otro lado de la balanza se encontraba la pérfida Austracia, dirigida por un líder falsamente endiosado, y propensa a la explotación de este divino regalo como si se tratara de un recurso estratégico cualquiera. Todo ello para nutrir la artificialidad de su ciudad capital, único lugar en el mundo donde todos los ciudadanos gozaban de un nivel de vida sin parangón; o eso es lo que pretendían hacer creer al resto de países sometidos a sus dictámenes. Por fortuna, nunca faltaron voces críticas dispuestas a negar la endeble verdad oficial.
Siendo este el principal motivo por el cual se encontraba allí.
Ella, la mujer a la que unos iluminados insistían en llamar «Edel» por más que ese no fuera su verdadero nombre. Pero ¿qué diablos importaba cómo la llamaran, cuando ni ella misma podía recordar el auténtico? Puesto que durante todo este tiempo, desde que tenía uso de memoria, no había sido más que un número.
Conforme tales pensamientos rondaban su cabeza, la encapuchada se posó sobre el campanario de una vieja iglesia en desuso, mientras la esencia de Éter ardía en su pecho con furia incontrolable. Acto seguido, se agazapó y observó todo cuanto había a su alrededor, obligándose a despejar la mente de cualquier trivialidad que pudiera interrumpir su cometido.
Escrutó las amplias y rectas calles que vertebraban este complejo minero, así como las estrechas callejuelas donde tenían los barracones de prisioneros; también los aislados almacenes de material y las cuantiosas garitas de vigilancia diseminadas tanto por aquí como por allá. En el transcurso divisó a más guardias de los que pudiera eliminar de un plumazo, sin exponerse a un peligro mayor: algunos conversaban con naturalidad, calentándose las manos frente a un bidón en llamas; otros hacían la ronda en compañía de grandes perros de presa. Mientras tanto, en la distancia, una decena de focos rompían la noche con sus potentes haces de luz.
Una vez reconocido el entorno, se animó a avanzar sin dilación.
La encapuchada saltó ―o más bien voló― hacia otro de los tejados próximos haciendo gala de una habilidad pasmosa, mientras sus ojos centelleaban en la oscuridad imbuidos por un fulgor aguamarina. Ninguno de sus enemigos advertiría el más mínimo ruido cuando esta aterrizase sobre las tejas agrietadas, pues nunca se produjo tal cosa. Caería con lentitud, tan liviana como una pluma.
Tal era el poder que se le había concedido.
Uno que desarrollaría con el transcurso del tiempo, luego de haber sido capturada y sometida mediante un exhaustivo programa de adoctrinamiento basado en el consumo involuntario y reiterado de drogas experimentales. Porque, desde que tenía uso de razón, la encapuchada había sido aquello que sus compañeros de guerrilla tanto temían: una «autómata» del Partido Único.
Aunque, por suerte, esos días quedaron atrás hace mucho.
Ahora mitigaba su dolor involucrándose en todas las empresas contrarias a quienes osaron manipular sus ideas y sus emociones, haciendo de ella un mero instrumento de guerra que debía reaccionar favorablemente a cualquier orden emitida. Sin importar en qué consistiera ni lo cruenta que esta fuera.
Ágilmente, la encapuchada se encaramó a un saliente, aplacando su mente una vez más. Hecho esto, contempló con detenimiento todo detalle cuantos hubiera en las inmediaciones en busca de un objetivo plausible. Estuvo a punto de darse por vencida y proseguir hacia las minas cuando al fin identificó uno, a no más de cien metros, en medio de una explanada: un cuarteto de carceleros guiaban a una cuadrilla de trabajo compuesta por al menos una quincena de prisioneros ―dispuestos en una fila ordenada y maniatados los unos a los otros― hacia su puesto de trabajo. Mientras esto ocurría, otros tantos guardias controlaban la situación desde sus altas torres vigía.
Sonrió levemente después de evaluar el riesgo. Al fin había encontrado la distracción que tanto había buscado.

TRES

―¿Tenemos noticias de ella?
Guerón apartaría los prismáticos para, posteriormente, colocarlos sobre la gran roca que usaba como apoyo. Luego se frotaría los ojos con suavidad, sintiéndolos secos e irritados. Al otro lado del desierto relucían las radiantes luces del campo de trabajos forzados de Coral.
―De momento, ninguna. ―Se acomodó mientras hablaba―. Pero guardo la esperanza de que eso cambie más pronto que tarde.
El otro rio entre dientes.
―Y no eres el único que lo desea, eso te lo aseguro ―dijo colocándose junto al líder guerrillero―. No obstante, quiero que sepas algo... Me preocupa lo que pueda pasar durante esta incursión, así como las consecuencias que pudiera acarrearnos en el futuro. Incluso en caso de éxito rotundo.
»No me malinterpretes: te considero un hombre sensato e inteligente. Pero eso no evitará que nuestros benefactores pongan el grito en el cielo cuando descubran que enviaste a su «más valioso activo» hacia una muerte segura.
Guerón se amohinó, enfrentándolo duramente con la mirada justo antes de responder.
―¿Qué esperabas que hiciera? Era el único modo.
El otro asintió pensativo, con los brazos en jarra y los ojos clavados en el horizonte, sobre la localización que se habían propuesto tomar esa misma noche. Una que relucía con la fuerza de una estrella solitaria en la oscura inmensidad del cosmos.
―Esperemos que ellos también piensen lo mismo ―terció―. O de lo contrario, estamos jodidos.

