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[Cuento Fantástico] El ritual de los caídos - Laundrich - 06/06/2015

Hola, escritores. Ante la imposibilidad de concursar en el relato de terror del mes pasado, me he decidido a dejarles un cuento de mi autoría como una humilde compensación. Espero que disfruten de la lectura, aunque sea un poco. Además, si desean compartir alguna idea, o comentario, o crítica, por favor háganlo sin dudar,  me hará feliz responderles. Bueno, basta de cháchara. ¡Nos leemos!


RE: El ritual de los caídos [Cuento Fantástico] - Laundrich - 06/06/2015

EL RITUAL DE LOS CAIDOS



Sobre los techos de las casitas de la aldea de Commons se levantaba una nube de polvo inmensa, porque el pánico había provocado una marcha frenética en los pobres lugareños. La mayoría de ellos habían sido alcanzados por una sorpresiva peste que en pocos días había diezmado a casi todos sus pobladores. Los aldeanos que no habían sucumbido aún, corrían el riesgo de morir con cada segundo que pasaba. El resto de ellos, los que aún estaban sanos y todavía resistían, no paraban de traer agua del pozo, o arrancaban con poco tino raíces curativas que sólo sus ancianos sabían como aprovechar correctamente, o, en el peor de los casos, recitaban cánticos frente a los convalecientes para apelar a la misericordia de sus dioses. Nada de lo que habían hecho hasta el momento parecía haber tenido resultados. Entre estos desesperados ayudantes, el joven Ruperto era el más enérgico y también el más preocupado.

Ruperto, junto con el apoyo de Dalila, su joven amante, no se había detenido a descansar desde la irrupción de la peste, tres días atrás, intentando por todos los medios ponerle fin a esa enfermedad de acometida tan violenta y sorpresiva. La mayor ayuda la daban trayendo agua del pozo, para calentarla y hacer infusiones con las hierbas curativas que crecían en la región. La pareja se encontraba todavía a un buen trecho de la entrada de la aldea. Los rayos del sol les abrasaba la nuca sin tregua mientras arrastraban los pies por la árida tierra. Ruperto, fuerte y de energía casi infinita, cargaba bajo cada brazo un barril de agua del tamaño de un hombre, algo que nadie más en Commons podía hacer, y a su lado, Dalila llevaba una cuba más pequeña de la mano. Aun así, a pesar de la aparente liviandad de la palangana, el esfuerzo continuo había llevado a la pobre mujer al límite de sus energías. En pleno viaje las piernas le flaquearon y cayó desmayada antes que Ruperto pudiera hacer algo. La sorpresa que sintió el joven aldeano al verla desplomarse provocó que él también trastabillara, aunque por culpa de una roca picuda, y fuera a parar al suelo, derramando toda el agua de los toneles que tanto les había costado llenar. Al levantar la cara de la tierra dura y al ver el cuerpo inerte de la joven, tanto como el líquido del agua absorbiéndose en la arena, dejando apenas una sombra húmeda, se desesperó.

Corrió entonces tambaleado hasta Dalila y se arrodilló a su costado. Al mirarla de cerca supo que no estaba muerta, pero sí semiinconsciente y muy enferma. Con prisa pero cuidadosamente, la levantó en brazos y la transportó al reparo del sol a un costado del camino, bajo un árbol cercano, y la dejó reposando. Luego volvió al sitio donde había derramado el agua para ver si podía salvar aunque fuera un poco. Pero la lastimosa visión de su amada le abrumó de repente y se le terminó por quebrar el ánimo, clavando las rodillas en el suelo polvoriento.

—¿Por qué, por qué nosotros, dioses?, ¿Por qué Dalila? —gritó al cielo—. ¿De qué vale todo el maldito esfuerzo que hacemos, si igual se están muriendo todos?...

Ruperto no esperaba recibir una respuesta a sus cuestionamientos, por lo que cuando oyó repentinamente el cacareo de una voz ronca apenas a unos metros más allá, se sobresaltó:

—Déjate de lloriquear, que estás bastante crecidito para eso. —Ruperto se encontró mirando con sorpresa a un viejo envuelto en una piel de ciervo gris. Sin esperar a que el enérgico joven reaccionara, el extraño fue cojeando hacia él ayudado con una rama seca a modo de bastón. Parecía que había estado holgazaneando detrás de una roca cercana, por eso Ruperto no lo había visto.

—Ya, ya, qué patético te ves —remató tras echarle una mirada escrutadora una vez que se colocó frente al joven—. Ser alto y de brazos abultados demuestra que no hacen de uno un hombre.

