08/02/2016 05:15 PM
El concilio de la reina. Capítulo 2.
El palacio real se erigía sobre una montaña de rocas que vigilaba toda la ciudad. Allá abajo las casas grises y pintadas se amontonaban y crecían como setas a la sombra de grandes torreones y universidades, que extendían sus bóvedas y gárgolas como ramas hechas en piedra. El sol se disolvía ya en el horizonte y los últimos rayos parecían bañados en sangre y dolor.
Se escuchaba un sonido nervioso, como un repiqueteo constante que se sucedía cada dos segundos contra la mesa de piedra tallada que había en el salón. "TAC, TAC" las manos de Sola se contraían y apretaba los nudillos contra la superficie lisa mientras llegaban los asistentes. "TAC, TAC". Sus brazos vibraban como la hierba alta y salvaje a la brisa del ocaso, y sus ojos de lágrimas congeladas estaban rojos y adivinaban insomnio. Pero era su mirada lo que más descolocaba, oscura como si la crepitante sombra engullera los últimos vestigios de luz que había en ella, profunda como si la noche habitase en sus cuencas y serpentease hasta el exterior. Llevaba un vestido negro muy sencillo y su pelo, antaño recogido en elaborados tocados, parecía ahora un recuerdo burlesco de lo que fuera; se enmarañaba y revolvía alrededor de un moño caído y grasiento que se deshacía sobre sus hombros.
Exceptuando el movimiento de manos, cualquiera que se dejase guiar por su inexpresión o el frío de sus ojos pensaría que estaba muerta. Lo estaba en realidad, aunque no en el sentido en el que le gustaría a ella y a aquellos que habían atentado contra su dinastía.
Observó con ojos cansados como llegaban los últimos miembros pero no dijo nada, como si aquel último grito de angustia que había dado le hubiera quebrado las cuerdas vocales y desgarrado la garganta.
La habitación lucía los blasones de la casa Ysha y tenía un busto empotrado en la pared del fondo, justo donde terminaba la larga mesa rectangular. De una de las vigas que sostenían el cielo gris colgaba una lámpara de oro y rubíes, que a la luz de sus velas parecía derretirse en chocolate caliente. Era nueva; hacia apenas tres semanas que había llegado a palacio por orden de su hijo y aún podía recordar la luz de sus ojos cuando los sirvientes la estaban colgando. ¡Qué delicadeza! ¡Cuanto mimo habían puesto sus artesanos al darle forma! «Y sin embargo -pensó Sola -ni mil como estas podrían volver a llenar el vacío de mi alma»
Tenía frente a ella un manojo de cartas finamente atado. Algunas tenían el sello de los Darne, de Lady Agria, otras llevaban en la espalda el emblema de los Ynarien y unas pocas venían de casas menores, pero las que llevaban el símbolo del triángulo invertido eran las más abundantes. Éstas habían sido escritas por el puño y letra de aquellos que compartían su dolor, los padres de la fugaz reina Diandra, señores de la casa Elgaunt. Las había leído todas, y aunque apenas había contestado a unas pocas, no tenía intención de perder el tiempo con asuntos protocolarios. En otra época habría agradecido con presteza los pésames de los demás nobles, pero aquella Sola jovial y prudente se había difuminado en un cuervo viejo y sin expectativas de vida.
Un cuervo que observaba imperturbable el fluir del tiempo mientras no empezaba el concilio.
Junto a ella y a ambos lados de su silla se sentaban Ser Ladran, el general de I-Naskar y Ser Namir, allegado y consejero por tradición de la realeza del reino. Ambos muy queridos por Ardo y por su padre, y en algún momento hacía dos semanas también por Sola. Pero ahora la reina no albergaba en su seno ningún sentimiento, salvo el dolor que la consumía. También estaban Ser Royn; líder de los dragones de loto, Alorien; el Padre Doceno de la capital, Ser Valar; de la familia Kartes y amigo del difunto rey, y Lord Anhion; uno de los hombres más ricos e influyentes de I-Naskar, heredero de un antiguo linaje y dueño de más de una quinta parte del reino. Pero aún faltaban tres personajes más para levantar el telón, y si bien Sola apenas parecía percibir el paso del tiempo, los demás nobles ya se impacientaban.
