LA JUSTICIA ES IGUAL PARA TODOS
Entró en la sala, era inmensa y semicircular, con su techo alto y abovedado despuntando a una treintena de pies del suelo. Los rosetones dejaban entrar la luz del día con una amplia faceta de colores vivos que caían oblicuamente sobre el gentío. Las gradas formaban una media luna que rodeaba una tribuna central, la cual, era verdaderamente atrayente a la vista; una enorme pieza de alabastro jaspeado en el que se apreciaban angulosos pictogramas de eras ya olvidadas; tan fascinante, como inquietante era su origen. Los Archivos mencionaban que era uno de los pocos legados que aún quedaban de sus antiguos ancestros de Mansour. Justamente detrás de tal tribuna, en unos sendos sillones de respaldo alto, guarnecidos de oro y revestidos de felpa roja, estaban sentados los representantes de la Shákta (Consejo Interino de La Ciudad-Estado). La sala contaba con un piso superior en él que unas enormes balconadas a quince pies del suelo, se afianzaban en columnas de un mármol pulido hasta la saciedad. Desde las alturas, los asistentes (gente de alta alcurnia se entiende) podían disfrutar de todo el «espectáculo» sin que nadie les importunara con alguna vulgar trivialidad. A sus pies, un colorido mosaico representaba el símbolo heráldico de su pueblo; un hermoso halcón batía las alas junto a un fulgurante sol bajo un fondo morado. A diez pies de la tribuna y, estratégicamente en el centro de la susodicha cámara, esperaba un raquítica banqueta de madera desconchada, la cual, contrastaba profusamente con toda la opulencia que despuntaba a su alrededor.
Era fácil conjeturar quienes la iban a ocupar.
Al irrumpir él en la sala, advirtió que el murmullo cesaba paulatinamente. Por las expresiones con las que lo contemplaron sus semejantes, se hizo evidente que no era la persona que se esperaban ver entrar por aquella puerta; aunque en realidad tampoco parecían muy sorprendidos de lo que veían. Gran parte de sus «Ilustrísimas» lo ojearon de la punta de sus pies hasta el último pelo de su cabeza, con muecas muy variadas, aunque ninguna especialmente afectuosa.
No era el hijo prodigo precisamente.
Era consciente de que a aquellas alturas tendría que haberse acostumbrado a ser el centro de atención de la perniciosa aristocracia y sus dejes de sensiblería protocolar. Contaba con veinte inviernos e incontables desventuras a sus pies; no era muy popular en consecuencia. Los que no le conocían lo suficiente (podría decirse que la inmensa mayoría en la corte) lo tachaban de escandaloso, distante, rebelde y poco ortodoxo en las formas, libertino, algo campechano, y al parecer, carente de toda falta de civismo. Descripción que aunque no del todo fiel, era suficientemente representativa.
«Uno tiene que ser realista», se dijo al observar aquel panorama. Esas peculiares cualidades no le habían granjeado muchas amistades entre las grandes elites del estado. «A nadie le gusta que le salpiquen las ignominias ajenas ¿verdad?» Lo curioso de todo aquel asunto, era que muchos de aquellos personajes novelescos creían ser la misma esencia del decoro, la materia prima del ser bondadoso que procuraban aparentar a los ojos de los demás, pero en realidad, a quien pretendían engañar.«¡Todos el mundo sabe que los muy intrigantes, romperían el molde de cualquier hombrecillo temeroso a los ojos de sus dioses!» La nobleza por norma o por tradición, nunca dejaba entrever sus emociones al resto de sus semejantes; se camuflaban detrás de mascaras beatas y componían sonrisas falsas, mientras urdían maquiavélicos planes que pensaban llevar a cabo con la misma facilidad que uno dedicaría a respirar. Practicaban un peligroso juego de corte donde se apostaba nada más y nada menos que la propia integridad personal.
Contempló con cierta fascinación, lo repleta que estaba la sala aquel día. Las primeras filas eran ocupadas por las familias más antiguas y poderosas de Mansour, precedidas por familias de menor rango o relevancia. En la tribuna, presenciándolo todo a su vez, los miembros de la Shákta, impertérritos como de costumbre; lo observaban sin faltar ninguno. Captar toda la atención de Los Nueve, lo hizo estremecer hasta la última fibra de su ser.
Muy mal asunto ese.
A la izquierda de la tribuna el gordo de Mashema lo miraba con aquella expresión artificial e indescifrable que siempre lograba componer. Este era el Tesorero de la Moneda y, por supuesto, un ratero consumado a rapiñar al vulgo. El hombre se encargaba de Gestionar las finanzas de la Ciudad Estado con tal «esmero», que hasta los peores usureros de Pocilga (las barriadas construidas a extramuros de la ciudad) parecerían párvulos granujillas en comparativa. Era un tipo hermético, con ojos de pez muerto y labios de besugo, en el que destacaban sus tres papadas que acababan en una casi inexistente barbilla; estas hacían de su cabeza y cuerpo una sola pieza.
«No me sorprendería si algún día estalla y deja la zona repleta de pedacitos suyos»
Justo al lado de Mashema, se sentaba la tácita Nora (Suprema sacerdotisa de Las Preces de Amerantú) Aquella mujer siempre iba embozada en un velo negro que tan solo dejaba entrever sus facciones; un halo enigmático y perturbador siempre rielaba entorno a ella. Su particular Culto siempre le había dado algo de animadversión. Convivían con la aflicción, la enfermedad y el sufrimiento, la desesperación la acogían con mudo aplomo, trataban con la peste con el aprecio que uno dedicaría a un hijo; eran fieles siervas de Amerantú; dios de la Penalidad y de la Punición.
