26/02/2015 12:07 AM
Capìtulo III
Una Huída Perfecta
La puesta de sol inminente en el horizonte infinito, se dibujaba en los ojos de Lidias que le salía a encuentro. La princesa contempló el rojizo firmamento unirse con la agreste tierra de occidente. Apretando con inercia las riendas de su caballo, con las manos acalambradas y entumecidas.
Hacía ya dos horas que el rocín avanzaba al paso, la princesa no se había percatado, pero ya no le guiaba. Mientras miraba la esfera brillante ser devorada por las pardas montañas, salió de pronto de su estado de letargo ¿Dónde estaba?—No tenía remota idea—, lo cierto es que en algún punto al sur, de donde fuera que estuviera el palacio que había dejado el día anterior.
Ya no la seguían, o al menos estaba segura de que le habían perdido el rastro muchas horas atrás. Se dejó caer hacia adelante apoyándose sobre las crines de la cabalgadura, que echaba resoplidos mientras seguía con su parsimoniosa marcha: parecía que sólo mecía a la muchacha sobre el lomo. Los muslos le dolían horrorosamente, no había reparado que llevaba cabalgando por horas (un día y una noche), que había pasado a toda carrera, escapando de los hombres de la Sagrada Orden. No había tenido tiempo de comer, apenas y de beber —al menos en algún momento tenía recuerdo de haberlo hecho—, sin embargo, hasta ahora no había sentido nada: ni hambre, ni sed y mucho menos se había percatado de que se había privado del resto de sus necesidades. El sonido inconfundible del caballo vaciando su vejiga llegó a sus oídos, la princesa aún rendida sobre el cuello del animal apretó con la mano las crines y con la otra, que caía lánguida apenas sujetando la rienda se ayudó para enderezarse nuevamente sobre la montura.
—Bueno, debes estar tanto o más exhausto que yo de seguro. —Se apeó con un esfuerzo sobrehumano, al sentir como las piernas entumecidas le temblaban cuando quiso posarse sobre el estribo—. Después de todo, aquí parece buen lugar para estirar las piernas y tú y yo debemos comer y descansar.
“Envuelta en el talego, que encontró en los establos, salió tranquilamente y atravesó el portal apenas llamando la atención de la guardia. Sin embargo, sabía que cuando notaran su ausencia empezaría una búsqueda incesante. Así que a toda espuela avanzó hasta la finca de los Tres Abetos, sabiendo que Lord Condrid se había mudado al palacio y que por desgracia Ser Roman estaba en los calabozos.
Los siervos de la casa le dieron bienvenida, una vez allí Lidias pidió hablar con Jen, el escudero de Ser Roman.
—No me trae hasta aquí la buenaventura —confesó, cerrando la puerta de la sala para asegurar la discreción—. Tu señor se someterá a juicio en tres semanas. No será un juicio justo.
—Está hablando de confabulación. —El siervo se mostró sorprendido—. Toda la casa está sufriendo con la noticia.
—Y podría tener un desenlace aún más triste —enfatizó Lidias mirando con disimulo a la ventana, deseando no aparecieran los hombres del palacio buscándola—. Me iré en busca de la verdad.
—¿Se irá de la capital señorita? —inquirió Jen— ¿El señor sabe de esto?
—No —se apuró en contestar—. Y no tampoco debe saberlo. Encontraré al verdadero asesino y limpiaré el nombre de tu señor y el mío.
—¿El suyo mi dama? —El ceño de Jen se frunció—. Usted no tiene nada que demostrar.
—Conspiran en mi contra en la Torre Púrpura. —Lidias se apuró y se acercó más a Jen—. Lo cierto es que necesito tu ayuda. Concédeme el dinero que Roman puso a tu custodia. Lo devolveré apenas pueda regresar al palacio en condiciones de hacerlo.
—No se preocupe mi dama. —El escudero reverenció a Lidias e hizo ademán que lo esperara—. El señor ya me indicó que le sirva a usted como si de él se tratara. Ya regreso.
El escudero salió de la sala, mientras Lidias se quedaba allí mirando la ventana con nerviosismo. De pronto los estandartes purpura de la Torre de Interventores se dejaron ver en la lejanía, las tropas del Canciller venían a la finca, seguramente en su búsqueda. Jen venía por el pasillo cargando tres bolsas de oro, la princesa corrió a su encuentro y las recibió con prisa. Una venia despidió al escudero y la muchacha desapareció rauda por el pasillo. Afuera se montó al caballo y hundió las espuelas, partiendo una impredecible carrera hasta el portón. De frente a solo unos cien metros, los hombres de la Torre cabalgaban a su encuentro, Lidias salió del camino adentrándose en la floresta.”