Tras unos minutos surgió una figura desgarbada tras el arco de piedra. Tenía un pelo gris y lacio que le hacía parecer más anciano de lo que era, lo que sumado a su larga y rebelde barba le daba la apariencia de un hechicero. O al menos eso creían algunos, pues su verdadera identidad era un secreto guardado con recelo y que a menudo se discutía entre susurros dentro de la corte. Lo llamaban el enjuto a falta de un término mejor, aunque podrían haberlo apodado el mordaz o simplemente el observador, pues su lengua era más afilada que una hoja de metal enano, y sus agentes se contaban por cientos en todo el reino.
Tras inclinarse en una levísima reverencia tomó asiento casi enfrente de Sola. Traía varios pergaminos enrollados bajo los pliegues de la túnica argenta que pronto extendió sobre la mesa, luego apoyó la cabeza en uno de sus puños y estudió disimuladamente a los demás presentes mientras no llegaban los dos restantes. Conocía muy bien a Ser Namir y a Ser Ladran, pero aquel Lord que habían traído consigo era un completo desconocido para él. Había escuchado su nombre y algunas anécdotas sobre su pasado, pero el enigma que encerraba aquel hombre de porte arrogante y ojos negros era un verdadero misterio. Luego miró a Sola, consumiéndose en su propia angustia. La había visto varias veces desde el incidente, aunque nunca se había atrevido a acercarse a ella. «Parece un fantasma» se había dicho en más de una ocasión. «Pero el reino no necesita fantasmas, si no reyes».
Se elevó un pequeño murmullo y supo que los dos hombres que faltaban acababan de llegar desde algún ángulo ciego.
-Bien -Ser Namir se aclaró la voz mientras los recién llegados tomaban asiento. Sola apenas había levantado un ápice la cabeza -. Se agradece vuestra asistencia, a pesar de la tardanza. Estamos aquí para discutir el ultimátum de Vendal sobre la mina de Cista.
-¿Hay nuevas noticias? -preguntó Ser Ladran. El enjuto le pasó entonces uno de los pergaminos a Namir, y este lo abrió y comenzó a leer, aunque su rostro revelaba que ya conocía el texto.
-"Los archivos que hemos encontrado y que nos ha facilitado el Doceno de Vendal se remiten a dos siglos atrás, y en ellos los hitos fronterizos de nuestro reino incluían claramente todo el territorio que comprende desde la mina hasta los Campos de Curin. Por unanimidad, el consejo de sabios de su majestad el rey Cingril ha resuelto declarar el territorio de la mina como patrimonio propio, y en consecuencia procederemos a una toma pacífica, o a un enfrentamiento armado si es preciso."
Ser Namir calló y el eco de su voz retumbó durante varios segundos en los oídos de cada uno. La mina de Cista era un punto estratégico para el reino; en ella se extraía la mayor parte de los zafiros que se exportaban a los magos de O-un y al Imperio Halcón y su pérdida supondría una disminución de beneficios enorme. Además, ninguno estaba dispuesto a ceder ante las amenazas de los arrogantes Vendolienses ahora que el rey había muerto. I-Naskar ya había perdido demasiado.
-¿Han perdido la cabeza? -siseó Lord Anhion con mirada de serpiente. El enjuto lo atendía de reojo mientras revolvía entre todos los papeles que había traído -Amenazas, advertencias... Mucho ha crecido su orgullo si piensan que por haber perdido a nuestro rey pueden ningunearnos.