Los gemelos Pashur también estaban ahí presentes, observándolo como siempre, sin disimulo alguno. Aquel par se sentaba a la derecha de la tribuna, sus expresiones mediaban entre neutras y divertidas. Aquellos curiosos hombrecillos, de cuerpos rechonchos y bajitos como duendes, engalanados hasta las pestañas y bien parecidos a niños sentados en unos sillones para adultos, en realidad, eran sus ministros de exteriores; diplomáticos encargados de administrar los tratados con ciudades o países vecinos.
Chask Sicillan, lector del Templo de la Luz, benefactor de los hombres, icono de las almas puras, y Electo portador de la palabra de Sansemar (El Padre Sol), se sentaba justo al lado de los gemelos. Este bizqueaba mientras intentaba mantenerse en equilibrio sobre su adornado sillón al ir embriagado hasta las patillas en coñac; lo era una costumbre muy habitual en él.
«Hoy no parece que vaya a ser el día en que vaya a cambiar de habito» razonó
La nauseabunda Masaidé (la reina Cortesana por excelencia) le guiño un ojo con evidente regocijo desde su encumbrada posición. La segunda mujer miembro de la Shákta, desentonaba profusamente con su enigmática compañera de Consejo. La mujer iba maquillada como una meretriz y vestía con algo menos de ropa que cualquiera de ellas; lo que dejaba muy poco margen para la imaginación. La describiría como una mujer extremadamente peligrosa; cotilla, entrometida y chismosa como la peor vecina, intrigante, provocadora y en esencia letal. Podía llegar a ser tan mortal como una cobra de los desiertos de Pashala si se lo proponía, aunque más fría y retorcida si aún cabría de esperar.
El afilado Ser Madrag (leal consejero y amigo de su padre desde la niñez) se sentaba junto a ella. Este apretaba los puños rojo como un tomate mientras que su ojo izquierdo parpadeaba con un tic nervioso muy característico en él. Probablemente eran las secuelas del estrés ocasionado al desempeñar las labores de Primer Ministro de Mansour, o quizás no. Dudaba que aquella mueca avinagrada con la que lo miraba fuera por causa suya, por lo que recordaba, nunca lo había visto otra expresión más que esa.
Cazaire (su odiado primo político) también era uno de los miembros del Consejo, muy a pesar de que solo había cumplido la treinta. Era considerado un componente importante dentro del entramado secular. Desempeñaba labores varias dentro de la administración, aunque si se lo preguntaban, no sabría concretar cuáles eran aunque su vida dependiera de ello. Nunca dejaba pasar la oportunidad de recordarle la posición que ostentaba, con aquellos aires de grandeza tan característicos en él; siempre sonriéndole como una una zorra a las puertas de un corral repleto de gallinas cluecas.
Para finiquitarlo todo, advirtió la colérica expresión de el último miembro del Consejo, aunque no por ello el menos importante de ellos; el cual era su Gobernante (sentado en el mismo centro de la tribuna) Este tampoco por casualidad lo observaba con severa intensidad. Aquello hizo que obviara cualquier otro detalle antes descrito en el salón. Mudó de color de piel al palidecer como la leche, su orgullo al igual que sus testículos desaparecieron como por arte de magia; quedó petrificado como una estatua de mármol regio.
«Me va a caer la de dios» sentenció
En la sala había mucha más gente entre el graderío, como era de esperare en ese tipo de procesos, estaba abarrotada de cotillas venidos de todos los lugares de la región. Barones, Duques, Condes, Lores, Damas, Caballeros, oficiales, castellanos, terratenientes, banqueros, mercaderes de relevante importancia, y hasta algún que otro pelotero de variada índole. Todos se fundían en un estallido multicolor que mareaba a la vista. Ninguno de los Grandes Nombres había dejado pasar la ocasión de disfrutar de una refinada mañana de sentencias en palacio. «¿Que habré hecho yo, para que todos me miren como si fuera un bicho raro que correteara suelto entre sus calzones?»
— ¡OH, oh! —musitó Kumar desde detrás. Su lacayo incomprensiblemente había captado que la tensión del ambiente podía cortarse en lonchas. —No es que pretenda ponerlo nervioso ni nada más lejos de mi intención, señor, pero diría que hemos pasado a ser el espectáculo principal del día —los cuchicheos en la sala iban en crescendo a cada instante que pasaba. —Quizás sea mejor que no llamemos más la atención. —añadió antes de terminar —, veo a su padre algo molesto y eso. ¿No sé si me entiende?
Armen le lanzó una mirada cargada de puro veneno.
Era cierto que a su padre (El Lord Gobernante) se había visto con mejor cara en otras ocasiones. Su rezago claramente no le hacía ninguna gracia. Lo ensartó con una de aquellas miradas suyas que pretendían decir «Ahora siéntate y quédate calladito Armen, que ya hablaremos. ¡Hablaremos largo y tendido maldito cretino!» Concluyó que lo de contar una historia verosímil, difícilmente le fuera a funcionar en aquella ocasión.
Tragó saliva y se dirigió al ala derecha del graderío, donde un pequeño escaño lo aguardaba. Comprobó que iba a estar encajonado entre algunos nobles de la casa Seiches y otros tantos miembros de la casa Mandaou, lo que resultaba una expectativa muy poco grata. Esas eran una de las dos Casas más prosperas y adineradas del Estado, y paradójicamente se odiaban hasta límites insospechados desde hacía ya varios siglos atrás. La razón de tanto encono resultaba un misterio que en realidad, nadie se había molestado en aclarar. Fácilmente se podía conjeturar que debía de tratarse de alguna insignificante y pueril ofensa que se había emponzoñado con los años; al igual que un tumor malsano.
—Buenos días Caballeros —dijo mientras dedicaba una correcta reverencia a los personajes que iban a acompañarlo durante aquel cargante día. —Vaya mañanita esta ¿he?
Su actitud cordial fue correspondida con mudo desdén. Unas pocas miradas frías como témpanos se posaron en su persona. Las muecas displicentes que brotaron de aquellos rostros maquillados y acicalados como muñecas, fueron excesivamente inexpresivas. «Yo también me alegro mucho de veros»
—No parecen muy encantados —murmuró kumar.
