Capitulo V
El Bárbaro de Sarbia
Había logrado tragarse la argamasa homogénea y viscosa, que compró por estofado, con la disposición que sólo brinda el hambre. Aunque Fausto parecía disfrutar de aquella aberración culinaria, como quien paladea el más exquisito de los manjares.
—¿No podías escoger un lugar más higiénico? —Le pateó sutilmente las canillas por debajo de la mesa y agregó casi en un susurro—: Parecían los desechos de una res enferma.
—Me dijiste que fuera discreto —reclamó con voz igual de baja—. Este es el último lugar en dónde podrían buscarte.
—Más vale que no te equivoques. —Echó una rauda mirada en derredor. La taberna estaba repleta, los tachos de agua miel chocaban con estrépito entre grotescas carcajadas e improvisados bailes. La tertulia se veía muy animada, los rostros rosados y las miradas perdidas flotando enajenadas; acusaba la embriagues de los clientes. —Tienes razón, jamás se me habría ocurrido meter un pie en una cueva de borrachos como esta.
—Pedí una doble de agua miel con el estofado. —Levantó el brazo y echó un potente chiflido a la mesera que, tambaleándose para no chocar con el gentío hacía esfuerzos para retirar las jarras vacías—. Espero que no te moleste, pero el frío de las noches lo amerita.
—Me da igual, lo descontaré de tu paga. —Bajo el capuchón Lidias sonrió mordaz.
En ese momento entraron a aquel tugurio cuatro varones que acapararon miradas de todas las mesas. Recorrieron con incuestionable prepotencia el trecho desde la puerta hasta la mesa mejor ubicada, entre el mesón del tabernero y la hoguera. Había dos clientes sentados allí bebiendo, pero de inmediato se levantaron sin decir palabra, cediendo sus puestos y marchándose a otro rincón del lugar— ¿Quiénes serán esos?
—¿Te refieres a los que acaban de entrar? —apuntó con el rabillo del ojo a los cuatro recién llegados, que ya tomaban asiento y eran atendidos. Fausto se empinó la jarra que llegó a sus manos—. Deberías conocerlos mejor que yo.
Lidias hecho una mirada con descaro y atendió en los bordados en sus pecheras—. Son hombres de la Sagrada Orden —exclamó en un mudo murmullo— ¿Qué hacen en un lugar como este?
—Esperemos que no buscándote. —Contestó el escudero con rapidez y tragó—. Son de por estos lados, se vanaglorian de vez en vez visitando a la picaresca y los comuneros, ostentado su categoría.
—Como sea, creo que será mejor que nos vallamos a las habitaciones. —El nerviosismo en la voz de Lidias era notorio—. Te dije que encontraras un lugar dónde no corriera peligro de ser reconocida.
—Tranquila, con ese capuchón cubriéndote el rostro y el ropón encima, dudo que te atrapen. —Quiso beberse lo que quedaba de su jarra, pero la princesa se lo arrebató en el acto y le apuró con otro puntapié en las canillas—. Está bien, hablaré con el tabernero para que prepare los cuartos.
—Espero que no tengan pulgas —suspiró intentando no volver a voltearse para mirar a los miembros de la Sagrada Orden.
En el instante en que Fausto se marchó de la mesa, Lidias siguió observando con disimulo cada acción de los cuatro caballeros, que estaban a solo tres mesas de distancia de la de ella. El ruido de la taberna no le permitió oír del todo lo que conversaban, pese a que hablaban muy alto haciendo notar su presencia. Sin querer, la princesa advirtió en el tipo que estaba sentado en la mesa detrás del grupo, el que inexplicablemente le llamó la atención, pues no parecía prestar cuidado a los recién llegados en absoluto, como lo había hecho la mayoría de la clientela presente. Se le veía más bien abstraído en su plato, del cual cuchareaba de forma pausada. No pudo verle el rostro, pues lo traía cubierto con un capuchón. Lidias con inconciencia comenzó a fijarse en aquel extraño, casi dejando de lado al grupo de nobles que tan nerviosa la tenía hace momentos; examinó desde su puesto cada detalle que puedo apreciar de él. Notó la empuñadura que sobresalía tras su espalda, parecía el mango de un hacha, sin embargo la vaina le indica que se trata de una descomunal espada. “Menuda hoja. Este tipo ha de ser un verdadero carnicero —se dijo para sus adentros, y miró fugaz a su alrededor—. Ni modo, nadie aquí parece de buenas pulgas.”
Se volvió para ver en que estaba su escudero, cuando el estruendo de unos tachos chocando el suelo de piedra, la obligaron a dirigir la mirada otra vez tres mesas más allá; La mesera había dejado caer la bandeja justo al lado de los caballeros.
—Te has puesto nerviosa ¿eh? —se oyó claramente a uno de los del grupo—. Vamos recoge todo este desastre.
La mujer de rojiza cabellera, se agachó y se dispuso a recoger lo que había tirado. Uno de los tachos rodó bajo la mesa que ocupan los cuatro caballeros.
—Mira este pedazo de mujerzuela. —La pelirroja, que ya se había agachado bajo la mesa, recibió una descarada palmada en las nalgas que le propinó uno de los varones. «Nombre de Himea ¿Son estos juramentados de la Sagrada Orden? —se dijo Lidias mientras contemplaba la escena desde su puesto—. Cretinos inconsecuentes». La mesera pareció incomodarse, sin embargo, no dijo una sola palabra.
—Ya lo he dicho: estas extranjeras sí que son ardientes. Deben ser los aires y el calor del sur —acotó uno de los varones de armadura, entre risotadas. La mujer recogió el último trasto e intentó regresar al mesón, pero el brazo de otro de los caballeros la cogió por la cintura echándosela sobre el regazo.
—Debe ser por el cabello como el fuego ¿Cuánto vale juguetear contigo, eh? —La hembra de pálida tez, se sonrojó e intentó levantarse— .Quiero ver si la pelusilla de allí abajo está a tono con tu melena. —Rieron.
—Me está usted ofendiendo, maese. —le dijo, mientras se levantaba y volvía a coger la bandeja, dispuesta a regresar tras el mesón.
—Tú no vas a ningún lado, perra —gruñó el hombretón, y la sujetó del brazo—. Esta escoria Sarbiana, no sabe con quienes está tratando.
—Sé muy bien que ustedes son caballeros, al servicio de la Sagrada Orden. —La mujer se zafó de aquel varón y reverenció para despedirse—. Entiendo que usted tiene votos de abstinencia, déjeme en paz.
—¿Cómo te atreves a hablarme así, perra insolente? —El caballero se paró de la mesa y agarró a la mujer por los hombros.
—¡Suéltala! —con voz firme el hombre con capuchón de la mesa de atrás, se dirigió al caballero— ¿No has oído bien? Esta mujer ha pedido que la dejéis en paz.
El caballero giró parsimonioso la cabeza, hasta dar con el portador de la voz que acaba de increparlo.
