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[Fantasía Épica] - Necrocracia - Peiopinu - 03/11/2015

¡Hola a todos!

Primero, quería comentaros un poco un proyecto con el que llevo milenios.

Expliqué todo el background en el otro foro, pero me repito. Desede niño, me imaginaba cosas de otro mundo. Las dibujaba, hacía mapas, me inventaba historias... En fin. Que voy a contaros.

Todo quedó aparcado durante la adolescencia, y un día encontre todo el material (Era mogollón) y me inspiró para escribir algo, porque desde siempre me ha encantado escribir.

Poco a poco va tomando forma y aunque es un coñazo, que lo es, es igualmente gratificante. Mi gran problema es que para mi supone un problema escribir grandes cantidades de texto en la misma línea, porque me resulta monótono, así que he optado por distintos puntos de vista de los personajes (a lo Canción de Hielo y Fuego), pero con un planteamiento algo distinto.

Mi propuesta es que cada personaje aparezca sólo una vez. Es decir, cuando comienza el punto de vista del personaje A, puede durar dos, tres o seis capitulos (Pero tampoco ser excesivo), pero una vez cambia, dicho personaje no vuelve a poseer punto de vista, aunque puede volver a aparecer en la historia, por supuesto.

No sé si me he explicado  Big Grin , pero hago la aclaración para que opineís también sobre ella.

Ahora procedo a escribir el primer segmento, punto de vista de un personaje. Está repasado pero no totalmente terminado (Quizas lo completo o cambio los lapsos de tiempo y tal).

Espero que os guste, y espero que lo desgarreís con vuestras críticas como si fuera carroña.

PD: Al copiarlo de un .doc al foro no me respeta los espacios. ¿Podría alguien indicarme como hacer que todo no parezca una sopa de letras? ¡Gracias de antemano!


RE: [Fantasía Épica] - Necrocracia - Peiopinu - 03/11/2015

Necrocracia.

Parte primera, Devon.