Se llevó ambas manos a los muslos, las frotó para desentumecerse las piernas y aplacar el agudo dolor que estaba sintiendo «¿Como hacen los varones cuando cabalgan durante días?», el escozor no parecía menguar por más que se sobaba
—Me has recordado de que yo tampoco he liberado mi vejiga en todo el camino. Encima está oscureciendo y comprenderás que no tengo la suerte tuya. —Le dijo a su montura.
Miró la enorme posa que la bestia había dejado bajo sí; luego observó en derredor, era una llanura tosca y polvorienta, habían algunos guijarros y pedruscos enormes esparcidos a la redonda. Más atrás aun podía ver las sombras del lejano bosque de abetos, el cual unas dos horas atrás había cruzado. Ahora el paisaje era menos frondoso, no había arboles cercanos, uno que otro espino de cuatro palmos y algunos arbustos faltos de verdor; eso sí, a unas cuantas varas se podía apreciar una pradera cubierta de pastizales amarillentos «Mi modo. Aquí no hay nadie y tampoco creo que pueda aguantar un poco más». Se alejó un par de varas, aflojó las grebas y se bajó la calza, hasta un poco más arriba de las rodillas. Despacio y ayudándose con las manos sobre el regazo se puso de cuclillas, acompañada siempre del incomodo dolor muscular producto de la larga cabalgata. El líquido humedeció el reseco suelo un instante considerable, después de todo llevaba más de un día reteniéndose
—Procura no mirarme, ya es suficiente humillación tener que hacer esto delante de alguien, aunque ese alguien sea un animal.
Lidias hablaba con su caballo para no sentirse tan sola, mientras lo guiaba hasta la pradera próxima, para que este pudiera pastar. Ya había anochecido, pero la enorme esfera plateada en el firmamento iluminaba tanto aquella vasta llanura, que más que una noche parecía un día azuloso. Luego de beberse más de la mitad de su cantimplora, la princesa echó mano de sus alforjas en busca de queso y algunas zetas secas, de las que se había hecho antes de partir.
Estaba helando, y la inmensa planicie no ofrecía ningún cobijo al implacable frío que llegaba sin piedad a malograr a la joven. Aun cuando era verano, en aquellas zonas tan al norte del continente la temperatura jamás se elevaba lo suficiente; mucho menos por las noches. Lidias comprendió que tenía que encender una fogata, si quería amanecer viva, por otra parte desistió de su idea al pensar que; seguramente de estarla buscando, el fuego atraería la atención de sus perseguidores. Como pudo se acomodó entre las escasas cobijas que traía consigo y se arropó con todo lo que pudo echarse encima, montura y ceñidor incluidos. Tampoco se quitó del todo sus corazas, excepto las hombreras que provistas de un forro acolchado usó de buena almohada. No le costó tanto como creyó cerrar los ojos y dormir, considerando lo cansada, dolorida e insolada que estaba.
***
Las caricias tibias de la alborada, con sus rallos de luz, desvelaron los claros ojos de la princesa, que de súbito aparecieron tras el despertar de sus parpados. El hermoso rostro ahora sucio y su liso cabello lleno de polvo y semillas de pasto, era lo único que apenas sobresalía del cuerpo bajo las mantillas, todo el cuero y la montura incluida que le arropaban. Se llevó la mano a la frente a modo de visera, para evitar que los rayos del sol le encandilaran la mirada. Localizó a su palafrén que pastaba en la pradera a pocos metros de su improvisado lecho. Se enderezó comprobando que el dolor en sus muslos no se había ido, peor aún había empeorado, al menos ahora solo era muscular y el escozor entre sus piernas ya se había marchado. A pesar de que Lidias acostumbraba a usar calzas de cuero para equitación, aun en su cotidiano, el roce del galope y el calor de todo un día a horcajas, le habían dañado la piel al interior de los muslos.
