Archivo de Fantasitura - Tu comunidad de literatura fantástica y afines
[Ciencia Ficción] La fortaleza de los Hombres de Piedra - Printable Version

+- Archivo de Fantasitura - Tu comunidad de literatura fantástica y afines (http://clasico.fantasitura.com)
+-- Forum: Escritura (http://clasico.fantasitura.com/forumdisplay.php?fid=5)
+--- Forum: Tus historias (http://clasico.fantasitura.com/forumdisplay.php?fid=11)
+--- Thread: [Ciencia Ficción] La fortaleza de los Hombres de Piedra (/showthread.php?tid=801)



[Ciencia Ficción] La fortaleza de los Hombres de Piedra - Laundrich - 06/05/2016

Hola gente. Cómo les va? Hace unos días terminé un cuento y tenía ganas de postearlo para que fuera leído. No es ni mucho menos un cuento perfecto, soy el primero en decirlo, pero me gustaría dejarlo por acá y si les provoca comentarlo que lo hagan, o no. De cualquier manera les agradezco su tiempo. Suerte, chic@s.


RE: [Ciencia Ficción] La fortaleza de los Hombres de Piedra - Laundrich - 06/05/2016

La fortaleza de los Hombres de Piedra


Prólogo

¿Alguna vez se han puesto a pensar en cuánta paz se sume su alma una vez que han decidido de corazón realizar algo? Yo siento esa tranquilidad. Una tranquilidad plena que me colma el corazón. ¿Por qué lo destaco? Pues porque no existe sólo un tipo de tranquilidad. En las ocasiones que lo impensable se impone, las posibilidades de experimentar situaciones que un hombre jamás debería conocer tienen la oportunidad de surgir. Situaciones que están fuera de nuestro entendimiento, de nuestro espíritu, de nuestra esencia como ser vivo. Eso es lo que me ha sucedido a mí. ¡Qué paradoja! Tener fe en gran parte es ignorar, pero a veces la ceguera es un veneno de sutileza indetectable. Sepan disculpar estas oscuras cavilaciones. Me encuentro a punto de contradecir, en un único y genuino gesto, fuerzas que no pueden decirse que pertenezcan a este mundo. Yo seré quien reivindique la vida.

Las cosas que sucedieron en Commons en los últimos años eran imposibles de prever. ¿Cómo podría uno imaginar que todo iría a transformarse tan radicalmente y de la forma en que sucedió? De lo único que estuve seguro casi hasta el final de este período era que todo tenía que ver con Pollock. O por lo menos que los eventos terminaban en él. Lo curioso es que antes de que este desastre se desatara nadie hubiera extrañado su desaparición, y que haya terminado como lo hizo es algo que desobedece cualquier lógica. Pero para que se entienda bien, lo mejor es que empiece por el principio.

Alan Maurice



En todos mis años cuidando los bosques de Commons, creo que jamás había escuchado el nombre de Pollock. Este hombre picaba carbón en la mina de nuestro pueblo y era lo menos extraordinario que uno podía encontrarse por estos lares. Su aspecto desaliñado iba más allá de los atribuibles a su oficio. A las eternas manchas de hollín se le agregaba una estatura baja, una pierna coja, ojos algo bizcos, le faltaban varios dientes y todo lo que salía de su boca era olvidable. Como si eso fuera poco, el pobre diablo no tenía a nadie y vivía sólo en lo más apartado de la aldea. Hasta ahí mi conocimiento sobre él. Era una de esas personas a las que nadie se dignaba a prestar atención. Bueno, al menos no hasta esa noche de otoño. Recuerdo que este individuo Pollock entró a la taberna sin pedir nada para beber, se dirigió hasta el centro del salón, llamó la atención de quienes estábamos pasando allí el fin de la jornada y anunció con total convicción lo siguiente:

—Señores, bajen los vasos y escúchenme. ¡Préstenme sus oídos, pues lo que tengo para decir les hará adorarme como a un santo!