I.
Estaba cansado y mugriento. Desnudo, sólo con un raído pantalón de tela sucia, se arrastraba por el suelo de una de las muchas alcantarillas abandonadas que había allí. El techo arqueado daba espacio para que una persona adulta caminase de pié, pero él se movía al ras del suelo, apoyando su torso en las frías y húmedas baldosas. Por suerte aquel tramo no estaba lleno de agua sucia y apestosa.
Se paró para descansar. Respiraba fuerte. Sus jadeos resonaban a lo largo del túnel. Después de un instante volvió a arrastrarse. No podía concentrarse en nada más que en avanzar hacia eso que había olido y oído. Volvió a olfatear. Increíble. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Cuando llegó a una intersección en el túnel, supo exactamente hacia donde se debía dirigir para encontrar lo que buscaba. Pero sabía que, probablemente, lo buscaban a él también. Rió por lo bajo, y comenzó a arrastrarse hacía la bocacalle de la izquierda.
El ser era alto y estaba famélico. Daba la impresión de ser casi un esqueleto andante. Sus cabellos rubios estaban sucios, y tapaban su cara. Sus rasgos angulosos y su dentadura perfecta contrastaban con su estado. Sus ojos eran de un gris muy oscuro. Daba la impresión de que casi no tenía pupila. Sus extremidades eran más largas de lo habitual, y su piel blanca. A excepción de en la cabeza no se apreciaba ningún pelo más en todo el cuerpo. Los hoyuelos se le marcaban a cada lado de la boca. Parecía que la piel de la cara estaba extrañamente ceñida a los huesos faciales.
Y estaban sus orejas. Eran extremadamente largas y puntiagudas. Le sobresalían del pelo. Eso le daba un aspecto mucho más afilado.
El túnel viraba bruscamente en un ángulo de noventa grados. Una tenue luz provenía del otro lado de la curva. Oía los tintineos. Unos tintineos siniestros, como cuando alguien agita una cadena muy pequeña en el interior de un lugar cerrado. Era un eco lúgubre que conocía a la perfección. Volvió a sonreír por lo bajo. Estaba exhausto pero sabía que acercarse a aquello que producía el sonido era la única posibilidad para aguantar, al menos tres días más. Volvió a captar aquel olor puro que distinguía tan bien. Volvió a oír los tintineos, esta vez más fuertes. Apoyó sus manos en el canto de la esquina. El olor le embriagaba y los sonidos tintineantes le producían tanto placer que no podía dejar de sonreír.
Se asomó hacia el túnel. Y los vio. Estaban cerca, pero no lo suficiente. Y sólo tenía una oportunidad. Por fortuna, en lugar de alejarse, se acercaban.
Eran dos. Una mujer, madura, y un joven. La mujer estaba delgada, pero tenía un aspecto fuerte y sano. Tenía su pelo rojizo recogido en un moño, y sus ojos verdes titilaban a la luz. Vestía una capa de viaje de color negro, que no dejaba ver nada de sus ropajes interiores. Su boca era fina y pequeña, al igual que su nariz. Está era algo respingona. La luz que proyectaba sombras a ambos lados del túnel y que iluminaba el rostro de la mujer y del chico provenía de algún lugar encima de sus cabezas. Era como si un foco invisible iluminara por encima de sus cabezas hacia donde ellos caminasen. La mujer andaba con paso firme e ímpetu. La luz amarillenta le proyectaba una sombra bajo los ojos. Tenía un aspecto sombrío e inquietante.
Pero quizás su acompañante era aún más inquietante. Era un joven alto, que le sacaba una cabeza a la mujer, que ya de por si era alta. Fibroso y delgado, iba vestido únicamente con unas mallas de cuero negras y unas botas metálicas que resonaban con un ruido seco y chapoteante en el túnel. También llevaba un cinturón, lleno de hebillas y remaches, del que colgaban numerosas bolsas y variados compartimentos de diferente cierre. En la mano izquierda llevaba un guante negro que le llegaba hasta el codo, en la mano derecha, tan solo un delicado anillo de plata, sin joya. Su cara era tan angulosa como la del ser que los estaba viendo acercarse, pero su pelo, en lugar de escaso y sucio, era voluminoso, y le caía, blanco y de plata, hasta los hombros. Sus ojos, tan claros como hundidos, tenían un aire macabro, pero su boca y nariz daban un aspecto saludable e inspiraban confianza. En su fuerte torso mostraba una cicatriz, muy fina, que se abría en el centro del pecho y se alargaba hasta el costado derecho. El chico caminaba por detrás de la mujer, con semblante pensativo, andado con elegancia. Casi parecía aburrido.
Los dos viajeros eran atractivos y esbeltos. Y también tenían orejas puntiagudas. El ser los espiaba desde la curva del túnel con malicia, sonriendo. Quizás tendría solo esa oportunidad. Los dos andantes se encontraban cada vez más cerca, como la luz que los iluminaba tanto a ellos como a todo lo que les rodeaba. La luz era un problema. Pero la sonrisa no se borró de la cara del mirón. Tendría que hacerlo precipitadamente, a una distancia poco prudente, que no le gustaba. Pero sería su única oportunidad. Si fallaba, no tendría una segunda. Con extremo esfuerzo, apoyando las manos en las piedras de la pared y ejerciendo fuerza, el ser se elevó sobre sus piernas traseras, que temblaron al soportar todo el peso de la criatura. Una mueca de dolor borró su sonrisa por un momento, para recuperarla después. Se encontraba de pie, enfermizamente delgado y alto, apoyado en la esquina de la curva de la pared de alcantarilla. Una rata recorrió el túnel para escabullirse por un agujero. Pero esto no lo distrajo de lo que importaba. El olor, el sonido. Los necesitaba. Cuando se encontraron suficientemente cerca, a unos diez metros, el ser se apoyó en las piernas traseras, y con una fuerza antinatural para alguien tan débil, dio un fuerte salto hacia la pareja que se acercaba por el túnel.
El ataque pillo a la pareja de improvisto, y la criatura pudo aferrarse al cuello de la mujer, tirándola al suelo. Sin embargo, ni bien la hubo tirado, el atacante se vio empujado contra la pared de fondo de la alcantarilla con violencia, produciendo un ruido sordo, que sin duda indicaba la rotura de algunos huesos. Luego se cayó al suelo, encogido en un ovillo de pellejo, con un hilo de sangre en su cara, mirándolos con una sonrisa de oreja a oreja, con las pupilas dilatadas. Parecía feliz todavía, a pesar de los evidentes daños físicos.
La mujer se levantó, con una agilidad pasmosa, y en su cara mostraba la fría mueca de la ira contenida.
La víctima del golpe reía por lo bajo con un sonido siniestro que retumbaba a lo lejos, en el sucio túnel.
La mujer se acercó con decisión y paso firme al ser, que yacía riéndose en el suelo. Sus labios, finos y sensuales, estaban apretados. El joven, sin embargo, permanecía quieto, con la misma cara que cuando andaba. Ladeo un poco la cabeza sin mostrar signos de ningún sentimiento.
La mujer cogió con fuerza y brusquedad al extraño indigente del suelo, y lo levantó del cuello, apretando su frágil cuerpo contra la pared.
—No sabes lo que acabas de hacer —la voz de la mujer era fría, y resonaba con poco eco, como si al hablar fuera también apenas un susurro. Los dientes le rechinaban mientras entrecerraba los ojos—. No lo sabes.
El chico que estaba detrás dio unos pasos, y al hablar lo hizo con una voz mareantemente dulce y profunda.
—Déjalo Meredith. ¿Crees que se merece que lo trates con dolor?
Meredith lo soltó, y la criatura cayó al suelo de nuevo, y quedó extendido cuan largo era. Levantó la cabeza profiriendo una sonora carcajada. Y mirando a los dos desconocidos. Olisqueo el aire ruidosamente.
—No sabía que ahora te dedicabas a esto— dijo el chico —. Creía que estos menesteres se reservaban a parias y a necios.
El ser dejó de reír al instante. No sabía cómo no había reconocido al chico a la primera. Estaba cambiado, pero era él, sin duda. Se incorporó, apoyando una rodilla en el suelo y levantándose sobre el otro pie. Cuando lo hizo, la mujer le propino una fuerte patada que hizo que se quedará tirado en el suelo. Se tuvo que incorporar por segunda vez. Se agarraba el pecho con un brazo, con dolor, mirando al suelo. Ya no reía. Parecía realmente enfermo.
—No se… —susurraba. Su voz era trémula y suave —. No sé cómo no me he dado cuenta antes… Sabía que tarde o temprano vendrías aquí… pero… Nadie lo sabía…
Miró al joven a los ojos, entrecerrándolos. La mujer apretó los dientes y los puños.
— Quieta Meredith —le aconsejo el muchacho —. ¿Dónde están nuestros modales?
La mujer se tranquilizó y se aparto al momento. La luz amarillenta que alumbraba la escena, y que provenía de un lugar incierto daba un aire grotesco a la situación.
—Yo también me preguntaba si me reconocerías —prosiguió el chico —. Pero no ha sido así. Hasta que te he recordado lo que eres. Y por ende lo que fuiste. ¿No es así? —el chico terminó la frase ladeando la cabeza y sonriendo.
—Estas cambiado… Pero sin duda eres tú —el ser se puso de rodillas, para alzarse algo y ver mejor al chico —Si…Orzon de Naareth. Te recuerdo. Sé cómo te llamaba…pero no se tu nombre, ni como te haces llamar ahora.
— Mi nombre no tiene importancia. No tanta como mi persona, al menos— mientras decía esto se iba acercando a la posición del harapiento y de la mujer —.Puedes llamarme Orzon, si así lo deseas. Pero ahora no respondo a ese nombre entre la gente que habita las calles que se encuentran a kilómetros encima de nosotros. No— hizo una pausa, llevándose el dedo índice de la mano derecha a la barbilla, para luego bajarlo y seguir hablando mientras andaba —. Oruntiae Devian me llaman ahora. O Devon, si quieres abreviarlo. Sin embargo espero que tú sigas usando el mismo nombre.
— Me llamaban señor, antes— hablaba apesadumbrado, con la cabeza gacha, y con voz queda. Se volvió a alzar sobre sus dos piernas enclenques, con dolor —. Pero tú recordaras mi nombre tan bien como yo.
El chico sonrió con afecto. La mujer observaba la escena sin gesticular, apartada a un lado mientras los dos hombres mantenían la conversación, bañados de la luz amarilla.
— Nasherum —dijo. Meredith mostró una mueca de asombro, que intentó disimular sin éxito. Devon no se dio cuenta, o si lo hizo, prefirió ignorarlo.
—Así es —delgado como estaba, se acercó al muchacho y le puso una mano en el hombro —. Como lo has hecho... sin volverte loco…sin…
—¿Sin sufrir las calamidades a las que tú has tenido que sufrir? — Nasherum asintió. Devon cogió su mano con suavidad y la quitó de su hombro, respondiendo — . Parece mentira que tú lo preguntes.
Aunque la respuesta fue austera, parecía que Nasherum, que entrecerró los ojos, entendía más de lo que se había dicho. Su boca se torció seria. Sus ojos se volvieron de un gris más profundo. Devon siguió hablando, mientras lo rodeaba, sin mirarlo.
— Mira lo que eres. Viviendo entre las ratas y las pústulas, cuando podrías gozar de Ourath. Acuérdate de lo que fuiste. ¿Qué fuiste, Nasherum?
Nasherum tembló. De pronto parecía que hacia frío, y que el túnel se volvía oscuro, a pesar de la luz. Meredith permanecía quieta, a un lado del túnel, sin hacer nada.
— Hemos venido hasta aquí — prosiguió Devon —. Meredith y yo hemos bajado hasta las entrañas de la tierra, hasta los cimientos más anquilosados de la primera ciudad de este reino para encontrarte.
Nasherum sonrió por primera vez desde que hablaban.
— ¿Ahora necesitas una guardaespaldas para acercarte a saludarme? — rió suavemente—. No has necesitado a nadie, ni siquiera a ti mismo para bajar aquí los últimos años —las palabras se arrastraban como una serpiente contra la piedra, llenas de veneno—. Siglos — había odio en sus palabras.
— No sabes lo molestas que son las criaturas que pueblan las altas catacumbas— contestó Devon con indiferencia, justificando irónicamente su tardía llegada—. Y por supuesto no pienso mancharme las manos.
Meredith sonrió con dureza. Devon había dado la vuelta a Nasherum lentamente y se encontraba de nuevo de frente a él, mirándolo directamente a los ojos, sin apenas pestañear. Tenían una altura parecida.
— Además no tengo por qué darte explicaciones— acompañó la frase con una media sonrisa—. No sé si sabrás lo que eres. Pero yo si lo sé. Y sé lo que necesitas. O creo saberlo, al menos.
Nasherum se apartó contra la pared. Y el miedo, que él creyó que nunca iba a sentir, lo invadió. Quería huir, pero, de pronto, no podía moverse. El contacto visual con Devon era imposible de interrumpir. Los ojos se le secaban.
— Eres un adicto. Adicto al poder mágico. Un vampiro de energía. Kaniak, te llamarían al oeste, más allá del mar. Por eso te escondes. Y aún así buscas a tus victimas. Por que las necesitas. Las atraes aquí, en solitario, buscando ese objeto que se encuentra en las angostas y viejas catacumbas de la ciudad primigenia. Pero yo sabía la verdad. Oh, sí. Por eso te he ocultado mi identidad. Por eso he dejado que olieras el conjuro iluminador. Por eso has atacado a Meredith antes que a mí.
— No…No… — gemía Nasherum.
— Extender el rumor de que el viejo libro de Cannavas se encontraba aquí fue inteligente, sin duda. Ignoras donde está— decía Devon muy seguro de si mismo —. Pero yo sé donde está. En mi biblioteca, para ser más exactos —la cara de Nasherum comenzaba a mostrar cansancio y enfado —. Y aún así sé de alguien capaz de inventarse su paradero. ¿No te acuerdas que buscamos el libro juntos? Así supe que te encontrabas aquí. Los hechiceros y brujos más jóvenes se aventuraban hasta aquí buscándolo, y se encontraban contigo. Absorbías su energía para aguantar vivo lo necesario hasta la siguiente cacería —Devon se calló. El miedo en los ojos de Nasherum iba en aumento conforme hablaba. Devon osciló la cabeza a un lado, mientras Nasherum temblaba —. Triste.
Nasherum rompió a llorar silenciosamente. No sabía por qué. Estaba inmovilizado. Atolondrado por las palabras de Devon. Hasta entonces no había pensado en lo que significaba un encuentro con Orzon. Con Devon. Ahora se daba cuenta. De pronto, percibió que el hechizo inmovilizador se debilitaba. No huyó. Supo que era premeditado.
—Bien —Siguió Devon—. Pues vengo hasta aquí para ofrecerte un trato. Yo sé lo que tú necesitas y tú tienes lo que yo quiero.
Nasherum lo miró con asombro. No podía ser. Lo sabía. Y eso si que no se lo esperaba. Devon sonreía levemente.
—Sin embargo, antes de satisfacer tus necesidades de paria, tengo que pedirte algo a cambio.
—Lo que quieras, Orzon —susurró Nasherum con una voz tan débil que apenas pudo oírse. Se cayó al suelo de rodillas, jadeando, y tocándose los orificios nasales, resoplando con fuerza—. Lo que…quieras. Sé lo que…y no…. No puedo…. Pero….ahora sí.
Devon sonrió ampliamente. Nasherum seguía pidiendo por favor que le diera aquello que le iba a dar, fuera lo que fuese, intercalando peticiones de piedad y susurros incomprensibles. De pronto, levantó la cabeza, agarró a Devon por las piernas y comenzó a chillar, estruendosamente. Meredith se movió, pero Devon le pidió que se mantuviera al margen con un gesto. Con una mirada de Devon, Nasherum enmudeció, aferrado a sus piernas como estaba, mirando hacia arriba.
—¿Sabes? Últimamente he estado muy interesado en las antiguas historias. En las leyendas. Hay una particularmente… Que llama mucho mi atención — comenzó a relatar Devon con voz dulce.
—Toma lo que quieras, pero déjame tu regalo hermano mío… —hizo una pausa para tragar saliva —. ¿Acaso tengo alternativa?
