Archivo de Fantasitura - Tu comunidad de literatura fantástica y afines
[Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Printable Version

+- Archivo de Fantasitura - Tu comunidad de literatura fantástica y afines (http://clasico.fantasitura.com)
+-- Forum: Escritura (http://clasico.fantasitura.com/forumdisplay.php?fid=5)
+--- Forum: Tus historias (http://clasico.fantasitura.com/forumdisplay.php?fid=11)
+--- Thread: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas (/showthread.php?tid=99)

Pages: 1 2 3 4


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Anzu - 26/05/2015

¡¡Al fin, después de diez mil años, soy libre!! Es hora de—

Ah no, eso es de Power Rangers (?). Luego de tanto tiempo por fin he terminado el capitulo 4. Les pido disculpas por la tardanza, no volverá a pasar (más que nada porque ya tengo terminada la historia. Los capítulos finales están en fase de segunda lectura y correcciones).

Aunque no hay que leerse de nuevo los demás capítulos para comprender lo que pasa en este (que como saben por mi anterior post, fueron editados para seguir el nuevo lineamiento de la historia), recomiendo repetir la lectura del capitulo 1, pues ahí expongo mis reglas de la magia (siguiendo lo aprendido con las reglas de Sanderson). Sin más preámbulo, paso a taggear a los que han ido siguiendo el progreso de mi historia.

@kaoseto @landanohr @fardis2

Agradezco de antemano las criticas, consejos y opiniones que tengan de mi historia. Siendo que soy escritor empírico (nunca he tomado talleres ni cursos), sus conocimientos y sugerencias me sirven mucho. La historia hasta el capitulo 1 la he publicado ya en mi wattpad.



IV
El árbol maldito



A la mañana siguiente Fara se encontró con la sorpresa de que ahora era parte de la compañía de los Grifos Blancos, y que en breve debía partir hacia el sur, en dirección a las montañas de la Cordillera del Dragón y el maldito Bosque de la Carne. Mientras compraba la comida que llevaría para el viaje, se preguntaba porque Alegast había aceptado unirse a los mercenarios, aunque su instinto le decía que tenía que ver con la conversación que había sostenido durante el desayuno con ese viejo mago, el tal Balzac, a quién Fara solo había visto una vez en la mansión de Olibus, y el capitán de los Grifos, Randall Asther.

—No pienso rechazar la ayuda que se me ofrece viendo la dificultad de la misión para la que se me ha contratado, y ya hemos visto de lo que un elfo es capaz, pero no me parece que la muchacha sea de mucha ayuda —había escuchado decir a Randall con mirada escéptica cuando Balzac sugirió que se llevase al elfo consigo en su siguiente misión.

—¿Acaso no ha visto el gato negro que la acompaña? —preguntó Alegast de forma ufana mientras pavoneaba con la daga que había robado a Olibus—. Es un familiar. Puedo apostar esta daga ornamental a que es la primera maga que usted ha visto con uno. Ni siquiera él trajo el suyo hoy —dijo con una sonrisa, señalando al mago.

Solo los magos más hábiles tenían la capacidad de convocar un espíritu familiar, por lo que era tomado como una muestra del poder de dicho mago particular por la gente común. Y con eso había bastado para que el capitán Asther no pudiese negarse a llevarla con ellos.

—¿Esa no era la aprendiza de Olibus? No tenía idea de que fuese tan talentosa —había escuchado decir a Balzac en ese momento.

Para poder mantener la fachada Fara tuvo que crear un contrato con Teofrastus, para convertirlo en su espíritu familiar de verdad. Cosa a lo que el gato accedió encantado, ofreciéndose incluso a enseñarle a la chica los pormenores de invocar a los espíritus menores al mundo de los vivos. La maga no pudo evitar sonreír triunfante al pensar en la cara de sorpresa que pondría su antiguo tutor cuando escuchara que ella ahora viajaba en compañía de un elfo y tenía su propio espíritu familiar.


De camino a la muralla exterior del pueblo, donde los Grifos Blancos se preparaban para iniciar su viaje de regreso al Bosque Viejo, Fara se maravilló al ver un grupo de hadas revolotear juguetonamente a su alrededor. Las hadas eran conocidas por vivir en los bosques y rehuir de las ciudades humanas, las cuales consideraban apestosas y frías, pero la guerra había cambiado eso. Ahora que los bosques estaban siendo invadidos por las misteriosas criaturas que venían de las tierras del sur, las hadas fueron forzadas a huir de sus hogares y vivir como refugiadas en los asentamientos de otras razas que las aceptaran.

Las hadas la siguieron hasta llegar a la muralla, donde Fara vio al capitán de los Grifos negociar con el viejo Gustov, un montañista veterano, quizá el único que se atreviera a llevar a cualquiera por esos parajes en tiempos de guerra. Decía que había ido y vuelto varias veces al vecino país de Argenta, y que conocía los pasajes y recovecos más seguros de todo el linde sur. Su fama como guía y viajero frecuente de la Cordillera del Dragón era bien conocida por todo el Imperio.

—Sí van a ir al Lago Amaril, lo mejor es usar el camino de las montañas —escuchó decir al viejo—. La otra ruta pasa por el Bosque de la Carne, y no importa la cantidad de oro que esté dispuesto a pagarme no pienso ir por ese camino.

Fara se despidió de las hadas y se reunió con Alegast y Teofrastus, quienes la esperaban afuera de la muralla.

—Es bueno contar con el favor de las hadas, lhiannan —saludó Alegast al verla.

—Espero que hayas logrado conseguir carne seca de buena calidad. La verdad es que mientras estuve solo en esa mansión, me vi condenado a comer roedores y otras criaturas menos apetitosas, y ahora que he regresado a la civilización y degustado nuevamente las bondades de la comida cocinada, no creo que pueda volver a ese tipo de hábitos alimenticios —dijo por su parte el gato mientras se enredaba entre sus piernas ronroneando y olfateaba la canasta donde la joven traía las provisiones.

—¡Claro que traje carne, pero es para el viaje! ¡Shu! —exclamó Fara mientras elevaba la canasta fuera del alcance del gato.

—¿Y ya no tienes miedo de ir al Lago Amaril? —sonrió Alegast guiñándole el ojo.

—Para serte sincera, sí —respondió ella con desasosiego—. Pero tenemos un trato, ¿no? Me has acogido como tu aprendiza, y te queda mucho por enseñarme. Además, vamos con un grupo bastante grande de guerreros, así que no hay nada que temer… espero.

—Un elfo y una maga… ¡Nuestra Compañía nunca había estado en tan mejor momento! —escucharon de repente a uno de los mercenarios acercarse.

Se trataba de Oleg, quién junto a otros dos mercenarios se habían decidido a darles la bienvenida formal en el grupo. El duarve llevaba una ligera armadura de cuero en sus manos, que entregó a la muchacha luego de haberle estrechado efusivamente la mano.

—Son un regalo de Lord Balzac. Y en mi opinión, no creo que esos bonitos vestidos que usas vayan a servirte de algo en el campo de batalla —dijo mientras le daba una daga—. Y esta es de mi parte. El nombre es Oleg, un placer poder saludarla al fin, señorita. A su amigo el elfo lo conocimos hace tres días, pero usted estaba inconsciente en ese momento.

—“Perro Sucio” me dicen. Y el tímido de allá es Bran. Era el nuevo hasta que ustedes llegaron  —añadió otro de los mercenarios, que tenía un gran mostacho, señalando al más joven de ellos.

—Mucho gusto —saludó tímidamente el joven, incapaz de ver a Fara a los ojos.

—Lo mismo. Soy Fara, y él es Alegast. Mi gato aquí es…

—El Gran Teofrastus Bombastus, Muy Magnificente Mago y espíritu familiar de Lady Fara. Deberías de sentiros honrados de tener el placer de conocerme —interrumpió el gato haciendo una venia.

Los mercenarios se miraron de reojo sin saber cómo responder a tal saludo. Con una sonrisa Fara agradeció por la armadura y la espa, y se retiró a buscar un sitio donde pudiera cambiarse.


La compañía partió poco después del mediodía, mientras los pueblerinos que les vieron irse elevaron plegarias a sus dioses paganos para que propiciaran a los mercenarios protección y buena fortuna en su viaje. Como tenían planeado tomar la ruta de las montañas, decidieron dejar los caballos en el pueblo e ir a pie hasta el Lago Amaril, cosa que Randall había estimado que les tomaría tres días. A medida que se acercaban a la cordillera, la vida florida y verde desaparecía drásticamente, reemplazada por tierra inerte y rocas erosionadas. El cielo era totalmente engullido por el muro de montañas que se levantaba hacia lo alto, y tan solo unos pocos rayos de sol lograban atravesar la imponente cortina de piedra.

Encontrar una forma para escalar las montañas tampoco era fácil. Aun con el mejor equipo de montañista que hubiesen podido conseguir, los riscos eran demasiado escarpados y subirlos era imposible. Solo unos cuantos senderos naturales, escasos y ocultos a la vista, eran los que brindaban un camino transitable a los osados que se atrevieran a viajar tan al sur. Esto no era problema para Gustov, quien se la pasaba en aquellos parajes la mayor parte del tiempo. Con la sagacidad propia de los de su profesión, le bastó con menos de media hora para encontrar un sendero que los llevase a los elevados picos, y guiando a la compañía lejos de los riscos tramposos y los caminos endebles, pronto comenzaron a escalar los difíciles escarpados rumbo al sendero oculto de las montañas.

Fara aprovechó el camino para probar las habilidades que Teofrastus había ganado al convertirse en su familiar. Cuando diseñaron el contrato, el gato le había dicho que ahora compartían un lazo empático que les permitía comunicarse sin necesidad de palabras, aunque estaba limitado por el poder mágico de Fara. En un principio solo funcionaba si Teofrastus estaba a una distancia de al menos veinte metros de la maga, aunque a medida que ella se hiciera más diestra en el uso del Arte, el alcance de tal enlace se haría más grande. Por esta razón, el gato viajaba montado en el hombro de Alegast, el cual caminaba a una distancia prudente de la joven.

«¿Me escuchas?» pensó ella mirando al gato. Una de las reglas de la telepatía empática era que no funcionaba si el otro no quería hablar. «¿¡Me escuchas!?» pensó mientras fruncía el seño.

«¡Sí! ¡No tienes que ser tan intrusiva!», escuchó la voz del gato, quién la miraba con desprecio.

La sonrisa de triunfo se dibujo lentamente en el rostro de la joven. Pensó con alegría que había progresado bastante en menos de una semana de viaje.

—¡Qué bonito es tu gato! Me han dicho que es un espíritu o algo así —la interrumpió de repente Lia, la segunda al mando de los Grifos, quién caminaba al lado de la maga.

—¡Ah, sí! Es mi espíritu familiar —respondió Fara distraída.

—¿Ósea qué es cómo tu hermano o algo así? Ustedes los magos son muy extraños.

Alegast y Teofrastus estallaron a carcajadas mientras Fara miraba a la confundida Lia con una sonrisa de frustración y se ponía en la difícil tarea de explicarle a un no mago la naturaleza de los espíritus familiares.


Al anochecer montaron un campamento a la intemperie, pues no había cuevas cercanas y si los relatos de los habitantes de Valeholm eran ciertos, era mucho mejor dormir en un lugar donde tuvieran espacio para defenderse o en el peor de los casos, huir. Al salir del pueblo escucharon todo tipo de relatos, algunos disparatados y otros no tanto, que hablaban de los habitantes de aquellos parajes, helados y terribles, que servían al espíritu del mal, ese al que llaman el Sabio de la Oscuridad, y aún invocaban dioses demonio, exiliados hace mucho a la eterna oscuridad.

Alegast se quedó despierto esa noche, mientras Fara y Teofrastus dormían plácidamente en la tienda de campaña que los Grifos habían tenido la amabilidad de prestarles. Había algo que lo inquietaba en ese lugar, como si las corrientes de energía arcana allí estuviesen contaminadas. El clima era extrañamente frío comparado con el del valle, pese a que apenas estaban en otoño. De vez en cuando le parecía ver figuras moviéndose en la cima de las montañas, aunque ninguna se atrevía a acercarse demasiado al campamento para poder distinguir sus formas.

—Y bien, ¿a dónde cuernos se fueron todos ustedes? —preguntó repentinamente Oleg, acercándose con dos cuencos de sopa caliente y sorbiendo su nariz con fuerza—. ¡Mil años, amigo! ¡Mil años sin ver a un condenado elfo en estas tierras! Sin ofender, claro, pero ¡wow, mil años es mucho tiempo!

Alegast no pudo evitar sonreír ante la efusividad del duergar. Con una sonrisa que buscaba disimular lo incomoda que fue la pregunta, aceptó el cuenco humeante que el duergar le ofrecía.

—Volvimos al norte, a las tierras de nuestros ancestros. Yo solo he regresado por algunos artefactos. Llámalo sentimentalismo, pero muchos de esos artefactos ya no se consiguen en tierras de los elfos —respondió el elfo, señalando a uno de los mercenarios que estaba haciendo guardia al otro lado del campamento—. ¿Y ese allí quién es?

El sujeto en cuestión se encontraba encadenado a una gruesa estaca de madera que los mercenarios habían clavado en la roca poco antes de montar la tienda. Sin embargo, parecía haberse prestado a tal cosa de forma voluntaria, y pese al frío prefería mantenerse lejos de los demás de y de la hoguera. De igual forma, los otros mercenarios parecían evitarlo, y solo el capitán Randall se acercaba a él para hablarle de vez en cuando.

—Ah… el híbrido, Uruz —respondió Oleg con indiferencia.

—¿Un híbrido, dices? Ya entiendo porque lo tienen amarrado —comentó Alegast sin ocultar su interés.