El enjuto alzó una ceja. A él, que había llegado a su posición por astucia y no por sangre, le resultaba curioso el razonamiento de los grandes señores. Decapitar a la serpiente a menudo resultaba en matar a la serpiente, pero la vida le había enseñado los dientes, sus dos caras, y en el poder no había serpientes, si no hidras que reemplazaban la cabeza caída por otras tantas. Así había sido siempre, y así seguiría hasta que alguien lo cambiase, pensó. Aquel Lord tan rico, tan influyente, no era más que otro necio que ocultaba su ambición tras palabras cuidadas.
-Cuentan con el apoyo del Imperio Halcón -informó Namir -. La carta también está firmada por el embajador Valos.
-Creo que no lo he entendido bien -dijo Ladran. El general era un hombre tranquilo y conciliador, todo lo contrario a su predecesor, pero ahora su ceño se fruncía en una mueca de desagrado y en los ojos oscuros surgía una súbita chispa de ira -. ¿Nos están diciendo que si no entregamos la mina la van a tomar ellos por las armas?
-Asesinos... -susurró Sola con un hilo de voz. Su mirada aún seguía errática y sus manos se contraían en torno a la pila de cartas.
-¿Perdón, majestad?
-Asesinaron a mi hijo... ¿Si no por qué habrían de mostrarse tan seguros de si mismos ahora? La mina era de mi hijo... -continuó, su voz quejumbrosa resonaba dentro de la garganta y emergía como un llanto lleno de rencor. También sus ojos hablaban; dos orbes de lágrimas rojas perdidos en algún punto de la pared de enfrente. El enjuto la miró casi con pena -. La mina es de mi hijo. Y lo va a seguir siendo ¡Que hagan lo quieran!
-Opino igual, majestad, pero tampoco podemos arriesgarnos a entrar en una guerra tonta contra unos niños estúpidos -dijo Namir.
-Contra los asesinos de tu rey -rugió Sola, aunque no sabrían decir si su tono reflejaba dolor o rabia.
El enjuto carraspeó.
-No tenemos pruebas de ello -inquirió, aunque sabía que no era una teoría descabellada -, por ello pido prudencia. Analicemos la situación: el rey y la reina mueren sin herederos. Aún habiendo comenzado las tensiones hace dos meses, Vendal nos amenaza ahora con una guerra territorial, y dentro de dos días se celebra el funeral de los reyes. No podemos asegurar nada con certeza.
-Yo soy la madre del difunto, la que ha ingerido el mismo veneno que mi familia y ha sobrevivido a la voluntad del asesino. No lo creo, sé que han sido los Vendolienses y su apestosa codicia -tembló -. Y se lo voy a hacer pagar.
-¡Aunque quisiésemos no tenemos poderío militar para enfrentarnos a Vendal y el Imperio Halcón, es una irresponsabilidad, Sola! -exclamó ser Ladran levantándose con la impotencia.
-"Reina" Sola -le corrigió ella, levantándose también. Las arrugas del vestido negro parecieron galopar por sus piernas hasta el suelo liso de piedra.
-Milady, te ciega el dolor, yo no...
-¡Reina Sola!
Ser Ladran suspiró, abatido.
-Muy bien, reina Sola -aguardó unos segundos antes de seguir -, pero no podemos adoptar una postura belicosa, no frente a un enemigo tan poderoso y por una nimiedad tal.
Durante unos segundos el silencio que se extendió pareció casi tan mordaz como la misma reina.
-No es una nimiedad, Ladran -prosiguió el enjuto -, pero en cualquier caso la guerra no es una opción. ¿Y qué hay del Doceno ese, Alorien? ¿No puede la Iglesia de los Doce mediar en el conflicto?
-La iglesia siempre se ha mantenido neutral -replicó con un tono de soberbia que no le hizo gracia a ninguno de los presentes -. ¿Pretendéis resolver con la fe lo que no podéis resolver con las pluma o la espada?
