16/08/2019 01:37 PM
(This post was last modified: 16/08/2019 01:43 PM by FrancoMendiverry95.)
Como siempre, te agradezco a ti, @Sashka , por la inspiración, por las ideas, por las correcciones. Sin ti, no existiría más que uno solo de todos estos capítulos.
Las Enseñanzas de un Brujo VII
I
Irchir, con los codos apoyados en el escritorio y la lengua asomando de sus gruesos labios, garabateó con la pluma unas palabras sobre el viejo pergamino. De pronto, sin alzar la vista, preguntó:
—¿Cuánto debo pagaros, maeses brujos? ¿Sesenta?
Vesemir carraspeó.
—¿Setenta y cinco? —insistió Irchir.
—Cien, corregidor —respondió el viejo maestro.
—¡¿Cien?! —El corregidor se echó atrás en la silla—. ¿Cien decís? —Soltó una risotada—. ¡Vaya, vaya, maeses brujos, veo que os habéis dado al bebercio antes de venir a esta, mi oficina! ¡Pedir cien marcos por una vieja encorvá que andurreaba por el pantano! ¡Ja ja ja! Pan comido habrá sido, os digo, pa’ dos mutantes como vosotros.
Tanto Vesemir como Geralt permanecieron serios. La risa de Irchir se esfumó enseguida.
—Estoy seguro que no vale más de ochenta y cinco. No, no, no puedo pagaros más con los problemas cayéndonos encima como mierda de pájaro. La caja municipal está pelada. ¿Qué decís a esto, maeses brujos?
—Digo que cien —replicó Geralt, imperturbable—. Esa vieja encorvada, a la que nosotros llamamos con más precisión ‹‹bruja del agua››, mató personas. Más de las que quisisteis admitir, corregidor.
—¿Me estáis llamando mentiroso, brujo? ¿Y qué pruebas tenéis para tal afirmación?
—Ocho cabezas, clavadas a estacas en la entrada de la cueva donde dormía la… inofensiva viejecita. Dijisteis cuatro. —Geralt se cruzó de brazos—. O bien contasteis mal, corregidor, o creéis que la gente de vuestro pueblo tiene dos cabezas en lugar de una. Cosa que, por cierto, no coincidiría con una “caja municipal pelada”, pues los impuestos cobráis per capita.
Irchir calló, se les quedó mirando con los ojos entornados, no supo qué replicar. Cogió de nuevo la pluma, se inclinó sobre el pergamino y preguntó, ya sin mirarles.
—¿Noventa y cinco, brujos?
—Noventa y cinco —asintió Vesemir, guiñándole un ojo a su pupilo—. Estamos de acuerdo.
El corregidor garabateó su firma, le tendió la factura al viejo maestro, que la cogió y se dio la vuelta para salir de la oficina.
—Vais camino al norte, ¿verdad, brujos? Sí, a Filledyl es que vais. El dinero os llama.
Geralt se percató del respingo de Vesemir, frunció el ceño; no fue la mención al dinero lo que causó esa reacción, sino el nombre de aquel pueblo. Tras un momento de quietud, el viejo siguió caminando hacia la salida, fingiendo no haber oído.
—¿Dinero? —preguntó el joven pupilo, frenando a su maestro por el hombro—. ¿Qué problemas…?
—Quinientos marcos —le cortó el corregidor—. Es todo lo que sé.
El viejo brujo suspiró de mala gana. El joven pupilo entornó los ojos, extrañado, pero calló.
Se fueron en silencio.
II
La posada de Filledyl estaba a rebosar. Los brujos, entre tantos hombres cabizbajos, pasaban desapercibidos; se encontraban sentados en un rincón, comiendo una buena porción de ternera. Bueno, solo uno de ellos comía.
—Viejo —dijo Geralt—. Das vueltas con el tenedor como una princesa con el corsé puesto. Anda, come, los botones de tu jubón resistirán otro poco. Y si no…
—Y si no, los mandamos a coser, como hicimos con los tuyos aquella vez, en Calsgon —dijo Vesemir, forzando una broma.
—Cierto —el joven pupilo torció los labios en una sonrisa—. Qué hijo de puta ese fantasma…
El viejo brujo sonrió con falsedad, probó un bocado. Geralt ya no dijo nada, pero se sintió inquieto al percibir la propia inquietud de su maestro.
La puerta de la posada se abrió y cerró varias veces antes de que entrara el sujeto al que esperaban; Vesemir alzó una mano en cuanto lo vio. El enano, pues eso era, se aproximó a su mesa con paso firme, acercó una silla y se acomodó en el único lado libre.
—¡Brujos! —exclamó—. ¡Por fin habéis venido! Pasé noches sin dormir, muchas, muchas, rompiéndome la sesera acerca de cuándo habían de llegar representantes de vuestro gremio. Se os necesita, el pueblo de Filledyl requiere de profesionales como vosotros.
La puerta de la posada volvió a abrirse, Geralt advirtió que su maestro estiró el cuello para posar sus ojos en el umbral. Extraño, pensó. Pero no dijo nada al respecto.
—Oímos —el joven pupilo se vio obligado a tomar la palabra, dado el silencio de Vesemir—, que vuestros leñadores están teniendo problemas en el bosque.
—Problemas… esa palabreja no hace honor a la gravedad del asunto. Hombres partidos a la mitad, con las tripas esparcidas sobre la hierba; otros, empalados en ramas como violadores; y otros, simplemente desaparecen. Problemas… no, esto es una cagada de las grandes, y estamos metidos en ella hasta el cuello.
Geralt miró a su maestro, este lo percibió y dejó de mirar hacia la puerta, que había vuelto a abrirse.