—¿Te diriges a mí? —Soltó a la mujer y se acercó a paso lento y aire petulante en la mirada, hasta que dio con la mesa del extraño—. Descúbrete, quiero ver tu feo rostro gusano impertinente.
El caballero, intentó quitarle el capuchón que traía encima, pero cual rayo la mano del sujeto le agarró el antebrazo, impidiéndole completar la tarea. El ceño fruncido de los compañeros y la mirada atónita de la clientela expectante, con seguridad descolocó al caballero, quien de manera impulsiva llevó la mano libre hasta el pomo de su arma y la desenvainó amenazando al hombre que aún no lo soltaba.
—Voy a zanjar tu garganta aquí mismo —gritó furioso, y alzó la espada dispuesto a matar.
No alcanzó a mover un centímetro más la hoja, cuando fue arrojado sobre la mesa con el brazo torcido a la espalda y aquel hombre oprimiéndolo. En ese momento, los otros tres que le acompañaban se abalanzaron desenvainando al unísono, mientras el extraño de capucha continuaba sujetando el torcido brazo del caballero.
—¿Vais a atacarme los tres a la vez? —Le quitó la espada de la mano al que tenía oprimido y la arrojó al suelo. Luego le haló el brazo una vez más y le golpeó la nuca dejándolo inconsciente—. No es propio de su Orden. Aunque no esperaría menos después de ver como tratasteis a esa mujer.
—Has avergonzado a un ser de la Sagrada Orden, forastero: pagarás con tu sangre.
De los tres caballeros que lo miraron con expresión imperiosa, el más alto arrojó la silla que se interpuso a su paso y avanzó hasta el extraño, pavoneándose con la seguridad que le investía su posición.
—!Rodeadle, este cobarde podría escapar¡
Los tres aceros cortaron el aire intentando alcanzar la carne del forastero, que giró sobre sí esquivando las hojas y las mortales estocadas. Lidias desde su puesto, contemplaba la escena disimulando su asombro bajo el capuchón; mientras volaban sillas, se partían mesas y los gritos de aliento de la clientela, completaban el alboroto en que se había convertido la tasca.
Una patada le bastó al extraño, para lanzar sobre el mesón a uno de sus tres atacantes, mientras con un puñetazo bajo el mentón dejó inconsciente a otro. La espada que intentó cortarle el cuello, pasó silbando tras las nuca al momento que se agachó y apoyándose en el suelo cobró impulso, para patear a pie junto la pechera de su contendor, quien cayó de espalda sobre la mesa que no tardó en partirse y derramar los trastos que tenía enzima, sobre él. Enseguida el barullo y silbidos de vitoreo se apropiaron del lugar.
El hombretón que aún mantenía el capuchón en su lugar, observó un momento los cuerpos inconscientes de los derrotados caballeros. Luego avanzó hasta el sorprendido tabernero.
—Yo pagaré por esto, buen hombre —le dijo al pararse frente a él. Luego ayudó al varón a levantar el pesado cuerpo del caballero tendido sobre el mesón—. Dudo que cuando estos despierten tengan la prudencia de hacerlo.
—No e’ usted de por aquí maese, su acento lo delata —El tabernero le ofreció un trago con un gesto—. No ha hecho bien en batirse con los Sagrada Orden. Aquí en la ciudad, son la única autoridad.
—No bebo, buen hombre. —Le dejó cuatro monedas de oro sobre el mesón y dio media vuelta haciendo omiso caso al comentario del tabernero. La mesera pelirroja, que estaba secando unas jarras, agachó la mirada y le entregó una disimulada sonrisa (de agradecimiento, seguro)—. Pienso pasar la noche aquí, el lobo que está afuera viene conmigo, quisiera que me dejarais meterlo a la habitación.
—Lo que quiera maese, pero tenga en cuenta mi consejo. —Tan pronto agarró las monedas, se las metió en el bolsillo—. Váyase, de ser posible hoy mismito, no sea que estos hombres cobren represalia y ‘toy seguro que así lo harán.
—¿No deberían proteger ellos al pueblo? —Sin voltearse se detuvo de espaldas al tabernero—. Había oído que este lugar era una cueva de rufianes, no me imaginé que los violadores y asesinos fueran caballeros de la corona.
—De la corona no maese. —El tabernero miró a todos lados para cerciorarse de que los caballeros aún no habían despertado—. Los consagrados de la Sagrada Orden, bien reciben su título y garantías de la corona, su Orden sirve a los dioses, antes que al rey. El trono los protege a ellos y ellos protegen al trono, pero eso no contempla al pueblo. Las minas de Reodem le pertenecen a la Sagra’ Orden, aquí las leyes del país no rigen. Sólo existe la palabra de estos caballeros.
—¿Quieres decir que la falta de estos cuatro, quedará impune? —Se volteó y miró a la mesera—. Al menos tendrán un buen malestar al despertar.
La pelirroja sonrió nerviosa y se volvió con prisa a secar algunas jarras que tenía enfrente y luego dijo agachando la cabeza—: Señor, lo lamento pero no tenemos más habitaciones. —El tabernero le lanzó una fea mirada.
—Es cierto, aquel varón de allí recién ha reservado las dos últimas. —Ella apuntó a la mesa donde estaba Lidias, y Fausto que recién llegaba.
—Mujer, el maese aquí recién se ha bati’o por causa tuya ¿Y vas a dejarlo en la calle? —La chica se encogió de hombros y miró al suelo compungida—. Le daremos tu cuarto si es necesario.
—Oh no, no hace falta. —Se volvió hacia el tabernero y este apretándose el bolsillo miró con rapidez a Fausto—. Dejadlos en paz , no quiero que me devuelvas el dinero.
—No se preocupe, maese. —Echó un chiflido—. Maese. El de las dos habitaciones, venga aquí. Fausto oyó al tabernero y miró a Lidias—. Bueno, seguro ya están preparadas. —La princesa se puso de pie y caminó con él—. Menudo espectáculo ha dado aquel extraño.
—Desarmó a los cuatro, sin usar una vez su espada. —Le susurró mientras avanzaba hasta el mesón—. No es un soldado cualquiera, de verdad estoy intrigada.
La princesa y el cazador, avanzaron hasta el mesón junto al tabernero y el extraño encapuchado. Ambos pasaron a la vera del hombretón y esperaron a escuchar al barrigón dueño de la posada.
—Maese, lo siento tenemos un problema aquí. —El tabernero los recibió haciendo gestos con las manos ademán de excusarse—. No tenemos dos habitaciones, el hombre aquí también ha pedido una.
—Pero yo ya he pagado. —Fausto miró a Lidias y se encogió de hombros—. Hace un momento me dijo que tenía dos disponibles.
—Ya he dicho que no importa, me marcho ahora mismo. —El forastero quiso avanzar, pero el filo del acero amenazando su garganta, lo detuvo.
—Ahora si te llegó la hora escoria. —El caballero antes inconsciente sobre la mesa, se había levantado y ahora tenía su espada apuntando al encapuchado—. Desenvaina, esta vez quiero que sea un duelo justo. ¡Desenvaina ahora! Sin trucos.
