07/03/2015 02:39 AM
Capitulo VIII
El Engarce Maldito
—Así que fuiste pupilo en la casa de los orejas puntiagudas. —Fausto iniciaba conversa con el guerrero, sin dejar de mirarle el culo a la posadera, que regresaba al mesón luego de servirles el desayuno—. Debes estar acostumbrado a las cinturas menudas de piernas largas.
—Tenía doce cuando regresé a mi hogar en las praderas de Ismerlik. —Se llevó una hogaza del pan recién orneado a la boca—. Si lo que quieres es saber cómo son físicamente las hijas de lord Thereon, te decepcionaría; pues solo son descripciones que podría darte con los recuerdos de un niño.
—Que va, yo a esa edad ya había probado a mi primera hembra. —Sonrió con picardía—. Era una campesina unos años mayor, tenía unos pechos enormes. Ya te has podido dar cuenta es una peculiaridad de las hembras en este lado del país, mira nada más a la posadera.
—Ya lo creo, Fausto. —Continuó comiendo, ni siquiera echó una ojeada a la oronda mujer en el mesón.
—Que va y ¿qué tal la mercancía al otro lado de las montañas? —Una vez más el cazador sonrió sátiro.
—¿A qué te refieres? —Ledthrin parecía no comprender los modismos de Fausto, continuaba llenándose con hogazas de pan en un intento por desviarse de la conversación.
—No me lo creo. —De pronto soltó una carcajada, con la que expulsó el trago de cerveza que se había empinado—. Eres casto ¡La puta madre que me ha pari’o! ¿Quién lo diría? De verte así con tremenda estampa y esos aires de misterioso.
—Tampoco es tema que me complique. —Le miró con seriedad—. ¿Acaso te echarías con una hembra a la que no ames?
—¿Qué no qué? ¡bah! El amor mis pelotas. —Frunció el ceño—. Esa clase de pendejadas es para elfos y… ¡Bah! Olvídalo lo siento, te compadezco compañero ¿Alguna jovencita fresca y lozana te habrá prendado?
—Ni siquiera recuerdo como era su rostro. —Se le oscureció la mirada y pareció abstraerse en recuerdos que lo llenaban de melancolía—. Han pasado siete años desde que dejé mi pueblo. A veces sueño que regreso y la encuentro allí como el día que la dejé: sentada a la sombra de los arboles, con sus rojos cabellos al viento y sus labios musitando mi nombre, pero despierto y con desilusión comprendo que sólo estoy soñando.
—Ya podrás encontrarte con ella campeón. —Le dio una palmada en el hombro—, solo estás a un par de días de camino a tu pueblo.
—Así lo espero compañero…
—Buen día. —La princesa se incorporó a la mesa—. Ha amanecido una mañana radiante ¿Listos para partir?
—Solo la esperábamos a usted señora. —Fausto le ofreció una hogaza de pan—. Parece que ha descansado suficiente ¿no?
—Me despertó la aurora desde la ventana —se dirigió a los dos varones— ¿Es que ustedes se han amanecido aquí?
—Nos despertó el temblor de la madrugada —dijo Ledt, volviendo a su tono amable y acento solemne.
—No le sentí. —Cogió dos panecillos de la mesa y los guardó en la alforja. —Partiremos ahora mismo, quiero llegar a la torre con luz de día.
Lidias miró poniéndose de pie miró todo el lugar y advirtió en la guardia de capa verde que llegaba al recinto y tomaba una mesa. Pero verlos allí no la puso tan nerviosa como ver a la extraña mujer de cabellos claros, que sentada a varios puestos más allá no dejaba de observarlos con disimulo.
—Como usted mande. —Sonrió Fausto, con alguna peculiaridad en aquel gesto que cobró la atención de Lidias.
—Y a ti ¿qué te ocurre? —le increpó mirándolo con cierta severidad— ¿Vas a estar todo el día hablándome así?
—Lo siento, es solo que… —Encorvó el cuello y miró al suelo.
—¿Qué? —Se paró altiva, siempre cuidando no elevar el tono e su voz.
—Quería saber si realmente las monedas que tiraste en el mercado iban a ser mi paga. —Lanzó una sonrisilla taimada.
—Así que era eso. —Inspiró y luego resopló.
La princesa después de tantearlo un momento, se llevó una de las manos al grueso cinturón que le abrazaba la cintura y descolgó una bolsita de cuero; la que rauda arrojó sobre la mesa con acentuada desgana.
—Allí lo tienes, es todo lo que tengo. Puedes contarlo si quieres, no tengo idea cuantas coronas haya, pero te aseguro que alcanzará para comprarte un burdel entero ¿Es suficiente para ti? —Acomodó el capirote que le cubría el rostro y se dispuso a partir.
—No, no quería que se pusiera así, digo que te pusieras así... —Miró el saco y titubeó—. No es necesario ahora.
—Lo es y creo que me equivoqué contigo. —Caminó en dirección la puerta, que estaba al otro lado de la tasca—. Si no puedes confiar en mí, será mejor que tomes esa bolsa, te vayas y te libres de tus obligaciones conmigo.
—No. —Cogió la bolsa y se la devolvió. Vaciló un momento, cuando ella le miró directo a los ojos, sin embargo, comenzó a decir en voz alta—: Hice un juramento… y creo que por primera vez en toda mi vida, pienso cumplir una promesa. Iré contigo, iré donde quiera que me pidas y no necesito una paga de por medio, para mí ha sido y es un verdadero honor servirte “Dama de Farthias”.
—Que has dicho… tonto. —Se volvió para mirar a toda la estancia.
Una silencio mortal se apoderó de ella y el corazón se le atoró en la garganta, acto seguido se volteó con lentitud a mirar a su alrededor. Todos los presentes, la posadera con su ojos como platos, en las mesas aledañas varones y pueblerinas clavaban sus ojos en ella; y al final del inmueble, casi a la altura de la puerta, dos tipos vestidos como la guardia de Thirminlgon se levantaron de sus sillas, dejando bandejas a medio acabar.
—Alista los caballos, partimos ahora mismo —ordenó a Fausto, casi con un murmullo.
—Lo siento, no estaba pensando. —El escudero, pálido como la cal partió para cumplir la orden dada.
—Pasaremos frente a ellos como si nada, quédate a mi vera —le susurró Ledt, casi en el oído al momento de levantarse de la silla—. El de la derecha déjamelo a mí. —Lidias asintió con la cabeza. Ambos avanzaron en dirección a la salida, a ojos y paciencia de los presentes. Nadie decía nada.
—Alto allí. —La voz del varón vestido con las armaduras grises y la capa verde, resonó fuerte y brusca—. Todos quédense donde están. —Se detuvieron.
Ambos guardias, avanzaron con paso firme al encuentro de la princesa y guerrero, Fausto se detuvo a medio camino entre la puerta y un tercer guardia que interpuso la espada entre su avance y la salida
—Tú, quítate el capirote —ordenó uno de los soldados a Lidias.
Los hombres de armadura se ajustaron los yelmos, de herrería tosca y simple, muy común de rangos bajos. Mientras que el del tercer varón tenía un penacho verde de plumas de grifo; sería como menos oficial.
—¿Puedo saber la razón de su intercepción, soldado? —preguntó la princesa disimulando su nerviosismo e intentando ganar tiempo.
—¿Qué les parece? —El guardia echó a reír y sin molestarse por responder, estiró el brazo y de un zarpazo le intentó quitar la capucha.
En ese instante una refulgente luz colmó la estancia, haciendo imposible ver más que un blanco radiante que lo cubría todo.
—¡Deteneos en este instante! —la voz venía desde el fondo de la sala.
Bastó un pestañeo, luego todo volvió a la normalidad y la mujer que hacía unos instantes había alzado la voz, se halló en medio de la sala. Vestía una túnica roja aterciopelada y un ceñidor dorado le rodeaba la estrecha cintura, traía el capuchón todavía sobre la cabeza; los bordes dorados que lo ribeteaban no le hicieron caber una duda a Lidias sobre su procedencia: una hechicera de la Torre.
—¿Qué maldito truco es este? —gruñó el oficial—. Espero que tenga una buena explicación para usar sus “artes” fuera de la academia.
—Esta mujer no puede mostrar su rostro, insensatos —anunció la extraña mujer.
—¿Qué dices? —rezongo el soldado—. ¿Por qué?
—Estáis ciegos. —La mujer guiño el ojo a la princesa—. Pues porque es una Interventora, venida de Farthias.
Los guardias todavía confundidos conservaron sus posiciones y se miraron entre ellos.
—Bienvenida a las tierras del Sur, hermana Dereva —anunció la extraña mujer y se acercó a Lidias.
La princesa reverenció con la cabeza y recordando el modo en que había visto tantas veces saludarse a los miembros de la Sagrada Orden, juntó ambas palmas a la altura del vientre. La hechicera de túnica escarlata sonrió con complicidad.
—Y bueno, mis señores —señaló a los soldados —.Por favor bajen sus armas y déjenos pasar, estos hombres son escolta de la señorita ¿no es así?
—Mi siervo y mi guarda espalda —dijo Lidias apuntando a Fausto y a Ledt respectivamente.
—Lamento toda esta trifulca, seguro las lluvias de anoche retrasaron al encargado que anunciaba su visita —se disculpó la hechicera con el capitán de la guardia.
—Bien, siendo así creo que no les quitamos más tiempo. —El hombre se apartó con una venía disimulando su aire petulante—. Soldado, baja el arma. Déjalos que se vayan —ordenó a los otros dos.
