20/08/2016 07:37 AM
¡Siguiente capítulo!
---
El oficial se enjugó la frente perlada de sudor con un pañuelo. Sus hombros se mecían al ritmo del traqueteo del vehículo, que rodaba en dirección a la archiconocida Avenida del Terror, nombrada así incluso por el más recto ciudadano de Austrasia. Debía su apodo a la gran cantidad de cuarteles generales subordinados al Ministerio de Seguridad allí presentes. Y, cómo no, a la Casa de la Verdad, considerada por muchos el auténtico infierno austrasio, y sede de la Brigada de Investigación Social —también conocida como Brigada Político-Social—. O simplemente, la Brigada.
Y allí es a dónde se dirigían.
El vehículo se aproximó a un puente de piedra, y el crepúsculo les obligó a estrechar los ojos. Ambos flancos de la construcción habían sido decorados con multitud de farolas, las cuales siempre estaban prendidas. Brillando con intensidad incluso a plena luz del día. El oficial se recompuso y las contempló con la frialdad objetiva de quien cree con total firmeza que esas luces jamás se apagarán.
Entonces pensó en Lublín, la capital atípica. Una ciudad viva, que respira y se alimenta de la energía emitida por la Torre de Hierro, el complejo transmisor de ondas electromagnéticas diseñado y construido —supuestamente— por el Partido Nacional de Austrasia. Gracias a éste, los ciudadanos gozaban de suministro eléctrico gratuito, que no requiere de cables ni de costosas infraestructuras, y mucho menos de un plan de distribución energética que detendría el progreso de la nación años más tarde.
El puente quedó atrás, y junto a él todas sus cavilaciones. Nubes de tormenta volvieron a poblar la imaginación del oficial, convirtiendo la Casa de la Verdad en una inexpugnable fortaleza de altos y retorcidos torreones. Los sudores fríos regresaron. El botón del cuello de la camisa volvió a oprimir su garganta. Y sintió un incómodo hormigueo en los pies.
El vehículo frenó y estacionó a un lado de la calzada.
—Director Lando Esquer —dijo el conductor con marcado formalismo—, hemos llegado.
El joven uniformado sentado en el asiento del copiloto salió raudo del coche y procedió a abrir la puertecilla trasera. Lando sintió un repentino ataque de agorafobia, que por suerte no duró demasiado.
Salió del vehículo. Se topó con el joven, que permanecía con el semblante serio y la cabeza erguida. Luego extendió la diestra, en dirección al portón del edificio.
—Sígame, por favor.
Lando alisó su uniforme y ladeó la cabeza cuando ajustó la condecoración —una cruz de hierro bañada en plata— que usaba de alzacuellos. Acto seguido, vistió su cabeza con una gorra de plato tratando de no despeinarse y se ciñó el cinturón, de donde colgaba un arma enfundada. Miró al oficial subalterno, que mantenía el brazo en alto con cara de circunstancia, y comenzó a caminar. El otro lo siguió, y ambos subieron la escalinata de mármol, aproximándose a la fachada de la que colgaban sendos pendones rojos marcados con la insignia del Partido, la denominada cruz de la nación: una cruz aspada sobre un círculo. La misma que ambos hombres lucían en sus brazaletes.
A través del umbral vislumbraron una ristra de símbolos pertenecientes al partido: cruces, águilas y esculturas dominaban el escenario. Una vez en el interior, atravesaron el recibidor sin detenerse frente a la recepcionista de cabello rubio que repiqueteaba una máquina de escribir. La pared izquierda había sido revestida con más pendones, y entre ellos se encontraba un busto tallado en piedra del mismísimo Adalber Efrén.
Luego recorrieron pasillos y subieron escaleras durante al menos cinco minutos. Hasta que el oficial que lo acompañaba se detuvo. La placa junto a la puerta rezaba «Director de Investigación Lando Esquer; Brigada de Investigación Social».
—Es aquí, director Esquer. —El subalterno suspiró, tratando de permanecer impasible.— Entre.
Luego se cuadró, el pecho henchido y el puño sobre el corazón, y exclamó un «gloria a Austrasia». Lando Esquer asintió y el muchacho rompió filas.
Tragó saliva y reunió el suficiente valor para llamar a la puerta de su propio despacho. Una vez lo hizo, alguien en el interior le indicó que pasara.