—Como tú mandes. —Se llevó la mano derecha a la espalda y desenfundó sin prisa, la gruesa y larga espada que traía casi oculta bajo la capa.
Lidias, en silencio como todos en el lugar, de inmediato se fijó en los grabados rúnicos de la hoja, hasta que dio con un inscrito que despertó toda su atención. Cuando por fin el acero empuñado por el extraño estuvo por completo fuera de la funda, la concurrencia ya había hecho un círculo alrededor de los duelistas. Fausto con su brazo empujó con suavidad a su señora hacia atrás, sacándola del círculo para protegerla
—Salgamos de aquí, no queremos dañar a nadie —decidió el forastero, con la voz segura.
El hombretón de capucha, tipo alto más que cualquiera de los que allí presenciaba, agarró a aquel monstruoso filo con las dos manos y blandió. Parecía que una sorna corriente de aire se generaba cada vez que su hoja se movía, aunque el frío de afuera lo hacía imperceptible. El caballero, no tanto más bajo que su contrincante, parecía ceder más terreno en el duelo. Disminuido por la brutal espada; su mandoble era como un cuchillo contra un machete, ni siquiera podía bloquearlo.
El duelo no duró mucho, el hombrón dejó caer el filo de su hoja en el antebrazo del caballero, cercenándoselo de inmediato. La sangre que manó enseguida, tiño la acera fría y la lucha se dio por concluida.
—Déjame curar esa herida y libérame de culpas. —El forastero miró hacia un punto perdido en la oscuridad de la noche y silbó—. No os hará daño, quédate quieto.
Desde la penumbra apareció un lobo gris, de ojos desiguales y brillantes. Se acercó ante la atónita mirada de la concurrencia y comenzó a lamer el antebrazo desmembrado. El caballero intentó quitárselo de encima dándole golpes y arrastrándose, pero se desmayó en minutos. Poco a poco la herida se limpió de sangre y cicatrizó ante la incrédula mirada de todos.
—¿Quién eres forastero? —La pregunta general se escuchó en el aire— ¿Eres un Guardián?
—Solo puede ser un Guardián ¿no lo ven? —gritó alguien entre la gente—. Miren lo alto que es y esa terrible espada que lleva.
—No —dijo de pronto el forastero. Y se volvió al lobo, al que acarició. Envainó el acero y se dispuso a caminar hacia la calle—. No soy un Guardián. Aunque sí, soy de Sarbia o alguna vez me vio nacer aquella nación.
Un barullo general se oyó tras la huella del caminante, que abandonaba las afueras de la tasca y se alejaba entre la tenue luz de las antorchas ahogadas de la calle.
—¡He! Detente. —Gritó la voz de Lidias, que parada bajo el dintel de la puerta había visto todo—.Vuelve aquí, compartiré la habitación con mi siervo. Así que puedes quedarte con la otra. ¿Si quieres claro? —Su voz era nerviosa, su pulso acelerado. Sabía que no podía dejar ir a aquel hombre, sin antes enterarse de su relación con el símbolo grabado en la espada.
—Agradezco su buena voluntad, dama. —Se detuvo un momento sin mirar atrás—. Pero ya no me quedaré en esta ciudad esta noche.
Lidias, vio pérdida la oportunidad al ver alejarse al extranjero, sin embargo, su ímpetu decidió intentarlo otra vez.
—Permíteme al menos un minuto para charlar. —Gritó lo suficiente como para que él la escuchara, cuando ya estaba a una calle de distancia—. Es importante.
Siguió caminando un momento, pero luego se detuvo. Se estuvo quieto un instante, parecía meditarlo, luego regresó tras sus pasos con andar pausado.
—¿Eres una mujer insistente, lo sabias? —dijo fausto a Lidias casi en un susurro, mientras se apoyaba a su lado junto al muro— ¿Es así como persuades a tu pretendientes?
—Cállate. —Le brindó una sutil patada en la canilla—. Quiero preguntarle algo importante.
—Vamos, ni siquiera le has visto la cara. —Fausto entró de nuevo a la taberna—. Seguro la trae la jeta cubierta, por lo fea que es.
—Ahora que lo mencionas, tú deberías hacerle ese favor al mundo. —Sonrío mordaz e hizo una seña para recibir al forastero—. Agradezco que hayas regresado, prometo que te recompensaré. Ahora por favor, sírvete acompañarnos.
—Algo me dice que esto tomará más de un minuto. —Ambos cruzan el portal ingresando otra vez a la estancia—. Espero que esos tres aun no despierten para empeorar las cosas.
—¿Eres una especie de justiciero vagabundo? —Fausto con dos tachos llenos de agua miel le invitó sentarse a la mesa—. O ¿se te da natural cuidar culos ajenos, de forma tan personal?
—Fausto, por favor. —La princesa otra vez le brindó un puntapié bajo la mesa—. No hacen falta tus comentarios.
—Nada de eso mi amigo. —El forastero tomó asiento junto a ellos—. De dónde vengo es común la gente con cabellos de fuego. Esa mujer me recordó a alguien a quien no me agradaría que tratasen así en estos momentos. Por lo demás debía hacer algo o esos tipos habrían terminado por hacerle cualquier cosa.
—Bah, seguro nada que no haya probado ya —comentó por lo bajo el cazador, quien recibió de inmediato un terrible pisotón, propinado por su compañera, que le hizo soltar un ahogado quejido de dolor—. Ya, me callo, me callo…
—¿De dónde vienes? —Intervino Lidias con voz directa—. Te he oído decir allá afuera que eras del Imperio.
—Soy de la provincia de Ismerlik —contestó sin prisa.
—¿Te ocultas? —Se acercó para que sólo él la oyera— ¿Huyes? ¿Eres como un fugitivo o algo parecido?
—¿Lo dices porque oculto mi rostro? — preguntó apuntándose con una mano.
La taberna a esas horas regresaba a su ajetreo normal, algunos clientes ya se habían marchado, los que quedaban bebían, y los que no lo hacían ya estaban echados sobre las mesas empapados en el propio vomito. El forastero echó un vistazo ligero a su alrededor y con calma se quitó la capucha, dejando el rostro al descubierto. Era un varón joven, de unos aparentes veinte años: ojos oscuros y cabello castaño; lo llevaba largo hasta los hombros y una cicatriz le cruzaba desde la ceja izquierda hasta el pómulo; tenía una cara de marcadas facciones masculinas, aunque algo sucia y con la barba que le crecía solo en el mentón bastante descuidada, no dejaba de tener un aire solemne, parecía un muchacho con alcurnia
—Mi nombre es Ledthrin y sí, me he escapado de Escaniev; dónde fui esclavo cuatro años —confesó sin ocultar el pesar que le traía decirlo.
—¿Escaniev? —Fausto abrió los ojos sorprendido— ¿Eso no está al otro lado de las montañas?