—Según tengo entendido es hijo de un dragón o algo así. Son muy temperamentales, así que el jefe insiste en tenerlo amarrado cuando no estamos caminando —añadió Oleg mientras sorbía su sopa con vehemencia, y luego maldecía entre susurros porque estaba demasiado caliente.

Hablaron de temas poco importantes, como los pormenores de la ingeniería duergar y su impacto en la actual guerra, hasta muy entrada la noche, cuando las estrellas brillaban con fuerza entre las nubes y la temperatura había bajado tanto que parecía que les fuese a quemar la piel. Sin embargo Alegast pudo dormir poco, pues lo que sea que estuviese en aquellas montañas estaba al tanto de su presencia. Y al ver a Fara debatirse entre sueños, el elfo supo que también se había percatado de ella.


El Lago Amaril se hizo visible al atardecer del tercer día, y guiados por el eufórico Gustov, quien celebraba el hecho de haber sobrevivido a un viaje más, iniciaron el lento descenso hacía las bondadosas tierras del Bosque Viejo. En el centro del lago, cubierto por la niebla sempiterna que bajaba de las cimas de la cordillera, podían verse sobresalir construcciones de una vieja ciudad, cuya arquitectura era de un estilo que solo Alegast pudo reconocer.

Se trataba de la gran ciudad de Zarc, otrora la metrópoli más importante de una poderosa civilización, ahora olvidada en medio del lago, una sombra de su antiguo esplendor. Según las viejas leyendas sus habitantes desafiaron al dios Zoliat y realizaron ritos blasfemos en honor a los demonios del etéreo. En venganza, Zoliat desató un diluvio sobre la ciudad, que acabó con todos sus habitantes en menos de un día, creando de esa forma el lago Amaril. La iglesia de Zoliat la declaró ciudad apócrifa, y en la actualidad los habitantes del Imperio evitaban pronunciar su nombre en voz alta por temor a despertar la ira del dios-sol.

Llegaron a la orilla del lago Amaril, cuando el sol empezaba a ocultarse tras las montañas, y decidieron descansar junto a un árbol bastante singular comparado con los demás árboles del Bosque Viejo. Era parecido a un roble pero su tamaño era colosal. Su copa se alzaba por encima del techo de las tupidas ramas verdes, perdiéndose de vista en una maraña de hojas negro azabache. Su tronco era muy grueso y nudoso, de casi diez yardas de diámetro, y su corteza estaba retorcida, como cuando un niño modela arcilla húmeda aplastándola en sus inexpertas manos. Sus gigantescas raíces se clavaban en el suelo como si fuesen las asquerosas venas de algún tipo de criatura horrenda, succionando los nutrientes de la tierra como una estirge succiona la sangre de su víctima. Sin embargo, lo que más les llamaba la atención eran los patrones que se dibujaban sobre la corteza del árbol. Estaba casi plagada de lo que parecían ser efigies humanas. Los asquerosos relieves de cadáveres descompuestos resaltaban en ésta como si fuese la sabana mortuoria de momias mal embalsamadas.

Disimulando el asco y el pavor que esto les provocaba, los Grifos comenzaron a preparar su improvisada tienda de campaña. Hicieron una fogata alrededor de una de las deformadas raíces, mientras Gustov cantaba una canción de la vieja gloria del Imperio, en un empeño por elevar el ánimo de la Compañía.  

—¿En serio vamos a dormir esta noche aquí? —preguntó Fara asqueada mientras preparaba su entoldado—. Ya entiendo porque mis padres siempre insistieron en que nunca viajara al sur…

Alegast por su parte se acercó casualmente a donde estaban Randall, Lia y Uruz, quienes estudiaban un mapa de la región junto a la fogata.

—Según los relatos de hace treinta años, en algún punto de este lado del Bosque Viejo ha de haber un altar dedicado a los viejos dioses. Los registros mencionan un puente cercano a ese altar, que aún estaba en pie en esa época —expuso Lia señalando con el dedo las ubicaciones en el mapa.

—Esperemos que ese puente siga en pie todavía —deseó Randall acariciándose la barbilla—. La alternativa sería cruzar el lago, y no tenemos ni tiempo ni materiales para improvisar un bote.

—Siempre podemos dar la vuelta y entrar por la puerta trasera de la ciudad —intervino Alegast con tranquilidad.

—Me temo, mi buen elfo, que esta es una conversación privada —dijo Randall mirando al elfo de soslayo—. Y además esa idea no es viable. Dar la vuelta nos hará entrar al Bosque de la Carne, y es lo que hemos querido evitar desde el principio.

—Es solo una idea. Y también la ruta que nos haría perder menos tiempo  —Alegast sonrió indiferente y se fue.

Oleg, quién se encontraba sentado en una raíz cercana limpiando su cañón de mano, vio al elfo caminar en dirección de Fara. Pensó entonces en lo extraña que era la joven maga, con sus ojos de color púrpura como si fuese una híbrida, aunque es bien sabido que los híbridos no pueden ser magos. Sin querer, se fijo en un extraño ruido que provenía del árbol y giró su cabeza para averiguar qué era lo que causaba. Aquello que vio era un aberrante espectáculo que solo había visto en sus peores pesadillas. ¡Las momias se levantaban, atravesando la corteza del árbol, dejando escapar el acre olor de la muerte! El duergar gritó despavorido para llamar la atención de los demás mientras trababa de cargar su arma, aunque desparramó las balas en el proceso.

Al escuchar el alboroto, Alegast invocó su espada mágica y se abalanzó sobre los cadáveres que rodeaban al pobre ingeniero. Haciéndola fuertemente con ambas manos, se abalanzó contra dos de las momias, partiendo una a la mitad de un solo tajo y tumbando a la segunda con un golpe a las canillas, para proceder rápidamente a decapitarla. Una tercera momia, que apenas tenía carne pegada a los huesos, se abalanzo sobre él, pero antes de que siquiera pudiera reaccionar contó con la ayuda de Oleg, quién logró cargar su arma a tiempo para destruir al no-muerto con solo un disparo.

En el otro lado del campamento, Fara contemplaba con horror como la ribera se había convertido en el escenario de una grotesca batalla por la supervivencia. Las momias salieron de la corteza y las raíces del árbol, del suelo y las plantas que rodeaban a la Compañía.

—¿¡Qué está pasando aquí!? ¿Por qué hay los muertos se están levantando? —gritó Fara temblando de pavor, mientras buscaba desesperadamente un lugar donde ocultarse.

—¡Cálmate! ¡Mantén el control de tus emociones! —la amonestó el gato mientras grababa con sus garras círculos mágicos en la tierra.

Imbuida por la magia que había conjurado Teofrastus, Fara se calmó de inmediato y su cuerpo dejo de temblar. Entonces reconoció aquel conjuro, un hechizo que permitía que una persona no perdiera el valor sin importar en la situación a la que se enfrentase. Aquel era el truco por el cual las fuerzas militares del Imperio eran tan temidas por otros países, o eso le había dicho Olibus.

—Entonces la leyenda era cierta —prosigió el gato lamiéndose los pies—. Los antiguos manuscritos dicen que esos pobres infelices son los habitantes de Zarc que lograron huir al diluvio que destruyó su ciudad. Sus almas fueron maldecidas por el gran Zoliat y no pueden entrar en el mundo de los muertos. Según esa leyenda, también se les condeno a que nunca pudiesen regresar a su ciudad, por lo que si nos hacemos cerca del lago estaremos a salvo. Muy bien, necesito que saques el foco que te regalé y el grimorio de magia que guardas en tu bolsa. Es hora de tu primera lección de magia avanzada.

Fara le devolvió una mirada de confusión al gato, pero se apresuró a hacer lo que le había pedido. Entre tanto los Grifos Blancos habían lanzando un exitoso contraataque contra las momias que salieron del árbol, reduciendo su número considerablemente.

—¡Sí! ¡Tomen eso inmundos cadáveres! —celebró “Perro Sucio” mientras aplastaba la cabeza de una con su escudo.

—Muy fácil, esto fue demasiado fácil —balbuceó Bran sosteniendo su alabarda con las manos temblorosas.

En ese momento ambos mercenarios escucharon un aterrador grito de angustia, y vieron como otro grupo de zombis, mucho más numeroso que el anterior, salía del bosque frente a ellos y embestía contra algunos de sus compañeros, los cuales no pudieron oponer resistencia debido a la cantidad de muertos que se les abalanzaron como animales hambrientos.

—¡Repliéguense! —gritó Randall, mientras hacía frente a un grupo de zombis por su cuenta.

Usando su escudo para empujarlos y hacerlos retroceder, el capitán de los Grifos procedió a decapitar a todos los muertos que entraran en el rango de su espada, emprendiendo lentamente  la retirada, seguido de cerca por Lia, quien actuaba de guardaespaldas para el viejo Gustov. Uruz por su parte tomó la lanza que perteneció a uno de sus compañeros, y se abalanzó contra la horda de zombis con la furia de una fiera salvaje. Con su tremenda fuerza física, cada golpe de su lanza tenía un efecto devastador sobre sus enemigos, llegando incluso a pulverizar a varios con solo golpearlos. Con los zombis reducidos en número, al menos temporalmente, los demás Grifos aprovecharon la oportunidad para escapar.

Los mercenarios sobrevivientes se agruparon donde estaban Fara y Teofrastus, mientras veían con desesperación como la horda de no-muertos seguía creciendo pese a los esfuerzos del híbrido. Además, vieron con terror como aquellos no-muertos que no habían sido completamente destruidos empezaron a moverse de nuevo, rodeando lentamente al híbrido, cuya lanza se había hecho añicos debido al descuido con la que la usó.

En ese momento se oyó un atronador disparo y dos de los zombis perdieron la cabeza, destruidos por uno de los perdigones del cañón de Oleg. Alegast apareció de un salto y ágilmente rebanó por la mitad a los zombis que estaban detrás de Uruz. Aquellos muertos que eran destruidos por la espada del elfo no podían volver a levantarse.

—Esta belleza puede disparar seis veces antes de tener que recargar, ¡aprovecha el tiempo para huir! —exclamó arrogante el duergar mientras disparaba nuevamente.

Al ver que Alegast estaba bien, Fara sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Ahora podía enfocar toda su atención al campo de batalla.

—Respira profundo, concéntrate y haz lo que te he enseñado —le aconsejó el gato—.  Sé que puedes hacerlo.

Pasó el foco mágico, una joya ovalada de color rojo, por encima del grimorio negro y este se abrió mágicamente en la página donde estaba en hechizo que quería usar. Ambos, maga y familiar, entonaron al unísono aquel ensalmo en el idioma arcano que solo los iniciados en el Arte podían comprender y del foco comenzó a nacer una pequeña bola de fuego rojo, que fue creciendo rápidamente hasta tomar el tamaño de un puño. Aun cuando Fara era apenas una aprendiza, y un hechizo de tal calibre requería de una pericia que solo los magos más experimentados poseían, la asistencia de Teofrastus le ayudó a controlar el flujo de energía arcana y los intrincados cálculos que debía formular para controlar por completo los efectos finales del conjuro.

—¡Glomeretur Orbem Ignis! —exclamó Fara, regulando el ritmo de su respiración al pronunciar cada palabra antes de lanzar la bola de fuego.

La esfera de fuego carmesí atravesó el aire vertiginosamente y se estrelló en la cara de un horrible cadáver sin la mitad del cráneo, creando una enorme explosión al impactar. Las llamas mágicas envolvieron tanto a los no-muertos como a los mercenarios por igual, pero mientras que los cadáveres fueron reducidos a cenizas en cuestión de segundos, el fuego no parecía afectar a ninguno de los humanos. Cuando el conjuro se disipó y las flamas se fueron apagando mágicamente, los aventureros se quedaron pasmados. Pese a que la bola de fuego de Fara había destruido a la mayoría de los zombis, un centenar de estos salían de las entrañas del bosque para reemplazarlos.

—¡No hay otra salida, corran hacía el lago! —gritó Alegast mientras corría lo más rápido que se lo permitían las piernas en dirección de los Grifos Blancos.

—¡Ya oyeron al elfo! ¡Al agua! —secundó Randall, mientras se quitaba rápidamente las partes de la armadura que pensó más les estorbarían al nadar, y se dirigió precipitadamente al lago.

Los demás Grifos siguieron su ejemplo, y pronto todos estaban despojándose de sus armaduras y corriendo en tropel hacia la laguna. Fara guardo el foco y el grimorio en su bolso de cuero, el cual fue protegido contra el agua por unos sigilos mágicos que le grabó Teofrastus, y pronto ambos se unieron a los mercenarios en su huida.

La primera en saltar fue Lia, seguida casi de inmediato por Gustov. Randall se detuvo a esperar al resto de sus hombres, poniendo su escudo en posición defensiva. Fara metió a Teofrastus en su bolso, lo cerró lo mejor que pudo y luego lo amarró fuertemente a su pecho, y después se zambulló tapándose la nariz con los dedos. El último de los Grifos en saltar al agua fue Oleg, y lo hizo maldiciendo el hecho de que su pólvora iba a quedar completamente arruinada. Seguidamente, Alegast se tiró en clavado, sonriendo desafiante al capitán mercenario. Sin dudarlo un segundo más, el guerrero hizo una silenciosa plegaria a Zoliat y saltó a la trepidante corriente.


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - kaoseto - 26/05/2015

Buenas, anzu, pues aquí estamos con un nuevo capítulo. La historia sigue su curso y ahora tenemos una idea de por qué el elfo ha salido de su tierra, aunque queda por saber qué son realmente esos artefactos que anda buscando. Y qué decir de la batalla en la ciudad de Zarc contra los zombis: menudo sortilegio suelta Fara Wink

Al principio la manera en que se dan cuenta de que se levantan los zombis me pareció un poco confusa, ya que no se me quedó muy claro desde qué punto de vista se cuenta. Bueno, era una impresión. El estilo sigue siendo ameno y fluido y me pregunto a ver si van a conseguir todos cruzar el río sin percances. Qué ideas, meterse en una ciudad llena de zombis, jeje, ahora aprenderán a desconfiar de los lugares con leyendas sospechosas!