—La verdad es que no —Devon se liberó de Nasherum, y le miro a los ojos, agachándose de cuclillas, y agarrándole la cara con una de sus huesudas manos —. Hace tiempo eras poderoso… Famoso. Acudían a ti centenares de almas pidiendo ayuda. Tu les ayudabas… Siempre por un módico precio, por supuesto —Devon lo miraba, demasiado cerca de su cara —. En todos esos siglos —prosiguió —, acumulaste mucha sabiduría, muchas riquezas y muchísimas cosas aún más interesantes que los que no son lo suficientemente inteligentes no saben apreciar.
Nasherum lo miró, con evidente terror.
— No sé lo que quieres, pero yo no tengo esas cosas, se perdieron… Las robaron… —Devon leyó la verdad en sus ojos. Aquello era posible, estúpido, pero posible. ¿El gran Nasherum no había presupuesto la pérdida de sus más valiosos bienes?
Devon apretó la mandíbula, y Meredith los puños. Devon se levantó ágilmente y se alejo andando, lento. Pensativo. Cuando dio cinco pasos, se dio la vuelta y volvió hasta donde se encontraba, con un silencio sepulcral, roto solo por sus pasos al pisar la fría piedra.
—Eso ha sido bastante irresponsable, en mi opinión —Devon sabía que no mentía, pero había una diferencia demasiado pequeña entre no decir la verdad y mentir. Y Nasherum lo sabía —. Pero no me puedo creer que no fueras tan poco orgulloso de hacer… Algo al respecto.
Nasherum sintió que lo tenía atrapado. Hubiera sido más fácil decir toda la verdad desde el principio. Aquello sólo le iba a dar más problemas. Devon volvió a agacharse, mirándolo a los ojos directamente, sin pestañear, una vez más.
—¿Seguro que no marcaste todas esas cosas? ¿Seguro que no designaste un guardián de recuerdo? ¿Seguro que no tienes ninguna forma de localizarlas a día de hoy? —le preguntó.
—Sí que puedo…—se vio obligado a contestar Nasherum.
Devon se levantó de inmediato. Lo miró sin expresión alguna y le propinó una fuerte patada, que hizo que Nasherum volviera a golpearse con la pared del túnel.
—Y tuviste la desfachatez de no decírmelo sin que yo te lo preguntara. Osado y estúpido.
—Está bien, está bien… —gemía Nasherum dolorido —. ¿Qué es lo que querías exactamente?
—Una vez construiste algo que llamabas arscail. No sé cómo lo hiciste. Quizás podría reproducir uno… Pero no tengo tiempo para eso ahora. Necesito ir a un lugar… Y necesito el arscail.
—Está bien… —dijo Nasherum por lo bajo —. Dame lo que ansío… Y te dejaré coger lo que necesitas.
—Si intentas algo raro, te mataré.
Por toda respuesta, Nasherum se acercó lentamente a donde Devon. Éste dio un paso, le cogió una mano y se quedaron así un rato.
Aparentemente sólo estaban agarrados por la mano, pero Meredith sabía que Devon estaba permitiéndole coger energía de su cuerpo al tiempo que Nasherum le dejaba hurgar entre los recuerdos que le quedaban para que Devon consiguiera lo que quería. De pronto, las manos se soltaron, y un estallido de luz tenue recorrió la semioscuridad por unos segundos.
Nasherum cayó al suelo, jadeando, salivando, sonriendo. Devon se apartó y se quedó mirándolo un rato.
—¿Una humana, al sur?
Nasherum no respondió. Simplemente estaba absorto disfrutando y gozando de la energía renovada que lo había invadido.
—Poco prudente, de nuevo —dijo Devon —. Me temo que estás perdiendo facultades.
Y Devon, sin mediar palabra, se dirigió por el túnel hacia donde habían venido. Meredith lo siguió apresuradamente. Mientras el resplandor los iluminaba a ellos y su camino, dejando atrás al ser.
Rodeado por destellos de colores, tirado en el suelo. Olisqueando y respirando fuertemente, abrazándose a si mismo en una patética postura, Nasherum sonreía tristemente.
Devon andaba con paso firme pero delicado, sin hacer ruido, con un aire tan distante como pensativo. Meredith avanzaba a su lado, sin hablar. Se alejaban rápidamente. Viraron a la izquierda, y luego a la derecha, y a la izquierda una vez más hasta que llegaron a un túnel mucho más alto y ancho que los anteriores. Meredith lo reconoció como el túnel por donde habían bajado. Parecía que Devon conocía todo aquello muy bien. Demasiado bien, incluso. Siguieron el viejo y alto túnel de piedra, por el cual corría un estrecho riachuelo de color verdoso, que zigzagueaba de un lado a otro. Después de caminar un rato no muy largo, las paredes comenzaron a cambiar, y paulatinamente, una roca negra y salvaje fue sustituyendo a la fría piedra de ladrillo, hasta que el túnel se convirtió en una cueva, más baja y más irregular, con un río de más caudal.
La cueva se abrió ante ellos, para dar paso a un paisaje bello e inquietante al mismo tiempo, que ya habían contemplado los dos viajeros al dirigirse hacia abajo. La cueva daba a una colosal cámara subterránea, que casi no parecía natural, formada por piedras, rocas y riscos que habían sido vaciados y moldeados con habilidad. Una gran ciudad, desmoronada y destruida, que se mantenía silenciosa, bajo tierra. Las afiladas puntas de los chapiteles y las torres, a veces intactas, a veces caídas, proyectaban alargadas sombras mientras la luz que seguía a Meredith y Devon lo iluminaba todo a su paso. Al salir de la cueva, penetraron en el canal en el que caía el río subterráneo que habían estado siguiendo. Después de ascender unas pequeñas escaleras rotas, se encontraron en las calles de aquella ciudad abandonada. El techo de la cueva no se distinguía en las alturas. Un silencio pesado, y un viento frío reinaban en aquella gran cueva.
Anduvieron por calles anchas y estrechas, por plazas, ascendieron por algunas de las numerosas escaleras, estrechas como filos, que se levantaban entre arbotantes de las estructuras, dando la imagen de que la ciudad estaba repleta de puentes y pasarelas elevadas, flanqueadas por las coronaciones de los edificios. Al final, llegaron a una grieta en la roca, la entrada a otra cueva, que no era tan abierta como la que habían dejado. Era alta pero estrecha, y en su interior, con la luz que proyectaba el conjuro de Devon, se vislumbraban unas toscas escaleras, que llevaban a un pasillo de piedra más clara que la anterior, pero igual de dura.
Cuando entraron, la luz iluminó la cueva y la ciudad volvió a quedarse a oscuras, en su fría calma. El pasadizo rocoso que ascendía desde la angosta entrada se elevaba rápidamente, pero esto no aminoraba los pasos de Meredith y Devon, que parecían no notar que la pendiente era ya muy elevada. Poco a poco, la cueva se fue abriendo y la pendiente fue descendiendo. Entonces llegaron a una parte ancha de la cueva, donde había una bifurcación de tres caminos. Dos de ellos entradas simples en la roca, y la tercera, la de la derecha, tenía a su entrada un elaborado arco de piedra, con runas e inscripciones. Por este último se accedía a otras escaleras, grandes, rectas y confortables, aunque viejas.
—Creo que ya se ha terminado el círculo, Meredith —digo Devon con indiferencia —. Lo intentaremos desde aquí —y la invitó a acercarse con la mirada —. La magia que lanzaron sobre la ciudad primigenia y los túneles que la rodean es poderosa, sin duda —. Esto último lo dijo distante, como si hubiera pensado en voz alta.
Meredith se acercó a él, y lo cogió de la mano. Devon extendió la palma de la mano y el brazo hacia un costado, creando un ángulo recto con el cuerpo, y cerró los ojos. Meredith, se preparó para lo que venía. Sin embargo, pasaron unos segundos, y no sucedió nada. Devon le soltó la mano suavemente sin mirarla a los ojos.
—El círculo debe de extenderse más de lo que yo esperaba —susurró casi para el sólo —. No me explico cómo un encantamiento tan antiguo puede seguir funcionando tan bien sin volverse excéntrico. Sigamos adelante, Meredith, parece que tendremos que andar algo más antes de poder fluctuar correctamente.
Meredith lo siguió, por la puerta del arco esculpido de la derecha. Iban rápido y en silencio. Los dos eran fuertes especimenes de su raza, y no se cansaban con facilidad.
Subieron por las escaleras de piedra esculpida hasta que llegaron a lo que parecían los túneles de piedra de unas antiguas catacumbas. Largo rato se deslizaron entre los túneles, virando, ascendiendo a veces, y otras veces descendiendo, pasando por bifurcaciones. De pronto Devon se paró y miro a Meredith con una dulce sonrisa.
—Probemos de nuevo. Ya nos hemos alejado bastante, estamos casi bajo las alcantarillas de Ourath.
Meredith volvió a darle la mano y Devon volvió a cerrar los ojos y a poner el brazo extendido para con el cuerpo. Esta vez, ambos sintieron como el suelo desaparecía a sus pies con una violenta sacudida, y como caían en el vacío, con los ojos apretados, hasta que volvieron a tocar el suelo de nuevo. Meredith abrió los ojos, mareada. Devon mostraba en su cara una expresión tranquila.
Se encontraban en el vestíbulo de lo que parecía una mansión de estilo gótico, con la gran puerta, alta y afilada, detrás de ellos. Dos vidrieras con imágenes de hombres y mujeres pálidos en posturas solemnes iluminaban el vestíbulo. De frente tenían un pasillo, en el que al final se entreveía el comienzo de una escalera negra y brillante. El suelo era de piedra, y las paredes grises, adornadas con tapices que tenían extrañas runas bordadas. En el amplio pasillo las vidrieras del vestíbulo se repetían a ambos lados, bañando la casa con n una luz mortecina y tenue. Devon avanzaba con su característico paso, suave y tranquilo. Meredith lo siguió, y delante de la amplia escalera negra de cuarzo, iluminada por un gran rosetón que ocupaba el primer descansillo donde la escalera se dividía en dos, Devon se dirigió hacia una puerta que había a la derecha abriéndola.
La puerta daba a un gran escritorio, que se componía de dos salas circulares a diferentes alturas, completamente recubiertas de estanterías repletas de libros y mesitas con artilugios frágiles de metal y cristal, que parecían a punto de romperse, girando y produciendo sonidos extraños. Devon avanzó hasta uno de los dos sillones fraileros que había en toda la estancia, que tenían un respaldo extremadamente alto. Meredith se quitó la capa que cubría su armadura y la colgó cuidadosamente en un perchero que se encontraba a la entrada de la sala, para colocarse de pie, con aspecto recatado y respetuoso, apoyando una mano en el respaldo del sillón que quedaba vacío.
Entre los dos sillones había una mesa, repleta de libros. Abiertos, extendidos por toda la mesa, que mostraban diferentes textos, gráficos, runas y representaciones.
Devon estaba plácidamente sentado, echado para atrás, con los codos apoyados en los reposabrazos del sillón, con las yemas de sus largos dedos juntadas a la altura de su boca, pensativo.
Meredith simplemente seguía de pie, tranquila y serena, esperando. Se hizo un silencio largo hasta que Devon habló.
—Debo marchar hacia el sur, definitivamente —dijo pensativo. Meredith dudó antes de hablar.
—Señor, ¿Puedo preguntarle algo? —Inquirió suavemente.
—Claro. Estaba esperando a que preguntaras ese algo durante nuestra vuelta aquí —dijo Devon amablemente —. Y te he dicho muchas veces que no me llames señor.
—Perdón. Es la costumbre— dijo Meredith cerrando y abriendo los ojos lentamente, con una sonrisa, y adoptando una postura más inocente —. Ese ser al que hemos visitado en la subciudad… —Devon le hizo un gesto para que continuara —¿Era realmente el gran Nasherum?
Devon sonrió.
—Me temo que sí. Muy desmejorado, pero era él.
Meredith lo miró con asombro. Se acomodó en el sillón, y puso sus vigorosas piernas una al lado de la otra. La fina armadura, que estaba hecha de un metal oscuro y brillante era tan cómoda que le permitía realizar todos aquellos movimientos sin estorbo.
—Todavía no me lo puedo creer —dijo con asombro. Estaba realmente sorprendida—. ¿El mismo Nasherum del que hablan las leyendas?
—El mismo. No es un nombre muy común, que digamos —dijo Devon despegando las yemas de sus dedos y adoptando una postura más cómoda —pero no debes fiarte de los libros y las leyendas, Meredith. Yo también aparezco en ellos, con otros nombres, y sin embargo el populacho parece empeñado en no recordarme —Devon sonrió, mostrando unos dientes blancos y perfectos —. Nasherum no sabía que encontraría hechiceros mejores que él, su propia arrogancia lo ha metido donde está ahora. Tuvo un mal encontronazo con Ayium, y algo salió mal. Recuerdo cuando volvió —de pronto Devon se mostró pensativo —se encerró en su casa durante meses. Y cuando por fin lo vi era una sombra de sí mismo, incapaz de llevar a cabo el más sencillo hechizo, pero ávido de alimentarse de otros que si podían. Al final, gradualmente fue dejando la ciudad y huyendo hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que traspaso las fronteras de la antigua Ourath. Ahora… —hizo una pausa —. Ya ves lo que es ahora. Un desecho. Un necesitado.
Devon dijo todo esto con el mismo tono de voz, y sin cambiar la expresión amable de su cara. Se levantó suavemente del sillón, y se puso a mirar por el gran ventanal que daba luz a todo aquel salón.
Se quedó pensativo, ante la gran vidriera que mostraba las imágenes de varios jóvenes, hombres y mujeres, pálidos y desnudos alrededor de una preciosa fuente. Vislumbraba la grandiosa ciudad de Ourath desde aquella posición elevada. Los múltiples edificios dibujaban siluetas afiladas contra el claro cielo. En el lejano horizonte se distinguían las montañas que marcaban el fin de aquel país. Los edificios que poblaban la ciudad se hacían cada vez más pequeños, hasta que, al pie de la montaña, se apilaban los barrios exteriores, llenos de casas precarias y granjas. Atardecía. El sol, ya en su último suspiro, rayaba con un haz naranja todas las fachadas, ventanas, plazas y terrazas. Debajo, la ciudad explotaba de vida, en plena ebullición.
Meredith lo miraba. Devon estaba de espaldas a ella, con las manos juntas en su delgada espalda, con la mirada perdida en las torres y almenas que recortaban el horizonte como agujas. La melena blanca relucía, lisa, tapando su cuello. A contraluz, la imagen del hombre cortando la luz del atardecer resultaba bella.
—Por supuesto, espero que me acompañes en mi labor —le dijo Devon sin mirarla.
Meredith asintió en silencio.
—Si podrías conseguir un barco de viaje, con los mínimos tripulantes posibles para llegar hasta las islas de Nambu, para dentro de tres días como máximo, te lo agradecería.
Meredith se marchó con una silenciosa reverencia, sin mediar palabra. La puerta se cerró detrás de ella con un pequeño golpe. Devon se mantuvo en la misma postura un rato más. Luego desentrelazó las manos, y resueltamente giró sobre sus pies para dirigirse a la mesa de nuevo. Apartó un par de volúmenes que se encontraban abiertos y extrajo un mapa del interior de aquel caos de hojas y palabras. Se fue andando lentamente a otra mesilla, y extendió el mapa. Vislumbró las Islas de Nambu, al sur del continente Kaguyn, donde al norte, se encontraba el país de Nadilim, lugar donde la ciudad de Ourath se alzaba como capital. Las islas se dibujaban en un extremo del mapa, casi al borde, como un amasijo de pequeños trozos de continente, como si algún gigante hubiera destrozado con la mano la parte inferior del gran bloque de tierra que era Kaguyn.