Alorien era el padre Doceno de la capital y uno de los hombres más influyentes dentro de la estructura eclesiástica. Sus pequeños ojos azules, que parecían incrustados en la bola de grasa que era su cara, reflejaban una soberbia repulsiva que competía con el tamaño de su barriga abultada, y aunque los pobres toleraban y alababan con superstición aquel aire de grandeza, éste se desinflaba sin remedio delante de tan grandes señores. Ahora hacía aspavientos con la mano como una babosa embutida en un traje rojo.
-¿Y por qué benefició entonces un Doceno a Vendal intentando justificar sus ridículas exigencias?
-La verdad no está reñida con la neutralidad, Lord Anhion, tampoco la justicia o la libertad, insignias de mi institución.
-¿Verdad? -repitió Sola asqueada - ¿Cómo cuando quemasteis a mi madre, la reina, por los rumores que esparció un noble ambicioso?
-Eso no fue verdad, fue por justicia de los dioses -ronroneó -. Los herejes de O-un venerarán a los diablos, pero mientras la Iglesia de los Doce aguante aquí, en el sur, no habrá brujería en nuestras tierras.
Sola se dejó caer sobre la silla y la madera crujió, o quizás fue su cadera. Tenía el rostro ensombrecido y aquellos que la conocían bien vieron en la oscuridad de sus ojos algo más allá del dolor; furia ciega. Vibró unos segundos como una serpiente antes de abalanzarse sobre su presa.
-Y la justicia de los dioses caerá también sobre aquellos que han matado a mi único hijo y sobre aquellos que me importunaron en mi camino. Y será terrible.
-¿He de tomarme esto como una amenaza?
Sola se estaba metiendo en terreno fangoso. Alorien la miraba con el bello erizado, preparado para el combate. Ser Ladran, Ser Namir, el enjuto... incluso Lord Anhion se revolvió en su asiento. Todos se pusieron tensos, aquello aún podía acabar muy mal.
-Tómatelo como quieras, no voy a ceder ante...
-¡Señores! - interrumpió el enjuto con gran acierto -. ¿Una guerra planea sobre nosotros y nos preocupan más las viejas heridas que la creciente amenaza?
-He dejado clara nuestra postura. La Iglesia será neutral.
-Pues majestad, tampoco podemos ceder la mina al capricho de los encantadores de serpientes que acompañan al rey Cingril de Vendal. Es demasiado importante.
Sola permaneció un rato en silencio. La ira se desdibujó en sus ojos y aquel dolor profundo y aciago volvió a rubricarlos de nuevo, como si un recuerdo triste le hubiese acudido de pronto a la memoria. Hubo un momento de expectación antes de que la reina se pronunciase.
-Nos traicionaron... -ratificó, siseando como una cobra -. Van a pagar todo lo que le hicieron a este reino, van a pagar el precio de su osadía.
-¡Majestad, no podemos entrar en una guerra! -bramó Ser Ladran.
-Paciencia, alteza, habrá tiempo para tomar decisiones -recomendó el enjuto midiendo con cautela el tono de sus palabras.
Sola se incorporó de nuevo. Parecía un cuervo que se consumía poco a poco como un fénix, pero este no renacería de su dolor. Sólo le esperaba vacío y desesperación.
-¡Soy vuestra reina! -gritó con la voz quebrada y los ojos rojos -. Me obedeceréis ahora. Vendal nos ha lanzado un claro mensaje, y nosotros le vamos a enviar un mensaje aún más contundente. Mañana hablaremos más. Yo… -agachó la cabeza intentando disimular las profundas lágrimas que enjugaban su rostro arrugado –, yo estoy cansada.
El enjuto la miró fijamente y asintió con el rostro ensombrecido por la preocupación. Aquello significaba guerra, lo sabía muy bien.
Todos se incorporaron lentamente y abandonaron a su ritmo la sala. Ahora una multitud de conversaciones paralelas había ahogado el crepitante silencio del dolor de la reina.
El enjuto asintió para sí una última vez antes de incorporarse. Temía que era una guerra que no podían ganar y tenía que hacer todo lo posible por evitarla.