—¿!Quién es usted!? —quiso saber Ruperto, todavía perplejo e irritado—. No tengo tiempo para que se me burle un vagabundo. Lárguese, antes que se convierta en una víctima más de la plaga.

—Qué modales tan malos —le respondió el viejo con una sonrisa sardónica—. ¿Acaso no sabes quién soy? ¡Vagabundo! Hace tiempo que un pueblerino no me insulta con tanta impunidad. —Sin previo aviso el anciano soltó la rama, se acicaló el pelo y la cara con las manos, inspiró profundamente y anunció—: Me conocen como el Gran Ixmil, nigromante real, y exijo una disculpa, granjero de pacotilla.

En otras circunstancias Ruperto habría ignorado a alguien tan desagradable como aquel viejo, pero estaba tan irritable y exhausto que la idea de tomar uno de los barriles vacíos y tirárselo por la cabeza le pareció la decisión más correcta del mundo. Y así lo hizo. Tomó el tonel más cercano y se lo lanzó al pordiosero que se hacía llamar Ixmil. El tiro fue con poca fuerza, más con el deseo de espantarlo del susto que el de hacerle algún daño serio. El nigromante no contaba con que Ruperto le pudiera arrojar una cuba tan grande, pero cuando el joven mando a volar el barril, Ixmil se agachó en el momento justo para no ser alcanzado en la cara. Al seguir de largo, el barril fue a estrellarse entre las ramas de un árbol seco unos metros más allá, con tanta mala suerte para Ruperto que el impacto derribó un nido de pájaros ubicado sobre una de las ramas.

—¡Ah, salvaje, intentaste matarme! —lo acusó el nigromante apuntándole con su rama-bastón— Si ahora tuviese mi séquito, estarías en serios problemas.

Pero Ruperto no le hacía caso.  Estaba más mortificado por su propio error que por las palabras de Ixmil y por eso mismo fue corriendo hacia el bollo de ramitas desparramado en la tierra, boca abajo.

—Oh, dioses… que hice. —Al voltear el nido, vio el cuerpo regordete de una hembra de gorrión y dos crías peludas. No parecían lastimados, pero ninguno se movía.

Ruperto se agarró dos mechones de pelo con ambas manos.

—¡Ah! Encima que no puedo salvar a mi aldea, mi torpeza ahora asesina unos pobres gorriones. Los dioses condenan mi inutilidad. ¡Dalila, no puedo dejar de pensar que tu suerte será la misma que la de estos inocentes pajaritos!

Las lágrimas empezaban a caerle por las regordetas mejillas y arrodillado como estaba, Ruperto no vio el momento que Ixmil le arrebató de un manotazo el nido bajo sus narices. Pero cuando un segundo después entendió lo que el anciano había hecho, se levantó hecho una furia.

—¡Devuélveme el nido, viejo miserable! —Los ojos del joven aldeano mezclaban ahora la tristeza junto con la ira—. ¡No te comerás esos gorriones! ¡Van a ser enterrados con todos los honores!

Ixmil no parecía nada impresionado con la orden del granjero.

—Eres un idiota —le respondió Ixmil, zarandeando el nido—. Estás confundido. Estos no son tus aldeanos, no debes perder el tiempo con ceremonias inútiles, que tienes gente a la que ayudar. Y para que sepas, no pienso comérmelos.

—¿Entonces qué pretendes?

—Primero ten modales y dime tu nombre —le dijo el vagabundo.

—Ruperto.

—Bien, Ruperto, observa con atención. Esto cambiará tu vida para siempre.

Ixmil inscribió un símbolo extraño en la tierra con su bastón y colocó al gorrión y las dos crías sobre el mismo. Sin sacar la vista de los cuerpos hurgó debajo de la piel de ciervo y extrajo un puñado de polvo blanco y lo esparció en el aire. A continuación comenzó a recitar un cántico grave y cadencioso. No pasó mucho tiempo hasta que la luz del día empezó a debilitarse, y los sonidos de la tierra parecieron apagarse. Indiferente a esto, Ixmil sacó por último una daga y cortó de un tajo la cabeza de la madre gorrión. Luego la derramó sobre los cuerpos de las crías. Ruperto quiso gritar del horror. Había intentado interrumpir el extraño ritual ni bien reconoció que el brillo provenía de una daga, pero fue como si una implacable fuerza externa lo retuviera en su lugar, y lo único que pudo hacer fue atenerse a contemplar lo que sucedía frente a sus ojos. El cántico creció en fuerza y tres veces el nigromante gritó: Burra Dum, Burra Dum, Burra Dum. A la tercera cantata un humo violeta explotó dentro del nido. Cuando el humo se disipó un poco, Ruperto vio que las dos crías de gorrión despertaban como de un sueño, piando y sacudiendo sus plumas cubiertas de la sangre de su madre. Se las veía alegres, llenas de vida.