Después de que el primer escupitajo de cerveza escapara del más risueño de los clientes, el resto no pudimos menos que estallar en carcajadas estruendosas. Creo que hacía tiempo que no me reía tanto una noche de semana, y me sentí inspirado para comentar maliciosamente, por encima del torrente de risas, que deberíamos encerrar a los brutos en el calabozo antes de que la idiotez se nos contagiara. La muchedumbre, participe de mi opinión, bebió a mi salud mientras Pollock se retiraba furioso.
La noche continuó de manera normal, pero el alboroto estaba lejos de terminar ahí. Aquel domingo, en plena misa, Pollock insistiendo con sus actitudes tuvo el descaro de acusar a nuestro sacerdote de predicar verdades falsas y servirse gratuitamente de elogios inmerecidos a través del nombre de Dios. Por poco los dos no se van a las manos en medio de la ceremonia. Después de eso, el minero tuvo prohibida la entrada a al recinto, por lo menos hasta que aceptara públicamente arrepentirse de sus actos blasfemos.

Contra toda probabilidad, me duele decir que la reputación de Pollock mejoraría, y mejoraría como ninguno de nosotros podría haber pensado. El deterioro repentino de uno de los niños del pueblo se convirtió en el hecho que marcó la diferencia. Por culpa de una grave enfermedad, el estado de la pobre Mirna, de apenas siete años de edad, era muy frágil y, aunque nadie lo decía abiertamente, todos pensábamos que tenía los días contados. Navel, el curandero, decía que no había nada que hacer; la pequeña estaba afligida más allá de sus capacidades. La gente podía ver que Elba, la madre de  Mirna, comerciaba las lanas que tejía con el semblante tan cargado de tristeza que no mostraba expresión. Era un secreto a voces que desesperaba cada día un poco más. Yo mismo había ido a visitar a la pequeña, porque la pena siempre me rondaba cada vez que un joven se nos iba antes de tiempo y deseaba de corazón hacer que esos días difíciles fueran para ella lo más ameno posibles. Me había sentido muy mal al ver que, en efecto, la pobrecita venteaba la muerte. Bueno, eso era lo que creía. Un par de madrugadas más tarde, quienes pasábamos por la casa de Elba pudimos advertir una pequeña silueta correteando a la luz del alba lo más campante por el agreste patiecito. Era Mirna. Yo, dejando lo que fuera que estuviera haciendo en ese momento, me encontré corriendo hacia la casa. ¡Era un auténtico milagro! Mudo de asombro presencié cómo la misma chica alegre, vital y encantadora de un año atrás me ofrecía un saludo cándido, con la inocencia restablecida. Sonreía y se la veía del todo libre de dolores. No sé si sería por los embates de la vida o por el mal tiempo, pero con una inusitada necesidad me arrodillé ante ella, y abrazándola me largué a llorar.

Esa misma noche mientras los leñadores y yo festejábamos la buena nueva en la taberna, nos enteramos por Daisy, la mejor amiga de Elba, que Pollock había sido el gran responsable de esa recuperación extraordinaria. Según ella, el minero le habría prometido a la madre que la niña se salvaría si le daba de beber un remedio que él había elaborado. Además de eso, le advirtió con una severidad inusitada que era indispensable que ofreciera sus plegarias a una deidad con un nombre extraño. Los rumores se propagaron como fuego por el pueblo, y al resultar ser ciertos, por varios días la gente fue en bandada a la casa de Pollock para disculparse por las burlas que le habían dispensado.

Pocas semanas después del hecho, el pueblo presenció el nacimiento del Culto Sempiterno, con Pollock como su fundador. Desde el éxito obtenido con la curación de Mirna, la gente había empezado a prestar mucha atención a los monólogos del minero. Los aldeanos iban a verlo a su casa en los lindes del pueblo y por horas enteras lo oían hablar de sus ideales, los planes que tenía para Commons y su visión personal del mundo. De esos curiosos salieron los primeros miembros de su religión. El Culto sostenía que gracias a tener una fe pura en una deidad llamada Toktil, el ser humano era capaz de alcanzar la vida eterna, no ya en el cielo, sino en la tierra misma. Me pareció que ese nuevo Pollock se había convertido en un hombre querido, cosa que indudablemente no pasaba antes. El pueblo aceptaba de buen grado aquella incipiente religión y todos los días algún creyente nuevo se unía a sus filas. En  apenas un par de días, la mitad de los aldeanos se había vuelto parte del culto. Debo decir que aparecieron razones muy poderosas para que así sucediera.