—Nunca lo estan.
Aparcó sus divagaciones y se apresuró a acomodarse en su respectivo sitio, intentando mimetizarse con las muchas personas que asistían al lugar. Observó que la mayoría mostraban expresiones regias y severas; así que intentó tomar ejemplo. El aire estaba viciado y hacia suficiente calor para cocer a un pollo, enigmáticamente le empezaron a sudar la palma de las manos por la creciente inquietud. «¿Porqué estoy tan nervioso?» se preguntó. No era la primera vez que llamaba la atención de sus congéneres, presuponía que tampoco iba a ser la última. No obstante, al sentir a su espalda la sensación punzante de que la mayoría seguía observándolo con desinteresado interés, no pudo el evitar pensar «¿No se me estará juzgando a mí y yo aquí sin saberlo?»
Transcurrieron instantes de palpable tensión antes de que el Magíster retomase la palabra. Al alzar su aguda vocecilla por encima del barullo general, se hizo con la atención de todo el gentío. Los murmullos en la sala mitigaron, al poco, los siseos desaparecieron por completo; la inquietud general pasó a un segundo plano. Aunque Armen no tenía motivos para sentirse más tranquilo, porque a fin de cuentas no los tenía en absoluto, pensó queque era un alivio dejar de ser el centro de todas las miradas.
—Como les comentaba antes de esta inoportuna interrupción —dijo el Magíster lanzándole una mirada críptica desde una tarima predispuesta para los que tomaban la palabra. —, el litigio que se debe tratar hoy es de especial trascendencia para nuestra ciudad. Los hechos acaecidos en ella ¡Son un ultraje para nuestro credo! —Exclamó alzando la voz mientras hacia un barrido con la mirada de punta a punta de la sala. —Las propuestas que en el Concilio se estipularon dos semanas atrás se han estudiado concienzudamente, con gran detenimiento, puedo confirmar. A pesar de que siempre hemos sido partidarios de ceñirnos estrictamente a las bases de nuestra legislación, este caso transgrede y con mucho casos anteriores de índole similar. Será necesaria de toda vuestra cooperación para poder esclarecer las pérfidas intenciones que tenían los integrantes de esta aberración, y sacar alguna idea concluyente.
Las palabras del Magíster reverberaron en la abovedada sala con su habitual tono estridente. Los asistentes asintieron con solemnidad. Eriast (su padre y Gobernante) también asintió, aunque vagamente. Era evidente que escuchaba al susodicho como al molesto zumbido de una mosca mojonera. El Lord parecía más enfurruñado de lo normal. Armen sabía muy bien que no era persona que se solazara con los grandes sermones, no le hacían gracia los discursos muy largos, ni le entusiasmaban los grandilocuentes personajes como el Magíster. Tras una breve apreciación dedujo sin miedo a equivocarse, que el bueno de este, llevaba más de un buen rato cacareando.
Solasous Deprava era un tipo más bien alto, de unos cuarenta y tantos años, con el rostro tan apiñado como el hueso de una aceituna. Su pelo era largo y lacio, con atisbos de vetas plateadas aquí y allá, el cual caía libremente sobre unos huesudos hombros en forma de ángulos rectos. Sus ojos eran de un verde intenso, tan saltones como dos grandes melocotones; su febril brillo podría tildarse de hasta algo enfermizo. El tono de su voz (un rasgo muy particular de él sin lugar a dudas) tenía la suficiente estridencia como para hacerte rechinar los dientes.
«Me cuesta creer que un hombre así sea el brazo jurídico del Estado» pensó tras escuchar tanta verborrea.
Durante una de las pocas pausas que se tomó el Magíster en su discurso, supuso que para tomar una bocanada de aire, su padre aprovechó la coyuntura para interrumpirlo. Le agradeció por sus enormes esfuerzos, por su gran minuciosidad, por su buena gestión y enorme diligencia... Podría haber seguido adulándolo durante el resto de la mañana y el significado hubiese sido el mismo «¡Piensas dejarte ya de tanto rollo maldito ególatra!»
El Magíster captó la no muy sutil indirecta.
—Sí, sí, mi Excelencia, desde luego que tiene razón. Discúlpeme si me he dilatado excesivamente con la exposición de los hechos —dijo el Magíster igual de obsequioso que un vendedor de navajas —, pero todos deben darse cuenta que el tema es de mayor importancia.
—Entiendo. —Respondió Eriast, aunque su expresión no mudó un ápice. —Aún y así, creo que los hechos son lo suficientemente patentes para todos los aquí presentes. —Señaló
—Sí, por supuesto excelencia, con su venia, podemos empezar si así lo desea.
Su padre asintió.
Armen aún no era muy consciente de lo que en realidad había pasado semanas atrás en la gran metrópolis, pero el recuerdo aún lo aguardaba en los lugares más recónditos de sus memoria. Prefería mantenerlos allí aislados, pues sin lugar a dudas, eran demasiado espeluznantes para ser ciertos.
La Nación por poco no se desmorona por las luchas intestinas que se originaron a la muerte del antiguo Amir de Adassaya. La codicia de algunos pretendientes al Báculo (otro antiguo legado de eras ya remotas), provocó una lucha que se extendió como una plaga que hizo estragos en la ciudad, en la región, y en gran parte del resto del Estado. Había varios favoritos para ocupar tal puesto y la Shákta, debía de reunirse para ungir al portador de dicha reliquia. Pero nada de eso llegó a suceder en realidad. Por alguna extraña razón, muchos Electos (candidatos a ocupar tal puesto) aprovecharon la reciente vacante y llegaron de los territorios más inhóspitos del Estado, creyendo tener derecho a asumir el mando del Culto; ya sea por potestad divina, por línea sanguínea, o porque simplemente les salía de los mismísimos testículos.