Entreabrió la puerta y accedió a través de la rendija, tratando de no llamar la atención. Luego la cerró tras sí.
Lando se aproximó a la mesa de despacho fabricada en madera de caoba y aguardó erguido. Junto al ventanal abierto, de espaldas a la habitación, había un hombre alto y fornido. Hubo silencio hasta que éste le indicó que se guardara de formalismos y se pusiera cómodo. Fue entonces, y no antes, cuando Lando se quitó la gorra de plato y se sentó.
—He leído su historial, Lando Esquer —empezó el fornido—. Afiliado número quinientos cincuenta y seis mil ciento dos del Partido, veintiocho años, casado. Aquí dice que ingresó en el ejército con dieciocho, pero no hay detalles.
—La unidad a la que prestaba servicio fue disuelta por orden del Partido cinco años después.
—Comprendo —consintió—. Aquí llega lo interesante: también sirvió como comisario de la Brigada en Olma. Los impuros encarcelados en los campos de concentración bajo sus órdenes se cuentan por millares. Sus compañeros lo llaman el carnicero de Olma, ¿sabe?
Lando Esquer respiró fuertemente, pero no dijo nada que pudiera desacreditar el informe.
Finalmente, el extraño se giró. No lo conocía, no al menos en persona; pero recordaba haber visto fotos suyas en el pasado, en el periódico La Voz de la Nación. A menudo esa cara de facciones cuadradas y gesto autoritario había llenado primeras planas, y su nombre titulares rimbombantes: se llamaba Bruno Filadel, y era uno de los Escuadras.
Su pechera repleta de condecoraciones e insignias tintineó a su paso, pues caminó hasta el cómodo asiento al otro lado de la mesa, allí desde donde Lando miraba al mundo directamente a los ojos con frecuencia. Se sentó, quitándose la gorra de plato; acto seguido la arrojó sobre la mesa con desgana.
—Me dijeron que era usted un hombre risueño, señor Esquer. Que siempre reía. Y no veo ni una triste sonrisa en su cara.
—Hay detalles que está de más creer —se excusó sin maldad.
—Lo que me cuesta creer, Lando Esquer, es que un hombre con semejante habilidad para la intriga y la planificación como usted, no tuviera ni idea de que se tramaba un ataque contra el Estado y, por consiguiente, contra el Partido.
Lando sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.
—Y no lo sabía —se defendió al instante.
—Por culpa de su ineptitud, uno de los monumentos del Partido ha sido destruido. Sin contar que su derrumbamiento podría haber herido al Líder Adalber Efrén.
—Pff —Lando se permitió bufar—. Sí. Al Líder Adalber Efrén.
Bruno se alzó sin contemplación alguna, su semblante convertido en una mueca deformada. Golpeó la mesa con sus grandes manos y éstas vibraron. Surgió un chisporroteo contra la madera, un ruido seco y sostenido. Lando Esquer sostuvo la mirada aterrorizada en los ojos de su superior, y el olor a quemado pronto penetró en sus fosas nasales. Minutos más tarde descubriría que Bruno Filadel había dejado la marca de sus manos calcinadas en la madera, para siempre.
Y comprendió que no sólo la atípica capital se nutría de la Torre de Hierro, sino que muchos de sus legisladores también lo hacían.
—El Líder Adalber Efrén —enfatizó lentamente.
Mientras fijaba la mirada en su superior, Lando fue momentánea y plenamente consciente de que Bruno era artificial. Su cara era una fantasía, al igual que su pelo y sus cejas. Llegó a la conclusión de que el único rasgo real eran sus ojos, de mirada severa y despótica.
—El Líder Adalber Efrén —repitió lentamente Lando Esquer.
Bruno asintió, pero permaneció en pie, juzgando despectivamente a Lando.
—Le mataría ahora mismo, director Esquer —le confesó—, pero otros tienen planes para usted. Así que va a hacer todo lo posible para traer con vida al causante o los causantes del ataque, o me aseguraré de que sea usted quien cargue con la culpa, y de que todo el peso del Estado caiga sobre sus débiles hombros.
Dicho esto, Bruno Filadel volvió a vestir su cabeza con la gorra de plato y abandonó el despacho sin volver a mediar palabra.