Toda noche de cielo despejado podían oírse los cánticos que provenían de las congregaciones del Culto Sempiterno. Pollock dirigía unas ceremonias al estilo báquico en donde la gente se abocaba adorar a Toktil, aquella deidad de nombre extraño. También bebían mucho alcohol y el líquido plomizo de una marmita borboteante. El culto veneraba la inmortalidad, el triunfo del hombre sobre la vida y la conquista de la muerte y todo peligro. El sacerdote de nuestra capilla aseguraba a cualquiera que le pasara cerca que los supuestos valores que el minero veneraba eran puras estupideces y no tenían sentido religioso profundo. Su empresa no cosechó mucho éxito y su evidente malhumor tampoco le ayudaba a ello. Yo personalmente siempre había creído que la religión se sostenía en la fe y los milagros que le sucedían a los fieles y devotos, pero debo admitir que en Commons llegaron a volverse demasiado corrientes. Cuando le dije al capellán que yo no tenía pensado unirme a Pollock, se sintió lo suficientemente seguro para decirme que buscaba expulsarlo del pueblo, desmantelar aquel culto al que denominó satánico, y que mi ayuda le sería indispensable. Creo que al pobre capellán le costaba admitir que esa nueva religión le había pegado una paliza de campeonato a la Iglesia. La voluntad del viejo dios católico sin duda flaqueaba ante las maravillas que podías conseguir postrándote ante el minero. Si uno le mencionaba este detalle, él hombre bajaba la cabeza y permanecía taciturno el día entero.
Aquí es cuando las cosas empezaron a volverse oscuras en el pueblo. No sabía cómo, pero el Culto Sempiterno había conseguido solucionar los problemas de la falta de alimento en Commons. Lo extraño es que no era que hubiesen aprendido a sembrar más, a cazar, recolectar mejor, ni nada parecido, todo lo contrario: directamente los miembros del culto no se alimentaban. Por lo pude sonsacarles, su apetito había desaparecido hacía quince o veinte días atrás y no se habían molestado en probar ni un bocado más. Cuando le llevaron esta insólita preocupación a Pollock, él les aseguró que aquel fenómeno era una bendición que Toktil les otorgaba, gracias a los rituales que se hacían en su honor. Recuerdo sus caras, sus caras de satisfacción —¿De impunidad?— gracias a una palpable fe de que habían extinguido de su camino el azar de la existencia. En cuanto al miedo, al apuro, la prudencia, la conciencia; supuse que todo eso se iría también con el correr del tiempo. Tampoco les hacía falta beber mucha agua. O dormir. Se los veía muy felices por ello. Pero no era tan fácil adivinar lo que sentían, pues el rostro de muchos de los cultistas había empezado a volverse tosco y sus gesticulaciones variaban bastante poco cuando se conversaba con ellos. En los meses siguientes, cada vez que me encontraba en el pueblo para vender cueros al mercado o visitar a alguien, me parecía también que sus pieles cobraban un creciente tono grisáceo y que el movimiento de sus cuerpos se tornaba más etéreo y pausado.

Pollock ordenó la construcción de una fortaleza una vez que el alcalde le cedió el liderazgo de la aldea. La expresión de nuestro antiguo sacerdote cuando se enteró que se había dispuesto que la erigieran en el sitio exacto en donde yacía la capilla, fue de un espanto absoluto. Pobre hombre, había intentado en vano detener el azote de las mazas y martillos de esa veintena de sus antiguos creyentes, mientras el sagrado recinto era vencido bajo la contundencia del castigo. Alrededor de medio año más tarde, la fortaleza quedó terminada y el pueblo de Commons pertenecía por completo al Culto Sempiterno. Ya casi nadie se molestaba en comer, beber o dormir y se la pasaban merodeando por el pueblo y los alrededores. Fue entonces empezaron a desaparecer los primero miembros. Hablo de los más lentos y de piel más grisácea, que habían dejado de mostrarse en público. Yo no sabía de qué iba todo eso, siendo ajeno al culto, pero los creyentes murmuraban que estos miembros habían alcanzado la iluminación y se les había concedido el privilegio de entrar en la fortaleza. A mí me parecía que no tenían del todo claro lo que pasaba. Sólo Pollock sabía la verdad.

