09/02/2015 12:16 AM
2. ÚLTIMO DIA DE INFANCIA
Norden, Estoria, 8 de Xunetu del 520 p.F.
Árzak Kholler'ar escrutó el cielo, intrigado. A sus doce años ya era un cazador experimentado, y había recorrido estos bosques infinidad de veces, pero nunca había visto nada parecido al objeto que atraía su atención.
—¿Qué es aquello? —preguntó señalando al cielo.
Llevaban toda la mañana en busca de una presa, sin suerte alguna. Casi se había dado por vencido, cuando una silueta, que se recortaba ante las nubes, llamó su atención. No se apreciaba ningún detalle dada la distancia; lo único, un objeto de forma alargada con dos grandes extensiones a los lados similares a alas.
—Desde luego no se parece a un pájaro —el que habló fué Aubert Redion'ar, su mejor amigo desde que le alcanzaba la memoria.
Eran como dos caras de la misma moneda; Árzak, digno descendiente de las tribus castrenses: de pelo y ojos castaños y un cuerpo extraordinariamente musculoso para ser un infante; Aubert, por contra, destacaba en todo el pueblo por su altura y cabello rubio; incluso las malas lenguas hacían referencia a una posible ascendencia sírdica, algo que le sacaba de quicio.
—Al menos ninguno que conozca —continuó Aubert —. ¿Un dragón tal vez?
—Parece grande para ser un ventalen, y nunca he oído nada de grandes voladores en estas tierras. —Árzak se subió a un tocón cercano y haciendo visera con la mano entrecerró los ojos para forzar la vista—. Pensarás que estoy loco, pero diría que es una persona con una especie de... alas.
—Nunca he oído hablar de personas con la habilidad de volar... —se burló Aubert en un tono petulante que era habitual en él. Pertenecía a una familia noble venida a menos y sentía un desmedido orgullo por ello—. ¿Un nerb?
—Nunca he visto un nerb, pero según he oído, ellos tienen una membrana entre los brazos y no alas. —El extraño ser desapareció al rebasar las montañas, así que Árzak se bajó del tocón y centró su atención en el claro—. Sea lo que sea, se ha ido.
—¿Qué diantres haces? —preguntó Aubert al ver a su compañero sentarse.
—¿Diantres? —dijo Árzak con tono burlón—. Au..., ya nadie habla así.
—Yo sí —respondió el otro, picado—. ¿Pero por qué te sientas? Estamos lejos de casa.
—Es un buen sitio para comer. No hemos encontrado ni un triste conejo que cazar en toda la mañana y empiezo a estar cansado. Además tengo hambre —mientras hablaba, el chico apoyó la mochila en el regazo y empezó a rebuscar en ella.
—Esto nos pasa por confiar en tus dotes de rastreador —dijo Aubert imitándole—. Je. Pan y cecina. De nuevo.
—Ten. Me lo dio la vieja Greta. —Árzak le tendió un bollo de canela mientras empezaba a comer otro.
—Como no —dijo Aubert al tiempo que cogía el dulce—. Al niño favorito del pueblo le regalan bollos.
—Desde luego no soy el favorito de todo el mundo —rió Árzak mientras le guiñaba un ojo socarrón.
—¿De qué hablas? —preguntó Aubert sin dar crédito a lo que oía. A la gente no le gustaba ese niño. El pequeño cínico le llamaban; y él lo sabía muy bien.
—Freide, me ha preguntado por ti —canturreó Árzak conteniendo la risa. Aubert se limitó a resoplar con desdén—. ¿No quieres saber qué me ha dicho? Es la chica más guapa del pueblo.
—Hay jinetes en el camino —dijo Aubert contento de ver aparecer algo que le permitiese cambiar de tema.
El claro en el que se encontraban estaba en una pequeña colina que emergía sobre la arboleda. Desde su posición podía ver la senda a unos doscientos metros, y por ella avanzaba con calma varios hombres.
—Es posible que sean tu padre y los cazadores —continuó Aubert tras dar cuenta del bollo.
—¡Vamos! —dijo Árzak, recogiendo sus cosas rápidamente, antes de lanzarse a la carrera hacia ellos seguido por su compañero.
Atravesaron el bosque y justo cuando se adentraban en la carretera , vieron aparecer al padre de Árzak al frente de unos pocos cazadores. Habían salido dos días atrás, en busca de un enorme cuélebre que atacó a unos viajeros, y regresaban visiblemente cansados.
—¿Qué hacéis aquí? —le dijo su padre cuando estuvo suficientemente cerca.
Sallen Kholler'ar era un hombre de mediana edad, que había pasado su vida viajando por el mundo, cazando demonios. Árzak solo lo veía durante pequeños periodos de tiempo en los que se dejaba caer por el pueblo, según él, para descansar y disfrutar de la familia. Sin embargo, cuando le pidieron ayuda para capturar un dragón, no pudo evitar coger sus cosas y partir a la caza del monstruo ese mismo día. Para variar, esta vez no viajó solo, pues le acompañaban los dos mejores cazadores del pueblo: Prien y Leth Llaren'ar.
Ambos se encargaban de proveer al pueblo de carne cuando no estaba Sallen, algo que ocurría muy a menudo, y eran famosos en toda la comarca por cobrarse las piezas más peligrosas y grandes de los bosques de Estoria.
Junto a ellos iba la mano derecha de Sallen, Mientel Nent'ar: un antiguo oficial sajano. Durante años cumplió las órdenes del dictador que regía Sajania sin cuestionarse nada, hasta que un día se negó, alegando motivos de conciencia. Fue declarado traidor por un tribunal militar y condenado a muerte. Sallen se encontraba por casualidad en la ciudad tras la pista de un demonio. Sin tan siquiera saber de qué se le acusaba, no pudo evitar salvar al reo interrumpiendo su ejecución pública. Pelearon hombro con hombro y se abrieron paso a traves de la ciudad, hasta lograr escapar. Aquello les unió, y desde ese día se convirtieron en grandes amigos.
—Árzak —dijo Sallen deteniendo el caballo frente a su hijo—, te he dicho mil veces que no salgas del valle. Sabes que nos buscan.
