El Traidor de Koralia
Capítulo 2: El Niño de las Tres Mentiras
17 años antes.
Descubrir que tus padres no te quieren, es algo difícil de asimilar para un niño. Okanu a sus trece años ya no lo era, pero lo había sido; y como otros muchos infantes tirados por las calles de Ambaria, había sollozado inconsolablemente, noche tras noche, tan solo abrazado por los espinosos lazos de la desdicha.
La mayoría de los niños a diferencia de él, eran huérfanos. Por vergüenza comenzó a decir que él también lo era. Esa fue su primera mentira, era más fácil vivir pensando que no tenía padres como los otros chicos, que asumir que los tenías y te rechazaban. Lo más duro era pasear por la Vía Roja, principal calle de Ambaria, donde los estandartes granates de los comercios y tiendas marcaban en letras doradas sus rentables oficios. Era duro avanzar por esa senda pavimentada y rebosante de vida, pero más difícil era girar tu vista hacía aquel tapiz con una hogaza de pan dibujada. Era tremendamente duro pasar de largo viendo como tus padres, panaderos de oficio, de saber te tu presencia no ofrecerían ni unas migajas a su propio hijo hambriento. Pero Okanu se decía que no los necesitaba, ni a sus padres ni a sus hermanos, los cuales sí eran aceptados. Había aprendido una dura lección a una pronta edad, sí quieres algo tienes que cogerlo; esa fue la segunda de las mentiras.
Toriko, su compañero de escondrijo y pillaje, era el único que conocía la verdad sobre los padres de Okanu. Contárselo fue un error que no repetiría, puesto que entre los ladronzuelos no existía verdadera amistad. Era un joven hablador y mucho más risueño que Okanu, tal vez porque no había conocido a sus padres, y Okanu consideraba que uno no puede lamentarse de perder la dicha que no ha conocido. El joven trataba de incitar a Okanu a que pidiera limosna frente a la panadería familiar. Toriko era un joven inteligente, sabía que los padres de Okanu jamas lo alimentarían de buen grado, pero tal vez, sí lo harían por la vergüenza que supondría tener a su propio hijo de rodillas frente a sus puertas, con una multitud para comprobarlo. Pero Okanu, pese a que se consideraba un pillastre y mendigo como los demás, creía tener algo de lo que los otros jóvenes carecían, el orgullo. Esa era su tercera mentira.
Tres mentiras con las que trataba de engañarse a si mismo por encima de todo lo demás. Okanu seguía teniendo padres aunque lo ocultara, Okanu sabía que estaba mal coger lo de los demás. Y Okanu en el fondo de su interior, sabía que los niños de la calle carecían de orgullo; en cambio, tenían tres cosas verdaderamente importantes: hambre, soledad y miedo.
—Hazlo, insisto. Hazlo, hazlo, hazlo y hazlo.
Okanu suspiró orgulloso, pese a que era consciente de que la idea de Toriko probablemente funcionaría.
—No lo haré, no suplicaré por una hogaza de pan en medio de la Vía Roja.
—Tienes razón, suplicaras por media, no olvides que la idea es mia. Y alégrate de que me quede la mitad, por lo menos tengo el doble de hambre que tú.
—Tiene sentido, también estas el doble de gordo. Estoy seguro de que eres el único mendigo gordo de todo el Archipiélago Ambarino.
Toriko se miró de arriba abajo y finalmente esbozó una sonrisa autosuficiente mientras se palpaba la panza con jubilo.
—Mi gordura es la razón por la que deberías hacerme caso, tú lo has dicho, estoy bien alimentado, eso demuestra que mis ideas funcionan.
—Te lo he dicho, no pienso suplicar… pero tal vez podríamos coger dos hogazas… o más, y así ya no habría que partir una.
Toriko le miró como si lo hiciese por primera vez, con el regordete rostro visiblemente asustado.
—Dicen que a Ake le costó la mano. Si robamos en la Vía Roja nos castigaran con severidad, todo el mundo lo sabe. En otros sitios hacen la vista gorda, pero ahí… —dijo señalando la calle que se abría ancha y reluciente ante sus ojos— ahí vienen gentes de todas partes, al final de esa calle esta la residencia del Áker de Ambaria, siempre hay gente importante yendo y viniendo…
—Para ya, ¿en serio me estás diciendo que eres un cobarde? Recuerda que los panes que hacen ahí no son como los del puerto, no llevan trompicones de sal por el medio… ni piedras. He oído que incluso son dulces.
—¡Mientes!
—Dulces…
Toriko tragó saliva y luego bufó despectivo.
—Sé lo que intentas… convencerme por el estomago.