En el lapso de pocos meses, el pueblo fue perdiendo su brillo, el ganado murió y las huertas dejaron de cosecharse. Las casas sufrieron un desgaste intenso por la falta de cuidados y reparaciones y el comercio decayó. Con la pérdida de necesidades, la belleza también se fue perdiendo. En mi caso, aunque viviera en las afueras, yo me sentía parte de Commons, y continué llevando mis cueros a la aldea, que era una de las pocas cosas que todavía se compraban. Un buen día, miembros del culto, algunos de piel tan gris como el plomo, me abordaron y amenazaron para que me uniera a ellos de una vez. Estaban cansados de mis merodeos por el pueblo —lo que no podía ser ni remotamente cierto—, y los motivos que pudiera tener para estar allí no les importaba. Estaba claro que no querían gente diferente. De aceptar, se me estaría permitido ser bautizado por — el ahora considerado santo— Pollock. Yo, también hastiado de que no me dejaran hacer mis cosas, les contesté sin rodeos que no me uniría a ellos sin una buena razón, poniendo énfasis en que ésta no había aparecido. Esa fue la última vez que me abordaron. Desde entonces en el pueblo casi nadie volvió a dirigirme la palabra, y en su lugar sustituyeron su actitud por miradas hostiles. Casi nadie compraba lo que tenía para vender.

Un buen día descubrí la razón de mis obcecadas negativas. Como todo lo bueno, se lo debí a la pequeña Mirna. Era una silenciosa tarde de invierno, donde pocos aldeanos andaban ya por las calles, cuando encontré a la grisácea niña sentada en el patio de su casa. Estaba inmóvil, casi paralizada, con su perfil vuelto hacia el sol menguante. Reparé que aquella actitud era la misma que había podido verle un par de días atrás. Y también la  semana anterior. Eso no me dio buena espina, pues como había dicho, ella había solido corretear por los campos, cantar la mayor parte del día y saludar a los caminantes con una alegría inspiradora. Ahora permanecía quietecita, sentada sobre la hierba, en una posición que no daba lugar a cambios. El sol de la tarde le daba de lleno en el rostro y la luz se le iba deslizando por el cuerpo. La mocosa en ningún momento acusaba la calidez o intensidad de esos rayos. Al acercarme le pregunté preocupado por qué no iba a jugar con sus amigos. Ella, gris, con una lentitud de muerte, sin volverse hacia mí y como si me hablara desde un lugar muy lejano, respondió que quedarse sentada en el pasto era lo único que ahora le apetecía hacer. En ese breve cruce de palabras no me había mirado ni una sola vez, no había movido los ojos, ni ningún gesto había asomado en su cara. No le importé. Creo que nada del mundo le interesaba. Me despedí con un breve saludo y mientras volvía lentamente a mi carreta de cueros, una angustia fétida me fue embargando. Al haber pasado toda una vida en el bosque, siendo un testigo recurrente del eterno círculo de la naturaleza, empecé a darme cuenta que aquel paso al costado que el Culto Sempiterno glorificaba podría no ser tan perfecto como éstos querían pintarlo. Me intranquilizaba que resultara ser a fin de cuentas una traición a la esencia misma del hombre, de los seres vivos. ¿Por qué lo digo?  Desde que tengo memoria he mantenido una confianza plena en la titánica tarea de la naturaleza. Para mí, ella, en tanto ley incontrarrestable, me ha enseñado que puedo confiar en su hacer. No recuerdo que alguna vez me haya hecho sentir comprado o manipulado, o que lo que intrínsecamente soy es maligno o está mal. Aun cuando su toque se lleve inevitablemente toda vida, aun cuando su pisada remueve mares y tierras, he podido sentir la nobleza de sus actos, tanto de su placentera estabilidad como de su implacable aunque sincero peligro. Por eso, si había tenido algún deseo de unirme al Culto Sempiterno, lo aplasté esa tarde húmeda y fría en donde una niña inocente prefirió prestar más atención a la indiferencia en la que se revuelve la muerte antes que a la energía maravillosa que destila el vivir.