No estaba seguro de cuantos días tardarían en cubrir la travesía marina. Si salían dentro de dos días, al menos tardarían dos días más hasta el Mar Escarlata, cruzando el Ivia Doga, o el Río de Sangre. Después todo seria seguir la orilla por el este, hasta encontrarse con las islas. Mientras pensaba en el itinerario, su dedo índice recorría silencioso la ruta de viaje sobre el amarillento papel.
“Ahora es cuando tengo que tener cuidado” Pensó Devon
II.
Devon terminaba el desayuno, vestido con unas mallas de color gris mate, que se alargaban en una especie de corsé hasta las costillas. Cuando dio el último trago a la copa de vino se levantó, y se acerco a la gran ventana del comedor. Acariciaba el marco de la ventana con una mano. La ciudad despertaba. Era el día. Hace dos días Meredith le había dicho que había conseguido un barco de viaje confortable, con un solo tripulante, que les llevaría hasta las Nambu. Devon oyó como se abría la puerta principal. Salió del comedor, y bajó la escalinata de cuarzo negro lentamente, para encontrarse con Meredith, que iba vestida con una capa de viaje roja, y con el pelo rojo suelto, con la raya en medio. Las ropas de debajo de la capa distaban mucho de la esbelta armadura que llevaba el día que bajaron más allá de las alcantarillas de la ciudad. Eran ropas cómodas de viaje, de color oscuro la mayoría. También llevaba una fina y larga espada, envainada en el lado izquierdo.
—Buenos días, Devon.
—Buenos días a ti también. Espero que estés lista para el viaje —le sonrió Devon. Meredith asintió plácidamente —. Espérame en la puerta —. Le indicó Devon con seriedad. Se dirigió hacia la puerta que estaba justo en frente del estudio. Cuando entró, cogió el guante negro y se lo colocó en el brazo izquierdo. Cuando estaba extendiéndose el guante hasta el codo, oyó como se abría la puerta de la casa. Intentó averiguar quién era, pero no pudo. Eso no le gustó. Salió rápidamente del pequeño vestidor y se dirigió a la galería que daba a la entrada.
Entonces las vio. En la entrada se encontraban tres mujeres. Una de ellas era Meredith, por supuesto, que se encontraba pegada a la pared de la derecha, con un gesto de respeto. De las otras dos sólo conocía a una. Y no presagiaba nada bueno. Las dos mujeres eran rubias, la que se encontraba en el centro, sonriendo plácidamente, tenía una cara angulosa, y mostraba malicia en sus ojos. Llevaba el pelo suelto, con un tocado de plumas negras. La compañera lo llevaba recogido en múltiples moños, con un velo negro. Ambas vestían al estilo de la corte de Nadilim, con vestidos asimétricos, y coronados con alambres o remaches de hierro que terminaban en punta. Cuando Devon entró al vestíbulo se detuvo delante de la rubia del tocado de plumas, y está le habló con una voz falsamente dulce.
—Oruntiae Devian… Buenos días —lo saludó, con una falsa sonrisa.
—Lamia —le contesto este con dura educación —. Buenos días para ti también. Tan solo me preguntaba qué hacías aquí.
Lamia rió por lo bajo. Y se movió grácilmente hacia un lado, con un aire arrogante, extendiendo los brazos, como si bailara.
—Resulta que la Señora quiere saber a qué se debe que el gran Devon abandone la ciudad —dijo Lamia riéndose con chulería y petulancia. La acompañante de Lamia se encontraba callada, sin expresión en su rostro de porcelana. Devon dibujó una media sonrisa en su cara.
—Ahora la llamas la señora… —susurró con desprecio mientras ensanchaba su sonrisa —¿Crees que ella no sabe lo que has estado tramando? ¿Crees que no sé porque te envía a realizar estas labores tan banales? ¿Vigilarme? —Devon soltó una suave carcajada. La cara de Lamia fue cambiando de registro hasta que adopto una cara que expresaba la furia en toda su magnitud. Devon la miró a los ojos con desprecio. Lamia lo estaba fulminando con la mirada.
—Me voy al sur. Dile a Vhantira que no se preocupe, que no soy como tú —dijo—. Que no voy a hacer nada que haga peligrar su trono.
Lamia lo estaba mirando con una furia sin límites. Sus ojos ardían. Devon sintió que las intenciones de las dos intrusas no eran benévolas. Fue todo muy rápido, en uno o dos segundos, la que no había hablado, sacó un cuchillo de entre sus ropajes y se lanzó hacia Devon. Al mismo tiempo, Meredith se lanzó, con un movimiento rápido, hacia Lamia. Lamia se agachó y salto, con una agilidad impropia de alguien con un vestido tan voluminoso, para caer sobre la espalda de Meredith. Justo entonces, la daga iba a rozar el brazo de Devon, sin embargo, este, con un aire de desdén, cogió la daga entre las palmas de las dos manos, y con un movimiento fugaz, separó las manos, para soltar una voluta de humo. Lamia se levantó ágilmente para golpear a Devon pero este se movió detrás de ella y la tocó con el dedo índice en la nuca. Meredith se levantó de un salto para inmovilizar a la atacante de la daga. Lamia respiraba fuertemente, sin poder moverse. Meredith tenía sujeta a la chica del velo negro con una sola mano. Entonces, Devon habló.
—Estas empeorando considerablemente, Lamia. Hace unos años incluso hubiera dejado que me hicieras algún rasguño —Devon quitó el dedo índice de la nuca de Lamia, y se colocó tranquilamente en la mitad de la estancia —. Pero no hoy. No en mi propia casa —Devon se acercó lentamente hacia la doncella del velo, y le pidió a Meredith que se hiciera a un lado. La chica tembló. Devon le agarro de una muñeca, que levantó hasta que quedaron en una extraña postura, como su fueran a bailar danzas de salón. Entonces, Devon apretó los dientes, y dio una vuelta con fuerza a la chica, como si la zarandeara bailando. Se oyó un estruendo de tendones y huesos crujiéndose. La chica cayó muerta al suelo, produciendo el sonido de un fuerte golpe, que resonó por toda la casa. Lamia entrecerró los ojos con ira.
—Comunica a Vhantira mis planes. Y llévate a ésta —dio una patada al cadáver que había en el suelo —de mi casa.
Devon abrió las puertas que daban a la calle, miró a Lamia desde ahí.
—Dile también que me llame si quiere encontrarme. Ella lo entenderá —Devon la saludó con una exagerada reverencia —. Adiós, Lamia, querida.
Devon bajó andando la escalinata de piedra gris que daba al portón de su casa, con Meredith detrás. Levantó los brazos con un gesto rápido y quedó cubierto con una capa gris de viaje, que tenía una capucha que le tapaba el rostro. Los dos andaban calle abajo, por aquella ciudad llena de escaleras, pasadizos, puentes y pasarelas. Rodeados de gente que no los miraba y que seguía su vida. Rodeados de edificios altos, negros y grises, que brillaban con la luz de la mañana.
La calle por la que andaban quedó abierta a una gran plaza, con una amplia escalera que ocupaba un lado entero del gran cuadrado gris de mármol. Anduvieron por más calles, igual de majestuosas, rodeados de casas que tenían jardines y mansiones en el centro de pasillos de arcos y portalones. Llegaron al borde superior de otra escalera, mucho más estrecha que la de antes, que se escabullía bajo tierra, por unos amplios pasadizos arqueados.
Descendieron la escalera en silencio, mientras otros la seguían también arriba y abajo, al final, la escalera desembocó en un amplio muelle subterráneo. Era una cueva, coronada por bóvedas de crucería en el techo y rodeada por sendas y elaboradas columnas, que se elevaban hasta lo más alto de la cueva dándole el aspecto de un templo con un lago en el interior. Una fila de barcos, afilados y esbeltos, de colores oscuros, con las velas rojas, negras y violetas se encontraban atrancados en el muelle. Los altos techos de la cueva relucían con los reflejos azules oscuros del agua. El puerto interior de Uosto tenía el magnífico aspecto de siempre, elegante y señorial. Devon miró a Meredith.
—Tú dirás.
Meredith señaló con la mirada hacia el final del puerto, donde el muelle se escondía detrás de una formación rocosa. Devon la miró con duda y curiosidad. Avanzaron por el muelle donde diferentes tripulantes tomaban posesión de sus navíos y los esclavos subían a bordo, atados con cadenas por manos y pies.
Meredith se paró frente el anteúltimo amarre del gran puerto, entre un velero sencillo de un solo palo, y una fragata a la que estaban subiendo numerosos individuos tapados con oscuras túnicas, donde, aparentemente no había nada.
Devon la miró con escepticismo. Meredith sin embargo, se acercó al borde del muelle, y se agachó, apoyándose con una mano en el amarrador, donde faltaba la cuerda del barco en cuestión. Se quedó unos segundos mirando el agua, que lamía suavemente el muro de piedra lleno de algas y musgo. Entonces, de pronto se levantó, y mirando hacia el agua, dijo:
—Estamos aquí. ¿Está todo listo? —preguntó. De debajo del muelle respondía una voz sumamente mucosa, que hablaba a borbotones.
—Sí, es que no os había visto, mi lady.
Entonces Devon vio como con un ágil salto, apareció ante sus ojos un myanghur, lo que comúnmente se denominaba como tritón o sirenio. Era masculino, de la estatura de Meredith, más o menos. Tenía la piel escamosa, de un color gris oscuro, y los pies y las manos grandes y palmeadas. Carecía de cola y los ojos los tenía grandes y amarillos, con una pupila rasgada. Plegada en la cabeza tenía una cresta palmeada. Vestía con unos pantalones de cuero marrón, sin cinturón, que iban desde la cintura hasta las rodillas. En los antebrazos y espinillas mostraba diferentes aletas. Su boca tenía una mueca de enfado, y daba un aspecto siniestro, cuando hablaba, se le entreveían finas líneas de dientes afilados. Devon lo saludó educadamente.
—Meredith me ha dicho que cuenta usted con el navío más rápido de todo Uosto.
—Así es —borboteó el tritón —. Mi nombre es Bakflake. Puedo llevaros bordeando el este hasta las islas Nambu en una semana desde el golfo de Pinsala. Dos días y medio más desde Uosto.
Esto último lo recitó con orgullo y serenidad. Devon les sonrió, satisfecho al tritón y a Meredith.
—¿Y dónde se encuentra ese barco en el que vamos a navegar? —preguntó. Bakflake, sonrió, dejando ver una sonrisa un tanto extraña. Sin decir nada, se acercó al muelle, y abriendo tanto la boca como las agallas profirió un extraño y gutural sonido, que atrajo la atención de buena parte de la gente que se encontraba en el puerto a esas horas.
Acto seguido, las aguas entre los dos barcos que parecían desiertas comenzaron a volverse turbias y a moverse. De pronto, salpicando espuma, apareció de las aguas un estilizado barco de color negro, que llevaba una sirena tallada en la proa. Después del barco, surgió lo que parecía un gran caparazón, donde el barco estaba sujeto, según parecía, precariamente. En el caparazón se agolpaban todo tipo de algas y moluscos, que le daban un aire un tanto sucio. Estos seres se extendían hasta el propio barco, cuyo casco estaba inundado de lapas y mejillones. Extrañamente, el barco parecía seco. Bakflake sonreía.
—El barco lleva un encantamiento hidrófobo muy poderoso, lanzado hace años por una bruja de las profundidades —explicó orgulloso —Está atado a Rongen, que es lo que aquí llamáis una tortuga dragón, y lo que nosotros llamamos datta vene, o terror de las olas.
De entre el agua surgió entonces la arisca cara de lo que parecía una tortuga, pero muchísimo más grande, que saludo a Bakflake con el mismo sonido gutural con el que él lo había llamado.
Bakflake les extendió una pasarela de madera desde el barco por la que Meredith y Devon ascendieron a la cubierta, que tal y como les habían explicado, estaba seca. Les enseñó los camarotes, bastante confortables, muy espaciosos y con camas adoseladas, y un camarote de uso común, muy grande, que tenia dentro la mesa del comedor, sillones, una mesa de estudio, los mapas, el astrolabio y la chimenea.
Cuando zarparon la tortuga dragón emitió un fuerte sonido, y avanzaron con una velocidad inusitada hacia el puerto exterior, dejando un rastro de olas a su paso. Abandonaron el puerto interior para salir al exterior mucho más amplio y descuidado.
Uosto era el nombre que se le daba al puerto de Ourath, que se adentraba hasta el corazón de la ciudad. La parte que usaba la gente importante, los ricos, los consejeros de la Matriarca y otros nobles era el puerto interior. Un maravilloso muelle construido en el interior de una gran cueva, por la que se accedía al río de sangre, el único río de Ourath, que además, tenía el nacimiento en la propia ciudad. Sin embargo, la inmensa mayoría de los ciudadanos de Ourath tenían su atraque en el puerto exterior de Uosto, un compendio desordenado de muelles y pantanales, en el que se agolpaban las pequeñas y descacharradas embarcaciones del ciudadano de a pie.
Cruzaron el puerto exterior rápidamente, hasta que llegaron a los pies de una gigantesca muralla en la que se abría una gran puerta, que en ese momento estaba cerrada e impedía el paso al Río de Sangre. Otras tres o cuatro embarcaciones esperaban también a que la puerta se abriese.
Después de una corta espera, los pesados goznes de la puerta se comenzaron a abrir, y esta dio paso al Río de Sangre, por el cual avanzaron todas las embarcaciones. Así mismo, al otro lado esperaban otras para internarse en Ourath. El río era extremadamente ancho, y en muchos puntos aparecían isletas que adornaban el río. A ambos lados el paisaje era parecido al que se extendía por casi todo Nadilim. Riscos grises, una tierra oscura y vegetación débil y escasa.
A veces, una pequeña aldea aparecía en la orilla, con sus casas labradas en la negra piedra y sus pequeños puertos con media docena de rudimentarios barcos.
La fría mañana fue dejando paso a una oscurecida tarde por la repentina aparición de nubes en el horizonte. Aunque las tormentas y las lluvias no eran habituales en Nadilim, sí que eran habituales la niebla y los cielos nubosos.
El navío que comandaba Bakflake, atado a una impresionante tortuga dragón, tomó rápidamente la ventaja, y para la hora de cenar ya se encontraban solos en el inmenso río.
Aquella noche el viento fue frío, y el cielo oscuro, y a pesar de todo, los tres tripulantes durmieron plácidamente.
Los siguientes días transcurrieron de manera parecida al anterior. Bakflake se sentaba fuera del navío, sobre el caparazón de Rongen, y muchas veces se lanzaba al río para nadar junto a él. Tan sólo paraban cuando la inmensa criatura marina tenía que comer, y aun así avanzaban mucho más rápido de lo que hubiera supuesto hacerlo con un barco corriente.
Meredith solía quedarse de pie en la cubierta, mientras el viento seco de las llanuras rocosas de Nadilim le azotaba en la cara mientras su melena rojiza ondeaba al viento. Devon no salía mucho a cubierta, se pasaba la mayor parte del tiempo en el camarote, leyendo o estudiando.
El tiempo fue excepcional durante la mayoría de las jornadas de viaje, y en el atardecer del segundo día llegaron al golfo que se abría hacia el mar escarlata. En la desembocadura del Río de Sangre, se encontraba la ciudad portuaria más grande de Nadilim después de la capital: Anvic. Su gran puerto, colocado en la misma desembocadura, daba paso a una gran playa de arena negra, donde el mar escarlata golpeaba la costa con suaves olas. Detrás se vislumbraban los edificios, de colores oscuros, pero majestuosos, con puntas afiladas y altas y estilizadas torres, cómo acostumbraban a construir en aquel país. Viraron al este en cuanto se abrieron a la mar, y la ciudad de Anvic se perdió en el horizonte para el anochecer.
