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[Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - Ledt - 20/02/2015

Buenaventura compañer@s del foro...
  Aquí en este espacio, colgaré el proyecto en el que trabajo y que tenía tambíen arriba en nuestro querído foro.  Lo he pulído un poco más, espero les guste y me critiquen.  Un tremendo saludo a todos.  Que gustoso me siento de verlos (leerlos) por aquí, denuevo.

<Enlace a la Historia en Wattpad>
-Mapa del continente-
[Image: 23450688-256-k85460.jpg]
            Indice
->El asesino en la corte. -I-
->Un culpable. Un inocente y Un traidor. -II-
->Una Huída Perfecta -III-
->Reodem, la ciudad sin ley -IV-
->El Bárbaro de Sarbia -V-
-> Los Veinte Capas Púrpura -VI-
-> Temblores en lo Profundo -VII-

->El Engarce Maldito -VIII-

_________________________________________________________________________________________
Capítulo I
El  Asesino en la corte.
La puerta tronó con violencia, tras esta se oyeron los rudos gritos de uno de los guardias preguntando por ella. Era más de media noche, se levantó de la cama con desgana, cogió un batín aterciopelado y se lo echó sobre la espalda. La brisa fría se colaba por la ventana, tenía la costumbre de dormir con ella abierta durante el verano, pero ahora las noches estaban más heladas. La estación estival daba sus últimos bríos antes de dar paso a su primo antagónico tan durable: el invierno.
Salió de la habitación cuando el soldado le abrió la puerta, un sequito de armaduras la recibió en el pasillo.
—¿Qué ocurre? —Se acomodó un mechón que le cosquillaba el rostro— ¿Por qué se me  ha despertado a estas horas de la noche?
—Princesa Lidias. —El guardia de mayor rango, se quitó el yelmo e hincó una rodilla—. Ha ocurrido una desgracia y...
—Me está asustando.
La joven miró a los varones a su alrededor y advirtió la silueta de Roman, que se acercaba apurando el paso al verla.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó ella todavía más confundida.
El recién llegado, traía puesta una coraza bruñida y dorada con la insignia de la corona grabada en el pecho. No llevaba casco y una capa del mismo tono que la armadura, le pendía hasta los tobillos. Era el uniforme de los paladines del reino.
—¡Benditos sean los dioses! Estás bien —dijo antes de acercarse a la princesa. Los guardias  hicieron una venia de respeto y se replegaron para dejarlo pasar—. Subí tan pronto como me enteré.
—Espera. —Ella adelantó el brazo para detener al paladín que ya tenía enfrente— ¿De qué se trata todo esto?
—¿Entonces no?... —Roman miró al capitán de la guardia y este inclinó la cabeza. El noble acercó su mano a las de la princesa y entonces dijo—: Lidias, es el rey; tu padre está muerto.
—¿Q-qué? —soltó entre un gemido sordo.
El rostro le palideció. Miró a la guardia, al paladín y el pasillo tenuemente iluminado por las candelas que guindaban del techo. Pretendió tragar saliva, en un frustrado intento por desasir el nudo que se le cerró en la garganta. Luego corrió por la galería, zafándose de los guardias y de Roman que intentó detenerla.
No avanzó más de veinte varas y ya se encontró frente al umbral de la habitación del rey. Había una treintena de guardias y soldados cercando el paso, la puerta estaba abierta y Lidias antes de ser agarrada por los varones, logró divisar el horror que había dentro: la sangre manchaba sabanas, muebles y la pared; consiguió también ver dos cuerpos de mujer. Estaban desnudos en el suelo con una expresión terrorífica, una de ellas tenía un tajo que le surcaba desde el sexo hasta los senos, dejando a la vista gran parte de sus órganos; a la otra le habían cercenada la garganta y la sangre la cubría el cuerpo de un rojo carmesí.
—Princesa —le decía uno de los guardias que la sostenía—. No debería estar aquí, aún es peligroso.
—¡Déjenme verlo! —ordenó evitando forcejear—. Es mi derecho ¡Déjenme verlo! ¿Dónde está?
—Ya hemos retirado el cuerpo, mi dama. —Un agente de la Sagrada Orden, con la capa púrpura le salió al encuentro—. Fue asesinado mientras dormía, aún no tenemos clara la ocurrencia de los hechos, pero estamos trabajando en ello. Una de las concubinas sobrevivió y ya fue trasladada hasta la torre, para su interrogatorio.
—¿Asesinado mientras dormía? —Había decepción en sus ojos, miró a los guardias y buscó al capitán, que llegaba junto a ella con Roman— ¿Cómo es que han permitido una cobardía semejante? Mi padre era varón de honor, siempre soñó con una muerte más digna, que encontrase yaciendo con un hatajo de meretrices.
—La muerte solo nos llega. —El paladín le alcanzó el batín que se le había caído y se lo colocó sobre los hombros con ternura—. No es digna ni tampoco indigna, simplemente es.
El páramo agreste desteñía sus verdes vestidos  para hacerse tan pálidos como los rayos del sol que anuncian la mañana en Freidham. Enclavada en las faldas de un cerro solitario en medio del gran valle, la gloriosa capital del reino arrullaba la magnificencia y monumentalidad que caracteriza a los hombres del norte: construcciones formidables y  robustas, cuidadosamente labradas en roca, mármol y piedras volcánicas. Las torres más grandes de todo el continente se encontraban aquí, desafiando al firmamento, altas así como las montañas que lejanas les rodeaban y separaban el reino de los barbaros del este y las bestias del Norte Blanco; allí donde siempre era invierno y los días solo duraban media jornada.