Abrió la alforja y sacó algo más de queso para desayunar, mientras lo hacía, sentada de costado como estaba apoyando el peso de su cuerpo sobre el brazo izquierdo y con el otro llevándose a la boca el alimento, prestó atención a toda la llanura, ahora que se le hacía más sencillo con la luz del día y su ánimo menos cansado. Las grandes montañas pardas que contempló el pasado atardecer, eran nada menos que las cumbres de Ninnei, lejanas en el horizonte, no podrían ser otras, pues sabía que había viajado siempre en línea recta, transversal a la ciudad de Freidham, su hogar. Si bien la princesa poco conocía por sí misma fuera del palacio, según mapas que bien había estudiado, ella debería estar en las estepas de Reodem,—o no muy lejos de allí—. Si eso era cierto, la civilización no debía estar muy lejos, Reodem, tenía entendido era una ciudad de mineros, el comercio era prospero, aunque era un sitio peligroso, allí llegaba todo tipo de varones, desde honrados trabajadores optimistas y ambiciosos buscadores de fortuna, hasta ladrones, violadores y asesinos en busca de nuevas y mejores oportunidades. Aunque no lo había decidido así desde un principio, quizá el destino la traía hasta estas tierras por una buena razón. De ser afortunada, aquel sitio, era el mejor lugar para comenzar a buscar pistas (de haberlas), del verdadero asesino de su padre. Como fuera era el lugar exacto en donde podría encontrarse a mercenarios, sicarios y toda clase de mal vividores dispuestos a ofrecer sus oscuros servicios a cambio de buena paga.
Lidias ensilló el caballo y retomó su ahora preparado rumbo, aunque no terminaba de decidirse si Reodem estaría más al norte o más al sur desde donde ella estaba, sin embargo, optó por lo más sensato que le pareció: continuar en línea recta hacia las montañas; si bien no sabía si más al norte o más al sur, la ciudad estaba prácticamente enclavada en las montañas. Así pues, de cualquier modo aún tenía que estar más cerca de las cumbres para decidir dónde ir, quien sabía si la fortuna le sonreía, quizá hasta se encontrara de frentón con las murallas de la urbe.
Recordó que el rocín no había bebido un sorbo durante todo el viaje, de inmediato un calofrío recorrió todo su cuerpo, de solo pensar que aquel bruto podría morir de súbito, si no encontraba la forma de hidratarlo cuanto antes. La sobre exigencia de la cabalgata del día anterior debía tenerlo muy a mal traer y Lidias había oído historias de varones que quedaban en medio de travesías enormes y sin transporte, cuando sus monturas perecían por la sobre exigencia. A menudo esos varones también morían en la soledad de las estepas, cuando el frío y el hambre los devastaba.
No podía dejar que su caballo muriera de sed, sin él salir de aquel llano se veía una tarea difícil, más aun si todavía le seguían, no tendría oportunidad de escape de no contar con su montura. Estos pensamientos desaparecieron al instante, cuando comprobaba que el aroma en la brisa se tornaba húmedo y el sonido inconfundible de un arroyo, la hicieron acelerar el paso.
No podía tener mejor suerte hasta ahora, encontrarse justo a tiempo con un afluente, le alegraba el día enormemente, primeramente porque podría saciar a su bridón y en segundo lugar el río era la mejor guía que podría querer para encontrar la civilización, ahora sólo tendría que seguirlo aguas arriba y sería cosa de tiempo hasta hallar un poblado, o quizá hasta la misma Reodem. Si bien parecía que el azar estaba de su parte, tampoco se lo puso tan fácil, después de todo, encontró el río; pero llegar a sus aguas por ahora estaba complicado, justo bajando una quebrada, donde la foresta parecía emerger de la nada, un tupido bosque de robles le saludaba y se burlaba de su desdicha al no poder bajar el empinado barranco que les separaba de ellos y el río. Echó trote bordeando el precipicio con la esperanza de encontrar más adelante alguna pendiente menos elevada, donde poder bajar. No pasó mucho hasta que divisó a lo lejos una sección del despeñadero, donde de seguro podría descender. El paisaje era bellísimo, comparado con la árida estepa por la que había caminado largo rato, ahora se adentraba en una llanura más húmeda, llena de verde, arbustos, prado, hierba fresca y turgente; y todo bajo la sombra de enormes robles, que daban la bienvenida a las riveras de aquel torrente cristalino.
