Existe la posibilidad, aunque remota, de que este relato tenga un poco de sentido si ya leíste Destruir para sanar y viceversa.
Cuando Ameriev preguntó qué pasaba, Sou le dijo que no hacía falta preocuparse por el niño nuevo.
―¡Deja de llamarme asi! ―gritó Max, y la puerta se sacudió violentamente.
Sí era una forma rara de referirse a su sobrino segundo. Además, ¿cómo que no había que preocuparse? Esa mujer escandalosa podía verse siempre muy tranquila, pero sí se había preocupado por Ameriev cuando él era el “niño nuevo” y sufría una crisis con casi cada persona del Laboratorio a la que le presentaban.
―¿Pero qué le pasa? ―insistió el adivino. Esperaba no tener que preguntarle al propio Max, porque el chico le tenía pavor, quizá más que la mayor parte de la gente. Ese era uno de los aspectos negativos de predecir la muerte.
―Una tontería.
―¡Como puedes decir eso! ―gritó Max. Por un momento pareció que diría algo más, pero en lugar de su voz, solo escucharon arcadas.
―Cree que Gerusa va a matar a Angelito. Cada vez que ese loco ataca en algún lado, Ángel planea ir a detenerlo a costa de su vida.
Era de esperarse. Ese hombre era el asesino más sanguinario de su época y, entre otras cosas, había arrasado con una pequeña aldea en Ogha. Era posible que hiciera algo similar en el Laboratorio del Noveno mundo.
Ese hombre había crecido en un mundo en el que la educación básica era para la conquista y el asesinato, y aún para esos estandares su sed de sangre era considerada una locura. No tenía otro objetivo más que dar muertes violentas a grandes grupos de personas.
Por lo que Ángel había dicho, aquel asesino en serie encontraba satisfacción en un combate desafiante y la subsecuente victoria. No había nada más que eso. Ningún plan siniestro o pretensiones nobles. Sólo un enorme hueco en donde debería estar el alma. Un hueco que intentaba llenar con la sangre de aquellos valientes que osaran enfrentarlo y los débiles que tenían la mala suerte de estar en su camino.
Pero ninguno de ellos estaba entre esas personas. Lo cual era más o menos razonable. Max y Sou no eran débiles, Ángel y Ameriev no eran valientes. Y mala suerte sería la de cualquiera que los enfrentara ahora que estaban juntos. No porque fueran invencibles, siino porque sabían cómo evitar a cualquiera que fuera a vencerlos.
―Lo que Max no entiende ―explicó Sou― es que Ángelito siempre se acobarda en último minuto―de pronto la mujer alzó la voz para que su sobrino la oyera bien:―. Te apuesto lo que quieras a que ni siquiera llega al doceavo piso.
―¡Se dice duodécimo, y ya está ahí! ―replicó el muchacho, y la puerta se abrió de golpe.
La mujer gesticuló un “ups”, y la puerta volvió a cerrarse, pero con suavidad.
―¿Estás…? ―comenzó a preguntar Ameriev, pero la voz de la Sou ahogó a la suya.
―¡Pero no se va a quedar! ―luego, en voz muy baja, se dirigió al adivino―. ¿No se va a quedar, verdad?
¿Él cómo iba a saber eso?
―No va a morir ―dijo lo único que podía asegurar.
―¿Puedes ir y decirle? Por si acaso. Traelo a rastras o algo así. Yo lo haría, pero se supone que mantenga al niño nuevo encerrado para que él no vaya al doceavo piso . No sé por qué. Posiblemente la espada mágica es tan poderosa que Gerusa puede matar a inmortales telequinéticos que saben demasiado.
―A Max tampoco lo mata él ―dijo el adivino, negando con la cabeza.
―¡Cállate! ―gritó el chico, un poco más histérico que antes―. ¡Deja de hablar de como me matan!
―Yo no dije…
―¡Es lo mismo! ¡Es lo mismo! ¡Deja de ver eso! ¡Y ve a buscar a mi tío!