—Me lo cuentas como si no hubiese oído ya a tu padre. —Se levantó del asiento dando la espalda a Roman—. Jamás borraré esa escena de mi cabeza.
—Lo siento. —Se arrimó hasta la muchacha y le acarició el cabello—. Intento ponerte al tanto de todo. Todavía no han dado con el asesino.
—Roman, mi padre está muerto. —La mirada se le oscureció y perdió en el horizonte, mientras la voz le pareció fluir ajena a sus sentidos—. Nada podrá regresármelo, sin embargo desde ayer todo gira entorno a dar con el culpable de esta desgracia; mas su cuerpo está allí, envuelto detrás de esas paredes, esperando a ser sepultado.
—Princesa, todos lamentamos la muerte de mi rey. —Con profundo y sincero pesar Roman cogió las manos de su prometida y las besó—. Hallar al culpable no nos arrebatará la tristeza, pero si nos brindará paz.
—¿Paz? —Lidias apartó las manos de las de Roman y avanzó rauda hacia la ventana que daba al balcón— ¿Ves a toda esa gente allá afuera? —Aglomerados a las afueras del basto jardín, una muchedumbre aguardaba mirando hacia el palacete— ¿Crees que toda esa gente que viene a despedir a su rey tiene paz?
—No comprendo lo que dices. —Se acercó al balcón y contempló al gentío
—Todos seguramente han perdido a alguien por causa de su rey. —Sus ojos miraron a la ventana intentando capturar a cada mujer, varón y niño allá abajo—. No han pasado muchos años desde las últimas batallas en la frontera. El culpable de sus desdichas claramente es uno solo.
—No olvides que también de sus alegrías. —Roman pareció comprender lo que decía Lidias—. Ellos amaban a su rey y están aquí para despedirlo. Las buenas decisiones, como la defensa de la frontera, les han permitido vivir tranquilos todos estos años.
—Tú no lo entiendes, porque eres un soldado igual que mi padre.
El siervo de Roman, Jen, irrumpió en la estancia señalando que les esperaban abajo para iniciar el cortejo. Bajaron las escalinatas hasta el vestíbulo, donde, aguardando junto al féretro, se encontraba un sequito de caballeros y miembros de la Sagrada Orden. Lidias se detuvo junto al ataúd, pero no se acercó lo suficiente para ver el rostro del rey caído. A su lado Roman, con una fugitiva lágrima rodando en su mejilla, hincó una rodilla y luego le cedió el brazo a su prometida. Ella no lloraba, ni siquiera al verlo quebrarse, en cambio, sus luminosos ojos parecieron haber perdido el brillo por un instante, la mirada de la joven se oscureció mientras reflexionaba ensimismada apoyada sobre los hombros del paladín.
Era una joven hermosa realmente, una poesía hecha mujer, como se había referido a ella Roman cuando la conoció. Apenas era una muchacha de catorce veranos en aquel entonces, que regresaba de la Torre Blanca donde había culminado sus estudios. Roman fue enviado escoltarla de regreso al palacio   desde aquel día se enamoró de la princesa como un loco. Tierna y blanca como el marfil era su piel, de suaves formas su rostro y los ojos, cual turquesa, proyectaban su propia luz en una mirada aguda y desafiante que dejaba lucir un carácter fuerte e indomable. Su larga y sedosa cabellera azabache resbalaba despreocupada hasta su cintura, acariciándole los hombros cual velo negro, con un aire enigmático y majestuoso que decoraba su esbelta figura.
Ahora que ella contaba con diecisiete inviernos, Roman paladín del trono, por fin obtenía la bendición del rey para tomarla como esposa, sin embargo, con el monarca caído seguramente esa boda sería pospuesta. No por los funerales, que duraban alrededor de tres semanas, sino porque Lidias no parecía muy convencida ante Roman, lo que le destrozaba el corazón.
Los preparativos del duelo habían comenzado la noche anterior. Lidias, sin querer acercarse a ver a su padre, se zafó del brazo de Roman y salió del vestíbulo con cierta prisa. El caballero, aunque algún ademán hizo de detenerla, desistió al instante, comprendiendo que la princesa quería un momento de soledad.
Lidias se adentró en el salón del trono, completamente vació en ese momento y se echó de rodillas sobre la loza reluciente y fría. Así pasó un rato, hasta que unos pasos rompieron el silencio que hasta ese entonces reinaba. Un varón cruzó la puerta y entró hallando a la heredera inclinada en el piso; se acercó despacio.
—Los funerales de tu padre acabarán para el próximo mes.—Indicó el dignatario—.Entiendo que estés consternada, querida. Este episodio nos ha descolocado a todos.
—Vaya directo al punto, quiere.— Contestó con delicada violencia, sin mirar  al canciller a su espalda.
—Oh. Ya veo.—Se mantuvo en su posición y entrelazó los dedos de sus manos—.Lo cierto es que como canciller, aun cuando mi corazón se siente abrumado, debo hacerme cargo de los asuntos pendientes que dejó tu padre. Con la responsabilidad que recae sobre mis hombros, al menos hasta el día de tu matrimonio con mi hijo.
—¿Es eso todo lo que tenía que decirme? —La desgana fue evidente en su tono de vos—. Porque por lo que a mí concierne, puede hacer lo que quiera ahora que es el soberano de Farthias—indicó poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.
—Princesa Lidias, yo no lo vería de ese modo —señaló con incómoda reverencia—. Para mí es un honor adquirir este compromiso, pero entiendo que no me corresponde y quiero desprenderme lo antes posible de él.
—Entonces no se preocupe, volverá a ser canciller cuando Roman me tome como esposa. —El tedio en la mirada y en su voz fue innegable—. Ahora si me disculpa, quisiera un poco de soledad. Así que si no tiene nada más que agregar, agradecería que saliera de aquí.
—La esperamos para iniciar el cortejo —profirió con una reverencia el ahora designado monarca—. No tarde demasiado.
La joven levantó la cabeza y miró la perspectiva de aquella vasta sala, observó las columnatas de mármol que sostenían el elevado cielo, minuciosamente labrado con decoraciones en relieve y pinturas al fresco que recordaban dinastías del ayer. Cada columna de mármol tenía surcada una figura majestuosa que evocaba a los antiguos reyes. Pronto abría espacio para una nueva, con la estampa de su padre. Lidias sabía que el caído monarca no había sido un hombre más amado que temido por el pueblo, sin embargo, ella tenía mucho de él en su personalidad y sentía que de alguna manera le debía amor. Jamás fue una hija que le complaciera y llenara de dicha, excepto cuando no opuso mayor queja al enterarse que su matrimonio impuesto había sido convenido con el hijo del canciller. Sir Roman le parecía más un chiquillo necesitado de cuidado que un hombre recio y maduro. Lo cual más que amor, le despertaba lástima, quizá esa compasión era la que le impedía ser lo suficientemente dura como para rechazarlo y hacer de su futuro juntos un martirio.
Las nubes de tormenta acariciaron el firmamento, la noticia que había despertado al reino ya era el tema de discusión en todos los hogares y lugares dentro y fuera de sus dominios. El cortejo fúnebre se acercó a paso lento hasta la entrada del palacio. Venían a buscar el cuerpo del monarca para pasearlo por última vez por la metrópolis. En silencio, todos los habitantes de la casa real miraban con respeto aquella escena, hasta que un agente del reino se acercó hasta al ahora designado monarca, lord Condrid, para hablarle algo a su oído. Acto seguido la guardia real cayó sobre sir Roman, que caminaba junto a Lidias, apartándola con violencia.
—Ser Roman.—Declaró el oficial, levantando entre sus manos un pergamino que extendió frente a sus ojos—. Queda usted arrestado por ser el presunto autor del asesinato a nuestro rey. Acompáñenos sin objeción.
—¿Qué hacen? Suéltenme inmediatamente— intentando no levantar mucho la voz el caballero se zafó de las manos que se acercan para cogerlo—Esto es un error. ¡Por toda piedad! Van a lamentar esto.
—¿Qué sucede aquí?—intervino Lidias con la mirada en llamas—.Suéltenlo inmediatamente.
—Son órdenes del capitán.—indicó el soldado encogiéndose de hombros—.No podemos aceptar su petición.
Lidias se encaminó con diligencia por entre los nobles que acompañaban el cortejo hasta que llegó ante el canciller.
—Lord Condrid.—La princesa le hizo un gesto para que se acercase—.Es preciso que atienda esto.
—¿Debe ser en este momento? —El canciller le indicó el ataúd, que estaba siendo transportado a paso lento por el carruaje fúnebre y frunció su ceño.
—Los guardias se llevan a Roman.—Ya junto al canciller se acercó a su oído—Tienen una orden de arresto.
—Evidentemente, los agentes de la corona han tomado cartas en el asunto. —Disimulaba ante la multitud evitando mirar a Lidias mientras hablaba casi en susurros—. Ya hablaremos de esto luego.
—Sabe que él no tiene nada que ver.—Expuso con decisión la princesa, agarrándolo por el brazo con firmeza.
—Entiendo que tú no puedes asegurarlo— Cubriéndose ante la comitiva, Condrid se quitó la mano de Lidias que se aferraba a su antebrazo con cierta violencia—Pues yo tampoco puedo.
—Según las pericias de las hechiceras en los cuerpos de los fallecidos—Interrumpió el agente real, que llegó tras Lidias sorpresivamente.—La última visión antes de morir es poco clara, pero tenemos una confesora que relató haber sido impulsada por el sospechoso.
—Sus prácticas me resultan, cuanto menos, dudosas—La princesa se volvió hacia el recién llegado clavando sus ojos en la máscara que le cubría el rostro— ¿Desde cuándo los relatos bajo tortura le resultan tan concluyentes a la corte?
—Señorita, usted está haciendo graves acusaciones. Le recomiendo que.—El agente no acabó de terminar su oración, cuando la muchacha le puso dos dedos sobre los labios de la máscara y con un fiero gesto en la mirada le obligó a guardarse sus palabras.
—Lo que yo diga o haga, es mi responsabilidad desde que tengo uso de razón—Le indicó con voz airada y a la vez serena—Ni un plebeyo ni un noble falto de clase como usted va a amenazarme en mi palacio ¿Entendido?
El varón, derrotado por la actitud de la muchacha, solo asintió con la cabeza y culminó con una reverencia ante la joven, que se alejó de la escena con paso ligero y seguro. Luego acompañó en completo silencio al féretro mientras era paseado por las calles principales de la ciudad, hasta que regresó al palacete donde el ataúd fue devuelto a la sala de los reyes: un espacio preparado para recibirlo, donde permanecería los próximos veinte días antes de ser sepultado.
Una vez a solas, la princesa se acercó al cuerpo limpio y perfumado, acarició los cabellos canos del monarca y besó su frente por última vez.

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RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - landanohr - 22/02/2015

Buenas compañero!

Pues nada, ya iba siendo hora de pasarme por aquí a darle una lectura a tu historia, que en foro de FE no tuve tiempo entre unas cosas y otras...

Tenemos entre manos una intriga palaciega, que por otra parte huele a traición (o al menos es mi impresión) desde lejos... veremos a ver por dónde van los tiros, pero el ansia de poder es muy mala...