El bayo se acercó sin timidez y bebió enseguida de las tranquilas aguas, una vez alcanzada la orilla. Inmediatamente Lidias observó a su alrededor y notó que el bosque le cerraba la vista al intentar mirar por sobre las copas de los gigantes, lo cual le impedía ver el borde del precipicio que había bordeado un rato antes, recordó que ella tampoco podía ver hacia abajo con toda claridad directo a las riveras del arroyo y enseguida comprendió que el lugar era perfecto para avanzar oculta en busca de la urbe. También miró aquellas aguas, que le invitaban a refrescarse; no creyó que fuera una mala idea, después de todo se sentía muy acalorada bajo sus ropas y la armadura, además de saberse sucia y sudada después de tanto viaje, no le venía nada mal un buen baño en ese momento. Se sentó en una roca y comenzó a quitarse las botas de cuero de nutria; desnudó sus blancos y pequeños pies, que sintió libres y aliviados después de tanto martirio.
Titubeó un poco y echó varias miradas a todos lados antes de continuar, luego se despojó de las calzas, que dejó estiradas sobre la roca junto a la greba, el peto de acero y las hombreras de cuero y metal; además del grueso cinturón, desde el cual colgaba también la vaina que enfundaba su alfanje. Entonces dejó a la vista sus oblongas pantorrillas, que trepaban hasta torneados y bruñidos muslos; parecían no tener fin hasta perderse convertidos en redondas y firmes nalgas descansando sobre la gris piedra. Descolgó la tira de cuero que colgaba a su espalda, donde traía bien fija una ballesta de mano, cargada y dispuesta a descargar sus dos tiros cuando su delicada mano presionara el gatillo: la colocó a su vera y prosiguió a desnudar su torso.
Una menuda cintura, contenía aquel suave y liso abdomen que de no haber sido por hoyuelo del ombligo, costaría creer que aquella hembra no haya sido un ángel. Los pechos que aún no alcanzaban su tamaño adulto; se erguían tersos, redondos, perfectos cual escultura del más fino mármol, dotados de delicados y rosados pezones que se irguieron al contacto con la fresca brisa que les acariciaba. Allí estaba Lidias, completamente desnuda con su ballesta de mano en la izquierda y el alfanje en la derecha. Se abrió camino entre los arbustos que la separaban de la rivera y caminó descalza sobre la arenisca húmeda, haciendo molde de sus pies cada vez que pisaba; entró lentamente al agua, pasando por el lado del palafrén que continuaba bebiendo.
Una Huída Perfecta
La puesta de sol inminente en el horizonte infinito, se dibujaba en los ojos de Lidias que le salía a encuentro. La princesa contempló el rojizo firmamento unirse con la agreste tierra de occidente. Apretando con inercia las riendas de su caballo, con las manos acalambradas y entumecidas.
Hacía ya dos horas que el rocín avanzaba al paso, la princesa no se había percatado, pero ya no le guiaba. Mientras miraba la esfera brillante ser devorada por las pardas montañas, salió de pronto de su estado de letargo ¿Dónde estaba?—No tenía remota idea—, lo cierto es que en algún punto al sur, de donde fuera que estuviera el palacio que había dejado el día anterior.
Ya no la seguían, o al menos estaba segura de que le habían perdido el rastro muchas horas atrás. Se dejó caer hacia adelante apoyándose sobre las crines de la cabalgadura, que echaba resoplidos mientras seguía con su parsimoniosa marcha: parecía que sólo mecía a la muchacha sobre el lomo. Los muslos le dolían horrorosamente, no había reparado que llevaba cabalgando por horas (un día y una noche), que había pasado a toda carrera, escapando de los hombres de la Sagrada Orden. No había tenido tiempo de comer, apenas y de beber —al menos en algún momento tenía recuerdo de haberlo hecho—, sin embargo, hasta ahora no había sentido nada: ni hambre, ni sed y mucho menos se había percatado de que se había privado del resto de sus necesidades. El sonido inconfundible del caballo vaciando su vejiga llegó a sus oídos, la princesa aún rendida sobre el cuello del animal apretó con la mano las crines y con la otra, que caía lánguida apenas sujetando la rienda se ayudó para enderezarse nuevamente sobre la montura.
—Bueno, debes estar tanto o más exhausto que yo de seguro. —Se apeó con un esfuerzo sobrehumano, al sentir como las piernas entumecidas le temblaban cuando quiso posarse sobre el estribo—. Después de todo, aquí parece buen lugar para estirar las piernas y tú y yo debemos comer y descansar.
