28/02/2015 06:23 PM
CAPÍTULO II: VIENDEL
Viernes 4 de Octubre. Otoño del 1059. Cañón del Pálido.
-¿Y como sabemos que se trata de los cuatro, y no de cualquier otro imitador? –inquirió Volden con su irritante tono de serpiente. El candor estaba tan alterado que se había levantado y ahora hacía aspavientos para expresar su profundo desacuerdo. Tonterías, sandeces… él era uno de los más sabios y no toleraría que nadie le tomara la lección.
Irrumpió en ese mismo instante Rodas, que llevaba varios días de caminata por la falda de los Picos del Agua hasta encontrar la mítica cueva que conducía al Cañón del Pálido. Aquel era su hogar, y el de tantos otros. Un refugio regentado por Viendel al que acudían aquellos que buscaban crecer en sabiduría y comprensión, y también vivir de forma pacífica.
Volden se interrumpió tan pronto vio llegar al candor jadeante y soltó un bufido.
-¡Rodas! –se alegró Viendel, y quizás aquellas fueran las primeras palabras alegres en aquella tarde lluviosa –. Llegas en el momento más oportuno, pues esta vez no solo nos traes nuevas tú, si no nosotros.
Y era cierto. Llevaban reunidos en El salón de la Miel durante varias horas, debatiendo y tratando un asunto de grave urgencia. Pero Rodas también traía noticias oscuras.
-Siéntate –dijo Viendel con su dulce voz. A diferencia de los candor, ella era una anatar, como las mujeres humanas, pero más alta y terriblemente hermosa. Solía llevar el pelo recogido en una larga trenza rubia, pero ahora el viento zarandeaba la melena suelta y la cola del traje azul, y le daba un aire aún más misterioso.
Rodas se allegó y apoyó su espada y la bolsa contra la pared gris. Aquella sala estaba repleta de ventanas sin cristales, balcones, y puertas al campo, y aunque solía hacer buen tiempo en aquel rincón del mundo, la lluvia y el frío suponían ahora una seria molestia.
Tras unos segundos, Rodas se adelantó:
-He venido tan rápido como me han permitido las pezuñas –dijo, y Viendel sonrió –. Suelo frecuentar una taberna humana, al norte. El dueño es un buen hombre y tenemos un acuerdo. Yo le traigo lo que puedo y él me “vende” información.
Todos parecían expectantes, y Volden temía tener que tragarse sus anteriores palabras.
-¿Y qué te dijo? –preguntó la madre de Rodas, que también estaba presente.
-Los dawein asolan aldeas y granjas al norte del Imperio. Cada vez se adentran más. Parece ser que la población está abandonado el campo y refugiándose en las ciudades.
-¡Por las ramas desnudas, eso no significa nada! –saltó Voldern antes que ninguno con el ceño fruncido. –. Los salvajes son una raza estúpida. No creeréis de verdad que tiene algo que ver…
Viendel se volvió hacia Volden y lo calló con su penetrante mirada.
-¿Algo que ver…? – alzó la voz Rodas, que no comprendía nada – ¿Algo que ver con qué?
-Con los Cuatro Peregrinos, con los Maggari. Mucho hemos discutido esta tarde en tu ausencia, tanto como hemos sabido y podido, pero ahora ya no me cabe duda alguna, ya no queda pregunta sin respuesta. Los cuatro han vuelto.
Se escuchó un viento helado soplando desde el norte, y las nubes trajeron voces malignas y ecos tentadores. “Los cuatro han vuelto”, resonaba en la cabeza de Rodas, y aunque no había conocido su maldad y tiranía, los Maggari estaban en cada cuento y llanto de los candor, y todos conocían al menos sus nombres de polvo y ceniza.
-Los Cuatro murieron, y muertos están. –repitió Volden, sentándose. Aunque seguía reacio a creer en las palabras de Viendel, en lo profundo de su ser sabía que tenía razón.
Un rayo iluminó el cielo oscuro, en el que ya no se advertía ni el Sol del ocaso.
-Mi señora –intervino Eldan –. Sí son en verdad los Cuatro, debemos actuar antes de que sea demasiado tarde. Hay que cercarlos y aplastarlos ahora que aún son débiles.
-Sí… -murmuró, ensimismada con el cielo parpadeante. Aquella tormenta le pareció terrible y hermosa, violenta como la guerra e imprevisible como el mar…
-¿Viendel?