Te dejo algunos comentarios que me he anotado en la lectura. Algunos son más opiniones personales que una corrección en sí, te los dejo por si te resultan útiles.
Quote:tenía la costumbre de dormir con ella abierta durante el verano, pero ahora las noches estaban (eran?) más heladas. La estación estival daba sus últimos bríos antes de dar paso a su primo antagónico tan durable (duradero?): el invierno.

la sangre manchaba sabanas, muebles y la pared (aquí quizás sería más correcto utilizar el artículos o bien para todos los elementos de la enumeración o para ninguno)

a la otra le habían cercenado la garganta y la sangre le cubría el cuerpo de un rojo carmesí.

Mi padre era varón de honor, siempre soñó con una muerte más digna, que encontrarse yaciendo con un atajo de meretrices.

Hallar al culpable no nos arrebatará la tristeza, pero nos brindará paz.

No por los funerales, que duraban (durarían?) alrededor de tres semanas, sino porque Lidias no parecía muy convencida ante Roman, lo que le destrozaba el corazón.

Lidias se adentró en el salón del trono, completamente vacío en ese momento y se echó de rodillas sobre la loza reluciente y fría.

—Vaya directo al punto, ¿quiere?.— Contestó con delicada violencia, sin mirar al canciller a su espalda.

—¿Es eso todo lo que tenía que decirme? —La desgana fue evidente en su tono de voz

Pronto habría espacio para una nueva, con la estampa de su padre

Sir Roman.—Declaró el oficial, levantando entre sus manos un pergamino que extendió frente a sus ojos

—¿Qué hacen? Suéltenme inmediatamente— intentando no levantar mucho la voz el caballero se zafó de las manos que se acercaban para cogerlo

Y nada, a ver cómo sigue la historia.
Iep!!


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - Ledt - 23/02/2015

Muchas gracias por pasarte y comentar buen Landanohr, tus apreciaciones me vienen por ventura. Estoy haciendo una correción completa de la historia y estos detalles se me habían pasado por alto. Considero que son muy buenos tus consejos de cambio. Los tendré muy encuenta.
Muchas gracias y nos leemos!