---
El oficial se enjugó la frente perlada de sudor con un pañuelo. Sus hombros se mecían al ritmo del traqueteo del vehículo, que rodaba en dirección a la archiconocida Avenida del Terror, nombrada así incluso por el más recto ciudadano de Austrasia. Debía su apodo a la gran cantidad de cuarteles generales subordinados al Ministerio de Seguridad allí presentes. Y, cómo no, a la Casa de la Verdad, considerada por muchos el auténtico infierno austrasio, y sede de la Brigada de Investigación Social —también conocida como Brigada Político-Social—. O simplemente, la Brigada.
Y allí es a dónde se dirigían.
El vehículo se aproximó a un puente de piedra, y el crepúsculo les obligó a estrechar los ojos. Ambos flancos de la construcción habían sido decorados con multitud de farolas, las cuales siempre estaban prendidas. Brillando con intensidad incluso a plena luz del día. El oficial se recompuso y las contempló con la frialdad objetiva de quien cree con total firmeza que esas luces jamás se apagarán.
Entonces pensó en Lublín, la capital atípica. Una ciudad viva, que respira y se alimenta de la energía emitida por la Torre de Hierro, el complejo transmisor de ondas electromagnéticas diseñado y construido —supuestamente— por el Partido Nacional de Austrasia. Gracias a éste, los ciudadanos gozaban de suministro eléctrico gratuito, que no requiere de cables ni de costosas infraestructuras, y mucho menos de un plan de distribución energética que detendría el progreso de la nación años más tarde.
El puente quedó atrás, y junto a él todas sus cavilaciones. Nubes de tormenta volvieron a poblar la imaginación del oficial, convirtiendo la Casa de la Verdad en una inexpugnable fortaleza de altos y retorcidos torreones. Los sudores fríos regresaron. El botón del cuello de la camisa volvió a oprimir su garganta. Y sintió un incómodo hormigueo en los pies.
El vehículo frenó y estacionó a un lado de la calzada.
—Director Lando Esquer —dijo el conductor con marcado formalismo—, hemos llegado.
El joven uniformado sentado en el asiento del copiloto salió raudo del coche y procedió a abrir la puertecilla trasera. Lando sintió un repentino ataque de agorafobia, que por suerte no duró demasiado.
Salió del vehículo. Se topó con el joven, que permanecía con el semblante serio y la cabeza erguida. Luego extendió la diestra, en dirección al portón del edificio.
—Sígame, por favor.
Lando alisó su uniforme y ladeó la cabeza cuando ajustó la condecoración —una cruz de hierro bañada en plata— que usaba de alzacuellos. Acto seguido, vistió su cabeza con una gorra de plato tratando de no despeinarse y se ciñó el cinturón, de donde colgaba un arma enfundada. Miró al oficial subalterno, que mantenía el brazo en alto con cara de circunstancia, y comenzó a caminar. El otro lo siguió, y ambos subieron la escalinata de mármol, aproximándose a la fachada de la que colgaban sendos pendones rojos marcados con la insignia del Partido, la denominada cruz de la nación: una cruz aspada sobre un círculo. La misma que ambos hombres lucían en sus brazaletes.
A través del umbral vislumbraron una ristra de símbolos pertenecientes al partido: cruces, águilas y esculturas dominaban el escenario. Una vez en el interior, atravesaron el recibidor sin detenerse frente a la recepcionista de cabello rubio que repiqueteaba una máquina de escribir. La pared izquierda había sido revestida con más pendones, y entre ellos se encontraba un busto tallado en piedra del mismísimo Adalber Efrén.
Luego recorrieron pasillos y subieron escaleras durante al menos cinco minutos. Hasta que el oficial que lo acompañaba se detuvo. La placa junto a la puerta rezaba «Director de Investigación Lando Esquer; Brigada de Investigación Social».
—Es aquí, director Esquer. —El subalterno suspiró, tratando de permanecer impasible.— Entre.
Luego se cuadró, el pecho henchido y el puño sobre el corazón, y exclamó un «gloria a Austrasia». Lando Esquer asintió y el muchacho rompió filas.
Tragó saliva y reunió el suficiente valor para llamar a la puerta de su propio despacho. Una vez lo hizo, alguien en el interior le indicó que pasara.