He echado un vistazo también a los demás capítulos buscando lo que cambiaste, me parece que están bien. Lo cierto es que retocar a veces suele ser además de divertido bastante instructivo porque uno se fija en qué fragmentos no aportan nada, qué ideas pueden ser mejor presentadas, etc. y, al de cierto tiempo, cuando uno vuelve a releerse, suele ser más crítico y decirse «bah, pero esto ¿qué pinta aquí?», jeje.

Buenas correcciones! Saludos y nos leemos,


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - fardis2 - 27/05/2015

Buenas compañero Anzu, tiempo sin pasarme por este hilo la verdad. En fin al lío. Ha sido un capitulo muy bien narrado y bastante ameno de leer, con lo que ayuda mucho a ello la fluidez del texto. Faras, aunque aún no la conoceos demasiado, ya ha revelado tener un carácter bastante extrovertido y en cierto aspecto, imprudente. Mira que pirarse con el tipo, elfo... (Alegast) que les esta desvalijando la casa. Este por otro lado, me ha caído estupendamente. Es el típico personaje que crea mucha afinidad con el lector, misterioso, valiente, despreocupado, alegre y a la vez sarcástico, vamos que me ha parecido que lo has caracterizado muy bien. Así que felicidades por el capitulo y una buena puesta en escena para dar comienzo a la aventura. Un saludo y nos leemos.


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Anzu - 07/06/2015

Continuando con la historia del elfo y la maga, llegamos al penúltimo capitulo del creador de Muñecas. Este capitulo conllevó el reto de describir el Bosque de la Carne, que aún siento que no supe describir bien, pero no podía seguir con el capitulo en stand by por solo eso.

Espero que les guste, y como siempre, los comentarios y criticas se agradecen.




V
El Sueño del Sol Negro



La niebla de enfermizo color rojo cubría las frías aguas como una cortina de humo mientras los mercenarios nadaban desesperadamente, huyendo de la tumultuosa estampida de no-muertos que ahora se podía oír chapoteando detrás de ellos. Fara se movía sin saber a dónde estaba yendo, guiada tan solo por estos chapoteos y los ocasionales juramentos que alcanzaba a escuchar, incapaz de ver nada más allá de su nariz. Teofrastus luchaba dentro del bolso y en ese momento la maga pensó que quizá el hechizo del gato solo lo protegía de los efectos dañinos del agua más no evitaba que el agua entrara en este, y trató en vano de buscar la orilla con la mirada.

—¡No te alejes! —escuchó al mismo tiempo que una mano se aferraba a su hombro,  y no pudo evitar gritar aterrorizada, tragando agua y pataleando inútilmente—¡Soy yo, no te asustes! —agregó la voz en tono conciliador.

Se trataba de Alegast, cuyos sobrenaturales ojos azules ahora fulguraban como dos lenguas de fuego mágico entre la niebla. El elfo convocó unas volutas lumínicas, cuatro pequeños globos de luz pálida y nacarada, que salieron de la punta de sus dedos y se movieron entre la niebla buscando a los demás. Como por instinto, Fara dirigió su mirada a la orilla, donde aún podía verse a la turba de zombis caminar lentamente al lago y hundirse lentamente no más al tocar el agua.

—¡Sigan las luces! —ordenó Randall, perdido en algún punto donde la maga no podía verlo.

Fara intentó moverse, pero Alegast la detuvo asiéndola del brazo gentil pero firmemente. La chica se sonrojo y bajó el rostro, con la cabeza llena de emociones confusas que le impedían pensar correctamente.

—Esta niebla… no es natural  —musitó preocupado Alegast—. Hay magia aquí. Magia más antigua que mi Pueblo.

La niebla había aparecido justo cuando ellos tocaron el agua, como una bocanada de  humo que salió de la maldita Zarc para repeler a los intrusos, pero que parecía no tener efecto en los seres vivos.

Alegast guió a la maga el resto del trayecto y pronto llegaron a la orilla opuesta del lago, donde los esperaban algunos de los mercenarios. Aunque todos estaban cansados sabían que si se quedaban quietos la hipotermia se apoderaría de sus cuerpos, así que algunos buscaban leña para montar una fogata mientras los demás miraban con recelo el lago, esperando a sus compañeros que aún seguían nadando entre la niebla y rezándole a Zoliat para que la horda de no-muertos no los siguiera.

Lo primero que hizo Fara luego tumbarse agotada fue abrir el bolso, que para su sorpresa estaba totalmente seco, con todos sus pertrechos intactos. Teofrastus salió perezosamente, estirándose y ronroneando, cuidándose de no pisar la ropa mojada de la chica.

—¿Por qué te movías tanto si no te estabas ahogando? —preguntó Fara enojada mientras revolcaba el bolso en busca de sus vestidos secos.

—Que mi hermoso pelaje no esté mojado no significa que no me estuviera ahogando, Lady Fara. El hechizo me protegía contra la humedad, no contra la falta de aire —refutó el gato mirándola de soslayo.

—Este bosque huele horrible… —comentó Fara, tratando de ignorar al gato.

El olor que sentía era el acre aroma de la podredumbre, y sospechó que tal vez estuvieran cerca del cadáver de algún animal, cosa que provocó que un espasmo de asco recorriera todo su cuerpo. La joven dirigió su mirada a los árboles, que eran iluminados por un misterioso resplandor verde que salía de sus raíces, pero que no era lo suficientemente fuerte para alumbrar los extraños bultos que colgaban de las ramas más altas.

Alegast hizo un movimiento con sus manos y las volutas de luz empezaron a moverse en la niebla, regresando a su dueño. Eran seguidas por los demás mercenarios, quienes agradecieron por fin estar en tierra seca. El último de ellos fue Randall, quién se quedó a propósito en el agua hasta que el ultimo de sus hombres saliera. De los dieciocho mercenarios con los que había partido de Valeholm, contando al montañista, el elfo y la maga, Randall solo vio a nueve frente a él. Maldijo en voz baja y volvió su mirada al lago, pero allí solo quedaban zombis.

—¿Dónde están los demás? —preguntó a Lia, quién estaba ahí desde antes de que Alegast y Fara saliesen del lago.

—Envié a tres por leña, mi lord. Creo que los que no están aquí, no lograron escapar de la horda —respondió la joven de cabellos leonados, tapándose la nariz.

Randall no pudo evitar fijarse en que todos sus hombres hacían lo mismo, haciendo caras de asco y maldiciendo el horrible olor que dominaba el ambiente, que al cabo de un rato él percibió también.

—Son cadáveres —aseguró Uruz, al ver la mirada de su señor posarse en él—. Hay muchos… es como si hubiera una fosa común cerca.

—¡No! ¡Joder, no! —chilló el viejo Gustov, hecho un manojo de nervios—. ¡Les dije que no me trajeran al maldito Bosque de la Carne!

Hubo murmullos entre los mercenarios, quienes se mostraban nerviosos ante la posibilidad de haber llegado accidentalmente al temido bosque. Alegast ordenó a las volutas de luz moverse en dirección del bosque, y entonces los Grifos palidecieron al contemplar con lujo de detalles los horrores del Bosque de la Carne.

Los árboles se entrelazaban entre sí por repulsivas y fibrosas telarañas, hechas de trozos de músculo, carne y tripas, en lugar de hojas y maleza. Atrapados entre la carne y la sangre coagulada se encontraban los bultos que había visto Fara, cadáveres desollados y descuartizados de seres humanoides, fueran humanos, trasgos o zooantropos, empalados en las retorcidas ramas de los árboles o enredados en las redes de piel y tendones, con los intestinos colgando por fuera de sus cuerpos, y deformados de manera tan blasfema que no se podían reconocer los rasgos que tuvieron en vida.

—Se los dije. De haber ido por el Bosque de la Carne desde un principio, hubiésemos llegado sin contratiempos —comentó burlonamente el elfo.

Fara perdió el conocimiento no más al ver el primer cadáver, y para su suerte Alegast estaba lo bastante cerca para agarrarla antes de que la maga tocara el suelo. Algunos de los mercenarios, impactados ante la truculenta visión y sumando el pútrido olor que emitía aquel bosque y el horror que ya habían vivido con los zombis esa noche, tuvieron que darse vuelta y vomitar.

—Esto es obra de Elsevir, sin duda —dijo Teofrastus, estudiando curiosamente el mórbido escenario—. Era un excelente nigromante, y puedo reconocer su Arte en estas formas.

—Excelente nigromante y con demasiado tiempo libre, dirás —se mofó Alegast mientras dejaba a Fara en suelo delicadamente.

Uruz hizo una mirada que los demás Grifos reconocieron.

—Hay algo en el ambiente… algo que me causa malestar —expresó el híbrido en tono quedo, con la mirada de una fiera arrinconada—. Es como si algo nos estuviera observando oculto entre las sombras.

Randall ordenó de inmediato a sus hombres que asumieran posiciones de combate. Confiaba en los instintos de Uruz, que le habían salvado la vida en incontables ocasiones. Aunque los mercenarios habían dejado la mayor parte de sus armas y armaduras al otro lado del lago, todos estaban armados con espadas cortas o dagas, y pronto estuvieron preparados para enfrentar lo que fuese que los estuviese acechando.

Las ramas se estremecieron en dirección a donde los tres mercenarios se habían ido a por leña, y los Grifos contuvieron en aliento, listos para arremeter contra lo que saliera de ahí sin importar lo que fuera.

—¡Esperen! —los detuvo Alegast de repente— ¡No es un enemigo!

Al cabo de un rato una pequeña criatura, un hada, salió de un matorral.  No era más grande que la cabeza de un humano adulto, tenía el cabello azul y enormes orbes verdes por ojos decorando su delicado rostro. Vestía harapos raídos y su cuerpo estaba lleno de heridas.

Detrás del hada otras criaturas se movieron entre los árboles, demasiado rápidas para poder ser captadas por el ojo humano, aunque Alegast las podía ver claramente. Se trataba de seres de forma humanoide que llevaban estrafalarias armaduras de hueso y madera negra, como la del golem al que se habían enfrentado pocos días antes. En lugar de cráneos lupinos, estos llevaban cráneos humanoides por yelmos, pero sus ojos eran iguales a los del golem y detrás de los afilados colmillos del cráneo tenían una segunda hilera de dientes humanos. Sus brazos terminaban en afiladas garras que excretaban un líquido amarillento que derretía todo lo que tocaba, aunque algunos de estos seres habían trocado sus garras por exageradas espadas, tan largas como sus brazos. Además de esas criaturas humanoides, Alegast pudo ver a varios golems, al menos una docena, acercándose desde el interior del bosque.

Uno de estos seres humanoides se dejó ver, saliendo del mismo matorral por donde había llegado el hada, que con cara de angustia trató de huir lo más que pudo del inmundo humanoide. Este no prestó atención a la aterrada criatura, sino que dirigió una risita burlona a los sorprendidos mercenarios y luego les lanzó las cabezas de los tres que habían ido a por leña.

—¡Bran, “Perro Sucio”! ¡No! —se lamentó Oleg al ver rodar en el suelo las cabezas de sus compañeros.

El humanoide entonces dirigió su mirada a Randall y le hizo una refinada reverencia.

—No estoy acostumbrado a las visitas en mi bosque, ¡y menos si se trata de alguien tan importante como el mismísimo Randall Drakengast, hijo del Emperador Philene, tercero en su nombre! Así que ruego puedan dispensarme el hecho de tan mal recibimiento —dijo con voz chillona y sibilante.

Alegast y el gato se miraron de reojo, y luego voltearon a mirar a Randall. No eran los únicos que estaban sorprendidos por las palabras del humanoide. Salvo por Lia, los demás mercenarios miraban a su capitán con caras de incredulidad.

—Hace años que renuncié a ese título y a ese apellido. Ahora, ¡identifícate! —ordenó el mercenario, señalando al humanoide con su espada.

—Oh, así que no vienes por orden del Emperador… creí que venía a preguntar por el ejército de muñecas que me encargó. ¿O puede que en lugar de eso me haya enviado a un matón vulgar? ¿Acaso el estúpido Emperador pretende deshacerse de mi, uno de sus magos más leales? —preguntó el humanoide, exagerando en sus gestos al hablar.

—¿Acaso eres…? —preguntó Randall sorprendido.

—Elsevir, el Creador de Muñecas, en efecto —quien contestó fue Teofrastus—. Me tomó su tiempo reconocer tu voz, viejo amigo.

—Oh, el viejo Teofrastus, el Muy Magnificente. ¿Así que no estabas muerto, como decían los rumores? ¿Y este elfo quién es? Lo recuerdo, él destruyó una de mis muñecas.

Alegast apretó los dientes mientras adoptaba una pose defensiva. Mientras hablaban, el elfo se había percatado de que los golems y las “muñecas” humanoides se acercaban más y más, y ahora los tenían rodeados.

—¡No! ¡No dejaré que me maten estas cosas! —gritó Gustov desesperado, mientras huía en dirección del lago.

Pero el anciano no alcanzó a llegar a la orilla cuando una de esas “muñecas” se apareció frente a él y con la velocidad del rayo cercenó su cabeza de un solo garrotazo. Uruz, quién estaba más cerca del anciano, se abalanzó contra esta y la derribó con un gancho, para luego proceder a aplastarle la cabeza de un puño. El líquido amarillento que servía de sangre a la criatura quemó inmediatamente la carne del híbrido, quién aulló de dolor mientras corría a lavar su mano en el lago.

Las demás “muñecas” salieron de la espesura y se abalanzaron contra los Grifos, quienes poca oportunidad tenían contra seres de aquel calibre, y pronto los árboles del Bosque de la Carne se vieron decorados con nuevos cadáveres.