La ciudad fue asediada durante semanas por el crudo transito de una guerra que nadie podía ganar, una guerra en la proliferaban los vencidos. El mundo que conocía se convirtió durante varias semanas en fuego, caos y muerte. Fue el producto de muchas pesadillas compartidas que en realidad, anidaron muy profundamente en la mente de todos. La contienda se disputó entre todo tipo de facciones; hermanos y vecinos guerreaban entre sí, camaradas o rivales que se sacaban las tripas con regocijo, conocidos o desconocidos unidos por el ansia común de asesinar. No importaba el origen o la procedencia de los implicados, ya que la guerra civil nunca tuvo bandos claros.
Qué aquel pandemónium fuera contenido por fuerzas gubernamentales, fue lo menos relevante del asunto. Para conseguir tal merito, se pago un alto precio en sangre. Miles de cuerpos yacían tirados en las calles como muñecas rotas por algún cruel niño, amontonados uno encima de otro, creando espeluznantes colinas de cetrinos y abotagados miembros.
Esa imagen se repetía en muchas zonas de la región.
Los llantos de los pequeños se oían en cada esquina, el bandidaje se intensificó, el aire transportaba la miseria y la desolación con tales imágenes, que transgredían la propia imaginación. Las casas incendiadas hasta sus cimientos se podían ver desde la lejanía, las manchas de sangre en las calles eran imposibles de borrar: las turbas hambrientas, el caos, el fuego, el miedo, la desgracia y el hambre, junto toda la destrucción que surgió después, eran un recuerdo demasiado reciente para que los vapuleaos nativos del lugar no lo tuvieran muy bien presente.
Los rivales incendiaron la indignación del pueblo llano e incitaron al caos y al odio más visceral. Durante varias semanas imperó el terror más absoluto. El Culto (base de sus creencias religiosas y pilar de todo su pueblo) se resquebrajaba como las ruinas de una ciudad perdida. Era como si los propios dioses se mofaran de la fe de los mortales, de sus sueños e ideales, de su piedad, acicateando su vanidad y su locura al mismo tiempo.
Recordaba como los campesinos y ganaderos salieron a las calles del Distrito Lanero con un cabreo monumental. Los que carecían trabajo y por lo consiguiente de una vida cómoda, eran de los más indignados. Hombres tullidos, enfermos, o simplemente vagos que dependían de las migajas que los ciudadanos ‹‹honrados›› les tiraban con desdén, se dejaron ver desde el Distrito Penitente. También las mujeres que trabajaban en las calles del Distrito Rojo desde la más tierna infancia pusieron su granito de arena, según ellas, peor no les podía ir. La gran mayoría del populacho reivindicaba un cambio, a pesar de que la mayoría no tenía muy claro cuál debía de ser. Sabían que su fe había sido quebrada y se aferraban a un clavo ardiendo. Gente de lo más variopinta abarrotó las calles enardecidas, sedientas de sangre y enloquecidas, desde abuelos a simples mocosos recién destetados; artesanos, meretrices, pordioseros, más algunos tunantes muy avispados que no dejaron pasar la oportunidad de ganarse un suculento sobresueldo a base de desplumar al ajeno. Todos se unieron en un esfuerzo común. A muchos les vino una vena pirómana empujándolos a quemar todo cuanto encontraron a su paso.
Evidentemente, él no había vivido ninguno de aquellos sucesos en sus propias carnes. Al ser el hijo del Gobernador, y por consiguiente de noble cuna, estaba bien parapetado y a buen resguardo en una de las atalayas del amurallado interior de la ciudadela. Probablemente ninguno de los presentes había contemplado en primera persona aquella carnicería. Al parecer e irónicamente, no iba a ser un hecho que se fuera a tenerse muy en cuenta en aquellos instantes, pues ese día, y en aquel momento, se iban a juzgar a los pocos instigadores que aún quedaban vivos.
— ¡Hagan pasar a los acusados! —ordenó Eriast.
El pesado cerrojo de una puerta lateral se descorrió con un sonido chirriante. La sala se llenó con el rumor de los Lores y los apoderados, de los excitados líderes de las grandes casas, de los cortesanos, de las recatadas Damas que hacían bambolearse sus exagerados tocados hacia uno y otro lado, de los consejeros y escribanos, de la multitud en general para ser francos. Algunos llegaron hasta levantarse y subirse a sus escaños para poder apreciar con más claridad aquella mascarada.
Era como tirar un trozo de carne cruda a una jauría de perros hambrientos.
— ¡Empieza el espectáculo! —Exclamó Kumar como quien va una función de un circo de gitanos. En realidad, no tenía muy claro si el hombre lo decía irónicamente o es que era realmente tan entupido como parecía en realidad.
—Quizás sí que tengas razón —claudicó Armen con sequedad. —Solo faltan las fanfarrias y los saltimbanquis.
Dos soldados uniformados y armados con contundentes porras erizadas de púas, dieron paso a los desdichados que iban a ser juzgados por el Consejo. Venían en fila de uno, cubiertos de cadenas, arrastrando sus pies descalzos por el pasillo central; como espectros en procesión hacia el panteón donde iban a ser sepultados. Quizás no fuera una analogía del todo correcta, pero no se alejaba mucho de la realidad que le esperaba a aquellos pobres desdichados.
Los presentes clavaron miradas asesinas hacia los condenados, las Damas se llevaron las manos a la nariz mientras exclamaban diversas quejas, algunos nobles (cosa muy poco común entre miembros de la respetable) llegaron a abuchearlos y todo. A pesar de todo aquel run run, podía haber sido muchísimo peor. Si tal juicio se hubiese celebrado a puertas abiertas, con todo el populacho presente, bueno, no descartaba la posibilidad de que también habrían llovido boñigas, hortalizas, y más de una piedra de tamaño considerable.