Ixmil, con una sonrisa de suficiencia imborrable, tomó el nido con las crías dentro y lo colocó delicadamente en otra rama gruesa del mismo árbol que había recibido el impacto del tonel. Los gorrioncillos piaban sin parar.

—Eres un chamán. —dijo Ruperto con la boca abierta. Podía hablar otra vez—. Eres un curandero.

Ixmil mostraba aires de complacencia con la reacción de perplejidad del joven aldeano.

—No me compares con un simple curandero —contestó el pordiosero con altanería—. Soy un nigromante. Significa que la muerte no tiene secretos para mí.

Entonces Ruperto empezó a mirar al anciano con otros ojos. Le pareció más distante, más extraño. Tuvo miedo.

—Te dije que tu vida iba a cambiar, ¿no? Y no sólo soy capaz cambiar la tuya. Tengo una proposición —continuó Ixmil—. Estaba esperando a que alguien de tu aldea apareciera por el camino para ofrecer mi ayuda, pues sabía que estaban en problemas. No quise acercarme más de lo necesario para no contagiarme de esa pestesucha, pero ahora que estás aquí, puedo por fin hablar a las claras. ¿Escucharás lo que tengo para decir?

Ruperto asintió lentamente, sin decir una sola palabra.

—Bien, préstame atención: yo puedo efectuar un ritual lo suficientemente grande capaz de curar el mal que aflige a tu la aldea.

Ruperto por poco se cae de la sorpresa.

—¡Pues hágalo! —dijo el joven, sintiendo la alegría y la esperanza renacer, pensando que Dalila y el pueblo de Commons podrían salvarse de la extinción.

Ixmil alzó una mano para detener la euforia del aldeano.

—Hay un inconveniente —dijo lacónicamente.

—¿Cuál?

—Para realizar el hechizo revitalizador, la mitad de los aldeanos deberán entregar su fuerza vital.

Ruperto no captó enseguida el significado de esto. Se quedó mirando al anciano por largo rato, mientras este lo miraba con paciencia. Parecía esperar que el joven granjero entendiera de un momento a otro lo que quería decirle.

—No hablará en serio —dijo por último el joven.

—Hace un momento viste con tus propios ojos como la sangre de la madre gorrión ha regresado a la vida a sus crías. El ritual que puedo hacer es parecido, pero como hablamos de seres humanos, puedo reemplazar el componente de los cuerpos, intercambiándolos sólo por sus nombres. Me refiero a sus nombres completos y verdaderos. Verás, en esencia es lo mismo: necesito transferir la fuerza vital de un recipiente a otro, sin eso no puedo realizar el ritual, por eso debo tener una forma de dirigir la energía vital de un cuerpo a otro, en este caso desde los nombrados hasta los otros enfermos. ¿Entiendes lo que te digo? Es el trato que les ofrezco a ti y a los tuyos.

Ruperto se rascó la cabeza. La conversación lo estaba poniendo incómodo, pero lo cierto es que estaba desesperado.

—¿Y qué debo hacer, Ixmil?

—Yo me quedaré esperando tu respuesta en este sitio. Si esta es afirmativa, me traerás los nombres completos y verdaderos de los aldeanos que serán sacrificados y los inscribiremos dentro de un círculo que dibujaré en la tierra. Trasladaremos su energía a los aldeanos elegidos para vivir. Lo demás corre por mi cuenta. ¡Así que vete rápido!

—No me tardo —contestó Ruperto.

Mientras Ruperto se alejaba arrastrando los pies del sitio donde había dejado a Ixmil, buscaba dentro de sí mismo una solución que lo satisficiera, pero por más que le daba vueltas al asunto, no podía decidir si debía aceptar la proposición del nigromante como un favor inmejorable, o rechazarla como un insulto desagradable y perverso. Tampoco podía dejar de pensar en Dalila, cuya imagen interrumpía su rumiar de forma intermitente. Había vuelto hasta donde su amada se encontraba y parecía estar mejor, aunque todavía tenía signos de debilidad. Le había obligado a beber el resto del agua del fondo del otro barril que no le había arrojado al Ixmil. Más allá de verla recuperarse, le perturbaba no saber cómo podría reaccionar al despertar y enterarse de las cosas que él sopesaba. Pero no tenía tiempo para cargar con ella hasta la aldea y tuvo que dejarla bajo el árbol al costado del camino.