CUATRO

Esgrimiendo el cuchillo de combate y su capote aleteando con frenesí, la encapuchada descendió como un ave de presa sobre su primera víctima: el muy desgraciado ―un soldado déspota que se complacía bramando órdenes a medida que castigaba a la fila de prisioneros― no advirtió su mortífera presencia hasta que le hubo clavado la hoja en el cuello.
Tan liviana como era, la mujer se mantuvo encaramada a su enemigo, que manoteaba y se debatía como si una alimaña le hubiese saltado a la cabeza. Llegado el momento, esta trastocaría mágicamente su vínculo gravitacional con la masa del planeta gesticulando un tembloroso giro de muñeca, con la mano dispuesta en forma de garra, para así impulsarse y desaparecer tan rápido como había aparecido. Hecho esto, el carcelero trastabillaría con el cuchillo incrustado en la carne, moribundo, hasta desplomarse en el suelo; su caída levantó una nubecita de polvo.
Esta increíble sucesión de acontecimientos habría ocurrido a los ojos de su siguiente víctima. Quien, decidido a no amedrentarse ante la aparición de un intruso, sofocaría a los prisioneros alterados ―testigos presenciales del primer asalto― y se dispondría a dar la voz de alarma mientras escrutaba cada oscuro recoveco dentro de su ángulo de visión, en busca del más mínimo indicio de movimiento.
Sin embargo, el impávido carcelero no lograría una cosa ni la otra. Puesto que la encapuchada no se demoraría ni un segundo en emerger desde las sombras, preparada para desarmarlo, retorcerle el brazo y reducirlo de una patada en la corva. Después le encajaría un contundente codazo en la nuca, mientras el potentísimo haz de luz de una torre vigía marcaba su posición, cegándola al instante.
La encapuchada respondió poniéndose la mano a modo de visera; el bando enemigo, en cambio, prefirió activar el ronco quejido de una sirena, anunciando así su presencia ante un montón de soldados armados hasta los dientes. La mujer maldijo para sus adentros, desenfundando su pistola automática ―modificada con una extensión de cañón, una empuñadura más ergonómica y una ampliación del cargador que añadía hasta el doble de munición―, para luego hacer un brusco movimiento muñeca y salir disparada.
Se esfumó de un salto justo antes de una ráfaga de balas se enterrase en el mismo suelo que había estado pisando, removiendo polvo y lascas. Los dos carcerelos restantes también dispararon a ciegas, con la esperanza de detenerla.
Sin embargo, por más proyectiles que silbasen a su alrededor, la encapuchada se obligaría a mentener la muñeca torcida tanto tiempo como le fuera posible, sin importar cuánto doliese. Solo la relajaría cuando se apresurase a disparar contra aquel maldito foco que seguía buscándola con insistencia. Llegado el momento, apretaría el gatillo para así destrozarlo. Lamentablemente, las balas rebotarían en la pantalla protectora sin hacerle el más mínimo rasguño.
La encapuchada gruñó, agitándose en el aire debido a la inestable combinación de sus poderes antigravitatorios sumados al inevitable retroceso de la pistola, motivo por el cual saldría despedida algunos metros en la dirección opuesta a donde disparaba. Por suerte, ya estaba acostumbrada a tales vaivenes y apenas le costó un instante corregir la trayectoria de caída. Así pues, un par de volteretas más tarde, se encontraba sobre un enorme depósito de agua aledaño, su siniestro capote ondeando con cada movimiento igual que un estandarte.
Una vez allí, destensó la muñeca por completo, sintiéndola temblorosa y dolorida; y acto seguido, el mundo volvió a la normalidad. El restablecimiento de su vínculo gravitatorio la obligó a erguir la columna vertebral, acomodándola a esta presión cambiante. Al dolor de huesos se le añadió el muscular; por no contar la desagradable quemazón que se extendía, devorándole las entrañas, siempre que sus reservas de Éter en sangre menguaban.
No obstante, sacaría energía de donde no la había para forzar el uso de sus poderes una vez más. Así pues, apretando las mandíbulas hasta hacerse daño, reduciría la gravedad con un pequeño giro de muñeca ―como el que haría si estuviese girando un dial de radio―, lo justo y necesario para moverse sin que sus pasos fueran advertidos. Bajo este estado, corrió hacia el borde y se impulsó con eficacia, saltando de pared en pared con el objetivo de alcanzar la torre de vigilancia más cercana.
Sobrevoló la oscuridad con su pistola automática en ristre, mientras aquella condenada sirena berreaba una letanía descontrolada, y los carceleros anunciaban a gritos haberla perdido de vista.
El haz de luz persistía en su búsqueda.
La encapuchada actuó con soltura, ajena al desconcierto de sus enemigos. Corrigió la presión de su muñeca mientras aún seguía en el aire, consiguiendo acelerar la caída; acto seguido, se balanceó en la recia estructura metálica e irumpió en la caseta de la torre vigía con los pies por delante, llevándose consigo al operario del dichoso foco, con tan mala suerte que este trastabilló y se precipitó al vacío en una mortífera caída de más de cinco metros de altura.
Hecho esto, desvió la trayectoria del haz de luz hacia la otra torre de vigilancia, cegando al tirador que había allí apostado. Luego recuperaría el fusil del vigía caído ―deslizándose ágilmente por el suelo para conseguirlo― y se cubriría tras la sólida chapa, desde donde emprendería un breve tiroteo con su enemigo hasta abatirlo de un disparo fortuito en el cuello.
Entre tanto, aprovechando la situación de desconcierto, los prisioneros consiguieron liberarse los unos a los otros. De hecho, quienes estaban al final de la cola fueron los más rápidos en hacerlo, por lo que apenas se desprendieron de las cuerdas tomaron las armas de los guardias caídos. Por un lado, los más valientes contuvieron a la escuadra de soldados que venía a prestar refuerzos; los demás rodearon y desarmaron a los dos carceleros restantes: al primero lo asfixiaron por la espalda haciendo buen uso de la soga; y al segundo lo incapacitaron entre cuatro, noqueándolo de un culatazo en la nariz.
Así fue como los disparos al fin cesaron. Ahora solo oía el constante berreo de la sirena y los continuos ladridos de una jauría de perros de presa.
La encapuchada aterrizó junto al primer cadáver, deteniéndose a su lado para recuperar su cuchillo, el cual todavía tenía incrustrado en el cuello; una vez lo extrajo, restregó la hoja ensangrentada en el ajado uniforme de su enemigo antes de envainarlo. A su espalda, otro de los carceleros ―justamente, el mismo que ella había derribado de un codazo en la nuca― gemía y se removía. Sin pensárselo demasiado, se giró con parsimonia y le asestó una fuerte patada en las costillas. El sujeto emitió un quejido y se desplomó sobre la tierra batida.
La mujer continuó su camino hasta encontrarse con los prisioneros. Los observó con aquellos ojos que, aunque todavía resplandecían aguamarina, parecían a punto de la extinción, y le habló directamente a uno de los reclusos armados. Alguien cejudo y mugriento, de cabello frondoso y revuelto, que no hacía otra cosa más que frotarse la nariz con el reverso de la mano. Las secuelas del duro trabajo en la mina, supuso la encapuchada.
―¿Tenéis dónde refugiaros?
Los prisioneros deliberaron con pocas palabras. Como el tiempo apremiaba, pasaron por alto las extrañas cualidades de la mujer que les preguntaba con voz enronquecida.
―Hay un polvorín cerca ―respondió el cejudo―. Podríamos aprovisionarnos y atrincherarnos allí.
―Bien. ―Asintió con la cabeza―. Hacedlo y esperad a los refuerzos. ―En ese preciso instante, dos enemigos rezagados irrumpieron con los fusiles en ristre. La encapuchada encaró su pistola automática con un acto reflejo y abrió fuego sin miramientos: los dos cayeron abatidos―. Y daos prisa.
El cejudo asintió gravemente.
―Ya la habéis oído ―gritó―. ¡Vamos!
Nada más finalizar la conversación, la encapuchada recurrió a su exigua reserva de Éter en sangre e hizo un último esfuerzo. Desapareció con un salto, mientras su capote ondeaba salvajemente, y dejando tras de sí una creciente nube de polvo.