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - Ledt - 23/02/2015

Capítulo II

Un culpable, un inocente y un traidor



Fue trasladado hasta los calabozos del palacio: una profunda construcción que se extendía varias varas bajo la superficie. Allí no llegaba la luz, el aire apestaba a humedad y muerte. «¿Qué ha pasado aquí?» ,se preguntó, al intentar sentarse a tientas apoyándose contra el muro de la oscura celda
—¿Qué pesadilla es esta de la que no logro despertar? —espetó en voz alta.
A lo lejos se escuchó el eco de lamentos lejanos «Me han metido en el Poso», sonrió con mueca irónica. « Y aún no me acabo de enterar de qué se me acusa». Desde algún punto entre la tiniebla se escapó una anaranjada luz, que poco a poco se hizo más y más grande.
—Mi han envia’o a por ti. —El guardia alzó la antorcha iluminando la estrecha celda—. Vuel’te, manos en l’ espalda.
—¿Crees que intentaré escapar o algo? —Roman obedeció la instrucción de mala gana—. Te recuerdo que solo estoy aquí de paso, esto es un absurdo mal entendido.
—Rialmente así e’pero yo que sea, ser... —Bajo la luz de la antorcha, el rostro lúgubre esbozó una mueca de veraz preocupación—. Este ‘itio le aca’aría antes que el patí’ulo. No e’ lugar pa’ varones d’ cuna d’ oro.
—Me tomas por débil… Oghrim. —Titubeó antes de referirse al guardia por su apellido. El modo prosaico y llano de su lenguaje, le había delatado—. Podría resistir más de lo que estimas, sin embargo, no estaré aquí tanto tiempo. Ya lo verás.
—Su paire requiere su pre’encia, ser. —El carcelero terminó de encadenarle las manos a la espalda —. Mi sorprende que intu’a mi proce’encia. Creí yo que era como los dimás de ‘u casa.
—Reconozco a la gente leal al trono. — Caminó guiado por el guardia, a través de los pasadizos del calabozo—. Los Oghrim siempre han estado en este palacio, les conozco desde que tengo uso de razón. Admito que no tenía idea de que trabajaban aquí de carceleros.
Dos guardias con la capa plateada le salieron al encuentro, antes de volver a respirar la brisa fuera de la catacumba. Le escoltaron hasta el salón del trono, donde le esperaba el canciller investido de soberanía por aquellos días.
—Se te acusa de traición, colusión y asesinato. —Profirió el protector del reino, alisándose la barba— ¿Tienes algo que decir en tu defensa, hijo?
—¿Hijo? Me llama hijo, después que ha firmado mi arresto y dejado que me traten como un delincuente. —Roman con los brazos engrilletados a la espalda, meció los hombros en ademán de zafarse—. Yo hice mis votos convencido de mi juramento. Jamás atentaría contra mi rey —indicó entregado.
—Entonces las pruebas en tu contra están erradas —inquirió con un tono de evidente sarcasmo—. La asesina confesa indicó que tú pagaste su cometido.
—¿De qué estás hablando padre? —Levantó la cabeza con el ceño fruncido— ¿Han capturado a un asesino?
—Una de las concubinas, resultó ser la causa del dolor que hoy conmueve nuestros corazones. —Movió la mano en un gesto de desprecio—. Será ejecutada mañana al amanecer.
—¡No! —La voz de Roman subió de tono—. Dejadme hablar con ella antes, me está inculpando de algo gravísimo.
—Imposible hijo mío. —Se reclinó en el trono—. Los interventores no dejarán que te acerques a ella. Tendrás derecho a un juicio al finalizar los funerales del rey. Si resultas ser inocente, me encargaré de que tu nombre sea limpiado. De lo contrario no podré evitar tu destino.
—¿Lo dices enserio? —El caballero agachó la cabeza en total entrega—. Hablas como si creyeras que realmente tengo algo que ver.
—Las investigaciones sugieren que tus ansias de poder te segaron el juicio. —La desilusión en su rostro era muy convincente—. Yo mismo me he decepcionado de tu persona, al entender tus intenciones. ¿En verdad ansiabas tanto ser rey? Es por eso que insististe tanto en casarte con la joven Lidias. Anhelabas ser su marido para acogerte al derecho de reinar cuando el rey cumpliera su tiempo, pero no te aguantaste y decidiste despojarle la vida bajo tu juicio. Me has defraudado hijo mío. Te perdono, pero no podré ayudarte.
—Eso es un absurdo. —Notablemente apesadumbrado, aquel varón engrilletado se dejó caer sobre sus rodillas—. No merezco estos cargos. Soy inocente en verdad. ¿Dónde está Lidias? Ella tiene que creerme.
—Llévenselo. —Se reclinó sobre el trono y se llevó la palma a la frente—. Es todo, sáquenlo de mi vista.
Los guardias levantaron al arrodillado, y le guiaron fuera del salón. En ese momento todo fue evidente para el caballero, lo habían incriminado, pero ¿Por qué? No lograba darse a la idea. Cavilaba esto mientras era trasladado de regreso al pestilente calabozo.
—Alto deténganse allí. —Se escuchó una voz femenina en la penumbra—. Déjenme hablar con él. —Era Lidias que avanzaba hasta los guardias que guiaban al caballero.
—Señorita no podemos detenernos. —Revelaron los escoltas, mientras avanzaban a tirones con el acusado—. Órdenes estrictas de que el condenado no hable con nadie.
--¿Condenado? —inquirió Lidias, parándose por delante de los varones—. Acaso ya se hizo un juicio, para referirse a él como un condenado.
—Mis disculpas. —El guardia al mando hizo un ademán con su brazo obligando a la princesa quitarse del camino—. Pero tenemos ordenes que debemos cumplir.
—Las cumplirán luego de que yo discuta con él ¿Entendido? —La firme orden pareció calar en los soldados como el rayo, inmediatamente detuvieron el paso, no teniendo claro que hacer realmente.
—Lidias —se oyó decir a Roman, quien levantó el rostro en ese momento para mirarle—. Me han tendido una trampa, la asesina confesa insistió en que yo le pagué. Pero no es cierto, debes creerme.
—Lo sé. Y te creo. —Contestó la muchacha sin alejarse del tono severo en su voz. Hizo un gesto a los guardias, dándoles a entender que tardaría poco tiempo—. Llegaré al fondo de esto. Pero necesito que seas fuerte y me hables con la verdad.
—¿Qué quieres que te diga? —Podía verse confusión en su rostro.
—Esa mujer, fue torturada hasta la agonía para revelar que ella asesinó a mi padre. —Lidias hablo más lento y moduló excesivamente cada palabra, no quería explicar dos veces—. Más aun las interventoras encontraron en su mente una escena en la que te veías pagándole.
—Te juro que no es lo que piensas. —Se le oscureció la mirada y contestó raudo como un chispazo, acompañando sus palabras de un espasmódico movimiento de su cabeza, ademán de negar firmemente la supuesta acusación.
—¿Y qué es lo que se supone que piense? —Los claros ojos de Lidias entre la penumbra y la anaranjada luz de las antorchas, parecieron febriles llamas—. La mujer poseía en sus pertenencias una suma considerable.
—Es una prostituta ¡Por toda piedad! —Explicó el hidalgo, mientras despegaba sus ojos de la fija mirada de la muchacha.
—Lo entiendo así. —Sin cambiar su expresión de serena tempestad y desafiante fuego—. Le pagaste por sus servicios, como cualquier macho que se ostenta de su espada. —El sarcasmo escapó con total naturalidad de sus labios.
—Lo siento mi amor. —Contestó con evidente vergüenza—. Pero dudo que comprendas del todo como ocurrieron las cosas.
—No vas a avergonzarte de tus actos y menos delante de mí. Tu prometida. —manifestó con aspereza y luego agregó—: No te refieras a mí como tuya, porque sabes que no te pertenezco y mucho menos, mi amor. De todos modos por el aprecio que te tengo y lo piadosa que puedo ser. Perdono esta supuesta falta de respeto, pero no es por eso que pretendo librarte de este embrollo, sino que es justamente porque quiero ver caer al verdadero culpable del deceso de mi padre.
—Andando —gritaron los guardias. Mientras se perdieron en la oscuridad tras entrar a las catacumbas. Lidias desapareció en dirección opuesta y regresó al palacio.
Se las arregló para llegar hasta la Torre de los Interventores, una construcción aledaña al palacete, en donde los agentes de la corona; los “Interventores” tenían su guarida. Los funcionarios de inteligencia, conformados por los más prestigiosos hechiceros, se encargaban de investigar los delitos y mantener el orden dentro y fuera de la nobleza.
En una de las salas, se hallaba en absoluta soledad y en condiciones infrahumanas la mujer acusada de ser la asesina del rey. Hasta allí llegó la princesa, para hablar con ella. Grilletes “mágicos” le impedían movilidad en sus brazos y piernas. Aunque de seguro esto era prácticamente innecesario, al comprender el estado de destrucción en que se encontraban sus extremidades y su cuerpo en general. Desnuda sobre el helado piso de piedra, no había espacio en su piel para donde cupiera una nueva herida. Sin duda, los brutos torturadores sabían hacer bien su trabajo. Pero bajo esta condición, para Lidias era sencillo creer que cualquier ser humano diría lo que fuera con tal de dejar de tolerar tal sufrimiento. Es por esto que no le convencía la confesión de aquella muchacha. ¡Por toda piedad! Era solo una muchacha aquel cuerpo hecho girones, cuyo pecho apenas se hinchaba cada momento al respirar.
—Tengo que reconocer que se me quiebra el espíritu ver a alguien en tu condición —aseguró Lidias mientras avanzaba hacia la malograda mujer— ¿Qué has hecho para merecer esto? Me pregunto.
—No-más-por-fa-vor —se descifró entre un agónico balbuceo.
—Tranquila querida, no vine a lastimarte —respondió mientras se inclinó a su lado—. Solo quiero que me digas la verdad.
—Ya he dicho todo lo que querían. —Un hilillo de sangre le escurrió de los labios, luego tosió y sus ojos parecieron nublarse.
—No quiero cansarte más. Me gustaría poder ayudarte, pero debes saber que es demasiado tarde para ti ahora. —Lidias habló con toda sinceridad, mientras le tomaba la mano—. Pero aun puedes hacer que tu verdad sea creída por alguien que la apreciará de veras. No creo que hayas asesinado a mi padre, y no me importa que esos insensatos te hayan obligado a creer que sí lo hiciste. Sólo quiero escuchar tu verdad.
—Señorita —balbuceó. Una vez más se crispó y comprendió que quien la visitaba era la princesa—. Dama mía, soy inocente —suspiró—. Había alguien más en la habitación, una hembra; salió por la ventana, yo… No pude ver bien entre la oscuridad, pero sé que jamás la había visto antes en el palacio.
—Te creo amiga. —Por fin una leve mueca en el rostro Lidias, pareció esbozar una sonrisa—. «Entonces sí había alguien más y era una mujer. —se dijo— ¿Por qué no le creyeron? ». Tu dolor será vengado. Lo prometo.
—Gracias mi lady. Habíamos tres siervas en la habitación de mi rey, ella llegó después. Les dije esto a los interventores, pero se negaron a creerme y me hicieron esto. Ellos no me escucharon. —Las lágrimas comenzaron a bañar el rostro de aquella mujer.
—Hablan de justicia, cuando lo único que veo es desigualdad. —Sacó un pañuelo y con él enjuagó las lágrimas y la sangre en el rostro de la malograda. —Juro, que el verdadero culpable lo pagará. Tu dolor no será en vano, desvelaré la verdad, de eso puedes estar segura.
—Me… voy a morir, princesa. —se quejó, mientras temblaba y su llanto se tornaba desconsolado.
—Me indigna lo que te han hecho y, sin embargo, no puedo más que simplemente consolarte con la verdad, aun por más cruenta pueda parecerte. No puedo mentirte. —Volvió a secar las lágrimas de la mujer y besó su frente en el gesto más noble que pudo—. Mi oración estará contigo esta noche, Celadora vendrá por ti en la mañana para librarte de este martirio.
—Tengo miedo, dama mía. Tengo mucho miedo. —Poco a poco, sus ojos se fueron cerrando y su mueca de dolor menguando.
—Duerme… gracias por tu relato. —Lidias salió de aquel lúgubre salón, perdiéndose entre la sombras tal y como había llegado. En total silencio.
Con la confesión de aquella muchacha se retiró a sus aposentos, asegurándose de no ser vista y evitar levantar cualquier sospecha. Ingresar a la torre de los interventores y visitar a un condenado era considerado un delito grave. La princesa a pesar de creerle a la joven meretriz, no podía evitar su desgracia, no tenía ningún peso ante el poder judicial de la corona—En este sentido se sentía atada de manos—. No podía salvar a la prostituta, ni liberar a Roman de los cargos. Nadie le creería.
Al amanecer de ese día la cabeza de la mujer fue desprendida de su cuerpo, ante la multitud que poco entusiasta asistió a aquel evento. Lidias observó la decapitación desde el balcón del palacio y desde la altura observó la ventana que daba a la habitación de su padre. “¿Cómo podría alguien escapar por allí?”. Estaba muy alto, el muro estaba tan liso y pulido que cualquier intento de aferrarse a él habría resultado en una caída inminente al vacío. Entonces reparó en aquel fino relieve, que sobresalía adornando la ventana y que se extendía rodeando los muros sutilmente hasta dar con la ventana de su propio cuarto, en ese momento un escalofrío le estremeció el cuerpo; se dio la vuelta y caminó con ligereza hasta su cuarto.
Recorrer el pasillo le pareció una eternidad, su corazón latía tan fuerte que le pareció oírlo fuera de su pecho. Abrió la puerta y se acercó hasta la ventana, estaba abierta; una pequeña mancha de sangre salpicaba la pared interior y el alféizar. La mancha era tan pequeña, que de no ser porque la princesa inspeccionó con afán minucioso, antes no la hubiera visto. Lidias se hecho hacía atrás miró el techo y notó como las vigas eran fácilmente alcanzables, si alguien saltara desde la ventana.—Ahora lo entendía—, «Me levanté apenas oí al soldado golpear la puerta de mi alcoba, en ese momento la asesina pudo haber logrado escabullirse dentro de mi cuarto y de alguna forma escapar—Si es que ha escapado—.» De cualquier forma toda la servidumbre había sido despedida durante estos días y las concubinas expulsadas previa interrogación. A los interventores no se les escapaba nada, era extraño que no prestaran atención a la historia que la supuesta condenada les había entregado. «Aquí algo no anda bien», meditó mientras se separaba de la ventana, dando pasos sin mirar atrás. «Los agentes deben saber de esto».
Salió de su alcoba casi corriendo, recorriendo los pasillos que con la luz del medio día colándose por entre las columnatas de piedra, estaban completamente iluminados; la princesa era una sombra que taconeaba el suelo de piedra a su andar. En el tercer nivel del palacete para satisfacer su búsqueda se encontró con dos agentes de la corona de la Sagrada Orden.
—Señorita. —Una modesta reverencia precedió el saludo de ambos encargados.
—Sois justo los que andaba buscando —su voz albergaba urgencia—. Hallé algo en mi habitación que tienen que ver.
—Le acompañamos entonces, mi dama —el agente más viejo respondió, mientras el de aspecto más joven solo asintió con la cabeza.
—Creo que el asesino de mi padre escapó hasta mi alcoba la otra noche. —Caminó con presteza y asegurándose debes en cuando de que los agentes la seguían—. El muro tiene un ligero zócalo que llega hasta mi ventana.
Entraron a la recamara perfectamente iluminada, las cortinas bailaban seductoras con el sutil soplo del viento desde la lumbrera. La princesa ingresó corriendo y se paró junto a la ventana.
—Acérquense, encontré un rastro que me parece sangre, justo aquí. —Lidias parapetada a un lado de las molduras, señaló la diminuta mancha en la pared. Ambos agentes se miraron y fruncieron el ceño, como confundidos—. Ese es el zócalo que recorre el muro, pienso que pudo perfectamente ser usado en un intento de escapar. Mi ventana estaba abierta por la noche y yo en cuanto oí que me llamaron salí de aquí.
—Intenta decirnos que la asesina ingresó a esta habitación. —El entrecejo del agente se arrugó cual pasa— ¿Pero entonces que la habría hecho regresar? Sus supuestos no tienen sentido.
—No, lo que estoy diciendo es que ejecutaron al culpable equivocado. — Se sentó a los pies de la cama y cruzó los brazos—. Alguien entró a mi cuarto esa noche, allí hay sangre, el relieve en el revestimiento de la pared lo posibilita. No digo que no pueda estar equivocada, sólo quiero que investiguen lo que les digo.
—Muy bien, dama. —El agente sacó un monóculo de entre sus vestiduras y observó con relativo interés aquella mancha sobre el alfeizar—. Señor Brogh, vaya a buscar al prefecto. Señorita, me temo que tendrá que desalojar la habitación. —El agente más joven salió con prisa a cumplir la orden dada, Lidias asintió con la cabeza.
La puerta del cuarto se mantuvo cerrada largas horas, dentro, los agentes y el prefecto prácticamente desvalijaban el lugar en busca de pistas y detalles que pudieran indicarles que la hipótesis de Lidias tenía sentido. Para ellos el caso ya estaba cerrado, sin embargo, los dichos de la princesa, no dejaban de tener lógica. Más aun, cuando el arma homicida aún no había sido hallada. «¿Será posible que los Interventores acepten haber cometido algún error al condenar a la prostituta. Los orgullosos señores de la torre, jamás admitirían algo semejante.»