—Sí, padre. Y también sé que no tengo que decir a nadie que me apellido Kholler —respondió el chico con una sonrisa inocente en la cara.
—Pues acabas de decirlo, mocoso —dijo Prien con frialdad mientras pasaba a su lado y seguía camino.
Prien debía rondar los cuarenta años y vestía a la manera castrense: las pieles de distintos animales conformaban una túnica multicolor. Combinada con una poblada barba gris atada en una trenza y su larga melena blanca suelta al viento, tenía el aspecto de un hombre de las cavernas. Eso y su hosquedad le convertían en el objeto de muchas pesadillas del muchacho.
—Deja al crío en paz —dijo Leth siguiendo a su hermano, no sin dedicar una sonrisa conciliadora a Árzak.
Más joven que Prien y de carácter jovial, Leth era uno de sus adultos favoritos. Vestía a la moda de la época, con ropa de cuero oscuro. Ataba su oscuro cabello en una larga coleta de la que se sentía muy orgulloso y debía ser de los pocos castrenses que había descubierto la existencia de las cuchillas de afeitar.
—¿Has leído Nociones básicas sobre el Vestigio como te pedí? —el que preguntaba era Mientel, que se había detenido con Sallen junto a los muchachos.
El sajano asumió el papel de tutor de Árzak desde que éste naciera. Siempre se preocupó por la educación del chico y demostró ser un estupendo estudiante. Continuamente se veía sorprendido por sus acertadas conclusiones a cualquier problema que le planteaba. El niño adoraba la lectura, y muy pronto empezó a manejar volúmenes avanzados para su edad. Además también le instruyó en las artes marciales, consciente de que siendo hijo de quien era, no tardaría en llegar el día en que las necesitase para defenderse.
—Sí, Mientel —dijo Árzak tras lanzar un hondo suspiro de tedio—. Desde luego no ha sido el mejor libro que he leído en mi vida, pero lo terminé anoche.
—Perfecto —asintió Mientel satisfecho—. Necesitas conocer los conceptos básicos si queremos desarrollar totalmente tus habilidades.
—Lo hemos intentado mil veces —protestó Árzak molesto como cada vez que le sacaban ese tema—, yo no sé usar técnicas vestigiales y leer un aburrido libro sobre el tema no creo que ayude.
—Está bien, no te preocupes, hablaremos de ello durante la cena —interrumpió Sallen con tono amable.
La aparición en un recodo del camino del carro que transportaba los restos del cuélebre le permitió cambiar de tema.
—Hoy comeremos lagarto —dijo Sallen viendo la expectación que causó en los críos—. Y probablemente mañana y pasado también.
El hombre rompió a reír, contagiando a los niños, que se lanzaron a curiosear en el interior del carro.
—Guau. Es gigante, papá —dijo Árzak muy impresionado.
Era la primera vez que veía un cuélebre de una pieza. Más grande que un caballo, se asemejaba a una enorme lagartija verde, si no fuera por la ristra de cuernos que decoraban su testa.
—¿Os costó mucho cazarlo? —preguntó Aubert fascinado.
Sallen antes de contestar ofreció la mano a su hijo para ayudarle a montar a su espalda y Mientel hizo otro tanto con Aubert.
—A decir verdad lo difícil fue encontrarlo —se rió Sallen una vez que estaban en marcha—. ¿No es así, Mientel?
—Árzak debería saberlo —dijo Mientel sin querer dejar pasar la oportunidad de dar una lección a su alumno—. Ya hemos hablado de ello. ¿Qué recuerdas de los cuélebres?
—Déjame pensar... —musitó Árzak tratando de hacer memoria. Mientel intentaba enseñarle todo lo necesario para sobrevivir en el mundo. Lo que incluía el conocimiento de las costumbres de todas las criaturas peligrosas que habitaban Geadia y los otros continentes—. ¿Eran esos inteligentes pero que no sabían hablar?
—Muy bien —dijo Mientel ignorando la mirada de orgullo paterno de Sallen—. A diferencia de otros dragones, los cuélebres no tienen el don del habla. No obstante, su inteligencia les hace muy peligrosos. ¿Por qué?
—Eeeee..., no..., no consigo recordarlo...
—Crean estrategias. —Ahora el que sentía un orgullo desmedido era Aubert, al ver que sabía algo que su amigo, el inteligente del dúo, no.
—Muy bien joven Redion´ar —dijo Mientel—. Se ve que todas esas asistencias de oyente a mis clases te han servido de algo. Hay otra cosa que tener en cuenta de los cuélebres... y de todo los dragones en general.
—Usan técnicas vestigiales de forma natural —se apresuró a responder Árzak, dedicándole una sonrisa de autosuficiencia a su amigo, a la que éste respondió con una mueca, antes de que ambos estallasen en carcajadas.
—Está bien, chicos —dijo Sallen deteniendo la montura al ver los límites del pueblo.
Norden era una pequeña aldea emplazada en el centro de un valle rodeado de imponentes montañas, que servían de frontera natural con la vecina Narvinia. La zona estaba cubierta por un denso manto de bosque caducifolio, que a esas alturas del verano resplandecía exuberante. Un riachuelo atravesaba la ciudad siguiendo el valle, haciendo girar a su paso la rueda del molino que recibía a los visitantes que llegaban por el camino del este.
Cruzaron un pequeño puente sin parapetos, en fila india. Al otro lado las casas de piedra se sucedían, ubicadas de forma aleatoria sin un patrón fijo, dependiendo de la cantidad de terreno para trabajar que necesitase su propietario. Destacando por encima de todas las edificaciones se veían dos enormes mansiones, cada una a un lado del pueblo; la del sur tenía un aspecto más descuidado, aunque en otros tiempos debió ser impresionante. Se trataba de la casa de los Redion, la familia de Aubert. Nobles narvinios que habían perdido todo, y llegaron a la región varias generaciones atrás. La familia Kholler, propietaria de la otra mansión, les aceptó sin dudarlo en estas tierras, solo con la única condición impuesta a todos los habitantes de preservar el anonimato de su apellido.
—Árzak, ¿te importa ir donde Gruluz y comprar un poco de arcanita? —preguntó Sallen ayudando a su hijo a desmontar.