Dentro de la aldea de Commons, los pocos ayudantes que cuidaban de los enfermos seguían yendo y viniendo sin descanso, pero parecían más abatidos que antes y para colmo había algunos cuerpos suyos tendidos en el suelo, y no se movían. Ruperto se angustió ante esta visión. Deshidratado y al borde del agotamiento, su primera idea había sido atravesar el caminito principal que dividía al pueblo, para llegar hasta las casitas del fondo, porque allí era donde el patriarca Morton tenía su vivienda. Sin embargo, el empeoramiento de la salud de los pocos que todavía seguían trabajando le preocupó tanto que se obligó a desviar la ruta para verificar el estado de las cosas. Y en ese momento se topó con una de las aldeanas desplomándose delante de sus ojos. Antes de caer ésta lo vio acercándose:

—Ruperto, Ruperto. —De cara al cielo, Ramana, la matrona de la aldea, le hizo señas lánguidas con la mano. Ruperto corrió hacia ella y, tomándola en brazos, notó que apenas podía respirar. Se la veía al borde del desmayo—. Rupertito, querido, te has tomado tu tiempo — susurró la señora. Luego con más fuerza dijo—. Y no has traído el agua, tonto. Pero ya es tarde, nos llega la hora.

—No, no, matroncita, tal vez no —le dijo Ruperto, con un  nudo en la garganta. Traigo una solución y voy a comunicársela al Venerable. Pero no me puedo resistir. Tengo que preguntar. ¿Cómo están las cosas aquí? Dígame, Ramana, le suplico. Me da miedo la falta de ánimo. Debemos seguir peleando.

La mujer inspiró profundo antes de contestar:

—Todos están descansando en sus casas. Junto con sus familias. Siento que esperan volver a la madre tierra. Pronto.

—¿Y el Venerable? ¿Y los ayudantes que ya no veo?

—To’s descansando en sus casas.

—Gracias, matroncita. Descanse un poco, que tal vez no esté todo perdido. No se deje ir.

—Buen chico. Vete, no pierdas el tiempo.

A pesar del riesgo de enfermarse Ruperto le dio a la mujer un beso en la frente y gritó a uno de los ayudantes que pasaba por allí para que la llevase a su casa. Una vez dejada en brazos de un joven alto y morocho, fue corriendo hasta la casa del patriarca.

Ya dentro de la casa del jefe, encontró al anciano líder descansando en sus aposentos.

—Venerable Morton, necesito hablar con usted. Ahora.

El hombre, que parecía dormitar, abrió los ojos, miró al joven y dijo:

—¿Qué quieres Ruperto? ¿Has traído ya el agua?

—No, Venerable, perdóneme. La dejé caer.

Los ojos del venerable pasaron de una redondez cándida a tener una severidad gélida.

—¿¡Y entonces qué haces aquí!? —lo reprendió con disgusto.

—Fue un accidente. —Ruperto se detuvo—. Espere, escúcheme, Venerable Morton. Debo decirle algo muy importante.

Ruperto pasó entonces a explicarle la difícil decisión que tenía que tomar.

El venerable Morton lo escuchó con atención y tras deliberar un momento dijo:

—Hazlo.

El joven se sentía fuera de lugar. Antes no había tomado decisión más difícil que elegir el cerdo que irían a asar para las fiestas, por eso, deliberar así sobre su aldea le parecía repugnante. Y que otros compartieran su decisión con él y participaran en ella no lo hacía menos extraño.

—¿Está seguro? —preguntó Ruperto, amargado—. Tal vez con el esfuerzo que hemos hecho la gente empezará a mejorar dentro de poco tiempo.

—No seas tonto, si esto sigue así vamos a morir todos. Tú lo sabes bien. Haz lo que te digo y dile al nigromante que sacrifique a los más enfermos, primero a las mujeres, pues solas no van a poder sobrevivir en esta tierra. Sabes que mi abuelo fue el fundador de la aldea, y debe sobrevivir a toda costa. Los hombres fuertes la reconstruirán.

—Pero…

—¿Qué quieres Ruperto? ¿Osas desobedecer una orden directa mía? Creí que respetabas la decisión del hombre más sabio de Commons.

—No, claro que no, venerable Morton. Usted tiene razón, como siempre.