—¿Así que eras esclavo de los Bárbaros? —Lidias lo miró de reojo aun ocultando su mirada bajo el capuchón—. No quiero imaginar cómo llegaste allí, mucho menos como lograste escapar. La verdad tampoco quisiera saberlo en estos momentos. Ledthrin; y no lo tomes a mal, pero lo que yo quiero saber es sobre la tu espada: la inscripción en ella.
—Vaya, si que eres directa. —Fausto que se había echado un trago, se atoró con la risa que le sacó el comentario— ¿La inscripción en mi espada? Te refieres a las runas de la hoja.
—Me refiero al grabado en el acero, similar a esto. —Miró con disimulo por si alguien más estaba atento y con sigilo sacó de entre sus atavíos una funda, que puso sobre la mesa. La abrió y dejó a la vista el puñal que hurtó del despacho del prefecto— ¿Te dice algo?
—Es una hoja muy hermosa —contestó algo confundido—. Seguro sabes usarla bien.
La princesa observó el rostro del joven, en busca de cualquier gesto que le sugiriese algo. Si aquel hombretón estaba de alguna manera involucrado en el asesinato, esperaba darse cuanta por sus expresiones, sin embargo, notó por la naturalidad de su semblante, que no tenía idea a qué se refería.
—Con este puñal asesinaron a mi padre. —El Sarbiano tragó saliva, Fausto tastabilló para no caer de su silla—. Es la única pista que tengo para hallar al culpable.
—La marca que tiene en la empuñadura es un engarce. —Ledthrin señaló con el dedo la inscripción y luego se arremangó las mangas del talego, bajo ellas aparecieron un par de brazaletes dorados ajustados a sus antebrazos —. Del otro lado de las montañas, los chamanes lo usan para anexar un arma a un único dueño.
—¿Cómo es eso? —Lidias guardó el puñal otra vez y clavó su mirada en Ledthrin—. Sólo puede portarla el dueño de ese engarce ¿Algo así?
—No tan así. —señaló sus brazaletes—. Estos, me los colocaron en Escaniev. Están unidos al engarce en mi espada, lo cual me permite usarla. Sin estos brazaletes, no sería capaz de manejarla, ¿Has visto lo enorme y pesada que es? Bien, en realidad a mí no me cuesta trabajo alzarla, son los brazaletes los que están unidos a ella.
—¿Ma-gia? —Fausto interrumpió entre un eructo—. Es un tipo de hechicería ¿Es eso?
—No lo llamaría así. —Volvió a desdoblarse las mangas—. Es más como un control de las fuerzas elementales que rigen la naturaleza. Mi maestro lo llamaba…
—La Conexión. —Lidias completó la frase.
—Exacto. —Ledthrin la miró y frunció el ceño— ¿Cómo lo supiste?
—Estudié en la Torre Blanca nueve años. —Lidias se levantó de su asiento y le indicó a los dos que la siguieran—. Vamos a un sitio más privado. Si estás de acuerdo.
Subieron hasta la habitación, y antes de eso Ledthrin llamó a su lobo, luego el escudero cerró la puerta tras de sí. La alcoba era tosca, pequeña, y un trozo de tronco hacía de mesa junto al colchón; algo húmedo y con claros signos de no asearse a menudo, quizá nunca. Fausto se echó despaldas sobre la cama, sin escrúpulo alguno. Ledthrin permaneció de pie junto a la diminuta ventana observando la penumbra de afuera, mientras acariciaba el pelaje de la fiera. Por fin Lidias avanzó unos pasos hasta la ventana y se quitó el capuchón que le cubría el rostro.
—Soy Lidias. —Sopló el mechón de cabello que le hormigueó el rostro—. De Freidham, hace poco la princesa de Farthias.
Ledtrhin dejó de mirar por la ventana y volviéndose hacia la princesa frunció con sutileza el rostro y entrecerró un poco los ojos.
—No es del todo un honor para mí conocerla. —Extendió la palma de su mano, esperando que Lidias posara la suya sobre ella para el besarla; como era el saludo de costumbre en la nobleza, sin embargo, no ocurrió.
—Debo reconocer que eres el primer varón que me dice algo semejante, sin tapujo. —Dudó un poco y lo miró fijo—. Pero no me importa ¿Sabes algo más sobre los engarces?
—Me disculpo por mi comentario. —Guardó la mano con prisa—. Pero aún conservo rencor hacia vuestro difunto padre. El cargó con la muerte de quinientos varones, entre ellos mi padre, hace siete años en la batalla de Arca-Blanca.
—Te he dicho que no me importa —lanzó casi sin haber escuchado, luego meditó sobre sus propias palabras— . Lo siento, no acababa de oír lo que me estabas diciendo. A veces mi lengua es más vertiginosa y audaz que mis oídos.
—Está bien, estamos a mano. —Miró la ventana una vez más—. Bien, así que estudiaste en la Torre Blanca. Quizá conozcas a Nawey. Es una elfo: cabellos dorados, orejas alargadas, …
—Se cómo es un elfo. —Miró hacia el techo con desgana—. Sí, conozco a Nawey, hija de Thereon Lord Elfo. ¿Qué hay con eso?
—Fui pupilo de Lord Thereon hasta los doce. —Acarició una vez más a su lobo—. Con ellos aprendí lo que sé sobre la Conexión, pero no tengo el Don. Así es que la única forma de que el engarce de mi espada funcione conmigo, es usando estos brazaletes. Son brazales de esclavo, fui obligado a luchar en la arena contra bestias enormes allá en Escaniev. Para poder usar las espadas de un bárbaro mi amo mandó a engarzar la hoja y los brazales.
—¿Conoces quien hizo esos engarces? —Lidias parecía muy intrigada.
—Sólo un chamán de la tribu Rah-dah conoce el secreto de los engarces y ahora está muerto: yo lo maté. El que tiene ese puñal tuyo debió hacerlo él, seguramente para un hombre de occidente. Una cosa es clara, esa arma no puede ser usada por nadie más que el dueño de ese engarce, así funciona esto. —Ledthrin desenvainó y arrojó la espada sobre el colchón, al lado de Fausto—. Agárrala e intenta atacarme.
—Eh ¿Quieres que termine como esos cuatro de allá abajo? —Con los brazos bajo la nunca, Fausto lo único que quería era echarse a dormir, pero la mirada de Lidias lo persuadió para incorporarse—. Venga, conste que lo advertí. —Intentó coger la espada, pero el peso apenas le permitió alzarla, sin embargo, cuando intentó tocar al guerrero, sintió como una fuerza más allá de su control le impedía avanzar.
—¿Qué clase de artimaña es esta? —No podía comprenderlo— ¿Dices que ese puñal que tiene Lidias también está afectado por esto?
—De seguro, intentemos ponerlo a prueba. —Ledthrin no acabó de terminar la frase, cuando Lidias ya tenía el puñal en la mano e intentó clavar a Fausto, siéndole imposible.
—Bueno, está engarzado y no puedo usarlo —suspiró.