“Envuelta en el talego, que encontró en los establos, salió tranquilamente y atravesó el portal apenas llamando la atención de la guardia. Sin embargo, sabía que cuando notaran su ausencia empezaría una búsqueda incesante. Así que a toda espuela avanzó hasta la finca de los Tres Abetos, sabiendo que Lord Condrid se había mudado al palacio y que por desgracia Ser Roman estaba en los calabozos.
Los siervos de la casa le dieron bienvenida, una vez allí Lidias pidió hablar con Jen, el escudero de Ser Roman.
—No me trae hasta aquí la buenaventura —confesó, cerrando la puerta de la sala para asegurar la discreción—. Tu señor se someterá a juicio en tres semanas. No será un juicio justo.
—Está hablando de confabulación. —El siervo se mostró sorprendido—. Toda la casa está sufriendo con la noticia.
—Y podría tener un desenlace aún más triste —enfatizó Lidias mirando con disimulo a la ventana, deseando no aparecieran los hombres del palacio buscándola—. Me iré en busca de la verdad.
—¿Se irá de la capital señorita? —inquirió Jen— ¿El señor sabe de esto?
—No —se apuró en contestar—. Y no tampoco debe saberlo. Encontraré al verdadero asesino y limpiaré el nombre de tu señor y el mío.
—¿El suyo mi dama? —El ceño de Jen se frunció—. Usted no tiene nada que demostrar.
—Conspiran en mi contra en la Torre Púrpura. —Lidias se apuró y se acercó más a Jen—. Lo cierto es que necesito tu ayuda. Concédeme el dinero que Roman puso a tu custodia. Lo devolveré apenas pueda regresar al palacio en condiciones de hacerlo.
—No se preocupe mi dama. —El escudero reverenció a Lidias e hizo ademán que lo esperara—. El señor ya me indicó que le sirva a usted como si de él se tratara. Ya regreso.
El escudero salió de la sala, mientras Lidias se quedaba allí mirando la ventana con nerviosismo. De pronto los estandartes purpura de la Torre de Interventores se dejaron ver en la lejanía, las tropas del Canciller venían a la finca, seguramente en su búsqueda. Jen venía por el pasillo cargando tres bolsas de oro, la princesa corrió a su encuentro y las recibió con prisa. Una venia despidió al escudero y la muchacha desapareció rauda por el pasillo. Afuera se montó al caballo y hundió las espuelas, partiendo una impredecible carrera hasta el portón. De frente a solo unos cien metros, los hombres de la Torre cabalgaban a su encuentro, Lidias salió del camino adentrándose en la floresta.”
Se llevó ambas manos a los muslos, las frotó para desentumecerse las piernas y aplacar el agudo dolor que estaba sintiendo «¿Como hacen los varones cuando cabalgan durante días?», el escozor no parecía menguar por más que se sobaba
—Me has recordado de que yo tampoco he liberado mi vejiga en todo el camino. Encima está oscureciendo y comprenderás que no tengo la suerte tuya. —Le dijo a su montura.
Miró la enorme posa que la bestia había dejado bajo sí; luego observó en derredor, era una llanura tosca y polvorienta, habían algunos guijarros y pedruscos enormes esparcidos a la redonda. Más atrás aun podía ver las sombras del lejano bosque de abetos, el cual unas dos horas atrás había cruzado. Ahora el paisaje era menos frondoso, no había arboles cercanos, uno que otro espino de cuatro palmos y algunos arbustos faltos de verdor; eso sí, a unas cuantas varas se podía apreciar una pradera cubierta de pastizales amarillentos «Mi modo. Aquí no hay nadie y tampoco creo que pueda aguantar un poco más». Se alejó un par de varas, aflojó las grebas y se bajó la calza, hasta un poco más arriba de las rodillas. Despacio y ayudándose con las manos sobre el regazo se puso de cuclillas, acompañada siempre del incomodo dolor muscular producto de la larga cabalgata. El líquido humedeció el reseco suelo un instante considerable, después de todo llevaba más de un día reteniéndose
—Procura no mirarme, ya es suficiente humillación tener que hacer esto delante de alguien, aunque ese alguien sea un animal.
Lidias hablaba con su caballo para no sentirse tan sola, mientras lo guiaba hasta la pradera próxima, para que este pudiera pastar. Ya había anochecido, pero la enorme esfera plateada en el firmamento iluminaba tanto aquella vasta llanura, que más que una noche parecía un día azuloso. Luego de beberse más de la mitad de su cantimplora, la princesa echó mano de sus alforjas en busca de queso y algunas zetas secas, de las que se había hecho antes de partir.
