El Traidor de Koralia
Capítulo 4: El Rastro Indeleble
Ya no soy un Kae —murmuró Okanu en alto sin percatarse.
—Sí lo eres amigo. Si ser campesino dependiera únicamente de tener una hoz, si ser panadero dependiera de tener un rodillo; si ser en definitiva cualquier cosa, dependiera exclusivamente de tener un instrumento, entonces tú, mi querido amigo, ya no serías un Kae. Pero como sé que un panadero también puede amasar con las manos y como he conocido a más de un labriego que también trabaja con las suyas, entonces tú, Okanu, eres un Kae… aunque desgraciadamente seas uno sin espada.
—Tú no lo entiendes, Ídrish. Dejé de ser un Kae hace tiempo, dejé de serlo incluso antes de abandonar el Archipiélago Ambarino. Ese día me convertí en el desertor de Koralia. Ese día traicioné todos mis juramentos, ese día me destruí… —…por cumplir una promesa, terminó diciendo para sí.
Ídrish parecía pensar que el silencio no era el mejor consuelo, pero Okanu sabía que el silencio podía ser tu mejor aliado, podía mecerte y consolarte con su calma, con su sosiego. La vida de un Kae era solitaria a menudo, él había aprendido a vivir con ello, apoyándose cuando el lugar y el tiempo lo permitían en las buenas amistades. Como echaba de menos a Madú Tadeiser.
Nunca podré compensarle del todo, pensó Okanu mientras se levantaba de la entrada de la taberna con resolución.
—Debemos continuar, Ídrish. Sea o no un Kae no he abandonado mi tierra para ahora rendirme. Tengo algo que hacer y no puede esperar más —lo dijo con autoridad pero sin convencimiento alguno, sentía que su compromiso flaqueaba, cuanto más se alejaba de Ambaria, cuanto más tiempo pasaba sin nuevas pistas… menos sentido ganaba su sacrificio.
—Me alegra oírlo, sé que no te parecía una buena idea, pero he conseguido una caravana que tiene su propia seguridad, van hasta Megaleia, el precio por ir con ellos es irrisorio.
—Esta bien, si algo he aprendido en este viaje es que debo fiarme más de ti —dijo Okanu tratando de dejar paso al nuevo mundo que se abría ante él.
Ídrish se rascó la cabeza con cara de preocupación.
—¿Pasa algo? —Preguntó Okanu.
—No, no es nada. Tan solo que es hora de que nos vayamos de este lugar.
La caravana constaba de tres carros tirados por un par de cándavos cada uno, un curioso animal popular en aquellas tierras, de aspecto equino pero de menor tamaño y robusto como una vaca. Era ampliamente utilizado para labores de tiro tanto por campesinos como por los comerciantes y a menudo también utilizado como alimento, aunque su carne no es que fuese especialmente apreciada. Ídrish había visto a eses animales en otras ocasiones, eran zoquetes y tercos, costaba una eternidad enseñarles a seguir un simple camino e incluso a pararse sino lo ordenaba el látigo. Pero a cambio eran baratos, puesto que se multiplicaban con facilidad y en aquellas tierras habían proliferado en abundancia por su resistencia tanto al clima como a las largas jornadas.
Ver el trote cansino de los cándavos le recordó lo elegantes y resistentes que eran los caballos de su tierra natal. En Asdarh los caballos eran cuasi divinos, se los trataba con respeto y devoción, sus capacidades y belleza eran ampliamente admiradas en todo Nuc.
Ídrish miraba de reojo al taciturno Kae, iba sentado al igual que él sobre la techumbre cuadrada del carro que cerraba la cola. Así eran los carros en aquellas tierras, unas moles cuadradas en cuyo interior se transportaba el grano y en cuyo exterior superior iba la gente sentada. Un sinsentido por supuesto, pero el comerciante a cargo de la caravana explicó a Ídrish que si el grano iba visible entonces los cándavos se pondrían inevitablemente a girar en círculos tratando de alcanzarlo… esa afirmación confirmó a Ídrish su teoría de que los cándavos debían ser el resultado de apareamientos antiguos entre hermanos.
—Siempre he odiado a estas bestias —dijo para iniciar una conversación.
Okanu respondió encogiéndose de hombros mientras se protegía con mano derecha del sol.
—Vamos anímate, ¿quieres comer algo? —insistió Ídrish mientras lanzaba una manzana en su dirección.