—Por lo que decís, don Etybal —dijo Vesemir—, puede tratarse de elfos. ¿Qué os hace pensar que necesitáis de nosotros?
—Mirad los rostros de estos hombres —dijo el propietario de la compañía de leñadores—, y decidme qué veis. Se los haré simple: empieza por “mie” y termina con “do”. Dicho entre nos, están cagados hasta las patas. Y eso, maeses brujos, no lo hacen los elfos. Si fueran esos orejas picudas los responsables, las hombres hachas habrían cogido, el bosque de cabo a rabo hubieran hollado, hasta el último elfo estaría abierto como pez, colgando en la entrada del pueblo. Aquí un ser sobrenatural hay, alguna… alguna cosa. Y todo el maldito bosque está a su favor. Los lobos… jamás se habían visto tantos. Los ciervos… agresivos como nunca antes. Si hasta los árboles parecen susurrar “te la daremos por el culo, hijo de puta”.
Geralt sonrió, pero dejó de hacerlo al advertir que su maestro no lo hacía; seguía pendiente de la puerta.
—No es buena cosa esa que decís, don Etybald, ¿verdad, Vesemir? ¿Vesemir?
—Verdad. Un encargo costoso, se lo mire por donde se lo mire —replicó el viejo—. Es posible que sea un…
El maestro carraspeó, el joven pupilo se dio cuenta que no había escuchado una sola de las últimas palabras del enano. Salió en su ayuda:
—Un busgoso, podría ser. O quizá un espantajo. Puede que hasta un leshen.
—No me vengáis a mí con esos nombres suyos, que no entiendo ni jota. Solo han de saber, maeses brujos, que no voy a dejar que se siga matando a los míos. Mierda, que una indemnización he de pagar cada puto día; por si fuera poco, se ensaña con los trabajadores más antiguos, el muy hijo de puta… ¿Cuánto? ¿Cuánto pediréis por un encargo así?
—Llegamos hasta aquí oyendo hablar de setecientos marcos… —dijo Vesemir, ahora sí tomando la posta.
—¡¿Setecientos?! ¿Dónde…, quién os dijo tal idiotez? Decidme, que mandaré buscarle y yo mismo lo colgaré de las pelotas. Quinientos, brujos. Eso es lo que puedo pagaros.
—Entonces no hay trato —se apresuró a contestar el viejo maestro—. No hay trato, don Eybald. —Se incorporó—. Que tengáis buen día, habremos de seguir nuestro camino.
—¡¿Qué?! —chilló el enano—. Pero… pero… ¿ni siquiera vais a regatear?
—No acostumbramos hacerlo. Vamos, Geralt.
El joven pupilo estaba tan azorado como el enano; su maestro estaba siendo demasiado riguroso con el precio, casi como si no quisiera el trabajo. Pero igual se levantó.
—Deteneos, deteneos ahí, brujos. Vale, vale, vosotros ganáis. Setecientos marcos, ni uno más, así el propio diablo esté en ese bosque, montado en un puto dragón dorado. Os aviso, que la paga se hará mitad y mitad con el estarosta. ¿Qué, aceptáis?
Vesemir masculló, soltó un suspiro amargo, no fue capaz de pronunciar palabra.
—Aceptamos —dijo Geralt—. Setecientos, don Eybald. Es un trato.
—¡Perfecto! Ahora, maeses brujos, os recomiendo tener una conversación con Billien. Más que nada para enterarse de qué va su pedido.
III
Los brujos recorrían a pie el sendero del aserradero, que atravesaba el bosque, demasiado silencioso en pleno mediodía.
—Vesemir…
—No hables, Lobo. Estate atento.
El joven pupilo gruñó.
Siguieron caminando un rato más, sin abrir la boca, hasta que otro camino, mucho más estrecho, apareció entre los árboles marcando una nueva dirección.
—Aquí es —dijo Geralt—. Debe ser la senda que lleva al cementerio. Recuerda lo que dijo el estarosta Billien: para que pague su mitad del contrato, debe poderse estar allí una hora sin que nada suceda.
El joven pupilo tomó el desvío, se frenó y se dio la vuelta al no oír los pasos de su maestro. El viejo brujo se había quedado clavado en el sitio. Sus miradas se encontraron, hablaron por ellos mismos:
¿Vesemir, qué sucede?
Tengo miedo, Lobo. Temo.
¿A qué le temes?
A lo que pueda encontrar allí.
Un sonido entre los árboles hizo que el contacto visual se rompiera súbitamente, ambos brujos posaron una mano en las empuñaduras de sus espadas. Avistaron enseguida a dos pajarracos que se peleaban en lo alto de una rama. Falsa alarma.
El viejo maestro echó a andar por la senda del cementerio sin decir nada. Geralt, confundido, fue detrás.
El cementerio de Filledyl no se diferenciaba demasiado de los que habían tenido que rondar desde que partieran de Kaer Morhen, al iniciar la primavera. Las tumbas estaban cubiertas de hierbajos, las primeras hojas víctimas del otoño cubrían los senderos entre estas, unos arbustos espinosos nacían por aquí y por allá, obstaculizando el paso. No había un murete que separara el camposanto del bosque, por lo que las fronteras eran borrosas, ambos eran parte del otro. Sin embargo, se veía a las claras quien llevaba allí las de ganar.
Los brujos cruzaron la pequeña verja de madera, dieron un amplio vistazo y, al no percibir movimiento ni sonido alguno, se separaron.