CINCO

―¿Oíste eso? ―preguntó Guerón, desconcertado.
―¿A qué te refieres?
El líder guerrillero chistó a su compañero y lo mandó guardar silencio con una simple señal, poniendo la mano en alto.
―Calla y escucha. ―Guerón permaneció totalmente inmóvil, sin respirar siquiera por temor a perderse el más mínimo detalle. Además del canto de los pájaros nocturno y el aullido distante de las alimañas en el desierto, advirtió un débil pero constante clamor proveniente del campo de trabajos forzados de Coral―. ¿Es que no oyes una sirena?
El otro aguzó el oído al máximo.
―Joder, sí que la oigo ―coincidió―. Y también algunos disparos... Aunque no consigo distinguir cuántos combatientes hay en la refriega.
―Yo tampoco. ―Suspiró Guerón―. Como mínimo, habrá unos cuantos. Podríamos adivinarlo si no tuviésemos el viento en contra. Ahora cállate y escucha atentamente. ―Ambos se mantuvieron en silencio. Al cabo de unos instantes volvió a chistar a su compañero a modo de advertencia―. ¿Oyes lo mismo que yo?
―Puede que sí. ―Frunció los labios, concentrado―. Dime algo, Guerón. ¿Son cosas mías o tú también escuchas que, a medida que pasan los segundos, el número de disparos mengua más y más?
―Juraría que lo segundo ―respondió el líder guerrillero sonriendo de lado.
El otro lo miró de soslayo.
―Eso solo puede significar una cosa.
―En efecto. ―Asintió con la cabeza―. Significa que Edel al fin entró en contacto con el enemigo. Ve y avisa a los demás, que estén listos para partir en cualquier momento. ―Las armas dejaron de hablar súbitamente conforme Guerón comunicaba las nuevas órdenes―. A partir de este momento toda la responsabilidad recae en esos gilipollas de la resistencia, y en su hombre tras los muros.
Antes de poner rumbo al campamento, el guerrillero se permitió hacer un comentario al respecto.
―Fíjate, Guerón... ―advirtió con cierto sarcasmo―. Hablas como si confiases en ellos.
―Yo tan solo confío en los míos ―se justificó Guerón después de agarrar los prismáticos y reanudar su exhaustiva vigilancia del campo de trabajos forzados de Coral―. Del resto espero que cumplan su parte; nada más. Ahora, ve y desempeña tu cometido.
Finalmente el guerrillero se marcharía con una ligera sonrisa en los labios, a medida que negaba para sí mismo. En cuanto respecta a Guerón, durante los minutos posteriores se impacientaría escuchando el etéreo canto de aquella sirena, así como las distintas explosiones y las innumerables ráfagas de disparos que asolarían el sudeste del asentamiento minero que pretendían tomar esa misma noche.

SEIS

Se puso en marcha nada más escuchar el clamor de la sirena. En su mente, un objetivo único y bien definido: debía llegar cuanto antes a la central eléctrica que surtía energía a todo el complejo; o más concretamente, a su patio de transformadores. Para ello se escabulló de su ronda, así como de sus responsabilidades como supuesto soldado austracio, apenas le fue posible hacerlo.
Había corrido desde entonces, con discreción y al amparo de la noche, escondiéndose detrás de cada esquina. Si examinaba todos los recovecos u oteaba cada sombra antes de continuar, lo hacía por temor a verse comprometido y desenmascarado en el momento menos indicado.
Proseguía extremando la cautela, sabiendo que los altos hornos donde se quemaban cantidades ingentes de carbón y otros combustibles fósiles marcaban indudablemente su destino. Como un punto de referencia sobresaliente, colocado en medio de esta tierra devastada por la climatología y la no menos desdeñable mano del hombre.
Aún así, ¿por qué guardar tanta precaución en una situación donde prima el desorden? Muy fácil... Digamos que pocos eran los soldados que iban en dirección contraria a la fuente de los disparos, escondiéndose tras cada esquina porque llevaban consigo una bolsa de lona repleta de cartuchos de dinamita, además de otras herramientas útiles para el sabotaje. No había que ser ningún lince para detectar cierta intencionalidad dañina en sus actos.
Por ello, en cuanto se dio de bruces con una escuadra de soldados apostados en una intersección, se escondió tras unos bidones vacíos sin hacer apenas ruido. Una vez allí, incómodamente acuclillado, el saboteador aguzó el oído y los escuchó conversar con detenimiento.
Según pudo advertir, comentaban el contenido de los últimos mensajes de radio: en ellos se anunciaba la irrupción de un comando enemigo especialmente diestro en el combate; y de cómo estos se las ingeniaron para liberar a un grupo de refresco que, en ese momento, se dirigía a las minas de vitrilo, para luego atrincherarse todos ―liberados y libertadores― en el viejo polvorín. Tras intercambiar esa información, dijeron no tener más noticias al respecto. Así que, preocupados por el riesgo de amotinamiento, comenzarían una enérgica discusión sobre si les correspondía atender el llamamiento; o si, por el contrario, debían reforzar la vigilancia del área restringida.
Zanjaron la discusión rápidamente.
Uno de ellos solicitó instrucciones vía radio y la respuesta no se demoró en llegar, exigiéndoles apoyo inmediato de manera tajante, y con aparente nerviosismo; había ocurrido algo realmente grave. Finalmente, llegarían a la conclusión de dividir fuerzas: el cabo de la escuadra y dos de los soldados acudirían al lugar del conflicto, mientras que un último guardaría aquella zona en posesión de la radio, para así disuadir a cualquier intruso que osase acercarse a la central eléctrica; o, en un caso más drástico, poder informar de la presencia de enemigos en el lugar. Asimiladas las órdenes, se desearon suerte y corrieron hacia su destino, dejando atrás al susodicho.
El saboteador masculló entre dientes, meditando en cómo esquivaría a un soldado apostado en mitad del camino que conducía directamente a la instalación que pretendía inutilizar. Valoraría abatirlo de un disparo, pero descartaría rápidamente esta idea con el pretexto de evitar atraer atención indeseada; y la acción cuerpo a cuerpo estaba descartada por ser demasiado arriesgada... También pensaría en dar un rodeo, pero la idea de encontrarse con más soldados no le sedujo en absoluto.
Solo cabía una posibilidad.
Se animó a sí mismo, llenándose de determinación a medida que buscaba una piedra en el suelo; le costaría encontrarla sin abandonar su escondrijo. Hecho esto, esperó a que el guardia prestase atención al flanco opuesto para arrojarla tan fuerte como le fuera posible, con la esperanza de que llamase su atención al caer. Los astros debieron alinearse a su favor, porque el proyectil rompió un cristal con estrépito, desatando los fieros ladridos de un perro en la distancia.
El soldado se giró de inmediato hacia la fuente del ruido, linterna en mano, para preguntar si había alguien ahí. Sobra decir que nadie respondió, y tampoco encontró al causante del ruido. Durante un instante logró convencerse de que podría tratarse de un gato en plena cacería, pero luego dudó. Así que volvió a preguntar, pero esta vez con la voz temblorosa.
Obtuvo la misma respuesta.
Así pues, receloso de aquella situación, el soldado recurrió a la radio con la intención de solicitar refuerzos, llegando incluso a oprimir el botón. Sin embargo, lo soltó antes de pronunciar palabra alguna por temor a equivocarse... Lo último que deseaba era generar una falsa alarma que dificultase la contención del amotinamiento. Así pues, armándose de valor y con el fusil en ristre, se aventuró a descubrir qué había en la oscuridad.
El saboteador aprovechó la ocasión nada más este hubo desaparecido tras el recodo. Corrió hacia el otro extremo de la intersección, siguiendo los carteles de advertencia, y divisando en todo momento la gigantesca chimenea de los altos hornos, que exhalaba humo sin cesar.
Callejeó, moviéndose agazapado, sin encontrar más presencia enemiga. Continuó así hasta dar con la verja que aislaba la central eléctrica y todas sus instalaciones del resto del complejo. Miró a ambos lados con reserva, agradeciendo la penumbra; y echó un vistazo arriba de la misma: había una espiral de alambre de cuchillas, por lo que la escalada no figuraba como opción. Agradeció contar con unos alicates en su bolsa, con los que practicó un agujero cuadrangular en la malla. Dobló o retiró los restos punzantes antes de pasar a través del mismo.
Unos pasos después, se encontraba en el lugar idóneo: había llegado al patio de transformadores.
Con toda la precaución del mundo, se acercó al grupo de transformadores ―compuesto por cuatro grandes piezas rectangulares, enmarañados por cables de alta tensión― y procedió a plantar los explosivos tan cerca de los mismos como pudo, con cuidado de no electrocutarse. Por suerte, la cercanía de los unos con los otros evitó que debiera preocuparse por la longitud de mecha sustraída.
Se apresuró a unir los cartuchos de dinamita de tres en tres, los ató con cinta adhesiva y los conectó entre sí. Repitió el mismo proceso con las siguientes cargas. Hasta que, al cabo de tres o cuatro minutos, se halló junto al agujero por el que había accedido, mientras seguía desenrollando metros y metros de mecha.
Hecho esto, la cortó con la ayuda de una navaja, para luego trenzar los cabos sueltos vagamente. Agarró su fiable encendedor de gasolina, chascándolo con un hábil movimiento de muñeca. Una vez la llama se hubo estabilizado, prendió la mecha sin más dilación, la cual chisporroteó mientras seguía el camino señalado. De pronto, el constante clamor de aquella sirena no le supo tan desagradable.
Recogió sus cosas antes de atravesar el agujero. Justamente se disponía a alejarse  tan rápido como pudiera cuando la luz de una linterna lo cegó. Sin saberlo, acabó dándose de bruces con el soldado que había esquivado minutos atrás. El tipo emergió de las sombras, ajustando ―o más bien, amplificando― el haz lumínico de la linterna conforme le apuntaba con su fusil de asalto.
―¡Eh, tú! ―le gritó―. ¡Identifícate! ¿Quién eres y qué husmeas por ahí? ―El soldado enemigo reaccionó incluso al más leve movimiento por su parte―. ¿Es que no me oyes? ¡Detente ahora mismo! Eso es, tira el arma al suelo, vamos. Identifícate ahora mismo, o te pego un tiro.
―Tranquilízate, hombre. ―El saboteador trató de sonar conciliador, depositando cuidadosamente el arma en el suelo a medida que flexionaba las rodillas. Al erguirse, mostró las palmas de las manos, haciéndose ver indefenso―. ¿No ves que vestimos el mismo uniforme? ¡Somos compañeros!
Sin embargo, el otro no le creyó.
―Entonces, ¿qué diantres haces ahí, escondido en la oscuridad? ¿Por qué no estás con los demás, conteniendo el amotinamiento en el viejo polvorín?
El saboteador improvisó una excusa.
―Cálmate, amigo. ―Forzó una sonrisa de circunstancia, vigilando de reojo cómo la mecha se abría camino a su destino. Sintió el peso del tiempo sobre los hombros―. Estaba vigilando más allá cuando me pareció escuchar un ruido y me acerqué a comprobar. Nada más.
―Mientes ―masculló, acusatorio―. ¡Mientes! En ese caso, ¿por qué estás solo? ¿Dónde está tu pelotón y quién está al mando del mismo, eh? No te creo, joder. Todo esto es muy raro. ―Afirmó la culata del fusil al hombro, preparándose para disparar en cualquier momento. ―Seguro que eres un puto desertor... O quizá algo mucho peor.
El saboteador se puso una mano de visera, haciéndose sombra en medida de lo posible para echar un vistazo con disimulo a donde aún podía ver la mecha, progresando rauda y sin detenerse un ápice. Por su posición actual, supuso que concluiría su trayecto en breve; y no quería estar allí una vez ocurriese.
―¡Responde de una vez! ―le inquirió, amenazante, mientras se acercaba. Y mientras lo hacía, nuevos detalles salían a la luz; como el agujero en la verja―. Además, ¿qué coño es eso?
Al principio titubeó. Pero al final, tras un instante de lucidez, el saboteador echaría a correr completamente desarmado, sacándole partido al hecho de que este hubiese desviado la linterna para examinar el alambre destrozado ―y por lo tanto, también el cañón al cual estaba adherido―. Huiría aprovechando la distribución de aquellas calles y los múltiples parapetos que podía encontrar en el camino para salir de su línea de tiro, protegiéndose la cabeza con los brazos. Después de darle el alto, el soldado no tuvo más remedio que abrir fuego... Las balas silbaron a su alrededor, pero afortunadamente ninguna impactó en su objetivo.
Aceleró tanto como punto, y el soldado detrás de él. Este último saltó sobre los obstáculos y se posicionó hasta encontrar rango de tiro. Se detuvo en seco, la culata firmemente apoyada en el hombro mientras apuntaba a la espalda de alguien que corría en línea recta. Sonrió, seguro de poder abatirlo de un único disparo.
Probablemente lo hubiese hecho de no haber ocurrido la explosión en ese preciso instante, haciéndole errar el tiro. Por otro lado, con los transformadores convertidos en un amasijo de metal, sus fragmentos saltaron como la metralla. Uno de ellos, en concreto, alcanzaría al soldado en la nuca, haciéndolo caer en el acto.
El saboteador, por su parte, se arrojó al suelo con las manos en la cabeza. A su alrededor escuchaba el estruendo de las siguientes explosiones, así como el estrépito ocasionado por la consiguiente lluvia de proyectiles metálicos. Ni siquiera repararía en cómo moría el sonido de la sirena en la distancia; o en cómo las luces frías de los focos se apagaban lentamente.
Atrás suya solo quedaba el inicio de un fuego que arrasaría la mayor parte del sector noroeste del campo de trabajos forzados de Coral.
2ª parte del mismo (no cabía todo en un mismo post :') )