Okanu seguía protegiéndose del sol, por lo que no alcanzó a coger la manzana y esta impacto en su cabeza y rebotó del carro abajo.
—Te pasa algo en la mano izquierda, ¿la tienes inútil o algo? Siempre la llevas cubierta y no la utilizas.
—¿Quieres hacerme un favor? —Ídrish asintió—, pues déjame.
El Ardarhciano tragó saliva y observó como Okanu miraba cabizbajo hacía el horizonte. Ver la mirada perdida de ese hombre entristecía profundamente a Ídrish. Él consideraba que la perdida de una espada no era un asunto tan grave como para perder el espíritu de ese modo. En cambio había algo que a él sí lo hacía sentirse verdaderamente inquieto y no era otra cosa que lo que había visto la noche anterior… las manos del sol negro de los Aefhether en el pergamino que le había entregado Okanu. Ídrish al igual que otros muchos había oido hablar de la legendaria organización que había alimentado cuentos y habladurías a lo largo de todo Nuc… pero a diferencia de la mayoría él sabía que no eran un mito, al menos no completamente.
Los Aefhether habían sido nombrados a lo largo de la historia en diversos momentos de gran inestabilidad y cambio, como la llegada de los Electos al continente Almimuty, así como en las múltiples guerras con los otros pueblos que se habían sucedido desde su llegada. También habían aparecido nombrados en los remotos territorios Acráticos cuando se redactaron las extrañas leyes que los gobiernan actualmente e igualmente se les mencionaba en las escrituras sagradas de Tor-Ailox pese a la polémica entre los eruditos de Meridian sobre si habían sido un añadido posterior. Otras leyendas indemostrables pero populares, los situaban como parte de los fundadores de la Orden de los Verdaderos Emisars e incluso de los famosos capas negras de Partenor. Sus menciones eran múltiples y pese a que algunas carecían de veracidad, otras lo eran indudablemente.
Sí, Ídrish sabía que eran reales era por ser nativo de Asdarh, sus hermanos nombraban a los Aefhether como uno de los mayores peligros de Nuc, tal vez incluso más peligrosos que el pueblo Electo. Todavía podía recordar las charlas que la matriarca le daba sentada sobre las dunas de Asdarh mientras el viento cubría o dejaba al descubierto según su antojo pequeñas montañas blancas, las cuales si se contemplaban en su totalidad dejaban entrever los huesos de una criatura gigantesca:
«Íd, contempla lo majestuosas que debieron ser las Sagradas Criaturas del Desierto, imagina su esplendor en vida y siéntete humilde en la presencia de sus restos. Si tal criatura puede sucumbir al tiempo que no hará con nuestra insignificancia. Recuerda siempre estes huesos Íd, este es el mayor pecado de nuestro pueblo, nosotros arrebatamos estas tierras a las Sagradas Criaturas del Desierto, aceptamos ingenuos las mentiras interesadas de los Aefhether. No eran las criaturas malvadas que nos dijeron… y ahora solo quedan los huesos. Nosotros conseguimos este desierto y ellos prometieron no volverse a inmiscuir en nuestra tierra. Pero el pueblo de Asdarh es consciente de que un día tendrá que pagar el precio…»
Recordando la mecedora voz de la matriarca, Ídrish, concilió el sueño.
—¡Despierta! —gritó Okanu— Despierta Ídrish.
El muchacho parecía tener dificultades para despabilarse.
—Ídrish por favor no es momento para remolonear —insistió Okanu abofeteándolo sin delicadeza.
El joven de piel oscura abrió un ojo con pereza.
—¿Qué ocurre…?
—Nos atacan —dijo Okanu alzando la vista. La penumbra estaba alterada por el primero de los carros que ardía con intensidad. Los cándavos correteaban inquietos y gruñían locos por las llamas—. Debemos irnos.
—¿No deberíamos ayudarles?
—Qué valiente —se burló Okanu.
Ídrish carraspeó, ya completamente despierto.
—Okanu, te vi enfrentarte a ti solo a un puñado de maleantes y no estuvieron ni cerca de hacerte un rasguño.
—Ídrish, un Kae… —apretó los dientes— yo nunca busco pelea si ella no viene a mi, excepto que sea para proteger las Islas Ambarinas. La lucha no es un juego, cuando uno se enfrenta a la muerte debe estar dispuesto a matar o morir. Ademas, recuerda que estoy desarmado, no podría hacer frente a todos.