El palacio real se erigía sobre una montaña de rocas que vigilaba toda la ciudad. Allá abajo las casas grises y pintadas se amontonaban y crecían como setas a la sombra de grandes torreones y universidades, que extendían sus bóvedas y gárgolas como ramas hechas en piedra. El sol se disolvía ya en el horizonte y los últimos rayos parecían bañados en sangre y dolor.
Se escuchaba un sonido nervioso, como un repiqueteo constante que se sucedía cada dos segundos contra la mesa de piedra tallada que había en el salón. "TAC, TAC" las manos de Sola se contraían y apretaba los nudillos contra la superficie lisa mientras llegaban los asistentes. "TAC, TAC". Sus brazos vibraban como la hierba alta y salvaje a la brisa del ocaso, y sus ojos de lágrimas congeladas estaban rojos y adivinaban insomnio. Pero era su mirada lo que más descolocaba, oscura como si la crepitante sombra engullera los últimos vestigios de luz que había en ella, profunda como si la noche habitase en sus cuencas y serpentease hasta el exterior. Llevaba un vestido negro muy sencillo y su pelo, antaño recogido en elaborados tocados, parecía ahora un recuerdo burlesco de lo que fuera; se enmarañaba y revolvía alrededor de un moño caído y grasiento que se deshacía sobre sus hombros.
Exceptuando el movimiento de manos, cualquiera que se dejase guiar por su inexpresión o el frío de sus ojos pensaría que estaba muerta. Lo estaba en realidad, aunque no en el sentido en el que le gustaría a ella y a aquellos que habían atentado contra su dinastía.
Observó con ojos cansados como llegaban los últimos miembros pero no dijo nada, como si aquel último grito de angustia que había dado le hubiera quebrado las cuerdas vocales y desgarrado la garganta.
La habitación lucía los blasones de la casa Ysha y tenía un busto empotrado en la pared del fondo, justo donde terminaba la larga mesa rectangular. De una de las vigas que sostenían el cielo gris colgaba una lámpara de oro y rubíes, que a la luz de sus velas parecía derretirse en chocolate caliente. Era nueva; hacia apenas tres semanas que había llegado a palacio por orden de su hijo y aún podía recordar la luz de sus ojos cuando los sirvientes la estaban colgando. ¡Qué delicadeza! ¡Cuanto mimo habían puesto sus artesanos al darle forma! «Y sin embargo -pensó Sola -ni mil como estas podrían volver a llenar el vacío de mi alma»
Tenía frente a ella un manojo de cartas finamente atado. Algunas tenían el sello de los Darne, de Lady Agria, otras llevaban en la espalda el emblema de los Ynarien y unas pocas venían de casas menores, pero las que llevaban el símbolo del triángulo invertido eran las más abundantes. Éstas habían sido escritas por el puño y letra de aquellos que compartían su dolor, los padres de la fugaz reina Diandra, señores de la casa Elgaunt. Las había leído todas, y aunque apenas había contestado a unas pocas, no tenía intención de perder el tiempo con asuntos protocolarios. En otra época habría agradecido con presteza los pésames de los demás nobles, pero aquella Sola jovial y prudente se había difuminado en un cuervo viejo y sin expectativas de vida.
Un cuervo que observaba imperturbable el fluir del tiempo mientras no empezaba el concilio.
Junto a ella y a ambos lados de su silla se sentaban Ser Ladran, el general de I-Naskar y Ser Namir, allegado y consejero por tradición de la realeza del reino. Ambos muy queridos por Ardo y por su padre, y en algún momento hacía dos semanas también por Sola. Pero ahora la reina no albergaba en su seno ningún sentimiento, salvo el dolor que la consumía. También estaban Ser Royn; líder de los dragones de loto, Alorien; el Padre Doceno de la capital, Ser Valar; de la familia Kartes y amigo del difunto rey, y Lord Anhion; uno de los hombres más ricos e influyentes de I-Naskar, heredero de un antiguo linaje y dueño de más de una quinta parte del reino. Pero aún faltaban tres personajes más para levantar el telón, y si bien Sola apenas parecía percibir el paso del tiempo, los demás nobles ya se impacientaban.