El Bárbaro de Sarbia
Había logrado tragarse la argamasa homogénea y viscosa, que compró por estofado, con la disposición que sólo brinda el hambre. Aunque Fausto parecía disfrutar de aquella aberración culinaria, como quien paladea el más exquisito de los manjares.
—¿No podías escoger un lugar más higiénico? —Le pateó sutilmente las canillas por debajo de la mesa y agregó casi en un susurro—: Parecían los desechos de una res enferma.
—Me dijiste que fuera discreto —reclamó con voz igual de baja—. Este es el último lugar en dónde podrían buscarte.
—Más vale que no te equivoques. —Echó una rauda mirada en derredor. La taberna estaba repleta, los tachos de agua miel chocaban con estrépito entre grotescas carcajadas e improvisados bailes. La tertulia se veía muy animada, los rostros rosados y las miradas perdidas flotando enajenadas; acusaba la embriagues de los clientes. —Tienes razón, jamás se me habría ocurrido meter un pie en una cueva de borrachos como esta.
—Pedí una doble de agua miel con el estofado. —Levantó el brazo y echó un potente chiflido a la mesera que, tambaleándose para no chocar con el gentío hacía esfuerzos para retirar las jarras vacías—. Espero que no te moleste, pero el frío de las noches lo amerita.
—Me da igual, lo descontaré de tu paga. —Bajo el capuchón Lidias sonrió mordaz.
En ese momento entraron a aquel tugurio cuatro varones que acapararon miradas de todas las mesas. Recorrieron con incuestionable prepotencia el trecho desde la puerta hasta la mesa mejor ubicada, entre el mesón del tabernero y la hoguera. Había dos clientes sentados allí bebiendo, pero de inmediato se levantaron sin decir palabra, cediendo sus puestos y marchándose a otro rincón del lugar— ¿Quiénes serán esos?
—¿Te refieres a los que acaban de entrar? —apuntó con el rabillo del ojo a los cuatro recién llegados, que ya tomaban asiento y eran atendidos. Fausto se empinó la jarra que llegó a sus manos—. Deberías conocerlos mejor que yo.
Lidias hecho una mirada con descaro y atendió en los bordados en sus pecheras—. Son hombres de la Sagrada Orden —exclamó en un mudo murmullo— ¿Qué hacen en un lugar como este?
—Esperemos que no buscándote. —Contestó el escudero con rapidez y tragó—. Son de por estos lados, se vanaglorian de vez en vez visitando a la picaresca y los comuneros, ostentado su categoría.
—Como sea, creo que será mejor que nos vallamos a las habitaciones. —El nerviosismo en la voz de Lidias era notorio—. Te dije que encontraras un lugar dónde no corriera peligro de ser reconocida.
—Tranquila, con ese capuchón cubriéndote el rostro y el ropón encima, dudo que te atrapen. —Quiso beberse lo que quedaba de su jarra, pero la princesa se lo arrebató en el acto y le apuró con otro puntapié en las canillas—. Está bien, hablaré con el tabernero para que prepare los cuartos.
—Espero que no tengan pulgas —suspiró intentando no volver a voltearse para mirar a los miembros de la Sagrada Orden.
En el instante en que Fausto se marchó de la mesa, Lidias siguió observando con disimulo cada acción de los cuatro caballeros, que estaban a solo tres mesas de distancia de la de ella. El ruido de la taberna no le permitió oír del todo lo que conversaban, pese a que hablaban muy alto haciendo notar su presencia. Sin querer, la princesa advirtió en el tipo que estaba sentado en la mesa detrás del grupo, el que inexplicablemente le llamó la atención, pues no parecía prestar cuidado a los recién llegados en absoluto, como lo había hecho la mayoría de la clientela presente. Se le veía más bien abstraído en su plato, del cual cuchareaba de forma pausada. No pudo verle el rostro, pues lo traía cubierto con un capuchón. Lidias con inconciencia comenzó a fijarse en aquel extraño, casi dejando de lado al grupo de nobles que tan nerviosa la tenía hace momentos; examinó desde su puesto cada detalle que puedo apreciar de él. Notó la empuñadura que sobresalía tras su espalda, parecía el mango de un hacha, sin embargo la vaina le indica que se trata de una descomunal espada. “Menuda hoja. Este tipo ha de ser un verdadero carnicero —se dijo para sus adentros, y miró fugaz a su alrededor—. Ni modo, nadie aquí parece de buenas pulgas.”
Se volvió para ver en que estaba su escudero, cuando el estruendo de unos tachos chocando el suelo de piedra, la obligaron a dirigir la mirada otra vez tres mesas más allá; La mesera había dejado caer la bandeja justo al lado de los caballeros.
—Te has puesto nerviosa ¿eh? —se oyó claramente a uno de los del grupo—. Vamos recoge todo este desastre.
La mujer de rojiza cabellera, se agachó y se dispuso a recoger lo que había tirado. Uno de los tachos rodó bajo la mesa que ocupan los cuatro caballeros.
—Mira este pedazo de mujerzuela. —La pelirroja, que ya se había agachado bajo la mesa, recibió una descarada palmada en las nalgas que le propinó uno de los varones. «Nombre de Himea ¿Son estos juramentados de la Sagrada Orden? —se dijo Lidias mientras contemplaba la escena desde su puesto—. Cretinos inconsecuentes». La mesera pareció incomodarse, sin embargo, no dijo una sola palabra.
—Ya lo he dicho: estas extranjeras sí que son ardientes. Deben ser los aires y el calor del sur —acotó uno de los varones de armadura, entre risotadas. La mujer recogió el último trasto e intentó regresar al mesón, pero el brazo de otro de los caballeros la cogió por la cintura echándosela sobre el regazo.
—Debe ser por el cabello como el fuego ¿Cuánto vale juguetear contigo, eh? —La hembra de pálida tez, se sonrojó e intentó levantarse— .Quiero ver si la pelusilla de allí abajo está a tono con tu melena. —Rieron.
—Me está usted ofendiendo, maese. —le dijo, mientras se levantaba y volvía a coger la bandeja, dispuesta a regresar tras el mesón.
—Tú no vas a ningún lado, perra —gruñó el hombretón, y la sujetó del brazo—. Esta escoria Sarbiana, no sabe con quienes está tratando.
—Sé muy bien que ustedes son caballeros, al servicio de la Sagrada Orden. —La mujer se zafó de aquel varón y reverenció para despedirse—. Entiendo que usted tiene votos de abstinencia, déjeme en paz.
—¿Cómo te atreves a hablarme así, perra insolente? —El caballero se paró de la mesa y agarró a la mujer por los hombros.
—¡Suéltala! —con voz firme el hombre con capuchón de la mesa de atrás, se dirigió al caballero— ¿No has oído bien? Esta mujer ha pedido que la dejéis en paz.
El caballero giró parsimonioso la cabeza, hasta dar con el portador de la voz que acaba de increparlo.