SIETE

―Lo han conseguido... ―susurró uno de los guerrilleros, el cual se acercaría a husmear junto a otros cuantos nada más se hubo corrido la voz―. ¡Maldita sea, lo han conseguido!
Un grupo de jugadores empedernidos bromearon con desdén al respecto, antes de tomarlo por estúpido con sorna.
―Que sí, joder. ¿Cómo iba a mentiros con algo tan serio, cenutrios? ―confirmó―. ¡Vamos, acercaos! Venid a verlo vosotros mismos si no me creéis.
Lentamente y con desgana, los jugadores apilaron los naipes y se incorporaron, arrastrando los pies al caminar.
―Por la gloria de los Trece... ¡Pero más rápido, que el tiempo apremia!
A estos tantos se les unirían algunos más, y después unos cuantos de por allá. Hasta que, al final, una marabunta de hombres se aproximaría mientras el primero de ellos señalaba hacia el invisible campo de trabajos de Coral, entusiasmado y eufórico a partes iguales.
―¿Lo veis? ―insistió―. ¡Exacto! Ni una sola luz a la vista en todo el desierto.
Los guerrilleros se sorprendieron, algunos incluso vitorearon a destiempo.
―¿Se puede saber qué cojones hacéis ahí parados? ―intervino Guerón desde atrás, con el ceño fruncido y los brazos en jarra―. No hay tiempo para celebraciones.
»Vosotros dos, Lando y Fígaro. No oigo los motores encendidos; corred a arrancarlos, rápido ―ordenó―. Los demás, ¿sabéis dónde se ha metido Gaude con la pistola de bengalas? Maldita sea... Y pensar que solo le encargué una cosa a ese zoquete. ―Bufó enérgicamente―. Bueno, no importa; ya aparecerá.
»Ahora, oídme bien. ¡Todo el mundo a los coches, partimos de inmediato! Estad preparados, hermanos míos, porque ha llegado el momento de saldar deudas con esos hijos de puta. ¡Este momento será recordado por los enemigos de la Nación como la noche que nosotros, la Compañía de los Devotos, pusimos en jaque una jodida prisión austracia! ―gritó con énfasis―. ¡Y sabed que no será la única en caer!
En esta ocasión, todos los guerrilleros al unísono. Sin excepción.
Con una sonrisa orgullosa en los labios, Guerón encaró el desierto nocturno mientras los hombres bajo su mando corrían a sus puestos. Tenía la radio en la mano; la misma que no habían podido usar durante las últimas dos semanas por temor a que toda comunicación fuera interceptada por el enemigo, y que ahora entregaba escuetos mensajes de tanto en cuanto. Oprimió el botón con gran satifacción justo antes de pronunciar unas sencillas palabras cargadas de significado.
―Aquí Equipo Tarasca. Estamos preparados.