Cuando se encontró en su cama, con suaves sábanas, Meredith se acurrucó para acomodarse. Suspiró. Aún recordaba cuando Devon la había contratado, hace ya años, para servirla como ama de llaves de su mansión.
Ella no sabía, en aquel momento, lo que supondría acompañar a su señor hasta los confines del mundo. Lo que ella había creído en un principio, un contrato más, un servicio más como la gran luchadora que era, se había convertido en algo más. Aunque no sabía en qué. Desde hace un tiempo Devon se mostraba mucho más excéntrico, y de pronto la labor de Meredith pasó de ser de mera guardiana de la casa a acompañante en los extraños viajes que el señor de la casa había iniciado.
Sucedió hace siete mese. Una mañana, como de costumbre, Meredith se despertó en la mansión de Devon para desayunar, y lo encontró a él despierto en el estudio, en silencio, pensando. Ella ya sabía que aquello no era habitual. Devon solía despertarse dos horas más tarde que ella, ya que Meredith acostumbraba a realizar su entrenamiento físico de rigor en el gran jardín interior antes de comenzar sus labores diarias. Aquella noche le ocurrió algo a Devon. Devon no le contó nada, pero sin duda tuvo que ser algo importante. Desde aquella mañana realizaron muchos viajes por tierra a las olvidadas ermitas de todo Nadilim, buscando algo que Devon consideraba de vital importancia. Salieron incluso de Nadilim hacia las afueras, viajando por las Tierras Brunas, llegando incluso a las fronteras con el Gran Desierto de Onramaq.
Al fin, le llegaron los rumores de que, en la mismísima Ourath, alguien tenía el Libro de Cannavas. Meredith recordaba como sonrió Devon cuando la noticia llegó a sus oídos. Comenzaron a buscar el libro en la ciudad, aún sabiendo que el libro lo tenía él, siguiendo los rumores que lo situaban en cada ocasión en una familia o catedral diferente. Cada vez que llegaban a un callejón sin salida, en lugar de enfadarse, Devon se mostraba cada vez más satisfecho.
Fue entonces, al de dos días de comenzar buscar el libro, cuando comenzaron a ser vigilados. De pronto, las Confesoras de la Matriarca Suprema los interrumpían en casa y fuera de ella continuamente, mostrando una inusitada curiosidad sobre sus indagaciones. Fueron especialmente vigilados por los finos ojos de Lamia, quien les ponía verdaderas pruebas a la hora de moverse por la ciudad. Pruebas que Devon y Meredith pasaban con pocas dificultades y aun menos daños, lo que hacía que Lamia se enfureciera. Ella era quien ejecutaba mejor los deseos de la Matriarca, aunque era vox populi que planeaba una revuelta contra la misma.
Las Confesoras comenzaron a enfadar a Devon de verdad después de un tiempo. Meredith recordó el día que tuvo que matar a tres porque no les dejaban acceder a las bibliotecas de palacio. Devon dejaba un rastro siniestro a su paso. El día que bajaron a las catacumbas se encontraron con seis Confesoras a la entrada, a las que Devon tuvo que aniquilar rápidamente.
Lo que sorprendió a Meredith fue la respuesta de la Matriarca. Una respuesta nula. No sufrieron represalias. Eso era ciertamente extraño, ya que cualquier ataque perpetrado contra las Confesoras o cualquier cuerpo oficial estaba castigado con la tortura hasta la muerte.
Y sin embargo allí estaba ella, en un barco, dirigiéndose hacia las lejanas islas de Nambu, sin saber aun lo que buscaba Devon, después de pasar por todo aquello. Esa noche el sueño tardó un tiempo en encontrar a Meredith en aquel mar de inquietudes y confusiones.
La mañana siguiente, la luz fría del amanecer baño el barco en alta mar. No se veía costa por ningún lado. Rongen avanzaba en silencio, a gran velocidad, cortando el agua y el viento.
Meredith se encontraba aburrida. De pie en la cubierta, miraba cómo Bakflake saltaba con agilidad entre las olas, cuando la voz de Devon le hizo darse la vuelta.
—¿Aburrida? —le preguntó con una sonrisa.
—Sí —respondió ella —. No soporto las travesías largas. Podríamos haber fluctuado hasta las islas de Nambu.
Devon ensanchó su sonrisa y se acercó al borde del navío, posando sus manos sobre la baranda de madera.
—Podríamos haberlo hecho, sí —. Contestó Devon distante —. Al margen de lo complicado del conjuro, eso nos presenta nuevos problemas. Porque entonces no sería viajar. Entonces no sería una travesía.
Meredith lo miraba con respeto, escuchando sus palabras.
—Los años de inmortalidad me han enseñado que no sólo el destino es de importancia, y que a veces en el camino el destino se cruza contigo antes de llegar a él. Aún eres temperamental, Meredith. Tienes que aprender a observar y esperar. La prisa, la actitud egoísta y el placer son los que hicieron de nosotros una raza maldita, no harías mal en recordarlo.
Diciendo esto Devon se retiró lenta y majestuosamente a sus aposentos.
Meredith asintió con compresión, mirando a la lejana costa. Era cierto. Nadie hablaba de ello. Pero procedían del placer, el egoísmo y la magia. Ese fue el antiguo nacimiento de los nadiler. Estos hechos no se narraban en las bibliotecas de Nadilim, ni siquiera en las bibliotecas de otro lugar. Tal vez los antiguos dolari conservaran algo. Sea como fuere, aquel relato estaba perdido entre las arenas del tiempo, y aun así, todo ciudadano de Nadilim conocía la historia a la perfección.
Nadilim era una tierra muerta. Sus estepas eran grises, y soplaba un viento frío. Apenas llovía, pero los cielos estaban casi siempre cubiertos de nubes. Los pocos árboles que conseguían florecer lo hacían de manera austera, sin hojas. No había hierba. La oscura y dura piedra dominaba los paisajes, desde las cadenas montañosas del sur hasta el mar escarlata, al norte.
En aquella tierra baldía no vivió nadie durante milenios. Hasta que llegaron los malditos. En barcos, atravesando los mares del norte, llegaron a las costas del mar escarlata, y descendieron, sabiendo que aquel lugar era el único que quedaba sin dueño.
Ahora Nadilim lo habitaban los llamados hijos de la sombra o nadiler, y habían construido tres ciudadelas que se alzaban, negras y puntiagudas, cortando el horizonte.
Los días siguientes transcurrieron sin ningún incidente en el barco. Bakflake nadaba habitualmente al lado de la tortuga dragón, Meredith se entrenaba en la amplia cubierta del barco, y Devon seguía absorto en sus investigaciones. La costa fue desapareciendo y se fueron adentrando en un mar infinito.
Al amanecer del cuarto día desde que salieron al mar, ante ellos, emergieron en la fina línea entre el cielo y el mar las islas de Nambu, como una fila de deformes rocas que emergían del mar bruscamente, rajando el cielo.
Las islas fueron acercándose cada vez más, hasta que sus montañas se hicieron visibles, y sus escarpadas costas chocaron contra el mar, formando embates de espuma y agua. La floreciente vegetación que crecía en sus laderas formaba profundas selvas, que se elevaban bien alto en la montaña.
Amarraron en el primer puerto que encontraron, con el asombro de sus pobladores. Era un pueblo pesquero, de dimensiones considerables, que se adentraba en la jungla que poblaba la mayoría del continente del sur: el Dei Saem. Sus edificaciones de madera tenían reflejaban el marcado estilo autóctono, precario y poco artesano. Los humanos que habitaban esta tierra también se diferenciaban del resto. Eran delgados y ágiles, de pelo negro y piel curtida por el sol. El lenguaje que hablaban era poco estruendoso, y se hablaba rápidamente, con pequeñas y sonoras sílabas.
Cuando bajaron del navío, los tres tripulantes atrajeron la atención de toda la gente que se había arremolinado alrededor de la tortuga dragón, que rugía nerviosa.
—¿Pasaremos aquí la noche? —preguntó Bakflake. Devon lo miró, pensativo.
—No lo sé. Quizás. Quizá No. Todo depende de cuánto avance nuestra empresa. Bakflake asintió.
—Pero Rongen necesita estirar las aletas. Los puertos le ponen muy nervioso —dijo con gesto afable —, estaré aquí para la noche, si así lo deseáis.
Devon evaluó la petición en silencio. Al final contestó, tocando a Bakflake en el hombro con un gesto amistoso.
—Eso es lo más sensato. Haz lo que tengas que hacer. Probablemente mañana zarpemos de nuevo.
Bakflake asintió y se retiró a la mar, con el barco y su salvaje timonel, perdiéndose rápidamente entre las olas que generaban.
—¿Tendrán aquí lo que buscamos? —le preguntó Meredith a Devon. Devon entrecerró los ojos, pensativo.
—Me temo que no. La aprendiza de Nasherum es ahora la Oyente del templo y habita en la única gran ciudad de Nambu, por lo que he podido averiguar. Pero es importante que nos vean, que ella sepa que vamos en su busca.
Meredith asintió en silencio.
—No esperes humildad por parte de un aprendiz de Nasherum —dijo reflexionando—. Tendrás el honor de ver la impresionante Ka Tan Pho, o como muchos la llaman: La Ciudad Puente.
Al atardecer, Bakflake volvió con el barco, y Devon le indicó la nueva ruta.
La noche era suave y calurosa en el sur, y las estrellas brillaban lejos en el despejado cielo. El tranquilo sonido de las olas rozaba la gran tortuga dragón que avanzaba con el barco encima, mientras los sonidos de los bosques llenaban el viento con gorjeos.
Los días siguientes transcurrieron entre aguas turbulentas que se arremolinaban en pequeños espacios entre islas. Paraban a veces en poblados pesqueros y a veces en playas salvajes, mientras se acercaban al corazón de Nambu. Muchas veces Devon se asentaba en la jungla, sólo, en busca de hierbas, o de otras cosas de su interés.
Los frondosos bosques que se elevaban en las islas, llenos de árboles de hoja caduca y cañas, eran un denominador común en todas las islas. Los rudimentarios barcos de velas astadas se cruzaban en su camino o los acompañaban mientras surcaban las cristalinas aguas. Llovía a menudo, aunque con una ligera lluvia que apenas mojaba. Y por la mañana el sol emergía desde el oeste bañando el mar y la tierra con sus brillos dorados, y calentándolo todo con su presencia.
De pronto, al amanecer del tercer día, vislumbraron la gran Ka Than Po. Era una ciudad construida de manera rara y precaria. Parecía que el núcleo se mantenía intacto y que la ciudad había recibido de repente con miles de pobladores que se habían acomodado en viviendas provisionales que terminaron siendo definitivas. La ciudad se levantaba en la costa, a muchos metros de altura, sobre un acantilado. Los edificios se apilaban casi en vertical en la roca. Encima de todas las edificaciones, emergiendo majestuoso desde un jardín aparecía el templo, blanco y de piedra, que se elevaba en múltiples niveles hasta coronarse con una punta dorada, mal tratada por el tiempo. Los humanos de aquella zona veneraban a deidades de antiguos imperios, olvidados ya por muchos. Según se creía, había muchos templos como aquel en Dei Saem, pero el templo de Ka Tan Pho era el único al que se podía acceder de manera segura. La única ciudad de las islas tenía el único templo, huella de una antigua civilización que había habitado éstas mismas tierras hace siglos.
En frente de aquel colosal risco donde se levantaba el centro de la ciudad, se elevaban desde el mar una docena de columnas de roca, inmensas, atestadas de casas y pasarelas de piedra y madera que las rodeaban.
Las columnas de roca estaban conectadas entre ellas y con el risco de la costa con innumerables puentes de diferente manufacturación. Amplias calzadas de piedra, enclenques escalerillas de madera y muchísimos puentes de cuerda. Daba la impresión que las rocas estaban unidas por una maraña inmensa de hilos, por los que la gente caminaba cada día, haciendo sus quehaceres.
Llamaban la atención especialmente aquellas construcciones que en lugar de estar engarzadas a la roca estaban construidas directamente en uno de los millares de puentes que colgaban en la ciudad. Tabernas, casas, mercados que se sostenían sobre tablas o cuerdas de una manera un tanto peculiar.
Los puertos se encontraban al pie de las grandes columnas de roca que surgían del mar. Rodeadas por muelles de piedra, barcos de diferentes formas y locomociones atracaban en frente de las escaleras de piedra que daban acceso a la ciudad.
Bakflake les dijo que los esperaría en el mismo muelle ya que Rongen estaba bastante cansado. Devon le asintió cordialmente y emprendió la ascensión por la amplia escalera de piedra con Meredith. No les resultó difícil encontrar a algún lugareño que les sirviera de guía y traductor.
Ascendieron por la gran roca rodeados de gente que comerciaba e iba de un lado para otro. Tan sólo aquella parte de la ciudad, sostenida en una de las columnas de roca que formaban la inmensa ciudad, era grande y hervía de actividad. No sólo se veían humanos allí, muchos tritones cómo Bakflake iban de un lado para otro y regentaban negocios. Muchos trabajaban en el puerto, en el mantenimiento de los barcos, o simplemente trabajando como pescadores. Vieron incluso a un reducido grupo de enanos del Hum sentados en una taberna.
El guía les aconsejó coger un medio de transporte típico de oriente, que consistía en un carro en el que cabían cuatro personas tirado por lo que parecía una gallina de tres metros de altura. Devon y Meredith montaron, y avanzaron rápidamente entre los destartalados puentes y las precarias pasarelas. Avanzaron de una roca a otra, rodeados siempre del bullicio de la gran ciudad, y los edificios que los rodeaban cada vez eran más grandes y opulentos, según se acercaban al emplazamiento del templo.
Las puertas del recinto sagrado estaban abiertas, y dentro, en una gran plaza los ciudadanos se agolpaban en un inmenso mercado.
El guía le indicó que para hablar con la Gran Oyente era preciso pedir audición y que muchas veces era preciso esperar varios días ya que la Gran Oyente tenía muchos quehaceres en su día a día.
Mientras efectuaban la pertinente petición en un habitáculo inferior del templo, Devon y Meredith miraban el extenso mar de cabezas y telas que se extendía en la plaza desde el balcón donde se encontraban. El traductor volvió, informándoles de que los avisarían si tendrían que esperar o no.
—Es la plaza del templo —dijo —. Aquí la comida es más barata que en el resto de mercados, y la gente viene de lejos a comerciar, porque los sacerdotes del templo se hacen cargo de la diferencia —. Decía el guía sonriendo de oreja a oreja, orgulloso.
Media hora después lo que parecía uno de aquellos sacerdotes les indicó que la Gran Oyente podía recibirles. El guía se mostró muy sorprendido con este hecho.
Desde la puerta de los visitantes, a un extremo del complejo, se accedía a un jardín interior por el que se vislumbraba la grandeza del templo en todo su esplendor. La sala de recibimiento de La Oyente se encontraba justo detrás de aquel precioso jardín, adornado con lagos cristalinos y árboles en miniatura. Cruzaron la puerta que les indicó el sacerdote y se encontraron ante una gran sala, adornada muy austeramente, donde la luz del sol penetraba por unas ventanas sin cristales abiertas en lo alto de la estancia.
Justo en lado opuesto en el que se encontraban Devon y Meredith se encontraba, sentada sobre cojines, sobre un trono de piedra, una mujer.