Ídrish pareció entrar en razón y asintió, para Okanu fue suficiente. Con su mano derecha se apoyó en el borde del carro, bajó de un salto grácil y aterrizó rodando. Luego Ídrish cayó a su lado con un sonido secó acompañado de un pequeño lamento.
—¡Mis tobillos!
—¡Shh! Por aquí —indicó mientras rodeaban el carro agachados.
Al rededor del primer carro observó a al menos una docena de hombres armados. No era un ejercito propiamente dicho, las luces de las llamas permitían apreciar los ropajes gastados y las armas desiguales: Mazas, espadas cortas, martillos e incluso alguna lanza…
Okanu tiró de la ropa de Ídrish para alejarse de los bandidos. Este respondió quedándose inmóvil.
—¿Qué ocurre?
Ídrish trago salvia y sonrió señalando al que parecía el bandido jefe, que sonreía socarronamente mientras paseaba sobre los arrodillados mercaderes. Era Arbus, el hombre que habían conocido en la taberna.
—¿Qué? ¿Piensas que porque compartimos una jarra con él, te va a dar un trato de favor? —gruñó Okanu.
—Okanu, mira bien.
Okanu forzó los ojos para observar en la oscuridad facilitado solo por la luz de la llamas, entré los pavoneos de Arbus bailaba una larga hoja en su cintura acabada en espiral en su extremo. El ámbar, Okanu había encontrado su espada…
Titubeó y se miró las manos confuso. ¿Estaba preparado para recuperarla? No, ya no la necesitaba, aquella era el arma de un Kae. Él ya no era uno y por primera vez, ese pensamiento supuso un alivio y no una losa sobre su espalda. La responsabilidad fluyó hasta disiparse y Okanu se dio cuenta de que la vida era más fácil siendo solo Okanu. Un hombre al que le otorgaron una promesa imposible. Una promesa más grande que sus ideales por obligarle a romperlos. Por tanto, injusta a todas luces.
Un Kae necesitaba una espada como aquella. Okanu no.
—Vámonos Ídrish.
—¿A dónde? ¿Vas a dejar que estes miserables dañen a esta gente?
Okanu suspiró aliviado de su carga.
—Esta no es mi guerra. Ninguna guerra es mia. Creo que regresaré al Archipiélago Ambarino, pagaré por mis pecados y podré morir con mi honor restaurado.
Ídrish se secó el sudor de su frente acosado por el calor de las llamas que devoraban el carro contiguo.
—No puedo creer que digas eso, hablas de honor, pero no hay verdadero honor en lo que haces.
Okanu asintió. Daba igual lo que dijese aquel muchacho, se sentía liberado de toda responsabilidad, de toda presión por primera vez en su vida.
Entonces escuchó los gritos lastimeros de los hombres. Los cuatro guardias de la caravana fueron pasados por el cuchillo sin piedad alguna. Lo siguiente fueron lloros y suplicas por parte del jefe de la caravana en respuesta a las acciones Arbus.
—¿Le llevamos también a esta muchacha al «Atroz»? —dijo un individuo harapiento en referencia a la hija del jefe de la caravana.
—¡No, Dwin!, ya sabía que eras imbecil pero no dejas de sorprenderme. Esta muchacha no es como las otras, no le servirá… pero si queréis podéis divertiros con ella —contestó Arbus.
Okanu cerró los ojos… ese nombre… «El Atroz»… tenía que ser una coincidencia o tal vez era parte del rastro indeleble que lo había conducido hasta allí. Pero eso no era asunto suyo, ya no… Los gritos y la tela del vestido de la muchacha al desgarrarse inclinaron la balanza en el que estaba sumido el temple de Okanu. No, no la inclinaron, la desbocaron y la arrojaron como una catapulta contra sus recién construidas murallas.
Le sacudió en sus adentros…
…y abrió los ojos por primera vez en mucho tiempo, lleno de determinación.
Ídrish contempló como Okanu se introducía entre las llamas y se presentaba ante la docena de bandidos. El koralino arremangó su brazo izquierdo y Ídrish vio reflejado en las llamas el secreto que había ocultado bajo su manto desde que lo había conocido. El secreto que realmente lo empujaba a negar ser un Kae, que lo avergonzaba y atormentaba a partes iguales.
Sobre la palma izquierda de la mano de Okanu se reflejaba la marca del Ignor.
© Created by Miles.
Atrás solo quedan los errores, adelante en cambio hay... errores nuevos, pero imprevisibles y diversos. Disfrutaré y lamentaré cada uno de ellos a su debido tiempo.