Fausto liberando una exhalación de alivio y confusión, salió de la posada mirando hacia a tras a la princesa y el guerrero que le siguieron acompañados de la extraña mujer que les había ayudado.
—¡Señorita! —el capitán de la guardia salió a la puerta y ofreció—: Si lo necesita, podemos escoltarla devuelta a la Torre.
—¡Oh! Es usted muy amable, gracias —respondió con un dulce tono la mujer de rojo—. Pero no será necesario, como ve, tenemos nuestra escolta. —Señaló a Ledt.
—Entiendo —acató el hombre y regresó tras sus pasos.
Dejaron la posada junto a la extraña, quien no les dirigió la palabra hasta que llegaron a las monturas. Ledthrin y Fausto se miraban intrigados y confundidos, en tanto Lidias muda, solo se limitaba a seguir el juego hasta que puso pie en el estribo del palafrén.
—Seguidme hasta el cruce, nadie va a perseguiros mientras les acompañe. —La mujer sonrió y miró a Lidias— ¿Vas a la torre verdad? —La princesa asentó con la cabeza.
Observó un momento al grupo y luego alzó la vista para encarar a Fausto y a Ledthrin, dejándoles ver el brillo esmeralda de sus alegres y rasgados ojos.
—¿Alguno de ustedes amables varones, va a llevarme? —preguntó con tono meloso.
Enseguida Lidias clavó sus ojos en el cazador, que estaba próximo a ella y le señaló con un gesto que cargara a la hechicera. El escudero le tendió el brazo, ella montó y se sentó de medio lado delante del cazador.
—¿Cómoda? —balbuceó él.
—¿Cómo podría quejarme? —Una vez más una pueril sonrisa se le dibujó en el rostro.
A trote salieron del poblado, bajo la sombra gozoso de aromos y sauces que cercaban el arcilloso camino. El viaje hasta el cruce del farol, fue dominado por un silencio nervioso entre los viajeros, sobre todo Fausto, que transportaba en su montura a aquella extraña mujer. Tal era su intranquilidad que no encontraba palabras para iniciarla en una charla, así que intentaba mirar al frente en todo momento, evitando hasta el rose de su mentón contra la capucha. Tan pronto pasaron el cruce, la dama túnica carmesí, pidió que interrumpieran el galope.
—Lidias de Freidham, dama de Farthias. —Reverenció desde su lugar—. Ignoro los motivos que puedan traerte hasta Thirminlgon; pero quiero que sepas que puedes confiar en mí como amiga de tu causa.
Los ojos le brillaron a la luz del sol al tiempo que la brisa le empujó el capuchón. Al instante la chica lo sujetó con la mano evitando descubrirse la cabeza.
—Bueno, te agradezco lo de hace un rato. —Lidias la miró suspicaz. —Intuyo por tus ropajes, que vienes de la Torre Blanca ¿Por qué decidiste librarme de esos soldados?
—Mi nombre es Anetth. —Se quitó el capuchón, dejando al descubierto el rostro de una jovial hembra de menos de treinta veranos, con una melena de cabello albo como la nieve y piel casi diáfana. —Soy adepta del clan de la Sangre. Crecí en la Torre, te conozco desde que eras una nena. —Sonrió con ternura—. Esos Capa Púrpura llegaron hace dos días con la noticia de tu desaparición y por la brusquedad de sus órdenes, supuse que nada bueno se te daría de cumplirlas.
—¿Qué ordenaron?
—Tu arresto, vigilancia y envío de misiva informando tu captura.
—Ya veo.
—Siento lo de tu padre. —Inclinó la cabeza—. Un sabio rey, grandes y gloriosos días fueron los de su reinado.
—Lástima que su muerte no haya sido tan gloriosa —agregó la princesa, perdiendo la mirada en el camino. Luego levantó el rostro—. Ellos son Ledt y Fausto, vienen conmigo.
—Oh, ¿Dónde están mis modales? —Reverenció una vez más—. Veo que son buenos y fieles compañeros, si no intervengo antes, Ledt tenía cara de cargarse a esos tres Capa Sínople. Eso habría convertido todo en un gran lio.
—Lo siento, ya veníamos escapando de otro “gran lio” en la baja montaña. —El guerrero le saludo con la cabeza.
—Me he enterado de eso, veinte Sagrada Orden burlados por tres espadas. —Echó la cabeza hacia atrás, casi rosando el pecho de Fausto y ahogó una carcajada—. Cuando me enteré, les prometo que no pude evitar reírme.
—Que simpática eres. —Por fin Fausto, calzó una palabra. Parecía atorado, sin poder hablar—Jamás había compartido con una hechicera de Thirminlgon ¿Son todas tan agradables como tú?
—Oh, no. Yo soy una descarriada. —Giró la cabeza para mirarle— ¿Sabes que significa que sea del clan de la Sangre no?
—¡Anetth! —Lidias se llevó un dedo a los labios—. Mejor, que él ni lo sepa. No querrás poner a prueba tu paciencia soportando sus comentarios —suspiró—. Dime como están las cosas para llegar a la Torre, necesito ver al gran Maestre Orgmôn.
—Las ordenes de tu captura, debieron llegar hasta allá. Intuyo que estarán nada fáciles. —Encogió sus afilados hombros—. Es por eso que les pedí detenernos, debemos planear tu llegada, para que la guardia de la entrada no os detenga.
—Bien, entonces ¿Me ayudarás?
—Ignoro tu interés por llegar a la Torre y ver al Maestre, sin embargo, siento que debo ayudarte. —Asentó con la cabeza—. Llegaremos hasta la muralla, allí fingirás ser yo usando mi ropa, creo que somos del mismo talle. Recuerdas el camino ¿no?
» Llega hasta el vestíbulo, nadie debería molestarte allí, luego ubica el despacho del Maestre, en el décimo nivel. Los muchachos y yo, esperaremos afuera de las murallas, mientras hablas con él. —Los miró a todos—. No debes tardar demasiado, o la guardia podría avistarnos y creernos husmeadores.
—¿Crees que funcione? —preguntó Lidias, con algo más de convicción que duda.
—Por supuesto, y si algo sale mal, estaré allí para apoyarte. —Sonrió.
—Confiaré en ti Anetth, no me decepciones. —Espoloneó su roción.
—¿Tienes una mejor idea? —Volvió a subirse el capuchón. Fausto puso en marcha la montura, lo mismo que Ledt.
Cabalgaron el resto de la jornada hasta casi caído el atardecer. Las murallas aparecieron frente a ellos agrandándose a medida que se acercaban, y en lo alto, la cúpula de la enorme Torre Blanca, les saludaba orgullosa; adornada con los estandartes de las cuatro Órdenes del reino: La Fuente Celeste, La Orden del Eclipse, La Guardia Real y los Caballeros de Thirminlgon; la torre marcaba la unificación de todos los credos, la única doctrina del pueblo de Farthias, todos los señores del reino habían pisado sus mosaicos, la gran casa del saber se alzaba ante sus ojos para maravillarlos. La arquitectura más magnifica que podría encontrarse en todo el continente incluso podría comparársele con el “Palacio de Plata”, en Sarbia. Algunos cuentan que tienen el mismo arquitecto: el mismísimo Semptus, dios de la perfección.
—¿Por qué hay tantos estandartes distintos pendiendo de la torre? —se preguntó en voz alta Fausto. —Me recuerda a un circo. —Tosió evitando soltar una risa, ladina.
—Representan las cuatro Ordenes que rige el Reino. —explicó con serenidad Anetth— . Las cuatro fuerzas del poder: sabiduría, humildad, razón y fuerza…
—Ya veo, y esas son las castas nobiliarias ¿de..? ¿Thirminlgon, Eclipse..? —Titubeó, intentando convencerla de que había comprendido.
—Así es: el sello de Thirminlgon es la sabiduría; el de la Orden del Eclipse, la humildad; Los caballeros de la Fuente Celeste, ponen la razón como el primer valor y la fuerza, es la estampa de la Guardia Real. —Anetth lo miró con afecto lastimoso, como quien se siente ante un animal doméstico.
—Pero falta el purpura ¿no? —preguntó notoriamente intrigado. —¿Qué hay de los Sagrada Orden?
—Eso es porque, no son una orden regida por la corona. —Echó la cabeza hacia atrás, rosando el torso del cazador con sus cabellos. —Son un organismo ajeno con su propio gobernante, el Sumo Sacerdote y que presta servicios al reino…
—¿Aleccionando a mi escudero, Anetth? —La princesa aminoró el trote—. Ya casi estamos en la entrada. —Se detuvo y desmontó.
—Vamos, te daré mis prendas. —La hechicera, se deslizo hasta poner pies en el suelo y caminó hasta salirse del camino. —Nos quedaremos por aquí, hasta tu regreso.
Ingresó a la ciudadela tal y como lo había planeado Anetth, vistiendo su túnica y gonela. Los guardias en el portón, ni siquiera la miraron; lo atravesó con total confianza.
El vestíbulo, estaba adornado por las imponentes figuras de los héroes de antaño, colosales bestias aladas que decoraban su interior en relieves sobre las paredes y las innumerables luces de la gran bóveda; todo la acogían con aire familiar. Subió las escalinatas de mármol, pisando con seguridad; estaba prácticamente en casa.
Tocó con la manecilla apostada sobre la gruesa puerta, que separaba el pasillo, de la estancia del Gran Maestre.