Tras unos minutos surgió una figura desgarbada tras el arco de piedra. Tenía un pelo gris y lacio que le hacía parecer más anciano de lo que era, lo que sumado a su larga y rebelde barba le daba la apariencia de un hechicero. O al menos eso creían algunos, pues su verdadera identidad era un secreto guardado con recelo y que a menudo se discutía entre susurros dentro de la corte. Lo llamaban el enjuto a falta de un término mejor, aunque podrían haberlo apodado el mordaz o simplemente el observador, pues su lengua era más afilada que una hoja de metal enano, y sus agentes se contaban por cientos en todo el reino.
Tras inclinarse en una levísima reverencia tomó asiento casi enfrente de Sola. Traía varios pergaminos enrollados bajo los pliegues de la túnica argenta que pronto extendió sobre la mesa, luego apoyó la cabeza en uno de sus puños y estudió disimuladamente a los demás presentes mientras no llegaban los dos restantes. Conocía muy bien a Ser Namir y a Ser Ladran, pero aquel Lord que habían traído consigo era un completo desconocido para él. Había escuchado su nombre y algunas anécdotas sobre su pasado, pero el enigma que encerraba aquel hombre de porte arrogante y ojos negros era un verdadero misterio. Luego miró a Sola, consumiéndose en su propia angustia. La había visto varias veces desde el incidente, aunque nunca se había atrevido a acercarse a ella. «Parece un fantasma» se había dicho en más de una ocasión. «Pero el reino no necesita fantasmas, si no reyes».
Se elevó un pequeño murmullo y supo que los dos hombres que faltaban acababan de llegar desde algún ángulo ciego.
-Bien -Ser Namir se aclaró la voz mientras los recién llegados tomaban asiento. Sola apenas había levantado un ápice la cabeza -. Se agradece vuestra asistencia, a pesar de la tardanza. Estamos aquí para discutir el ultimátum de Vendal sobre la mina de Cista.
-¿Hay nuevas noticias? -preguntó Ser Ladran. El enjuto le pasó entonces uno de los pergaminos a Namir, y este lo abrió y comenzó a leer, aunque su rostro revelaba que ya conocía el texto.
-"Los archivos que hemos encontrado y que nos ha facilitado el Doceno de Vendal se remiten a dos siglos atrás, y en ellos los hitos fronterizos de nuestro reino incluían claramente todo el territorio que comprende desde la mina hasta los Campos de Curin. Por unanimidad, el consejo de sabios de su majestad el rey Cingril ha resuelto declarar el territorio de la mina como patrimonio propio, y en consecuencia procederemos a una toma pacífica, o a un enfrentamiento armado si es preciso."
Ser Namir calló y el eco de su voz retumbó durante varios segundos en los oídos de cada uno. La mina de Cista era un punto estratégico para el reino; en ella se extraía la mayor parte de los zafiros que se exportaban a los magos de O-un y al Imperio Halcón y su pérdida supondría una disminución de beneficios enorme. Además, ninguno estaba dispuesto a ceder ante las amenazas de los arrogantes Vendolienses ahora que el rey había muerto. I-Naskar ya había perdido demasiado.
-¿Han perdido la cabeza? -siseó Lord Anhion con mirada de serpiente. El enjuto lo atendía de reojo mientras revolvía entre todos los papeles que había traído -Amenazas, advertencias... Mucho ha crecido su orgullo si piensan que por haber perdido a nuestro rey pueden ningunearnos.