Por la tarde Lidias fue solicitada en el despacho del prefecto, en lo alto de la torre de los Inteventores, colindante al palacio.
—Encontramos más restos de sangre en su alcoba princesa. —El prefecto, un varón alto, de aspecto imponente y tez muy alba; figura arrogante y esbelta, se acercó sutilmente a la joven que apenas había cruzado el umbral de la puerta—.Un descubrimiento interesante, que de no haber sido por usted aún no habríamos hallado.
—¿Reabrirán la investigación entonces? —Con las manos en las caderas, Lidias se plantó altiva. Al parecer la presencia del prefecto no le intimidaba en absoluto.
—Probablemente. —El varón se paró frente a la muchacha cuya estatura no le superaba el pecho y le habló inclinando un poco la cabeza para mirarla—. Antes quiero saber, qué la motivaría a usted a asesinar a su propio padre y nuestro amado rey.
—¿Que está diciéndome? —Levantó la cabeza con el rostro en gesto de confusión y miró al prefecto, quien daba pasos girando alrededor de ella—. Está insinuando algo que de inmediato le sugiero saque de su cabeza, porque no voy a tolerar.
—Es solo una pregunta, mi dama. —Le puso una mano sobre el hombro y se rotó hacia ella—. No es que crea que usted mató a nuestro rey. Porque, no veo que provecho usted tendría con ello.
—Por supuesto que ninguno, de otro modo no estaría aquí soportando sus incomodas preguntas. —Se dio la vuelta e hizo ademán de abrir la puerta—. Le sugiero que usted y sus interventores encuentren al verdadero asesino y lo hagan pronto, antes de que otro inocente caiga bajo sus garras. Y estoy hablando de Roman, estoy segura de que no tiene nada que ver en esto y ahora mismo está en ese inmundo calabozo y quien sabe que pestes podría contraer.
—Antes de que se vaya mi dama. —El varón bloqueó la puerta con su mano, impidiendo que Lidias la abriera. Cogió un saco que traía colgado hacía rato y lo arrojó sobre la mesa— ¿Sabe que es eso? —Caminó despacio hasta la mesa y abrió el costal, de su interior extrajo un puñal ensangrentado.
—Lo ignoro —dijo ella, frunciendo el ceño.
—Esto, mi dama. —Cogió el puñal y lo presentó a los ojos de Lidias—. Es el arma con que le quitaron el último suspiro a tu padre.
—¿Dónde lo hallaron? —Lidias evidentemente sorprendida, por un momento quiso acercar la mano para cogerlo, pero desistió del intento antes de que sus delicados dedos pudieran siquiera tocar la hoja
—Eso es lo más extraño. —El prefecto se agachó hasta casi rosar el oído de la princesa con la cara—. Bajo vuestro colchón.
—¿Qué? —El rostro de la joven palideció— ¿He dormido sobre esa hoja durante las últimas noches?
—Quien la haya puesto allí; o quería inculparle o estaba muy desesperado. —Volvió a envolver el puñal y lo metió en el saco—. Pero un asesino profesional no tiene ese nivel de desesperación, tampoco deja huellas tan evidentes y mucho menos su arma.
—¿Un asesino profesional? —Volvió su mirada al rostro del prefecto, que se acomodaba los bigotes.
—Es una hoja poco usual en esta zona, de herreros desconocidos y lleva una marca en la empuñadura; asesinos gremiales, no cabe duda. —El prefecto tomó asiento frente a la mesa y guardó el saco con el puñal en uno de los cajones—. Matan a sueldo, son astutos, mudos y jamás fallan. No había visto jamás esta marca, para serle sincero, lo que sé es por literatura; es por ello que no me explico, quien tendría el arrojo de contratar a una de esas ratas para acabar con el rey.
—Entonces hay que encontrar a esa asesina. —dijo casi en un grito y posó las manos sobre la mesa, sin darse cuenta de lo que acababa de salir de su boca.
—¿Asesina? —El rostro del prefecto se volvió hacia Lidias con insidiosa mueca— ¿Ha dicho usted, asesina? si mal no oí.
—Creo que es una mujer —Tragó saliva, se dio cuenta que sus palabras la estaban llevando a un terreno peligroso—. Yo… —suspiró—, hablé con la condenada antes de su ejecución y oí su versión de los hechos.
—Esa mujer insistía en que había alguien más en la habitación, sin embargo, no había pruebas que lo comprobaran. —El ceño del prefecto no dejaba de estar fruncido—. Ha violado una regla inquebrantable señorita. El consejo tomará las medidas que estime convenientes para castigar su imprudencia. Sin embargo, por estos días de duelo en que el consejo no se reúne, su sanción quedará pendiente.
—Ahora ya sabe que esa asesina está libre y el puñal es imprescindible para encontrarla —Lidias caminó hasta la puerta—. Espero que esta vez hagan bien su trabajo. —La cerró tras de sí.
La ira en el rostro del prefecto era evidente, su orgullo había sido herido, era cierto, habían fallado y probablemente habían condenado a una inocente, sin embargo, admitirlo sería una vergüenza. Por otro lado, Lidias sabía demasiado, su mente tramaba ideas oscuras que desafiaban las hipótesis que se tenían hasta ahora.
Apenas salió del despacho, la princesa se dio cuenta del curso que estaban tomando las cosas. «De algún modo intentan inculparme, tal y como hicieron con Roman», pensó. Apuró el paso por el largo y estrecho pasillo, que recorría en círculos la torre de los interventores. Al llegar a las escalinatas que llevaban al nivel inferior, notó que la puerta del despacho se abrió. La escalera se encontraba justo al dar una vuelta completa a la estructura cilíndrica de la torre, separada por un muro y una pequeña escotilla, que daba con la sala del prefecto. Lidias urdió un improvisado plan, al ver que aquel varón salía al pasillo; la puerta que confinaba a un pequeño balcón estaba abierta, lo cual aprovechó para atravesarla y pegarse a la pared, esperando que el prefecto o bien bajara o subiera las escaleras. Cuando hubo desaparecido bajo los escalones, la princesa volvió a atravesar la puerta y valiéndose que todo el piso estaba vacío, corrió hasta el despacho—la puerta no estaba con llave—«Seguro no tardará en regresar», abrió el cajón bajo la mesa y sacó la funda que guardaba el puñal, solo se quedó con la hoja y volvió a meter el retobo. Se guardó el puñal entre sus vestidos y salió tan rápido como entró. En el pasillo no encontró a nadie, sin embargo, no bajó las escaleras, asida a la idea de que el prefecto regresaría en cualquier momento, prefirió esperar su regreso, a bajar y topárselo en el camino.
Aguardó en el balcón procurando no ser vista. Tenía razón, porque el prefecto no tardó en regresar y le acompañaba un sequito de interventores escaleras arriba; Lidias sin ningún ánimo de oír lo que hablaban, hasta sus oídos llegó una conversación que la hizo estremecer
“—No perdáis más tiempo en investigaciones absurdas, cerramos el caso sin correr el riesgo de poner en duda nuestro operar”—oyó decir al prefecto—. “No queremos que el pueblo se indigne al enterarse que condenamos a una inocente”.
“—Pero usted está acusando a la hija sin tener pruebas suficientes—refutó uno de los agentes—. Esto traerá repercusiones”.
“ —Se vigilará a la joven Lidias, hasta cumplidas las tres semanas del duelo —nuevamente la voz del prefecto—. En el juicio del paladín Roman, se conocerá la verdad”.
“—¿Se juzgará a la princesa?—inquirió el agente”.
“—Rodarán ambas cabeza —aseguró el prefecto”.
Lidias contuvo la respiración tras el muro, no acababa de digerir lo que había escuchado. En el instante en que el grupo se perdió por el pasillo, saltó como el rayo y bajó las escaleras tan a prisa que quebró el tacón de su zapato, haciéndola tastabillar; salió de la torre cojeando, cruzó el jardín quitándose los zapatos que ahora estorbaban. Atravesó la puerta principal, y los soldados apostados en ambos costados la miraron confundidos, sin que alcanzaran a preguntarle si todo estaba bien les gritó que no había de que preocuparse. Luego se perdió en los pasillos del palacete, por los que se colaba la luz de la tarde entre las ventanas.
La princesa se hizo con un par de alforjas que encontró entre las pertenencias de Roman, metió en ellas queso, hongos y carne seca que encontró en la basta despensa. Guardó el puñal, se armó con todo cuanto creyó necesitar para sobrevivir fuera y lo metió en las alforjas. Bajó hasta los establos, allí encontró a su purasangre, lo ensilló con prisa, le colgó alforjas, y se sentó un momento sobre los fardos. Respiró profundo y contemplo con expresión desolada. Cerró los ojos un momento y cuando los hubo abierto se enderezó y abrió el morral que había dejado a un lado; de allí sacó tan brillantes como el sol y tan pálidas como la luna, piezas de la armadura que solía usar en los Juegos de Primavera, sus botas de equitación y las calzas de cuero que hizo ajustar en sus piernas, luego de desasirse de la falda. Se abrochó la greba al cinturón de cuero; que le ciñó la cintura, cubrió su escote con el peto de hierro y sus hombros con las brillantes hombreras. Estaba decidido, no estaba escapando, buscaría a la asesina ella misma, en el palacete ya no tenía a nadie en quien pudiera confiar.