Ruperto quería creer con todas sus fuerzas que lo que vivía era una pesadilla de la cual despertaría pronto.

Antes de volver a ir hasta el nigromante, tomó otra jarra de agua con infusión de hierbas medicinales y fue hasta el árbol donde descansaba Dalila, quien seguía débil pero ahora estaba consciente. Ruperto no pudo evitar admirar la piel y cabellos morenos, y sus ojos verdes brillantes, y, como siempre, se le antojo hermosa.

—Amor, ¿cómo te encuentras? —le preguntó a la joven, tomando las delicadas manos de ella entre las de él.

—Mal, Ruperto, mal —contestó la joven con un leve aire dramático a pesar de estar enferma—. Ya no podremos estar juntos ni tener hijitos. Me moriré.

Ruperto, sin perder tiempo, le hizo beber la jarra de agua medicinal y pasó entonces a explicarle la difícil decisión que tenía que tomar, pero por más que había buscado coraje durante el trayecto hasta allí, no tuvo la valentía de decirle que por orden del Venerable Morton ella debía ser uno de los nombres inscriptos en el círculo del ritual.

Dalila rio de júbilo al oír la historia de su amado.

—¡Oh, qué buenas noticias traes, mi amor! Sí, hazlo. La aldea debe sobrevivir. —Y lo que dijo a continuación, hizo que a Ruperto se le helara la sangre—. Asegúrate que los ancianos y los hombres brutos y violentos sean los sacrificados primero, amor. Después de todo, los viejos ya no pueden ayudarnos a reconstruir la aldea y los salvajes que tenemos en la comunidad  han creado más problemas que soluciones. Ni siquiera con su ayuda hemos podido salvar Commons. Y estoy segura que fueron ellos quienes trajeron la peste, por culpa de las enfermedades que contrajeron en sus revolcones con las zorras de la ciudad. Que la última voluntad de ellos sea dar su vida a los que somos jóvenes e íntegros.

—Dalila, no sé si podré cumplir con lo que pides —respondió Ruperto, visiblemente incómodo.

La cara de la joven se ensombreció hasta la seriedad total.

—¿Cómo que no sabes? ¿No me juraste en la primavera, bajo el limonero, que siempre me apoyarías hasta las últimas consecuencias?

—Sí, amor…

—Pues cumple tu palabra amado mío, o te dejaré.

Y así fue que mientras Ruperto iba de regreso hasta donde lo esperaba Ixmil, este se le apareció desde detrás de un arbusto e hizo que se pegara un gran susto.

—¿Por qué sales así de la nada? —se quejó el joven al ver al viejo emerger de las hojas al costado del camino.

—Pensé que habías muerto —le respondió este sin ninguna consideración.

—Pues no. Y todavía no me has dicho qué es lo que haces aquí.

Ixmil no le contestó. Tenía la vista clavada en la figura algo lejana de Dalila, de la que todavía se podía distinguir su silueta voluptuosa. Al ver que el nigromante miraba a su amada con interés, Ruperto sintió odio mortal.

—Deja de mirar a Dalila.

—¿Dalila, eh?

—He dicho que no la mires.

—Ya, ya, vayamos a lo que importa —dijo Ixmil, desviando la vista pero con un brillo en los ojos que a Ruperto no le gustó nada.

—Por fin.

—Bueno, entonces dime, ¿Quiénes serán los sacrificados?

Ruperto quiso atenerse a lo que el Venerable Morton le había dicho, pero aunque supiera a quién debería elegir, le costaba ser el responsable de sentenciar a muerte a la mitad de la aldea. Era una decisión harto difícil, incluso aun después de entender que no hacer nada traería consecuencias peores. Los conocía a todos ellos muy bien. A Clarita, Mora, Portus…

—Los ancianos y los hombres adultos, los enfermos como los que no —soltó por último lastimosamente.

Entonces Ruperto pasó a nombrar a los treinta y cinco hombres y ancianos de su pequeña aldea que todavía vivían. Lo hacía con los dientes apretados, pues cada nombre que pronunciaba le producía un golpe terrible al corazón, a su estómago, a su alma. Hasta el último momento había decidido dar los nombres de la mayoría de las mujeres, ancianas y niños, por una cuestión de supervivencia en aquel paraje tan arduo, pero cuando Ixmil posó los ojos en Dalila, algo oculto dentro de él hizo que cambiara su forma de pensar. Ixmil, en tanto,  inscribía los nombres en la arena dentro de un círculo con símbolos parecidos al del ritual de la madre gorrión y sus crías, como si de un trabajo de jardinería se tratase.