—Está abierto, pase por favor. —Se oyó, la voz de un anciano. A Lidias el corazón se le hinchó en el pecho, por la emoción; hacía cuatro inviernos había dejado la academia y allí estaba ahora, aunque las circunstancias no eran las que esperaba, apunto de cruzar la puerta del despacho de su mentor, por el cual sentía un gran afecto y gratitud.
—Maestre. —dijo cuándo aun no traspasaba el umbral—. Soy yo, a de Farthias. —Se quitó lentamente el capuchón de la túnica carmesí de Anetth.
—Joven Lidias—habló aquel anciano, haciendo un gesto con sus manos, para que se apurara en ingresar a la estancia.—¿Qué hace aquí?
—He venido buscando su consejo, Maestre —Sus ojos eran casi suplicantes.
—Pasa, siéntate chiquilla. —ofreció con amabilidad—. Mira nada más, como has crecido; ya eres toda una hermosa mujer. Es un verdadero gusto verte por aquí.
—Gracias Maestre. —Se sentó frente al escritorio del anciano—. Pero, no me trae aquí la buenaventura.
—Ya lo creo, mi dulce princesa. —La mirada de aquel varón se oscureció, como si un profundo dolor le provocara evocar lo que pensaba—. Siento en el corazón, la suerte de tu padre. Un gran varón, orgulloso y testarudo fue, pero honorable y sincero, además de un buen rey. —dijo entre pausas y luego agregó—: ¿Qué es todo esto? Se están esparciendo rumores horribles sobre ti en toda Farthias.
—No estoy enterada de todos esos rumores, gran Maestre. —Agachó la cabeza, por primera vez con apreciable humildad—. Si usted me permite, puedo explicar desde mi perspectiva los acontecimientos.
—Nada me gustaría más ahora, hija —Aquel varón, tenía el cabello cano, una larga barba le poblaba la mitad de su surcado rostro, una mirada firme bajo una actitud dulce y afable. Sus incontables veranos le habían brindado la sabiduría de siglos, su control de la Conexión era inigualable, por eso era el gran Maestre y el primer miembro del Consejo Real.
—No maté a mi padre —dijo a secas, el sabio arqueó sus pobladas y blanquecinas cejas—. Por alguna razón el prefecto de los Interventores, quiere confabular mi ejecución.
—Tus dichos son muy serios, chiquilla. —Los ojos del sabio se encapotaron, arrugó el entrecejo y se volvió hacia Lidias—. Traes un objeto que enseñarme, muéstramelo.
—Tenía miedo de enseñárselo a cualquiera. —Suspiró—. Es el puñal con que atacaron a mi padre.
—¿Lo traes contigo ahora?
—Tiene un “engarce”, algo así pude descubrir hasta ahora, que significa esta marca. —Buscó bajo la túnica, donde había guardado la hoja y la puso sobre la mesa de mármol frente al anciano—. Está encantada.
—¡Semptus y Himea nos libre! —Examinó el puñal, sacando un monóculo de entre su toga—. ¿Cómo te enteraste del “engarce”?
—Uno de los varones que me acompañan, fue esclavo al otro lado de las montañas. —Explicó apurada y recordó a sus compañeros, que estaban al otro lado de las murallas, miró por la ventana y notó que anochecía—. Un chamán bárbaro le hizo algo similar con su arma. No sé más que eso sobre su procedencia. —Luego se disculpó con un gesto y agregó—: Maestre, Anetth la dueña de estos ropajes, me ayudó a ingresar sin ser aprendida a la Torre. Ahora está allá afuera junto a los dos compañeros que viajan conmigo…
—Descuida, hija. —dijo con calma, aunque en su mirada aun podía revelarse gran intriga al contemplar el puñal—. Enviaré para que les hagan pasar. Tuviste suerte de encontrarte con Anetth, salió hace ya tres semanas, seguro han coincidido en su regreso… —Guardó silencio un momento y luego tocó una campanilla que había sobre el escritorio — .Es una muchacha fuera de lo común, no la conozco tan bien como quisiera. Entró al culto de Himea, cuando solo contaba con veinte primaveras; son un grupo bastante hermético.
—Me ayudó a evitar que la guardia de Thirminlgon, me deportara a Freidham. —reveló Lidias. En ese momento tocaron la puerta.
—Adelante Cicella. —Una hechicera vestida con túnica cian, ingresó a la sala. — Abajo tras las murallas, esperan Anetth, del Clan de la Sangre y dos varones. Vienen con nuestra invitada, has que los dejen pasar.
—Enseguida Maestre. —La mujer reverencio y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
—Esto no sólo es un engarce. —El anciano, volvió al tema que les competía y le lanzó una manta encima al arma—. Tiene una maldición, muy extraña. Esas marcas tienen un propósito distinto a manipular la Conexión del acero, las he visto antes.
—¿Está todo bien Maestre? —El anciano se quedó en silencio un momento inexacto.
—¿Cuánto tiempo pretendes quedarte, hija? —El sabio le miró algo inquieto—. Mandaré que preparen una alcoba para ti, has de estar cansada; tus acompañantes también pueden quedarse, el tiempo que sea necesario. No informaré de tu estadía a la Sagrada Orden, aunque me cueste incumplir las reglas.
—Gracias Maestre, pero necesito liberar a Roman. —Sus ojos estaban húmedos.
—Me enteré de su suerte. —Sacudió la cabeza—. Aún faltan semanas para su juicio, espero que mi voto le absuelva.
—¿Resolverá a su favor? —el rostro de Lidias reveló el alivio que le provocó la aseveración del anciano.
—Es lo correcto. —Hizo una pausa—. Aunque esa decisión pueda traer consecuencias, insospechadas.
—¿Por qué? —indagó confundida—. Él es inocente, no hay duda.
—Los Interventores son tremendamente orgullosos. —Fijó la mirada en Lidias—. El orgullo dañado, puede ser suficiente para desatar los más oscuros propósitos, en el corazón de los hombres. —Carraspeó—. Ve a descansar, hija. Duerme con tranquilidad tras estos muros. Mañana continuaremos esta charla, por ahora no se hable más.
Lidias volvió a guardar el puñal y salió de la estancia con paso ligero. Afuera le esperaban sus compañeros de viaje junto a Anetth; una sierva llegó en ese momento, ordenada por el Maestre y enseguida les indicó seguirla, un suculento banquete les fue servido en el comedor y luego a cada uno se le asignó una habitación, con camas confortables y sabanas de fino lino. Esa noche, todos durmieron con la profundidad que otorga el cansancio y la seguridad de encontrarse en sitio seguro; en el aire se respiraba calma y armonía.
La mañana siguiente amaneció radiante, el sol saludó a la Torre con los rayos más dorados y cálidos que podía entregarle. El olor del prado y las flores, embriagaron las narices de los viajeros, el escudero y la princesa, fueron los primeros en levantarse. Ella observó con regocijo y un dejo de melancolía, el maravilloso espectáculo de colores radiantes y tiernos verdes, del gran jardín que rodeaba la construcción. Decenas de mariposas danzaban cerca de los rosales, el amarillo de enormes girasoles encandiló su vista y el sonido del afluente cristalino que recorría el lugar, le invitaba a refrescarse y saciarse. Contempló todo desde el balcón, luego fue Fausto quien la vino a buscar.
—Dama Lidias, amigo Fausto—se acercó Ledthrin, mientras tomaban el desayuno.
Era una mesa enorme, madera de roble cuidadosamente pulida y labrada; el salón un formidable reciento obrado en mármol y decorado con luminosas lámparas que flotaban casi pegadas al techo abovedado; la luz radiante del día se colaba por los amplios ventanales de medio arco
—Sé que no han sido días precisamente felices, sobre todo para Lidias. Pero han de saber que viajar junto a ustedes ha sido lo mejor que he pasado estos últimos años. —Se acercó a Fausto y le extendió el brazo, para despedirse al modo norteño—. Nuestros caminos se separan aquí, seguiré el sendero hasta el imperio; esperando que la buena fortuna les acompañe ¿y quien sabe? tal vez vuelva a juntarnos. —Llegó junto a la princesa y extendió la palma de la mano, ella lo miró y le entregó el dorso de la suya. Ledtrhin captó enseguida el guiño se la besó.
—Buenaventura te acompañe Ledthrin de Ismerlik, mi gratitud es contigo. —Sonrió, luego se agachó y acarició al Tolkhan que estaba a la vera de Ledt—. Contigo también, que tengan un buen viaje.
—Deberías quedarte unos días más. —Fausto se acercó al oído del guerrero y le dijo en un susurro— He visto como algunas hechiceras te miran desde que llegamos, ya sabes tú dama todavía puede esperar.
—Oh no, ni un día más. —Sonrió—. No puedo solo seguir soñando que regreso. Tiene que ser hoy.
—Allá tú —Le despidió levantando la mano. A lo que el guerrero cruzó la estancia y desapareció en la inmensidad del pasillo.
—Por un momento creí él que te gustaba —lanzó el escudero.
—¿Celoso? —Arqueó una ceja y sonrió mordaz—. Todavía tenemos un asunto pendiente tu y yo.
—¿Enserio?
—Hablo de lo que pasó ayer en la posada. —Le miró juiciosa—. Te habría matado, por revelar así deliberadamente mi identidad en público, sin embargo, de no ser por eso Anetth no nos hubiera traído hasta aquí y sin su ayuda probablemente no habría podido llegar al gran Maestre.
»Te perdono Fausto, puedes quedarte con esto. —Le alzó la bolsa con las monedas—, Pero antes que lo gastes como quieras, necesito un último favor. —En ese momento entró Anetth, acompañada de otras dos hechiceras y un varón alto y delgado vestido con túnicas blancas. Les venían a invitar a presenciar las pruebas de los recién iniciados. “Será un gran espectáculo para ustedes, verán cosas asombrosas —les dijo el varón del grupo”.