Alegast y Teofrastus se hicieron junto a Fara, y el hada llegó hasta ellos, aferrándose a los pies del elfo y mirándolo lastimeramente. El gato por su parte, miraba fijamente a la “muñeca” de la cual se había posesionado Elsevir.

—Supongo que no perdonaras la vida de un viejo amigo, ¿verdad? —bromeó el gato al ver a la “muñeca” acercarse lentamente.

—¡Un elfo! ¡Un híbrido! Podré hacer muñecas esplendidas con sus cadáveres. Si me los entregas, puedo pensarme el dejarte salir de mi bosque con vida —contestó Elsevir con tono socarrón.

—¡Ni siquiera lo pienses! —protestó Alegast mientras sacaba de bolsillo la piedra negra que usaba como foco.

Con presteza dibujó el círculo mágico para invocar su espada, pero al poner la piedra en el centro algo imprevisto sucedió. La tela misma de la realidad se resquebrajó como si fuese una frágil capa de hielo, y un ominoso resplandor verde emanó de las grietas que se extendían como una telaraña del círculo que había dibujado el elfo, justo antes de que estas explotasen y una enorme onda de energía mágica envolviera la mitad del Bosque de la Carne, creando una enorme explosión que tomó la forma de un hongo gigantesco que llegaba hasta las nubes.


Fara abrió los ojos cuando la luz del sol cayó directamente en su rostro, y tuvo la sensación de que algo no estaba bien, como si la magia en el ambiente fuese distinta a la que había sentido la noche anterior. Era austera, seca, hasta podría decir que hostil. Se sobresaltó al sentir que había perdido su bolso y se incorporó de golpe, buscándolo desesperadamente con la mirada. Por suerte el bolso no estaba lejos, y sobre este el ufano Teofrastus fingía estar durmiendo.

—Espero que haya tenido una placentera siesta, lady Fara —saludó el felino en cuanto se percató de que la maga había posado su mirada en él.

—Si estabas despierto pudiste haberme levantado —reclamó ella mientras trataba de ponerse de pie.

Su cabeza comenzó a dar vueltas en cuanto lo logró, cosa que le había dejado temblorosa y debilitada, forzándola a tambalearse en dirección del árbol más cercano en el que pudiera recostarse. Trató de recordar que había pasado en la noche, pero no podía recordar más que el horrible cadáver que vio cuando Alegast iluminó el Bosque de la Carne. Sobresaltada, se alejó del árbol con asco, pero al observar el lugar en donde estaba, se percató de que aquel bosque estaba compuesto por árboles normales.

—¿Qué me pasó? ¿Dónde están los demás? —preguntó la maga con angustia.

—Se desmalló de la impresión que le causó ver el bosque, mi lady, cosa que comprendo perfectamente —respondió el gato impávido, aunque su cola se movía con nerviosismo—. Respecto a los demás, eso lo puede ver por usted misma.

Fara levantó la mirada y vio a Alegast a unos cuantos pasos de donde estaba, inconsciente. Junto al elfo se encontraba el hada, quién acaba de levantarse. Randall, Lia y Oleg se hallaban un poco más lejos, cerca de Teofrastus. Uruz se acercaba lentamente desde la orilla del lago. De los demás Grifos no había ni rastro.

—¿Dónde estamos? —preguntó el joven mientras trataba de ayudar a su señor.

—Me temo que es mejor que levante la mirada y lo vea por sí mismo, joven híbrido —contestó el gato. Esta vez no pudo ocultar el miedo que sentía.

Fara contuvo la respiración aterrada cuando, al levantar la mirada para ver qué era aquello de lo que hablaba su familiar, se topó con una espantosa esfera negra rodeada de una corona de llamas verdosas, cuyo colosal tamaño engullía la mitad de la bóveda celeste. Era casi tan grande como las mismas montañas de la Cordillera del Dragón, y parecía que estaba tan cerca de aquellas que daba la impresión de que sus cimas la estaban rozando. Se trataba del asqueroso sol negro que tanto la atormentaba en sus sueños.

—Este es el Sueño… —escuchó la voz de Alegast, quién había recuperado la conciencia—. No creí que volvería de esta forma.

—¿El “Sueño”? —preguntó Fara nerviosa.

—El lugar a donde las razas antiguas se exiliaron cuando desaparecieron del mundo de los humanos —dijo entonces una voz femenina que no pudieron reconocer.

Se trataba del hada, aunque ahora tenía el tamaño de un adulto normal y su cuerpo parecía haber sanado completamente. Su cuerpo brillaba con un glamour resplandeciente, y de no ser por sus ojos mágicos, tanto Fara como Uruz hubieran caído hipnotizados ante este poder, una magia innata de los seres feéricos.

—¿Quién eres tu…? —preguntó nuevamente la maga.

—Pueden llamarme Titania, si es necesario —dijo el hada con una sonrisa misteriosa.

En aquel momento un grupo de seres del tamaño de un caballo pequeño salió de entre los árboles caminando encorvados, con movimientos espasmódicos y enfermizos, propios de los no-muertos. Llevaban túnicas oscuras de las que sobresalían sus largas extremidades, de piel gris, y algunos tenían la cabeza descubierta, lo que permitía ver sus asquerosos rostros, similares a los de un humano pero sin nariz ni labios, con ojos negros tan pequeños como canicas. Entre ellos iba uno que llevaba el medallón de los sumos sacerdotes de Morog, el dios antiguo de la decadencia y la no-muerte. Al verlo pasar los otros se hincaban ante él, entonando oraciones en un idioma tan antiguo que incluso Alegast no podía traducirlo.

—Gules… —murmuró el elfo con asco.

—¿Gules? —esta vez, quién pregunto fue Uruz.

—Una de las razas antiguas. Son no-muertos aunque diferentes del resto de su especie, capaces de razonar como los vivos —contestó Teofrastus, mirando curiosamente a los seres que salían del bosque—. Los mitos de antaño dicen que desaparecieron del mundo cuando ustedes, los humanos, invadieron sus tierras.

El asqueroso gul se acercó lentamente e hizo señas a los demás para que fueran a donde estaban los humanos y el duergar, quienes aún no se despertaban. Y no lo harían hasta que salieran del Sueño, pues solo los seres mágicos eran consientes allí.

—El tiempo para que nos veamos de nuevo ha llegado, völva —saludó el extraño ser, dirigiéndose a Fara—. Mi nombre es G’nt Bhlz, sumo sacerdote del Decadente. He venido en nombre del gran Orguss con una propuesta que puede interesarles.

Entonces Fara palideció al recordar al fin su rostro, pues era aquel el sacerdote que había visto cuando soñó con el templo antiguo y los repulsivos seres que adoraban las estatuas de los aberrantes dioses del caos, en un mundo iluminado por el horrible sol negro que ahora reinaba en el cielo sobre sus cabezas.


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Anzu - 20/06/2015

Penúltimo capitulo, up  Mf_w00t1

Espero que les guste, y como siempre, los comentarios y criticas se agradecen.




VI
Revelaciones



Caminaron entre los perennes árboles internándose cada vez más en el Sueño, envueltos en la suave niebla de color verde que dominaba el ambiente, el mismo y asqueroso color verde del que parecía estar hecha la corona del sol negro. Aquel bosque era más viejo que el Imperio, habiendo nacido en una época donde los demonios dominaban el mundo, e incluso los seres de las razas antiguas temían ir allí. Por esa razón Alegast se veía preocupado, inquieto, y Fara podía sentir esa inquietud manando del elfo. Era la primera vez que lo veía actuar así.

El viaje había sido incómodamente silencioso, aunque la maga parecía entender las razones por las que nadie quería hablar. La visión del Bosque de la Carne aún atormentaba sus pensamientos, y parecía ser que aquel lugar llamado el Sueño tenía un significado especial para Alegast. Aunque trató de buscarle conversación un par de veces, desistió al ver que el elfo estaba enfrascado en sus propios pensamientos. Por su parte Teofrastus parecía estudiar con tal curiosidad el ambiente que la chica creyó conveniente no interrumpirlo. Intentó hablar con el mercenario, Uruz, pero su aspecto era tan intimidante que al final prefirió no decir nada. El hada que habían rescatado y que se identificó como Titania había decidido viajar con ellos, quizá por curiosidad, pero al igual que Alegast parecía distante, pensando en cosas que quizá Fara, con una mente humana, no podía comprender.

Los únicos con quienes hubiera podido hablar eran los supervivientes de los Grifos Blancos, pero estos se encontraban inconscientes, atrapados en el limbo del Sueño por su naturaleza de seres no mágicos, y ahora eran llevados a cuestas por los silenciosos gules. Por un momento contemplo la idea de hablar con uno de estos, pero eran criaturas tan repulsivas que desistió casi de inmediato.

Ascendieron por la empinada hondonada en dirección a la ciudad maldita de Zarc, que también existía dentro del Sueño, aunque en este se veía majestuosa, como si hubiera sido excluida del paso del tiempo, atrapada para siempre en los días de su antigua gloria. Sus muros no mostraban cicatriz alguna, sus estandartes de brillante tela azul se encontraban pulcros e íntegros. Sin embargo reinaba en ella el aire sepulcral que tenía en el mundo de los humanos, y por un momento Fara creyó ver a sus habitantes, seres tan horrendos como los gules que ahora la acompañaban. Un espasmo recorrió su cuerpo y la maga decidió no volver a dirigir la vista a la ciudad por el resto del viaje.

Salieron de la arboleda en el momento en que la niebla empezó a disiparse y la verdosa luminosidad del sol negro se hacía más tenue, algo que Fara creyó que era un indicador de que el día se volvía noche, aunque tales cosas eran muy difíciles de distinguir en un mundo tan ajeno a la lógica humana como lo era el Sueño. Se encontraron en la ladera de las montañas, cerca del santuario que Lia había mencionado cuando estuvieron en el campamento. Tan solo un pequeño altar incrustado en la tierra misma. Decían las leyendas que en los tiempos de Zarc, los habitantes de la ciudad lo colmaban de sacrificios a los Dioses Antiguos, pero esos Dioses ya estaban muertos y la civilización que construyó ese monumento había desaparecido desde épocas remotas, cuando las constelaciones que brillaban en el cielo aun no existían. El santuario ahora yacía abandonado, como una cicatriz en el tiempo, un recuerdo de las olvidadas culturas ancestrales de la era primigenia.

—¡Oh, gran Orguss, aquí estamos vuestros humildes siervos, postrados ante tu voluntad! —habló entonces el sacerdote de los gules, aquel que se había presentado con el inusual nombre de G'nt Bhlz.

Los demás gules entonaron un canto que a Fara se le antojó siniestro.

—Si no estás preparada para lo que viene, será mejor que cierres los ojos —sugirió Teofrastus de forma repentina, a la vez que se encaramaba en su hombro, arañando la piel de la chica con sus uñas felinas.

Fara dirigió su mirada a los demás y vio como todos habían cambiado sus expresiones. Uruz estaba a la defensiva, y se puso cerca de sus amigos como si intentara protegerlos. Alegast y el hada estaban tensos, y por primera vez la maga pudo ver el miedo en los ojos del elfo.

No había ni terminado de pensar en ello cuando el cielo por encima de la cordillera quedó oculto por dos inmensas alas semejantes a las de un murciélago, y entre ellas un bulto escamoso tan grande como un castillo. Unas zarpas con garras enormes colgaban bajo el vientre, del que se alzaba un largo, largo cuello terminado en una cabeza reptiliana que albergaba dos ojos crueles y unas inmensas fauces repletas de dientes aserrados, tan grandes como la propia Fara, la cual se había quedado helada de miedo, temblando de forma incontrolada mientras lo miraba, y sentía que aquellos ojos la perforaban hasta su mismísima alma. De pronto comprendió muchas cosas.

Este astuto y retorcido gigante entre los dragones ya era viejo cuando los hombres habían llegado por primera vez al Valle de Telos y habían luchado contra las hordas de salvajes zooantropos que originalmente habitaron las planicies de la Cordillera del Dragón. Aquel era el dragón por el que las montañas habían sido nombradas. Orguss el Arrogante, habían llamado sus congéneres dragones a aquella criatura por su orgullosa personalidad y su facilidad para sentirse ofendido y entablar disputas.

En su maldad y vileza había perseguido a dragones débiles y viejos y los había matado, con frecuencia mediante tretas traicioneras, para apoderarse de su dominio y tesoros. Riqueza tras riqueza habían caído en las garras del dragón, y éste las había acumulado en profundos y secretos lugares bajo las montañas que sólo él conocía.

Los años pasaron, y Orguss se hizo más fuerte y terrible, una leyenda viviente entre los dragones. A medida que iba envejeciendo, sin embargo, fue alimentando el temor a que un día su fuerza lo abandonaría y otro dragón más joven y avaricioso acabaría con él como él había hecho con sus congéneres, y todo por lo que había luchado habría sido en vano. Durante años, esta preocupación carcomió el viejo corazón de la criatura y, cuando llegaron los gules con ofertas de fuerza y riqueza eternas a cambio de protección, el dragón decidió escuchar. Mediante las artes antiguas de los Dioses del Caos, Orguss fue trasladado al mundo del Sueño, libre al fin del tiempo y de la muerte.

Los siglos pasaron y el mundo cambió, y dejó de ser el mundo que él había conocido. Orguss salía del Sueño con menos frecuencia, pues poco quedaba que pudiera igualar sus recuerdos, y pocos vivían de cuantos había conocido, y los gules le traían tesoros para añadir a su polvorienta fortuna. El dragón se fue volviendo cada vez más melancólico y solitario a medida que los reinos humanos caían y los mares cambiaban y sólo él sobrevivía. Vivir eternamente era una maldición. Una solitaria maldición.

Incapaz de quitar su mirada de los crueles y melancólicos ojos de la criatura, la maga aún no podía entender como había sido capaz de haber visto en lo más profundo del corazón del dragón.