—Esos son todos —finalizó Ruperto con la voz cansada.

—Ya veo —dijo el anciano—. Bueno, pues hay un problemita más.

—¿Qué cosa? —Ruperto intuyó de qué se trataba, y se le anegó el alma de odio.

—La chica. La quiero para mí.

—¿Acaso estás insinuando…

—Sí, ella. Me gusta. Está muy bonita.

—¡De ningún modo, viejo lujurioso! —contestó indignado el aldeano, dando un puñetazo al suelo y levantando polvo; pero por dentro sentía debilidad. Debilidad porque sabía que peleaba una batalla perdida.

E Ixmil sabía muy bien qué decir para conseguir lo que quería.

—Entonces dejaré que todos mueran, incluso a la joven esa, Dalila. Ni siquiera la salvarás a ella. ¿Quieres salvarla, no? Tú sabes que puedo salvarla.

—Sabes que sí quiero. Pero no así. No para que te la lleves.

El anciano pareció engrandecerse en ese momento, mirando al desesperado joven, con arrogancia, desde arriba.

—No pensé que fueses tan egoísta, Ruperto. Eres peor de lo que me imaginaba.

—¡Cómo puedes decir eso! Tú me pides algo que no puedo dar.

—No seas tan dramático. Todas las otras mujeres de la aldea quedarán para ti. Solo pido eso. Es lo último. Después de todo, le salvaré la vida a tu aldea moribunda. Soy muy bondadoso, tanto es así que estoy dispuesto a dejar pasar los insultos que salieron de tu boca de bruto. ¿No te parece? Luego me marcharé, tu aldea sobrevivirá y podrás seguir con tu vida. El trato es demasiado bueno para que lo dejes pasar.

Ruperto se puso de rodillas y las lágrimas le brotaron otra vez.

—No te la lleves, por favor —le suplicó, primero de rodillas y luego arrastrándose.

—Cuando decido algo, no puedo cambiar de opinión —soltó Ixmil como si fuera un problema que él no podía remediar.

—Eres el hombre más detestable que conocí en mi vida. No, eres peor que eso: un monstruo. Te odio y te odiaré por siempre —escupió Ruperto a los pies del nigromante, con las lágrimas cayéndole a borbotones por el rostro.

—Como sea.

La disputa ya estaba resuelta. Ruperto respondió por fin al nigromante con un derrotado asentimiento de la cabeza. Entonces, satisfecho, Ixmil realizó nuevamente el ritual que había hecho antes, provocando que los sonidos del ambiente se apagaran y la luz del día perdiera otra vez su fuerza. Esparció su polvo blanco al viento y nombró a todos y cada uno de los aldeanos inscritos dentro del círculo. Burra Dum, Burra Dum, Burra Dum cantó Ixmil, indicando que el ritual estaba terminado. Luego un estallido de humo violeta surgió de los trazos en la tierra, como si fuera el vapor de un geiser en erupción. El ritual de los caídos había tardado una hora entera en concretarse, hasta que por último el viejo anunció:

—Ya está.

—¿Listo? —Ruperto se había quedado contemplando la figura lejana de Dalila todo el tiempo que duró el siniestro ritual, sintiendo que no podía ir hasta ella para a ir a despedirse. La mujer ni se había dado cuenta que un trecho detrás de ella, su destino era sellado sin que pudiera tener palabra sobre el mismo. Una fuerza invisible, idéntica a la que había impedido que detuviera la daga del nigromante, aprisionaba al joven nuevamente. Sin embargo, ya los cielos se aclaraban y se oía cantar a las aves una vez más. Entonces, Ruperto se volvió para mirar a Ixmil, pero no lo vio. El nigromante se había desvanecido en el aire.
Entonces regresó la vista hacia Dalila. Y tampoco la vio. El viejo se la había llevado de verdad.

Ruperto se desplomó en su lugar y lloró y lloró horas enteras. Cuando por fin logró recobrarse y caminó todo el trayecto hasta la aldea, encontró a las mujeres y niños orando a los cielos, agradecidos. Pero los hombres y los ancianos, como había sido acordado, estaban muertos. No quedaba ninguno. Por supuesto que el Venerable Morton había sucumbido también. Tal cual lo había querido Dalila.