RE: [Fantasía Épica] - Necrocracia - Peiopinu - 03/11/2015

III.
La mujer era bella y escultural. Su cara perfecta, sus finos labios, sus ojos negros y su pelo azabache le daban un aspecto maravilloso. Estaba vestida con telas y gasas de transparencias, descalza, reclinada en los cojines, sonreía. La luz que invadía toda la estancia le daba un aire casi divino. Su voz era fuerte pero melodiosa.
—En el momento en el que he oído tu nombre he mandado que te hicieran pasar —dijo —. Espero que no haya sido mucho.
Devon sonrió, diciéndole que en efecto no habían tenido que esperar mucho tiempo.
—Perfecto — contestó la anfitriona.
Zhakiru se incorporó sobre los cojines, quedándose de pié en una frágil postura. Luego siguió:
—Dime, Orzon, antiguo compañero de mi mentor. ¿Qué has venido a buscar a tierras lejanas?
Devon se adelantó, pues hasta entonces tanto él como Meredith se habían mantenido en la entrada del salón. Zhakiru bajó unos peldaños que separaban el trono donde se sentaba con el suelo principal de la sala.
—Sin duda Nasherum te enseñó bien —le dijo Devon con una sonrisa. Los dos iban acercándose poco a poco—. Te has construido una reputación envidiable, y has alcanzado un poder que pocos tienen aquí.
Zhakiru sonrió y agachó la cabeza con un gesto de gratitud, aceptando los cumplidos. En un momento, los dos se quedaron quietos, uno enfrente de otro. A varios pasos de distancia, los oscuros ojos de Zhakiru escudriñaban en la niebla de los grises ojos de Devon.
Entonces Devon vio que a ella también se le había ocurrido. En ese momento, la sala alrededor de los dos desapareció y los dos se encontraron sumidos en la más absoluta oscuridad, buscando lo que el otro quería. Devon corría por los pasadizos de la mente de Zhakiru a toda velocidad, como un relámpago en una noche tormentosa. Vio lo que quería, rodeado de un alto muro que le impedía entrar para conseguir su objetivo. Entonces un intenso dolor en el pecho hizo que la habitación apareciera de nuevo, y un grito de mujer llenó la sala.
La sala estaba exactamente igual que antes. Devon estaba de pié frente a Zhakiru, que respiraba fuertemente con la boca abierta. Estaba cansada. Devon se tocó el pecho. Tenía un largo rasguño en el esternón, donde un hilo de sangre bajaba por su torso hasta mancharle las claras mallas que llevaba. Miró a Meredith. Estaba en el suelo tumbada con los ojos abiertos, inconsciente.
Devon volvió la mirada a Zhakiru, que ahora sonreía.
—Crees que eres muy listo y poderoso—le dijo, andando hacia un lado lentamente, con superioridad —. Pero nunca consideras el hecho de que los demás también lo sean.
Devon entrecerró los ojos mientras comenzaba a andar en sentido opuesto a Zhakiru. Ambos se movían lentamente, con los brazos tensos y las rodillas flexionadas, describiendo un amplio círculo. Devon se pasó los dedos por la herida del pecho, y los manchó de sangre.
—Dámelo, y no pasará nada —susurró Devon amenazante. Zhakiru rompió en una sonora carcajada.
—Ni si quiera sabes usarlo correctamente —le contestó con petulancia— te daré un tiempo hasta que llame a los guardias… Estoy intrigada con lo que eres capaz de hacer.
Zhakiru se mantuvo sonriente largo tiempo, andando lentamente. Devon seguía describiendo el mismo círculo. Entonces, con un rápido movimiento de pies, Devon se lanzó hacia Zhakiru. Esta cruzo los brazos, y cuando Devon llegó estaba estrangulando un trozo de la vaporosa tela que vestía Zhakiru, mientras ésta se encontraba a cinco metros de distancia, con una expresión de desprecio en su cara. Devon soltó el vestido que tenía entre manos, echándolo al suelo.
Las mangas del vestido se movieron y dentro se materializó Zhakiru, que cogió a Devon y lo lanzó contra el suelo con fuerza, haciéndole retorcerse de dolor. Entonces Zhakiru habló con una voz venenosa y silbante.
—Que decepción. Creía que en tus milenios de vida habías atesorado algo de poder, pero todo indica a que lo único que has hecho es leer libros y perderte en tus comodidades. ¿Verdad?
Devon levantó la cabeza y la miró con odio. Se levantó de un ágil salto. Y rápidamente se lanzó hacia ella, pero apareció por detrás en lugar de por delante. Aquello la cogió de sorpresa. La agarró, mientras sus manos emitían un fulgor blanquecino.
—¿Qué tienes que decir ahora? —le dijo Devon con los dientes apretados. Zhakiru abrió la boca, de donde emergió una larga y gorda lengua, que estrechó a Devon por la cintura, provocándole una dolorosa presión. Entonces Devon fue moviendo lentamente sus manos por el torso de Zhakiru, mientras la Oyente intentaba deshacerse de Devon, agarrándolo por la cintura con su lengua. Devon puso su mano sobre el fino rostro de Zhakiru, y le acarició los párpados con los dedos índice y corazón. Devon notaba cómo Zhakiru emanaba un gran poder, intentando cambiar la situación con algún encantamiento.
—¿Crees que eres el único que sabe lo que tengo? —gritó Zhakiru iracunda —. ¿El primero que ha venido ante mí en busca de mi herencia?
Entonces, con fuerza, Devon insertó sus dos dedos de la mano derecha en la cuencas de los ojos de Zhakiru, notando como el caliente tejido ocular bañaba sus dedos con sangre y pus. Zhakiru cayó al suelo, gritando de dolor. Devon se apartó rápidamente hacia Meredith, mientras Zhakiru se cubría los ojos con las dos manos en una extraña postura, repitiendo un largo mantra en algún idioma desconocido.
Devon se agachó al lado de Meredith, y rozándole la mejilla con la mano izquierda, susurró un par de palabras que contenías un poder inusitado. Meredith pestañeó, cansada y jadeando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz débil —. ¿Qué…que…?
Devon la chistó suavemente para que se callara, y la ayudo a incorporarse. Meredith estaba en un grave estado de shock. Devon miraba contiguamente a Zhakiru, quien continuaba en la misma postura, susurrando con voz de ultratumba.
— Rápido —le dijo Devon a Meredith al oído. Meredith se incorporó, pero tenía la mirada perdida y parecía que en cualquier momento iba a caer de nuevo al suelo. Devon le pidió que aguantara un poco, y rebuscó en los bolsillos de su cinturón, para sacar algo que parecía un trozo de miga de pan. Se lo metió a Meredith en la boca y se lo hizo tragar, Meredith recuperó fuerzas rápidamente, y pudo sostenerse sola de pié. Miraba a Devon con cara triste. Devon la sujetaba con la mano izquierda, mientras en la otra mano, los dedos chorreaban de la sangre de los ojos de su enemiga. Devon miró a Zhakiru, y vio como apartaba las manos para mostrar unos ojos nuevos, tan negros como los de antes, pero inyectados en sangre. Marcas rojas recorrían sus mejillas, lo que le daba un aspecto terrible. Sonreía, abriendo la boca en una mueca siniestra, limpiándose la sangre de su cara con las manos, y relamiéndose con la lengua.
—¡Vamos! —le dijo Devon a Meredith. Zhakiru, se había incorporado. Justo cuando había comenzado a correr hacia ellos perseguida por un destello rubí, Devon agarró fuertemente a Meredith con una sola mano, y fluctuó. Meredith sintió cómo el suelo desaparecía a sus pies, como el techo de la sala se volvía borroso, y de pronto nítido, cogiendo el color azul del cielo al mediodía.
Aparecieron en el aire, encima del jardín interior del templo, mientras éste se llenaba de soldados armados con espadas que escondían sus rostros detrás de burlonas máscaras.
Cayeron sobre el césped con un duro golpe. Se incorporaron rápidamente. Meredith acogió a varios en un oscuro manto de ilusión, al retirar el manto, los soldados cayeron al suelo. Después de esto, corrió hacia los soldados más cercanos, y con rápidas llaves los fue dejando fuera de combate.
Devon se encontraba rodeado de cadáveres humeantes de soldados, mientras los nuevos que llegaban al jardín, esperaban a una prudente distancia de los dos intrusos.
De pronto, en uno de los arcos de piedra que daban al jardín apareció Zhakiru con su recién adquirida mueca de odio en la cara, ensanchando su sonrisa cada vez más. Devon la vio, y le lanzó pequeños jirones de luz con rápidos movimientos. Estos estallaron al entrar en contacto con la piedra y la carne, dejando a su paso una estela de humo.
Devon saltó, y se posiciono junto a Meredith. Luego rápidamente le dijo:
—Me ha marcado, por eso no he podido salir más lejos. Ve al puerto, busca a Bakflake y espérame —le dijo al oído. Meredith asintió, dio una vuelta sobre sus propios pies y desapareció, saltando con rapidez.
Devon miró a Zhakiru a los ojos. Está chilló, tensionando todo su cuerpo. Con un salto inhumano se lanzó hacia Devon, y éste se apartó a un lado, y con otro salto subió al tejado del primer nivel del edificio sagrado. Siguió saltando, escalando por los diferentes niveles de tejado que tenía el gran templo. Cuando llegó lo suficientemente alto vio horrorizado cómo tanto todos los jardines interiores como la gran plaza de palacio se estaban llenando de soldados que portaban espadas. Las terrazas, balcones y ventanas se estaban forrando de arcos con afiladas flechas que lo apuntaban. Y aun peor, Zhakiru se elevaba sobre los tejados tan rápido como él lo había hecho.
Devon se miró la mano derecha y vio que en los primeros dos dedos seguía teniendo sangre. Eso lo tranquilizó. Al menos no había perdido eso.
No tenía tiempo para pensar. Debía bajar al puerto para huir. Eso suponiendo que en el puerto no hubieran interceptado el barco de alguna manera.
Todo se complicaba. Devon echó a correr por los tejados del recinto religioso, con Zhakiru por detrás, hasta que llegó al borde del acantilado. Cuando las losas de piedra dejaron de tocar sus pies, saltó al vacío, cayéndose de cientos de metros de altura al mar. Mientras caía, vio cómo Zhakiru saltaba detrás de él, cosa que esperaba. Preparó un hechizo sencillo de traslación, y se lo lanzó. Zhakiru desapareció de encima suyo mientras el mar lo engullía con un fuerte golpe.
Devon buceó bastante antes de salir a la superficie. Cuando salió, con la cabeza fuera del agua, lo primero que hizo fue dedicar unos minutos a borrar la marca que había dejado Zhakiru en su pecho. Una vez hecho esto, comenzó a nadar hacia la columna de roca donde habían atracado. Estaba seguro de que Zhakiru enviaría fuerzas contra el barco. Debía ser rápido. Se miraba preocupado la sangre que tenía en sus dedos. Con el agua del mar se estaba limpiando y eso podría un gran problema.
Después de un tiempo nadando, llegó al puerto donde estaba el barco, y vio que por suerte los soldados no atestaban el lugar todavía. Corrió hasta el barco, donde Meredith y Bakflake lo esperaban para zarpar. Subió al barco con un salto, y le pidió a Bakflake que saliera de allí lo más rápido que pudiera.
Nada más salir vieron como el puerto se llenaba de soldados que bajaban desde las pasarelas y escalinatas. Por fortuna ellos zarpaban ya, fuera del alcance de sus armas.
Rongen nadó más rápido que nunca, a una velocidad que Devon nunca creyó posible para ningún animal marino.
—Mira allí —le señaló Meredith preocupada. Cuatro barcos pequeños, de velas rojas los seguían. Eran barcos largos, con una única vela que se extendía con la forma de un abanico. En su interior, los soldados esperaban, armados.
Devon pidió a Bakflake que forzará la marcha de la tortuga al máximo.
—Lo está dando todo ya —dijo Bakflake —. Además está cansada. El viaje no ha sido corto precisamente.
—Lo sé. Haz lo que puedas, no quiero tener que volver a luchar —contestó Devon. En ese momento Devon se miró a la mano derecha y se fijó en la poca sangre que manchaba sus dedos ahora. No podía esperar más. Meredith lo miraba.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó. Aunque Devon rara vez confesaba sus secretos, Meredith se mostraba intrigada por lo que habría o no conseguido.
—Es un ritual antiguo —le dijo Devon ensimismado —. Poca gente lo conoce y aun menos gente lo lleva a cabo —Devon sacó de entre unió de sus bolsillos un pequeño tarro con un liquido que era transparente—. Ahora veremos.
Metió los dedos ensangrentados en el líquido y todo el líquido se volvió rojo de repente. Entonces Devon untó de nuevo los dedos y se hizo una marcas en las mejillas y alrededor de los labios. Por último, se puso en los labios ese bote con aquella sopa roja y se la tragó.
Devon cerró los ojos y se tambaleó, dejando caer el tarro vacío, que se rompió en pedazos. El barco, la mar y las islas desaparecieron ante sus ojos. Meredith y Bakflake se emborronaron hasta hacerse invisibles. El cielo se tornó negro y nubloso.
Y vio una pequeña esfera dorada, pero antigua y manchada. Cerrada dentro de un cofre, que apestaba a magia. Cerrado dentro de una oscura y pequeña mazmorra, dentro de un angosto túnel, al fondo de todo. La tierra. Los pasadizos, pasillos y corredores de piedra bailaban delante de sus ojos. salió de la red de túneles. El templo en el que habían luchado se extendía debajo de sus pies, como una nítida marca en el agua. Después se desdibujó lentamente.
Una sacudida le devolvió al barco. Meredith y Bakflake lo miraban fijamente. Devon estaba algo mareado, pero nada demasiado importante. Fue al baúl que tenía en el camarote y buscó tres objetos deformes, sólidos, de procedencia distinta. Dos eran metálicos. El otro estaba metido dentro de un bote, y era algo parecido a un sólido viscoso.
Dispuso los tres objetos en la cubierta del barco, cada uno a una distancia del otro. De los dos objetos metálicos arrancó algunos cachos, dejándolos más pequeños. De la masa viscosa sólo cogió un poco, y la dejó encima de la cubierta, teniendo cuidado de que no se desparramara.
Entonces, con cuidado, comenzó a describir un círculo invisible con el dedo índice de la mano derecha, cubierta con el guante hasta el codo. Trazó el círculo tres veces, y se sentó delante de los tres objetos, mientras Meredith y Bakflake miraban. El sol rayaba el cielo, tiñéndolo todo con un tono anaranjado.
Devon se quedó un rato sentado, sin hacer aparentemente nada. En un momento dado, el objeto más a la derecha de Devon comenzó a vibrar levemente, y de pronto desapareció en un haz de luz, dejando en su lugar una pequeña bola metálica de bronce. La bola estaba marcada por distintas líneas geométricas. El bronce, si es que aquello era bronce, parecía sucio y viejo. O más bien antiguo. Aún así, no se había oxidado, porque no tenía el característico color azul. Tan sólo parecía descuidado.
Después Devon se desplomó en el suelo, agotado, y cerró los ojos para descansar.
Cuando los abrió estaba acostado en la cama, con fuerzas renovadas. Había dormido bien. Meredith entró en la habitación.
—¿Estás bien? —Preguntó.
—Si —respondió Devon—. Mucho mejor —Meredith lo miraba con expresión inquisitiva y con aflicción a la vez. Le informó de que los barcos que habían comenzado a perseguirles en Ka Than Po, y que se habían refugiado en una pequeña isla del norte, en una bahía deshabitada protegida por acantilados.
—Lo siento Devon. Siento no haber podido enfrentarme a ella —le dijo mirando al suelo apenada.
—Tranquila. Hicimos mal en subestimarla —Devon se incorporó en la cama —. Aunque sea una humana… No deberíamos de haber olvidado que fue aprendiz de Nasherum.
—Lo último que hiciste…lo de la sangre… —le dijo Meredith preocupada.
—Extraer un recuerdo específico tan bien guardado de la sangre es difícil y agotador. E invocarlo después de saber donde está lo es aún más. Llamar un objeto bien protegido sin haberlo tocado o marcarlo previamente es alta hechicería. Además veníamos ya cansados. Zhakiru es más lista de lo que me imaginaba —dijo pensativo —. Utilizó un marcaje mientras nos leíamos la mente… Inesperado, simple… Y efectivo. La sangre es un tejido secundario. Para recuperar un recuerdo completamente es mejor utilizar tejido neuronal. Pero al final tengo lo que quería, o al menos eso creo —se incorporó en la cama —. ¿Dónde está?
—Lo recogí, pero no lo metí en tu baúl. Lo encerré en el cofre de plata de luna, como siempre.
Devon asintió. Meredith había aprendido bien lo que él le intentaba enseñar.
La plata de luna no provenía realmente de ninguna de las dos lunas. Era en realidad una complicada aleación de plata y acero, llevada a cabo con un complejo ritual que incluía extracto de raíces de distintos árboles y otros ingredientes aún más extraños. A ese metal se le llamaba plata de luna o lunaerita porque brillaba con un destello blanquecino, mucho más claro que la plata corriente. Se usaba para canalizar o bloquear energías. En éste caso, un cofre de plata de luna bloqueaba cualquier vibración energética del objeto guardado en su interior.
Sin embargo, en aquella ocasión, no era necesario. Según tenía entendido Devon, el arscail no era un canalizador, una fuente ni un conductor. Era más bien un localizador. No tenía ni idea de cómo Nasherum pudo haber creado algo así, tan endiabladamente complicado, y endiabladamente útil, al menos para aquella empresa.
Devon se levantó, buscó el cofre de plata de luna, y lo abrió, para mirar la pequeña bola gastada de su interior. La sacó del cofre y la guardo en uno de los múltiples bolsillos de su cinturón.
Cuando terminó, Meredith lo miraba, preguntando con la mirada. Devon le devolvió la mirada, mostrando una media sonrisa de dientes perfectos.
—Ah…si. El secreto. La razón de nuestro viaje.
Meredith cruzó los brazos sin decir nada.
—Verás. No es que haya decidido guardar silencio por alguna razón en especial.
Devon miraba afectivamente a Meredith.
—Tenemos confianza, sé que no me vas a traicionar. Pero entiende que es peligroso saber de cosas que no son fáciles de entender. Pero ahora que ni si quiera yo entiendo la meta es probable que no sea digno para conocerla en soledad —suspiró —. Así que te la contaré. Así no dispondré de ningún privilegio.
Meredith abrió los ojos, atenta. Esperaba escuchar algo realmente importante. No trascendental. Quizás solo una excentricidad. Un punto de inflexión. Algo que no fuera parte de ése vívido mundo de locuras en el que participaba ahora.
—Bien. Has venido lejos conmigo. No, por mi. No hay razón para ocultarte lo obvio, más allá de que lo merezcas, o no.
Salieron fuera. Las olas resonaban contra el casco. El viento frío del atardecer hacía que el pelo corto de Meredith ondeara.
—No es difícil de explicar lo que busco. Al menos, una parte.
Devon se le quedó mirando, como si todo estuviera dicho ya. Meredith no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Más poesía. Más ironía. Acertijos que no iban a ningún lado. En realidad no le interesaba. Era solo el capricho de un intelectual loco. ¿Por qué iba a interesar a nadie?
—Vayamos dentro, sentémonos y descansemos. Es una larga historia.
IV.
Meredith y Devon estaban sentados en los cómodos sillones que tenía el barco en el camarote comunal, mientras la chimenea crepitaba con un fuego tenue. Meredith esperaba la gran historia con curiosidad, mientras Devon se acomodaba para contarla. Normalmente sacaría vino para una ocasión como aquella. Esta vez, no lo hizo.
—Es una historia olvidada, enterrada en el tiempo. Muy pocos, mortales o inmortales, la recuerdan ya. Es un cuento. Una canción. La parte hablada de una obra de teatro, el rezo a la cosecha —Devon se quedó callado un momento, con la mirada fija en el fuego —. Sería más fácil explicar que no es lo que es.
Meredith no entendía nada. Pero era una mujer de pocas palabras. No le importaba esperar a que Devon terminará su retahíla. Probablemente todo aquello tuviera un final útil.
Devon comenzó a hablar, lenta pero elocuentemente. Sus palabras contenían el marcado magnetismo que las caracterizaban.
»Hay, en todo una lucha. Y digo hay, y no hubo, por que de alguna manera esta historia vive a día de hoy. En la naturaleza, entre los hombres y entre las mujeres de todas las razas. Entre el sol, las lunas y las nubes, entre la rectitud del campo de hierba y la sombría maleza.
Y ésta lucha, es eterna. Puede que dure un año, o dos. Y que vuelva a la carga. O puede que no. Puede que la hierba del campo se olvide de la zarza, y que el fuerte roble olvide el relámpago rápido de las noches de verano. Y muchas veces, se olvida. La primera vez sucedió hace más años de los que se pueden contar. Antes de que la primera palabra fuera escrita y antes de que muchos asomaran sus piernas hacía la tierra. Los humanos eran sólo unos caníbales que adoraban a los dioses del trueno y fuego, y se encerraban en las cuevas más oscuras para cobijarse.
»Pero nuestros antepasados… Nuestros antepasados eran gloriosos. Sabios, fuertes y bellos. Altos como abedules, esbeltos como juncos. No rezaban a los dioses del fuego y el trueno. Ni si quiera a los dioses del viento. Ellos conocían el nombre de los dioses, el nombre verdadero. Y ellos hablaban con los dioses como un criado habla con su señor. Con respeto, miedo y humildad. Al fin y al cabo, eran criados en un mundo creado tiempo atrás por seres aún más antiguos que estos dioses.
»Conocían a Terraseun, dios del fuego y la creación. Conocían a Ivadala, diosa de las aguas y los vientos. Y a Patar, señor del tiempo. Pero sobre todo, conocían a Menaltha, señor de señores. El Primero. El que habló con el tiempo antes de enseñar a Patar a manejarlo. El que sació el vacío. El que fue, dejando de no ser. Y Menaltha y todos sus hermanos conocían a los antiguos dolarian pues eran sus hijos, y los bendecían con un mundo lleno de riquezas y de suerte. Lleno de buenaventura. Lleno de vida y de ser.
»Sin embargo, donde estaban todos los dioses que conocían y que creaban, había también dioses de la perversión y lo maligno. Estos seres no fueron creados de la misma manera que Menaltha y sus hermanos. Los que dejaron de no ser y fueron tenían un poder inimaginable. Fueron los primeros en moldear la materia, en ver el brillo de las estrellas y en contemplar la luz de las mañanas. Fueron los primeros en contar el tiempo y en reír. Fueron, en definitiva, los primeros amos de un mundo primitivo, salvaje, bello y lleno de energía.