—Aquí están, oh gran Orguss, los extraños que has llamado al Sueño —dijo G'nt Bhlz postrándose ante el dragón, cosa que los demás gules hicieron después de él.

—Un elfo… llevo sin ver uno desde que entré al Sueño —la voz del dragón de escamas grises retumbó en torno a ellos—. Y esta humana… sí, reconozco el olor de los descendientes de Polaris.

—¿Polaris…? —susurró Fara, recordando aquel nombre aunque no sabía por qué.

Teofrastus, quién permanecía prudentemente callado, miró con interés renovado a la joven en el momento en que escuchó el nombre de Polaris. Por su parte el dragón miró a Uruz por un momento pero no dijo palabra alguna. Fara pudo percibir como la sangre del híbrido hirvió y de alguna forma se dio cuenta de que el dragón sentía lastima por él. Uruz también lo percibió y en su cara se dibujaba su frustración.

—¿Así que fuiste tú quien nos llamó, pues? ¿Significa eso qué rompiste el Éter Azul cuando estaba en medio de una invocación? —preguntó Alegast con tono pendenciero, rompiendo con su silencio al fin.

El Éter Azul. La maga recordó que Olibus le había dicho que así se llamaba la barrera que separaba a los mundos, un plano de existencia intermedio, habitado por demonios y otras criaturas ignotas para ella. Aquella barrera no podía ser destruida ni siquiera por los magos de la Cábala, así que aquel dragón debía ser extremadamente poderoso si lo había logrado hacer por su cuenta.

—Tal es el poder del gran Orguss —respondió el gul llamado G'nt Bhlz solemnemente.

—Lo he hecho por petición de mis siervos, pero ahora que los he visto con mis propios ojos, no puedo negar que lo hubiera hecho aunque no me lo hubieran pedido —dijo el ufano dragón con un gesto que Fara le pareció una sonrisa de triunfo.

—La völva nos ha visitado en sueños desde que era una niña, y en ella hemos visto la salvación de nuestro pueblo —las palabras salían de la boca de G'nt Bhlz como un escupitajo, señalando al mismo tiempo hacía la ciudad apócrifa.

»El nigromante al que ustedes llaman el Creador de Muñecas se ha apoderado de Zarc, y ha utilizado a muchos de nuestros hermanos para sus propios fines, convirtiéndolos en muñecos en contra de su voluntad. Aún si no les interesa el salvar a nuestra especie, está creando un ejército enorme y planea invadir las tierras de su Imperio. Acabar con él es algo que les conviene a ustedes tanto como a nosotros.

—¿Pero acaso podemos acabar con alguien así? Aniquiló por completo a nuestra compañía… —dijo Uruz cabizbajo.

—Nuestra compañía —se rió Orguss con sorna—. No eres más que un cachorro de los humanos, híbrido. Qué vergüenza que la sangre de un dragón corra por tus venas.

Uruz apretó los dientes y la furia chispeaba en sus ojos rojos. Fara intentó reconfortarlo, pero el híbrido le causaba tanto miedo que a duras penas pudo acercase a él.

—La völva se nos ha presentado en sueños, ella está destinada a salvarnos del nigromante. Es la voluntad del Decadente —contestó el gul con vehemencia.

Al escuchar el epíteto de su dios, la antigua deidad de la muerte viviente y la putrefacción, los demás gules se hincaron y levantaron los brazos, implorando a los cielos en su antiguo idioma, ofensivo para los oídos de todos allí.

—¿Tengo qué entrar en aquella ciudad? —Fara estaba tan confundida que el mundo empezó a darle vueltas.

—Es debido a la sangre de Polaris que corre por tus venas, sin duda —explicó Orguss en tono condescendiente—. Solo su progenie puede abrir las puertas de la ciudad apócrifa.

—¿Y quién es ese tal Polaris? —preguntó Uruz, aunque el dragón le ignoró.

—“Esa”, dirás. La ultima bruja de Zarc. No es alguien a quien quiera recordar —respondió Alegast con rencor.

—Tú posees la sangre de Polaris, por eso el elfo te trajo hasta Zarc, ¿qué no lo entiendes? —explicó burlón el draco, entretenido ante la naciente expresión de confusión y angustia que se dibujaba lentamente en el rostro de la maga.

La joven se volvió ante Alegast suplicándole una explicación con la mirada y este solo pudo evitar mirarla directamente a los ojos. Fara sintió como su corazón era invadido por el desencanto y la decepción.

—La völva abrirá las puertas de Zarc para nosotros. Allí descansa el cuerpo mortal del nigromante. Le mataremos y recuperaremos nuestra libertad —enunció G'nt Bhlz a sus congéneres, los cuales vitorearon a coro un himno antiguo y melancólico.

—Cuando abran las puertas de Zarc, yo podré entrar en la ciudad y acabaré con su ejército de muñecas —rugió el dragón.

Y diciendo aquello la criatura batió sus alas causando una gran ventisca y alzó vuelo, llegando a los picos de las montañas en cuestión de un parpadeo.

El silencio reinó una vez más en el Sueño. Mientras el sol negro desaparecía tras las montañas la Compañía decidió descansar cerca del altar abandonado. Los gules les trajeron comida, y por primera vez en esa noche pudieron respirar con tranquilidad.



Fara no podía dormir, sus pensamientos enfocados en lo que había dicho el dragón. Polaris, los gules de sus sueños y lo que había en Zarc; y la razón de Alegast para sacarla de la mansión de Olibus, todo revelado de súbito. Sentada a los pies de uno de los árboles del Sueño, liberó su frustración contra arrancando con fuerza la maleza y lanzándola en dirección a Zarc.

Se sentía defraudada, traicionada, pero más que todo decepcionada de sí misma. Por una vez en su vida pensó que era especial, que había sido elegida el elfo ladrón por sus capacidades y no por tener la sangre especial. Pero al parecer lo que decía Olibus de ella era verdad, no era más que una mediocre, la hija de unos granjeros que nació con la tremenda suerte de ser una maga.

—No deberías sentirte mal por eso, mi Lady —ronroneó el gato lo más conciliador que pudo—. Es cierto que el señor Alegast no le reveló sus motivos, pero ¿es un elfo, no? Ellos se caracterizan por pensar de forma muy diferente a nosotros, los simples humanos. Además, este elfo es un vulgar ladrón. Debería sentirse agradecida que cumplió su promesa y le enseñó su Arte en lugar de haberla engañado hasta conseguir su objetivo y luego dejarla a merced de las cosas que viven en Zarc.

—Pero, creí que confiaba en mí… —sollozó Fara con los ojos poblados de lágrimas.

—Creo que lo hace. En su extraña forma de demostrarlo, pero lo hace —trató de alentarla el gato.

—Creo que puedo defenderme por mi mismo, “mago” —la voz del elfo sonó detrás de Fara.

Alegast salió de entre los árboles y Fara se dio cuenta que había algo diferente en él. Se piel se había tornado blanca, pálida, casi brillante. Sus ojos era llamas de azul oscuro que chisporroteaban poder arcano a su alrededor. Y parecía que ahora era más alto, más imponente que antes, hasta el punto que ella parecía una niña pequeña comparada con él.

—Estoy mostrándote mi verdadera apariencia. Entre mi Pueblo eso es una muestra de confianza.

—¿Lo que dijo el dragón era cierto, no? —preguntó Teofrastus mirando al elfo con indiferencia—. Planeabas llevar a Fara a Zarc desde el principio, ¿no?

—No es como si lo hubiera planeado desde el principio. No supe que era la descendiente de Polaris sino hasta que la vi… —confesó el elfo fríamente—. Fue en ese momento en que se me ocurrió traerla hasta Zarc.

—¿Y cuando planeabas decírmelo? —preguntó Fara enojada, limpiándose las lágrimas.

—No sé… cuando llegáramos, supongo. No pensé en eso.

—Te lo dije. Elfos. Ellos solo actúan sin pensar en las consecuencias —farfulló Teofrastus con un maullido.

Los tres se quedaron en silencio por un instante. Fara se fijó entonces de los insectos y se encontró preguntándose qué clase de forma tendrían en el Sueño. Luego dirigió su mirada a Alegast y dejo escapar un sonoro suspiro.

—Bueno, no es que me pueda enojar contigo de todas maneras… solo creí que era especial… —dijo tristemente.

—Y lo eres. Has logrado en pocos días dominar una magia que a los humanos les toma meses, incluso años de entrenamiento. Y eso no es porque seas la descendiente de Polaris, es solo tu talento —sonrió Alegast.

—Eso es verdad —asintió Teofrastus.

—¿Me hubieras llevado contigo aún si no fuese la descendiente de una bruja legendaria? —preguntó la maga, insegura.

—Así es. Te veías tan patética en la mansión de ese mago, que te hubiera sacado de todas maneras —contestó Alegast con una sonrisa.

Al oír aquellas palabras la mente de la maga se despejó. Se levantó y se estiró como un gato y luego le devolvió una sonrisa al elfo, mientras una sensación de calidez inundaba su pecho.

—Y entonces, ¿por qué me traías a Zarc? —la chica miró con curiosidad a la amurallada ciudad.

—Es lo que dijo Orguss. Solo aquellos que tienen la sangre de Polaris pueden abrir las puertas de la ciudad —respondió Alegast con seriedad.

—¿Y qué buscas en Zarc? —quién preguntó fue Teofratus, lamiéndose las patas mientras miraba de reojo al elfo.

—Respuestas. Mi Pueblo desapareció, tanto del mundo de los humanos como del Sueño… —Alegast hizo una larga pausa.

Fara pudo sentir como la brisa movía las ramas de los árboles y la maleza entre sus pies.

—Hace mucho tiempo, en los albores del imperio humano, mi Pueblo decidió entrar en el Sueño. No sé muy bien los detalles del porqué, pero tiene que ver con el sol negro que apareció en el cielo del Sueño un día, de repente —Alegast miro al cielo. El astro negro no estaba allí, pero Fara igual subió la mirada.

»Los más ancianos, temiendo el fin del mundo, decidieron que hibernaríamos hasta que la tierra se sanara, sin importar cuantas edades tuvieran que transcurrir… y durante muchos siglos, yo estuve dormido en el Sueño… hasta que un humano accidentalmente me despertó. Me encontré totalmente solo, sin rastro de nadie de mi Pueblo ni en el Sueño ni en el mundo de los humanos. Busque cualquier rastro de ellos hasta que me cansé y eventualmente me di por vencido y acepté que posiblemente soy el último de mi especie. Hasta que te que encontré y vi… no sé, una posibilidad. Si hay alguna respuesta entre los artefactos que dejamos en Zarc, entonces…

—No tienes que decir más —le interrumpió Fara guiñándole el ojo—. Te ayudaré. Soy necesaria para algo, algo importante, así que no te daré la espalda. Pero dime, ¿conociste a Polaris, verdad? ¿Cómo era ella?

—No quiero recordarla —la expresión de Alegast cambió súbitamente a una de desprecio.

Y diciendo esto acabó con la conversación. Fara decidió que debía descansar y prepararse para la batalla contra Elsevir y sus muñecas, pero pasó el resto de la noche preguntándose cómo sería Polaris y porque Alegast no querría hablar de eso.



El acre aroma del Bosque de la Carne golpeó nuevamente sus sentidos como una ráfaga de viento mientras los gules les guiaban entre la niebla del Éter Azul de nuevo al mundo de los humanos. Por lo que le habían explicado Alegast y Teofrastus, el tiempo en el Sueño no se movía de la misma forma que en los demás mundos, así que desde la perspectiva humana no habían pasado más de unos minutos desde que se habían enfrentando a las muñecas de Elsevir, pese a que en el Sueño habían pasado toda la noche descansando.

Alegast había vuelto a su apariencia normal y Fara no puedo evitar notar las energías mágicas que brotaban de él, como si haber pasado tan solo ese lapso de tiempo en el Sueño le hubiera sanado de una maldición que le aquejaba. La maga volvió su mirada a la ciudad apócrifa, aunque se esta vez era la versión del mundo mortal, derruida e inundada, con sus murallas y sus torres en el suelo, deslustrada por el paso de los siglos. El miedo y la superstición tentaban con hacerla retroceder, pero la joven tragó saliva y apartó esos pensamientos de su cabeza.

—Recuerda que estoy aquí contigo, Lady Fara —escuchó al gato reconfortarla mientras la miraba con detenimiento—. Puedo enseñarte un conjuro nuevo para esta batalla, si eso te tranquiliza un poco.

—No creo que tengamos tiempo para eso, y estoy muy nerviosa ahora para poder concentrarme, de todos modos —sonrió la maga.

Los gules se encontraban con ellos, al igual que Titania, el hada que habían salvado de los garras de Elsevir. Uruz miró de reojo a aquellos que cargaban a Randall y a los otros grifos supervivientes con preocupación.

—Dudo que se despierten a tiempo. Esta vez, seremos solo nosotros tres contra el nigromante —comentó Alegast al ver la preocupación del híbrido.

—¡Cuatro! —carraspeó indignado Teofrastus.

—¿Y qué haremos con ellos? —preguntó el joven de cabello azabache.

—Nos encargaremos de llevarlos a un lugar seguro —respondió G'nt Bhlz mientras sus gules dejaba un juego de armas y armadura en el suelo—. Es todo lo que podemos ofrecer por su ayuda.

Se trataba de armaduras hechas de un metal negro que ni Uruz ni Fara lograron reconocer, bastante simples en hechura pero inscritas con runas que les daban protecciones mágicas.

—Les deseo la mejor de las suertes —se despidió entonces Titania, el hada—. Me gustaría acompañarlos, pero no se pelear y sería más un estorbo que otra cosa.

Asumiendo nuevamente el tamaño de un humano en miniatura, Titania siguió a los gules que se llevaban a los Grifos sobrevivientes a las afueras del bosque, donde estarían a salvo de las abominaciones que habitaban el Bosque de la Carne. En su interior algo le dijo a Fara que esa no sería la última vez que verían a aquella hada.