OCHO

Hacía minutos que el centro de operaciones de Coral ―ubicado en el mismo corazón del campo de trabajos forzados― era un completo descontrol.
Primero detectaron la misteriosa aparición de un supuesto comando de guerra; luego supieron del amotinamiento de una treintena de reclusos, los cuales se guarecieron en un antiguo almacén de explosivos y municiones; y en último lugar, fueron víctimas del inoportuno sabotaje de una infraestructura clave, necesaria para el correcto funcionamiento de todo el complejo carcelero.
Pero la historia no acabaría aquí, ya que dicho centro de operaciones disponía de un minúsculo generador secundario que les permitía operar bajo mínimos, sin renunciar a ninguno de sus servicios esenciales, como lo eran los de telecomunicaciones. Por lo tanto, los altos mandos austracios a cargo del recinto seguirían bramando órdenes, organizando la defensa o exigiendo acciones inmediatas contra las masas sublevadas, aun cuando eso significara hacer uso de la fuerza letal.
Todo ello mientras giraban las dichosas luces de emergencia, inundándolo toda la sala con su intermitente luz ambarina. Hasta que, finalmente, el aullido de aquella sirena se detuvo.
―¿Qué diablos ocurre ahora? ―preguntó el oficial al mando.
Había tensión en el ambiente.
―No se preocupe, señor ―respondió el jefe técnico, tecleando comandos a toda velocidad―. Hemos activado el sistema de eficiencia energética.
―Arcontes, céntrese en el problema principal. ¿Puede usted restituir la corriente eléctrica? ―Se giró para encarar a los otros técnicos subordinados, confrontativo―. ¿Alguien en esta sala puede hacerlo?
―Me temo que no, señor ―respondió el jefe técnico, titubeante, tan rígido como si le hubiesen introducido un palo por el recto―. Esos malditos incursores deben haber encontrado un método de bloquear el suministro eléctrico.
El oficial al mando exclamó un exabrupto antes de descargar un puñetazo sobre la mesa. Acto seguido, arrojó una montaña de informes al suelo, embargado por la frustración. Requirió de algunos segundos para tranquilizarse.
―Decidme entonces, ¿cómo diantres explicarían ustedes que haya ocurrido semejante cosa, cuando el motín se concentra en el otro extremo de la instalación?
El jefe técnico no supo responder; si había causa alguna, el enemigo consiguió colarla con discreción. Por suerte, la aparición de un nuevo contratiempo lo sacaría del aprieto, evitándole el disgusto de dar explicaciones.
―Señor. ―Le llamó la atención otro de los técnicos presentes, esta vez uno responsable de las comunicaciones radiofónicas―. Venga aquí. Hemos encontrado unas emisiones, cuanto poco, sospechosas. A no más de cinco kilómetros de distancia, puede que menos. ―Suspiró descolgándose los audífonos―. Acérquese y oiga, por favor. Me temo que es importante.
El oficial acudió rápidamente. Agarró los auriculares y los acomodó sobre sus orejas, acallando el murmullo que había a su alrededor con un chistido. Ya en silencio, escucharía con atención ―y pánico mal disimulado― el contenido de aquella retransmisión.
Consistía en la reproducción en bucle del Himno de Liberación Burmenio, un cántico partisano gestado en la trinchera, en tiempos de guerra, y convertido en la actualidad en un símbolo de resistencia y oposición a las prácticas hegemónicas de Austracia. Las notas de su melodía estaban vivas, la percusión marcaba un ritmo ágil y enérgico, y sus voces a coro proclamaban un mensaje subversivo con estruendosa sonoridad, en una lengua que apenas balbucía a modo de advertencia.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda de arriba a abajo, sabiendo que dicha emisión no podía ser casualidad. Siendo completamente consciente de lo que aquello suponía, el oficial se quitó los audífonos y dejó de escuchar la grabación.
Si de algo no cabía duda alguna era que, más pronto que tarde, serían víctimas de un ataque perfectamente orquestado por los enemigos de la Nación; como había pasado con anterioridad en los campos de Nízar o Sierra Jara. Así pues, los temores que tanto les habían preocupado durante las últimas semanas al fin se confirmaban.
Tragó saliva con incomodidad. Porque no le quedaba más remedio que acatar las tan temidas ordenes venidas desde la capital, por más que su ejecución pudiera acabar en tragedia, exponiéndolos a un peligro incontrolable. Sin embargo, ¿quién era él para contrariar las directrices impuestas por las autoridades del Partido Nacional de Austracia? A fin de cuentas, era aquella una situación excepcional para la que se habían preparado concienzudamente.
Por lo que el oficial caminó con paso ligero hacia el otro extremo de la sala, acercándose a la barandilla que aseguraba esta planta de la inferior. Desde allí, contempló la cápsula de contención que retenía a un varón anómalamente hipertrofiado, con el cuerpo desnudo surcado de venas henchidas, el cual estaba suspendido en un líquido viscoso con la única asistencia de una máscara de oxígeno. Su piel era blanquecina, de un aspecto irremediablemente enfermizo; y su físico estaba exento de vello alguno.
Marcado en la frente, tenía el número "6".
―Liberad al autómata ―indicó a los científicos de la planta inferior, los cuales velaban por el sujeto―. Liberadlo y preparadlo de inmediato. ―Suspiró gravemente―. Y que los Arcontes, si son justos y benévolos, nos guarden en su infinita misericordia. A todos.