«Es lo único de agradecer en esta maldita mañana»
Entró en la sala, era inmensa y semicircular, con su techo alto y abovedado despuntando a una treintena de pies del suelo. Los rosetones dejaban entrar la luz del día con una amplia faceta de colores vivos que caían oblicuamente sobre el gentío. Las gradas formaban una media luna que rodeaba una tribuna central, la cual, era verdaderamente atrayente a la vista; una enorme pieza de alabastro jaspeado en el que se apreciaban angulosos pictogramas de eras ya olvidadas; tan fascinante, como inquietante era su origen. Los Archivos mencionaban que era uno de los pocos legados que aún quedaban de sus antiguos ancestros de Mansour. Justamente detrás de tal tribuna, en unos sendos sillones de respaldo alto, guarnecidos de oro y revestidos de felpa roja, estaban sentados los representantes de la Shákta (Consejo Interino de La Ciudad-Estado). La sala contaba con un piso superior en él que unas enormes balconadas a quince pies del suelo, se afianzaban en columnas de un mármol pulido hasta la saciedad. Desde las alturas, los asistentes (gente de alta alcurnia se entiende) podían disfrutar de todo el «espectáculo» sin que nadie les importunara con alguna vulgar trivialidad. A sus pies, un colorido mosaico representaba el símbolo heráldico de su pueblo; un hermoso halcón batía las alas junto a un fulgurante sol bajo un fondo morado. A diez pies de la tribuna y, estratégicamente en el centro de la susodicha cámara, esperaba un raquítica banqueta de madera desconchada, la cual, contrastaba profusamente con toda la opulencia que despuntaba a su alrededor.
Era fácil conjeturar quienes la iban a ocupar.
Al irrumpir él en la sala, advirtió que el murmullo cesaba paulatinamente. Por las expresiones con las que lo contemplaron sus semejantes, se hizo evidente que no era la persona que se esperaban ver entrar por aquella puerta; aunque en realidad tampoco parecían muy sorprendidos de lo que veían. Gran parte de sus «Ilustrísimas» lo ojearon de la punta de sus pies hasta el último pelo de su cabeza, con muecas muy variadas, aunque ninguna especialmente afectuosa.
No era el hijo prodigo precisamente.
Era consciente de que a aquellas alturas tendría que haberse acostumbrado a ser el centro de atención de la perniciosa aristocracia y sus dejes de sensiblería protocolar. Contaba con veinte inviernos e incontables desventuras a sus pies; no era muy popular en consecuencia. Los que no le conocían lo suficiente (podría decirse que la inmensa mayoría en la corte) lo tachaban de escandaloso, distante, rebelde y poco ortodoxo en las formas, libertino, algo campechano, y al parecer, carente de toda falta de civismo. Descripción que aunque no del todo fiel, era suficientemente representativa.
«Uno tiene que ser realista», se dijo al observar aquel panorama. Esas peculiares cualidades no le habían granjeado muchas amistades entre las grandes elites del estado. «A nadie le gusta que le salpiquen las ignominias ajenas ¿verdad?» Lo curioso de todo aquel asunto, era que muchos de aquellos personajes novelescos creían ser la misma esencia del decoro, la materia prima del ser bondadoso que procuraban aparentar a los ojos de los demás, pero en realidad, a quien pretendían engañar.«¡Todos el mundo sabe que los muy intrigantes, romperían el molde de cualquier hombrecillo temeroso a los ojos de sus dioses!» La nobleza por norma o por tradición, nunca dejaba entrever sus emociones al resto de sus semejantes; se camuflaban detrás de mascaras beatas y componían sonrisas falsas, mientras urdían maquiavélicos planes que pensaban llevar a cabo con la misma facilidad que uno dedicaría a respirar. Practicaban un peligroso juego de corte donde se apostaba nada más y nada menos que la propia integridad personal.
Contempló con cierta fascinación, lo repleta que estaba la sala aquel día. Las primeras filas eran ocupadas por las familias más antiguas y poderosas de Mansour, precedidas por familias de menor rango o relevancia. En la tribuna, presenciándolo todo a su vez, los miembros de la Shákta, impertérritos como de costumbre; lo observaban sin faltar ninguno. Captar toda la atención de Los Nueve, lo hizo estremecer hasta la última fibra de su ser.
Muy mal asunto ese.
A la izquierda de la tribuna el gordo de Mashema lo miraba con aquella expresión artificial e indescifrable que siempre lograba componer. Este era el Tesorero de la Moneda y, por supuesto, un ratero consumado a rapiñar al vulgo. El hombre se encargaba de Gestionar las finanzas de la Ciudad Estado con tal «esmero», que hasta los peores usureros de Pocilga (las barriadas construidas a extramuros de la ciudad) parecerían párvulos granujillas en comparativa. Era un tipo hermético, con ojos de pez muerto y labios de besugo, en el que destacaban sus tres papadas que acababan en una casi inexistente barbilla; estas hacían de su cabeza y cuerpo una sola pieza.
«No me sorprendería si algún día estalla y deja la zona repleta de pedacitos suyos»
Justo al lado de Mashema, se sentaba la tácita Nora (Suprema sacerdotisa de Las Preces de Amerantú) Aquella mujer siempre iba embozada en un velo negro que tan solo dejaba entrever sus facciones; un halo enigmático y perturbador siempre rielaba entorno a ella. Su particular Culto siempre le había dado algo de animadversión. Convivían con la aflicción, la enfermedad y el sufrimiento, la desesperación la acogían con mudo aplomo, trataban con la peste con el aprecio que uno dedicaría a un hijo; eran fieles siervas de Amerantú; dios de la Penalidad y de la Punición.
Los gemelos Pashur también estaban ahí presentes, observándolo como siempre, sin disimulo alguno. Aquel par se sentaba a la derecha de la tribuna, sus expresiones mediaban entre neutras y divertidas. Aquellos curiosos hombrecillos, de cuerpos rechonchos y bajitos como duendes, engalanados hasta las pestañas y bien parecidos a niños sentados en unos sillones para adultos, en realidad, eran sus ministros de exteriores; diplomáticos encargados de administrar los tratados con ciudades o países vecinos.