-¡Por Memphis, perseguís quimeras! Los Maggari se hundieron en las aguas del Irdau, hace mucho, mucho tiempo. Quizás ninguno de vosotros haya vivido lo suficiente, pero yo sí –sentenció Volden –, y no pienso mover un dedo por la superstición barata de una vieja.
Pero Viendel se volvió, y antes de que nadie le reprendiera por su falta de respeto, la mujer anatar brilló como la misma Aníon, la Luna de Plata, y en sus ojos había cólera, pero también compasión.
-¡Los Maggari no viven ni mueren! –exclamó, mientras los demás candor la miraban entre maravillados y aterrados –. La tormenta trae sus nombres, sus murmullos lleva el viento. Los Cuatro han vuelto.
La luz se extinguió y Volden se sintió avergonzado como un niño estúpido que acababa de ser castigado, pero no agachó la cabeza ni se tragó su orgullo, y sin que nadie pudiera decirle nada, abandonó el Salón de la Miel y desapareció por el sendero oscuro de grava mientras refunfuñaba algo incomprensible.
Eldan caminó hasta el umbral del portón y lo llamó, pero el candor ya estaba muy lejos y lo ignoraba.
-Debemos detenerlos –dijo volviendo a su asiento, convencido de sus palabras. Y aunque pocos se pronunciaron, todos estaban de acuerdo en intervenir y acabar con el mal desde la raíz antes de que germinara.
-Calma…
-¿Calma? Los Maggari casi consiguen matar a todos nuestros antepasados, quienes aún claman venganza. Mi padre Gellion, mi abuelo Erion... Mucho sufrimos a sus manos, y no me sentaré de brazos cruzados a esperar a que ataquen primero.
-Lo sé…
-¿Entonces? ¿Esperamos a que amaine esta tormenta? Puede que deje de llover y las nubes desaparezcan, pero vendrán más, y su sombra se extenderá por cada rincón de Anrar como en el pasado. Antes de que nos demos cuenta, recuperarán su poder perdido y nos pondrán en jaque a todos.
-Ellos aún no han movido su primera pieza, Eldan, primogénito del rey. No podemos aventurarnos a dar un primer paso en falso o entonces no solo clamarán venganza los espíritus de tus muertos, si no el tuyo propio. La prudencia y la mesura son atributos que escasean últimamente en este mundo gris consumido por la desconfianza. Y siempre os habéis dejado guiar por mi consejo, por lo que os imploro, lo hagáis esta última vez. Abandonad vuestra desazón y olvidad vuestra propia ira si en verdad sois quienes de acabar con los Cuatro.
>>Rodas, sé que es mucho pedir, pero debes regresar al territorio de los humanos e indagar más sobre los salvajes. Empieza por el norte, parte el lunes. Los demás, descansad y disfrutad de los frutos de esta buena tierra hasta que llegue Rodas con nueva información, aunque intuyo, que de nuevo ambos tendremos mucho que contar.
-Si, Viendel. –asintió Rodas desde el sillón junto a la chimenea. Los demás parecían desilusionados, pero nadie juzgaba el criterio de Viendel.
-Y tú, Eldan, tú irás a Caladón y advertirás a tu tío, el rey, del peligro que se cierne sobre vuestra raza, y le hablarás con sabiduría y en mi nombre.
Eldan asintió con solemnidad y se inclinó en una profunda reverencia.
-Mi dama –intervino entonces una tímida voz de mujer –. Yo no soy nadie para cuestionar su sabiduría, pero… ¿qué pueden estar buscando los Cuatro si en verdad han regresado?
Viendel se volvió y descubrió la pequeña figura de una candor a sus espaldas. Se llamaba Aleila, y era nueva en el Pálido. Viendel le sonrió, aunque su sonrisa pronto se ensombreció por el peso de las preocupaciones.
-Los Maggari fueron responsables de la Primera Gran Guerra, y también los artífices de la Guerra del Cuerno Quebrado, cuando finalmente fueron muertos. Sus intereses, me temo, no son otros que iniciar una nueva y última guerra en la que los salvajes, los dawein, sean su arma personal. Eso explica que los salvajes se adentren cada vez más en el Imperio de los hombres, y que al mismo tiempo esta tormenta cargada de mala voluntad traiga sus voces.
—Mi señora, mucho habéis vivido y muy bien conocéis al enemigo, pero la mayoría de nosotros solo sabe de ellos por cuentos y tradiciones cantadas, y poco a ciencia cierta –dijo otra candor, desde su respectivo asiento de caoba –. Este enemigo… ¿qué es realmente? ¿Cómo podrían beneficiarse de una guerra que no les incumbe? Son muchas las incógnitas, aunque no espero que se me respondan todas.