Estaba helando, y la inmensa planicie no ofrecía ningún cobijo al implacable frío que llegaba sin piedad a malograr a la joven. Aun cuando era verano, en aquellas zonas tan al norte del continente la temperatura jamás se elevaba lo suficiente; mucho menos por las noches. Lidias comprendió que tenía que encender una fogata, si quería amanecer viva, por otra parte desistió de su idea al pensar que; seguramente de estarla buscando, el fuego atraería la atención de sus perseguidores. Como pudo se acomodó entre las escasas cobijas que traía consigo y se arropó con todo lo que pudo echarse encima, montura y ceñidor incluidos. Tampoco se quitó del todo sus corazas, excepto las hombreras que provistas de un forro acolchado usó de buena almohada. No le costó tanto como creyó cerrar los ojos y dormir, considerando lo cansada, dolorida e insolada que estaba.
***
Las caricias tibias de la alborada, con sus rallos de luz, desvelaron los claros ojos de la princesa, que de súbito aparecieron tras el despertar de sus parpados. El hermoso rostro ahora sucio y su liso cabello lleno de polvo y semillas de pasto, era lo único que apenas sobresalía del cuerpo bajo las mantillas, todo el cuero y la montura incluida que le arropaban. Se llevó la mano a la frente a modo de visera, para evitar que los rayos del sol le encandilaran la mirada. Localizó a su palafrén que pastaba en la pradera a pocos metros de su improvisado lecho. Se enderezó comprobando que el dolor en sus muslos no se había ido, peor aún había empeorado, al menos ahora solo era muscular y el escozor entre sus piernas ya se había marchado. A pesar de que Lidias acostumbraba a usar calzas de cuero para equitación, aun en su cotidiano, el roce del galope y el calor de todo un día a horcajas, le habían dañado la piel al interior de los muslos.
Abrió la alforja y sacó algo más de queso para desayunar, mientras lo hacía, sentada de costado como estaba apoyando el peso de su cuerpo sobre el brazo izquierdo y con el otro llevándose a la boca el alimento, prestó atención a toda la llanura, ahora que se le hacía más sencillo con la luz del día y su ánimo menos cansado. Las grandes montañas pardas que contempló el pasado atardecer, eran nada menos que las cumbres de Ninnei, lejanas en el horizonte, no podrían ser otras, pues sabía que había viajado siempre en línea recta, transversal a la ciudad de Freidham, su hogar. Si bien la princesa poco conocía por sí misma fuera del palacio, según mapas que bien había estudiado, ella debería estar en las estepas de Reodem,—o no muy lejos de allí—. Si eso era cierto, la civilización no debía estar muy lejos, Reodem, tenía entendido era una ciudad de mineros, el comercio era prospero, aunque era un sitio peligroso, allí llegaba todo tipo de varones, desde honrados trabajadores optimistas y ambiciosos buscadores de fortuna, hasta ladrones, violadores y asesinos en busca de nuevas y mejores oportunidades. Aunque no lo había decidido así desde un principio, quizá el destino la traía hasta estas tierras por una buena razón. De ser afortunada, aquel sitio, era el mejor lugar para comenzar a buscar pistas (de haberlas), del verdadero asesino de su padre. Como fuera era el lugar exacto en donde podría encontrarse a mercenarios, sicarios y toda clase de mal vividores dispuestos a ofrecer sus oscuros servicios a cambio de buena paga.
Lidias ensilló el caballo y retomó su ahora preparado rumbo, aunque no terminaba de decidirse si Reodem estaría más al norte o más al sur desde donde ella estaba, sin embargo, optó por lo más sensato que le pareció: continuar en línea recta hacia las montañas; si bien no sabía si más al norte o más al sur, la ciudad estaba prácticamente enclavada en las montañas. Así pues, de cualquier modo aún tenía que estar más cerca de las cumbres para decidir dónde ir, quien sabía si la fortuna le sonreía, quizá hasta se encontrara de frentón con las murallas de la urbe.
Recordó que el rocín no había bebido un sorbo durante todo el viaje, de inmediato un calofrío recorrió todo su cuerpo, de solo pensar que aquel bruto podría morir de súbito, si no encontraba la forma de hidratarlo cuanto antes. La sobre exigencia de la cabalgata del día anterior debía tenerlo muy a mal traer y Lidias había oído historias de varones que quedaban en medio de travesías enormes y sin transporte, cuando sus monturas perecían por la sobre exigencia. A menudo esos varones también morían en la soledad de las estepas, cuando el frío y el hambre los devastaba.