Geralt caminó entre las lápidas, buscando tumbas abiertas, huesos desparramados, huellas, pelo; cualquier señal que invitara a suponer o confirmar la presencia de carroñeros. Pero el joven pupilo tenía también un ojo puesto en su maestro. Le preocupaba ese temor que vio en su mirada; había visto antes el miedo en los ojos de Vesemir, cuando él fue herido por el Aullador en la cripta de Calsgon. Aquella vez el viejo había temido mucho, y él lo había advertido. Pero… este miedo no era igual, parecía ser el temor a que se confirmara una sospecha contra la que intentaba luchar. Y allí, en el aquel cementerio, espiando de soslayo cómo su maestro miraba una a una las inscripciones escritas en las lápidas, con el rostro lánguido y los hombros caídos, Geralt creyó comprender lo que sucedía.
¿Qué debo hacer?, se preguntó, aún caminando. El viejo es orgulloso, y muy hábil, se escabullirá del asunto de una manera u otra. Geralt lo miró, Vesemir seguía absortó en los nombres grabados en las piedras. ¿Cómo le hago entender, sin herir su orgullo, que de esta manera no puede seguir? ¿Qué de esta manera nos pone en peligro a…?
De pronto, el joven pupilo vio que a su maestro le flaqueaban las piernas, que caía de rodillas delante de una lápida. Entonces toda pregunta se esfumó de su mente, toda duda desapareció de su corazón; su maestro le necesitaba, y eso fue lo único en lo que pensó al acercársele a paso vivo.
—¡Vesemir! ¡Vesemir! ¡¿Qué sucede?!
El viejo brujo siguió mirando la hierba, arrodillado, absorto en sus pensamientos.
—¡Vesemir! —insistió Geralt, le zarandeó por un hombro hasta que alzó hacia él una mirada abatida—. Lo supe, noté que algo no iba bien contigo desde el momento en que oíste el nombre de este maldito pueblo. —Los ojos dorados del maestro brillaron con un poco más de intensidad—. No, no me callaré, viejo. ¿Crees que no advertí las señales? Primero, tuviste la intención de hacer oído sordo a la mención del dinero. Luego, quisiste sabotear el trato, al no regatear. No, viejo, no, no me vengas con esa mirada; sé bien que no lo hiciste para conseguir un mejor precio. Luego observé cómo mirabas a la puerta cada vez que se abría, y ahora… esto. Hay que ser idiota para no sumar dos más dos. —Geralt miró el nombre escrito en la lápida—. ¿Quién era ella, Vesemir?
El maestro brujo separó ligeramente los labios, los volvió a cerrar y abrir; cuando parecía que las palabras por fin salían de su garganta, oyeron el crujido de una rama seca a sus espaldas.
De inmediato, Geralt desenvainó y dio media vuelta, con un giro que lo apartó de Vesemir. El viejo, a pesar de su pesadez, se incorporó ágilmente al tiempo que sacaba de la vaina su espada de plata.
Pero, al ver qué era lo que había producido ese sonido, Vesemir quedó petrificado, y la empuñadura resbaló de su mano temblorosa. Era una mujer, joven, aunque no tanto como su pupilo. Su piel era pálida, muy pálida, y se veía fría al tacto; el viejo sabía que lo era. Sus ojos eran pequeños y redondeados, hundidos en la sombra de las cuencas, al acecho para brillar en el momento adecuado; el viejo sabía de lo que eran capaces. Su cabello, del color de las avellanas, le caía suelto sobre los hombros; el viejo sabía que olían a fresno, a pino, a la frescura del bosque.
—Lena… —balbució Vesemir.
La joven dio unos gráciles pasos hacia él, sin despegar la vista de sus ojos amarillos.
Geralt, oyendo el mismo nombre que había leído en la lápida, ató cabos rápidamente y se interpuso entre su maestro y la desconocida.
—Apártate, lamia —espetó, autoritario—. Esta es una hoja de plata.
La joven se detuvo, sin mostrar miedo ni intranquilidad.
—Ambos os apresuráis a darme un nombre —dijo—. Thina es que me llamo, y soy más humana de lo que sois vosotros. —Se adelantó, paso a paso, alargando la mano hacia el pupilo. Geralt adelantó la espada; ella, en lugar de detenerse, apoyó sus dedos sobre la hoja de plata—. Lo veis, brujo. Humana soy.
Geralt, sorprendido, apartó la espada de forma brusca, descuidada, el filo rasgó la mano de la joven. La muchacha, soltando una exhalación de dolor, se echó atrás y cayó sentada sobre la hierba.
—Discúlpame —balbució el pupilo, envainando y dando un paso hacia ella—. No quise hacerte daño.
La muchacha se cubrió la herida con la manga de su vestido, la apretó con su otra mano.
—Está en vuestra naturaleza el hacer daño, brujo. Sois incapaz de controlarlo. No puedo culparos por ello.
—Déjame ver la herida…
—No es nada. Solo un arañazo.
—Pero…
—¿Cómo os llamáis, brujo?
El joven pupilo se echó hacia atrás, sorprendido por la repentina pregunta.
—Geralt. Geralt de Rivia. —La muchacha miró al viejo, que aún la miraba a ella como si viera un fantasma—. Él es Vesemir.
Hubo un momento de silencio.
—Su nombre lo conozco —dijo la joven, sombría—. Ella dijo que algún día vendría, que alguna vez tendría que enfrentar su pasado.
El pupilo frunció el ceño, miró a uno y al otro alternadamente.
—No entiendo nada de lo que sucede —dijo, molesto—. ¿Cuál de los dos va a explicármelo? ¿De quién es esta tumba?
La muchacha miró los ojos dorados del joven albino.
—Aquí, brujo, yace mi abuela.