—Se te contestará a todo, pues por eso os he llamado a todos sin excepción. Tu curiosidad es sana –sonrió Viendel –, no temas en mostrarla abiertamente. Dicho lo cual, hablemos del enemigo… Muchos hablan de ellos, pero muy pocos saben quienes son. Los Maggari fueron en su día cuatro anatar, como yo. En verdad, conocí a dos de ellos antes de su caída en las sombras, y de ellos, uno fue en su momento mi bisnieto. Al igual que yo, vinieron a Anrar en las primeras naves que desembarcaron, y durante algunos siglos vivieron en las costas norte de esta tierra, donde por algún tiempo prosperó la colonia que gobernaban. Luego llegaron la ruina y la muerte; todo aquello que nuestros artesanos y orfebres habían erigido y creado perdió valor y cayó en el olvido, y un aura de locura irrefrenable se cernió sobre los más débiles de alma; un caos sucio e inmundo que nos obligó a retirarnos de nuevo al norte. Pero no todos huyeron, algunos intentaron enfrentar la desolación, reconstruir las casas sobre los cimientos demolidos, y luchar por aquellas nuevas tierras que ahora consideraban como suyas. Estos fueron los cuatro, y durante algunas décadas resistieron a las voces del-que-susurra y se guardaron de la muerte, pero fue una victoria ins`pyulsa, pues el corazón de los anatar que permanecieron junto a ellos ya se había empezado a corromper, y ellos mismos estaban más cerca del otro mundo que del mortal. Veinticinco años después, todos los anatar que habían permanecido en Anrar involucionaron en lo que hoy los hombres llaman salvajes, en tanto que sus cuatro líderes sucumbieron finalmente a la locura y el-que-susurra les otorgó grandes dones y los convirtió en sus vasallos.
>> En relación a tu segunda pregunta, como siervos y capataces del-que-susurra, los cuatro Maggari se alimentan de la guerra, la desesperación, la violencia y la muerte. Durante la última gran guerra entre Candor y Orrdrim pasaron de ser un susurro malicioso a un huracán devastador. De llegar a estallar otra guerra, que podría también involucrar a los humanos, el poder que adquirirían superaría al mío propio, y hoy por hoy solo yo me interpongo entre ellos y sus oscuras metas.
El chaparrón se convirtió en una lluvia fina y el cielo dejó de brillar con los inclementes rayos. Los candor Del Pálido admiraban y reverenciaban grandemente a Viendel, pero jamás hubieran podido imaginar que tenía tantísimos años. Durante unos segundos ninguno habló y todos bebieron de la sabiduría que acompañaba a cada palabra. Pero entonces, Eldan volvió a intervenir.
—Muchos años tienes, Viendel. Pareces tan vieja como la misma tierra. ¿Cuántos?
Viendel rió, y entonces, la tormenta cesó por completo y en el grueso manto de nubes asomó Aníon, que brillaba con pureza por encima de toda aquella oscuridad, mas la pregunta quedó sin respuesta y Eldan agachó la cabeza.
-¿Algo más? –preguntó aún sonriendo.
Ninguno se pronunció, y no es que no tuvieran más preguntas o preocupaciones, si no que la noche les había sorprendido y ya estaban cansados tras varias horas de debate. Así, Viendel disolvió la reunión y a los pocos minutos ya casi todos se habían ido.
-Rodas –le llamó ella antes de que el candor desapareciera por la puerta del fondo. Éste se volvió y descubrió a Viendel apenas a sus espaldas.
-Dime.
Viendel extrajo en ese momento una especie de orbe negro con brillos rojizos. Sobre su palma blanca parecía la joya digna del más alto rey, y, al mismo tiempo, una vulgar piedra en comparación a la hermosura de su portadora.
-Este es Ojo de Oso, piedra lunar de Rodas, la luna de Sangre. Tu madre te bautizó con su mismo nombre cuando vio esta gema. Me fue dada hace mucho tiempo, y ahora que tu tarea se complica y nuestra misión pende de un hilo, a ti te la entrego, que te sirva bien.
Viendel extendió el brazo y se la entregó al joven, que la recibía con el pulso tembloroso y con mirada de admiración.
-¿Qué hace? Es ligera –apreció, mientras la guardaba.