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - Evory - 24/02/2015

Hola, compañero! Big Grin
Me alegro mucho de volver a verte por aquí. Tu historia ha evolucionado muchísimo desde la primera vez que la leí. Se nota el gran trabajo que le estás dando.
Enhorabuena, y sigue currando Wink


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - landanohr - 25/02/2015

Buenas compañero.

Pues después del arranque la cosa empieza a ponerse interesante, o quizás debería decir intrigante...

Me está empezando a oler a chamusquina y ya tengo a algún que otro "favorito" a culpable; pero tampoco quiero decir nada antes de tiempo.

Te dejo algunas anotaciones que tomé durante la lectura.
Quote:A lo lejos se escuchó el eco de lamentos lejanos

—¿Crees que intentaré escapar o algo? —Roman obedeció la instrucción de mala gana—. Te recuerdo que solo estoy aquí de paso, esto es un absurdo malentendido.

Los Oghrim siempre han estado en este palacio, les conozco desde que tengo uso de razón. (¿Aunque admito?) Admito que no tenía idea de que trabajaban aquí de carceleros.

Lo escoltaron hasta el salón del trono, donde le esperaba el canciller investido de soberanía por aquellos días. (La expresión "por aquellos días" me resulta contradictoria con lo narrado hasta el momento, ya que da la impresión de que todo sucede muy rápido, justo a continuación de que lo apresen. No parece que transcurra un periodo de tiempo entre la captura y el que lo saquen del calabozo, quizás alguna referencia a que pasa varios días en la celda le daría más consistencia )

—Las investigaciones sugieren que tus ansias de poder te segaron (¿segar o cegar?) el juicio. —La desilusión en su rostro era muy convincente—.

—Esa mujer, fue torturada hasta la agonía para revelar que ella asesinó a mi padre. —Lidias habló más lento y moduló excesivamente cada palabra, no quería explicar dos veces—.

—Lo siento mi amor. —Contestó con evidente vergüenza—. Pero dudo que comprendas del todo cómo ocurrieron las cosas.

—Tranquila querida, no vine a lastimarte —respondió mientras se inclinó (¿inclinaba?) a su lado—. Solo quiero que me digas la verdad.

—Gracias milady. Habíamos tres siervas en la habitación de mi rey, ella llegó después.

No podía salvar a la prostituta, ni liberar a Roman de los cargos. Nadie la creería.

Lidias observó la decapitación desde el balcón del palacio y desde la altura observó la ventana que daba a la habitación de su padre.

Lidias se echó hacía atrás miró el techo y notó como las vigas eran fácilmente alcanzables, si alguien saltara desde la ventana.

—Caminó con presteza y asegurándose de vez en cuando de que los agentes la seguían—.

—El entrecejo del agente se arrugó cual pasa— ¿Pero entonces qué la habría hecho regresar? Sus supuestos no tienen sentido.

Por la tarde Lidias fue solicitada en el despacho del prefecto, en lo alto de la torre de los Interventores, colindante al palacio.

No es que crea que usted mató a nuestro rey. Porque, no veo qué provecho usted tendría con ello.

Y estoy hablando de Roman, estoy segura de que no tiene nada que ver en esto y ahora mismo está en ese inmundo calabozo y quién sabe qué pestes podría contraer.

Cogió un saco que traía colgado hacía rato y lo arrojó sobre la mesa— ¿Sabe qué es eso? —

No había visto jamás esta marca, para serle sincero, lo que sé es por literatura; es por ello que no me explico, quién tendría el arrojo de contratar a una de esas ratas para acabar con el rey.

La princesa se hizo con un par de alforjas que encontró entre las pertenencias de Roman, metió en ellas queso, hongos y carne seca que encontró en la basta despensa. Guardó el puñal, se armó con todo cuanto creyó necesitar para sobrevivir fuera y lo metió en las alforjas. Bajó hasta los establos, allí encontró a su purasangre, lo ensilló con prisa, le colgó alforjas, y se sentó un momento sobre los fardos. Respiró profundo y contempló con expresión desolada.

Así que nada, a ver por dónde sale la cosa.
Iep!


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - fardis2 - 25/02/2015

CUIDADO; POSIBLE SPOILER

Buenas Ledt, aquí estamos de nuevo con el capitulo IX (La conspiración). La verdad es que empieza bien, con el juicio a Roman, y la disolución de los Capas Purpuras. A pesar de ello me confundió un poco el cambio que haces de personaje a mitad de texto (pasando de la moción a la torre con la princesa Lidias. Yo lo cortaría en escenas como bien haces cuando a Fausto le dan un cachiporrazo en la cabeza dentro la cantina. (Crea menos confusión en el lector con esa fórmula) Más o menos como te ha comentado AnaKatzen en Wattpad. Sí que es cierto que ciertas partes me han chocado, a los hechiceros se los han pulido demasiado fácilmente, Fausto como comenta Ana, es un estúpido redomado XD y mira que apuñalar a Lidias en la arteria femoral… En general es un capitulo con mucho potencial, pero sí que es verdad que le falta pulir un poco. Seguiremos a ver como se lo monta Lidias después del varapalo que se acaba de llevar.
PD; Muy bueno eso de que Lidias es la hija bastarda del Canciller. Buen giro argumental. Un saludo y nos leemos.