La necesidad de inmiscuirme en lo que no me competía, de que mi insignificante existencia tuviera un peso reconocible en los cuestionables acontecimientos que se desarrollaban en ese pequeño pueblo de seres indolentes se volvió mi único objetivo. Lo menos que podía hacer para aliviar mi intranquilidad era llevar personalmente mis dudas a Pollock respecto de su religión. Por espacio de una semana permanecí encerrado en casa juntando valor y reflexionando sobre las precauciones que debía tomar en caso de que las cosas salieran mal. Commons ya no era el pueblito discreto y feliz que había conocido. En ese tiempo, el minero santo tenía su morada en la vieja casa del alcalde, infinitamente más costosa que la cabaña de barro y paja que habitaba en el pasado. Cuando encontré el coraje necesario para llegar al pueblo me resultó extraño observar que en vez de estar seguros en la comodidad de sus hogares, la mayoría de los aldeanos merodeaban como idiotas a la intemperie. No me prestaban la más mínima atención. Había algunos que estaban sentados en lugares tan insólitos como el camino de las carretas, otros hundidos hasta las rodillas en charcos de agua y tierra. Llámese un sexto sentido, pero en vez de ir en dirección a la casa de Pollock, me encontré yendo directo hacia la fortaleza. Como suponía, en la entrada no había nadie, y entré sin dificultades.

Los pasillos estaban en completo silencio y me costaba respirar con plenitud. La única luz del recinto provenía de mi lámpara. La sala principal era una galería gigantesca, con arcos sin puerta dando a pasillos desnudos, sin entrepisos de ninguna especie. Tras merodear varios minutos como gallina ciega mi pie se topó con un obstáculo. Tanteando con el zapato y con ayuda de la luz, distinguí una burda escalerilla que subía hasta un pedestal. Sobre el pedestal habían emplazado una efigie. Después de meses de convivir y observar el cambio momificado de mis viejos conocidos, la visión de una roca redonda, totalmente lisa, del tamaño de una persona, me provocó una impresión tan desagradable que retrocedí y por poco no caigo de espaldas sobre los escalones. Cuando conseguí apartar la zozobra anímica y me volví a acercar, comprobé deslizando la yema de los dedos por la superficie que, en efecto, la efigie era una piedra lisa y ovalada. ¿Qué clase de sátira era aquella?

No mucho más allá del altar, los cultistas habían tallado una escalera de piedra que descendía. Paré el oído sobre el espacio vacío frente a mí. El zumbido de la lámpara y mi propia respiración era toda la estimulación sensorial de la que podía estar seguro. Paso a paso empecé a bajar. Ya en suelo firme, me hallé en una habitación pequeña y tan oscura como la del piso superior. Alzando la lámpara sobre mi cabeza iluminé una gran cantidad de estatuas colocadas por todo el sitio. No tenían orden aparente, como si aquella habitación fuera un cobertizo para trastos inservibles. Las estatuas representaban personas, personas muy bien esculpidas. Incluso bajo esa oscuridad podía notar cuánta importancia a los detalles le habían dedicado a las obras. En el pueblo no teníamos a alguien con la habilidad manual capaz de crear semejantes esculturas. Entonces, empezó a crecer en mí un horror del que no me pude deshacer. Con la angustia latiendo, alcé la lámpara y la luz dio paso, tal vez con actitudes vencidas, tal vez con una placidez de muerte, a las caras, a los gestos y las posturas de los aldeanos perdidos. Me pregunté, valga la redundancia, ¿cómo podría hacerme aquella pregunta?, pero al final la formulé: ¿Eran aquellas estatuas modelos de los aldeanos, o eran los aldeanos? La pesada certeza me iba dominando mientras me abocaba a deslizar la linterna por todo ese subsuelo infernal. Examiné estatuas conocidas, demasiado familiares, que me despertaban una angustia proporcional al cariño que les había tenido a su contrapartida de carne y hueso. Pero la desesperación sólo me venció cuando en una estatua de poco tamaño reconocí un dulce y agobiado rostro: el de Mirna.