Entreabrió la puerta y accedió a través de la rendija, tratando de no llamar la atención. Luego la cerró tras sí.
Lando se aproximó a la mesa de despacho fabricada en madera de caoba y aguardó erguido. Junto al ventanal abierto, de espaldas a la habitación, había un hombre alto y fornido. Hubo silencio hasta que éste le indicó que se guardara de formalismos y se pusiera cómodo. Fue entonces, y no antes, cuando Lando se quitó la gorra de plato y se sentó.
—He leído su historial, Lando Esquer —empezó el fornido—. Afiliado número quinientos cincuenta y seis mil ciento dos del Partido, veintiocho años, casado. Aquí dice que ingresó en el ejército con dieciocho, pero no hay detalles.
—La unidad a la que prestaba servicio fue disuelta por orden del Partido cinco años después.
—Comprendo —consintió—. Aquí llega lo interesante: también sirvió como comisario de la Brigada en Olma. Los impuros encarcelados en los campos de concentración bajo sus órdenes se cuentan por millares. Sus compañeros lo llaman el carnicero de Olma, ¿sabe?
Lando Esquer respiró fuertemente, pero no dijo nada que pudiera desacreditar el informe.
Finalmente, el extraño se giró. No lo conocía, no al menos en persona; pero recordaba haber visto fotos suyas en el pasado, en el periódico La Voz de la Nación. A menudo esa cara de facciones cuadradas y gesto autoritario había llenado primeras planas, y su nombre titulares rimbombantes: se llamaba Bruno Filadel, y era uno de los Escuadras.
Su pechera repleta de condecoraciones e insignias tintineó a su paso, pues caminó hasta el cómodo asiento al otro lado de la mesa, allí desde donde Lando miraba al mundo directamente a los ojos con frecuencia. Se sentó, quitándose la gorra de plato; acto seguido la arrojó sobre la mesa con desgana.
—Me dijeron que era usted un hombre risueño, señor Esquer. Que siempre reía. Y no veo ni una triste sonrisa en su cara.
—Hay detalles que está de más creer —se excusó sin maldad.
—Lo que me cuesta creer, Lando Esquer, es que un hombre con semejante habilidad para la intriga y la planificación como usted, no tuviera ni idea de que se tramaba un ataque contra el Estado y, por consiguiente, contra el Partido.
Lando sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.
—Y no lo sabía —se defendió al instante.
—Por culpa de su ineptitud, uno de los monumentos del Partido ha sido destruido. Sin contar que su derrumbamiento podría haber herido al Líder Adalber Efrén.
—Pff —Lando se permitió bufar—. Sí. Al Líder Adalber Efrén.
Bruno se alzó sin contemplación alguna, su semblante convertido en una mueca deformada. Golpeó la mesa con sus grandes manos y éstas vibraron. Surgió un chisporroteo contra la madera, un ruido seco y sostenido. Lando Esquer sostuvo la mirada aterrorizada en los ojos de su superior, y el olor a quemado pronto penetró en sus fosas nasales. Minutos más tarde descubriría que Bruno Filadel había dejado la marca de sus manos calcinadas en la madera, para siempre.
Y comprendió que no sólo la atípica capital se nutría de la Torre de Hierro, sino que muchos de sus legisladores también lo hacían.
—El Líder Adalber Efrén —enfatizó lentamente.
Mientras fijaba la mirada en su superior, Lando fue momentánea y plenamente consciente de que Bruno era artificial. Su cara era una fantasía, al igual que su pelo y sus cejas. Llegó a la conclusión de que el único rasgo real eran sus ojos, de mirada severa y despótica.
—El Líder Adalber Efrén —repitió lentamente Lando Esquer.
Bruno asintió, pero permaneció en pie, juzgando despectivamente a Lando.
—Le mataría ahora mismo, director Esquer —le confesó—, pero otros tienen planes para usted. Así que va a hacer todo lo posible para traer con vida al causante o los causantes del ataque, o me aseguraré de que sea usted quien cargue con la culpa, y de que todo el peso del Estado caiga sobre sus débiles hombros.
Dicho esto, Bruno Filadel volvió a vestir su cabeza con la gorra de plato y abandonó el despacho sin volver a mediar palabra.