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - Ledt - 25/02/2015

(25/02/2015 08:16 PM)landanohr Wrote: Buenas compañero.

Pues después del arranque la cosa empieza a ponerse interesante, o quizás debería decir intrigante...

Me está empezando a oler a chamusquina y ya tengo a algún que otro "favorito" a culpable; pero tampoco quiero decir nada antes de tiempo.

Te dejo algunas anotaciones que tomé durante la lectura.
....



Así que nada, a ver por dónde sale la cosa.
Iep!

Muy buenas buen Landanohr, te agradesco mucho te sigas pasando por aquí y encima te tomes la molestia de tomar aquellas útiles notas, que tan bien que me sirven. Un muy buen ojo bionico, porque a mí se me escapan "n" errores por más que revise. Muchisimas muchisimas gracias.
Me alegro que taches de intrigante el capítulo, pues es precisamente lo que quería transmitir. Espero te guste como sigue esta historia.
   Un tremendo saludo y mil gracias compañero!!beer


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - Ledt - 25/02/2015

Alerta de Spoiler

Fardis!, amigo mío... que alegría verte por aquí además de wattpad...
Vaya, sí que ese capítulo me ha puesto de cabeza... jejeje lo cierto es que sí arreglé el temita del cambio e enfoque en los personajes y creo que ahora la nueva actualziacion está menos confuso.
- Por otra parte, creo que Fausto sigue metiendo la pata y no abrá más que hacerle, es un rematado.
- Lo de los hechiceros, pues, ya verás que tiene su explicación...
- En cuanto a que Lidias resulta ser bastarda del canciller... pues, el cutre se lo tenía bien guardado xD. Digamos que Vian no era tampoco una santa.
Un tremendo saludo Fardis y nos leemos compa!! Big Grin Big Grin


RE: [Fantasía Epica] De oscuridad y Fuego -La hija del Norte- - Ledt - 26/02/2015

Capìtulo III
Una Huída Perfecta


La puesta de sol inminente en el horizonte infinito, se dibujaba en los ojos de Lidias que le salía a encuentro. La princesa contempló el rojizo firmamento unirse con la agreste tierra de occidente. Apretando con inercia las riendas de su caballo, con las manos acalambradas y entumecidas.
Hacía ya dos horas que el rocín avanzaba al paso, la princesa no se había percatado, pero ya no le guiaba. Mientras miraba la esfera brillante ser devorada por las pardas montañas, salió de pronto de su estado de letargo ¿Dónde estaba?—No tenía remota idea—, lo cierto es que en algún punto al sur, de donde fuera que estuviera el palacio que había dejado el día anterior.
Ya no la seguían, o al menos estaba segura de que le habían perdido el rastro muchas horas atrás. Se dejó caer hacia adelante apoyándose sobre las crines de la cabalgadura, que echaba resoplidos mientras seguía con su parsimoniosa marcha: parecía que sólo mecía a la muchacha sobre el lomo. Los muslos le dolían horrorosamente, no había reparado que llevaba cabalgando por horas (un día y una noche), que había pasado a toda carrera, escapando de los hombres de la Sagrada Orden. No había tenido tiempo de comer, apenas y de beber —al menos en algún momento tenía recuerdo de haberlo hecho—, sin embargo, hasta ahora no había sentido nada: ni hambre, ni sed y mucho menos se había percatado de que se había privado del resto de sus necesidades. El sonido inconfundible del caballo vaciando su vejiga llegó a sus oídos, la princesa aún rendida sobre el cuello del animal apretó con la mano las crines y con la otra, que caía lánguida apenas sujetando la rienda se ayudó para enderezarse nuevamente sobre la montura.
—Bueno, debes estar tanto o más exhausto que yo de seguro. —Se apeó con un esfuerzo sobrehumano, al sentir como las piernas entumecidas le temblaban cuando quiso posarse sobre el estribo—. Después de todo, aquí parece buen lugar para estirar las piernas y tú y yo debemos comer y descansar.