Chask Sicillan, lector del Templo de la Luz, benefactor de los hombres, icono de las almas puras, y Electo portador de la palabra de Sansemar (El Padre Sol), se sentaba justo al lado de los gemelos. Este bizqueaba mientras intentaba mantenerse en equilibrio sobre su adornado sillón al ir embriagado hasta las patillas en coñac; lo era una costumbre muy habitual en él.
«Hoy no parece que vaya a ser el día en que vaya a cambiar de habito» razonó
La nauseabunda Masaidé (la reina Cortesana por excelencia) le guiño un ojo con evidente regocijo desde su encumbrada posición. La segunda mujer miembro de la Shákta, desentonaba profusamente con su enigmática compañera de Consejo. La mujer iba maquillada como una meretriz y vestía con algo menos de ropa que cualquiera de ellas; lo que dejaba muy poco margen para la imaginación. La describiría como una mujer extremadamente peligrosa; cotilla, entrometida y chismosa como la peor vecina, intrigante, provocadora y en esencia letal. Podía llegar a ser tan mortal como una cobra de los desiertos de Pashala si se lo proponía, aunque más fría y retorcida si aún cabría de esperar.
El afilado Ser Madrag (leal consejero y amigo de su padre desde la niñez) se sentaba junto a ella. Este apretaba los puños rojo como un tomate mientras que su ojo izquierdo parpadeaba con un tic nervioso muy característico en él. Probablemente eran las secuelas del estrés ocasionado al desempeñar las labores de Primer Ministro de Mansour, o quizás no. Dudaba que aquella mueca avinagrada con la que lo miraba fuera por causa suya, por lo que recordaba, nunca lo había visto otra expresión más que esa.
Cazaire (su odiado primo político) también era uno de los miembros del Consejo, muy a pesar de que solo había cumplido la treinta. Era considerado un componente importante dentro del entramado secular. Desempeñaba labores varias dentro de la administración, aunque si se lo preguntaban, no sabría concretar cuáles eran aunque su vida dependiera de ello. Nunca dejaba pasar la oportunidad de recordarle la posición que ostentaba, con aquellos aires de grandeza tan característicos en él; siempre sonriéndole como una una zorra a las puertas de un corral repleto de gallinas cluecas.
Para finiquitarlo todo, advirtió la colérica expresión de el último miembro del Consejo, aunque no por ello el menos importante de ellos; el cual era su Gobernante (sentado en el mismo centro de la tribuna) Este tampoco por casualidad lo observaba con severa intensidad. Aquello hizo que obviara cualquier otro detalle antes descrito en el salón. Mudó de color de piel al palidecer como la leche, su orgullo al igual que sus testículos desaparecieron como por arte de magia; quedó petrificado como una estatua de mármol regio.
«Me va a caer la de dios» sentenció
En la sala había mucha más gente entre el graderío, como era de esperare en ese tipo de procesos, estaba abarrotada de cotillas venidos de todos los lugares de la región. Barones, Duques, Condes, Lores, Damas, Caballeros, oficiales, castellanos, terratenientes, banqueros, mercaderes de relevante importancia, y hasta algún que otro pelotero de variada índole. Todos se fundían en un estallido multicolor que mareaba a la vista. Ninguno de los Grandes Nombres había dejado pasar la ocasión de disfrutar de una refinada mañana de sentencias en palacio. «¿Que habré hecho yo, para que todos me miren como si fuera un bicho raro que correteara suelto entre sus calzones?»
— ¡OH, oh! —musitó Kumar desde detrás. Su lacayo incomprensiblemente había captado que la tensión del ambiente podía cortarse en lonchas. —No es que pretenda ponerlo nervioso ni nada más lejos de mi intención, señor, pero diría que hemos pasado a ser el espectáculo principal del día —los cuchicheos en la sala iban en crescendo a cada instante que pasaba. —Quizás sea mejor que no llamemos más la atención. —añadió antes de terminar —, veo a su padre algo molesto y eso. ¿No sé si me entiende?
Armen le lanzó una mirada cargada de puro veneno.
Era cierto que a su padre (El Lord Gobernante) se había visto con mejor cara en otras ocasiones. Su rezago claramente no le hacía ninguna gracia. Lo ensartó con una de aquellas miradas suyas que pretendían decir «Ahora siéntate y quédate calladito Armen, que ya hablaremos. ¡Hablaremos largo y tendido maldito cretino!» Concluyó que lo de contar una historia verosímil, difícilmente le fuera a funcionar en aquella ocasión.
Tragó saliva y se dirigió al ala derecha del graderío, donde un pequeño escaño lo aguardaba. Comprobó que iba a estar encajonado entre algunos nobles de la casa Seiches y otros tantos miembros de la casa Mandaou, lo que resultaba una expectativa muy poco grata. Esas eran una de las dos Casas más prosperas y adineradas del Estado, y paradójicamente se odiaban hasta límites insospechados desde hacía ya varios siglos atrás. La razón de tanto encono resultaba un misterio que en realidad, nadie se había molestado en aclarar. Fácilmente se podía conjeturar que debía de tratarse de alguna insignificante y pueril ofensa que se había emponzoñado con los años; al igual que un tumor malsano.
—Buenos días Caballeros —dijo mientras dedicaba una correcta reverencia a los personajes que iban a acompañarlo durante aquel cargante día. —Vaya mañanita esta ¿he?
Su actitud cordial fue correspondida con mudo desdén. Unas pocas miradas frías como témpanos se posaron en su persona. Las muecas displicentes que brotaron de aquellos rostros maquillados y acicalados como muñecas, fueron excesivamente inexpresivas. «Yo también me alegro mucho de veros»
—No parecen muy encantados —murmuró kumar.
—Nunca lo estan.