No podía dejar que su caballo muriera de sed, sin él salir de aquel llano se veía una tarea difícil, más aun si todavía le seguían, no tendría oportunidad de escape de no contar con su montura. Estos pensamientos desaparecieron al instante, cuando comprobaba que el aroma en la brisa se tornaba húmedo y el sonido inconfundible de un arroyo, la hicieron acelerar el paso.
No podía tener mejor suerte hasta ahora, encontrarse justo a tiempo con un afluente, le alegraba el día enormemente, primeramente porque podría saciar a su bridón y en segundo lugar el río era la mejor guía que podría querer para encontrar la civilización, ahora sólo tendría que seguirlo aguas arriba y sería cosa de tiempo hasta hallar un poblado, o quizá hasta la misma Reodem. Si bien parecía que el azar estaba de su parte, tampoco se lo puso tan fácil, después de todo, encontró el río; pero llegar a sus aguas por ahora estaba complicado, justo bajando una quebrada, donde la foresta parecía emerger de la nada, un tupido bosque de robles le saludaba y se burlaba de su desdicha al no poder bajar el empinado barranco que les separaba de ellos y el río. Echó trote bordeando el precipicio con la esperanza de encontrar más adelante alguna pendiente menos elevada, donde poder bajar. No pasó mucho hasta que divisó a lo lejos una sección del despeñadero, donde de seguro podría descender. El paisaje era bellísimo, comparado con la árida estepa por la que había caminado largo rato, ahora se adentraba en una llanura más húmeda, llena de verde, arbustos, prado, hierba fresca y turgente; y todo bajo la sombra de enormes robles, que daban la bienvenida a las riveras de aquel torrente cristalino.
El bayo se acercó sin timidez y bebió enseguida de las tranquilas aguas, una vez alcanzada la orilla. Inmediatamente Lidias observó a su alrededor y notó que el bosque le cerraba la vista al intentar mirar por sobre las copas de los gigantes, lo cual le impedía ver el borde del precipicio que había bordeado un rato antes, recordó que ella tampoco podía ver hacia abajo con toda claridad directo a las riveras del arroyo y enseguida comprendió que el lugar era perfecto para avanzar oculta en busca de la urbe. También miró aquellas aguas, que le invitaban a refrescarse; no creyó que fuera una mala idea, después de todo se sentía muy acalorada bajo sus ropas y la armadura, además de saberse sucia y sudada después de tanto viaje, no le venía nada mal un buen baño en ese momento. Se sentó en una roca y comenzó a quitarse las botas de cuero de nutria; desnudó sus blancos y pequeños pies, que sintió libres y aliviados después de tanto martirio.
Titubeó un poco y echó varias miradas a todos lados antes de continuar, luego se despojó de las calzas, que dejó estiradas sobre la roca junto a la greba, el peto de acero y las hombreras de cuero y metal; además del grueso cinturón, desde el cual colgaba también la vaina que enfundaba su alfanje. Entonces dejó a la vista sus oblongas pantorrillas, que trepaban hasta torneados y bruñidos muslos; parecían no tener fin hasta perderse convertidos en redondas y firmes nalgas descansando sobre la gris piedra. Descolgó la tira de cuero que colgaba a su espalda, donde traía bien fija una ballesta de mano, cargada y dispuesta a descargar sus dos tiros cuando su delicada mano presionara el gatillo: la colocó a su vera y prosiguió a desnudar su torso.
Una menuda cintura, contenía aquel suave y liso abdomen que de no haber sido por hoyuelo del ombligo, costaría creer que aquella hembra no haya sido un ángel. Los pechos que aún no alcanzaban su tamaño adulto; se erguían tersos, redondos, perfectos cual escultura del más fino mármol, dotados de delicados y rosados pezones que se irguieron al contacto con la fresca brisa que les acariciaba. Allí estaba Lidias, completamente desnuda con su ballesta de mano en la izquierda y el alfanje en la derecha. Se abrió camino entre los arbustos que la separaban de la rivera y caminó descalza sobre la arenisca húmeda, haciendo molde de sus pies cada vez que pisaba; entró lentamente al agua, pasando por el lado del palafrén que continuaba bebiendo.