El viejo maestro dio unos pasos temblorosos, se sentó sobre la piedra de otra tumba.
—¿Vesemir?
—Aquí, Lobo, yace la mujer que me enseñó que un brujo jamás debe enamorarse.
Geralt dudó, no supo qué decir, fue salvado del apuro por el cercano aullido de un lobo. Y luego por otro, y otros más, provenientes de todas direcciones. De pronto, mientras giraba sobre sus pies, vio aparecer a uno en lo alto de un pequeño montecito. Los ojos dorados del brujo se cruzaron con los ambarinos del lobo, así permanecieron durante un minuto entero; algo vio Geralt en ellos que le llevo a desenvainar la espada de acero.
—Será mejor que dejes el chocheo para después, viejo —dijo—. No, muchacha, no te levantes; es tarde para correr. Quédate allí, tendida, y no te muevas hasta oír mi permiso.
Vesemir se incorporó, sacó su espada, avanzó unos cinco pasos en la dirección contraria a la de su pupilo, dejando a la joven en medio de ambos.
Los lobos aparecieron en dos grupos, se acercaron despacio a uno y a otro, cautelosos. Los brujos los midieron con la mirada, con el ceño fruncido; al ver que no se detenían, el viejo alzó la voz para espantarlos, el joven pupilo pateó una pequeña piedra en su dirección. Ni una cosa ni la otra funcionaron. Los lobos, más temerarios de lo normal, estaban decididos a atacar.
Geralt esquivó la primera embestida con un pequeño salto a la izquierda, respondió con un revés lateral desde el codo, el animal aulló al ser alcanzado en un costado. De inmediato, el joven brujo adelantó el pie izquierdo, se afirmó en la tierra y, aprovechando el impulso inicial, lanzó una estocada al frente: la espada entró por las fauces abiertas del segundo lobo. Pero aún tenía otro par delante.
Vesemir se movió lateralmente, con pequeños pasos, expectante ante los tres animales que intentaban arrinconarle. El primer lobo, que se le abalanzó con un salto, murió antes de tocar el suelo. El segundo perdió la cabeza, tras un quiebro y un descendente golpe vertical. El tercero, más astuto, atacó por un flanco y logró aferrarse a la pierna del viejo, mordiendo con rabia. Vesemir soltó un gruñido, intentó quitárselo de encima a la fuerza, no pudo. Halló otro modo: dibujó la señal de Igni con los dedos y le quemó los ojos. El lobo aulló, lo soltó, corrió sin rumbo, se dio de morros contra una lápida. El viejo no le dio la oportunidad de volver a incorporarse.
El último de los siete lobos optó por escapar; Geralt fue detrás, gritando, azuzando su huida. Regresó al cabo de un momento.
—No volverán a fastidiarnos —dijo.
Vesemir renqueó hasta una tumba, miró la herida de su pierna, hizo una mueca. Maldiciendo entre dientes, sacó un elixir de su cinturón, lo destapó con la boca y echó el líquido sobre los agujeros dejados por los colmillos del lobo.
Geralt se abstuvo de decir algo, siguió caminando poco más allá, le tendió la mano a la muchacha.
—Ya puedes abrir los ojos.
La joven obedeció, se dejó ayudar para ponerse en pie, juntos regresaron hasta donde estaba Vesemir; el joven pupilo se extrañó al verlo carcajeando por lo bajo.
—Viejo, ¿se puede saber de qué te ríes?
El brujo maestro rio con más fuerza. Geralt, confundido, se tocó el cuello en busca de algún chupetón, luego observó su jubón, contando los botones. Los lobos no lo habían tocado, lo sabía. De pronto oyó una risa a sus espaldas; al girar, vio a la muchacha llevarse la mano sana a la boca para sofocar la risa.
Instintivamente, Geralt se llevó ambas manos al trasero. Y, terriblemente avergonzado, entendió las risas. Uno de los lobos le había arrancado un trozo de pantalón, dejándole buena parte del trasero al descubierto.
—Perra suerte —masculló.
—Desde esta perspectiva se te ve mucho más vulnerable —dijo Vesemir, aun sonriendo.
El joven pupilo se apartó de un salto, cubriendo su retaguardia.
—¿Para dejar de mirar culos no eres lo bastante viejo, eh? —espetó Geralt, buscando recuperar algo de dignidad—. ¿Se lo has mirado a ella también? —Vesemir se puso rojo como la grana, ahora el que rio fue él—. ¡Ja! ¿Qué, viejo, ya no dices… y cómo?
Ya no se habló, pero el joven brujo siguió sonriendo en todo el viaje de regreso; eso sí, con la precaución de ir siempre en la retaguardia.
IV
La muchacha aspiró entre dientes, tensó los músculos del brazo que tenía alargado sobre la mesa de la posada.
—Tranquila —dijo Geralt, dando otra puntada con la aguja—. Ya casi está.
Tras un gesto con la cabeza del joven pupilo, Vesemir llenó un vaso con el líquido de la botella que tenía delante y se lo alcanzó a la muchacha.
—Bebe —dijo el viejo—. Te ayudará.
Thina aceptó la jarra, bebió un poco, tragó con una mueca. En ese momento, Geralt dio la última puntada y cortó el hilo.
—Procura que no salten los puntos —pronunció el pupilo. La muchacha se miró la mano con cierta tristeza—. La cicatriz se irá. Hum... lo siento.
—Lo habéis repetido ya cinco veces, brujo. Y a la primera he dicho que os perdono. De no haber sido por vosotros, esos lobos… —Fue incapaz de terminar la frase—. Gracias.
Geralt miró a su maestro, Vesemir no le prestó atención; tenía ojos solo para la muchacha.