—Sin problema...
—¡Sallen! —interrumpió Mientel al chico, señalando un punto concreto del cielo—. Rastreador.
—Es el mismo ser que vimos hace un rato —dijo Aubert desmontando.
—¿Lo vísteis antes? —preguntó Sallen—. ¿Iba solo?
—Sí —dijo Árzak—. Sobrevoló un rato el este del valle y luego cruzó las montañas. Pero, ¿qué es?
—Espero que nada importante —afirmo Sallen tras lanzar una mirada extraña a Mientel, a lo que el otro se limitó a asentir. Árzak los vio y miró a su padre preocupado—. No es la primera vez que sobrevuelan el valle. Árzak, por favor, haz lo que te he pedido, pero no te entretengas. Y tú, Aubert, será mejor que vuelvas a casa.
Dicho esto, espolearon sus caballos y se fueron hacia la mansión.
Otra vez solos, los chicos decidieron ir juntos hasta la tienda de Gruluz.
El propietario era un grez, una especie antropomorfa, cuya piel y órganos estaban hechos de roca. Tenía un tamaño muy variable: algunos eran grandes como casas y otros pequeños como ratones. Esta cualidad, así como el número y forma de sus apéndices o las habilidades de las que disponían, dependían de la tarea que nacían para realizar en la colonia.
Gruluz en concreto, pertenecía a un subgrupo conocido como los errantes. De corta estatura, en torno al metro cincuenta, destacaban entre todos los grezs por ser los únicos que utilizaban herramientas, gracias a que tenían dos manos con pulgares oponibles y un aparato fonador similar al del resto de razas inteligentes. Esto era una peculiaridad destacada, pues los grezs de otras castas solo usaban su propia lengua. Cuando empezaron a comerciar con otros pueblos, los errantes surgieron como una evolución necesaria para facilitar las transacciones comerciales.
Dado que los grezs solían vivir bajo tierra, la tienda estaba excavada en la roca de un pequeño farallón que atravesaba parte del pueblo. Un cobertizo hacía las veces de entrada y establecimiento. Árzak se despidió de Aubert al llegar y entró.
—Buenas tardes, Gruluz —dijo Árzak con familiaridad.
La habitación era pequeña y había poco mobiliario: un mostrador plegable y unas pocas estanterías llenas de lingotes de distintos minerales. Al fondo, una trampilla daba acceso a la gruta en la que vivía el tendero.
—Hola chico —la voz del grez era muy profunda y resultaba difícil interpretar su estado de ánimo en esa cara de roca carente de músculos faciales. Sin embargo, se trataban de criaturas muy afables, terribles al enfadarse, aunque era complicado llegar a verles en ese estado—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Otro experimento con magnetita? Hace un par de días me llegó un poco.
—No... Aquello fue divertido, pero hoy me manda mi padre a por arcanita.
—Los humanos dependéis demasiado del oro verde. —Mientras hablaba rebuscaba entre los estantes, hasta que dio con un pequeño lingote del tamaño de su puño—. Cada vez es más escaso y al precio con el que sale esto de Grezlandia, el día en que el dinero de todos los bancos de Jagúa esté bajo tierra en nuestras ciudades está cada vez más cerca.
—Yo solo te puedo dar 50 drekegs —dijo Árzak con una mueca sardónica en la cara mientras ponía el dinero en el mostrador—. Aunque mi madre suele decir que pretendes ser el habitante más rico del pueblo.
—Aquí seré el más rico, pero si volviese a mi tierra con este dinero no tendría ni para sobrevivir un par de meses. Brsggggzzdel —el grez dijo esto último en su idioma. Cada vez que Árzak intentaba describirlo, solo le venía a la cabeza una ocasión, un par de años antes, en la que llegó al pueblo un viejo buscador de oro. El chico dedicó muchas horas a acompañar al extranjero en su periplo por el río. El sonido de las piedras rebotando y chocando entre sí en el fondo de la batea de aquel hombre, era lo más parecido al ruido que salía de la garganta del grez—. O como decís vosotros, “el dinero tiene el valor de lo que puedas comprar con él”.
—Lo siento Gruluz, pero mi padre me espera. —El chico cogió el lingote, encantado de poder escapar de allí, y se dirigió a la salida—. ¡Hasta otra!
— ¡Hasta otra chaval! —gritó Gruluz a la puerta.
Árzak puso rumbo a casa pero se detuvo en seco al reparar en algo extraño. En el cielo del este flotaba un objeto oscuro. Al fijarse más detenidamente, comprobó que se acercaba. En pocos minutos pudo distinguir, al igual que un cada vez mayor número de curiosos, la forma de un enorme buque de guerra. El extraño hombre pájaro, al que Mientel había llamado rastreador, volaba en dirección al barco. La situación no le gustaba, casi todos los vecinos habían detenido sus quehaceres y lo miraban con preocupación, formando corrillos e incluso alguno se fue corriendo a su casa. Árzak recordando la actitud de su padre antes de irse, echó a correr frenéticamente hacia la mansión. Por el camino empujó a varias personas que le gritaron algo, pero no les prestó atención.
El barco estaba ya lo bastante cerca como para oír el ruido que producían sus motores cuando enfiló la calle que llevaba a la propiedad de los Kholler. Esprintó para salvar los últimos metros, no sin lanzar una ojeada al destructor volador que ya cubría buena parte del horizonte, arrojando una oscura sombra sobre Norden.
Cuando unas pocas zancadas le separaban de la verja, un fogonazo surgió de un lateral del buque, acompañado de un estruendo que hizo vibrar el suelo. Árzak se quedó paralizado. Oía un zumbido cada vez más intenso, que terminó con una explosión a pocos metros delante de él. La onda expansiva le lanzó por los aires y aterrizó con un terrible golpe en un huerto cercano. Confuso y aturdido no podía ver lo que pasaba al otro lado del murete que acababa de sobrevolar. Solo oía gritos y más explosiones, hasta que finalmente, tras intentar incorporarse sin exito un par de veces, se desvaneció.
***
Al recuperar la consciencia su vista estaba borrosa, pero aún así diferenció una cara barbilampiña que le resultó familiar.