Acompañaron entonces al conjunto de hechiceros hasta el palco principal, donde aguardaba también el Gran Maestre junto a algunos siervos. Había quienes tocaban el arpa y la flauta amenizando con música el espectáculo, todo era armónico y pulcro. El hermoso jardín trepaba por los blancos muros de la torre y florecía en rojas y amarillas rosas y columnas de verdes cipreses cercaban toda estancia.
Desde abajo en una suerte de anfiteatro, un número superior a la centena entre hechiceros y sabios esperaba la presentación. Al fin un grupo de chiquillos de no más que ocho veranos apareció a un lado del púlpito, donde un orgulloso presentador les llamaba por sus nombres.
— “Presenciaréis a estos recién iniciados, enseñar sus proezas: “Erhon; de la casa de Ninianhat”, Edaelin; del curso de Oriente, Rehnia; hija de Thirminlgon y por ultimo Anunet; flor de las Tierras de Sur”.
Eran niños de todas partes del país, nacidos con el Don. Venían a la Torre para estudiar la Conexión y volverse hechiceros y hechiceras del reino. Comenzaron a destellar una especie de burbujas en el aire, cada niño generaba una; su dominio del arte era sencillo, sin embargo, para Fausto que no estaba acostumbrado a presenciar algo tan sobrenatural como lo que contemplaba, estaba anonadado en su puesto. A su vera se hallaba Anetth, que le miraba risueña.
—¿Sorprendido? —Le tocó el hombro y se acercó para que le oyera— ¿Has servido a la dama Lidias desde hace mucho?
—Claro…digo no, en realidad hace seis días. —No despegaba la mirada de aquellos niños, flotando en el aire y devolviéndose un haz de luz de una mano a la otra— ¿Eso lo aprenden al llegar aquí?
—Por supuesto, son nociones básicas que deben aprender. —Sonrió algo coqueta—. Ese niño, Erhon es mi discípulo, tiene aptitudes. Una lástima que se interese por seguir la senda de Semptus.
—¿Que hay con eso? —Fausto le prestó más atención.
—La senda de Semptus, es la base de los principios de la Sagrada Orden. —Se le oscureció la mirada y hablo más bajo, susurrándole al oído—. Terminan transformándose en Interventores o bien, consagrándose al cónclave de los Capa Purpura.
—¿Y eso puede ser tan malo? —El cazador no terminaba de comprender.
—Sí, depende del prisma en que se mire. —Le miró con los ojos humedecidos, como si le angustiara lo que iba a decir—. Hay quienes buscan usar el Don sólo para propósitos limitados, y hay quienes como la senda de Himea, ven el Don como un privilegio que brinda un sin fin de oportunidades. No necesitamos seguir un normativo que acote los límites de lo que podemos aprender.
—¿Entonces los Sagrada Orden frenarán el aprendizaje de tu discípulo? —inquirió Fausto.
El cazador volvió a mirar el escenario, el muchacho y el resto de los aprendices hacían danzar una esfera de luz gigantesca sobre sus cabezas. Los aplausos de los presentes se robaron el ambiente. Anetth se paró y sin previo aviso abandonó el palco. Fausto la miró y tubo el impulso de seguirla, sin embargo, desistió y siguió mirando el espectáculo.
Lidias que estaba un par de puestos más allá, se acercó al Maestre con cierto disimulo.
—Tenemos una charla pendiente, Maestre —le susurró al oído.
—Acompáñame a la biblioteca, debes enterarte de algo. —El anciano con disimulo abandonó la estancia junto a la princesa.
La biblioteca era un gigantesco recinto, abrazado de estanterías atiborras de tomos tan viejos como el tiempo, miles y miles de manuscritos se apilaban en anaqueles adosados a las paredes y mesones de mármol donde libros gruesos y pesados reposaban. El Maestre se aseguró de que no había nadie allí y luego se acercó a una repisa y como si conociera de memoria la posición de todos esos libros, cogió un volumen con la cubierta de cuero y bordados dorados, de páginas amarillentas y gastadas.
—¿Traes contigo el puñal? —preguntó con algo de prisa. Luego ojeó algunas páginas, parecía buscar un capitulo en especial. —Ah, sabía que aquí estaba.
—¿Que sucede? —Sacó otra vez el puñal de entre sus vestiduras.
—No me equivocaba, esa runa simboliza la antigua marca del Dragón. —Impuso la mano sobre el arma, a tiempo que ojeaba las páginas del libro; enseguida una luz rojiza y abismal comenzó a brillar entorno a la runa inscrita en la hoja, hasta al fin centellar tanto que la sala completa se iluminó de rojo—. Tiene una maldición poderosa, es un engarce antiguo no fue hecho recientemente, sin embargo...
—¿Qué? —La princesa estaba sumamente intrigada, apenas podía esperar la pausa que el Maestre se estaba dando.
—…El portador, fue inscrito hace muy poco. —Los pequeños ojos del anciano se encontraron con los de la princesa—. Es un misterio curioso, no se sabe mucho acerca de los engarces. Es una ciencia muy poco estudiada y compleja.
—¿Es posible averiguar a quién pertenece? —Lidias tragó saliva— ¿Saber quién es ese portador?
—Ciertamente. —Con la mirada bajo el entrecejo, pareció meditar y luego agregó—: Pero sea quien sea, el portador de este engarce cortó los hilos; ahora no pueden seguirse para encontrarlo.
—Entonces ¿es imposible hallar al culpable con esta prueba?
—Imposible es una expresión muy concluyente; en su lugar yo diría que es bastante improbable. —Le miró a los ojos, a esas alturas la luz roja ya había menguado—. Buscas venganza y eso es justo lo que alimenta a esta arma. Te rodeará la conspiración creada por la maldición de esa runa y junto a ella más temprano que tarde llegará a ti el portador de ese artilugio, si no estás preparada para eso, mejor que desistas de tus ansias de castigar a aquel culpable y vuelques tus intenciones en causas más virtuosas. Sé que puedo esperar todo eso de una piadosa hija del Norte, criada y educada dentro de estos muros. —Tosió—. No ensucies tu corazón buscando venganza, o esta terminará por consumirte.
—Usted sabe que de cualquier forma no estaré en paz hasta conseguir lo que quiero. —Guardó el puñal.
—Mañana partiré a Freidham, hay asuntos que ameritan mi presencia. —Cerró el pesado libro y volvió a colocarlo en su lugar—. Te aconsejo que te quedes aquí hasta que termine el juicio. No logro comprender que motivos habría en querer inculparte, podría ser peligroso que regreses.
—Se lo agradezco Maestre, usted no sabe cuánto. —Se acercó al anciano y se abrazó a él—. Estoy asustada, no sé qué me espera ni cómo actuar realmente.
—El temor es natural, hija mía. Solo tienes que seguir tus instintos con sabiduría y razón, no permitas que el miedo guíe tus acciones, lo mismo que los sentimientos nocivos de revancha. —La abrazó con ternura y luego separándola con delicadeza, la miró a la cara y le dijo—: Todo se resolverá tarde o temprano, princesa Lidias. Los justos obtienen justicia, los corruptos perdición; los hilos del destino tienen muchas trabazones, pero no existen nudos que no se puedan disolver.
A la mañana del siguiente día, Lidias encontró a Fausto en el balcón principal, observando a los niños jugar con la Conexión. Hacían flotar objetos y proyectaban esferas luminosas que jugueteaban entre sus manos.
—Este lugar es fascinante, mira eso. —Apuntó con la mirada—. Me habría gustado haber nacido con esos dones, porque soy un simplón sin gracia alguna.
—La lealtad suele ser una gran cualidad. —La princesa le saludó.
—Oh, mi señora creí que era Anetth. —Fausto se giró para verla—. Vestida así, hasta se parecen.
—Veo que haces buena amistad con la hechicera. —Arqueó las cejas señalando duda—. Lo lamento, pero quería encargarte una misión muy importante.
—¿De qué se trata?
—Quiero que vayas a Freidham, y lleves este mensaje. —Sacó un pergamino envuelto en trozos de tela—. Entrégalo a Serafina Brandimora, es la esposa de Jen el servidor más fiel de Roman, mi prometido. La encontrarás de seguro en el mercado de especias, arréglatelas para hallarla, sé que atiende en uno de los tendales. Necesito que ese mensaje esté en manos de Jen, antes del día que inicie el juicio ¿Entiendes? —Fausto asentó con la cabeza y guardó el pergamino entre sus ropas. —Toma mi bridón, te llevará más rápido que tu jamelgo ruinoso.
—¿Debo partir ahora? —Ha fausto empezaba a gustarle aquel encantador lugar.
—¿Pensé que ya te habías ido? —Sonrió con ironía—. Te veré aquí dentro de seis días. No me falles Fausto.
El escudero se hizo de buenas provisiones para el viaje, en el comedor; luego bajó hasta la terraza donde encontró al jaco de Lidias, pastando los alrededores, lo ensilló y montó sin mirar atrás, excepto en el momento en que Anetth, que bajaba hasta el jardín, se le cruzó en el camino. “¿Te vas sin despedir? —le había dicho” Fausto solo le sonrió y espoloneó al bridón que raudo cruzó los verdes prados y se perdió al cruzar el magnífico portón de la entrada a la Torre Blanca; desde arriba en el balcón Lidias le despidió con la mirada, hasta que desapareció bajo las copas de los árboles del bosque.