Esa no fue la última sorpresa para Ruperto. Había algo extraño en todos los sobrevivientes de Commons. Ninguno podía hablar, y no era porque no quisieran. Ruperto pronto entendió que habían quedado mudos. Y eso no había sido parte del trato fue lo que pensó el joven, ya sin fuerzas aún para derramar una lágrima más. El viejo nigromante lo había timado en más formas que las que había dado a conocer. Ruperto fue entonces a una roca en medio de la aldea, apoyó la espalda en ella y tapándose la cara se obligó a consolarse con el pensamiento de que al menos el ritual había funcionado. Al ver al poderoso y diligente joven, los aldeanos supieron de inmediato que le debían su vida. Niños y mujeres se acercaron a él y le dieron al único hombre todavía vivo de la aldea palmaditas en la espalda y abrazos sin fin, tan agradecidos que ni siquiera estaban molestos porque no podían pronunciar palabra alguna.

Cuando por fin pudo librarse de la multitud, Ruperto fue a su casita, puso la tranca en la puerta, se acostó en su cama y durmió hasta que las semanas hubieran transcurrido tres veces. Su último recuerdo antes de caer en el pesado sopor fue que los vientos secos del invierno por venir soplarían pronto, y habría que ir a cortar leña.

                                           
Fin



RE: El ritual de los caídos [Cuento Fantástico] - W.A.K.O.N - 06/06/2015

Uf me lo lei, Laundrich. Quiero decir unas cuantas cosas pero necesito meditarlas un rato.

Muy bien, mientras venia a mi casa lo estuve pensado. Tengo muchas ideas dispersas. Empezare con lo primera que se me viene a la mente y espero que me perdones el desorden. Tu historia me hace recordar aquellos cuentos para niños que tienen una moraleja al final.  En lo personal me gustan ese tipo de relatos. Pero debo hacer observaciones que creo que es importante mencionar. En primer lugar creo hay demasiados detalles en los primeros parrafos. Me parece que esta sobrecargado al principio pero eso no impide que sea entendible. En segundo lugar creo que hay personajes que parecen que van a tener protagonismo pero que al final pasan casi desapercibidos como en el caso de Dadilla. En el caso de Ruperto no tengo nada que decir puesto que debe tomar decisión dificil para salvar a su aldea. Pero en el caso del viejo vagundo y dicho de paso nigromante Ixmil debo decir que la actitud y la forma como procede es muy divertida para el trama, ofreciendo ayuda, pero como suele pasar con la magia, bajo una condición que pone a prueba a las personas. La forma como Ruperto e Ixmil se conocen también es interesante. Cuando Ruperto le tira el barril a Ixmil hace caer un nido de pajaritos creando así la oportunidad de que el nigromante pruebe su magia ante los ojos del escéptico campesino. Me parece excelente esa secuencia. Agrego para terminar esta parte de mi observación que Ixmil es mi personaje preferido me hace recordar a Gandalf pero versión nigromante. Ahora para  terminar debo señalar que el final de Ruperto no lo tengo muy claro. Pienso que debió terminar llenando el barril de agua para la aldea tal y como empezó dándole un sentido de continuidad pero esta vez llevando el pequeño cubo de Dadila, tristemente solo. Pienso que de esta manera hubiese tenido mayor profundidad.

En conclusión: Me gusto (te doy 4 estrellitas) y creo que debes seguir puliendo tu tecnica, quizás si lo deseas, participando en los retos del foro.

Disculpa la tardanza pero no me gusta escribir en mi móvil. Bueno, no creo ser el mas apto para dar consejos pero espero el comentario te anime a seguir escribiendo. Por cierto gracias por subir tu historia,siempre es agradable leer historias frescas.


RE: El ritual de los caídos [Cuento Fantástico] - Laundrich - 07/06/2015

Gracias por pasarte, W.A.K.O.N. (te parece si escribo sólo Wakon? Cuestión de comodidad, vio?). Bueno, me pone contento que hayas tenido que meditar la respuesta, tomaré el esfuerzo que has hecho para pensar como algo positivo.

Tus observaciones son interesantes. Me parecen pertinentes. En especial la parte de que Ruperto se lleve el balde de Dalila como recuerdo, sinceramente concuerdo con que le daría aún más fuerza al cuento.

En cuanto al comienzo, sí, es cierto que es un poco sobre cargado, caótico si quieres, tanto como la situación de los pobres aldeanos de Commons. Siempre se puede mejorar algo. Lo tendré más presente a la hora de escribir nuevos cuentos.

Muchas gracias por tu punto de vista. Me pone contento que haya podido despertarte alguna emoción. Me echaré una pasada por tu hilo para leer tu cuento y trataré de darte una humilde visión mía para ayudarte o animarte a escribir más, si quieres.