—Ya se ha despertado, Mientel —dijo alguien que sólo podía ser Leth, aunque el tono abatido dificultó al chico reconocerlo.
Árzak parpadeó hasta ver con claridad. El cazador estaba cubierto de sangre, llevaba su arco en la mano y en el carcaj no le quedaban más que un par de flechas. Tras él, de pie y vigilando la situación a su alrededor, estaba Mientel con las espadas desenvainadas y cubiertas de sangre. Lo que más llamó la atención de Árzak, fue un extraño objeto alargado, envuelto en telas, que colgaba de la espalda de su mentor. Algo que sabía muy bien lo que era y que solo podía significar una cosa...
—¿Eres capaz de andar, chico? —preguntó Leth.
Árzak asintió incorporándose con cuidado, pues todavía estaba algo mareado.
—Tenemos que salir de aquí —Mientel rompía así su silencio. Parecía querer evitar con la mirada a Árzak de forma deliberada.
—Yo no voy a ningún sitio —dijo Leth fuera de sí. Daba la impresión de que en cualquier momento se iba a lanzar corriendo con las manos desnudas contra el primer enemigo que divisase—. Esos bastardos han matado a Prien y los demás aún siguen luchando. No voy a abandonarlos.
—Tenemos órdenes. Ellos están luchando para que nosotros tengamos la oportunidad de huir con el chaval —Mientel hablaba mirando al cielo.
Al imitarlo, Árzak vio el enorme barco flotando sobre la mansión de su familia. El zumbido de los motores era ensordecedor. Los cañones ya no rugían, pero un gran número de soldados se deslizaba por varias sogas. El pueblo estaba en llamas, cubriendo todo con un macabro resplandor rojizo. El humo impedía ver en todas direcciones y los gritos y ruidos de la batalla se acrecentaban en algún lugar cercano a la casa.
—Han entrado desde el norte —continuó el sajano —, deberíamos ser capaces de escapar por el sur sin que nos vean. No hay tiempo para despedidas; nos vamos.
Mientel dio media vuelta y empezó a avanzar, usando todas las coberturas que encontraba. Leth gruñó, señaló el camino a Árzak y lo siguió con desgana.
Al pasar cerca de la tienda de Gruluz, vieron su cobertizo destruido y en llamas. Esparcidos por el suelo, los fragmentos del cuerpo del grez aún eran reconocibles. Árzak ahogó un grito e intentó salir corriendo en esa dirección, pero Leth consiguió agarrarlo en el último momento y cogiéndolo en brazos se alejó de ese lugar, mientras el niño lloraba, gritaba y se revolvía.
Al llegar al límite de la ciudad, Árzak estaba más tranquilo. Se limpió las lágrimas de la cara y observó donde se encontraba. La zona estaba oscura y en silencio, pero tras un rato se acostumbró a la ausencia de luz y pudo respirar tranquilo al localizar lo que buscaba. La mansión de la familia de su amigo Aubert estaba intacta. Ningún cañonazo había caído en los alrededores y todo parecía en su sitio. La luz de un candelabro se intuía a través de una de las ventanas del piso superior.
—Los muy cobardes ni siquiera tienen intención de salir a apagar los incendios. —Al ver la luz e imaginárselos escondidos a oscuras en la casa, Leth sintió la tentación de entrar a sacarlos de los pelos.
—Tienen hijos de los que preocuparse —dijo Mientel, que retrocedió al adivinar las intenciones del cazador—. Y no nos corresponde a nosotros juzgarles. La zona está despejada, pero tendremos que mantenernos en la espesura para evitar que nos vean sus rastreadores.
—Deberíamos ir a pedir ayuda a Vesteria —dijo Leth—. Esto es una invasión en toda regla.
—Ya se ha enviado un mensaje, pero para cuando puedan llegar los refuerzos será muy tarde. Lo mejor es ir hacia el sur y mantenernos lejos de las poblaciones. En Gallendia podremos descansar y trazar un plan.
—¿Pretendes cruzar la frontera? —Leth posó al chico en el suelo para poder gesticular mejor mientras discutía—. Propones recorrer más de cien kilómetros, por terreno muy complicado, con medio ejército de Narvinia tras los talones. ¿Estás loco?
—Este es nuestro territorio. Creo que seremos capaces de recorrer esa distancia sin ser vistos por nadie. Además, nuestros enemigos no tienen por qué saber de la existencia del crío. Cuanto antes salgamos, antes se enfriará nuestro rastro. —Y dando por zanjada toda discusión, inició la marcha sin comprobar si le seguían.
—Yo no voy a ningún lado —dijo Árzak plantándose con los puños apretados ante los adultos—. No me iré sin mis padres.
Mientel se detuvo, pero no se giró. Tras unos segundos de silencio, hizo un gesto a Leth y continuó. El cazador se echó el chico al hombro, pese a la resistencia de éste y siguió el camino del Sajano.
***
Avanzaron pues hacia el sur, en dirección a la vecina República de Gallendia. Al poco rato Leth posó a Árzak para que caminase por su cuenta, pues el territorio era escarpado y tuvieron que cruzar varias cañadas que requirieron de toda la habilidad del chico, por lo complicado de escalar las rocas resbaladizas en medio de la oscuridad. Las nubes tapaban la luz de las lunas, lo que cubría sus movimientos, así que decidieron seguir viajando toda la noche, en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos.
Con las primeras luces del día acamparon en una cueva oculta, en un oscuro robledal que Leth conocía de sus viajes por la zona. No tenían hambre, así que se echaron e intentaron descansar. Leth y Mientel acordaron turnos de guardias, pero ninguno fue capaz de pegar ojo. Árzak, por su parte, se encontraba en estado de shock, sin asumir aún que se había quedado huérfano. Sentado con la cabeza apoyada en las rodillas y con la vista perdida en el infinito, rememoraba una y otra vez todo lo que había ocurrido. Al poco tiempo, los ojos se le cerraron y cayó dormido, atenazado por horribles pesadillas, en las que una y otra vez la cabeza del grez aparecía ante él, con aquella cara carente de expresión que nunca volvería a ver.