—Viejo —dijo el joven pupilo—. ¡Vesemir! Su puta madre, estoy hasta los huevos de verte distraído como un quinceañero. Ya basta de tanto silencio. Suéltalo. Pregunta lo que te dé la gana. —Amagó a incorporarse—. ¿Quieres que me vaya? ¿Tan poca confianza tienes en mí como para…?
—Calla, Geralt —lo cortó Vesemir, brusco. Lo miró a los ojos—. Y quédate. Quédate, Lobo, mereces escuchar. Tienes razón, esto no puede seguir así. Tú…, muchacha, ¿sabes…?
—Lo sé —dijo la joven—. Mi abuela me contó muchas veces la historia del brujo que llegó cierta vez al pueblo, con la misión de cazar un… uno de esos…
—Un wyverno —pronunció el viejo maestro, asintiendo con la cabeza—. Sí… mi primer wyverno. Han pasado ya… demasiados años. Demasiados como para ser preciso. Llegué aquí en otoño, justo como ahora, solo. Era poco mayor que tú, Lobo. —Vesemir exhaló, negó con la cabeza—. Nada parecía indicar que fuera un contrato distinto al resto; nada, hasta que en una de mis conversaciones con el estarosta, vi a su hija. —Al viejo se le iluminó el rostro al recordar aquel momento—. Ella era… igualita a ti, muchacha. Perdí la cabeza por ella… ay, la juventud…. —Vesemir miró a su pupilo, Geralt movió arriba y abajo la cabeza—. A partir de entonces, yo encontraba cualquier excusa para visitar al estarosta, para verla a ella. Un día, al salir de la casa, me interceptó a escondidas y dijo: “Brujo, he visto con qué ojos me miráis. ¿Soy, acaso, un monstruo peligroso?”. Y yo le respondí…
—“No lo sé —siguió la joven muchacha, recordando las palabras de su abuela—. Tu voz es como la de las sirenas, por la que los hombres son capaces de arrojarse al océano. Tu piel es delicadamente pálida, y… está fría, como la de los vampiros. Y tus ojos, me han hipnotizado desde el primer momento en que te vi. No sé, muchacha, qué clase de monstruo eres: no apareces en ninguno de los libros de mi hogar.”
Vesemir asintió, ni él lo hubiera recordado con tanta precisión.
—¿Y qué respondió ella, viejo? —preguntó Geralt.
—“Soy el monstruo para el que nadie está preparado, ni siquiera vos, brujo”. —Vesemir tragó saliva—. Luego me besó en los labios y dijo: “Soy… una mujer”.
Geralt se tensó, recordando las palabras de la joven misteriosa con la que se encontraron en Calsgon. Aún las tenía presentes como si fuera ayer, incluso algunas noches las repetía mentalmente antes de echarse en el jergón y dormir. No te asustes, brujo, le había dicho, por el movimiento de tu colgante. No soy una lamia, ni una ninfa. Sólo soy… una mujer.
Ambos brujos bajaron la mirada, pesarosos por el recuerdo.
—Lo que vivieron a partir de allí… mi abuela jamás os olvido, maese brujo. Jamás.
Vesemir soltó un largo suspiro.
—Yo sí —confesó—. Yo sí la olvidé. Tuve que hacerlo. Porque yo soy…
—Un brujo —concluyó Geralt—. Y un brujo debe amar a las mujeres, pero no enamorarse: a nosotros no suele salirnos bien.
V
Poco después del amanecer, los brujos llegaron al abandonado campamento de leñadores.
Poco tardaron en encontrar el cadáver. Debía de ser, sin duda, el tipo que Eybald había mandado a por el cofre de los salarios, ese que les mencionó en una de sus repetidas charlas. De hecho, el pequeño cofrecito yacía poco más allá. Geralt se acuclilló junto al desafortunado, Vesemir esperó su examen.
—Cuatro grandes arañazos en la espalda; penetraron la tela, también la carne. Garras largas en un brazo poderoso. —Frunció el ceño—. Hum, tierra removida junto a los pies y las manos, el hombre luchó por zafarse. —Señaló con la cabeza—. Mordida en la carótida. No tuvo oportunidad.
El viejo brujo caminó unos pocos pasos, mirando la hierba aplastada, se acuclilló junto a una porción de tierra desnuda.
—¿Un oso? —preguntó el joven pupilo, siguiéndolo.
—Uno macho —respondió Vesemir. Se incorporó, miró alrededor—. Busquemos bien, Lobo. Pero atento, vendrá a por nosotros.
Se separaron, aunque se mantuvieron siempre a la vista del otro. Caminando lentamente, con la vista, el oído y el olfato bien alertas a cualquier cambio, revisaron cada porción del campamento. Sin embargo, fue su sexto sentido el que captó algo: el medallón. Ambos sintieron las vibraciones al mismo tiempo, de inmediato se buscaron con la mirada. Asintieron en silencio, desenvainaron sus espadas de plata, volvieron a avanzar con la vista puesta en la pequeña estribación rocosa que aparecía más delante.
Los medallones se agitaron cada vez con más insistencia, los brujos los sostuvieron con las manos para evitar el roce del metal contra el cuero. De pronto, Geralt captó varios olores. El de los orines, el de las heces, la humedad. Y, por encima de estos, uno que conocía bien: el de la sangre.
Se detuvo, clavó la mirada en su maestro; Vesemir, como si pudiera percibirla, giró la cabeza hacia él. Geralt se tocó la nariz con un dedo, el viejo lo entendió en el acto, aspiró con fuerza, lo miró y señaló con la mano enguantada. El joven pupilo también la veía ahora: una cueva al pie del pequeño montecito.