El enjuto alzó una ceja. A él, que había llegado a su posición por astucia y no por sangre, le resultaba curioso el razonamiento de los grandes señores. Decapitar a la serpiente a menudo resultaba en matar a la serpiente, pero la vida le había enseñado los dientes, sus dos caras, y en el poder no había serpientes, si no hidras que reemplazaban la cabeza caída por otras tantas. Así había sido siempre, y así seguiría hasta que alguien lo cambiase, pensó. Aquel Lord tan rico, tan influyente, no era más que otro necio que ocultaba su ambición tras palabras cuidadas.
-Cuentan con el apoyo del Imperio Halcón -informó Namir -. La carta también está firmada por el embajador Valos.
-Creo que no lo he entendido bien -dijo Ladran. El general era un hombre tranquilo y conciliador, todo lo contrario a su predecesor, pero ahora su ceño se fruncía en una mueca de desagrado y en los ojos oscuros surgía una súbita chispa de ira -. ¿Nos están diciendo que si no entregamos la mina la van a tomar ellos por las armas?
-Asesinos... -susurró Sola con un hilo de voz. Su mirada aún seguía errática y sus manos se contraían en torno a la pila de cartas.
-¿Perdón, majestad?
-Asesinaron a mi hijo... ¿Si no por qué habrían de mostrarse tan seguros de si mismos ahora? La mina era de mi hijo... -continuó, su voz quejumbrosa resonaba dentro de la garganta y emergía como un llanto lleno de rencor. También sus ojos hablaban; dos orbes de lágrimas rojas perdidos en algún punto de la pared de enfrente. El enjuto la miró casi con pena -. La mina es de mi hijo. Y lo va a seguir siendo ¡Que hagan lo quieran!
-Opino igual, majestad, pero tampoco podemos arriesgarnos a entrar en una guerra tonta contra unos niños estúpidos -dijo Namir.
-Contra los asesinos de tu rey -rugió Sola, aunque no sabrían decir si su tono reflejaba dolor o rabia.
El enjuto carraspeó.
-No tenemos pruebas de ello -inquirió, aunque sabía que no era una teoría descabellada -, por ello pido prudencia. Analicemos la situación: el rey y la reina mueren sin herederos. Aún habiendo comenzado las tensiones hace dos meses, Vendal nos amenaza ahora con una guerra territorial, y dentro de dos días se celebra el funeral de los reyes. No podemos asegurar nada con certeza.
-Yo soy la madre del difunto, la que ha ingerido el mismo veneno que mi familia y ha sobrevivido a la voluntad del asesino. No lo creo, sé que han sido los Vendolienses y su apestosa codicia -tembló -. Y se lo voy a hacer pagar.
-¡Aunque quisiésemos no tenemos poderío militar para enfrentarnos a Vendal y el Imperio Halcón, es una irresponsabilidad, Sola! -exclamó ser Ladran levantándose con la impotencia.
-"Reina" Sola -le corrigió ella, levantándose también. Las arrugas del vestido negro parecieron galopar por sus piernas hasta el suelo liso de piedra.
-Milady, te ciega el dolor, yo no...
-¡Reina Sola!
Ser Ladran suspiró, abatido.
-Muy bien, reina Sola -aguardó unos segundos antes de seguir -, pero no podemos adoptar una postura belicosa, no frente a un enemigo tan poderoso y por una nimiedad tal.
Durante unos segundos el silencio que se extendió pareció casi tan mordaz como la misma reina.
-No es una nimiedad, Ladran -prosiguió el enjuto -, pero en cualquier caso la guerra no es una opción. ¿Y qué hay del Doceno ese, Alorien? ¿No puede la Iglesia de los Doce mediar en el conflicto?
-La iglesia siempre se ha mantenido neutral -replicó con un tono de soberbia que no le hizo gracia a ninguno de los presentes -. ¿Pretendéis resolver con la fe lo que no podéis resolver con las pluma o la espada?