Norden, Estoria, 8 de Xunetu del 520 p.F.
Árzak Kholler'ar escrutó el cielo, intrigado. A sus doce años ya era un cazador experimentado, y había recorrido estos bosques infinidad de veces, pero nunca había visto nada parecido al objeto que atraía su atención.
—¿Qué es aquello? —preguntó señalando al cielo.
Llevaban toda la mañana en busca de una presa, sin suerte alguna. Casi se había dado por vencido, cuando una silueta, que se recortaba ante las nubes, llamó su atención. No se apreciaba ningún detalle dada la distancia; lo único, un objeto de forma alargada con dos grandes extensiones a los lados similares a alas.
—Desde luego no se parece a un pájaro —el que habló fué Aubert Redion'ar, su mejor amigo desde que le alcanzaba la memoria.
Eran como dos caras de la misma moneda; Árzak, digno descendiente de las tribus castrenses: de pelo y ojos castaños y un cuerpo extraordinariamente musculoso para ser un infante; Aubert, por contra, destacaba en todo el pueblo por su altura y cabello rubio; incluso las malas lenguas hacían referencia a una posible ascendencia sírdica, algo que le sacaba de quicio.
—Al menos ninguno que conozca —continuó Aubert —. ¿Un dragón tal vez?
—Parece grande para ser un ventalen, y nunca he oído nada de grandes voladores en estas tierras. —Árzak se subió a un tocón cercano y haciendo visera con la mano entrecerró los ojos para forzar la vista—. Pensarás que estoy loco, pero diría que es una persona con una especie de... alas.
—Nunca he oído hablar de personas con la habilidad de volar... —se burló Aubert en un tono petulante que era habitual en él. Pertenecía a una familia noble venida a menos y sentía un desmedido orgullo por ello—. ¿Un nerb?
—Nunca he visto un nerb, pero según he oído, ellos tienen una membrana entre los brazos y no alas. —El extraño ser desapareció al rebasar las montañas, así que Árzak se bajó del tocón y centró su atención en el claro—. Sea lo que sea, se ha ido.
—¿Qué diantres haces? —preguntó Aubert al ver a su compañero sentarse.
—¿Diantres? —dijo Árzak con tono burlón—. Au..., ya nadie habla así.
—Yo sí —respondió el otro, picado—. ¿Pero por qué te sientas? Estamos lejos de casa.
—Es un buen sitio para comer. No hemos encontrado ni un triste conejo que cazar en toda la mañana y empiezo a estar cansado. Además tengo hambre —mientras hablaba, el chico apoyó la mochila en el regazo y empezó a rebuscar en ella.
—Esto nos pasa por confiar en tus dotes de rastreador —dijo Aubert imitándole—. Je. Pan y cecina. De nuevo.
—Ten. Me lo dio la vieja Greta. —Árzak le tendió un bollo de canela mientras empezaba a comer otro.
—Como no —dijo Aubert al tiempo que cogía el dulce—. Al niño favorito del pueblo le regalan bollos.
—Desde luego no soy el favorito de todo el mundo —rió Árzak mientras le guiñaba un ojo socarrón.
—¿De qué hablas? —preguntó Aubert sin dar crédito a lo que oía. A la gente no le gustaba ese niño. El pequeño cínico le llamaban; y él lo sabía muy bien.
—Freide, me ha preguntado por ti —canturreó Árzak conteniendo la risa. Aubert se limitó a resoplar con desdén—. ¿No quieres saber qué me ha dicho? Es la chica más guapa del pueblo.
—Hay jinetes en el camino —dijo Aubert contento de ver aparecer algo que le permitiese cambiar de tema.
El claro en el que se encontraban estaba en una pequeña colina que emergía sobre la arboleda. Desde su posición podía ver la senda a unos doscientos metros, y por ella avanzaba con calma varios hombres.
—Es posible que sean tu padre y los cazadores —continuó Aubert tras dar cuenta del bollo.
—¡Vamos! —dijo Árzak, recogiendo sus cosas rápidamente, antes de lanzarse a la carrera hacia ellos seguido por su compañero.
Atravesaron el bosque y justo cuando se adentraban en la carretera , vieron aparecer al padre de Árzak al frente de unos pocos cazadores. Habían salido dos días atrás, en busca de un enorme cuélebre que atacó a unos viajeros, y regresaban visiblemente cansados.
—¿Qué hacéis aquí? —le dijo su padre cuando estuvo suficientemente cerca.
Sallen Kholler'ar era un hombre de mediana edad, que había pasado su vida viajando por el mundo, cazando demonios. Árzak solo lo veía durante pequeños periodos de tiempo en los que se dejaba caer por el pueblo, según él, para descansar y disfrutar de la familia. Sin embargo, cuando le pidieron ayuda para capturar un dragón, no pudo evitar coger sus cosas y partir a la caza del monstruo ese mismo día. Para variar, esta vez no viajó solo, pues le acompañaban los dos mejores cazadores del pueblo: Prien y Leth Llaren'ar.
Ambos se encargaban de proveer al pueblo de carne cuando no estaba Sallen, algo que ocurría muy a menudo, y eran famosos en toda la comarca por cobrarse las piezas más peligrosas y grandes de los bosques de Estoria.
Junto a ellos iba la mano derecha de Sallen, Mientel Nent'ar: un antiguo oficial sajano. Durante años cumplió las órdenes del dictador que regía Sajania sin cuestionarse nada, hasta que un día se negó, alegando motivos de conciencia. Fue declarado traidor por un tribunal militar y condenado a muerte. Sallen se encontraba por casualidad en la ciudad tras la pista de un demonio. Sin tan siquiera saber de qué se le acusaba, no pudo evitar salvar al reo interrumpiendo su ejecución pública. Pelearon hombro con hombro y se abrieron paso a traves de la ciudad, hasta lograr escapar. Aquello les unió, y desde ese día se convirtieron en grandes amigos.
—Árzak —dijo Sallen deteniendo el caballo frente a su hijo—, te he dicho mil veces que no salgas del valle. Sabes que nos buscan.
—Sí, padre. Y también sé que no tengo que decir a nadie que me apellido Kholler —respondió el chico con una sonrisa inocente en la cara.