Continuaron hasta llegar a ella.
El hedor se hizo más notorio al estar junto a la entrada. Los brujos asintieron uno hacia el otro, luego Vesemir se adelantó para tomar la iniciativa. Geralt lo cogió del hombro, negó con la cabeza; el viejo maestro entendió sus dudas y, de hecho, sonrió. Está aprendiendo, pensó. Ya no le importa que pueda molestarme; pone la seguridad ante todo, pronto será un verdadero brujo. Y, con cierta pena, se le pasó por la cabeza la idea de que poco tiempo más necesitaría pasar junto a él. Con una sombra de tristeza en el rostro, el viejo se hizo a un lado y le dejó pasar.
Se internaron en la oscuridad con la frente en alto y la espada a un lado, sus pupilas se adaptaron con rapidez al cambio de luz. El espacio para moverse era el suficiente para no sentirse incomodos, con unos tres pasos de ancho y unos dos metros y medio de alto. El oso, si era eso lo que les esperaba más adelante, no debía tener dificultades para entrar y salir por allí.
Los brujos, sin embargo, tenían la esperanza de hallar dormida a la bestia. Y, por ello, el rumor de unos rápidos pasos, acompañados de una respiración briosa, de soplidos y bufidos, fue tan repentino e inesperado.
—¡Ahí viene! —gritó Geralt y, afirmando los pies, adelantó la hoja de su espada.
—¡No! —exclamó Vesemir, pero fue demasiado tarde.
La enorme masa peluda emergió delante con la velocidad y potencia de un carro tirado por caballos, con la cabeza gacha los embistió. El joven pupilo sintió la hoja de su espada quebrarse, las muñecas se le torcieron, el gavilán de la empuñadura fue a parar directo a su mentón. Luego, en una fracción de segundo, la poderosa mole le dio de lleno en la boca del estómago, lo envió hacia atrás como un muñeco de trapo. El viejo maestro, que había anticipado esto, detuvo a su pupilo frenándolo con su propio cuerpo y se arrojó al suelo hacia un lado, abrazándolo. De esta manera, consiguieron evitar ser aplastados por el oso, cuyo cuerpo sin vida se arrastró por la cueva varios metros antes de detenerse.
—Maldita sea —gimió Vesemir, soltando a Geralt para luego arrastrarse sobre su trasero hasta la pared de piedra—. Si serás tonto, cómo pensabas… —le dio un ataque de tos— frenarlo con la espada. —El viejo escupió a un lado, masculló al ver el color rojo—. ¡Ey, levanta, dormilón!
Alarmado al ver que su pupilo no se movía, se movió a gatas hasta él, le zarandeó por el hombro. Nada.
—¡Geralt! ¡Geralt! —La voz de Vesemir sonó extrañamente aguda. Trago saliva, con la mano temblorosa y el corazón en un puño le apoyó dos dedos en el cuello. Soltó un suspiro: respiraba—. Maldita sea, Lobo, despierta.
Tras varias bofetadas y sacudidas, su pupilo gruñó, abrió poco a poco los ojos, se sentó y tosió como un perro enfermo.
—Su puta madre —masculló luego—. Vesemir, mi espada…
—Sí, Lobo, se quebró.
—Vesemir, tú me la diste, fue tuya…
—Era solo una espada —lo cortó el viejo brujo. Le tendió la mano—. Ven, arriba, aún hay trabajo que hacer aquí.
Geralt se dejó impulsar hasta ponerse en pie, miró hacia la salida de la cueva y avistó al robusto animal, tendido boca abajo en la piedra.
—Un oso común y corriente —dijo Vesemir, sin mirarlo.
Sabía que su pupilo había esperado ver a un cambiaformas. El joven brujo advirtió que su medallón aún vibraba.
—Viejo…
—Sí, Lobo. Veamos qué es lo que está incitando a estos animales a actuar de manera por demás agresiva.
Recorrieron el pasaje aún en estado de alerta; Vesemir tomó la delantera ahora, el joven pupilo le siguió sacando de la vaina su espada de acero. Poco después llegaron a un espacio bastante más amplio; allí, el olor que habían percibido en la distancia era nauseabundo.
Vesemir avanzó, se detuvo ante un cúmulo de huesos esparcidos sobre sangre seca; se acuclilló, apoyándose en la espada, para examinarlos con detenimiento. Geralt pasó junto a él, con la vista fija en un solo punto al final de la cueva, se plantó al llegar allí. Lo que veía era una pila de rocas bien dispuestas, la que estaba por encima era casi perfectamente plana; sobre esta había un corazón de gran proporción, que el brujo identificó como de vaca, y una cornamenta. El medallón de plata se agitaba en su mano, descontrolado.
—Un leshen —dijo Geralt, seco, percibiendo el acercamiento de su maestro.
—Lo que temía —bufó Vesemir—. Perra suerte. Alguien lo ha despertado, seguramente un leñador. —Masculló algunos insultos por lo bajo.
—¿Qué hacemos, viejo?
—Nuestro trabajo, Lobo. Sabes qué ha de hacerse.
El joven pupilo asintió y envainó la espada, se puso en cuclillas. Miró a su maestro, que se cruzó de brazos; Geralt hizo mueca de resignación, luego otra de asco al alargar las manos hacia el corazón para cogerlo cuidadosamente.
—Hay que encontrar los otros dos tótems —dijo Vesemir—, para así quemar los tres corazones juntos. Es la única manera de que aparezca el Espíritu del Bosque. Vamos, hay trabajo que hacer.