Usualmente, Ameriev diría que “dejaría de ver si pudiera”. Pero no tenía caso explicarselo a Max, porque ya lo sabía.
Ameriev regresó por dónde había venido y tomó las escaleras más cercanas.
Estaba en el octavo piso cuando vio, en el otro extremo del pasillo, al hombre vacío del octavo mundo. También estaba subiendo. La determinación brillaba en sus ojos, pero lo que el adivino vio primero, fueron las razones por las que Ángel nunca dejaba que Max se acercara a él: las cincuenta y dos formas más horribles de ser asesinado por un telequinético. Por lo visto, Max odiaba a ese hombre. O, quizá, conociendo a tantos adivinos, el muchacho sabía sobre las personas a las que Gerusa podría matar y haría literalmente lo que hiciera falta para causar tanto daño que ni la espada irrompible pudiera proteger al psicópata.
Las otras muertes posibles en el futuro del asesino, aunque a manos de otros verdugos, eran igualmente dolorosas. Ninguna de las partes sentía nada más que vergüenza.
Excepto…
Ameriev sonrió.
No era poco común ver una muerte que llenara tanto a quien la sufría. Pero la mayor parte de la gente no hacía más que alejarse de sus finales felices. En cambio este hombre estaba caminando directamente hacia el suyo.
En su ensimismamiento, no vio a Ángel, quien bajaba las gradas que él pretendía subir.
―¡Maldición Ameriev, no llames su atención! ―exclamó su amigo, mientras tiraba de él para que lo acompañara escaleras abajo.
―Sou dijo…
―No, no, no. Lo siento, no puedo hacerlo ―sonaba como si realmente lo sintiera, pero también parecía aterrorizado.
Como si ese tipo de verdad pudiera matarlo. Como si no supiéramos ambos que a un cobarde bien informado como Ángel, sólo puede matarlo un cobarde que vea el futuro.
Ausentes
Max estaba encerrado en el baño y su tía lo esperaba fuera.Cuando Ameriev preguntó qué pasaba, Sou le dijo que no hacía falta preocuparse por el niño nuevo.
―¡Deja de llamarme asi! ―gritó Max, y la puerta se sacudió violentamente.
Sí era una forma rara de referirse a su sobrino segundo. Además, ¿cómo que no había que preocuparse? Esa mujer escandalosa podía verse siempre muy tranquila, pero sí se había preocupado por Ameriev cuando él era el “niño nuevo” y sufría una crisis con casi cada persona del Laboratorio a la que le presentaban.
―¿Pero qué le pasa? ―insistió el adivino. Esperaba no tener que preguntarle al propio Max, porque el chico le tenía pavor, quizá más que la mayor parte de la gente. Ese era uno de los aspectos negativos de predecir la muerte.
―Una tontería.
―¡Como puedes decir eso! ―gritó Max. Por un momento pareció que diría algo más, pero en lugar de su voz, solo escucharon arcadas.
―Cree que Gerusa va a matar a Angelito. Cada vez que ese loco ataca en algún lado, Ángel planea ir a detenerlo a costa de su vida.
Era de esperarse. Ese hombre era el asesino más sanguinario de su época y, entre otras cosas, había arrasado con una pequeña aldea en Ogha. Era posible que hiciera algo similar en el Laboratorio del Noveno mundo.
Ese hombre había crecido en un mundo en el que la educación básica era para la conquista y el asesinato, y aún para esos estandares su sed de sangre era considerada una locura. No tenía otro objetivo más que dar muertes violentas a grandes grupos de personas.
Por lo que Ángel había dicho, aquel asesino en serie encontraba satisfacción en un combate desafiante y la subsecuente victoria. No había nada más que eso. Ningún plan siniestro o pretensiones nobles. Sólo un enorme hueco en donde debería estar el alma. Un hueco que intentaba llenar con la sangre de aquellos valientes que osaran enfrentarlo y los débiles que tenían la mala suerte de estar en su camino.