NUEVE

El apagón habría ocurrido mientras la encapuchada atraía la atención de un pelotón de soldados austracios, empeñados en darle caza a cualquier coste. Y es que, a estas alturas de la incursión, cualquier desplazamiento se había convertido en todo un desafío; no solo por la dificultad que entrañaba exponerse adrede ante una masa de soldados enajenados, sino más bien por su tendencia a dosificar el contenido restante en su cápsula de Éter. Por desgracia, privándose de aquel compuesto tan solo conseguía el efecto contrario: sentirse agotada, con todos los músculos entumecidos y la respiración agitada.
Para colmo, aquellos tipos no le daban ni un mísero segundo de tregua. Así que sus saltos cada vez eran más cortos, y sus zancadas más lentas. De seguir, más pronto que tarde caería rendida. Era demasiado peligroso reiterar en el uso de sus poderes sin haberlos alimentado previamente. Sin embargo, aunque estuviese al borde de la extenuación, se negaba a abusar de la única dosis que le habían conseguido. Debía moderar su consumo tanto como le fuera posible.
Y entonces se apagaron los focos eléctricos, desconcertando a sus perseguidores. Como única fuente de luz, la gigantesca y resplandeciente luna llena suspendida en el cielo nocturno.
Aprovechando la confusión, la encapuchada se escondió rápidamente de sus captores. Estos la buscaron con insistencia, comunicándose a voces después de revisar cada rincón. Así pues, agazapada en un recoveco en el que se creyó a salvo, extrajo el inhalador con las manos temblorosas. Se lo llevó a la boca, mordió la boquilla y oprimió con los labios a su alrededor, preparada para inhalar una carga de su contenido con moderación.
Por mísera que fuera, pronto sentiría cómo su cuerpo se reactivaba. Cada fibra de su anatomía gozó de un subidón de adrenalina; y la quemazón de sus entrañas, así como el entumecimiento de sus músculos, desaparecieron casi de inmediato. Como muestra de tal poder, sus ojos relampaguearon en la oscuridad con un fulgor aguamarina, y sus sentidos ―anteriormente embotados― se intensificaron.
Inmediatamente después, la sacudiría aquella inaudita sensación de euforia que acompañaba el consumo de Éter.
Aunque esta no se alargaría por mucho tiempo, ya que el sonido de los disparos, las explosiones y los vehículos irrumpiendo con violencia la sacarían de su momento de mayor éxtasis, devolviéndola a la realidad. Sería entonces cuando recordase el propósito de su misión, así como que se encontraba rodeada por individios que, de una manera u otra, ansiaban matarla.
Salió de su escondrijo ―envuelta en una maraña de tela que crujía al agitarse― para vérselas frente a frente con un soldado imberbe e inexperto, el cual pretendía encañonarla sin mostrar misericordia. Sin embargo, lo único que consiguió fue trabar el fusil entre las estrechas paredes del callejón. En ese momento, la encapuchada pellizcó una fuerza invisible con la mano izquierda, y la retorció hasta sentirse tan ligera como una pluma. Hecho esto, escaló con un par de zancadas sobre los hombros del muchacho y, una vez allí, se impulsó en diagonal. El soldado cayó de bruces al suelo, accionando algunos disparos por error; pero ninguno de ellos acertó en objetivo alguno.
Ascendió notando el contacto del aire frío del desierto en el rostro... Por primera vez en los últimos minutos, con sus poderes reinstaurados y al amparo de la noche, la encapuchada se supo a salvo de sus perseguidores. Así pues, se tomó unos instantes para reconocer los alrededores.
Lo primero que vislumbró fue una oleada de prisioneros ―liderados por un sujeto vestido con un uniforme austracio― enfrentándose a un batallón de soldados cada vez más mermado, en su camino hacia el polvorín donde se concentraban la mayoría de los presos amotinados. También advirtió el gran incendio que se había originado en la distancia, al otro extremo del campo de trabajos forzados de Coral, donde se intuían las formas de la central eléctrica, ahora oscurecidas por la humareda y la ausencia de suministro eléctrico. Y por último, divisó cómo una marabunta de enemigos cubría los puntos de acceso al recinto, mientras una enorme fila de vehículos circulaban a toda velocidad por la maltrecha carretera del desierto, evitando la llanura que intuían repleta de minas de proximidad.
Sonrió levemente al ver estos últimos. Por fin llegaban los refuerzos.
Estableciendo ese como su próximo destino, redujo bruscamente la presión de su muñeca izquierda. Sintió cómo el estómago le daba un vuelco antes de incrementar su velocidad de caída, usando aquella inercia para planear hacia el lugar donde sus compañeros se abrirían paso. Cayó conforme abría su capote a modo de asistencia, creando resistencia para facilitar la navegación.
Aquellos vehículos todoterreno irrumpieron en el complejo carcelero mientras tanto. El primero de todos ellos arrasó la verja electrificada, y los demás le siguieron a rebufo, a la vez que sus pasajeros abrían fuego de cobertura contra los parapetos enemigos. Al margen del tiroteo, la encapuchada advirtió que unos soldados pretendían utilizar una ametralladora montada contra el convoy. Sin más dilación, se obligó a descender en picado sobre ellos.
Ignorantes de su presencia, uno de los soldados amortiguaría su caída. La encapuchada rodó por el suelo, desenfundando su cuchillo de combate para rajar el muslo del segundo con corte certero. Al siguiente lo derribaría de una patada en el pecho. Y el último se acongojaría con tan solo mirar la hoja ensangrentada y el incesante fulgurar de aquellos ojos anómalos; se alejaría del arma montada con los brazos en alto, suplicando clemencia. Mientras este huía a trompicones, la encapuchada abrió el cajetín de la ametralladora y desenganchó la cinta de munición con un fuerte tirón, asegurándose de que su próximo accionamiento la encasquillase.
Luego se impulsaría hacia el cielo, no sin antes haber activado sus poderes antigravitatorios. Describiría un arco perfecto en el aire antes de aterrizar en medio del tumulto, rodeada de enemigos, conforme los guerrilleros bajaban de sus vehículos y se parapetaban detrás de los mismos. En cuestión de segundos, aquello se convirtió en una batalla campal. Los austracios resistían con fiereza; los rebeldes, por su parte, se desvivían presionando el frente; y mientras tanto, ella seguía enfrenándolos en la retaguardia, cuchillo en mano. Llenos de estupor por lo que veían, a los soldados enemigos no les quedó más remedio que retroceder en desbandada.
Una vez se detuvo el fuego, los guerrilleros aclamaron a la encapuchada, quien de nuevo se había impulsado para tomar una posición ventajosa. Estos derrocharían munición al aire, arengándose los unos a los otros a continuar avasallando hasta que el campo de trabajos forzados de Coral fuese tomado.
Pero entonces, nada más tomar cierta altura, la encapuchada advirtió el gran peligro que los acechaba.
Erguido entre el fuego, con su sobretodo de cuero ondeando al viento y su casco de metal oscuro arrancándole destellos a la luna, los amenazadores ojos de aquella robusta figura refulgían del mismo aguamarina que los de ella, tras un grueso visor de cristal empañado. Orgulloso, pese a respirar sonoramente de un depósito que cargaba a la espalda, y al cual estaba conectado mediante un tubo que pendía de su máscara. Sin ningún atisbo de duda, este fijaría su atención en la encapuchada.
Tragó saliva, temerosa. Pues se hallaba frente a la prueba inequívoca de que  Guerón estaba en lo cierto: se encontraban ante un «autómata» del Partido Único. De pronto la sobrevino una retahíla de imágenes mentales, como si fueran retazos de un pasado remoto. Sumergida en una vorágine de recuerdos angustiosos, notó la sangre golpeando sus sienes con un grotesco palpitar.
No pudo evitar sentirse doblegada por un oscuro sentimiento, elemental y primitivo: el miedo.