VI
Y lo hicieron. El segundo corazón, el de un lobo, lo hallaron en el cementerio, tras una búsqueda minuciosa. El tercero, el de un hombre, lo encontraron cerca del pequeño lago, tras haber averiguado de boca de testigos, y del propio Eybald, otro de los sitios donde ocurrieron la mayoría de los asesinatos.
Ahora ambos brujos se encontraban en medio del bosque, en un amplio claro. Geralt iba y venía, pasando la mirada a través de los troncos de los árboles que los rodeaban, prestando oído a algún sonido delator.
—Lobo…
Vesemir estaba de rodillas, justo en el centro de un círculo de viejos monolitos. Tenía en sus manos una pequeña pala y cavaba lentamente con ella. Aunque le daba la espalda a su pupilo, oía perfectamente sus pasos sobre la hierba. Y le fastidiaban.
Geralt se detuvo un momento, miró al viejo y gruñó algo, siguió caminando arriba y abajo. Se sentía inquieto, y era entendible: su espada de plata se había quebrado, y ahora portaba una segunda que su maestro llevaba, por si acaso, en su caballo; la hoja era más corta y ancha, la empuñadura tenía cuatro pulgadas más de largo, y el pomo pesaba unos cien gramos menos. En definitiva, no era su espada. Y le fastidiaba.
Pasaron pocos minutos antes de que el viejo brujo dejara a un lado la pala. Entonces cogió del suelo el morral, metió la mano dentro y sacó uno de los corazones. El de vaca. Murmurando unas palabras ininteligibles, lo dejó en el pequeño agujero que acababa de excavar. Mirando de soslayo, el joven pupilo le vio repetir el procedimiento una segunda vez, y una tercera.
—¿Lobo?
—Listo.
Vesemir asintió y, sin demorarse más, dibujó la señal de Igni; mientras los corazones ardían lentamente, los cubrió de tierra valiéndose de ambas manos.
El viejo maestro se incorporó, salió del círculo de piedras, se unió a su pupilo. Ambos sabían que algo sucedería, mas solo uno conocía bien qué. Pero se equivocaba.
Se oyó un chillido, largo y estridente, los brujos arrugaron el rostro ante la molestia por dicho sonido. Se detuvo. Se hizo el silencio, todo el bosque parecía haber sido paralizado en el tiempo. Pero los brujos captaban un sonido muy bajo, casi inaudible, que, sin embargo, iba haciéndose cada vez más notorio, hasta que no les quedaron dudas de que se trataba del golpeteo rítmico de unos tambores. Se acercaba.
De pronto, un aullido cortó el aire. Y, enseguida, otros sonaron como respuesta. Después, llegó a sus oídos el rumor de pasos rápidos.
No, pensó Geralt, mirando a un lado y a otro. No son pasos, es la carrera desenfrenada de numerosas patas.
Lo era.
Vesemir, con la cabeza ligeramente ladeada, intentaba oír más allá de lo evidente. Y lo hizo: crujidos, ramas agitándose, el bufido de un cuerpo inmenso corriendo a toda prisa. En ese momento, escuchó un rugido largo y grave, inconfundible para sus oídos.
No, pensó Vesemir, dando un paso atrás. No corre como un demonio. Es un demonio.
—¡Corre! —gritó el viejo maestro, y, sin demorarse un solo instante, se lanzó a la carrera.
Geralt no hizo preguntas, no dudó, echó a correr tras él.
Si alguien hubiera estado observando allí, oculto tras los árboles, habría reído a carcajadas al ver a aquellos dos hombres correr como si el diablo les siguiera detrás con su tridente. Incluso puede que le hubiera gritado ¡corran, gallinas, corran! Pero a ese alguien la risa se le hubiera cortado de cuajo, con un chasquido de dientes, al ver a la criatura cornuda, corpulenta como una posada, que emergió del bosque y apareció en el claro, corriendo a cuatro patas hacia los dos desconocidos. Y ese mismo alguien, seguramente hubiera trepado al árbol más cercano al ver la jauría de lobos que llegó un instante después, al ver a los ciervos, al oso, a la criatura que iba detrás de ellos, flotando, sin tocar el suelo, tocando un tambor con unas manos huesudas. Y ese fisgón, sin duda, se hubiera sorprendido al ver el fuego que brotó de las manos de los dos hombres, al ver como se movían, esquivando, rodando, saltando, tajando con sus espadas. Incluso puede que hubiera gritado ¡luchad, valientes, luchad!
Pero los brujos hicieron ambas cosas. Lucharon, y luego corrieron desenfrenadamente por el bosque.
VII
—¡Brujos! —exclamó Eybald al verles entrar en la taberna. Alzó una mano—. ¡Aquí, brujos, aquí! Por fin habéis vuelto.
Geralt se acercó al enano con ganas de beber una cerveza, la necesitaba luego de la loca huida.
—¡Tabernero, traed otra jarra para el mozo brujo!
El joven pupilo agradeció con una inclinación de cabeza, se sentó en una de las sillas y miró a un lado, esperando ver a Vesemir acomodarse en la suya. Sin embargo, al hacerlo, vio a su maestro remontando a toda prisa los escalones hacia el piso superior. Frunció el ceño al ver que entraba en la habitación.
El tabernero dejo la cerveza sobre la mesa, el brujo cogió la jarra y dio un largo trago.
—Estáis más magullado que mujer de borracho —dijo el enano, dándole una ojeada—. Una buena habéis tenido en el bosque, ¿verdá?
El joven pupilo asintió sin mucho interés en la conversación, miró hacia la barandilla del balcón interior.