El Engarce Maldito
—Así que fuiste pupilo en la casa de los orejas puntiagudas. —Fausto iniciaba conversa con el guerrero, sin dejar de mirarle el culo a la posadera, que regresaba al mesón luego de servirles el desayuno—. Debes estar acostumbrado a las cinturas menudas de piernas largas.
—Tenía doce cuando regresé a mi hogar en las praderas de Ismerlik. —Se llevó una hogaza del pan recién orneado a la boca—. Si lo que quieres es saber cómo son físicamente las hijas de lord Thereon, te decepcionaría; pues solo son descripciones que podría darte con los recuerdos de un niño.
—Que va, yo a esa edad ya había probado a mi primera hembra. —Sonrió con picardía—. Era una campesina unos años mayor, tenía unos pechos enormes. Ya te has podido dar cuenta es una peculiaridad de las hembras en este lado del país, mira nada más a la posadera.
—Ya lo creo, Fausto. —Continuó comiendo, ni siquiera echó una ojeada a la oronda mujer en el mesón.
—Que va y ¿qué tal la mercancía al otro lado de las montañas? —Una vez más el cazador sonrió sátiro.
—¿A qué te refieres? —Ledthrin parecía no comprender los modismos de Fausto, continuaba llenándose con hogazas de pan en un intento por desviarse de la conversación.
—No me lo creo. —De pronto soltó una carcajada, con la que expulsó el trago de cerveza que se había empinado—. Eres casto ¡La puta madre que me ha pari’o! ¿Quién lo diría? De verte así con tremenda estampa y esos aires de misterioso.
—Tampoco es tema que me complique. —Le miró con seriedad—. ¿Acaso te echarías con una hembra a la que no ames?
—¿Qué no qué? ¡bah! El amor mis pelotas. —Frunció el ceño—. Esa clase de pendejadas es para elfos y… ¡Bah! Olvídalo lo siento, te compadezco compañero ¿Alguna jovencita fresca y lozana te habrá prendado?
—Ni siquiera recuerdo como era su rostro. —Se le oscureció la mirada y pareció abstraerse en recuerdos que lo llenaban de melancolía—. Han pasado siete años desde que dejé mi pueblo. A veces sueño que regreso y la encuentro allí como el día que la dejé: sentada a la sombra de los arboles, con sus rojos cabellos al viento y sus labios musitando mi nombre, pero despierto y con desilusión comprendo que sólo estoy soñando.
—Ya podrás encontrarte con ella campeón. —Le dio una palmada en el hombro—, solo estás a un par de días de camino a tu pueblo.
—Así lo espero compañero…
—Buen día. —La princesa se incorporó a la mesa—. Ha amanecido una mañana radiante ¿Listos para partir?
—Solo la esperábamos a usted señora. —Fausto le ofreció una hogaza de pan—. Parece que ha descansado suficiente ¿no?
—Me despertó la aurora desde la ventana —se dirigió a los dos varones— ¿Es que ustedes se han amanecido aquí?
—Nos despertó el temblor de la madrugada —dijo Ledt, volviendo a su tono amable y acento solemne.
—No le sentí. —Cogió dos panecillos de la mesa y los guardó en la alforja. —Partiremos ahora mismo, quiero llegar a la torre con luz de día.
Lidias miró poniéndose de pie miró todo el lugar y advirtió en la guardia de capa verde que llegaba al recinto y tomaba una mesa. Pero verlos allí no la puso tan nerviosa como ver a la extraña mujer de cabellos claros, que sentada a varios puestos más allá no dejaba de observarlos con disimulo.
—Como usted mande. —Sonrió Fausto, con alguna peculiaridad en aquel gesto que cobró la atención de Lidias.
—Y a ti ¿qué te ocurre? —le increpó mirándolo con cierta severidad— ¿Vas a estar todo el día hablándome así?
—Lo siento, es solo que… —Encorvó el cuello y miró al suelo.
—¿Qué? —Se paró altiva, siempre cuidando no elevar el tono e su voz.
—Quería saber si realmente las monedas que tiraste en el mercado iban a ser mi paga. —Lanzó una sonrisilla taimada.
—Así que era eso. —Inspiró y luego resopló.
La princesa después de tantearlo un momento, se llevó una de las manos al grueso cinturón que le abrazaba la cintura y descolgó una bolsita de cuero; la que rauda arrojó sobre la mesa con acentuada desgana.
—Allí lo tienes, es todo lo que tengo. Puedes contarlo si quieres, no tengo idea cuantas coronas haya, pero te aseguro que alcanzará para comprarte un burdel entero ¿Es suficiente para ti? —Acomodó el capirote que le cubría el rostro y se dispuso a partir.
—No, no quería que se pusiera así, digo que te pusieras así... —Miró el saco y titubeó—. No es necesario ahora.
—Lo es y creo que me equivoqué contigo. —Caminó en dirección la puerta, que estaba al otro lado de la tasca—. Si no puedes confiar en mí, será mejor que tomes esa bolsa, te vayas y te libres de tus obligaciones conmigo.
—No. —Cogió la bolsa y se la devolvió. Vaciló un momento, cuando ella le miró directo a los ojos, sin embargo, comenzó a decir en voz alta—: Hice un juramento… y creo que por primera vez en toda mi vida, pienso cumplir una promesa. Iré contigo, iré donde quiera que me pidas y no necesito una paga de por medio, para mí ha sido y es un verdadero honor servirte “Dama de Farthias”.
—Que has dicho… tonto. —Se volvió para mirar a toda la estancia.
Una silencio mortal se apoderó de ella y el corazón se le atoró en la garganta, acto seguido se volteó con lentitud a mirar a su alrededor. Todos los presentes, la posadera con su ojos como platos, en las mesas aledañas varones y pueblerinas clavaban sus ojos en ella; y al final del inmueble, casi a la altura de la puerta, dos tipos vestidos como la guardia de Thirminlgon se levantaron de sus sillas, dejando bandejas a medio acabar.
—Alista los caballos, partimos ahora mismo —ordenó a Fausto, casi con un murmullo.
—Lo siento, no estaba pensando. —El escudero, pálido como la cal partió para cumplir la orden dada.
—Pasaremos frente a ellos como si nada, quédate a mi vera —le susurró Ledt, casi en el oído al momento de levantarse de la silla—. El de la derecha déjamelo a mí. —Lidias asintió con la cabeza. Ambos avanzaron en dirección a la salida, a ojos y paciencia de los presentes. Nadie decía nada.
—Alto allí. —La voz del varón vestido con las armaduras grises y la capa verde, resonó fuerte y brusca—. Todos quédense donde están. —Se detuvieron.
Ambos guardias, avanzaron con paso firme al encuentro de la princesa y guerrero, Fausto se detuvo a medio camino entre la puerta y un tercer guardia que interpuso la espada entre su avance y la salida
—Tú, quítate el capirote —ordenó uno de los soldados a Lidias.
Los hombres de armadura se ajustaron los yelmos, de herrería tosca y simple, muy común de rangos bajos. Mientras que el del tercer varón tenía un penacho verde de plumas de grifo; sería como menos oficial.
—¿Puedo saber la razón de su intercepción, soldado? —preguntó la princesa disimulando su nerviosismo e intentando ganar tiempo.
—¿Qué les parece? —El guardia echó a reír y sin molestarse por responder, estiró el brazo y de un zarpazo le intentó quitar la capucha.
En ese instante una refulgente luz colmó la estancia, haciendo imposible ver más que un blanco radiante que lo cubría todo.
—¡Deteneos en este instante! —la voz venía desde el fondo de la sala.
Bastó un pestañeo, luego todo volvió a la normalidad y la mujer que hacía unos instantes había alzado la voz, se halló en medio de la sala. Vestía una túnica roja aterciopelada y un ceñidor dorado le rodeaba la estrecha cintura, traía el capuchón todavía sobre la cabeza; los bordes dorados que lo ribeteaban no le hicieron caber una duda a Lidias sobre su procedencia: una hechicera de la Torre.
—¿Qué maldito truco es este? —gruñó el oficial—. Espero que tenga una buena explicación para usar sus “artes” fuera de la academia.
—Esta mujer no puede mostrar su rostro, insensatos —anunció la extraña mujer.
—¿Qué dices? —rezongo el soldado—. ¿Por qué?
—Estáis ciegos. —La mujer guiño el ojo a la princesa—. Pues porque es una Interventora, venida de Farthias.
Los guardias todavía confundidos conservaron sus posiciones y se miraron entre ellos.
—Bienvenida a las tierras del Sur, hermana Dereva —anunció la extraña mujer y se acercó a Lidias.
La princesa reverenció con la cabeza y recordando el modo en que había visto tantas veces saludarse a los miembros de la Sagrada Orden, juntó ambas palmas a la altura del vientre. La hechicera de túnica escarlata sonrió con complicidad.
—Y bueno, mis señores —señaló a los soldados —.Por favor bajen sus armas y déjenos pasar, estos hombres son escolta de la señorita ¿no es así?
—Mi siervo y mi guarda espalda —dijo Lidias apuntando a Fausto y a Ledt respectivamente.
—Lamento toda esta trifulca, seguro las lluvias de anoche retrasaron al encargado que anunciaba su visita —se disculpó la hechicera con el capitán de la guardia.
—Bien, siendo así creo que no les quitamos más tiempo. —El hombre se apartó con una venía disimulando su aire petulante—. Soldado, baja el arma. Déjalos que se vayan —ordenó a los otros dos.