—Pues acabas de decirlo, mocoso —dijo Prien con frialdad mientras pasaba a su lado y seguía camino.
Prien debía rondar los cuarenta años y vestía a la manera castrense: las pieles de distintos animales conformaban una túnica multicolor. Combinada con una poblada barba gris atada en una trenza y su larga melena blanca suelta al viento, tenía el aspecto de un hombre de las cavernas. Eso y su hosquedad le convertían en el objeto de muchas pesadillas del muchacho.
—Deja al crío en paz —dijo Leth siguiendo a su hermano, no sin dedicar una sonrisa conciliadora a Árzak.
Más joven que Prien y de carácter jovial, Leth era uno de sus adultos favoritos. Vestía a la moda de la época, con ropa de cuero oscuro. Ataba su oscuro cabello en una larga coleta de la que se sentía muy orgulloso y debía ser de los pocos castrenses que había descubierto la existencia de las cuchillas de afeitar.
—¿Has leído Nociones básicas sobre el Vestigio como te pedí? —el que preguntaba era Mientel, que se había detenido con Sallen junto a los muchachos.
El sajano asumió el papel de tutor de Árzak desde que éste naciera. Siempre se preocupó por la educación del chico y demostró ser un estupendo estudiante. Continuamente se veía sorprendido por sus acertadas conclusiones a cualquier problema que le planteaba. El niño adoraba la lectura, y muy pronto empezó a manejar volúmenes avanzados para su edad. Además también le instruyó en las artes marciales, consciente de que siendo hijo de quien era, no tardaría en llegar el día en que las necesitase para defenderse.
—Sí, Mientel —dijo Árzak tras lanzar un hondo suspiro de tedio—. Desde luego no ha sido el mejor libro que he leído en mi vida, pero lo terminé anoche.
—Perfecto —asintió Mientel satisfecho—. Necesitas conocer los conceptos básicos si queremos desarrollar totalmente tus habilidades.
—Lo hemos intentado mil veces —protestó Árzak molesto como cada vez que le sacaban ese tema—, yo no sé usar técnicas vestigiales y leer un aburrido libro sobre el tema no creo que ayude.
—Está bien, no te preocupes, hablaremos de ello durante la cena —interrumpió Sallen con tono amable.
La aparición en un recodo del camino del carro que transportaba los restos del cuélebre le permitió cambiar de tema.
—Hoy comeremos lagarto —dijo Sallen viendo la expectación que causó en los críos—. Y probablemente mañana y pasado también.
El hombre rompió a reír, contagiando a los niños, que se lanzaron a curiosear en el interior del carro.
—Guau. Es gigante, papá —dijo Árzak muy impresionado.
Era la primera vez que veía un cuélebre de una pieza. Más grande que un caballo, se asemejaba a una enorme lagartija verde, si no fuera por la ristra de cuernos que decoraban su testa.
—¿Os costó mucho cazarlo? —preguntó Aubert fascinado.
Sallen antes de contestar ofreció la mano a su hijo para ayudarle a montar a su espalda y Mientel hizo otro tanto con Aubert.
—A decir verdad lo difícil fue encontrarlo —se rió Sallen una vez que estaban en marcha—. ¿No es así, Mientel?
—Árzak debería saberlo —dijo Mientel sin querer dejar pasar la oportunidad de dar una lección a su alumno—. Ya hemos hablado de ello. ¿Qué recuerdas de los cuélebres?
—Déjame pensar... —musitó Árzak tratando de hacer memoria. Mientel intentaba enseñarle todo lo necesario para sobrevivir en el mundo. Lo que incluía el conocimiento de las costumbres de todas las criaturas peligrosas que habitaban Geadia y los otros continentes—. ¿Eran esos inteligentes pero que no sabían hablar?
—Muy bien —dijo Mientel ignorando la mirada de orgullo paterno de Sallen—. A diferencia de otros dragones, los cuélebres no tienen el don del habla. No obstante, su inteligencia les hace muy peligrosos. ¿Por qué?
—Eeeee..., no..., no consigo recordarlo...
—Crean estrategias. —Ahora el que sentía un orgullo desmedido era Aubert, al ver que sabía algo que su amigo, el inteligente del dúo, no.
—Muy bien joven Redion´ar —dijo Mientel—. Se ve que todas esas asistencias de oyente a mis clases te han servido de algo. Hay otra cosa que tener en cuenta de los cuélebres... y de todo los dragones en general.
—Usan técnicas vestigiales de forma natural —se apresuró a responder Árzak, dedicándole una sonrisa de autosuficiencia a su amigo, a la que éste respondió con una mueca, antes de que ambos estallasen en carcajadas.
—Está bien, chicos —dijo Sallen deteniendo la montura al ver los límites del pueblo.
Norden era una pequeña aldea emplazada en el centro de un valle rodeado de imponentes montañas, que servían de frontera natural con la vecina Narvinia. La zona estaba cubierta por un denso manto de bosque caducifolio, que a esas alturas del verano resplandecía exuberante. Un riachuelo atravesaba la ciudad siguiendo el valle, haciendo girar a su paso la rueda del molino que recibía a los visitantes que llegaban por el camino del este.
Cruzaron un pequeño puente sin parapetos, en fila india. Al otro lado las casas de piedra se sucedían, ubicadas de forma aleatoria sin un patrón fijo, dependiendo de la cantidad de terreno para trabajar que necesitase su propietario. Destacando por encima de todas las edificaciones se veían dos enormes mansiones, cada una a un lado del pueblo; la del sur tenía un aspecto más descuidado, aunque en otros tiempos debió ser impresionante. Se trataba de la casa de los Redion, la familia de Aubert. Nobles narvinios que habían perdido todo, y llegaron a la región varias generaciones atrás. La familia Kholler, propietaria de la otra mansión, les aceptó sin dudarlo en estas tierras, solo con la única condición impuesta a todos los habitantes de preservar el anonimato de su apellido.
—Árzak, ¿te importa ir donde Gruluz y comprar un poco de arcanita? —preguntó Sallen ayudando a su hijo a desmontar.
—Sin problema...