—Que otra opción tengo si no tienes cerebro —le dijo mientras le sacudía el cabello, tan rubio como el suyo propio—. Venga, confía en mí, ya se me ocurre un plan.
Era cierto, algo había pensado, el riesgo no debía de ser muy grande. Toriko tenía razón en una cosa, que fueran sus padres le daba cierta ventaja.
Avanzaron sombríos por la adornada calle. Las gentes con las que se cruzaban, en su mayoría destacaban por vestir el tradicional Armek, una prenda holgada y granate que cubría por completo el cuerpo de los varones. En las mujeres en cambio la tela era más anaranjada y desaparecía en la zona del ombligo y se ensanchaba en una holgada falda hasta los tobillos. Esas prendas eran tradicionales, pero solo los vestían los verdaderamente pudientes.
Igualmente multitud de orfebrerías triunfaban, con clientela que se arremolinaba en un constante entrar y salir. Era una de las señas del Archipiélago, sobre todo de la isla de Ambaria, las joyas que allí se trabajaban, las vestían en innumerables reinos, de los que Okanu apenas sabía más que su mera existencia. Había oido hablar de otros rateros que habían probado a robar joyas, pero Okanu sabía que no merecía la pena el riesgo. Para venderlas necesitarías contactar con alguna banda, y se decía que pagaban en hogazas de pan… Okanu lo tenía claro, mejor robar el pan directamente y ahorrarse los desagradables intermediarios. Por desesperación había pensado en unirse a una, sobre todo antes de mudarse a Ambaria, cuando vivía en Iktar, pero sabía que corría menos riesgo por su cuenta; aunque por supuesto, también pasaba más hambre.
En los ocho meses que llevaba en Ambaria había descubierto que sus padres seguían allí, frecuentando el buen negocio familiar. Ahora, había conseguido llenarse de valor para hacer algo más que pasar por delante de la tienda y echar miradas furtivas. Ahora les robaría a sus padres una insignificante parte de lo que le habían robado a él.
—Yo entraré —dijo cuando estaban ya a escasos pasos de la tienda.
Que el pan estuviese expuesto en el interior, era una seña en toda regla de que no se trataba de un negocio común. La mayoría de puestos de Ambaria se situaban al aire libre, algunos, los que tenían suerte, tan solo aprovechaban la protección de los pórticos de columnatas para resguardarse y no exponer demasiado la mercancía al sol y la lluvia. El resto, que era una mayor parte, se las arreglaban con toldos coloreados de amarillo claro; el color de las islas.
—¿Qué haré yo? —preguntó Toriko.
—Tu harás el robo en sí, yo los distraeré. Cuando veas que desaparecen del mostrador, entras como un cliente más —Toriko se miró sus ajadas ropas y alzó la vista con incredulidad—.No te preocupes, me aseguraré de que no hay nadie a dentro. Eso sí, cuando salgas, no corras o llamarás la atención.
—¿Y si me paran? —dijo con un hilillo de voz.
—Pues dices que es pan del días anteriores… si no cuela echa a correr —le dijo encogiéndose de hombros.
Okanu, no supo si Toriko estaba demasiado nervioso para hablar o todavía estaba decidiendo que hacer. Decidió que no le daría tiempo a una posible protesta, por lo que se encaminó hacia el negocio.
La puerta estaba completamente abierta. Era una invitación a entrar para cualquier cliente. Por supuesto, no para él. Aun así decidió no pensarlo más, se había acostumbrado a hacer las cosas que menos le gustaban con rapidez y eficacia, así pasarían antes, así no tendría tiempo de arrepentirse. Un joven de pelo rubio (y aunque alborotado como el suyo, se encontraba mucho mejor peinado), le dio una fría bienvenida.
—¡Padre! —gritó el muchacho.
La persona a la que Okanu recordaba apareció entre unas cortinas que servían de división. Era el hombre de siempre, mandíbula cuadrada, piel oscura y moteada, pero con hebras canosas que sustituían a su antaño dorado pelo.
—¿Tú? —casi palideció como si viera a un espíritu de esos de las leyendas.—. ¿Cómo… cómo te atreves a presentarte aquí?
—Soy tu hijo, por lo que veo mi hermano no necesita permiso alguno.
Su padre bufó con estupor.
—¡Tú nunca has sido mi hijo! ¿Qué es lo que quieres?
Comer y un poco de aceptación por tu parte, dijo para sí, puesto que la tercera de las mentiras evitaba que lo dijese en alto.
—Quiero algo de dinero a cambio de no quedarme a mendigar delante de tu puerta.
Su padre enrojeció de ira, titubeó por un instante y finalmente asintió comprensivo.
—¡Vente niño del maldito solsticio! Vente, te daré lo que pides y no volverás, ¿de acuerdo? —Okanu asintió tratando de demostrar dignidad—. ¿Lo prometes?