Fausto liberando una exhalación de alivio y confusión, salió de la posada mirando hacia a tras a la princesa y el guerrero que le siguieron acompañados de la extraña mujer que les había ayudado.
—¡Señorita! —el capitán de la guardia salió a la puerta y ofreció—: Si lo necesita, podemos escoltarla devuelta a la Torre.
—¡Oh! Es usted muy amable, gracias —respondió con un dulce tono la mujer de rojo—. Pero no será necesario, como ve, tenemos nuestra escolta. —Señaló a Ledt.
—Entiendo —acató el hombre y regresó tras sus pasos.
Dejaron la posada junto a la extraña, quien no les dirigió la palabra hasta que llegaron a las monturas. Ledthrin y Fausto se miraban intrigados y confundidos, en tanto Lidias muda, solo se limitaba a seguir el juego hasta que puso pie en el estribo del palafrén.
—Seguidme hasta el cruce, nadie va a perseguiros mientras les acompañe. —La mujer sonrió y miró a Lidias— ¿Vas a la torre verdad? —La princesa asentó con la cabeza.
Observó un momento al grupo y luego alzó la vista para encarar a Fausto y a Ledthrin, dejándoles ver el brillo esmeralda de sus alegres y rasgados ojos.
—¿Alguno de ustedes amables varones, va a llevarme? —preguntó con tono meloso.
Enseguida Lidias clavó sus ojos en el cazador, que estaba próximo a ella y le señaló con un gesto que cargara a la hechicera. El escudero le tendió el brazo, ella montó y se sentó de medio lado delante del cazador.
—¿Cómoda? —balbuceó él.
—¿Cómo podría quejarme? —Una vez más una pueril sonrisa se le dibujó en el rostro.
A trote salieron del poblado, bajo la sombra gozoso de aromos y sauces que cercaban el arcilloso camino. El viaje hasta el cruce del farol, fue dominado por un silencio nervioso entre los viajeros, sobre todo Fausto, que transportaba en su montura a aquella extraña mujer. Tal era su intranquilidad que no encontraba palabras para iniciarla en una charla, así que intentaba mirar al frente en todo momento, evitando hasta el rose de su mentón contra la capucha. Tan pronto pasaron el cruce, la dama túnica carmesí, pidió que interrumpieran el galope.
—Lidias de Freidham, dama de Farthias. —Reverenció desde su lugar—. Ignoro los motivos que puedan traerte hasta Thirminlgon; pero quiero que sepas que puedes confiar en mí como amiga de tu causa.
Los ojos le brillaron a la luz del sol al tiempo que la brisa le empujó el capuchón. Al instante la chica lo sujetó con la mano evitando descubrirse la cabeza.
—Bueno, te agradezco lo de hace un rato. —Lidias la miró suspicaz. —Intuyo por tus ropajes, que vienes de la Torre Blanca ¿Por qué decidiste librarme de esos soldados?
—Mi nombre es Anetth. —Se quitó el capuchón, dejando al descubierto el rostro de una jovial hembra de menos de treinta veranos, con una melena de cabello albo como la nieve y piel casi diáfana. —Soy adepta del clan de la Sangre. Crecí en la Torre, te conozco desde que eras una nena. —Sonrió con ternura—. Esos Capa Púrpura llegaron hace dos días con la noticia de tu desaparición y por la brusquedad de sus órdenes, supuse que nada bueno se te daría de cumplirlas.
—¿Qué ordenaron?
—Tu arresto, vigilancia y envío de misiva informando tu captura.
—Ya veo.
—Siento lo de tu padre. —Inclinó la cabeza—. Un sabio rey, grandes y gloriosos días fueron los de su reinado.
—Lástima que su muerte no haya sido tan gloriosa —agregó la princesa, perdiendo la mirada en el camino. Luego levantó el rostro—. Ellos son Ledt y Fausto, vienen conmigo.
—Oh, ¿Dónde están mis modales? —Reverenció una vez más—. Veo que son buenos y fieles compañeros, si no intervengo antes, Ledt tenía cara de cargarse a esos tres Capa Sínople. Eso habría convertido todo en un gran lio.
—Lo siento, ya veníamos escapando de otro “gran lio” en la baja montaña. —El guerrero le saludo con la cabeza.
—Me he enterado de eso, veinte Sagrada Orden burlados por tres espadas. —Echó la cabeza hacia atrás, casi rosando el pecho de Fausto y ahogó una carcajada—. Cuando me enteré, les prometo que no pude evitar reírme.
—Que simpática eres. —Por fin Fausto, calzó una palabra. Parecía atorado, sin poder hablar—Jamás había compartido con una hechicera de Thirminlgon ¿Son todas tan agradables como tú?
—Oh, no. Yo soy una descarriada. —Giró la cabeza para mirarle— ¿Sabes que significa que sea del clan de la Sangre no?
—¡Anetth! —Lidias se llevó un dedo a los labios—. Mejor, que él ni lo sepa. No querrás poner a prueba tu paciencia soportando sus comentarios —suspiró—. Dime como están las cosas para llegar a la Torre, necesito ver al gran Maestre Orgmôn.
—Las ordenes de tu captura, debieron llegar hasta allá. Intuyo que estarán nada fáciles. —Encogió sus afilados hombros—. Es por eso que les pedí detenernos, debemos planear tu llegada, para que la guardia de la entrada no os detenga.
—Bien, entonces ¿Me ayudarás?
—Ignoro tu interés por llegar a la Torre y ver al Maestre, sin embargo, siento que debo ayudarte. —Asentó con la cabeza—. Llegaremos hasta la muralla, allí fingirás ser yo usando mi ropa, creo que somos del mismo talle. Recuerdas el camino ¿no?
» Llega hasta el vestíbulo, nadie debería molestarte allí, luego ubica el despacho del Maestre, en el décimo nivel. Los muchachos y yo, esperaremos afuera de las murallas, mientras hablas con él. —Los miró a todos—. No debes tardar demasiado, o la guardia podría avistarnos y creernos husmeadores.
—¿Crees que funcione? —preguntó Lidias, con algo más de convicción que duda.
—Por supuesto, y si algo sale mal, estaré allí para apoyarte. —Sonrió.
—Confiaré en ti Anetth, no me decepciones. —Espoloneó su roción.
—¿Tienes una mejor idea? —Volvió a subirse el capuchón. Fausto puso en marcha la montura, lo mismo que Ledt.
Cabalgaron el resto de la jornada hasta casi caído el atardecer. Las murallas aparecieron frente a ellos agrandándose a medida que se acercaban, y en lo alto, la cúpula de la enorme Torre Blanca, les saludaba orgullosa; adornada con los estandartes de las cuatro Órdenes del reino: La Fuente Celeste, La Orden del Eclipse, La Guardia Real y los Caballeros de Thirminlgon; la torre marcaba la unificación de todos los credos, la única doctrina del pueblo de Farthias, todos los señores del reino habían pisado sus mosaicos, la gran casa del saber se alzaba ante sus ojos para maravillarlos. La arquitectura más magnifica que podría encontrarse en todo el continente incluso podría comparársele con el “Palacio de Plata”, en Sarbia. Algunos cuentan que tienen el mismo arquitecto: el mismísimo Semptus, dios de la perfección.
—¿Por qué hay tantos estandartes distintos pendiendo de la torre? —se preguntó en voz alta Fausto. —Me recuerda a un circo. —Tosió evitando soltar una risa, ladina.
—Representan las cuatro Ordenes que rige el Reino. —explicó con serenidad Anetth— . Las cuatro fuerzas del poder: sabiduría, humildad, razón y fuerza…
—Ya veo, y esas son las castas nobiliarias ¿de..? ¿Thirminlgon, Eclipse..? —Titubeó, intentando convencerla de que había comprendido.
—Así es: el sello de Thirminlgon es la sabiduría; el de la Orden del Eclipse, la humildad; Los caballeros de la Fuente Celeste, ponen la razón como el primer valor y la fuerza, es la estampa de la Guardia Real. —Anetth lo miró con afecto lastimoso, como quien se siente ante un animal doméstico.
—Pero falta el purpura ¿no? —preguntó notoriamente intrigado. —¿Qué hay de los Sagrada Orden?
—Eso es porque, no son una orden regida por la corona. —Echó la cabeza hacia atrás, rosando el torso del cazador con sus cabellos. —Son un organismo ajeno con su propio gobernante, el Sumo Sacerdote y que presta servicios al reino…
—¿Aleccionando a mi escudero, Anetth? —La princesa aminoró el trote—. Ya casi estamos en la entrada. —Se detuvo y desmontó.
—Vamos, te daré mis prendas. —La hechicera, se deslizo hasta poner pies en el suelo y caminó hasta salirse del camino. —Nos quedaremos por aquí, hasta tu regreso.
Ingresó a la ciudadela tal y como lo había planeado Anetth, vistiendo su túnica y gonela. Los guardias en el portón, ni siquiera la miraron; lo atravesó con total confianza.
El vestíbulo, estaba adornado por las imponentes figuras de los héroes de antaño, colosales bestias aladas que decoraban su interior en relieves sobre las paredes y las innumerables luces de la gran bóveda; todo la acogían con aire familiar. Subió las escalinatas de mármol, pisando con seguridad; estaba prácticamente en casa.
Tocó con la manecilla apostada sobre la gruesa puerta, que separaba el pasillo, de la estancia del Gran Maestre.
—Está abierto, pase por favor. —Se oyó, la voz de un anciano. A Lidias el corazón se le hinchó en el pecho, por la emoción; hacía cuatro inviernos había dejado la academia y allí estaba ahora, aunque las circunstancias no eran las que esperaba, apunto de cruzar la puerta del despacho de su mentor, por el cual sentía un gran afecto y gratitud.