—¿Te diriges a mí? —Soltó a la mujer y se acercó a paso lento y aire petulante en la mirada, hasta que dio con la mesa del extraño—. Descúbrete, quiero ver tu feo rostro gusano impertinente.
El caballero, intentó quitarle el capuchón que traía encima, pero cual rayo la mano del sujeto le agarró el antebrazo, impidiéndole completar la tarea. El ceño fruncido de los compañeros y la mirada atónita de la clientela expectante, con seguridad descolocó al caballero, quien de manera impulsiva llevó la mano libre hasta el pomo de su arma y la desenvainó amenazando al hombre que aún no lo soltaba.
—Voy a zanjar tu garganta aquí mismo —gritó furioso, y alzó la espada dispuesto a matar.
No alcanzó a mover un centímetro más la hoja, cuando fue arrojado sobre la mesa con el brazo torcido a la espalda y aquel hombre oprimiéndolo. En ese momento, los otros tres que le acompañaban se abalanzaron desenvainando al unísono, mientras el extraño de capucha continuaba sujetando el torcido brazo del caballero.
—¿Vais a atacarme los tres a la vez? —Le quitó la espada de la mano al que tenía oprimido y la arrojó al suelo. Luego le haló el brazo una vez más y le golpeó la nuca dejándolo inconsciente—. No es propio de su Orden. Aunque no esperaría menos después de ver como tratasteis a esa mujer.
—Has avergonzado a un ser de la Sagrada Orden, forastero: pagarás con tu sangre.
De los tres caballeros que lo miraron con expresión imperiosa, el más alto arrojó la silla que se interpuso a su paso y avanzó hasta el extraño, pavoneándose con la seguridad que le investía su posición.
—!Rodeadle, este cobarde podría escapar¡
Los tres aceros cortaron el aire intentando alcanzar la carne del forastero, que giró sobre sí esquivando las hojas y las mortales estocadas. Lidias desde su puesto, contemplaba la escena disimulando su asombro bajo el capuchón; mientras volaban sillas, se partían mesas y los gritos de aliento de la clientela, completaban el alboroto en que se había convertido la tasca.
Una patada le bastó al extraño, para lanzar sobre el mesón a uno de sus tres atacantes, mientras con un puñetazo bajo el mentón dejó inconsciente a otro. La espada que intentó cortarle el cuello, pasó silbando tras las nuca al momento que se agachó y apoyándose en el suelo cobró impulso, para patear a pie junto la pechera de su contendor, quien cayó de espalda sobre la mesa que no tardó en partirse y derramar los trastos que tenía enzima, sobre él. Enseguida el barullo y silbidos de vitoreo se apropiaron del lugar.
El hombretón que aún mantenía el capuchón en su lugar, observó un momento los cuerpos inconscientes de los derrotados caballeros. Luego avanzó hasta el sorprendido tabernero.
—Yo pagaré por esto, buen hombre —le dijo al pararse frente a él. Luego ayudó al varón a levantar el pesado cuerpo del caballero tendido sobre el mesón—. Dudo que cuando estos despierten tengan la prudencia de hacerlo.
—No e’ usted de por aquí maese, su acento lo delata —El tabernero le ofreció un trago con un gesto—. No ha hecho bien en batirse con los Sagrada Orden. Aquí en la ciudad, son la única autoridad.
—No bebo, buen hombre. —Le dejó cuatro monedas de oro sobre el mesón y dio media vuelta haciendo omiso caso al comentario del tabernero. La mesera pelirroja, que estaba secando unas jarras, agachó la mirada y le entregó una disimulada sonrisa (de agradecimiento, seguro)—. Pienso pasar la noche aquí, el lobo que está afuera viene conmigo, quisiera que me dejarais meterlo a la habitación.
—Lo que quiera maese, pero tenga en cuenta mi consejo. —Tan pronto agarró las monedas, se las metió en el bolsillo—. Váyase, de ser posible hoy mismito, no sea que estos hombres cobren represalia y ‘toy seguro que así lo harán.
—¿No deberían proteger ellos al pueblo? —Sin voltearse se detuvo de espaldas al tabernero—. Había oído que este lugar era una cueva de rufianes, no me imaginé que los violadores y asesinos fueran caballeros de la corona.
—De la corona no maese. —El tabernero miró a todos lados para cerciorarse de que los caballeros aún no habían despertado—. Los consagrados de la Sagrada Orden, bien reciben su título y garantías de la corona, su Orden sirve a los dioses, antes que al rey. El trono los protege a ellos y ellos protegen al trono, pero eso no contempla al pueblo. Las minas de Reodem le pertenecen a la Sagra’ Orden, aquí las leyes del país no rigen. Sólo existe la palabra de estos caballeros.
—¿Quieres decir que la falta de estos cuatro, quedará impune? —Se volteó y miró a la mesera—. Al menos tendrán un buen malestar al despertar.
La pelirroja sonrió nerviosa y se volvió con prisa a secar algunas jarras que tenía enfrente y luego dijo agachando la cabeza—: Señor, lo lamento pero no tenemos más habitaciones. —El tabernero le lanzó una fea mirada.
—Es cierto, aquel varón de allí recién ha reservado las dos últimas. —Ella apuntó a la mesa donde estaba Lidias, y Fausto que recién llegaba.
—Mujer, el maese aquí recién se ha bati’o por causa tuya ¿Y vas a dejarlo en la calle? —La chica se encogió de hombros y miró al suelo compungida—. Le daremos tu cuarto si es necesario.
—Oh no, no hace falta. —Se volvió hacia el tabernero y este apretándose el bolsillo miró con rapidez a Fausto—. Dejadlos en paz , no quiero que me devuelvas el dinero.
—No se preocupe, maese. —Echó un chiflido—. Maese. El de las dos habitaciones, venga aquí. Fausto oyó al tabernero y miró a Lidias—. Bueno, seguro ya están preparadas. —La princesa se puso de pie y caminó con él—. Menudo espectáculo ha dado aquel extraño.
—Desarmó a los cuatro, sin usar una vez su espada. —Le susurró mientras avanzaba hasta el mesón—. No es un soldado cualquiera, de verdad estoy intrigada.
La princesa y el cazador, avanzaron hasta el mesón junto al tabernero y el extraño encapuchado. Ambos pasaron a la vera del hombretón y esperaron a escuchar al barrigón dueño de la posada.
—Maese, lo siento tenemos un problema aquí. —El tabernero los recibió haciendo gestos con las manos ademán de excusarse—. No tenemos dos habitaciones, el hombre aquí también ha pedido una.
—Pero yo ya he pagado. —Fausto miró a Lidias y se encogió de hombros—. Hace un momento me dijo que tenía dos disponibles.
—Ya he dicho que no importa, me marcho ahora mismo. —El forastero quiso avanzar, pero el filo del acero amenazando su garganta, lo detuvo.
—Ahora si te llegó la hora escoria. —El caballero antes inconsciente sobre la mesa, se había levantado y ahora tenía su espada apuntando al encapuchado—. Desenvaina, esta vez quiero que sea un duelo justo. ¡Desenvaina ahora! Sin trucos.