Entonces, por sobre la cabeza de Mirna, desde la misma e inconexa oscuridad emergió la cara de Pollock. Sólo su cara. Fea, torcida y crispada por el odio. “Hereje”, dijo, “¿cómo te atreves a venir a dónde sólo los elegidos reciben el don máximo? Tu presencia les desagrada, Maurice, aunque no puedan expresarlo”. Mentí, contestando que yo sólo veía estatuas. “Sé que no piensas eso. He visto tu horror desde las sombras. Pero no hay porqué horrorizarse. Yo los liberé de la prisión de la carne, de cualquier tipo de necesidad animal. El elixir les ha dado la vida eterna. ¿Por qué deberían estar tristes si ya no tienen miedo de morir? Lo que me pregunto es por qué no te saqué de en medio antes que los miembros más antiguos dejaran de moverse. Interrumpiste mi trabajo de terminar el sello”. Con los dientes apretados, pregunté de qué sello hablaba. “El sello contra el tiempo, idiota. Una vez cerrada la puerta de la fortaleza, esta no volverá a abrirse. No existirán más problemas para los miembros del Culto Sempiterno. Es el paraíso contra cualquier necesidad y peligro”.

Mientras intentaba digerir sus palabras, no pude hacer otra cosa que negar todo. Mirna no estaba enojada conmigo, solamente… le daba todo igual. Le dije a Pollock que era una basura y le pregunté cómo alguien como él había encontrado semejante secreto. Él respondió que en una de las minas había desenterrado un ataúd escondido. El ataúd resultó ser la tumba de un antiguo alquimista al que habían enterrado junto al trabajo de su vida: el elixir de la vida. Gracias a los escritos que el individuo había dejado atrás, Pollock había logrado discernir que los efectos del elixir volvían a los seres vivos, desde un punto de vista medicinal, inmortales. Recitó la frase de un pergamino que sacó de su bolsillo: “Primero perderán los sentidos, luego las debilidades del cuerpo: enfermedades, el hambre, el sueño, el dolor. Finalmente dejarán de sentir cualquier tipo de estímulo, y ya en ese estado incluso la vejez no podrá alcanzarlos”. Luego volvió a guardarse el rollo de papiro y dijo: “¿No es grandioso?” Pregunté entonces por qué siendo tan positivo, él no había bebido el elixir, pues me daba cuenta que su piel no tenía el tinte grisáceo del resto. “Estuve a punto de tomarlo varias veces este último año”, reconoció, “pero luego de pensarlo, la vida eterna puede esperar. ¿Sabes lo bien que se siente que te adoren como a un Dios? No lo cambiaría ni por cien años de abundante comida y mujeres hermosas. Mi trabajo aquí ha terminado, pero a veinte millas de aquí hay una ciudad que necesita ser salvada”.

Horrorizado imaginé que lo que había sucedido en Commons podría suceder en otros lugares y eso fue demasiado para mí. Sin poder soportarlo más, adelanté un pie y me abalancé sobre Pollock. El minero intuyó que haría algo así. Devolviéndome el agarrón, me propinó un codazo por encima del hombro y empezamos a forcejear. Por un rato ambos golpeamos las piedras inmortales de esa catacumba y nos dañamos más que los aldeanos mismos. Tras un agobiante combate de puños, empujones y mordeduras en el sótano del diablo, conseguí empujarlo contra la penumbra a sus espaldas. Pollock tropezó estrepitosamente y su cabeza fue a dar en el sólido codo de Elba, la madre de Mirna, quien había sentido loca adoración por el minero. Tras el impacto, el hombre quedó inmóvil. Rápidamente me acerqué al cuerpo con la intención de rematarlo, pero como no escuchaba quejidos ni tampoco su respiración, lo sacudí con violencia. Mi mano entonces se embadurnó de sangre, que resultó que goteaba de la nuca. Aliviado, lo solté y le tanteé las ropas. En sus bolsillos encontré varios rollos de pergaminos de aspecto antiguo. Al abrirlos encontré un título que me pareció de lo más ominoso: Alquimia de la vida. El escrito contenía mensajes extraños, era viejo, tal vez de unos doscientos años de antigüedad y explicaba en un lenguaje alquímico, matemático o tal vez astrológico lo que yo había presenciado en el pueblo a lo largo del año. Te volvías inmortal. Secundando lo que el capellán había supuesto, en ningún lugar de esos rollos conseguí hallar anotaciones de alguna religión exótica; esa parte había sido un invento personal del minero. Cuando terminé de leerlo, hice un bollo con los papeles y los quemé allí mismo con el calor de la lámpara. Después de tantos meses, sentí como si un peso se liberara de mi pecho.