—Maestre. —dijo cuándo aun no traspasaba el umbral—. Soy yo, a de Farthias. —Se quitó lentamente el capuchón de la túnica carmesí de Anetth.
—Joven Lidias—habló aquel anciano, haciendo un gesto con sus manos, para que se apurara en ingresar a la estancia.—¿Qué hace aquí?
—He venido buscando su consejo, Maestre —Sus ojos eran casi suplicantes.
—Pasa, siéntate chiquilla. —ofreció con amabilidad—. Mira nada más, como has crecido; ya eres toda una hermosa mujer. Es un verdadero gusto verte por aquí.
—Gracias Maestre. —Se sentó frente al escritorio del anciano—. Pero, no me trae aquí la buenaventura.
—Ya lo creo, mi dulce princesa. —La mirada de aquel varón se oscureció, como si un profundo dolor le provocara evocar lo que pensaba—. Siento en el corazón, la suerte de tu padre. Un gran varón, orgulloso y testarudo fue, pero honorable y sincero, además de un buen rey. —dijo entre pausas y luego agregó—: ¿Qué es todo esto? Se están esparciendo rumores horribles sobre ti en toda Farthias.
—No estoy enterada de todos esos rumores, gran Maestre. —Agachó la cabeza, por primera vez con apreciable humildad—. Si usted me permite, puedo explicar desde mi perspectiva los acontecimientos.
—Nada me gustaría más ahora, hija —Aquel varón, tenía el cabello cano, una larga barba le poblaba la mitad de su surcado rostro, una mirada firme bajo una actitud dulce y afable. Sus incontables veranos le habían brindado la sabiduría de siglos, su control de la Conexión era inigualable, por eso era el gran Maestre y el primer miembro del Consejo Real.
—No maté a mi padre —dijo a secas, el sabio arqueó sus pobladas y blanquecinas cejas—. Por alguna razón el prefecto de los Interventores, quiere confabular mi ejecución.
—Tus dichos son muy serios, chiquilla. —Los ojos del sabio se encapotaron, arrugó el entrecejo y se volvió hacia Lidias—. Traes un objeto que enseñarme, muéstramelo.
—Tenía miedo de enseñárselo a cualquiera. —Suspiró—. Es el puñal con que atacaron a mi padre.
—¿Lo traes contigo ahora?
—Tiene un “engarce”, algo así pude descubrir hasta ahora, que significa esta marca. —Buscó bajo la túnica, donde había guardado la hoja y la puso sobre la mesa de mármol frente al anciano—. Está encantada.
—¡Semptus y Himea nos libre! —Examinó el puñal, sacando un monóculo de entre su toga—. ¿Cómo te enteraste del “engarce”?
—Uno de los varones que me acompañan, fue esclavo al otro lado de las montañas. —Explicó apurada y recordó a sus compañeros, que estaban al otro lado de las murallas, miró por la ventana y notó que anochecía—. Un chamán bárbaro le hizo algo similar con su arma. No sé más que eso sobre su procedencia. —Luego se disculpó con un gesto y agregó—: Maestre, Anetth la dueña de estos ropajes, me ayudó a ingresar sin ser aprendida a la Torre. Ahora está allá afuera junto a los dos compañeros que viajan conmigo…
—Descuida, hija. —dijo con calma, aunque en su mirada aun podía revelarse gran intriga al contemplar el puñal—. Enviaré para que les hagan pasar. Tuviste suerte de encontrarte con Anetth, salió hace ya tres semanas, seguro han coincidido en su regreso… —Guardó silencio un momento y luego tocó una campanilla que había sobre el escritorio — .Es una muchacha fuera de lo común, no la conozco tan bien como quisiera. Entró al culto de Himea, cuando solo contaba con veinte primaveras; son un grupo bastante hermético.
—Me ayudó a evitar que la guardia de Thirminlgon, me deportara a Freidham. —reveló Lidias. En ese momento tocaron la puerta.
—Adelante Cicella. —Una hechicera vestida con túnica cian, ingresó a la sala. — Abajo tras las murallas, esperan Anetth, del Clan de la Sangre y dos varones. Vienen con nuestra invitada, has que los dejen pasar.
—Enseguida Maestre. —La mujer reverencio y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
—Esto no sólo es un engarce. —El anciano, volvió al tema que les competía y le lanzó una manta encima al arma—. Tiene una maldición, muy extraña. Esas marcas tienen un propósito distinto a manipular la Conexión del acero, las he visto antes.
—¿Está todo bien Maestre? —El anciano se quedó en silencio un momento inexacto.
—¿Cuánto tiempo pretendes quedarte, hija? —El sabio le miró algo inquieto—. Mandaré que preparen una alcoba para ti, has de estar cansada; tus acompañantes también pueden quedarse, el tiempo que sea necesario. No informaré de tu estadía a la Sagrada Orden, aunque me cueste incumplir las reglas.
—Gracias Maestre, pero necesito liberar a Roman. —Sus ojos estaban húmedos.
—Me enteré de su suerte. —Sacudió la cabeza—. Aún faltan semanas para su juicio, espero que mi voto le absuelva.
—¿Resolverá a su favor? —el rostro de Lidias reveló el alivio que le provocó la aseveración del anciano.
—Es lo correcto. —Hizo una pausa—. Aunque esa decisión pueda traer consecuencias, insospechadas.
—¿Por qué? —indagó confundida—. Él es inocente, no hay duda.
—Los Interventores son tremendamente orgullosos. —Fijó la mirada en Lidias—. El orgullo dañado, puede ser suficiente para desatar los más oscuros propósitos, en el corazón de los hombres. —Carraspeó—. Ve a descansar, hija. Duerme con tranquilidad tras estos muros. Mañana continuaremos esta charla, por ahora no se hable más.
Lidias volvió a guardar el puñal y salió de la estancia con paso ligero. Afuera le esperaban sus compañeros de viaje junto a Anetth; una sierva llegó en ese momento, ordenada por el Maestre y enseguida les indicó seguirla, un suculento banquete les fue servido en el comedor y luego a cada uno se le asignó una habitación, con camas confortables y sabanas de fino lino. Esa noche, todos durmieron con la profundidad que otorga el cansancio y la seguridad de encontrarse en sitio seguro; en el aire se respiraba calma y armonía.
La mañana siguiente amaneció radiante, el sol saludó a la Torre con los rayos más dorados y cálidos que podía entregarle. El olor del prado y las flores, embriagaron las narices de los viajeros, el escudero y la princesa, fueron los primeros en levantarse. Ella observó con regocijo y un dejo de melancolía, el maravilloso espectáculo de colores radiantes y tiernos verdes, del gran jardín que rodeaba la construcción. Decenas de mariposas danzaban cerca de los rosales, el amarillo de enormes girasoles encandiló su vista y el sonido del afluente cristalino que recorría el lugar, le invitaba a refrescarse y saciarse. Contempló todo desde el balcón, luego fue Fausto quien la vino a buscar.
—Dama Lidias, amigo Fausto—se acercó Ledthrin, mientras tomaban el desayuno.
Era una mesa enorme, madera de roble cuidadosamente pulida y labrada; el salón un formidable reciento obrado en mármol y decorado con luminosas lámparas que flotaban casi pegadas al techo abovedado; la luz radiante del día se colaba por los amplios ventanales de medio arco
—Sé que no han sido días precisamente felices, sobre todo para Lidias. Pero han de saber que viajar junto a ustedes ha sido lo mejor que he pasado estos últimos años. —Se acercó a Fausto y le extendió el brazo, para despedirse al modo norteño—. Nuestros caminos se separan aquí, seguiré el sendero hasta el imperio; esperando que la buena fortuna les acompañe ¿y quien sabe? tal vez vuelva a juntarnos. —Llegó junto a la princesa y extendió la palma de la mano, ella lo miró y le entregó el dorso de la suya. Ledtrhin captó enseguida el guiño se la besó.
—Buenaventura te acompañe Ledthrin de Ismerlik, mi gratitud es contigo. —Sonrió, luego se agachó y acarició al Tolkhan que estaba a la vera de Ledt—. Contigo también, que tengan un buen viaje.
—Deberías quedarte unos días más. —Fausto se acercó al oído del guerrero y le dijo en un susurro— He visto como algunas hechiceras te miran desde que llegamos, ya sabes tú dama todavía puede esperar.
—Oh no, ni un día más. —Sonrió—. No puedo solo seguir soñando que regreso. Tiene que ser hoy.
—Allá tú —Le despidió levantando la mano. A lo que el guerrero cruzó la estancia y desapareció en la inmensidad del pasillo.
—Por un momento creí él que te gustaba —lanzó el escudero.
—¿Celoso? —Arqueó una ceja y sonrió mordaz—. Todavía tenemos un asunto pendiente tu y yo.
—¿Enserio?
—Hablo de lo que pasó ayer en la posada. —Le miró juiciosa—. Te habría matado, por revelar así deliberadamente mi identidad en público, sin embargo, de no ser por eso Anetth no nos hubiera traído hasta aquí y sin su ayuda probablemente no habría podido llegar al gran Maestre.
»Te perdono Fausto, puedes quedarte con esto. —Le alzó la bolsa con las monedas—, Pero antes que lo gastes como quieras, necesito un último favor. —En ese momento entró Anetth, acompañada de otras dos hechiceras y un varón alto y delgado vestido con túnicas blancas. Les venían a invitar a presenciar las pruebas de los recién iniciados. “Será un gran espectáculo para ustedes, verán cosas asombrosas —les dijo el varón del grupo”.