—Como tú mandes. —Se llevó la mano derecha a la espalda y desenfundó sin prisa, la gruesa y larga espada que traía casi oculta bajo la capa.
Lidias, en silencio como todos en el lugar, de inmediato se fijó en los grabados rúnicos de la hoja, hasta que dio con un inscrito que despertó toda su atención. Cuando por fin el acero empuñado por el extraño estuvo por completo fuera de la funda, la concurrencia ya había hecho un círculo alrededor de los duelistas. Fausto con su brazo empujó con suavidad a su señora hacia atrás, sacándola del círculo para protegerla
—Salgamos de aquí, no queremos dañar a nadie —decidió el forastero, con la voz segura.
El hombretón de capucha, tipo alto más que cualquiera de los que allí presenciaba, agarró a aquel monstruoso filo con las dos manos y blandió. Parecía que una sorna corriente de aire se generaba cada vez que su hoja se movía, aunque el frío de afuera lo hacía imperceptible. El caballero, no tanto más bajo que su contrincante, parecía ceder más terreno en el duelo. Disminuido por la brutal espada; su mandoble era como un cuchillo contra un machete, ni siquiera podía bloquearlo.
El duelo no duró mucho, el hombrón dejó caer el filo de su hoja en el antebrazo del caballero, cercenándoselo de inmediato. La sangre que manó enseguida, tiño la acera fría y la lucha se dio por concluida.
—Déjame curar esa herida y libérame de culpas. —El forastero miró hacia un punto perdido en la oscuridad de la noche y silbó—. No os hará daño, quédate quieto.
Desde la penumbra apareció un lobo gris, de ojos desiguales y brillantes. Se acercó ante la atónita mirada de la concurrencia y comenzó a lamer el antebrazo desmembrado. El caballero intentó quitárselo de encima dándole golpes y arrastrándose, pero se desmayó en minutos. Poco a poco la herida se limpió de sangre y cicatrizó ante la incrédula mirada de todos.
—¿Quién eres forastero? —La pregunta general se escuchó en el aire— ¿Eres un Guardián?
—Solo puede ser un Guardián ¿no lo ven? —gritó alguien entre la gente—. Miren lo alto que es y esa terrible espada que lleva.
—No —dijo de pronto el forastero. Y se volvió al lobo, al que acarició. Envainó el acero y se dispuso a caminar hacia la calle—. No soy un Guardián. Aunque sí, soy de Sarbia o alguna vez me vio nacer aquella nación.
Un barullo general se oyó tras la huella del caminante, que abandonaba las afueras de la tasca y se alejaba entre la tenue luz de las antorchas ahogadas de la calle.
—¡He! Detente. —Gritó la voz de Lidias, que parada bajo el dintel de la puerta había visto todo—.Vuelve aquí, compartiré la habitación con mi siervo. Así que puedes quedarte con la otra. ¿Si quieres claro? —Su voz era nerviosa, su pulso acelerado. Sabía que no podía dejar ir a aquel hombre, sin antes enterarse de su relación con el símbolo grabado en la espada.
—Agradezco su buena voluntad, dama. —Se detuvo un momento sin mirar atrás—. Pero ya no me quedaré en esta ciudad esta noche.
Lidias, vio pérdida la oportunidad al ver alejarse al extranjero, sin embargo, su ímpetu decidió intentarlo otra vez.
—Permíteme al menos un minuto para charlar. —Gritó lo suficiente como para que él la escuchara, cuando ya estaba a una calle de distancia—. Es importante.
Siguió caminando un momento, pero luego se detuvo. Se estuvo quieto un instante, parecía meditarlo, luego regresó tras sus pasos con andar pausado.
—¿Eres una mujer insistente, lo sabias? —dijo fausto a Lidias casi en un susurro, mientras se apoyaba a su lado junto al muro— ¿Es así como persuades a tu pretendientes?
—Cállate. —Le brindó una sutil patada en la canilla—. Quiero preguntarle algo importante.
—Vamos, ni siquiera le has visto la cara. —Fausto entró de nuevo a la taberna—. Seguro la trae la jeta cubierta, por lo fea que es.
—Ahora que lo mencionas, tú deberías hacerle ese favor al mundo. —Sonrío mordaz e hizo una seña para recibir al forastero—. Agradezco que hayas regresado, prometo que te recompensaré. Ahora por favor, sírvete acompañarnos.
—Algo me dice que esto tomará más de un minuto. —Ambos cruzan el portal ingresando otra vez a la estancia—. Espero que esos tres aun no despierten para empeorar las cosas.
—¿Eres una especie de justiciero vagabundo? —Fausto con dos tachos llenos de agua miel le invitó sentarse a la mesa—. O ¿se te da natural cuidar culos ajenos, de forma tan personal?
—Fausto, por favor. —La princesa otra vez le brindó un puntapié bajo la mesa—. No hacen falta tus comentarios.
—Nada de eso mi amigo. —El forastero tomó asiento junto a ellos—. De dónde vengo es común la gente con cabellos de fuego. Esa mujer me recordó a alguien a quien no me agradaría que tratasen así en estos momentos. Por lo demás debía hacer algo o esos tipos habrían terminado por hacerle cualquier cosa.
—Bah, seguro nada que no haya probado ya —comentó por lo bajo el cazador, quien recibió de inmediato un terrible pisotón, propinado por su compañera, que le hizo soltar un ahogado quejido de dolor—. Ya, me callo, me callo…
—¿De dónde vienes? —Intervino Lidias con voz directa—. Te he oído decir allá afuera que eras del Imperio.
—Soy de la provincia de Ismerlik —contestó sin prisa.
—¿Te ocultas? —Se acercó para que sólo él la oyera— ¿Huyes? ¿Eres como un fugitivo o algo parecido?
—¿Lo dices porque oculto mi rostro? — preguntó apuntándose con una mano.
La taberna a esas horas regresaba a su ajetreo normal, algunos clientes ya se habían marchado, los que quedaban bebían, y los que no lo hacían ya estaban echados sobre las mesas empapados en el propio vomito. El forastero echó un vistazo ligero a su alrededor y con calma se quitó la capucha, dejando el rostro al descubierto. Era un varón joven, de unos aparentes veinte años: ojos oscuros y cabello castaño; lo llevaba largo hasta los hombros y una cicatriz le cruzaba desde la ceja izquierda hasta el pómulo; tenía una cara de marcadas facciones masculinas, aunque algo sucia y con la barba que le crecía solo en el mentón bastante descuidada, no dejaba de tener un aire solemne, parecía un muchacho con alcurnia
—Mi nombre es Ledthrin y sí, me he escapado de Escaniev; dónde fui esclavo cuatro años —confesó sin ocultar el pesar que le traía decirlo.
—¿Escaniev? —Fausto abrió los ojos sorprendido— ¿Eso no está al otro lado de las montañas?