Por su parte el grupo de la maga junto a una pequeña jauría de gules tomó rumbo a Zarc. Esa noche no pensaban en acampar y tan solo hicieron una pausa para comer las pocas provisiones que les quedaban. Era tiempo de terminar con aquel viaje aberrante, de cumplir su misión y volver a casa. Al menos, eso era lo que ellos deseaban.


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - blazzid - 27/06/2015

No soy bueno con las criticas, pero igual queria comentar que me encanta como va la historia, espero ansioso el siguiente capitulo.


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Anzu - 13/07/2015

Ufff... ¡terminado al fin! Este es el capitulo "final" del Creador de Muñecas. Aunque falta el epilogo, que publicare en un rato. Como dije en el cap anterior, tuve un bloqueo creativo bastante fuerte, pero ahora que me inspiré conseguí un capitulo más largo de los que normalmente escribo.

Se darán cuenta que he dejado muchos cabos abiertos, y eso es simplemente para conectar esta historia con la que sigue. Originalmente el Creador de Muñecas iba a ser una historia auto-conclusiva, pero a medida que fui recopilando las historias que llevo escritas desde que inicie este proyecto, me llegaron ideas para una secuela.

Aunque me dan ganas de hacer un spin-off con Polaris xD, pero eso lo dejaré para después.

Bueno, espero que les guste y le encuentren lógica (porque al final me pongo un poco en tono Lovecraft...).

Espero que les guste, y como siempre, los comentarios y criticas se agradecen.




VII
El Creador de Muñecas



Ahora que la niebla por fin se había disipado, Fara podía ver a Zarc en todo su esplendor. La ciudad apócrifa donde reyes y magos gobernaron al mundo en el pasado, la gran metrópoli que por mucho tiempo representó el pináculo cultural y religioso de una nación vieja y decadente, ahora solo servía como testamento silencioso del esplendor de eras pasadas. Confiados de que sus muros y fortalezas la defenderían, los habitantes de Zarc no pensaron que sería destruida en un solo día. De la gran ciudad ahora solo quedaban las ruinas. La vieja muralla de los Centinelas, derruida y aplastada por la montaña cuando ésta se vino abajo en el último sacrificio de los olvidados Centinelas, la más poderosa de las ordenes de caballería del pasado, evocaba una tristeza sobrecogedora, tanto que los pocos locos que aún se atrevían a visitar la ciudad lo llamaron el Muro de las Lágrimas, pues el solo contemplarlo producía en el alma una urgente necesidad de llorar.

Afuera de la ciudad, las cinco atalayas que la vigilaban yacían en el suelo, hechas trizas. El sacrificio de los Centinelas también las había derrumbado, colosales construcciones cuyas ruinas ocupaban kilómetros a la redonda. El camino terminaba en las gloriosas murallas que daban su nombre al paso. La gran mayoría aún estaba en pie, pero un gran agujero dividía el muro adamantino en dos. El poder del dios-sol, Zoliat, había sido el responsable de derrumbar aquellas murallas ciclópeas, que habían durado impávidas desde su creación, eones atrás, protegiendo la ciudad sagrada del embate de las tinieblas hasta esa funesta batalla.

Alegast se detuvo un momento y echó un último vistazo a las atalayas. Allí habían caído los Centinelas y nadie entonó canciones en su nombre, ni les hicieron monumento alguno en su honor. Aunque aquellos pobres diablos dieron su vida para salvar a los pocos que lograron salir de la ciudad aquel fatídico día, estaban destinados a desaparecer en las tinieblas, a permanecer para siempre en el olvido. Solo uno recordaba su sacrificio, aquél que los vio caer. El elfo suspiró y se apresuró para alcanzar a Fara y a los demás.

—Y bueno, ¿dónde está Elsevir? —preguntó Uruz para romper la tensión. El ambiente que rodeaba a la ciudad apócrifa lo ponía nervioso.

—En una de las casas más altas de la ciudad —habló uno de los gules que los acompañaba, regurgitando las palabras al hacerlo—. No sabemos exactamente donde está, pero podremos sentir a los nuestros una vez se abran las puertas.

El grupo continuó caminando en dirección a las murallas y Fara buscó con la mirada aquellas puertas de las que hablaban los gules, viendo entonces el inmenso umbral de la muralla, puertas hechas de hierro negro del tamaño de los gigantes.

—¿Y cómo se supone que voy a abrir eso? —se amedrentó la maga al imaginarse tratando de abrir aquellas puertas con solo su fuerza física.

—No hablan de puertas físicas,lhiannan —Alegast carcajeó—. Nosotros entraremos por ese enorme agujero.

Alegast señaló la enorme abertura entre las murallas.

—¿Y qué es lo que se supone que la señorita Fara debe abrir entonces? —preguntó Uruz confundido.

Sin embargo, a medida que se dirigían al agujero, el grupo sintió como se iba haciendo más difícil caminar en esa dirección. Algo hacía que se movieran cada vez más lento y pesado, como si el tiempo se estuviera congelando a su alrededor, hasta el punto en que por más que caminasen simplemente no se movían en absoluto.

—Es obvio que se trata de una “puerta mágica” —ronroneó ufano Teofrastus, quién todo el viaje se lo había pasado en el hombro de Fara, para disgusto de la chica.

—¿Y qué debo hacer para “abrirla”? —preguntó la chica con preocupación.

—Eres descendiente de Polaris. Todos sus conocimientos fueron transmitidos a su progenie a través de su sangre. Ahora que estamos frente a un hechizo que fue creación suya, lo más probable es que los conocimientos de cómo disiparlo aparezcan en tu mente, si te concentras en ello —respondió Alegast, con cara de fastidio al pronunciar el nombre de la bruja legendaria.

Fara asintió y se puso frente al enorme agujero, donde la barrera que lo protegía empezó a repelerla con más fuerza. Teofrastus, al sentir tal opresión, se bajó del hombro de la maga de un ágil salto y cayó a los pies del elfo. Uruz por su parte seguía empeñado en atravesar la barrera mágica por sus medios, una actitud bastante normal en un híbrido, y la magia comenzaba a manifestarse en forma de descargas eléctricas que quemaban su piel. Dejando de lado al tozudo semi-dragón, Fara cerró sus ojos y se concentró, de la misma forma en que Alegast le había enseñado cuando le habló de las tres reglas de la magia.

Las energías místicas que emanaban de la ciudad apócrifa eran monstruosamente abrumadoras. Podía sentir el poder que generaban las almas en pena atrapadas allí y la maldición del dios-sol dentro de la ciudad. Podía sentir también el poder que contenía aquella maldición, la barrera mágica que Polaris había creado. Se enfocó en ella y a los pocos segundos recuerdos que no eran suyos inundaron su mente. De repente no supo solo como deshacer aquella barrera, sino también como funcionaba y como podía crearla nuevamente. Intrincados cálculos arcanomatemáticos que le hubieran tomado años de aprender por cuenta propia ahora los conocía como si ella misma los hubiera creado. Tal era el poder de la sangre de Polaris.

La chica abrió los ojos e inmediatamente alzó su brazo derecho en dirección de la ciudad, comandando las fuertes corrientes mágicas que conformaban la barrera con solo un movimiento rápido y seco.

Oduint, Zarabor, Metuant  —vocalizó la chica mientras la barrera rápidamente se iba desintegrando.

Al desaparecer la fuerza que lo repelía, Uruz salió impulsado por su propia fuerza hacia adelante y se estrelló contra la muralla, abriendo un enorme agujero en esta con su cuerpo.

—Debiste avisar que la ibas a quitar antes de hacerlo… —se quejó adolorido mientras se reincorporaba.

—Lo lamento, es que el hechizo fue espontáneo… —sonrió Fara con la cara roja por la vergüenza.

En ese mismo momento un torrente de energías mágicas salió de la ciudad como un fuerte vendaval que levantó polvo y piedras, hizo agitarse a los árboles y estremeció las aguas del lago, y siguió su camino más allá de las montañas. Aquella magia era opresiva y hostil, y Fara empezó a sospechar que haber deshecho la barrera de Polaris no había sido la mejor de las ideas.

—Sea lo que sea que este encerrado ahí, lo hemos liberado —musitó Alegast con una sonrisa nerviosa.

El grupo continuó la marcha, con los gules muy agitados, pues habían encontrado el olor de sus hermanos. Como perros de caza, se la pasaron señalando el camino a seguir entre las empinadas ruinas, con la emoción de un niño que ha encontrado algo que le gusta.

—Si el hechizo de Polaris era tan poderoso, ¿cómo fue que Elsevir pudo entrar en la ciudad? —se preguntó Fara de repente, mientras escalaba entre las piedras de la muralla derruida.

—Elsevir era un mago muy talentoso. Se puede decir que de los magos de la Cábala, era el único que poseía un Arte similar, aunque obviamente inferior, al de este servidor —respondió el arrogante gato, saltando de piedra en piedra—. Lo más probable es que tras años de estudio, hubiese logrado entender la composición arcana del muro y luego de eso, ya le resultó más fácil abrirlo.

—Sí, lo recuerdo, la tercera regla de la magia. Siempre y cuando comprendas como funciona algo, puedes modificarlo con magia —comentó Fara tratando de no resbalar.

Alegast le dio la mano y la ayudó a subir el último tramo de las ruinas de la muralla. El pecho de la chica se volvió a inundar con extrañas sensaciones, al igual que había pasado en el lago, y Fara no sabía qué era lo que le ocurría.

—Aunque estoy más que seguro que yo, el Muy Magnificente Teofrastus Bombastus, hubiera podido descifrar tal hechizo aún más rápido que ese engreído de Elsevir, de habérmelo propuesto —continuó el gato, ajeno a los sentimientos de la maga.

Al llegar al borde de la abertura en la muralla de los Centinelas, pudieron ver el interior de la ciudad con lujo de detalles. Destrozada por una guerra de varios años atrás, olvidada y abandonada, sus restos desgastados por el tiempo. Donde alguna vez habitaron millones de personas en la cúspide de su civilización, ahora no había más que viles bestias de la oscuridad, demonios en vez de ángeles, mancillando las ruinas de la otrora gloriosa Capital Sagrada de Aret. Las calles estaban completamente inundadas, pues el agua del lago Amaril se filtraba en la ciudad, y solo las edificaciones más altas y portentosas podían verse, pues las demás habían sido tragadas por el lago; el acceso a muchas de las casas, todas quemadas y derruidas, estaba restringido por el agua y solo se podía llegar a las edificaciones más cercanas a las paredes de la muralla.

Fara se conmovió al encontrarse frente a las ruinas majestuosas de aquella ciudad, con sus parques, jardines, mausoleos y monumentos derribados, carcomidos por el tiempo. Las estatuas de los grandes héroes del pasado yacían derrumbadas y mutiladas, y reliquias sagradas y de gran valor histórico eran mancilladas por las garras de las bestias de las tinieblas. Grandes mansiones y palacios, otrora hermosos símbolos del más refinado arte arquitectónico; y también las atalayas, imponentes y magnificas, todo eso ahora yacía en el agua, vuelto polvo y piedra, destinado a ser el hogar de alimañas y criaturas de peor calaña.

Toda la ciudad estaba embargada en la tristeza, en la soledad fría y cruda que solo viene con la muerte. Aquella ciudad había sido destruida de un solo golpe, el daño colateral de una guerra sin cuartel, una guerra cuyo único objetivo fue destruir por el solo hecho de destruir. Estar allí le provocaba una sensación helada en el espinazo e invadía su alma con un miedo y tristeza profundos. Como si el helado aliento de Irkhalla, el dios de la muerte, suspirara justo en el más profundo rincón del corazón.

El aire estaba cargado de electricidad estática y se podían ver presencias hechas de luz mágica volando alrededor, arrastradas por el viento, navegando entre las solitarias y frías calles de la ciudad apócrifa. Al ver tales formaciones de luz, Fara se dio cuenta de su verdadera naturaleza, y el solo hecho de pensar en ello hizo que su cuerpo se estremeciera. Aquellas presencias en realidad eran las almas de los que habían muerto en la funesta batalla, incapaces de ir al otro mundo por la maldición que Zoliat había impuesto con su furia. Aquellas eran las almas de las víctimas de la guerra, tanto ciudadanos como guerreros de ambos bandos, atrapados para siempre en el limbo del olvido, destinados a repetir sus muertes día tras día, sin posibilidad alguna de salvación o descanso eterno. La matanza había sido tan cruel, tan brutal… habían sido arrebatadas tantas vidas en un solo día, en aquel genocidio hecho en honor a los seres que reptan entre la oscuridad de los mundos y el caos que todo lo corroe, que la esencia de tantos muertos se había quedado atrapada para siempre en aquella ciudad fantasma. Sin importar cuantos años pasaran, esa sensación y esa tristeza, la desolación y la ira, los quejidos de los muertos atrapados allí para siempre entre los ecos etéreos de los planos inferiores, jamás desaparecerían.

—Ahí vienen, los corruptos —escupió uno de los gules en su mal hablado dugoverano.

En efecto, además de los asquerosos demonios que vivían en la ciudad y que asomaban sus repulsivas cabezas por entre las ruinas, sin duda alborotados por la pérdida de la barrera mágica que durante tantos siglos los había mantenido aprisionados, las muñecas de Elsevir, tanto los humanoides como los golems, se movían rápidamente sobre los techos de las casas y otras ruinas que sobresalían en el agua, en dirección a la abertura en la muralla.


—¿Dónde está la casa de Elsevir? —preguntó Alegast al gul que tenía a su lado, mientras sacaba su foco, la joya negra que manifestaba su arma mágica.

—Es esa —señaló el gul en dirección de una de las casas que se encontraba completamente fuera del alcance del lago.