Aparcó sus divagaciones y se apresuró a acomodarse en su respectivo sitio, intentando mimetizarse con las muchas personas que asistían al lugar. Observó que la mayoría mostraban expresiones regias y severas; así que intentó tomar ejemplo. El aire estaba viciado y hacia suficiente calor para cocer a un pollo, enigmáticamente le empezaron a sudar la palma de las manos por la creciente inquietud. «¿Porqué estoy tan nervioso?» se preguntó. No era la primera vez que llamaba la atención de sus congéneres, presuponía que tampoco iba a ser la última. No obstante, al sentir a su espalda la sensación punzante de que la mayoría seguía observándolo con desinteresado interés, no pudo el evitar pensar «¿No se me estará juzgando a mí y yo aquí sin saberlo?»
Transcurrieron instantes de palpable tensión antes de que el Magíster retomase la palabra. Al alzar su aguda vocecilla por encima del barullo general, se hizo con la atención de todo el gentío. Los murmullos en la sala mitigaron, al poco, los siseos desaparecieron por completo; la inquietud general pasó a un segundo plano. Aunque Armen no tenía motivos para sentirse más tranquilo, porque a fin de cuentas no los tenía en absoluto, pensó queque era un alivio dejar de ser el centro de todas las miradas.
—Como les comentaba antes de esta inoportuna interrupción —dijo el Magíster lanzándole una mirada críptica desde una tarima predispuesta para los que tomaban la palabra. —, el litigio que se debe tratar hoy es de especial trascendencia para nuestra ciudad. Los hechos acaecidos en ella ¡Son un ultraje para nuestro credo! —Exclamó alzando la voz mientras hacia un barrido con la mirada de punta a punta de la sala. —Las propuestas que en el Concilio se estipularon dos semanas atrás se han estudiado concienzudamente, con gran detenimiento, puedo confirmar. A pesar de que siempre hemos sido partidarios de ceñirnos estrictamente a las bases de nuestra legislación, este caso transgrede y con mucho casos anteriores de índole similar. Será necesaria de toda vuestra cooperación para poder esclarecer las pérfidas intenciones que tenían los integrantes de esta aberración, y sacar alguna idea concluyente.
Las palabras del Magíster reverberaron en la abovedada sala con su habitual tono estridente. Los asistentes asintieron con solemnidad. Eriast (su padre y Gobernante) también asintió, aunque vagamente. Era evidente que escuchaba al susodicho como al molesto zumbido de una mosca mojonera. El Lord parecía más enfurruñado de lo normal. Armen sabía muy bien que no era persona que se solazara con los grandes sermones, no le hacían gracia los discursos muy largos, ni le entusiasmaban los grandilocuentes personajes como el Magíster. Tras una breve apreciación dedujo sin miedo a equivocarse, que el bueno de este, llevaba más de un buen rato cacareando.
Solasous Deprava era un tipo más bien alto, de unos cuarenta y tantos años, con el rostro tan apiñado como el hueso de una aceituna. Su pelo era largo y lacio, con atisbos de vetas plateadas aquí y allá, el cual caía libremente sobre unos huesudos hombros en forma de ángulos rectos. Sus ojos eran de un verde intenso, tan saltones como dos grandes melocotones; su febril brillo podría tildarse de hasta algo enfermizo. El tono de su voz (un rasgo muy particular de él sin lugar a dudas) tenía la suficiente estridencia como para hacerte rechinar los dientes.
«Me cuesta creer que un hombre así sea el brazo jurídico del Estado» pensó tras escuchar tanta verborrea.
Durante una de las pocas pausas que se tomó el Magíster en su discurso, supuso que para tomar una bocanada de aire, su padre aprovechó la coyuntura para interrumpirlo. Le agradeció por sus enormes esfuerzos, por su gran minuciosidad, por su buena gestión y enorme diligencia... Podría haber seguido adulándolo durante el resto de la mañana y el significado hubiese sido el mismo «¡Piensas dejarte ya de tanto rollo maldito ególatra!»
El Magíster captó la no muy sutil indirecta.
—Sí, sí, mi Excelencia, desde luego que tiene razón. Discúlpeme si me he dilatado excesivamente con la exposición de los hechos —dijo el Magíster igual de obsequioso que un vendedor de navajas —, pero todos deben darse cuenta que el tema es de mayor importancia.
—Entiendo. —Respondió Eriast, aunque su expresión no mudó un ápice. —Aún y así, creo que los hechos son lo suficientemente patentes para todos los aquí presentes. —Señaló
—Sí, por supuesto excelencia, con su venia, podemos empezar si así lo desea.
Su padre asintió.
Armen aún no era muy consciente de lo que en realidad había pasado semanas atrás en la gran metrópolis, pero el recuerdo aún lo aguardaba en los lugares más recónditos de sus memoria. Prefería mantenerlos allí aislados, pues sin lugar a dudas, eran demasiado espeluznantes para ser ciertos.
La Nación por poco no se desmorona por las luchas intestinas que se originaron a la muerte del antiguo Amir de Adassaya. La codicia de algunos pretendientes al Báculo (otro antiguo legado de eras ya remotas), provocó una lucha que se extendió como una plaga que hizo estragos en la ciudad, en la región, y en gran parte del resto del Estado. Había varios favoritos para ocupar tal puesto y la Shákta, debía de reunirse para ungir al portador de dicha reliquia. Pero nada de eso llegó a suceder en realidad. Por alguna extraña razón, muchos Electos (candidatos a ocupar tal puesto) aprovecharon la reciente vacante y llegaron de los territorios más inhóspitos del Estado, creyendo tener derecho a asumir el mando del Culto; ya sea por potestad divina, por línea sanguínea, o porque simplemente les salía de los mismísimos testículos.