Nos leemos, Wakon!


RE: El ritual de los caídos [Cuento Fantástico] - fardis2 - 07/06/2015

Buenas compañero Laudrich, me acabo de leer el relato y la verdad es que me ha gustado, aunque se me han quedado algunos flecos en el aire, me explico. La historia empieza bien, y por contra de lo que comenta el compañero wakon (W.A.K.O.N) me dio la sensación de que faltaba información, y no de que estuviera sobrecargado (aunque eso es cuestión de gustos supongo) Por ejemplo de donde viene la plaga, porque Ruperto y Dalila son los únicos que van a buscar agua, ¿los demás están indispuestos? Son algunas cosillas que no me quedaron claras. La aparición del nigromante y el truco que hace con los gorriones como comenta el compañero, me pareció muy conseguido. En fin, el relato se lee bien y la narrativa es fluida, pero me he quedado con algunos flecos. El tema de que tenga que sacrificar a la mitad del pueblo para salvar a la otra me chocó un poco, que el venerable decidiera que era mejor acabar con las mujeres y los más débiles me resultó delirante, ¿Como pensaba que el pueblo se reproduciría después de eso? El tema de Dalila también me dejo algo pillado, ¿Si tan mal le caen algunos de los hombres del pueblo, par que esforzarse para traerles agua y demás? (Algo me dice que después de ver la reacción del nigromante con la mujer y el final, que esos se conocían) Por especular que no quede. XD El final no lo acabe de entender. Resulta que salva a la mitad de la aldea, (por decirlo de alguna manera) pero todos están mudos y su mujer desaparecida, al igual que el nigromante. La pregunta es ¿de que le ha servido todo esos periplos al pobre del muchacho si al final se queda con media villa de mudos y solo como un pedrusco? Si hay moraleja no la acabe de pillar. Conclusión, un muy buen relato que creo que se te fue un poco de las manos hacia el final. No sé, sí es un relato sin continuación, no acabo de entender el final del todo.
Por lo demás la escritura, la narración y la idea me parecieron originales. Espero no haberte parecido un critico demasiado exagerado, pues simplemente son preguntas que me hacia a medida que iba leyendo. En fin compañero, buen relato, un saludo y nos leemos.


RE: El ritual de los caídos [Cuento Fantástico] - Laundrich - 07/06/2015

Gracias por pasarte, Fardis2, me alegro que hayas podido disfrutar de la lectura a pesar de todos los cuestionamientos que te surgieron.

Sinceramente, hay datos que no revelo porque no quería revelarlos. No eran pertinentes a la trama del cuento. Te invito a que saques tus propias conclusiones si el origen de la peste se debe a el contagio de enfermedades por los revolcones de los hombres en la ciudad, de los que habla Dalila, a comida en mal estado, o porqué no, una peste enviada por el mismo Ixmil.

Lo de porqué Ruperto y Dalila son los únicos que van a buscar agua, bueno aquí creo que lo podría haber explicado mejor en un par de oraciones porque omito que puede haber más de un lugar donde se puede ir a buscar agua. Aun así, creo que es pertinente lo que dices. No aclaro que sean los únicos, pero me parece que esa es la sensación que da, y creo que has sido muy atento al ver que no se encontraban a nadie por el camino. En general estaban todos muy ocupados dentro de la aldea y debilitándose minuto a minuto.

En cuanto a la jugosa parte de los sacrificios, creo que con un par de oraciones más se hubiese entendido mucho mejor, así que ya ves, me alegro de haberlo subido aquí, porque puedo darle retoques que embellecerían al cuento. El tema es que esas decisiones a tomar se aceptan por el mero hecho de ser un cuento fantástico, el quiebre de realidad se ve en que lo extraño se vuelva algo que los personajes no se cuestionen. Como por ejemplo en la Biblia, allí los tipos hacen muchas cosas sin cuestionarse, sin pensar si tienen otra salida o no. El tema es que si mueren los hombres la aldea de Commons se verá obligada a pasar momentos muy difíciles, en cambio, si mueren las mujeres y niños, todavía tienen chances de defenderse de hostilidades del exterior y buscar mujeres por otro lado. Pero ante esto creo que la pregunta más acertada es "¿No podrían haber mezcla de quienes mueren, un tanto de mujeres, otro tanto de hombres?". Sí podrían pero no era lo que buscaba.

De todas formas, muy pertinentes tus preguntas y gracias por tu crítica, porque la encuentro valiosa.

Nos leemos, Fardis!