»De la misma manera que algo bello y perfecto se crea, deben crearse las herramientas necesarias para mantenerlo bello y perfecto. Menaltha, señor de señores, y todos sus hermanos dieron a la existencia todo lo necesario para poder rebelarse contra cualquiera que quisiera, por azares del destino, atacar su propia creación. Pero en su ceguera y en su grandiosa ignorancia, los dioses dieron vida a sus propios enemigos.
Meredith se movió en su asiento.
—¿Alguna pregunta? —Inquirió Devon amablemente.
—Hablas de dioses. Todos tienen su dioses. Aquí y más allá del Mar de las Tormentas. Cada uno reza al dios que considera oportuno. Y yo no creo en ningún dios, más que en el que quiero creer.
—No pienses en dioses como en seres necesariamente antropomórficos. Realmente, la historia que cuento es, en parte al menos, cierta. Sin embargo es evidente que las leyendas la han maquillado y han dado a los poderes de la creación nombres y lazos de sangre. No todos son hechiceros y científicos como yo, Meredith.
Devon se levantó y anduvo hasta la pequeña mesa que se encontraba al otro extremo de la pequeña habitación, en frente de la chimenea.
—Te conozco —le dijo Meredith mirándolo con preocupación —. Y te creo. He visto como viajábamos juntos por la tierra y como encendías luces en la oscuridad sin fuego. Te he visto hacer cosas que ni siquiera puedo describir.
—Por supuesto. No se me ocurriría otra cosa —Devon dejó de mirar a la pared de madera del barco y se volvió a acomodar en el sillón —. Tienes que entender que puede que estos dioses no fueran en realidad nada más que polvo y química. Sin embargo tampoco podemos negar lo contrario —se calló un momento, mirando al vacío —. Lo importante es que en cuanto crearon toda la existencia, sean dioses reales o no, —levantó la mano izquierda poniendo la palma abierta mirando al techo —también crearon todo lo que la destruiría —hizo lo propio con la mano derecha —. Y aquí, es donde tenemos el conflicto —y juntó las dos manos lentamente a la altura de su pecho, entrelazando los dedos.
El mar susurraba detrás de las secas tablas del barco.
—Así pues, en su ignorancia, —prosiguió Devon —en su miedo, en su creencia de que necesitaban protección de la nada, crearon a sus enemigos más letales, pues dieron la existencia a unos hermanos no deseados.
»Estos seres fueron conocidos como los bastardos en muchas leyendas, o simplemente como demonios o espíritus malignos, pues fueron creados en la sombra de la belleza y la perfección y nunca fueron hijos ni hermanos de nadie. De modo que Menaltha y los suyos repudiaban sus conspiraciones continuamente. Y así, en ciclos de milenios, los hijos de la sombra han hecho lo posible por destruir la existencia que habían sido creados para defender. Hasta ahora, sin embargo, todos sus intentos han sido frustrados, por que estos seres, desde su creación, intentan hacerse con una existencia que tiene las mismas armas que ellos.
»Desde los albores de la existencia, se ha dado en el mundo que conocemos una continua lucha entre los creadores de la existencia y aquellos que pretenden exterminarla. Estas contiendas, al contrario de lo que pueda parecer, no tienen nada que ver con grandes enfrentamientos. Los dioses prefieren adoptar personalidades y actos terrenales para llevar a cabo sus deseos. Todo esto, por supuesto, hablando desde el punto de vista de que los dioses verdaderamente ejecutan sus deseos en persona. Esto se traduce en que, a lo largo de la historia, grandes leyendas han surgido para intentar decantar la balanza a favor de un bando o de otro.
Pero siempre se encontraban con un empate en la contienda. Cómo siempre, los empates en la historia y en la naturaleza, no tienen mucho que ver con la quietud o la calma. Si no más bien con ciclos en los que a veces un bando rebana cien cabezas y después el otro rebana otras cien. El equilibrio en ésta historia hay que entenderlo como el ecosistema de un bosque, en el que los zorros cazan conejos hasta que éstos se vuelven difíciles de cazar, entonces los zorros mueren de hambre, los conejos vuelven a ser prolíficos y el ciclo vuelve a empezar. Equilibrio.
Entonces, divertidos y borrachos de poder, los poderes de ambos bandos crearon, en secreto, fuerzas para desequilibrar la balanza. Según se cree, cada bando creó cuatro guerreros, no por convenio, si no por necesidad. El vasallo más eficiente de uno de los bandos se hizo casi tan fuerte como un dios, así que sus contrarios trataban de contenerlo con un igual. Repitieron el proceso varias veces, creando batallas entre vasallos a los que habían dotado quizás de demasiado poder.
Y a lo largo del tiempo, los dioses, éstas energías superiores, fueron desapareciendo, acomodándose o estancándose en su superioridad, en que ellos al final eran meros observadores de una realidad que se batía en duelo ella misma, contra ella misma. Por gracia de aquellos que habían concedido el poder.
Éstos luchadores eternos no morían, su energía simplemente se transmitía de un cuerpo a otro a través de los tiempos, ya que el poder forjado por la misma creación era demasiado brillante como para que decayera.
Devon se calló y miró a Meredith. Las yemas de sus dedos se juntaban, con los codos en las rodillas. Devon solía adoptar esta postura demasiado a menudo.
—Ahora te estarás preguntando a que viene todo esto. Tanta preocupación, tanta energía gastada en una empresa que, aparentemente, no da ningún resultado.
Meredith se limitó a seguir mirando a Devon.
—Todas las civilizaciones que pueblan esta tierra y tienen una versión más o menos parecida de éste relato. Unas personificaciones de lo que llamamos, banalmente, bien y mal. Lo cierto es que he llevado varias investigaciones en éste sentido, junto a ti —decía Devon —. Los nombres de los dioses pueden variar. Los nombres de sus elegidos, guerreros en una batalla sin causa, pueden ser distintos, y tener diversas personalidades. Pero en esencia, todo está ahí.
Meredith siguió mirando, sentada en la misma posición que había adoptado desde el principio de la conversación.
—Y así, viajando como lo hemos hecho, hemos llegado hasta aquí. Leyendo historias de diferentes pueblos, conseguí desgranar personajes históricos reales de entre el cuento y la poesía, y efectivamente identifiqué un cuerpo verdadero de suma importancia. Un avatar que probablemente representaba de alguna manera a una de esas grandes fuerzas primitivas que los dioses crearon para que lo sirvieran.
Meredith asintió lentamente.
—De alguna manera, —prosiguió Devon —pensé que ya que la existencia de estas leyendas épicas podía ser real, podría ser que estos personajes tuvieran algún tipo de materia, algún tipo de marca dada por esos entes superiores. La primera pista fructífera la encontré en aquella cueva de las tierras pardas, justo en el linde de las montañas bajas del norte de Aq Akrali.
Devon se acomodó en su sillón, esperando una respuesta. Meredith se limitó a hacer un amable gesto que invitaba a Devon a seguir.
—En aquella profunda cueva, sepultado bajo innumerables toneladas de roca y grava, se hallaba el cuerpo de uno de aquellos héroes atemporales. Y efectivamente descubrí que desprendía un halo de poder que nunca había sentido antes. De la misma manera, descubrí que alguien ya había estado allí, y que había encontrado, antes que yo, dicho cuerpo —continuó Devon —. Y con todo eso pensé… ¿Y si hubiera algún otro cuerpo proveniente del mismo origen pero en mejor estado? Y entonces decidí ir a buscar a Nasherum, para conseguir el arscail, para poder encontrar un cuerpo de igual poder, pero mejor conservado. Que no tenga sólo un halo ligero de ese poder “celestial”. Que la energía esté bien conservada. Para poder desvelar qué son los dioses, si es que son dioses. Para desvelar, al fin y al cabo, la creación de la existencia, o de al menos de éste mundo.
—¿Así que todo es eso? —preguntó Meredith seria —. ¿Somos una expedición científica? ¿Teológica? ¿Vas a probar que todos los cultos excepto uno están equivocados?
—Oh no… No va de eso —le respondió Devon sonriendo —. Va de otra cosa, mucho más… Práctica, por así decirlo.
Meredith esperó a la respuesta.
—Que esos… Héroes existieran supone que existe en ellos algo de esa energía primigenia con la que parte del mundo fue creada. Con lo que nuestros antepasados fueron creados. Eso es lo que busco. Extraer de alguna manera esa fuerza para curar la inmortalidad —hizo una pausa —. Y la locura.
Y los dos se quedaron en silencio. Ciertamente era algo de lo que los nadiler no hablaban. Ni siquiera entre ellos. Pero desde que fueron expulsado a aquella tierra baldía, hace milenios, los de su raza comenzaron a padecer una terrible enfermedad. Mucho más terrible que el tifus, la varicela o la peste.
Los nadiler no podrían padecer de éstas enfermedades. Pueden padecer debajo del filo de una espada, o ardiendo en un fuego conjurado, pero si se cuidan de éstas calamidades, pueden vivir indefinidamente. Sin embargo, éste tiempo eterno se vuelve en su contra. Algunos se vuelven locos, y pasan bajo su propio filo, antes incluso de que alguien pueda tildarlos de locos. Otros desaparecen. Viajan lejos y se esconden en una cueva o entre unos viejos troncos en un bosque oscuro, y mueren de sueño y hambre cien veces, para al final ser presa de alguna criatura salvaje.
Otros, se quedan en sus ciudades, en sus casas, y actúan como si no fueran parte de la locura, pero son los que más pierden la cabeza, pues acuden a los ritos de los Vani Drah, unas fiestas sanguinolentas, dolorosas y complacientes donde secuestran a sus propios congéneres y a seres de otras razas para utilizarlos en sus carnicerías.
No era algo que a la mayoría de los nadiler les complaciera, y sin embargo, era tolerado. Quizás la mayoría de los que lo toleraba formara parte del Vani Drah. Quizás sólo los más poderosos lo hicieran. Pero lo cierto es que todo el mundo lo sabía, y aún así seguía ocurriendo. Si no eras lo suficientemente poderoso era peligroso andar por las calles de las ciudades de Nadilim de noche. Y aún más peligroso era acercarse a la cordillera colmillo si los Vani Drah andaban buscando carne fresca.
De un modo u otro, los nadiler sucumbían a distintos estadios de desequilibrio mental, y todo siempre terminaba demasiado mal, con carne demasiado podrida y con sangre demasiado seca.
Todos sabían que se volverían locos en un momento u otro. Lo que no sabían era cuando, ni cómo. Si aquella energía primigenia de la que hablaba Devon podría prevenir a los de su raza de aquella maldición, aquello supondría un cambio radical en la vida de miles de nadiler.
O quizás Devon sólo quería prevenir su propia locura. Era viejo, mucho más viejo de lo que muchos creían, y aún no se había vuelto loco. Pocos de su edad no se habían vuelto locos. Y nadie sabía cómo lo estaba haciendo. Pero seguro que él tenía miedo de tener que comerse a alguien para evitar cortarse a si mismo.
Meredith entendía ahora el porqué de tanta prisa, y tantas ganas de hacerlo todo tan rápido y tan precipitadamente. Pero también estaba segura de que la parte práctica de la búsqueda no era sólo lo que movía a Devon. Él lo negaría, porque sería absurdo tomar todos aquellos riesgos por algo que no fuera práctico, pero buscaba el saber. Al fin y al cabo era un intelectual, un erudito y le apasionaban la historia y la mitología. Pero sobre todo, le apasionaba el poder. De eso estaba segura. Era uno de los pocos hechiceros de Ourath que hacía lo que le venía en gana. Independientemente de lo que las Confesoras o la Matriarca dictaran.
Anocheció y Bakflake preguntó a cerca del rumbo a tomar la mañana siguiente. Devon le pidió que esperara, extrajo el arscail de su cinto y lo sujetó entre las dos manos. Las pequeñas piezas que formaban la esfera rotaron sobre si mismas durante un instante. Devon abrió los ojos, volvió a guardar el arscail y contestó.
—Al sur. Y luego al oeste.
—¿No volvemos? — quiso saber Bakflake.
—No —respondió Devon —. Aún no.
V.
Ascendían por un río, de color marrón, como la tierra de sus orillas. El viaje desde la isla donde se habían refugiado cuando Devon había robado el arscail duró XXX días. Caía una llovizna. Ruidos en la jungla. Hacía un calor sofocante, muy distinto al agradable calor de las islas de Nambu. La tortuga dragón avanzaba contra la potente corriente embarrada del agua.
Bakflke estaba sentado en proa, encima del caparazón de Rongen, mirando con preocupación. Con un ágil salto se encaramó a la baranda de cubierta, y apareció delante de Meredith, con el ya habitual gesto de enfado.
—Está demasiado cansado —dijo —. El río baja con fuerza. Al sur de Narasi llueve mucho. El río baja cargado de vida. Deberíamos parar.
No era una pregunta, ni una petición. Iba a parar. Meredith se dirigió al camarote para avisar a Devon. Se lo comunicó sin que él levantara la mirada del sucio pergamino que estaba leyendo. Encima de una mesilla, al lado de donde estaba sentado, se encontraba el arscail, pequeño e inofensivo.
Hubo un silencio. Parecía que Devon no la había oído, pero ella sabía que sí. Hacía aquello muchas veces.
—Está bien, que pare —contestó al fin —. Puede que ya estemos lo suficientemente cerca.
Guardó cuidadosamente el pergamino en el códice donde correspondía, y lo llevo a su baúl. Volvió a la mesilla y cogió el arscail. Estaba dando la espalda a Meredith así que ella no podía ver que es lo que estaba haciendo. Pero lo sabía. Lo había visto hacer muchas veces desde que lo hizo por primera vez. Lo cogía, cerraba los ojos y el arscail chirriaba susurrante mientras las grietas del pequeño objeto se movían.
Devon le había explicado lo que hacía. El arscail actuaba como un magnificador de la captación de aura del hechicero. Los hechiceros, le contaba, tenían la habilidad de percibir la energía que emanaba de la mayoría de los seres vivos. Devon le había dicho que no era una habilidad muy explotada entre los magos y conjuradores. Era más bien como algo natural, pero no era un talento que nadie se interesara demasiado en explotar. La mayoría eran capaces de detectar magos a una distancia prudente, cuanto más poderosa el aura del hechicero y más corta su distancia más percibian la presencia.
Sin embargo, Devon estaba seguro de que mejorando esa habilidad los hechiceros podían llegar a percibir auras tan débiles como las de los pequeños animales o plantas, a una gran distancia.
En teoría, si te concentrabas lo suficiente y tenías ese instinto lo suficientemente desarrollado, podías detectar la presencia del aura de aquello que querías detectar, fuera lo que fuese.
El arscail sólo ampliaba ésta capacidad de percibir del mago que lo usaba, pero el resto de la responsabilidad del éxito de la búsqueda respondía enteramente del talento de aquel que lo estuviera usando.
Devon se quejó varias veces de lo arcaico, engorroso e inexacto que era, aunque hacía hincapié en que probablemente fuera que el arscail estuviera hecho a medida, por así decirlo, del talento de Nasherum, y por lo tanto resultara raro ante cualquier otro que lo utilizara.
Guardó el arscail y salió a cubierta.
—Bakflake, haz lo que tengas que hacer —le dijo —.Puedes dejarnos en la orilla de a babor.
Bakflake asintió y se dirigió hacía una zona despejada de árboles en las que el desembarco resultara cómodo. En mucho menos de lo que esperaba se encontraban delante de la tabla que se hundía en el barro, debajo de los árboles, debajo de la lluvia.
Bakflake se quedó en cubierta, esperando a que le dieran una orden.
—¿Debo… Esperaros? —preguntó —. ¿Señor?
Devon dedicó unos segundos a meditarlo.
—No —repuso —. Y no hace falta de que esperes. Saldemos la deuda.
Bakflake asintió y bajó también a tierra, mientras la tortuga rugió, visiblemente molesta por la corriente del río, a la que por seguro no estaba acostumbrado.
—Al partir disetis ciento veinte perlas —dijo —. Han sido XXX días más. descontando la señal son un total de ochocientas treinta.
Devon sonrió. Era un precio alto, pero merecía la pena. Todos esas millas marinas no habrían sido recorridos a esa velocidad por ningún otro navío.
—Cobras bien, tritón —Bakflake sonrió, con un gesto raro.
—Y navego mejor.
—Es cierto —dijo Devon —. No oirás a nadie hablar de ti mejor que a mi.
Bakflake cogió el dinero, que era moneda de Nadilim al cambio, Bakflake lo cogió y se los metió en una bolsa de cuero que llevaba atado a los pantalones que no se había cambiado durante todo el viaje. bakflake subió al barco y recogió la tablilla.
—Tened cuidado —les dijo desde las alturas —. Estás son tierras traicioneras.
Como toda respuesta, Devon y Meredith le sonrieron, y lo saludaron mientras Rongen viraba, y comenzaba el descenso del río a toda velocidad, a favor de la corriente.
—Avanzaremos hacía el noroeste —empezó Devon —. Lo más recto que podamos. No acamparemos a no ser que sea necesario, porque no sé por cuantas millas erra el arscail. Iré comprobándo la posición del objetivo cada cierto tiempo —miró el reloj de bolsillo que colgaba de su cinturón —. Aún nos quedan cinco o seis horas de luz.
Y sin hablar ni una palabra más se dirigieron por un sendero no muy claro, cubierto de malezas y hierbas altas, alejándose perpendicularmente del río.
La lluvía golpeaba el barro, y se producían claroscuros en el cielo. El calor era insoportable, pero Devon y Meredith lo aguantaban gracias a un aura de frescura que emanaba de Devon. Anduvieron por senderos poco transitados. Y sendero era quizas una palabra demasiado generosa. Anduvieron entre aullidos de animales salvajes y gorgoritos, apartando la exuberante maleza y moviéndose entre los grandes árboles que lanzaban sombras en la húmeda tierra.
Avanzaron entre que duró el día, y cuando cayó la noche y las dos lunas aparecieron en el firmamento, brillando intermitentemente en una noche lluviosa. Durmieron plácidamente porque estaban protegidos por la magia de Devon. La lluvía no los mojaba y había un ambiente fresco en lugar del apabullante calor. Devon despertó a Meredith antes de que amaneciera. Y se volvieron a poner en marcha para avanzar por la maraña de bosque tropical que los rodeaba.
En una hondonada, vieron cómo unos cazadores dregdar se acercaban. Devon amplió el encantamiento de confort para que les proporcionará invisibilidad y silencio. Meredith comenzó a marearse un poco. La magia ilusoria le sentaba fatal. Un ambiente reluciente y vidrioso los perseguía desde entonces, volviendoles sigilosos a miradas indiscretas. Siguieron avanzando mientras Devon comprobaba el arscail de vez en cuando.
Apretaron el paso por orden de Devon, y al atardecer del quinto día, lo vieron.
Se alzaba majestuoso, antiguo y escalofriante. Los colores rojos se abalanzaban sobre las torres pedregosas de la enrome estructura. Era un templo. Recordaba muchísimo al templo que habían dejado en Ka Than Po, pero era sin ninguna duda mucho más antiguo. Los árboles, temerosos de la piedra escrita, no se acercaban a cien metros del edificio. Un pequeño río se extendía delante de Devon y Meredith, que se internaban en el claro.
No dijeron nada, pero sabían de alguna manera que habían llegado a su destino. Cruzaron el río por encima de unos troncos llenos de musgo. Y anduvieron lentos, mientras el sol los golpeaba en la cara y aquella ruina milenaria se levantaba, poderosa e imponente.
Tenía tres terrazas, cada una de más de diez varas de altura. La segunda era más pequeña que la anterior y la última se elevaba como una torre, más allá de la sombra de los enromes árboles.
Tres columnas nacían desde la primera terraza, cada una en una de las esquinas en las que convergían las paredes. Faltaba la cuarta, que al parecer estaba derruida. Una rampa de altas escaleras ascendía al segundo nivel. Allí había una entrada, coronada con un arco ruinoso a medias. Ascendieron por las escaleras, demasiado grandes para hacerlo cómodamente. El sonido de un ave se oía entre los árboles. Las piedras que formaban el templo irradiaban una serena solemnidad.
Llegaron a la entrada en silencio. No tuvieron que decir nada para entrar. El interior era sólo una sala, vacía, con una roca en medio. Parecía que algún día fue un altar, pero estaba tan descuidado como el resto de las rocas que alguien había traído allí, hace siglos, para rendir tributo a alguna deidad olvidada.
Había algo en el aire. Algo enrarecido. Pero no como el aire estancado que suele haber en las habitaciones bajas de los palacios abandonados. Había magia en el aire. Una chispa, oscura, mezquina. Una energía negativa.
Meredith sólo sintió un escalofrío, que podría relacionarse simplemente con el hecho de penetrar en una ruina desconocida. Devon, en cambio, percibió todas y cada una de las particulas de energia destructivas que estaban ahí acumuladas.
Devon sabía que aquello no era normal. Había algo demasiado provocado en el ambiente como para ser algún encantamiento antiguo. No. Era demasiado distante, pero a la vez estaba siendo avivado en el momento a una velocidad demasiado alta.
Oscuro, mezquino.
—Peligro —dijo Devon por lo bajo. Meredith abrió los ojos.
—¿Qué…?
—¡Peligro! —gritó Devon, dándose la vuelta. Pero fue demasiado tarde. Un disparo. Una explosión. Una luz cegadora. Un golpe en el suelo.
Meredith se vio proyectada al exterior, lanzada con fuerza a aquellas desastrosas escaleras. Su espalda se clavo en el canto de una de ellas, a mitad de camino en la rampa.
Un frío la invadió. Una corriente de viento, imperceptibe pero clara, demasiado fría para ser una casualidad en aquel lugar, con aquel calor húmedo invadiendo todos los rincones.
El dolor de la espalda se empezó a acentúar, hasta que no lo pudo soportar. Sintió que su cuerpo dejaba de responder poco a poco. Le dolía respirar. Se desmayaba.