Viendel lo miró con clemencia y arrepentimiento, pero debía ser.
Viernes 4 de Octubre. Otoño del 1059. Cañón del Pálido.
-¿Y como sabemos que se trata de los cuatro, y no de cualquier otro imitador? –inquirió Volden con su irritante tono de serpiente. El candor estaba tan alterado que se había levantado y ahora hacía aspavientos para expresar su profundo desacuerdo. Tonterías, sandeces… él era uno de los más sabios y no toleraría que nadie le tomara la lección.
Irrumpió en ese mismo instante Rodas, que llevaba varios días de caminata por la falda de los Picos del Agua hasta encontrar la mítica cueva que conducía al Cañón del Pálido. Aquel era su hogar, y el de tantos otros. Un refugio regentado por Viendel al que acudían aquellos que buscaban crecer en sabiduría y comprensión, y también vivir de forma pacífica.
Volden se interrumpió tan pronto vio llegar al candor jadeante y soltó un bufido.
-¡Rodas! –se alegró Viendel, y quizás aquellas fueran las primeras palabras alegres en aquella tarde lluviosa –. Llegas en el momento más oportuno, pues esta vez no solo nos traes nuevas tú, si no nosotros.
Y era cierto. Llevaban reunidos en El salón de la Miel durante varias horas, debatiendo y tratando un asunto de grave urgencia. Pero Rodas también traía noticias oscuras.
-Siéntate –dijo Viendel con su dulce voz. A diferencia de los candor, ella era una anatar, como las mujeres humanas, pero más alta y terriblemente hermosa. Solía llevar el pelo recogido en una larga trenza rubia, pero ahora el viento zarandeaba la melena suelta y la cola del traje azul, y le daba un aire aún más misterioso.
Rodas se allegó y apoyó su espada y la bolsa contra la pared gris. Aquella sala estaba repleta de ventanas sin cristales, balcones, y puertas al campo, y aunque solía hacer buen tiempo en aquel rincón del mundo, la lluvia y el frío suponían ahora una seria molestia.
Tras unos segundos, Rodas se adelantó:
-He venido tan rápido como me han permitido las pezuñas –dijo, y Viendel sonrió –. Suelo frecuentar una taberna humana, al norte. El dueño es un buen hombre y tenemos un acuerdo. Yo le traigo lo que puedo y él me “vende” información.
Todos parecían expectantes, y Volden temía tener que tragarse sus anteriores palabras.
-¿Y qué te dijo? –preguntó la madre de Rodas, que también estaba presente.
-Los dawein asolan aldeas y granjas al norte del Imperio. Cada vez se adentran más. Parece ser que la población está abandonado el campo y refugiándose en las ciudades.
-¡Por las ramas desnudas, eso no significa nada! –saltó Voldern antes que ninguno con el ceño fruncido. –. Los salvajes son una raza estúpida. No creeréis de verdad que tiene algo que ver…
Viendel se volvió hacia Volden y lo calló con su penetrante mirada.
-¿Algo que ver…? – alzó la voz Rodas, que no comprendía nada – ¿Algo que ver con qué?
-Con los Cuatro Peregrinos, con los Maggari. Mucho hemos discutido esta tarde en tu ausencia, tanto como hemos sabido y podido, pero ahora ya no me cabe duda alguna, ya no queda pregunta sin respuesta. Los cuatro han vuelto.
Se escuchó un viento helado soplando desde el norte, y las nubes trajeron voces malignas y ecos tentadores. “Los cuatro han vuelto”, resonaba en la cabeza de Rodas, y aunque no había conocido su maldad y tiranía, los Maggari estaban en cada cuento y llanto de los candor, y todos conocían al menos sus nombres de polvo y ceniza.
-Los Cuatro murieron, y muertos están. –repitió Volden, sentándose. Aunque seguía reacio a creer en las palabras de Viendel, en lo profundo de su ser sabía que tenía razón.
Un rayo iluminó el cielo oscuro, en el que ya no se advertía ni el Sol del ocaso.
-Mi señora –intervino Eldan –. Sí son en verdad los Cuatro, debemos actuar antes de que sea demasiado tarde. Hay que cercarlos y aplastarlos ahora que aún son débiles.
-Sí… -murmuró, ensimismada con el cielo parpadeante. Aquella tormenta le pareció terrible y hermosa, violenta como la guerra e imprevisible como el mar…
-¿Viendel?