Alorien era el padre Doceno de la capital y uno de los hombres más influyentes dentro de la estructura eclesiástica. Sus pequeños ojos azules, que parecían incrustados en la bola de grasa que era su cara, reflejaban una soberbia repulsiva que competía con el tamaño de su barriga abultada, y aunque los pobres toleraban y alababan con superstición aquel aire de grandeza, éste se desinflaba sin remedio delante de tan grandes señores. Ahora hacía aspavientos con la mano como una babosa embutida en un traje rojo.
-¿Y por qué benefició entonces un Doceno a Vendal intentando justificar sus ridículas exigencias?
-La verdad no está reñida con la neutralidad, Lord Anhion, tampoco la justicia o la libertad, insignias de mi institución.
-¿Verdad? -repitió Sola asqueada - ¿Cómo cuando quemasteis a mi madre, la reina, por los rumores que esparció un noble ambicioso?
-Eso no fue verdad, fue por justicia de los dioses -ronroneó -. Los herejes de O-un venerarán a los diablos, pero mientras la Iglesia de los Doce aguante aquí, en el sur, no habrá brujería en nuestras tierras.
Sola se dejó caer sobre la silla y la madera crujió, o quizás fue su cadera. Tenía el rostro ensombrecido y aquellos que la conocían bien vieron en la oscuridad de sus ojos algo más allá del dolor; furia ciega. Vibró unos segundos como una serpiente antes de abalanzarse sobre su presa.
-Y la justicia de los dioses caerá también sobre aquellos que han matado a mi único hijo y sobre aquellos que me importunaron en mi camino. Y será terrible.
-¿He de tomarme esto como una amenaza?
Sola se estaba metiendo en terreno fangoso. Alorien la miraba con el bello erizado, preparado para el combate. Ser Ladran, Ser Namir, el enjuto... incluso Lord Anhion se revolvió en su asiento. Todos se pusieron tensos, aquello aún podía acabar muy mal.
-Tómatelo como quieras, no voy a ceder ante...
-¡Señores! - interrumpió el enjuto con gran acierto -. ¿Una guerra planea sobre nosotros y nos preocupan más las viejas heridas que la creciente amenaza?
-He dejado clara nuestra postura. La Iglesia será neutral.
-Pues majestad, tampoco podemos ceder la mina al capricho de los encantadores de serpientes que acompañan al rey Cingril de Vendal. Es demasiado importante.
Sola permaneció un rato en silencio. La ira se desdibujó en sus ojos y aquel dolor profundo y aciago volvió a rubricarlos de nuevo, como si un recuerdo triste le hubiese acudido de pronto a la memoria. Hubo un momento de expectación antes de que la reina se pronunciase.
-Nos traicionaron... -ratificó, siseando como una cobra -. Van a pagar todo lo que le hicieron a este reino, van a pagar el precio de su osadía.
-¡Majestad, no podemos entrar en una guerra! -bramó Ser Ladran.
-Paciencia, alteza, habrá tiempo para tomar decisiones -recomendó el enjuto midiendo con cautela el tono de sus palabras.
Sola se incorporó de nuevo. Parecía un cuervo que se consumía poco a poco como un fénix, pero este no renacería de su dolor. Sólo le esperaba vacío y desesperación.
-¡Soy vuestra reina! -gritó con la voz quebrada y los ojos rojos -. Me obedeceréis ahora. Vendal nos ha lanzado un claro mensaje, y nosotros le vamos a enviar un mensaje aún más contundente. Mañana hablaremos más. Yo… -agachó la cabeza intentando disimular las profundas lágrimas que enjugaban su rostro arrugado –, yo estoy cansada.
El enjuto la miró fijamente y asintió con el rostro ensombrecido por la preocupación. Aquello significaba guerra, lo sabía muy bien.
Todos se incorporaron lentamente y abandonaron a su ritmo la sala. Ahora una multitud de conversaciones paralelas había ahogado el crepitante silencio del dolor de la reina.
El enjuto asintió para sí una última vez antes de incorporarse. Temía que era una guerra que no podían ganar y tenía que hacer todo lo posible por evitarla.