“Envuelta en el talego, que encontró en los establos, salió tranquilamente y atravesó el portal apenas llamando la atención de la guardia. Sin embargo, sabía que cuando notaran su ausencia empezaría una búsqueda incesante. Así que a toda espuela avanzó hasta la finca de los Tres Abetos, sabiendo que Lord Condrid se había mudado al palacio y que por desgracia Ser Roman estaba en los calabozos.
Los siervos de la casa le dieron bienvenida, una vez allí Lidias pidió hablar con Jen, el escudero de Ser Roman.
—No me trae hasta aquí la buenaventura —confesó, cerrando la puerta de la sala para asegurar la discreción—. Tu señor se someterá a juicio en tres semanas. No será un juicio justo.
—Está hablando de confabulación. —El siervo se mostró sorprendido—. Toda la casa está sufriendo con la noticia.
—Y podría tener un desenlace aún más triste —enfatizó Lidias mirando con disimulo a la ventana, deseando no aparecieran los hombres del palacio buscándola—. Me iré en busca de la verdad.
—¿Se irá de la capital señorita? —inquirió Jen— ¿El señor sabe de esto?
—No —se apuró en contestar—. Y no tampoco debe saberlo. Encontraré al verdadero asesino y limpiaré el nombre de tu señor y el mío.
—¿El suyo mi dama? —El ceño de Jen se frunció—. Usted no tiene nada que demostrar.
—Conspiran en mi contra en la Torre Púrpura. —Lidias se apuró y se acercó más a Jen—. Lo cierto es que necesito tu ayuda. Concédeme el dinero que Roman puso a tu custodia. Lo devolveré apenas pueda regresar al palacio en condiciones de hacerlo.
—No se preocupe mi dama. —El escudero reverenció a Lidias e hizo ademán que lo esperara—. El señor ya me indicó que le sirva a usted como si de él se tratara. Ya regreso.
El escudero salió de la sala, mientras Lidias se quedaba allí mirando la ventana con nerviosismo. De pronto los estandartes purpura de la Torre de Interventores se dejaron ver en la lejanía, las tropas del Canciller venían a la finca, seguramente en su búsqueda. Jen venía por el pasillo cargando tres bolsas de oro, la princesa corrió a su encuentro y las recibió con prisa. Una venia despidió al escudero y la muchacha desapareció rauda por el pasillo. Afuera se montó al caballo y hundió las espuelas, partiendo una impredecible carrera hasta el portón. De frente a solo unos cien metros, los hombres de la Torre cabalgaban a su encuentro, Lidias salió del camino adentrándose en la floresta.”
Se llevó ambas manos a los muslos, las frotó para desentumecerse las piernas y aplacar el agudo dolor que estaba sintiendo «¿Como hacen los varones cuando cabalgan durante días?», el escozor no parecía menguar por más que se sobaba
—Me has recordado de que yo tampoco he liberado mi vejiga en todo el camino. Encima está oscureciendo y comprenderás que no tengo la suerte tuya. —Le dijo a su montura.
Miró la enorme posa que la bestia había dejado bajo sí; luego observó en derredor, era una llanura tosca y polvorienta, habían algunos guijarros y pedruscos enormes esparcidos a la redonda. Más atrás aun podía ver las sombras del lejano bosque de abetos, el cual unas dos horas atrás había cruzado. Ahora el paisaje era menos frondoso, no había arboles cercanos, uno que otro espino de cuatro palmos y algunos arbustos faltos de verdor; eso sí, a unas cuantas varas se podía apreciar una pradera cubierta de pastizales amarillentos «Mi modo. Aquí no hay nadie y tampoco creo que pueda aguantar un poco más». Se alejó un par de varas, aflojó las grebas y se bajó la calza, hasta un poco más arriba de las rodillas. Despacio y ayudándose con las manos sobre el regazo se puso de cuclillas, acompañada siempre del incomodo dolor muscular producto de la larga cabalgata. El líquido humedeció el reseco suelo un instante considerable, después de todo llevaba más de un día reteniéndose
—Procura no mirarme, ya es suficiente humillación tener que hacer esto delante de alguien, aunque ese alguien sea un animal.
Lidias hablaba con su caballo para no sentirse tan sola, mientras lo guiaba hasta la pradera próxima, para que este pudiera pastar. Ya había anochecido, pero la enorme esfera plateada en el firmamento iluminaba tanto aquella vasta llanura, que más que una noche parecía un día azuloso. Luego de beberse más de la mitad de su cantimplora, la princesa echó mano de sus alforjas en busca de queso y algunas zetas secas, de las que se había hecho antes de partir.
Estaba helando, y la inmensa planicie no ofrecía ningún cobijo al implacable frío que llegaba sin piedad a malograr a la joven. Aun cuando era verano, en aquellas zonas tan al norte del continente la temperatura jamás se elevaba lo suficiente; mucho menos por las noches. Lidias comprendió que tenía que encender una fogata, si quería amanecer viva, por otra parte desistió de su idea al pensar que; seguramente de estarla buscando, el fuego atraería la atención de sus perseguidores. Como pudo se acomodó entre las escasas cobijas que traía consigo y se arropó con todo lo que pudo echarse encima, montura y ceñidor incluidos. Tampoco se quitó del todo sus corazas, excepto las hombreras que provistas de un forro acolchado usó de buena almohada. No le costó tanto como creyó cerrar los ojos y dormir, considerando lo cansada, dolorida e insolada que estaba.
***
Las caricias tibias de la alborada, con sus rallos de luz, desvelaron los claros ojos de la princesa, que de súbito aparecieron tras el despertar de sus parpados. El hermoso rostro ahora sucio y su liso cabello lleno de polvo y semillas de pasto, era lo único que apenas sobresalía del cuerpo bajo las mantillas, todo el cuero y la montura incluida que le arropaban. Se llevó la mano a la frente a modo de visera, para evitar que los rayos del sol le encandilaran la mirada. Localizó a su palafrén que pastaba en la pradera a pocos metros de su improvisado lecho. Se enderezó comprobando que el dolor en sus muslos no se había ido, peor aún había empeorado, al menos ahora solo era muscular y el escozor entre sus piernas ya se había marchado. A pesar de que Lidias acostumbraba a usar calzas de cuero para equitación, aun en su cotidiano, el roce del galope y el calor de todo un día a horcajas, le habían dañado la piel al interior de los muslos.
Abrió la alforja y sacó algo más de queso para desayunar, mientras lo hacía, sentada de costado como estaba apoyando el peso de su cuerpo sobre el brazo izquierdo y con el otro llevándose a la boca el alimento, prestó atención a toda la llanura, ahora que se le hacía más sencillo con la luz del día y su ánimo menos cansado. Las grandes montañas pardas que contempló el pasado atardecer, eran nada menos que las cumbres de Ninnei, lejanas en el horizonte, no podrían ser otras, pues sabía que había viajado siempre en línea recta, transversal a la ciudad de Freidham, su hogar. Si bien la princesa poco conocía por sí misma fuera del palacio, según mapas que bien había estudiado, ella debería estar en las estepas de Reodem,—o no muy lejos de allí—. Si eso era cierto, la civilización no debía estar muy lejos, Reodem, tenía entendido era una ciudad de mineros, el comercio era prospero, aunque era un sitio peligroso, allí llegaba todo tipo de varones, desde honrados trabajadores optimistas y ambiciosos buscadores de fortuna, hasta ladrones, violadores y asesinos en busca de nuevas y mejores oportunidades. Aunque no lo había decidido así desde un principio, quizá el destino la traía hasta estas tierras por una buena razón. De ser afortunada, aquel sitio, era el mejor lugar para comenzar a buscar pistas (de haberlas), del verdadero asesino de su padre. Como fuera era el lugar exacto en donde podría encontrarse a mercenarios, sicarios y toda clase de mal vividores dispuestos a ofrecer sus oscuros servicios a cambio de buena paga.
Lidias ensilló el caballo y retomó su ahora preparado rumbo, aunque no terminaba de decidirse si Reodem estaría más al norte o más al sur desde donde ella estaba, sin embargo, optó por lo más sensato que le pareció: continuar en línea recta hacia las montañas; si bien no sabía si más al norte o más al sur, la ciudad estaba prácticamente enclavada en las montañas. Así pues, de cualquier modo aún tenía que estar más cerca de las cumbres para decidir dónde ir, quien sabía si la fortuna le sonreía, quizá hasta se encontrara de frentón con las murallas de la urbe.
Recordó que el rocín no había bebido un sorbo durante todo el viaje, de inmediato un calofrío recorrió todo su cuerpo, de solo pensar que aquel bruto podría morir de súbito, si no encontraba la forma de hidratarlo cuanto antes. La sobre exigencia de la cabalgata del día anterior debía tenerlo muy a mal traer y Lidias había oído historias de varones que quedaban en medio de travesías enormes y sin transporte, cuando sus monturas perecían por la sobre exigencia. A menudo esos varones también morían en la soledad de las estepas, cuando el frío y el hambre los devastaba.
No podía dejar que su caballo muriera de sed, sin él salir de aquel llano se veía una tarea difícil, más aun si todavía le seguían, no tendría oportunidad de escape de no contar con su montura. Estos pensamientos desaparecieron al instante, cuando comprobaba que el aroma en la brisa se tornaba húmedo y el sonido inconfundible de un arroyo, la hicieron acelerar el paso.
No podía tener mejor suerte hasta ahora, encontrarse justo a tiempo con un afluente, le alegraba el día enormemente, primeramente porque podría saciar a su bridón y en segundo lugar el río era la mejor guía que podría querer para encontrar la civilización, ahora sólo tendría que seguirlo aguas arriba y sería cosa de tiempo hasta hallar un poblado, o quizá hasta la misma Reodem. Si bien parecía que el azar estaba de su parte, tampoco se lo puso tan fácil, después de todo, encontró el río; pero llegar a sus aguas por ahora estaba complicado, justo bajando una quebrada, donde la foresta parecía emerger de la nada, un tupido bosque de robles le saludaba y se burlaba de su desdicha al no poder bajar el empinado barranco que les separaba de ellos y el río. Echó trote bordeando el precipicio con la esperanza de encontrar más adelante alguna pendiente menos elevada, donde poder bajar. No pasó mucho hasta que divisó a lo lejos una sección del despeñadero, donde de seguro podría descender. El paisaje era bellísimo, comparado con la árida estepa por la que había caminado largo rato, ahora se adentraba en una llanura más húmeda, llena de verde, arbustos, prado, hierba fresca y turgente; y todo bajo la sombra de enormes robles, que daban la bienvenida a las riveras de aquel torrente cristalino.
El bayo se acercó sin timidez y bebió enseguida de las tranquilas aguas, una vez alcanzada la orilla. Inmediatamente Lidias observó a su alrededor y notó que el bosque le cerraba la vista al intentar mirar por sobre las copas de los gigantes, lo cual le impedía ver el borde del precipicio que había bordeado un rato antes, recordó que ella tampoco podía ver hacia abajo con toda claridad directo a las riveras del arroyo y enseguida comprendió que el lugar era perfecto para avanzar oculta en busca de la urbe. También miró aquellas aguas, que le invitaban a refrescarse; no creyó que fuera una mala idea, después de todo se sentía muy acalorada bajo sus ropas y la armadura, además de saberse sucia y sudada después de tanto viaje, no le venía nada mal un buen baño en ese momento. Se sentó en una roca y comenzó a quitarse las botas de cuero de nutria; desnudó sus blancos y pequeños pies, que sintió libres y aliviados después de tanto martirio.
Titubeó un poco y echó varias miradas a todos lados antes de continuar, luego se despojó de las calzas, que dejó estiradas sobre la roca junto a la greba, el peto de acero y las hombreras de cuero y metal; además del grueso cinturón, desde el cual colgaba también la vaina que enfundaba su alfanje. Entonces dejó a la vista sus oblongas pantorrillas, que trepaban hasta torneados y bruñidos muslos; parecían no tener fin hasta perderse convertidos en redondas y firmes nalgas descansando sobre la gris piedra. Descolgó la tira de cuero que colgaba a su espalda, donde traía bien fija una ballesta de mano, cargada y dispuesta a descargar sus dos tiros cuando su delicada mano presionara el gatillo: la colocó a su vera y prosiguió a desnudar su torso.
Una menuda cintura, contenía aquel suave y liso abdomen que de no haber sido por hoyuelo del ombligo, costaría creer que aquella hembra no haya sido un ángel. Los pechos que aún no alcanzaban su tamaño adulto; se erguían tersos, redondos, perfectos cual escultura del más fino mármol, dotados de delicados y rosados pezones que se irguieron al contacto con la fresca brisa que les acariciaba. Allí estaba Lidias, completamente desnuda con su ballesta de mano en la izquierda y el alfanje en la derecha. Se abrió camino entre los arbustos que la separaban de la rivera y caminó descalza sobre la arenisca húmeda, haciendo molde de sus pies cada vez que pisaba; entró lentamente al agua, pasando por el lado del palafrén que continuaba bebiendo.