-¡Por Memphis, perseguís quimeras! Los Maggari se hundieron en las aguas del Irdau, hace mucho, mucho tiempo. Quizás ninguno de vosotros haya vivido lo suficiente, pero yo sí –sentenció Volden –, y no pienso mover un dedo por la superstición barata de una vieja.
Pero Viendel se volvió, y antes de que nadie le reprendiera por su falta de respeto, la mujer anatar brilló como la misma Aníon, la Luna de Plata, y en sus ojos había cólera, pero también compasión.
-¡Los Maggari no viven ni mueren! –exclamó, mientras los demás candor la miraban entre maravillados y aterrados –. La tormenta trae sus nombres, sus murmullos lleva el viento. Los Cuatro han vuelto.
La luz se extinguió y Volden se sintió avergonzado como un niño estúpido que acababa de ser castigado, pero no agachó la cabeza ni se tragó su orgullo, y sin que nadie pudiera decirle nada, abandonó el Salón de la Miel y desapareció por el sendero oscuro de grava mientras refunfuñaba algo incomprensible.
Eldan caminó hasta el umbral del portón y lo llamó, pero el candor ya estaba muy lejos y lo ignoraba.
-Debemos detenerlos –dijo volviendo a su asiento, convencido de sus palabras. Y aunque pocos se pronunciaron, todos estaban de acuerdo en intervenir y acabar con el mal desde la raíz antes de que germinara.
-Calma…
-¿Calma? Los Maggari casi consiguen matar a todos nuestros antepasados, quienes aún claman venganza. Mi padre Gellion, mi abuelo Erion... Mucho sufrimos a sus manos, y no me sentaré de brazos cruzados a esperar a que ataquen primero.
-Lo sé…
-¿Entonces? ¿Esperamos a que amaine esta tormenta? Puede que deje de llover y las nubes desaparezcan, pero vendrán más, y su sombra se extenderá por cada rincón de Anrar como en el pasado. Antes de que nos demos cuenta, recuperarán su poder perdido y nos pondrán en jaque a todos.
-Ellos aún no han movido su primera pieza, Eldan, primogénito del rey. No podemos aventurarnos a dar un primer paso en falso o entonces no solo clamarán venganza los espíritus de tus muertos, si no el tuyo propio. La prudencia y la mesura son atributos que escasean últimamente en este mundo gris consumido por la desconfianza. Y siempre os habéis dejado guiar por mi consejo, por lo que os imploro, lo hagáis esta última vez. Abandonad vuestra desazón y olvidad vuestra propia ira si en verdad sois quienes de acabar con los Cuatro.
>>Rodas, sé que es mucho pedir, pero debes regresar al territorio de los humanos e indagar más sobre los salvajes. Empieza por el norte, parte el lunes. Los demás, descansad y disfrutad de los frutos de esta buena tierra hasta que llegue Rodas con nueva información, aunque intuyo, que de nuevo ambos tendremos mucho que contar.
-Si, Viendel. –asintió Rodas desde el sillón junto a la chimenea. Los demás parecían desilusionados, pero nadie juzgaba el criterio de Viendel.
-Y tú, Eldan, tú irás a Caladón y advertirás a tu tío, el rey, del peligro que se cierne sobre vuestra raza, y le hablarás con sabiduría y en mi nombre.
Eldan asintió con solemnidad y se inclinó en una profunda reverencia.
-Mi dama –intervino entonces una tímida voz de mujer –. Yo no soy nadie para cuestionar su sabiduría, pero… ¿qué pueden estar buscando los Cuatro si en verdad han regresado?
Viendel se volvió y descubrió la pequeña figura de una candor a sus espaldas. Se llamaba Aleila, y era nueva en el Pálido. Viendel le sonrió, aunque su sonrisa pronto se ensombreció por el peso de las preocupaciones.
-Los Maggari fueron responsables de la Primera Gran Guerra, y también los artífices de la Guerra del Cuerno Quebrado, cuando finalmente fueron muertos. Sus intereses, me temo, no son otros que iniciar una nueva y última guerra en la que los salvajes, los dawein, sean su arma personal. Eso explica que los salvajes se adentren cada vez más en el Imperio de los hombres, y que al mismo tiempo esta tormenta cargada de mala voluntad traiga sus voces.
—Mi señora, mucho habéis vivido y muy bien conocéis al enemigo, pero la mayoría de nosotros solo sabe de ellos por cuentos y tradiciones cantadas, y poco a ciencia cierta –dijo otra candor, desde su respectivo asiento de caoba –. Este enemigo… ¿qué es realmente? ¿Cómo podrían beneficiarse de una guerra que no les incumbe? Son muchas las incógnitas, aunque no espero que se me respondan todas.