Pero ninguno de ellos estaba entre esas personas. Lo cual era más o menos razonable. Max y Sou no eran débiles, Ángel y Ameriev no eran valientes. Y mala suerte sería la de cualquiera que los enfrentara ahora que estaban juntos. No porque fueran invencibles, siino porque sabían cómo evitar a cualquiera que fuera a vencerlos.
―Lo que Max no entiende ―explicó Sou― es que Ángelito siempre se acobarda en último minuto―de pronto la mujer alzó la voz para que su sobrino la oyera bien:―. Te apuesto lo que quieras a que ni siquiera llega al doceavo piso.
―¡Se dice duodécimo, y ya está ahí! ―replicó el muchacho, y la puerta se abrió de golpe.
La mujer gesticuló un “ups”, y la puerta volvió a cerrarse, pero con suavidad.
―¿Estás…? ―comenzó a preguntar Ameriev, pero la voz de la Sou ahogó a la suya.
―¡Pero no se va a quedar! ―luego, en voz muy baja, se dirigió al adivino―. ¿No se va a quedar, verdad?
¿Él cómo iba a saber eso?
―No va a morir ―dijo lo único que podía asegurar.
―¿Puedes ir y decirle? Por si acaso. Traelo a rastras o algo así. Yo lo haría, pero se supone que mantenga al niño nuevo encerrado para que él no vaya al doceavo piso . No sé por qué. Posiblemente la espada mágica es tan poderosa que Gerusa puede matar a inmortales telequinéticos que saben demasiado.
―A Max tampoco lo mata él ―dijo el adivino, negando con la cabeza.
―¡Cállate! ―gritó el chico, un poco más histérico que antes―. ¡Deja de hablar de como me matan!
―Yo no dije…
―¡Es lo mismo! ¡Es lo mismo! ¡Deja de ver eso! ¡Y ve a buscar a mi tío!
Usualmente, Ameriev diría que “dejaría de ver si pudiera”. Pero no tenía caso explicarselo a Max, porque ya lo sabía.
Ameriev regresó por dónde había venido y tomó las escaleras más cercanas.
Estaba en el octavo piso cuando vio, en el otro extremo del pasillo, al hombre vacío del octavo mundo. También estaba subiendo. La determinación brillaba en sus ojos, pero lo que el adivino vio primero, fueron las razones por las que Ángel nunca dejaba que Max se acercara a él: las cincuenta y dos formas más horribles de ser asesinado por un telequinético. Por lo visto, Max odiaba a ese hombre. O, quizá, conociendo a tantos adivinos, el muchacho sabía sobre las personas a las que Gerusa podría matar y haría literalmente lo que hiciera falta para causar tanto daño que ni la espada irrompible pudiera proteger al psicópata.
Las otras muertes posibles en el futuro del asesino, aunque a manos de otros verdugos, eran igualmente dolorosas. Ninguna de las partes sentía nada más que vergüenza.
Excepto…
Ameriev sonrió.
No era poco común ver una muerte que llenara tanto a quien la sufría. Pero la mayor parte de la gente no hacía más que alejarse de sus finales felices. En cambio este hombre estaba caminando directamente hacia el suyo.
En su ensimismamiento, no vio a Ángel, quien bajaba las gradas que él pretendía subir.
―¡Maldición Ameriev, no llames su atención! ―exclamó su amigo, mientras tiraba de él para que lo acompañara escaleras abajo.
―Sou dijo…
―No, no, no. Lo siento, no puedo hacerlo ―sonaba como si realmente lo sintiera, pero también parecía aterrorizado.
Como si ese tipo de verdad pudiera matarlo. Como si no supiéramos ambos que a un cobarde bien informado como Ángel, sólo puede matarlo un cobarde que vea el futuro.
El eje de todos los mundos posibles no tiene esquinas ni aristas.