—Haciendo cálculos, creo que si queremos llegar hasta la casa de Elsevir sin problemas, cada uno de nosotros debería matar al menos quinientas muñecas. Y no estoy contando a los demonios, que muy seguramente nos van a atacar por su cuenta —comentó Teofrastus tragando saliva.

—¡Oh, como si tú fueras a matar a alguno, “mago”! ¡Claíomh Deamhan! —exclamó el elfo mientras invocaba su espada mágica y saltaba ágilmente al agua.

Para sorpresa de Fara y Uruz, el elfo no se sumergió sino que se que cayó de pie en la superficie de esta, y con una sonrisa se abalanzó contra las muñecas mientras envolvía la hoja de su arma en fuego incandescente.

Por su parte, Uruz tomó a Fara, quién a su vez tenía a Teofrastus entre brazos, y saltó con gran potencia hacía uno de los techos más cercanos, seguidos por los gules, que como simios saltaban entre estatuas y columnas con gran destreza y velocidad.

—¡Lo siento, señorita Fara, pero me temo que tendrá que llegar por su cuenta a la casa donde se oculta ese nigromante! —exclamó de improvisto Uruz al ver a un golem abalanzarse contra ellos.

Soltando a la maga mientras se abalanzaba vertiginosamente contra la criatura, Uruz tomó con las dos manos el mandoble que le habían dado los gules, hecho de hierro gris como la armadura que ahora portaba, balanceó su arma con su hercúlea fuerza física, partiendo al golem en dos con solo un movimiento. Las demás muñecas, al ver tal proeza empezaron a lanzar alaridos de furia y se lanzaron endemoniadas contra el híbrido, quién a su vez se preparo para el contraataque.

—¡Sí! ¡Hace tiempo que esperaba luchar sin tener que contenerme! —gritó emocionado mientras caía sobre un grupo de muñecas y las despedazaba brutalmente con solo unos cuantos balanceos de su mandoble.

A su vez, los gules se habían enfrascado en sus propias batallas. Al igual que Uruz, su fuerza era sobrehumana, despedazando muñecas humanoides y golems solo con sus manos desnudas. El líquido putrefacto que brotaba de las creaciones de Elsevir parecía no hacerles ningún daño, pero los gules no eran del todo invulnerables y así como habían destruido a varias muñecas en su asalto, empezaron a sufrir también bajas a manos de golems coléricos que saltaban de los techos de las casas inundadas como perros hambrientos y despedazaban sus cuerpos con un salvajismo que hacía difícil creer que no se tratara de seres vivos.

Fara solo podía observar y sentirse inútil mientras la batalla se desarrollaba, demasiado rápido para que sus pensamientos pudieran enfocarse, mientras corría hacía las paredes lo más rápido que podía antes de que las ruinas bajo sus pies se desmoronaran.

—¡Ni piensen que será tan fácil, estúpidos mortales! —dijo una de las muñecas con la irritante voz de Elsevir—. ¡No crean que solo cuento con mis muñecas en mis fuerzas!

De entre las ruinas de casas y edificios empezaron a salir todo tipo de criaturas que Fara no reconocía. Bestias cuadrúpedas con cabezas de cerdo y enormes cuernos emanando de sus espaldas; entes que solo eran dientes y ojos; pequeños humanoides narigones y alados, con enormes colmillos.

—¡Maldición! ¡De todos los demonios que nos podíamos encontrar, justo nos tocan magivoros! —espetó Teofrastus nervioso.

Fara recordaba haber leído de los magivoros en libros de Olibus. Se trataba de aquellos demonios informes hechos de solo dientes y ojos, capaces de consumir cualquier tipo de energías mágicas a su alrededor y por ende, eran inmunes a la magia. Por suerte para Fara, se encontraban a varias ruinas de distancia de ella.

Pero los magivoros no eran lo suficientemente terribles como para llamar la atención de Alegast, que continuaba peleando contra las muñecas en el agua, a quién Fara vio mirando hacia el cielo. Cuando dirigió su mirada al punto que llamaba la atención del elfo, la maga vio a un ser humanoide con gigantescas alas de murciélago volando cerca de la muñeca donde ahora se encontraba la conciencia de Elsevir. Aquel demonio humanoide era enorme, con la piel roja y un rostro semihumano, decorado con exagerados colmillos inferiores como los de un jabalí y los ojos completamente vidriosos y vacíos. Un par de cuernos negros y largos salían de su frente y se retorcían como los de un carnero. Por su armadura negra, de estilo estrafalario con gran cantidad de púas y bordes filosos adornándola, parecía ser un demonio de alto rango, o eso recordaba la maga de lo que leyó en la biblioteca de Olibus.

—¡Ahora que las barreras de Zarc han caído, puedo añadir este ejército de demonios a mis filas! ¡Ni siquiera el estúpido Emperador podrá oponerse a mí ahora! ¡Acaba con los invasores, Murmux! ¡Cumple con tu parte del trato! —chilló la muñeca que estaba poseída por Elsevir.

—Eso no me lo tienes que recordar, nigromante —asintió el demonio con su voz espectral y acto seguido se abalanzó contra uno de los gules.

Su velocidad era tal que el gul no pudo ni reaccionar antes de que sus entrañas saliesen volando por todos lados de un simple puñetazo. Otros dos gules se abalanzaron contra Murmux, pero este los partió en dos con su larga y prensil cola roja. Un tercer gul que no se encontraba muy lejos del demonio fue pateado con tal fuerza que se reventó tan solo con el impacto, convirtiéndose en una lluvia de músculos y sangre. Fara y Teofrastus ni siquiera podían seguir sus movimientos, pues aquella velocidad superaba por mucho el umbral de los simples mortales. Para ellos, dos gules habían sido reventados y otros dos destajados, todo en un parpadeo.

—¡Por todos los dioses, justo tenía que ser un demonio de alto rango! —maldijo Teofrastus mientras su pelo se erizaba y clavaba sus uñas en el hombro de la maga.

Pero Fara no tuvo tiempo de quejarse, pues dos de los demonios con cabeza de cerdo la rodearon. La joven estaba tan sorprendida y asustada que su cuerpo no podía reaccionar. Aquello simplemente pasaba demasiado rápido para que ella pudiese acomodar sus pensamientos. Por suerte para la maga, Uruz cayó de la nada sobre uno de los demonios, ensartándolo con su mandoble en el suelo y luego saltó contra el segundo, pateándolo tan fuerte que lo lanzó contra una catedral que estaba en el otro extremo de la ciudad.

—¡Yo me encargaré de protegerla, señorita Fara! —gritó el híbrido mientras arrancaba su espada del cadáver del demonio con cabeza de cerdo.

—¿Qué acaso eres un dios o algo así…? —logró balbucear la maga al fin.

—Tal y como podía esperarse de un medio-dragón. ¡Pero aún así no eres rival para un demonio de mi categoría! —se mofó Murmux, quién observaba la escena desde el cielo.

El demonio se abalanzó con su súper velocidad contra el híbrido, pero no contó con que Alegast se moviera a una velocidad aún mayor a la suya y lograra golpearlo con su espada a tiempo para hacer que Murmux se desviase y terminase golpeando la muralla ciclópea en lugar de a Uruz, creando un enorme cráter en la piedra supuestamente indestructible. El elfo por su parte aprovecho la fuerza de su golpe para catapultarse hasta una estatua decapitada cercana.

—¡Maldito elfo! ¿¡Apareces para oponerte a mí nuevamente!? —exclamó enfurecido Murmux al reconocer a Alegast.

—¿Me extrañaste, Murmux? Parece que la presumida de Polaris no pudo acabar contigo y tuvo que sellarte. Lo cual me conviene, pues creí que no quedaban oponentes de mi talla en este aburrido mundo humano —sonrió el elfo, sus ojos fulgurando como dos lenguas de fuego azul.

El ojo en la espada mágica de Alegast comenzó a moverse frenéticamente, emitiendo el sonido que parecía ser una risa malévola, y la hoja de la espada se inflamó en una ominosa llama verde.

—¡Esa espada! ¿¡Acaso el Rey de los demonios ha sido…!?

El potente rugido no dejo que el demonio terminase la frase. De entre las nubes la colosal figura de un dragón opacaba completamente el cielo y los rayos del sol que apenas se asomaba perezosamente detrás de la Cordillera del Dragón. Se trataba de Orguss, quien lanzó un gran rugido y escupió una enorme bocanada de fuego, que envolvió a muñecas, demonios y gules por igual, carbonizándolos en cuestión de segundos. Fara vio estupefacta como incluso las almas en pena de los habitantes de la ciudad que quedaron atrapadas en la conflagración eran completamente desintegradas.

—No soy tan estúpido como para enfrentarme a un dragón, y menos a éste en particular. Nuestra batalla quedará para otro día, elfo —dijo Murmux en lo que pareció una sonrisa y con el batir de sus alas desapareció en el firmamento.

—¡Maldición, Murmux! ¡Me has traicionado...¡ —chilló Elsevir poco antes de ser aplastado por el dragón.

Las estructuras que por tantos años lograron mantenerse en pie pese al desgaste del tiempo se desplomaron como castillos de arena al ser aplastadas por aquel enorme dragón grisáceo, quién exhalo una segunda vez su aliento flamígero sobre las desdichadas criaturas que trataban de hacerle frente, vaporizándolas en el acto.

—¡Yo me haré cargo de estas basuras! ¡Ustedes vayan y maten a Elsevir de una buena vez! —ordenó con un rugido.

—Parece que nuestra parte en esta batalla terminó —sonrió Alegast mientras su espada se convertía en cenizas.



Cuando Uruz derrumbó la puerta de una patada, el eco resonó en la vacía estancia como un trueno. Guiados por la luz mágica de las volutas que había conjurado el elfo, los cuatro aventureros entraron en aquella morada donde se suponía debía vivir el Creador de Muñecas.

Marionetas, títeres, muñecas y otros juguetes de felpa, madera y tela llenaban grandes anaqueles, los cuales ocupaban casi todas las paredes de aquel cuarto que servía de taller al siniestro orfebre. Fara se sorprendió al verse a sí misma intimidada por aquella sombría casa y por el aura siniestra que desprendían los inertes juguetes. Parecía como si todos esos muñecos les estuvieran mirando directamente, invitándolos a entrar en la casa para jamás volver a salir. Para Alegast la sensación era distinta. Aún cuando la casa emanara esa aura de maldad, muy parecida a la que emanaba del Bosque de la Carne, en los muñecos se sentía un aura diferente. Era un aura de tristeza, como un grito silencioso que pedía ayuda, un lastimero aullido que jamás salió de los éteres invisibles.

Además de anaqueles llenos de juguetes, mesas cuadradas de madera que estaban llenas de telas y utensilios de sastrería, unas cuantas cajas repletas de felpa y telas ubicadas aleatoriamente en el suelo, y las extrañas herramientas colgadas en las paredes adornaban esa habitación de apariencia sepulcral. La única salida de aquel taller era una pequeña escalera espiral que los guiaba a la segunda planta, de la que emanaba un aire aún más siniestro que el del lugar que ahora abandonaban.

El segundo piso era una humilde sala de estar, con una pequeña cocina y una gran biblioteca de tomos viejos y mohosos. Frente a ellos, se levantaba otra escalera, más pequeña que la anterior, que guiaba a un cuarto en lo que parecía ser el desván. Unos cuantos sillones de pequeño tamaño —capaces de albergar a criaturas del tamaño de un gnomo, rodeaban el hogar de la cocina, de la cual pendía un caldero en el que parecía haber restos de comida que ni Alegast se atrevió a observar, luego ver una sospechosa mano colgando del borde de la olla y haber percibido su olor a almizcle y podredumbre.

La biblioteca estaba repleta de libros antiguos y paganos, libros de culturas ya extintas, repletos de saberes prohibidos. Fara observó con ojos codiciosos la gran cantidad de conocimiento atesorado por el nigromante, pues muchos de esos tomos eran tan difíciles de conseguir, que hasta los Magos de la Cábala pagarían con sus almas para poder ojearlos aunque fuese una sola vez.

—Mejor no lo hagas. El precio a pagar por ese conocimiento es demasiado para alguien tan joven como tú —advirtió Teofrastus a Fara cuando esta se vio tentada a leer uno de esos libros.

Con el pesar de su alma, Fara determinó que lo mejor era alejarse de esa biblioteca antes de que caer en la tentación. Sin embargo, y en un momento en el que Teofrastus se bajó de su hombro para investigar un extraño cristal rojizo que estaba en uno de los estantes cercanos a la biblioteca, Fara tomó un libro que tenía marcadas las palabras “Eibon” en la portada y lo guardo rápidamente en su bolso de cuero, que había resistido todo ese viaje como si estuviese hecho de un material indestructible.

Los demás se contentaron con revisar los muebles de aquella sala de estar. Uruz buscó en un estante podrido cosas de valor entre los chécheres viejos y abandonados, mientras Alegast revisaba un extraño escritorio en una de las esquinas de la inquietante habitación. Sobre este había una carta sin terminar, escrita en el blasfemo lenguaje de los demonios y dirigida a un tal Ruzam.

—Creo que este te gustará, señorita Fara. El color de esta gema combina con el de sus ojos —dijo Uruz de repente, sobresaltando a la maga.

El joven le entregó un collar con una enorme piedra morada, que Teofrastus observó con malicioso interés, pero no dijo nada cuando el híbrido se lo entregaba a la maga. Sonrojada, Fara aceptó el regalo con una sonrisa y lo guardo también en su bolso.

Alegast entonces hizo la señal de que debían avanzar, y los dos jóvenes lo siguieron hasta el pequeño ático que servía de dormitorio a Elsevir. Una cama demasiado pequeña para un humano y una mesita de noche eran los únicos muebles que adornaban el solitario cuarto. En la mesita de noche había un cráneo humano con una muy derretida vela de cera adornándole su calva superficie. Otro libro de siniestra procedencia se podía apreciar en uno de los cajones medio abiertos la mesa. En la cama, varias muñecas en poses obscenas y atrevidas dejaban adivinar las asquerosas costumbres del nigromante.