La ciudad fue asediada durante semanas por el crudo transito de una guerra que nadie podía ganar, una guerra en la proliferaban los vencidos. El mundo que conocía se convirtió durante varias semanas en fuego, caos y muerte. Fue el producto de muchas pesadillas compartidas que en realidad, anidaron muy profundamente en la mente de todos. La contienda se disputó entre todo tipo de facciones; hermanos y vecinos guerreaban entre sí, camaradas o rivales que se sacaban las tripas con regocijo, conocidos o desconocidos unidos por el ansia común de asesinar. No importaba el origen o la procedencia de los implicados, ya que la guerra civil nunca tuvo bandos claros.
Qué aquel pandemónium fuera contenido por fuerzas gubernamentales, fue lo menos relevante del asunto. Para conseguir tal merito, se pago un alto precio en sangre. Miles de cuerpos yacían tirados en las calles como muñecas rotas por algún cruel niño, amontonados uno encima de otro, creando espeluznantes colinas de cetrinos y abotagados miembros.
Esa imagen se repetía en muchas zonas de la región.
Los llantos de los pequeños se oían en cada esquina, el bandidaje se intensificó, el aire transportaba la miseria y la desolación con tales imágenes, que transgredían la propia imaginación. Las casas incendiadas hasta sus cimientos se podían ver desde la lejanía, las manchas de sangre en las calles eran imposibles de borrar: las turbas hambrientas, el caos, el fuego, el miedo, la desgracia y el hambre, junto toda la destrucción que surgió después, eran un recuerdo demasiado reciente para que los vapuleaos nativos del lugar no lo tuvieran muy bien presente.
Los rivales incendiaron la indignación del pueblo llano e incitaron al caos y al odio más visceral. Durante varias semanas imperó el terror más absoluto. El Culto (base de sus creencias religiosas y pilar de todo su pueblo) se resquebrajaba como las ruinas de una ciudad perdida. Era como si los propios dioses se mofaran de la fe de los mortales, de sus sueños e ideales, de su piedad, acicateando su vanidad y su locura al mismo tiempo.
Recordaba como los campesinos y ganaderos salieron a las calles del Distrito Lanero con un cabreo monumental. Los que carecían trabajo y por lo consiguiente de una vida cómoda, eran de los más indignados. Hombres tullidos, enfermos, o simplemente vagos que dependían de las migajas que los ciudadanos ‹‹honrados›› les tiraban con desdén, se dejaron ver desde el Distrito Penitente. También las mujeres que trabajaban en las calles del Distrito Rojo desde la más tierna infancia pusieron su granito de arena, según ellas, peor no les podía ir. La gran mayoría del populacho reivindicaba un cambio, a pesar de que la mayoría no tenía muy claro cuál debía de ser. Sabían que su fe había sido quebrada y se aferraban a un clavo ardiendo. Gente de lo más variopinta abarrotó las calles enardecidas, sedientas de sangre y enloquecidas, desde abuelos a simples mocosos recién destetados; artesanos, meretrices, pordioseros, más algunos tunantes muy avispados que no dejaron pasar la oportunidad de ganarse un suculento sobresueldo a base de desplumar al ajeno. Todos se unieron en un esfuerzo común. A muchos les vino una vena pirómana empujándolos a quemar todo cuanto encontraron a su paso.
Evidentemente, él no había vivido ninguno de aquellos sucesos en sus propias carnes. Al ser el hijo del Gobernador, y por consiguiente de noble cuna, estaba bien parapetado y a buen resguardo en una de las atalayas del amurallado interior de la ciudadela. Probablemente ninguno de los presentes había contemplado en primera persona aquella carnicería. Al parecer e irónicamente, no iba a ser un hecho que se fuera a tenerse muy en cuenta en aquellos instantes, pues ese día, y en aquel momento, se iban a juzgar a los pocos instigadores que aún quedaban vivos.
— ¡Hagan pasar a los acusados! —ordenó Eriast.
El pesado cerrojo de una puerta lateral se descorrió con un sonido chirriante. La sala se llenó con el rumor de los Lores y los apoderados, de los excitados líderes de las grandes casas, de los cortesanos, de las recatadas Damas que hacían bambolearse sus exagerados tocados hacia uno y otro lado, de los consejeros y escribanos, de la multitud en general para ser francos. Algunos llegaron hasta levantarse y subirse a sus escaños para poder apreciar con más claridad aquella mascarada.
Era como tirar un trozo de carne cruda a una jauría de perros hambrientos.
— ¡Empieza el espectáculo! —Exclamó Kumar como quien va una función de un circo de gitanos. En realidad, no tenía muy claro si el hombre lo decía irónicamente o es que era realmente tan entupido como parecía en realidad.
—Quizás sí que tengas razón —claudicó Armen con sequedad. —Solo faltan las fanfarrias y los saltimbanquis.
Dos soldados uniformados y armados con contundentes porras erizadas de púas, dieron paso a los desdichados que iban a ser juzgados por el Consejo. Venían en fila de uno, cubiertos de cadenas, arrastrando sus pies descalzos por el pasillo central; como espectros en procesión hacia el panteón donde iban a ser sepultados. Quizás no fuera una analogía del todo correcta, pero no se alejaba mucho de la realidad que le esperaba a aquellos pobres desdichados.
Los presentes clavaron miradas asesinas hacia los condenados, las Damas se llevaron las manos a la nariz mientras exclamaban diversas quejas, algunos nobles (cosa muy poco común entre miembros de la respetable) llegaron a abuchearlos y todo. A pesar de todo aquel run run, podía haber sido muchísimo peor. Si tal juicio se hubiese celebrado a puertas abiertas, con todo el populacho presente, bueno, no descartaba la posibilidad de que también habrían llovido boñigas, hortalizas, y más de una piedra de tamaño considerable.
«Es lo único de agradecer en esta maldita mañana»
Ven, ven, quienquiera que seas;
Seas infiel, idólatra o pagano, ven
ESTE no es un lugar de desesperación
Incluso si has roto tus votos cientos de veces, aún ven!
(Yalal Ad-Din Muhammad Rumi)