Acompañaron entonces al conjunto de hechiceros hasta el palco principal, donde aguardaba también el Gran Maestre junto a algunos siervos. Había quienes tocaban el arpa y la flauta amenizando con música el espectáculo, todo era armónico y pulcro. El hermoso jardín trepaba por los blancos muros de la torre y florecía en rojas y amarillas rosas y columnas de verdes cipreses cercaban toda estancia.
Desde abajo en una suerte de anfiteatro, un número superior a la centena entre hechiceros y sabios esperaba la presentación. Al fin un grupo de chiquillos de no más que ocho veranos apareció a un lado del púlpito, donde un orgulloso presentador les llamaba por sus nombres.
— “Presenciaréis a estos recién iniciados, enseñar sus proezas: “Erhon; de la casa de Ninianhat”, Edaelin; del curso de Oriente, Rehnia; hija de Thirminlgon y por ultimo Anunet; flor de las Tierras de Sur”.
Eran niños de todas partes del país, nacidos con el Don. Venían a la Torre para estudiar la Conexión y volverse hechiceros y hechiceras del reino. Comenzaron a destellar una especie de burbujas en el aire, cada niño generaba una; su dominio del arte era sencillo, sin embargo, para Fausto que no estaba acostumbrado a presenciar algo tan sobrenatural como lo que contemplaba, estaba anonadado en su puesto. A su vera se hallaba Anetth, que le miraba risueña.
—¿Sorprendido? —Le tocó el hombro y se acercó para que le oyera— ¿Has servido a la dama Lidias desde hace mucho?
—Claro…digo no, en realidad hace seis días. —No despegaba la mirada de aquellos niños, flotando en el aire y devolviéndose un haz de luz de una mano a la otra— ¿Eso lo aprenden al llegar aquí?
—Por supuesto, son nociones básicas que deben aprender. —Sonrió algo coqueta—. Ese niño, Erhon es mi discípulo, tiene aptitudes. Una lástima que se interese por seguir la senda de Semptus.
—¿Que hay con eso? —Fausto le prestó más atención.
—La senda de Semptus, es la base de los principios de la Sagrada Orden. —Se le oscureció la mirada y hablo más bajo, susurrándole al oído—. Terminan transformándose en Interventores o bien, consagrándose al cónclave de los Capa Purpura.
—¿Y eso puede ser tan malo? —El cazador no terminaba de comprender.
—Sí, depende del prisma en que se mire. —Le miró con los ojos humedecidos, como si le angustiara lo que iba a decir—. Hay quienes buscan usar el Don sólo para propósitos limitados, y hay quienes como la senda de Himea, ven el Don como un privilegio que brinda un sin fin de oportunidades. No necesitamos seguir un normativo que acote los límites de lo que podemos aprender.
—¿Entonces los Sagrada Orden frenarán el aprendizaje de tu discípulo? —inquirió Fausto.
El cazador volvió a mirar el escenario, el muchacho y el resto de los aprendices hacían danzar una esfera de luz gigantesca sobre sus cabezas. Los aplausos de los presentes se robaron el ambiente. Anetth se paró y sin previo aviso abandonó el palco. Fausto la miró y tubo el impulso de seguirla, sin embargo, desistió y siguió mirando el espectáculo.
Lidias que estaba un par de puestos más allá, se acercó al Maestre con cierto disimulo.
—Tenemos una charla pendiente, Maestre —le susurró al oído.
—Acompáñame a la biblioteca, debes enterarte de algo. —El anciano con disimulo abandonó la estancia junto a la princesa.
La biblioteca era un gigantesco recinto, abrazado de estanterías atiborras de tomos tan viejos como el tiempo, miles y miles de manuscritos se apilaban en anaqueles adosados a las paredes y mesones de mármol donde libros gruesos y pesados reposaban. El Maestre se aseguró de que no había nadie allí y luego se acercó a una repisa y como si conociera de memoria la posición de todos esos libros, cogió un volumen con la cubierta de cuero y bordados dorados, de páginas amarillentas y gastadas.
—¿Traes contigo el puñal? —preguntó con algo de prisa. Luego ojeó algunas páginas, parecía buscar un capitulo en especial. —Ah, sabía que aquí estaba.
—¿Que sucede? —Sacó otra vez el puñal de entre sus vestiduras.
—No me equivocaba, esa runa simboliza la antigua marca del Dragón. —Impuso la mano sobre el arma, a tiempo que ojeaba las páginas del libro; enseguida una luz rojiza y abismal comenzó a brillar entorno a la runa inscrita en la hoja, hasta al fin centellar tanto que la sala completa se iluminó de rojo—. Tiene una maldición poderosa, es un engarce antiguo no fue hecho recientemente, sin embargo...
—¿Qué? —La princesa estaba sumamente intrigada, apenas podía esperar la pausa que el Maestre se estaba dando.
—…El portador, fue inscrito hace muy poco. —Los pequeños ojos del anciano se encontraron con los de la princesa—. Es un misterio curioso, no se sabe mucho acerca de los engarces. Es una ciencia muy poco estudiada y compleja.
—¿Es posible averiguar a quién pertenece? —Lidias tragó saliva— ¿Saber quién es ese portador?
—Ciertamente. —Con la mirada bajo el entrecejo, pareció meditar y luego agregó—: Pero sea quien sea, el portador de este engarce cortó los hilos; ahora no pueden seguirse para encontrarlo.
—Entonces ¿es imposible hallar al culpable con esta prueba?
—Imposible es una expresión muy concluyente; en su lugar yo diría que es bastante improbable. —Le miró a los ojos, a esas alturas la luz roja ya había menguado—. Buscas venganza y eso es justo lo que alimenta a esta arma. Te rodeará la conspiración creada por la maldición de esa runa y junto a ella más temprano que tarde llegará a ti el portador de ese artilugio, si no estás preparada para eso, mejor que desistas de tus ansias de castigar a aquel culpable y vuelques tus intenciones en causas más virtuosas. Sé que puedo esperar todo eso de una piadosa hija del Norte, criada y educada dentro de estos muros. —Tosió—. No ensucies tu corazón buscando venganza, o esta terminará por consumirte.
—Usted sabe que de cualquier forma no estaré en paz hasta conseguir lo que quiero. —Guardó el puñal.
—Mañana partiré a Freidham, hay asuntos que ameritan mi presencia. —Cerró el pesado libro y volvió a colocarlo en su lugar—. Te aconsejo que te quedes aquí hasta que termine el juicio. No logro comprender que motivos habría en querer inculparte, podría ser peligroso que regreses.
—Se lo agradezco Maestre, usted no sabe cuánto. —Se acercó al anciano y se abrazó a él—. Estoy asustada, no sé qué me espera ni cómo actuar realmente.
—El temor es natural, hija mía. Solo tienes que seguir tus instintos con sabiduría y razón, no permitas que el miedo guíe tus acciones, lo mismo que los sentimientos nocivos de revancha. —La abrazó con ternura y luego separándola con delicadeza, la miró a la cara y le dijo—: Todo se resolverá tarde o temprano, princesa Lidias. Los justos obtienen justicia, los corruptos perdición; los hilos del destino tienen muchas trabazones, pero no existen nudos que no se puedan disolver.
A la mañana del siguiente día, Lidias encontró a Fausto en el balcón principal, observando a los niños jugar con la Conexión. Hacían flotar objetos y proyectaban esferas luminosas que jugueteaban entre sus manos.
—Este lugar es fascinante, mira eso. —Apuntó con la mirada—. Me habría gustado haber nacido con esos dones, porque soy un simplón sin gracia alguna.
—La lealtad suele ser una gran cualidad. —La princesa le saludó.
—Oh, mi señora creí que era Anetth. —Fausto se giró para verla—. Vestida así, hasta se parecen.
—Veo que haces buena amistad con la hechicera. —Arqueó las cejas señalando duda—. Lo lamento, pero quería encargarte una misión muy importante.
—¿De qué se trata?
—Quiero que vayas a Freidham, y lleves este mensaje. —Sacó un pergamino envuelto en trozos de tela—. Entrégalo a Serafina Brandimora, es la esposa de Jen el servidor más fiel de Roman, mi prometido. La encontrarás de seguro en el mercado de especias, arréglatelas para hallarla, sé que atiende en uno de los tendales. Necesito que ese mensaje esté en manos de Jen, antes del día que inicie el juicio ¿Entiendes? —Fausto asentó con la cabeza y guardó el pergamino entre sus ropas. —Toma mi bridón, te llevará más rápido que tu jamelgo ruinoso.
—¿Debo partir ahora? —Ha fausto empezaba a gustarle aquel encantador lugar.
—¿Pensé que ya te habías ido? —Sonrió con ironía—. Te veré aquí dentro de seis días. No me falles Fausto.
El escudero se hizo de buenas provisiones para el viaje, en el comedor; luego bajó hasta la terraza donde encontró al jaco de Lidias, pastando los alrededores, lo ensilló y montó sin mirar atrás, excepto en el momento en que Anetth, que bajaba hasta el jardín, se le cruzó en el camino. “¿Te vas sin despedir? —le había dicho” Fausto solo le sonrió y espoloneó al bridón que raudo cruzó los verdes prados y se perdió al cruzar el magnífico portón de la entrada a la Torre Blanca; desde arriba en el balcón Lidias le despidió con la mirada, hasta que desapareció bajo las copas de los árboles del bosque.