03/05/2019 12:37 PM
—¿Ves? Tiras de esta anilla y la armadura queda suelta.
El sonido del cierre al desprenderse acompañó las palabras de Kelta.
—Presionas y sacas. No es tan difícil, puedes dejar de utilizar esos métodos tan salvajes que usas.
Silencio.
Tiró de la armadura. Al mirarla, maldijo por lo bajo: tenía abolladuras por todos lados y eso significaba que solo le darían un par de monedas por ella. La dejó en el carro.
Extraída la cota, rebuscó debajo.
—A veces me pregunto qué hice mal para terminar en este trabajo. Entonces recuerdo lo mal que lo pasé. —Kelta levantó la cabeza y miró a los ojos negros—. No te creas tan gallito porque tengas ese cuerpo delgaducho. Hubo un tiempo que pasé más hambre que tú.
Terminó sacando algo de uno de los bolsillos de la camisa, estaba manchado de sangre.
—Pero no hablo del hambre sino del dolor de perder todo lo que tienes, y yo tenía muchas cosas: marido, hijos, casa, trabajo y hasta un jodido perro. Era del monte Hicos. No te voy a engañar, me encantaba ese perro.
Limpió el objeto con su manga sucia y silbó emocionada. Admiró la gema antes de guardarla en un bolsillo. Luego le dio la vuelta al cadáver. Encontró la espada debajo. La sopesó y la tiró al carro.
—Un día, volví de la ciudad cercana con un saco de grano. Los encontré muertos… La granja quemada… y el perro, con esa pobre criatura se habían cebado. —Kelta se detuvo con la mano en el bolsillo trasero, congelada por el recuerdo—. Nunca te fíes de un saco de grano, son traicioneros. Vas a buscarlos y te roban la oportunidad de morir con tu familia.
Kelta comenzó a quitarle los zapatos. Estaban intactos. Por ellos sacaría buen dinero.
—Me lo tomé lo mejor que pude. El mundo se ve de manera diferente si eres una vulgar saqueadora. —Alzó una bota y señaló con ella a la figura que la miraba—. Piénsalo un momento. Llegas cuando la batalla ha terminado. Luchas contra el olor y el asco; con los propios animales carroñeros y desvalijas todo lo que pillas antes de que otros saqueadores, más peligrosos, decidan que ese era su cadáver.
Kelta guardó la bota en el carro y abrió la boca del soldado.
—Los dientes son una buena fuente de dinero también —dijo mirando de reojo al hombre.
La boca estaba podrida como un animal lleno de gusanos. Casi le habían hecho un favor matándolo.
—Bueno, y eso es todo. A partir de aquí podrías coger los órganos o casi cualquier parte del cuerpo para venderla en Valathis. El problema es que ha habido una epidemia hace poco y cuerpos no les faltan.
Kelta se incorporó, sacó una daga y se acercó a la figura de ojos negros. Se agachó a su altura y apretó bien la mordaza que lo mantenía callado. El hombre se removió inquieto en sus ataduras mientras Kelta se acercaba a su oído con el filo de la daga mordiendo la carne del cuello.
—Hace diez años, mi hija salió de su escondite pensando que era yo —susurró—. Te pilló desvalijando a su hermano y a su padre, recogiendo cada pequeña cosa que tuviera valor, y no pudiste dejarla vivir, ¿verdad? No pudiste porque te había visto saqueando los restos de mi familia…
Kelta hundió la daga hasta el fondo sin parar de mirar a los ojos que pasaban del miedo a la sorpresa, al dolor, al pánico y, finalmente, al vacío.
La saqueadora cerró los ojos, disfrutando del momento. Después, comenzó a quitarle las botas.
—Nunca te fíes de un saco de grano, son traicioneros...
El sonido del cierre al desprenderse acompañó las palabras de Kelta.
—Presionas y sacas. No es tan difícil, puedes dejar de utilizar esos métodos tan salvajes que usas.
Silencio.
Tiró de la armadura. Al mirarla, maldijo por lo bajo: tenía abolladuras por todos lados y eso significaba que solo le darían un par de monedas por ella. La dejó en el carro.
Extraída la cota, rebuscó debajo.
—A veces me pregunto qué hice mal para terminar en este trabajo. Entonces recuerdo lo mal que lo pasé. —Kelta levantó la cabeza y miró a los ojos negros—. No te creas tan gallito porque tengas ese cuerpo delgaducho. Hubo un tiempo que pasé más hambre que tú.
Terminó sacando algo de uno de los bolsillos de la camisa, estaba manchado de sangre.
—Pero no hablo del hambre sino del dolor de perder todo lo que tienes, y yo tenía muchas cosas: marido, hijos, casa, trabajo y hasta un jodido perro. Era del monte Hicos. No te voy a engañar, me encantaba ese perro.
Limpió el objeto con su manga sucia y silbó emocionada. Admiró la gema antes de guardarla en un bolsillo. Luego le dio la vuelta al cadáver. Encontró la espada debajo. La sopesó y la tiró al carro.
—Un día, volví de la ciudad cercana con un saco de grano. Los encontré muertos… La granja quemada… y el perro, con esa pobre criatura se habían cebado. —Kelta se detuvo con la mano en el bolsillo trasero, congelada por el recuerdo—. Nunca te fíes de un saco de grano, son traicioneros. Vas a buscarlos y te roban la oportunidad de morir con tu familia.
Kelta comenzó a quitarle los zapatos. Estaban intactos. Por ellos sacaría buen dinero.
—Me lo tomé lo mejor que pude. El mundo se ve de manera diferente si eres una vulgar saqueadora. —Alzó una bota y señaló con ella a la figura que la miraba—. Piénsalo un momento. Llegas cuando la batalla ha terminado. Luchas contra el olor y el asco; con los propios animales carroñeros y desvalijas todo lo que pillas antes de que otros saqueadores, más peligrosos, decidan que ese era su cadáver.
Kelta guardó la bota en el carro y abrió la boca del soldado.
—Los dientes son una buena fuente de dinero también —dijo mirando de reojo al hombre.
La boca estaba podrida como un animal lleno de gusanos. Casi le habían hecho un favor matándolo.
—Bueno, y eso es todo. A partir de aquí podrías coger los órganos o casi cualquier parte del cuerpo para venderla en Valathis. El problema es que ha habido una epidemia hace poco y cuerpos no les faltan.
Kelta se incorporó, sacó una daga y se acercó a la figura de ojos negros. Se agachó a su altura y apretó bien la mordaza que lo mantenía callado. El hombre se removió inquieto en sus ataduras mientras Kelta se acercaba a su oído con el filo de la daga mordiendo la carne del cuello.
—Hace diez años, mi hija salió de su escondite pensando que era yo —susurró—. Te pilló desvalijando a su hermano y a su padre, recogiendo cada pequeña cosa que tuviera valor, y no pudiste dejarla vivir, ¿verdad? No pudiste porque te había visto saqueando los restos de mi familia…
Kelta hundió la daga hasta el fondo sin parar de mirar a los ojos que pasaban del miedo a la sorpresa, al dolor, al pánico y, finalmente, al vacío.
La saqueadora cerró los ojos, disfrutando del momento. Después, comenzó a quitarle las botas.
—Nunca te fíes de un saco de grano, son traicioneros...