—¡Sallen! —interrumpió Mientel al chico, señalando un punto concreto del cielo—. Rastreador.
—Es el mismo ser que vimos hace un rato —dijo Aubert desmontando.
—¿Lo vísteis antes? —preguntó Sallen—. ¿Iba solo?
—Sí —dijo Árzak—. Sobrevoló un rato el este del valle y luego cruzó las montañas. Pero, ¿qué es?
—Espero que nada importante —afirmo Sallen tras lanzar una mirada extraña a Mientel, a lo que el otro se limitó a asentir. Árzak los vio y miró a su padre preocupado—. No es la primera vez que sobrevuelan el valle. Árzak, por favor, haz lo que te he pedido, pero no te entretengas. Y tú, Aubert, será mejor que vuelvas a casa.
Dicho esto, espolearon sus caballos y se fueron hacia la mansión.
Otra vez solos, los chicos decidieron ir juntos hasta la tienda de Gruluz.
El propietario era un grez, una especie antropomorfa, cuya piel y órganos estaban hechos de roca. Tenía un tamaño muy variable: algunos eran grandes como casas y otros pequeños como ratones. Esta cualidad, así como el número y forma de sus apéndices o las habilidades de las que disponían, dependían de la tarea que nacían para realizar en la colonia.
Gruluz en concreto, pertenecía a un subgrupo conocido como los errantes. De corta estatura, en torno al metro cincuenta, destacaban entre todos los grezs por ser los únicos que utilizaban herramientas, gracias a que tenían dos manos con pulgares oponibles y un aparato fonador similar al del resto de razas inteligentes. Esto era una peculiaridad destacada, pues los grezs de otras castas solo usaban su propia lengua. Cuando empezaron a comerciar con otros pueblos, los errantes surgieron como una evolución necesaria para facilitar las transacciones comerciales.
Dado que los grezs solían vivir bajo tierra, la tienda estaba excavada en la roca de un pequeño farallón que atravesaba parte del pueblo. Un cobertizo hacía las veces de entrada y establecimiento. Árzak se despidió de Aubert al llegar y entró.
—Buenas tardes, Gruluz —dijo Árzak con familiaridad.
La habitación era pequeña y había poco mobiliario: un mostrador plegable y unas pocas estanterías llenas de lingotes de distintos minerales. Al fondo, una trampilla daba acceso a la gruta en la que vivía el tendero.
—Hola chico —la voz del grez era muy profunda y resultaba difícil interpretar su estado de ánimo en esa cara de roca carente de músculos faciales. Sin embargo, se trataban de criaturas muy afables, terribles al enfadarse, aunque era complicado llegar a verles en ese estado—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Otro experimento con magnetita? Hace un par de días me llegó un poco.
—No... Aquello fue divertido, pero hoy me manda mi padre a por arcanita.
—Los humanos dependéis demasiado del oro verde. —Mientras hablaba rebuscaba entre los estantes, hasta que dio con un pequeño lingote del tamaño de su puño—. Cada vez es más escaso y al precio con el que sale esto de Grezlandia, el día en que el dinero de todos los bancos de Jagúa esté bajo tierra en nuestras ciudades está cada vez más cerca.
—Yo solo te puedo dar 50 drekegs —dijo Árzak con una mueca sardónica en la cara mientras ponía el dinero en el mostrador—. Aunque mi madre suele decir que pretendes ser el habitante más rico del pueblo.
—Aquí seré el más rico, pero si volviese a mi tierra con este dinero no tendría ni para sobrevivir un par de meses. Brsggggzzdel —el grez dijo esto último en su idioma. Cada vez que Árzak intentaba describirlo, solo le venía a la cabeza una ocasión, un par de años antes, en la que llegó al pueblo un viejo buscador de oro. El chico dedicó muchas horas a acompañar al extranjero en su periplo por el río. El sonido de las piedras rebotando y chocando entre sí en el fondo de la batea de aquel hombre, era lo más parecido al ruido que salía de la garganta del grez—. O como decís vosotros, “el dinero tiene el valor de lo que puedas comprar con él”.
—Lo siento Gruluz, pero mi padre me espera. —El chico cogió el lingote, encantado de poder escapar de allí, y se dirigió a la salida—. ¡Hasta otra!
— ¡Hasta otra chaval! —gritó Gruluz a la puerta.
Árzak puso rumbo a casa pero se detuvo en seco al reparar en algo extraño. En el cielo del este flotaba un objeto oscuro. Al fijarse más detenidamente, comprobó que se acercaba. En pocos minutos pudo distinguir, al igual que un cada vez mayor número de curiosos, la forma de un enorme buque de guerra. El extraño hombre pájaro, al que Mientel había llamado rastreador, volaba en dirección al barco. La situación no le gustaba, casi todos los vecinos habían detenido sus quehaceres y lo miraban con preocupación, formando corrillos e incluso alguno se fue corriendo a su casa. Árzak recordando la actitud de su padre antes de irse, echó a correr frenéticamente hacia la mansión. Por el camino empujó a varias personas que le gritaron algo, pero no les prestó atención.
El barco estaba ya lo bastante cerca como para oír el ruido que producían sus motores cuando enfiló la calle que llevaba a la propiedad de los Kholler. Esprintó para salvar los últimos metros, no sin lanzar una ojeada al destructor volador que ya cubría buena parte del horizonte, arrojando una oscura sombra sobre Norden.
Cuando unas pocas zancadas le separaban de la verja, un fogonazo surgió de un lateral del buque, acompañado de un estruendo que hizo vibrar el suelo. Árzak se quedó paralizado. Oía un zumbido cada vez más intenso, que terminó con una explosión a pocos metros delante de él. La onda expansiva le lanzó por los aires y aterrizó con un terrible golpe en un huerto cercano. Confuso y aturdido no podía ver lo que pasaba al otro lado del murete que acababa de sobrevolar. Solo oía gritos y más explosiones, hasta que finalmente, tras intentar incorporarse sin exito un par de veces, se desvaneció.
***
Al recuperar la consciencia su vista estaba borrosa, pero aún así diferenció una cara barbilampiña que le resultó familiar.
