31/07/2019 01:00 PM
Pongo yo un rframento recién sacado del horno.
Un trozo de carne
La chiquilla se sentó en la mesa tan pronto como la llamaron. Si hubiera sido primavera o verano, habrían tenido que buscarla por los alrededores de la choza, seguramente persiguiendo algún ratón o tirando piedras al rio, pero en los meses más duros del invierno era impensable salir a ningún lugar. No existía abrigo de piel tan grueso como para soportarlo. Aquello la incomodaba, pues llevaba semanas enteras sin ver apenas la luz del sol. Parecía que no era la única, pues en una esquina su hermanito lloraba hambriento, reclamando que le dieran el pecho. Apenas se sentía con fuerzas, estaba mareada debido a la falta de energías.
–Ya voy –le anunció su madre, como si este pudiera entenderle. Su cara estaba roja debido al llanto. La mujer se estaba quedando cada vez más flaca, tanto que hasta se le notaban las costillas. Hasta ella podía ver como los pechos de su madre eran apenas una porción de lo que deberían, lo cual seguramente redundaría en menos alimento para el pequeñajo.
Aquel año la caza había sido malísima, según su padre y su abuelo, y en aquella época del año los árboles cercanos ya no daban frutos. Por aquella razón, la niña se sorprendió al ver como en su plato había un jugoso trozo de carne. Sin preguntar a nadie, y como si fuera un error del que no quería que nadie se diera cuenta, mordió aquella carne fibrosa e insípida que le supo deliciosa. Su padre miró para otro lado.
–Está buena –no era verdad, pero quería hacer un cumplido a su familia. Nadie quiso responderle. Apenas se le oía, la tormenta fuera era demasiado fuerte. Por suerte ella ya estaba acostumbrada. La casa aguantaría, era buena piedra. Eso sí, el frío era constante. Debían dormir los cinco en la misma cama para darse calor por las noches. La chiquilla mentiría si dijera que alguna vez no había temido por aplastar a su hermanito pequeño, pero por fuerza de costumbre ese temor acabó desapareciendo.
Su padre, destrozado, se acercó a su madre entonces, y le susurró algo al oído que la hizo gritar mientras apretaba al bebé contra su pecho, con tanta fuerza lo hizo que retomó su llanto de nuevo.
–Si no encontramos otra solución, la semana que viene. O moriremos todos–. Su madre lloró mucho más fuerte. Ella quería ir a consolarla, pero era imposible despegarse del plato de carne, su abuelo había salido con su padre y un hacha aquella mañana. Ojala volviera pronto también para disfrutar del manjar.
Después de un minuto, la mujer separó unos centímetros a la criatura para mirarla a los ojos, finalmente asintió al hombre. Ambos se abrazaron.
Echaba en falta los ladridos del perro. Solía jugar con él cuando no se llevaban de caza, también con los vecinos de la choza cercana, dos niños de más o menos su edad, pero a ambos se los llevo la helada del invierno anterior, y la madre de ellos no tardó en acompañarles debido al hambre. El perro había sido un buen amigo, pero su padre y su abuelo llegaron un día, medio ensangrentados, diciendo que había muerto de viejo. Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo vivían los perros, pero para ser un anciano lo encontraba muy alegre y lleno de energía. En ese aspecto, el can le había recordado a su abuelito, un hombre musculoso y de sonrisa fácil que había construido aquella casa lo mejor que pudo.
–No te dejes nada, cariño. La carne escasea. Debemos estar fuertes –lloró su madre. Reconoció esa frase como una de las que solía decir su abuelo.
–Claro mamá. Todos comeremos carne y estaremos fuertes –sonrió, y un trozo de comida salpicó la mesa de madera. Avergonzada, lo recogió con las manos y se lo llevó a la boca de nuevo. Hacía tres días que no comía. Estaba famélica.
Un trozo de carne
La chiquilla se sentó en la mesa tan pronto como la llamaron. Si hubiera sido primavera o verano, habrían tenido que buscarla por los alrededores de la choza, seguramente persiguiendo algún ratón o tirando piedras al rio, pero en los meses más duros del invierno era impensable salir a ningún lugar. No existía abrigo de piel tan grueso como para soportarlo. Aquello la incomodaba, pues llevaba semanas enteras sin ver apenas la luz del sol. Parecía que no era la única, pues en una esquina su hermanito lloraba hambriento, reclamando que le dieran el pecho. Apenas se sentía con fuerzas, estaba mareada debido a la falta de energías.
–Ya voy –le anunció su madre, como si este pudiera entenderle. Su cara estaba roja debido al llanto. La mujer se estaba quedando cada vez más flaca, tanto que hasta se le notaban las costillas. Hasta ella podía ver como los pechos de su madre eran apenas una porción de lo que deberían, lo cual seguramente redundaría en menos alimento para el pequeñajo.
Aquel año la caza había sido malísima, según su padre y su abuelo, y en aquella época del año los árboles cercanos ya no daban frutos. Por aquella razón, la niña se sorprendió al ver como en su plato había un jugoso trozo de carne. Sin preguntar a nadie, y como si fuera un error del que no quería que nadie se diera cuenta, mordió aquella carne fibrosa e insípida que le supo deliciosa. Su padre miró para otro lado.
–Está buena –no era verdad, pero quería hacer un cumplido a su familia. Nadie quiso responderle. Apenas se le oía, la tormenta fuera era demasiado fuerte. Por suerte ella ya estaba acostumbrada. La casa aguantaría, era buena piedra. Eso sí, el frío era constante. Debían dormir los cinco en la misma cama para darse calor por las noches. La chiquilla mentiría si dijera que alguna vez no había temido por aplastar a su hermanito pequeño, pero por fuerza de costumbre ese temor acabó desapareciendo.
Su padre, destrozado, se acercó a su madre entonces, y le susurró algo al oído que la hizo gritar mientras apretaba al bebé contra su pecho, con tanta fuerza lo hizo que retomó su llanto de nuevo.
–Si no encontramos otra solución, la semana que viene. O moriremos todos–. Su madre lloró mucho más fuerte. Ella quería ir a consolarla, pero era imposible despegarse del plato de carne, su abuelo había salido con su padre y un hacha aquella mañana. Ojala volviera pronto también para disfrutar del manjar.
Después de un minuto, la mujer separó unos centímetros a la criatura para mirarla a los ojos, finalmente asintió al hombre. Ambos se abrazaron.
Echaba en falta los ladridos del perro. Solía jugar con él cuando no se llevaban de caza, también con los vecinos de la choza cercana, dos niños de más o menos su edad, pero a ambos se los llevo la helada del invierno anterior, y la madre de ellos no tardó en acompañarles debido al hambre. El perro había sido un buen amigo, pero su padre y su abuelo llegaron un día, medio ensangrentados, diciendo que había muerto de viejo. Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo vivían los perros, pero para ser un anciano lo encontraba muy alegre y lleno de energía. En ese aspecto, el can le había recordado a su abuelito, un hombre musculoso y de sonrisa fácil que había construido aquella casa lo mejor que pudo.
–No te dejes nada, cariño. La carne escasea. Debemos estar fuertes –lloró su madre. Reconoció esa frase como una de las que solía decir su abuelo.
–Claro mamá. Todos comeremos carne y estaremos fuertes –sonrió, y un trozo de comida salpicó la mesa de madera. Avergonzada, lo recogió con las manos y se lo llevó a la boca de nuevo. Hacía tres días que no comía. Estaba famélica.