RE: [Fantasía Épica] - Necrocracia - Aljamar - 11/11/2015

Hola Peiopinu,

Saludos y bienvenido al foro! No recuerdo la historia de FE, pero la verdad es que tampoco lo pude frecuentar mucho...

Sobre el planteamiento que te has marcado, me parece muy interesante, aunque tendrás que manejarlo bien, supongo, sobre todo hacia el final... ya veremos cómo va.

Y respecto al relato en sí, me quedo sobre todo con el principio. Una muy buena ambientación. Me gusta cuando el punto de vista está en un personaje secundario/irrelevante. Sin duda engancha.
También está conseguido el tal Devon, aunque con la lucha contra la sacerdotisa me pareció algo decepcionante... me esperaba más fuegos artificiales, por decirlo de alguna forma!

La historia se nota que tiene trasfondo, aunque me ha resultado algo confuso algún punto... supongo que todo irá encajando cuando avance la trama.

Pues eso, poco que criticar y esperando la siguiente entrega!

Saludos y nos leemos!


RE: [Fantasía Épica] - Necrocracia - Peiopinu - 12/11/2015

¡Muchas Gracias Aljamar!

Sigo puliendolo cada vez que puedo, porque cada vez que lo leo creo que algo está mal (o repetido, o lo que sea). Big Grin

Entiendo que la lucha te parezca decepcionante, pero es que en cierto sentido, la magia en el mundo que habitan es un poco así: decepcionante. Además, no querrás que se quemen los cartuchos en el primer tramo de la historia, ¿No? Wink

¡Un saludo!