—Ya se ha despertado, Mientel —dijo alguien que sólo podía ser Leth, aunque el tono abatido dificultó al chico reconocerlo.
Árzak parpadeó hasta ver con claridad. El cazador estaba cubierto de sangre, llevaba su arco en la mano y en el carcaj no le quedaban más que un par de flechas. Tras él, de pie y vigilando la situación a su alrededor, estaba Mientel con las espadas desenvainadas y cubiertas de sangre. Lo que más llamó la atención de Árzak, fue un extraño objeto alargado, envuelto en telas, que colgaba de la espalda de su mentor. Algo que sabía muy bien lo que era y que solo podía significar una cosa...
—¿Eres capaz de andar, chico? —preguntó Leth.
Árzak asintió incorporándose con cuidado, pues todavía estaba algo mareado.
—Tenemos que salir de aquí —Mientel rompía así su silencio. Parecía querer evitar con la mirada a Árzak de forma deliberada.
—Yo no voy a ningún sitio —dijo Leth fuera de sí. Daba la impresión de que en cualquier momento se iba a lanzar corriendo con las manos desnudas contra el primer enemigo que divisase—. Esos bastardos han matado a Prien y los demás aún siguen luchando. No voy a abandonarlos.
—Tenemos órdenes. Ellos están luchando para que nosotros tengamos la oportunidad de huir con el chaval —Mientel hablaba mirando al cielo.
Al imitarlo, Árzak vio el enorme barco flotando sobre la mansión de su familia. El zumbido de los motores era ensordecedor. Los cañones ya no rugían, pero un gran número de soldados se deslizaba por varias sogas. El pueblo estaba en llamas, cubriendo todo con un macabro resplandor rojizo. El humo impedía ver en todas direcciones y los gritos y ruidos de la batalla se acrecentaban en algún lugar cercano a la casa.
—Han entrado desde el norte —continuó el sajano —, deberíamos ser capaces de escapar por el sur sin que nos vean. No hay tiempo para despedidas; nos vamos.
Mientel dio media vuelta y empezó a avanzar, usando todas las coberturas que encontraba. Leth gruñó, señaló el camino a Árzak y lo siguió con desgana.
Al pasar cerca de la tienda de Gruluz, vieron su cobertizo destruido y en llamas. Esparcidos por el suelo, los fragmentos del cuerpo del grez aún eran reconocibles. Árzak ahogó un grito e intentó salir corriendo en esa dirección, pero Leth consiguió agarrarlo en el último momento y cogiéndolo en brazos se alejó de ese lugar, mientras el niño lloraba, gritaba y se revolvía.
Al llegar al límite de la ciudad, Árzak estaba más tranquilo. Se limpió las lágrimas de la cara y observó donde se encontraba. La zona estaba oscura y en silencio, pero tras un rato se acostumbró a la ausencia de luz y pudo respirar tranquilo al localizar lo que buscaba. La mansión de la familia de su amigo Aubert estaba intacta. Ningún cañonazo había caído en los alrededores y todo parecía en su sitio. La luz de un candelabro se intuía a través de una de las ventanas del piso superior.
—Los muy cobardes ni siquiera tienen intención de salir a apagar los incendios. —Al ver la luz e imaginárselos escondidos a oscuras en la casa, Leth sintió la tentación de entrar a sacarlos de los pelos.
—Tienen hijos de los que preocuparse —dijo Mientel, que retrocedió al adivinar las intenciones del cazador—. Y no nos corresponde a nosotros juzgarles. La zona está despejada, pero tendremos que mantenernos en la espesura para evitar que nos vean sus rastreadores.
—Deberíamos ir a pedir ayuda a Vesteria —dijo Leth—. Esto es una invasión en toda regla.
—Ya se ha enviado un mensaje, pero para cuando puedan llegar los refuerzos será muy tarde. Lo mejor es ir hacia el sur y mantenernos lejos de las poblaciones. En Gallendia podremos descansar y trazar un plan.
—¿Pretendes cruzar la frontera? —Leth posó al chico en el suelo para poder gesticular mejor mientras discutía—. Propones recorrer más de cien kilómetros, por terreno muy complicado, con medio ejército de Narvinia tras los talones. ¿Estás loco?
—Este es nuestro territorio. Creo que seremos capaces de recorrer esa distancia sin ser vistos por nadie. Además, nuestros enemigos no tienen por qué saber de la existencia del crío. Cuanto antes salgamos, antes se enfriará nuestro rastro. —Y dando por zanjada toda discusión, inició la marcha sin comprobar si le seguían.
—Yo no voy a ningún lado —dijo Árzak plantándose con los puños apretados ante los adultos—. No me iré sin mis padres.
Mientel se detuvo, pero no se giró. Tras unos segundos de silencio, hizo un gesto a Leth y continuó. El cazador se echó el chico al hombro, pese a la resistencia de éste y siguió el camino del Sajano.
***
Avanzaron pues hacia el sur, en dirección a la vecina República de Gallendia. Al poco rato Leth posó a Árzak para que caminase por su cuenta, pues el territorio era escarpado y tuvieron que cruzar varias cañadas que requirieron de toda la habilidad del chico, por lo complicado de escalar las rocas resbaladizas en medio de la oscuridad. Las nubes tapaban la luz de las lunas, lo que cubría sus movimientos, así que decidieron seguir viajando toda la noche, en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos.
Con las primeras luces del día acamparon en una cueva oculta, en un oscuro robledal que Leth conocía de sus viajes por la zona. No tenían hambre, así que se echaron e intentaron descansar. Leth y Mientel acordaron turnos de guardias, pero ninguno fue capaz de pegar ojo. Árzak, por su parte, se encontraba en estado de shock, sin asumir aún que se había quedado huérfano. Sentado con la cabeza apoyada en las rodillas y con la vista perdida en el infinito, rememoraba una y otra vez todo lo que había ocurrido. Al poco tiempo, los ojos se le cerraron y cayó dormido, atenazado por horribles pesadillas, en las que una y otra vez la cabeza del grez aparecía ante él, con aquella cara carente de expresión que nunca volvería a ver.
Enlace a mí primera obra completa: Los Diarios del Falso Dios