—¿Así que eras esclavo de los Bárbaros? —Lidias lo miró de reojo aun ocultando su mirada bajo el capuchón—. No quiero imaginar cómo llegaste allí, mucho menos como lograste escapar. La verdad tampoco quisiera saberlo en estos momentos. Ledthrin; y no lo tomes a mal, pero lo que yo quiero saber es sobre la tu espada: la inscripción en ella.
—Vaya, si que eres directa. —Fausto que se había echado un trago, se atoró con la risa que le sacó el comentario— ¿La inscripción en mi espada? Te refieres a las runas de la hoja.
—Me refiero al grabado en el acero, similar a esto. —Miró con disimulo por si alguien más estaba atento y con sigilo sacó de entre sus atavíos una funda, que puso sobre la mesa. La abrió y dejó a la vista el puñal que hurtó del despacho del prefecto— ¿Te dice algo?
—Es una hoja muy hermosa —contestó algo confundido—. Seguro sabes usarla bien.
La princesa observó el rostro del joven, en busca de cualquier gesto que le sugiriese algo. Si aquel hombretón estaba de alguna manera involucrado en el asesinato, esperaba darse cuanta por sus expresiones, sin embargo, notó por la naturalidad de su semblante, que no tenía idea a qué se refería.
—Con este puñal asesinaron a mi padre. —El Sarbiano tragó saliva, Fausto tastabilló para no caer de su silla—. Es la única pista que tengo para hallar al culpable.
—La marca que tiene en la empuñadura es un engarce. —Ledthrin señaló con el dedo la inscripción y luego se arremangó las mangas del talego, bajo ellas aparecieron un par de brazaletes dorados ajustados a sus antebrazos —. Del otro lado de las montañas, los chamanes lo usan para anexar un arma a un único dueño.
—¿Cómo es eso? —Lidias guardó el puñal otra vez y clavó su mirada en Ledthrin—. Sólo puede portarla el dueño de ese engarce ¿Algo así?
—No tan así. —señaló sus brazaletes—. Estos, me los colocaron en Escaniev. Están unidos al engarce en mi espada, lo cual me permite usarla. Sin estos brazaletes, no sería capaz de manejarla, ¿Has visto lo enorme y pesada que es? Bien, en realidad a mí no me cuesta trabajo alzarla, son los brazaletes los que están unidos a ella.
—¿Ma-gia? —Fausto interrumpió entre un eructo—. Es un tipo de hechicería ¿Es eso?
—No lo llamaría así. —Volvió a desdoblarse las mangas—. Es más como un control de las fuerzas elementales que rigen la naturaleza. Mi maestro lo llamaba…
—La Conexión. —Lidias completó la frase.
—Exacto. —Ledthrin la miró y frunció el ceño— ¿Cómo lo supiste?
—Estudié en la Torre Blanca nueve años. —Lidias se levantó de su asiento y le indicó a los dos que la siguieran—. Vamos a un sitio más privado. Si estás de acuerdo.
Subieron hasta la habitación, y antes de eso Ledthrin llamó a su lobo, luego el escudero cerró la puerta tras de sí. La alcoba era tosca, pequeña, y un trozo de tronco hacía de mesa junto al colchón; algo húmedo y con claros signos de no asearse a menudo, quizá nunca. Fausto se echó despaldas sobre la cama, sin escrúpulo alguno. Ledthrin permaneció de pie junto a la diminuta ventana observando la penumbra de afuera, mientras acariciaba el pelaje de la fiera. Por fin Lidias avanzó unos pasos hasta la ventana y se quitó el capuchón que le cubría el rostro.
—Soy Lidias. —Sopló el mechón de cabello que le hormigueó el rostro—. De Freidham, hace poco la princesa de Farthias.
Ledtrhin dejó de mirar por la ventana y volviéndose hacia la princesa frunció con sutileza el rostro y entrecerró un poco los ojos.
—No es del todo un honor para mí conocerla. —Extendió la palma de su mano, esperando que Lidias posara la suya sobre ella para el besarla; como era el saludo de costumbre en la nobleza, sin embargo, no ocurrió.
—Debo reconocer que eres el primer varón que me dice algo semejante, sin tapujo. —Dudó un poco y lo miró fijo—. Pero no me importa ¿Sabes algo más sobre los engarces?
—Me disculpo por mi comentario. —Guardó la mano con prisa—. Pero aún conservo rencor hacia vuestro difunto padre. El cargó con la muerte de quinientos varones, entre ellos mi padre, hace siete años en la batalla de Arca-Blanca.
—Te he dicho que no me importa —lanzó casi sin haber escuchado, luego meditó sobre sus propias palabras— . Lo siento, no acababa de oír lo que me estabas diciendo. A veces mi lengua es más vertiginosa y audaz que mis oídos.
—Está bien, estamos a mano. —Miró la ventana una vez más—. Bien, así que estudiaste en la Torre Blanca. Quizá conozcas a Nawey. Es una elfo: cabellos dorados, orejas alargadas, …
—Se cómo es un elfo. —Miró hacia el techo con desgana—. Sí, conozco a Nawey, hija de Thereon Lord Elfo. ¿Qué hay con eso?
—Fui pupilo de Lord Thereon hasta los doce. —Acarició una vez más a su lobo—. Con ellos aprendí lo que sé sobre la Conexión, pero no tengo el Don. Así es que la única forma de que el engarce de mi espada funcione conmigo, es usando estos brazaletes. Son brazales de esclavo, fui obligado a luchar en la arena contra bestias enormes allá en Escaniev. Para poder usar las espadas de un bárbaro mi amo mandó a engarzar la hoja y los brazales.
—¿Conoces quien hizo esos engarces? —Lidias parecía muy intrigada.
—Sólo un chamán de la tribu Rah-dah conoce el secreto de los engarces y ahora está muerto: yo lo maté. El que tiene ese puñal tuyo debió hacerlo él, seguramente para un hombre de occidente. Una cosa es clara, esa arma no puede ser usada por nadie más que el dueño de ese engarce, así funciona esto. —Ledthrin desenvainó y arrojó la espada sobre el colchón, al lado de Fausto—. Agárrala e intenta atacarme.
—Eh ¿Quieres que termine como esos cuatro de allá abajo? —Con los brazos bajo la nunca, Fausto lo único que quería era echarse a dormir, pero la mirada de Lidias lo persuadió para incorporarse—. Venga, conste que lo advertí. —Intentó coger la espada, pero el peso apenas le permitió alzarla, sin embargo, cuando intentó tocar al guerrero, sintió como una fuerza más allá de su control le impedía avanzar.
—¿Qué clase de artimaña es esta? —No podía comprenderlo— ¿Dices que ese puñal que tiene Lidias también está afectado por esto?
—De seguro, intentemos ponerlo a prueba. —Ledthrin no acabó de terminar la frase, cuando Lidias ya tenía el puñal en la mano e intentó clavar a Fausto, siéndole imposible.
—Bueno, está engarzado y no puedo usarlo —suspiró.