DIEZ

Aquel siniestro sujeto se recortaba en el horizonte incendiado, evaluando la situación con sus inquietos ojos refulgentes ―idénticos a los suyos―, vagamente escondidos tras el visor de una máscara integral. Su respiración, sonoramente acompasada, le servía para aspirar el Éter depositado en la bombona que cargaba a la espalda. Los pliegues de su largo sobretodo desabotonado agitándose sacudidos por el frío viento desértico.
Una fortísima racha de aire arreció el lugar, levantando a ratos sendas nubes de polvo.
Entonces se crujió los nudillos, haciendo sonar de paso el cuero de sus dedos enguantados en negro, reforzados y claveteados a la altura de la primera falange. Y sin más dilación, se precipitó contra el enemigo.
Con la salvedad de que, a diferencia de la encapuchada, este caería sin ofrecer resistencia alguna, sin más protección que sus articulaciones, y desde una altura imposible de amortiguar. Sin embargo, lo consiguió: aterrizó con la destreza de un felino, las rodillas flexionadas y el faldón del sobretodo removiéndose con estrépito; a pocos pasos del autómata, un grupito de guerrilleros eufóricos. Su continuo resuello los puso en alerta, pero fue demasiado tarde.
En apenas un pestañeo, entre el griterío frenético y una retahíla de disparos descoordinados, el autómata cargaría con el puño en alto. Inmune a las balas de sus enemigos, desataría toda su ira asestando un puñetado devastador... ¿Resultado? El guerrillero murió instantáneamente, reducido a un borrón sanguinolento; a un mejunje nauseabundo, mezcla de carne, órganos y fragmentos óseos. Lo restante de su cadáver destrozado volaría hasta estrellarse contra uno de los vehículos todoterreno, abollando la carrocería.
Embadurnados con los despojos de su compañero de armas, los demás se sumieron en el horror. Temblorosos y ojipláticos, ninguno reaccionó mientras el autómata se les acercaba, sus ojos abstraídos refulgiendo tras una pátina de sangre, y los nudillos llenos de salpiconazos preparados para aplastar.
Habría masacrado a un segundo guerrillero de no haberse entrometido la encapuchada, consiguiendo apartarlo de un empujón. Ambos rodaron por el suelo; esta vez, el autómata había errado el golpe.
Ágilmente, la mujer se incorporó a la lucha, sus extremidades ofreciéndole firmes puntos de apoyo mientras se deslizaba sobre la tierra batida. Aquellos seres anómalos de ojos resplandecientes establecieron contacto visual; se midieron con la mirada. La encapuchada por un lado, tensa e incómoda; el autómata con la cabeza ladeada, extrañamente satisfecho.
Con el ceño fruncido, torció su muñeca izquierda, tomó distancia y emprendió la huida hacia un lugar alejado. Resuelto y con fiereza, el autómata se recompuso y la persiguió dando grandes saltos, escalando paredes y encaramándose a ellas, hostigándola con una eficiencia abrumadora para tratarse de alguien sin más poder que su fuerza bruta. Sin embargo, pese a la notable diferencia de habilidades, cualquiera que presenciase aquello juzgaría que ambos eran una misma cosa: dos criaturas insólitas fuera de la comprensión de todo ser convencional.
La encapuchada siguió rebotando de edificio en edificio, con la respiración desvocada y el corazón en la garganta. No obstante, sin importar cuán lejos corriese o cuán alto saltase, jamás dejaría de oír sus resuellos continuos, acrecentados por el respirador artificial de su máscara; pues en ningún momento se alteraba, sino que parecía tan estable como la de un depredador que juega con su presa, consciente de tenerla sometida.
Presa de este tormento, la encapuchada posaría sus pies en el suelo; a su alrededor, un llano desolado por el fuego, de llamas altas y crepitantes. Justo después llegaría el autómata, logrando aterrizar con las rodillas flexionadas a no más de diez metros de su posición.
La encapuchada entrecerraría los ojos y respiraría hondo, con lentitud, tratando de calmarse. Mientras tanto, el autómata esperaría pacientemente sin mover un solo músculo. Sus ojos aguamarinas refulgiendo bajo aquella siniestra máscara integral, como dos luces en la oscuridad.
Apretando las mandíbulas, así como la empuñadura de su cuchillo de combate entre sus dedos, procedió a desenfundar su pistola conforme adoptaba una postura beligerante. El autómata se reiría lúgubremente, y sus terribles carcajadas retumbarían capaces de helar incluso la sangre del más valiente; pero no dijo una sola palabra. Como bien se sabía, el diálogo no se encontraba entre las selectas competencias de los autómatas creados por el Partido Único.
Pues su único propósito consistía en ser herramientas letales, infalibles e incondicionales a los intereses de la Nación.
Después de que ella se hubiese acomodado en aquella posición de combate, el autómata correría a su encuentro, tan rápido que incluso lograría confundirse con la penumbra. Se deslizaría zigzagueante, imposible de seguir con la mirada, mientras la encapuchada disparaba ráfagas descontroladas, advirtiendo con pánico cómo sus proyectiles no le causaban la más mínima mella.
Así pues, cuando lo tuvo suficientemente cerca, se apartó para retorcer la gravedad a la que se encontraba sometida, abandonándose al retroceso de su pistola mientras esta escupía balas en ráfaga. Actuó a sabiendas de que, cada vez que hacía esto, sus articulaciones ―sus muñecas, sus codos y sus hombros― se resentían más de lo normal; por suerte, sus músculos imbuidos de Éter evitaban dislocación o fractura alguna. No obstante, esto jamás evitaría que la munición se le agotase.
Su capote se agitó mientras retrocedía, repelida por las detonaciones de su pistola, ahora descargada, con la corredera retraída. Fue despedida de espaldas, con el viento silbándole en los oídos, creyendo moverse a la suficiente velocidad como para evitar que aquella siniestra figura encorsetada en cuero negro la alcanzase.
Pero se equivocó.
El contacto de una mano extraña aferrándola con fuerza por el tobillo le hizo reparar en su catastrófico error de cálculo. Ejecutando una cabriola, el autómata la arrojaría contra la superficie; y por más que ella intentase corregir su trayectoria de caída, era demasiado tarde.
La encapuchada se estamparía contra la pared de un barracón construido con restos desiguales de chapa, abollando su superficie hasta entonces irregularmente plana. A pesar del golpe, pudo reaccionar con inmediatez luego de advertir cómo una sombra oscura se le echaba encima. Con apenas unos instantes de antelación, y a pesar del latigazo de dolor que sentía en el hombro, se hizo a un lado mientras el otro descendía con el puño cargado...
Al golpear, lo hundió en el metal con estruendo.
El autómata chasqueó la lengua, liberándose sin esfuerzo de aquel amasijo de chapas. Cuando destrabó el brazo, la otra ya se había incorporado, trastabillante. Intercambió el cargador de su pistola, pero le costó hacerlo entrar en la cavidad con normalidad. Luego caminaría unos pasos hacia atrás, alejándose inconscientemente de la fuente de su miedo.
El autómata rio entre dientes, entrecortado por aquel tétrico y continuo resuello artificial.
Amartilló la pistola y se dispuso a acribillarlo con una ráfaga letal... Pero entonces, en un acto reflejo súbitamente brutal, el autómata desclavaría una de las láminas de chapa que segundos atrás había golpeado por error, y la interpuso a modo de cobertura.
Fuego.
Algunas balas rebotaron. Otras penetraron el metal, con trayectorias desconocidas. Solo unas pocas impactaron sobre tejido blando. La encapuchada siguió disparando hasta que la pistola se encasquilló.
Desgraciadamente, y por más sorprendente que esto parezca, el autómata salió indemne. Se desprendió del escudo improvisado y se miró el hombro, uno de los pocos lugares donde una bala ―o varias de ellas― había atravesado limpiamente, dejando un reguero de sangre. Sin embargo, acabaría haciendo caso omiso al dolor, como si fuese completamente incapaz de sentirlo.
Ojiplática, la encapuchada intentó desencasquillar la pistola. Él, en cambio, se abalanzó iracundo, como una bestia depredadora, asestándole un potentísimo rodillazo en el vientre; se retorció, doblegada por el dolor intenso. Con la pistola bloqueada, intentó defenderse esgrimiendo su cuchillo: realizó un corte horizontal, de carácter disuasorio, pero el autómata lo esquivó sin problema. Ella cayó la suelo, arrojada por la inercia de su ataque.
Las botas del autómata pisotearon la gravilla donde yacía debilitada. Intentó defenderse, pero falló. Aquella criatura la tomó burdamente, como si se tratase de un muñeco de lana maltrecho, agarrándola del cuello; también le aprisionó el brazo que sostenía el cuchillo de combate. Luego apretaría ambas constricciones... pero sobre todo la que se ceñía en turno a su muñeca izquierda. La encapuchada luchó, resistiéndose al tormento que este le procuraba, hasta sentir un fuerte crujido e, inmediatamente, un insoportable latigazo de dolor.
La mujer gritó agónicamente. En cuanto al cuchillo, este se le escurrió de entre los dedos.
El autómata reía entre dientes, repitiendo el mismo salmo una y otra vez: «vivo por la gracia del Legado; muero por la gloria de Austracia». Ella se asfixiaba mientras el otro reproducía esta consigna; esta frase de condicionamiento introducida en su cerebro durante los eternos periodos de contención. Batallando por su supervivencia, la encapuchada se sintió mentalmente asediada por aquellos mismos eslóganes que creyó haber dejado atrás hace mucho tiempo. Por unos segundos dejó de luchar, cumpliendo de ese modo ―sin ser consciente de ello― el propósito para el cual había sido preparada. Así pues, se abandonaría a la muerte, incapacitada para ignorar las consecuencias de toda una vida de adoctrinamiento. Supo que, por más rechazo que esto le causase, ambos seguían siendo una misma cosa.
No obstante, el autómata asimiló su pasividad de mala gana; ansiaba continuar provocándole sufrimiento. Por ese motivo redujo la presión de su mano antes de desprenderse de ella. Con un simple bamboleo de brazo la arrojó hacia las llamas, tal y como haría con un despojo cualquiera.
La encapuchada cayó abruptamente, tosiendo con violencia. Sintió el calor del fuego mientras su agresor se carcajeaba entre espasmos. Débilmente, ella lo observaría aproximarse; sus pasos eran lentos, medidos, acompasados con su despreciable respiración. De pronto, tuvo una perspectiva de sus botas militares pisando la tierra batida. Sumida en la desesperación, buscaría una forma de salvarse a su alrededor; pero no encontró ninguna.
Cerró los ojos, preparándose para morir... Y entonces la sobrevino una luz blanca, cálida y acogedora, capaz de desgarrar la oscuridad hasta hacerla jirones; envuelta en esta  luminosidad, había una dama radiante, de rasgos faciales difusos, brillante cabello blanco y tiernos ojos aguamarina. Entregada al éxtasis, la encapuchada levantó los brazos hacia la aparición; ella le tomó las manos y habló. Sonreía al mover los labios con lentitud, gesticulando una sola palabra sin emitir sonido alguno.
Aún sin escuchar el mensaje, su corazón se llenó de júbilo. Porque supo, inmediata e incomprensiblemente, que aquella dama radiante había pronunciado su auténtico nombre; y eso la hizo feliz.
Cuando la aparición se apartó, entre sus manos se encontraba su cuchillo de combate, resplandeciendo con un hermoso brillo metálico.
Después llegaron la sombra, trayendo desgarradoramente consigo a su campeón. Los pasos del autómata retumbaban en el suelo, acercándose. Ya se encontraba a escasos centímetros cuando ella aferró los dedos a la rugosa empuñadura de su cuchillo. El otro la agarró entre crueles risotadas, disponiéndose a estrujarla entre sus poderosas manos antes de asestarle el golpe definitivo.
Entonces lo apuñaló.
Y luego... tan solo hubo oscuridad.