En cuanto a los aldeanos, no sabía qué hacer con ellos. Pensé en cómo resolvería esa cuestión mientras salía al exterior. Por las calles rondaban los últimos vestigios inmortales y moribundos de esa gente. Amigos y familiares que en algún momento habían sabido ser fuertes, alegres y cariñosos. Ahora eran sombras sin sangre, fantasmas de piedra. Invocando el nombre de Pollock los arreé a todos dentro de la edificación como si fuera una manada de ganado. Los siguientes dos días me la pasé llenando el interior, los alrededores y las catacumbas de la fortaleza con la dinamita y los recipientes de nitroglicerina que se usaban para hacer excavaciones en la montaña.

Epílogo

He reflexionado mucho mientras buscaba el valor para prender la mecha. Los hombres de piedra no parecen preocupados. Los oigo chocándose contra las paredes. Algunos han dejado de moverse. Están perdidos en sus propios pensamientos, soñando, viviendo una vida sin problemas, sin peligros, sin amenazas, aprovechando la dulce oportunidad hacia la eternidad que se les ha dado. Los miro y me pregunto: ¿Cómo puedo considerar que son seres vivos? Me horroriza, me horroriza pensar en eso. Una existencia sin la alegría por la vida, sin el respeto por la muerte, ¿será tal cosa, Vida? Sus rostros inmóviles no comunican nada, no puedo descifrar sus expresiones, así que imagino que me sonríen agradecidos, porque es más fácil de esta manera que si pensara que me odian. Las llamas en la mecha grande ya están consumiendo el hilo principal. El chispeo extingue efímeramente la oscuridad de la fortaleza. La primera y única vez que una luz tan fina y alborotada recorrerá estos sombríos pasillos. Pronto el fuego se dispersará al resto de los hilos… y el círculo seguirá su curso. Pequeña, ahora puedo entender que tu sonrisa era lo más importante de mi vida, y sin ella, creo que todo lo que se hubo conseguido aquí ha estado falto de sentido. Eso es lo que no podía entender, y tú fuiste quien me lo hizo saber. ¡Mirna, Mirnita querida! ¡Qué injusto es lo que ha pasado! Ojalá sea digno de la misericordia de Dios y me deje oír tu risa una vez más.

Alan Maurice

Fin



RE: [Ciencia Ficción] La fortaleza de los Hombres de Piedra - kaoseto - 21/05/2016

Buenas, Laundrich! Gracias por este cuento, he pasado un buen rato leyéndolo.  La historia es triste, es cierto, pero atrapa y la manera en que está contada, desde la perspectiva de Maurice, realmente me gustó.

Quote:no es ni mucho menos un cuento perfecto
La perfección siempre fue una idea imperfecta de todas formas Smile

Espero que sigas posteando cuentos por aquí!


RE: [Ciencia Ficción] La fortaleza de los Hombres de Piedra - Haradrim - 02/07/2016

Estupendo cuento, me ha gustado mucho, hay aqui y alla algunas frases que deberian pulirse mas pero por lo general es un cuento muy entretenido y bien narrado, el titulo eso si que es bastante spoileante y uno sospecha al poco tiempo por donde iran los tiros, pero ese es un defecto menor.

Salludos.