Sin embargo, lo que más aterraba de aquel cuarto era la puerta que estaba frente a la cama. Para un ático tan pequeño, dicha puerta simplemente no podía caber allí. Pero la dimensión de aquel pedazo de cuarto tampoco concordaba con el resto de éste. La pared de ese pedazo era más grande que las demás paredes de la habitación y a la vez más pequeña que estas, inclinada hacia la derecha y al mismo tiempo hacía la izquierda. Simplemente, su forma no coincidía ni siquiera con la del resto de la realidad. Y el aberrante símbolo que estaba grabado en la puerta, un símbolo que solo Alegast pareció reconocer y a los demás, aunque nunca lo habían visto, les hacía temblar con fuerza, llenándoles el alma con un pánico anterior al nacimiento de las razas mortales, un temor ancestral ante una verdad que nunca debieron haber descubierto.

—¡No puedo creer que una chuchería inútil como esa me esté deteniendo! —exclamó Uruz con voz temblorosa, haciendo acopio de todo el valor suficiente para proponer a sus compañeros investigar el interior de aquella puerta.

Los demás asintieron casi por obligación, sabiendo que detrás de la ominosa entrada se encontraría el objetivo de sus esfuerzos y vicisitudes, por el cual había sido necesario sacrificar a tantos amigos para llegar a aquella casa blasfema que querían abandonar en ese mismo instante. Uruz, aprovechando ese inusual valor que había obtenido de repente, alargó lentamente su brazo hasta tomar la chapa de hierro negro, frío como las tierras olvidadas de Nir, un frío que invadía ahora su alma. Las tinieblas tentaban con hacerse del control de su corazón, pero una vez más el híbrido se lleno de terquedad, abriendo la puerta de un solo empellón.

El pasillo que nacía de la boca de la puerta era anormal. La geometría en la que estaba basado no era del mundo de los mortales, y estaba sujeta a las leyes físicas de mundos distantes a la realidad conocida por los iluminados más sabios del Imperio, aunque quizá los únicos que llegasen a comprender la importancia de esto eran Alegast y Teofrastus. Al final de este pasillo, un altar de piedra negra de forma indescriptible se alzaba dentro de un pentagrama repleto de caracteres de un idioma demoniaco, y sobre este una horrible muñeca de estopa, con un único e inconfundible mechón de cabello rubio, yacía aparentemente abandonada en el altar. La muñeca parecía estar llorando, suplicando que acabaran con aquella tortura y la mataran de una vez. O al menos, eso fue lo que sintió Fara.

—Esa muñeca… ¿acaso es un humano…? —balbuceó la maga tímidamente, por miedo a equivocarse.

—Debemos sacarla de aquí lo antes posible —le contestó Teofrastus—. ¡Vamos, tómala!

Haciendo caso de lo que le dijo el gato, Fara dio el primer paso pero fue detenida en seco por Alegast.

—Creo que esto es algo que me corresponde hacer a mi…

El elfo se acercó lentamente al altar negro, buscando trampas con la mirada, pero no vio ninguna. Caminar por ese cuarto era muy difícil, pues las extrañas formas que tenia no se comparaban con las de ninguna de las paredes y pisos del mundo conocido, y su gravedad se veía invertida o distorsionada en muchos puntos de aquel espacio. Sin embargo, con gran habilidad el elfo se las arregló para llegar al altar. Cuidadosamente extendió su mano hasta el pentagrama, mientras una repulsiva sensación de asco se apoderaba de sus sentidos. Pero hizo caso omiso a sus miedos y continuó moviendo la mano hasta apoderarse de la horrible muñeca. Pudo apreciarla entonces con lujo de detalles, aunque hubiera preferido no hacerlo.

Justo en ese momento, Alegast salió abalanzado hacía sus amigos, mientras Fara detectaba una impresionante fuerza mágica, superior a cualquiera que hubiese percibido hasta el momento, inundando aquella sala. En una de las esquinas rectas de aquel lugar, apareció un gnomo bastante alto para su especie, vestido con ropajes muy elegantes, de ojos saltones y cabello naranja erizado, dibujando una malévola sonrisa en su rostro alargado, mientras su boca revelaba dos dientes cuadrados —exactamente cuadrados, escondidos tras su larga nariz.

—¿Acaso no tenéis modales? —saludó el gnomo cortésmente. Su voz chillona era inconfundible, se trataba de Elsevir—. ¿Acaso vuestros padres no os han educado de manera apropiada? Es de mala educación entrar en casa ajena sin presentaros o tomar sin permiso cosas que no os pertenecen.

—¡Maldito nigromante, acabaré contigo de una vez…! —rugió Uruz desenfundando su mandoble, pero Alegast lo detuvo.

—¡Espera! Elsevir es más poderoso de lo que parece… Si lo atacas de ese modo, serás pulverizado con solo el chasquido de sus dedos —comentó Alegast mientras se reincorporaba con mucho esfuerzo.

—Es verdad lo que dicen de la sabiduría de los elfos, pues uno de ellos ha reconocido mi talento de inmediato. ¡Bien dicho, mi amigo! —replicó el muñequero aplaudiendo enérgicamente—. Ahora, ¿podéis ser tan amables de devolverme mi muñeca? Estaré muy agradecido con vosotros si hacéis eso…

—Lo haremos con una condición —dijo Alegast al tiempo en que levantaba la muñeca en dirección del gnomo—. Dinos lo que queremos saber y la muñeca será tuya de nuevo.

—¡Oh, que divertido! Claro, claro, os daré la información que queráis. Pero yo también tengo condiciones —sonrió maliciosamente Elsevir—. La primera condición es que solo responderé a una pregunta. Y la segunda es que yo también podré preguntar. ¡Y primero va mi turno! Mi pregunta es, ¿cómo es posible que un mago humano se convierta en un animal? ¡Eso va contra las reglas de la magia! —chilló el gnomo señalando a Teofrastus.

Todos enfocaron sus miradas en el gato, sobre todo Alegast, quién siempre dudó de la identidad del animal.

—Oh, ¿me lo pregunta el mago que logró manipular uno de los hechizos de Polaris? Tú, siendo tan talentoso, debes saber mejor que nadie que aquellos con talento podemos usar el Arte como lo deseemos, incluso si tal magia va en contra de las reglas. Esa es la razón por la cual Polaris era tan poderosa, para empezar —respondió el gato con sorna.

—Rayos y centellas, tenéis razón. Y malgasté tan estúpidamente mi pregunta… ni modo, ahora es vuestro turno.

—Bien, dime, ¿qué pasó con mi Pueblo? ¿Hay alguna pista de ellos en esta ciudad…?

—Ninguna —respondió el gnomo con voz cantarina, pero esa respuesta no satisfizo a Alegast.

—Ese es Elsevir, dice que es el mejor mago, pero no sabe nada en realidad —se burló Teofrastus maliciosamente.

—¡Es en serio, gato estúpido! —farfulló el gnomo enérgicamente—. No eres el único que anda buscando a los elfos, para que lo sepas. Incluso el enclenque Emperador quería saber de ellos, pues buscaba su gran poder para la guerra… fue por orden suya que vine a esta ciudad y pasé tantos años estudiando la manera de romper el hechizo de Polaris. ¡Y todo para nada! Mi familia murió en la estúpida guerra de ese bueno para nada del Emperador, y en la ciudad, ¡ni rastro de los puñeteros elfos! ¡Ahora, mi muñeca! ¿Por favor? —el tono de Elsevir cambió a uno melodioso.

—Mientras parloteabas logré armonizar con la magia de este mundo. No es tan difícil si dispones del tiempo necesario —sonrió Alegast desafiante—. Gracias por la información, pero ya no te necesitamos con vida.

Con presteza Alegast dibujó un círculo mágico en el aire, en el cual clavó su piedra negra e invocó la espada. El ojo en su pomo estaba más frenético que de costumbre, emitiendo un ruido que parecía la risa del mismísimo rey de los demonios.

—¡Malditos embusteros! ¡Moriréis por engañar al gran Elsevir!

Levantado sus manos, el blasfemo muñequero conjuró una tormenta de relámpagos sobre el grupo de aventureros. Alegast esquivó los rayos con mucha facilidad, mientras Uruz usó su cuerpo para proteger a Fara. Sin embargo algunas chispas lograron impactar a la chica.

—Así que así se siente la electricidad… ¡Genial! —exclamó Fara, furiosa y adolorida.

—Oye, chico, ¿estás bien? —preguntó Teofrastus, quién había logrado esquivar incluso las chispas que golpearon a Fara.

—Claro… como si un simple rayo fuera algo para mí… —contestó Uruz escupiendo sangre por la boca pero tratando de disimular el dolor.

—¡Entonces quítate del medio! —gritó eufórica la maga, mientras tomaba su foco del bolso y apuntaba a Elsevir, quién se encontraba distraído disparando rayos al elfo.

Fara cerró sus ojos y se concentró en la sensación de la electricidad que aún recorría su cuerpo. A su mente llegaron de repente los ensalmos necesarios, así como los cálculos para manipular la energía mágica en aquel extraño espacio.

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius… —al entonar tales palabras, unas chispas surgieron de la gema en su foco.

Luego, redirigiendo esa energía, Fara la disparó hacia el gnomo en forma de un poderoso rayo que se abalanzó serpenteante hacía su objetivo. El hechizo golpeó a Elzevir en seco, enviándolo a volar por aquel espacio mientras su cuerpo se chamuscaba en el aire. Todos miraron a Fara con los ojos como platos. La misma Fara se encontró perpleja, hasta que se dio cuenta que el foco que había usado no era el suyo, sino la joya que le había regalado Uruz.

—Es posible que se trate de uno de los artefactos creados por Polaris… así fue como Elsevir pudo manipular la barrera, posiblemente —especuló Teofrastus sin darle mucha importancia.

Pero el cuerpo de Elsevir se volvió a poner de pie, pese a haber sido reducido a cenizas.

—Al fin, tengo un cuerpo… uno poco apetecible, pero eso no me molesta en lo absoluto —dijo entonces el gnomo, pero con otra voz muy distinta, una más gruesa y demoniaca.

Para sorpresa de los aventureros, el rostro de Elsevir se dividió en forma vertical, dejando al descubierto un enorme ojo ciclópeo vertical.

—¡Alabadme, pues yo soy vuestro dios! ¡Yo soy… Zoliat!

El cuerpo del gnomo se agitó y se deformó, transformándose en una masa purulenta que tomó la forma de un horror con un gran ojo vertical que agitaba sus largos tentáculos y movía asquerosamente sus gigantes colmillos.

—¡Soy libre al fin, y todo en este mundo será mío! —gritó la horripilante criatura que se hacía llamar Zoliat.

Regurgitando palabras que no se habían pronunciado desde que los Dioses Antiguos lo habían sellado debajo de Zarc, Zoliat convulsionó. Su cuerpo se contrajo, mientras liberaba una gran energía, que mandó a volar a los aventureros hacía los rincones infinitos de aquél espacio sin forma. Carcajadas blasfemas y palabras malditas llenaban sus mentes, envolviéndolos en el caos de la locura. Una locura que se retorcía en manos que no eran manos, girando ciegamente y dejando atrás sombras espectrales de blasfemia podrida. Y luego, los horrores de los abismos que están más allá de las estrellas. Vieron los cadáveres de los planetas muertos y el vacío inmundo de la estrella hambrienta, Acamar; al Hambre de Ébano, excretando su purulenta demencia en el Abismo de oscuridad; a los Dioses del Caos y su maldita progenie, quienes esparcen su depravación por todo el cosmos; y a los seres que bailan estúpida y eternamente, al son de címbalos malditos alrededor de la Blasfemia burbujeante, el Origen del Caos que esta sellado en el confín del infinito.

Y después la luz… una luz y una voz, que los guiaba nuevamente al mundo del velo, que salvaguarda la mente de los mortales de las verdades aterradoras que habitan mas allá de las estrellas…


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Anzu - 19/07/2015

Ya he publicado el capitulo final de "El Creador de Muñecas" en el wattpad. Ahora comienza Ouroboros, que ocurre unos años después de los eventos del Creador de Muñecas. También lo he publicado allá, para quienes estén interesados dejo el link: https://www.wattpad.com/myworks/45126821-ciclo-del-sol-negro-ii-ouroboros

Gracias a todos los que me han leído hasta el momento.


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Aljamar - 03/11/2015

Buenas gente!

No sé si el hilo está muy activo porque hace ya un tiempo del ultimo post, pero estoy repasando historias anteriores a mi llegada a este gran foro y quería comentar esta...

Bueno, pues allá vamos.

De momento he leído la mitad, más o menos, y en líneas generales he de decir que me ha gustado mucho. Destaco como puntos positivos los personajes, que me parecen interesantes, bastante definidos y diferentes entre sí. Me gusta sobretodo el elfo y el gato, muy original!

La explicación sobre la magia y su uso también me ha parecido conseguida, sencilla y clara.

También me ha gustado la batalla del golem, aunque la de los zombis no la veo tan conseguida, me resulta un poco liosa.

Destacar tambien la fluidez de la lectura y el buen ritmo.

Vamos, que es una de mis historias favoritas de Fantasitura!

Saludos! Nos leemos


RE: [Fantasía Epica] Ciclo del Sol Negro - Parte I: El Creador de Muñecas - Anzu - 10/11/2015

Hola, y pues, primero que todo gracias por leer Big Grin

Pues por cosas de la vida he dejado Fantasitura un poco abandonada, de hecho me pasé hoy por pura casualidad. Pero la historia como tal la he continuado/actualizado en mi cuenta de Wattpad, te dejo el link por si sigues interesado en leer:

https://www.wattpad.com/story/52717566-ciclo-del-sol-negro-i-el-creador-de-mu%C3%B1ecas