ONCE

Por primera vez durante todo el encuentro, el autómata experimentaría en sus carnes la terrorífica sensación del miedo. O, al menos, así lo indicaban sus ojos desorbitados e incrédulos.
Pues lo que para ella era un cuchillo de combate entre sus dedos, se trataba en realidad de una masa de energía blanca y vibrante, la cual manaba de sus manos dispuestas la una sobre la otra. Como un radiante haz tubular al que se aferraba dolorosamente, clamando un grito desgarrador mientras esgrimía su creciente hoja calorífica...
Como un enorme sable compuesto de luz sólida, estremecedoramente nítida a la vista de cualquiera.
Este hecho tomaría desprevenido al autómata, quien imprudentemente habría acortado toda distancia con su oponente, disponiéndose a darle fin de la manera más cruenta posible: se imaginó aplastando su rostro mediante una sucesión de golpes brutales, hasta convertirlo en una masa pulposa e irreconocible; pues una traición a la Nación no merecía otro trato. Una vez satisficiera su insaciable sed de venganza, regresaría a la contienda preparado para repeler el ataque de aquellos insectos miserables. Pronto desearían no haber invadido jamás el campo de trabajos forzados de Coral.
Lamentablemente para él, tal cosa nunca ocurriría.
Porque el susodicho sable de luz lo habría ensartado de un lado a otro ―desintegrando sus principales órganos vitales― justo antes de descomponerse en pequeñas volutas lumiscentes que se esfumarían mágicamente. Acto seguido, ambos contendientes caerían al suelo debilitados...
La encapuchada trastabilló sin llegar a advertir que el resuello del autómata menguaba hasta extinguirse, dado el tamaño del gran agujero humeante que le atravesaba el tronco.
Tan masivo e impactante que inducía a pensar que este había muerto prácticamente al instante.

DOCE

Una vez se enteraron de lo ocurrido, Guerón y los suyos se abrieron paso en busca de la encapuchada. Durante el camino lucharon encarnizadamente contra algunos soldados rezagados y desmoralizados, antes de adentrarse en una sección del complejo que era pasto de las llamas.
Sería allí donde la encontrarían, tirada en el suelo; afortunadamente todavía con vida, aunque inconsciente después de su arduo combate con un autómata del Partido Único.
Antes de desfallecer, esta se había deshecho de la capucha... Debajo no había otra cosa que una mujer de aspecto cadavérico, con la tez pálida y consumida, que apenas mostraba rastro de vello; pero sí un "13" grabado en la frente. Su pecho se movía con inquietud, acompasado a su respiración ligera pero silbante. A juzgar por el ángulo innatural de su muñeca izquierda, debía de estar rota.
Pero, sin lugar a dudas, el detalle que más sorprendió a Guerón fue el hedor a carne abrasada que desprendían sus manos ennegrecidas.
Superado el impacto inicial, los guerrilleros la asistirían de inmediato. Mientras tanto, Guerón observó el cadáver del autómata con marcado sobrecogimiento, ignorante de las misteriosas causas que pudieron provocarle un enorme agujero humeante en el pecho. Por más que lo estudiase con detenimiento, jamás llegaría a comprender cómo se produjo.
Así pues, recogerían el cuerpo moribundo de la mujer que antaño habían denominado Edel ―en honor a la decimotercer y última Arconte venerada que enfrentase la Calamidad en los tiempos del Desastre―, y la cargarían hasta el hospital de campaña que habían improvisado a las afueras.
Por su parte, Guerón se mantendría al margen mientras los otros marchaban, arrodillado junto al cadáver del autómata. En un alarde de valentía, procedió a retirar a su máscara integral...
Bajo esta no había otra cosa que un rostro desencajado, macilento, tatuado con el número "6" en la frente. El líder guerrillero suspiraría con amargura, intimidado por aquella sombría apariencia... tan semejante a la de ella. Conforme esto ocurría, la radio que colgaba de su cinturón emitió un mensaje de contagiosa euforia, el cual pasaría totalmente desapercibido para él dadas sus preocupaciones actuales.
«¡El campo de trabajos forzados de Coral ha sido liberado!»
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