—Hum, ¿discutisteis con el viejo? Creedme, sé lo duro que es ser mozo y tener que hacer las cosas según las costumbres de los viejos. Jamás quedan satisfechos. A mí me pasó, brujo, con mi apá, siempre dando el coñazo, que si esto, que si lo otro… que las malvas le sean más agradables, al hijoputa.
Geralt se rascó la mejilla, preguntándose si había hecho algo para molestar a su maestro.
—Bueno, qué más da —gruñó Eybald tras un momento de silencio, encogiéndose de hombros—. A lo que nos atañe. A decir verdá, brujo, no creí que vosotros, cazamostros profesionales, fuerais timoratos a la hora de cobrar la pasta.
—¿Timoratos?
—Cohibidos, brujo. Mirad, habéis llegado hace minutos a la taberna, y todavía ná decís de la paga. Y eso que si estáis aquí, es porque a esa criatura muerte distéis. ¿Me equivoco, brujo?
Geralt escuchó el rechinar de una puerta, luego el pequeño golpe al cerrarse. Alzó la mirada, vio a su maestro caminar hacia las escaleras y descender pesadamente. Traía a cuestas el equipaje de ambos.
—¿Qué sucede, maese brujo? —preguntó el enano—. ¿Pulgas? ¿Chinches? ¿Hormigas? ¡Posadero! —El ventero se personó enseguida—. ¿No te he dicho yo que a los brujos buena cama des? ¿Qué nada de esos colchones lleno de bichos que les das a los mequetrefes?
—Caso le hice, don Eybald, si la habitación…
—¿Y por qué, entonces, el brujo los bultos al hombro trae?
—Porque nos vamos ya mismo —le respondió Vesemir, echando sobre los muslos de su pupilo parte del equipaje.
—¿Ya ves? —dijo el enano, mirando al ventero—. Porque… —giró repentinamente hacia el viejo—. ¿Porque qué?
—Nos vamos —repitió Vesemir.
—¿Os vais? —chilló Eybald.
—¿Nos vamos? —se sorprendió Geralt.
—Nos vamos.
—Viejo —gruñó el joven pupilo—, el leshen aún está en el bosque, no podemos irnos ahora que…
—Aguardad, aguardad. —El enano se mesó la barba con fuerza—. ¿Queréis decir que… a la bestia no habéis matado todavía?
—Y no lo haremos —añadió Vesemir, con el gesto duro como piedra—. Ese leshen es poderoso, don Eybald, por sí solo vale más que setecientos marcos. Mucho más. Y solo no está, precisamente: tiene una demonibestia bajo su control.
—¡Pamplinas! Brujo, yo no os pagaré más que…
—Y por eso nos vamos. —Vesemir sacó de su abrigo un rollo de pergamino, lo acercó a la vela que había sobre la mesa, el papel comenzó a arder—. Ya no hay contrato. Lobo, andando.
—Pero…
—¿Os vais así como si así? —El enano se incorporó de un salto, enfrentó cara a cara al viejo brujo—. No os creí cobardicas, pero por lo visto ná de ná conozco de vosotros, cazamostros de cuarta. Huid, huid con la cola entre las patas, merecéis de sobra la fama que os precede.
Geralt se puso en pie, se cargó al hombro sus bolsos.
—Que tenga buena suerte, don Eybald —dijo Vesemir, antes de echar a andar hacia la puerta—. Pronto vendrá otro brujo, puede que más. Si la tiene, uno de ellos será un brujo en apuros.
El enano escupió al suelo.
—Ya sabía yo que un brujo bueno, es un brujo con hambre. Los demás sois sanguijuelas que chupan dinero.
Vesemir se dio la vuelta, atravesó la estancia con paso tranquilo, sin girar la cabeza ni una vez. Geralt tampoco lo hizo.
Mientras cargaban el equipaje a lomos de sus monturas, ya en el establo, sus miradas se encontraron.
—Vesemir… ¿por qué?
—Sabes que no mentí ahí dentro, Lobo.
—El dinero… Vesemir, demonios, sabes bien qué ocurrirá con ese cementerio si no se elimina al leshen. Sabes bien qué criaturas rondarán por allí.
—Lo sé, Lobo —contestó el viejo.
La conversación se interrumpió mientras el maestro brujo sacaba su caballo a la intemperie. El joven pupilo lo alcanzó poco después.
—Vesemir. Esa mujer, Lena, sus restos…
El viejo brujo montó a su animal.
—Son solo restos, Lobo. No más. —Soltó un suspiro—. Matar monstruos es nuestro trabajo; no lo hacemos por bondad, por aburrimiento, o por complacencia. No lo hacemos porque nos guste. El dinero, Geralt. Eso es lo único que tiene peso en nuestra balanza. La amistad, el amor, la justicia; es aire para nosotros. Óyeme bien: el precio del contrato, Lobo, es el valor que le damos a nuestro pellejo, no al del monstruo.
Dicho esto, el viejo maestro pateó con los talones al caballo y partió en una lenta caminata. Geralt lo siguió, pensativo.
En la salida del pueblo, una mujer les salió al paso.
Vesemir detuvo a su caballo.
—Os vais, brujos. No era mentira. Y no lo entiendo… Mi abuela, Vesemir, tu… Lena, no tendrá el descanso que se merece en ese lugar. ¿Acaso de nada os valen vuestros recuerdos?
El viejo maestro apretó con fuerza las riendas, tragó saliva, se mordió la lengua. Pero tenía que decirlo, un verdadero maestro predica con el ejemplo.
—De nada, niña —dijo—. Los recuerdos son aire para mí.
Y sin decir más, los brujos se marcharon del pueblo.Viviendo a la sombra del destino.