—Se te contestará a todo, pues por eso os he llamado a todos sin excepción. Tu curiosidad es sana –sonrió Viendel –, no temas en mostrarla abiertamente. Dicho lo cual, hablemos del enemigo… Muchos hablan de ellos, pero muy pocos saben quienes son. Los Maggari fueron en su día cuatro anatar, como yo. En verdad, conocí a dos de ellos antes de su caída en las sombras, y de ellos, uno fue en su momento mi bisnieto. Al igual que yo, vinieron a Anrar en las primeras naves que desembarcaron, y durante algunos siglos vivieron en las costas norte de esta tierra, donde por algún tiempo prosperó la colonia que gobernaban. Luego llegaron la ruina y la muerte; todo aquello que nuestros artesanos y orfebres habían erigido y creado perdió valor y cayó en el olvido, y un aura de locura irrefrenable se cernió sobre los más débiles de alma; un caos sucio e inmundo que nos obligó a retirarnos de nuevo al norte. Pero no todos huyeron, algunos intentaron enfrentar la desolación, reconstruir las casas sobre los cimientos demolidos, y luchar por aquellas nuevas tierras que ahora consideraban como suyas. Estos fueron los cuatro, y durante algunas décadas resistieron a las voces del-que-susurra y se guardaron de la muerte, pero fue una victoria ins`pyulsa, pues el corazón de los anatar que permanecieron junto a ellos ya se había empezado a corromper, y ellos mismos estaban más cerca del otro mundo que del mortal. Veinticinco años después, todos los anatar que habían permanecido en Anrar involucionaron en lo que hoy los hombres llaman salvajes, en tanto que sus cuatro líderes sucumbieron finalmente a la locura y el-que-susurra les otorgó grandes dones y los convirtió en sus vasallos.
>> En relación a tu segunda pregunta, como siervos y capataces del-que-susurra, los cuatro Maggari se alimentan de la guerra, la desesperación, la violencia y la muerte. Durante la última gran guerra entre Candor y Orrdrim pasaron de ser un susurro malicioso a un huracán devastador. De llegar a estallar otra guerra, que podría también involucrar a los humanos, el poder que adquirirían superaría al mío propio, y hoy por hoy solo yo me interpongo entre ellos y sus oscuras metas.
El chaparrón se convirtió en una lluvia fina y el cielo dejó de brillar con los inclementes rayos. Los candor Del Pálido admiraban y reverenciaban grandemente a Viendel, pero jamás hubieran podido imaginar que tenía tantísimos años. Durante unos segundos ninguno habló y todos bebieron de la sabiduría que acompañaba a cada palabra. Pero entonces, Eldan volvió a intervenir.
—Muchos años tienes, Viendel. Pareces tan vieja como la misma tierra. ¿Cuántos?
Viendel rió, y entonces, la tormenta cesó por completo y en el grueso manto de nubes asomó Aníon, que brillaba con pureza por encima de toda aquella oscuridad, mas la pregunta quedó sin respuesta y Eldan agachó la cabeza.
-¿Algo más? –preguntó aún sonriendo.
Ninguno se pronunció, y no es que no tuvieran más preguntas o preocupaciones, si no que la noche les había sorprendido y ya estaban cansados tras varias horas de debate. Así, Viendel disolvió la reunión y a los pocos minutos ya casi todos se habían ido.
-Rodas –le llamó ella antes de que el candor desapareciera por la puerta del fondo. Éste se volvió y descubrió a Viendel apenas a sus espaldas.
-Dime.
Viendel extrajo en ese momento una especie de orbe negro con brillos rojizos. Sobre su palma blanca parecía la joya digna del más alto rey, y, al mismo tiempo, una vulgar piedra en comparación a la hermosura de su portadora.
-Este es Ojo de Oso, piedra lunar de Rodas, la luna de Sangre. Tu madre te bautizó con su mismo nombre cuando vio esta gema. Me fue dada hace mucho tiempo, y ahora que tu tarea se complica y nuestra misión pende de un hilo, a ti te la entrego, que te sirva bien.
Viendel extendió el brazo y se la entregó al joven, que la recibía con el pulso tembloroso y con mirada de admiración.
-¿Qué hace? Es ligera –apreció, mientras la guardaba.
Viendel lo miró con clemencia y arrepentimiento, pero debía ser.