—Sí.
—Arno, vigila la tienda quieres —dijo dirigiéndose al muchacho, al que Okanu llevaría como mínimo un par de años.
—Que se venga también, es mi hermano, que sea testigo de mi promesa. Llama a madre también si lo deseas.
—Tu madre ya no esta entre nosotros.
Se le hizo un nudo en el estomago. ¿Cómo podía sentir tanto la perdida después de como le habían tratado? Recuperó el temple recurriendo a la primera mentira, él no tenía padres, para él habían muerto hace mucho.
Las paredes del edificio eran de piedra, por lo que la habitación era fresca. No así el suelo, surcado de tablones de madera. Su padre recogió un cofre bajo una de las tablas, no se molesto en evitar que Okanu lo viera, probablemente no volvería a guardarlo en aquel lugar. Del cofre retiró una única moneda de su interior. Era un Oko de plata, la moneda más alta de las islas. Por una cara se mostraba al enorme volcán y dios de su pueblo, Ukanakia; por la otra cara se mostraba la efigie del Principe de las Olas, soberano de todo el Archipiélago Ambarino. Era una importante suma de dinero para un vulgar niño de las calles, tal vez su padre en el fondo le quería… o eso querría creer
—Has hecho una promesa, ahora vete, y no vuelvas jamas a pisar esta tienda.
No, era imposible que le quisiera. Antes de dirigirse al exterior, miró hacía el mostrador, luego miró el Oko de plata. Su padre y su hermano todavía no habían cruzado la cortina, sin pensarlo dos veces, arrojó el Oko sobre una cesta bollos dulces. Entonces, ya sobre la Vía Roja, caminó erguido, pero inseguro. Orgulloso y estúpido de su reacción, con esa moneda podría haber comido un mes como mínimo. Aun así, lo que más le dolía era reconocerse el chantaje efectivo que su sola presencia había supuesto a su padre. Pronto divisó a Toriko temblando de arriba abajo mientras dos hogazas sobresalían por cada manga de sus harapos.
—Ha salido bien —dijo como si necesitase confirmarlo—. Aun no me lo creo, ha salido bien, bien, bien.
—Sí, supongo.
—Entiendo que tu padre se ha llevado una sorpresa…
El joven se interrumpió y se alzó de puntillas para mirar por encima de la multitud de cabezas rubias, entre las que solo contrastaban un puñado cabellos castaños.
—No, no, no…
—¿Qué ocurre?
—¡Un Kae! ¡Oh por Ukanakia! ¡Corre!
Okanu miró de refilón como un brazo desnudo y con adornos dorados se abría paso entre los viandantes. No fue algo que consideraran necesario discutir, los dos corrieron y se dispersaron. Entonces perdió de vista a Toriko… y al Kae. Cuando se sintió a salvo, se paro entre las oscuras paredes de un minúsculo callejón. Y respiró. Su pecho tardó en acostumbrarse a la nueva calma.
Más tranquilo ya, comenzó a buscar con la vista a su compañero. No se preocupó, pese a su peso, Toriko era increíblemente rápido. Pero pasaron los minutos, y comenzó a sentirse algo inquieto. Finalmente agobiado ya por la espera decidió caminar, aún consciente del riesgo, deshaciendo lo andado hasta llegar a la Vía Roja.
A su pesar, localizó al hombre que vestía el Armek tradicional, con característicos patrones de olas rojas claras, surcando la tela granate en varias franjas superpuestas. Portaba una espada con remate en espiral, que se balanceaba en su cintura, libre de funda. El brazo derecho al descubierto, dos brazaletes dorados adornando a diferentes alturas. Pelo negro moteado en tonos grisáceos, barba rala también grisácea, mirada severa en sus ojos oscuros. No era un nacido en las dos principales islas del Archipiélago, Ambaria y Ranían, donde la gente poseía el pelo y los ojos dorados. Pertenecía indudablemente a las islas menores, era el primer Kae que Okanu veía de esa procedencia.
Con su musculoso brazo descubierto, arrastraba al pobre Toriko cogido del cuello de sus harapos. El muchacho pataleaba sin soltar las hogazas de pan y el hombre lo zarandeaba en el aire por momentos, tratando de que se estuviese quieto. Okanu tragó saliva y se limpió el sudor perlado de la frente. No debía de ser fácil levantar con un brazo a un muchacho como Toriko.
Tenía que hacer algo, tenía que intervenir, lo que estaba ocurriendo era culpa suya, había sido idea de él.
—¡Espera! —gritó todavía sin ser consciente de lo que estaba haciendo.
El imponente hombre se giró despacio y habló con una voz controlada.
—Bien, creo que es a ti a quien busco en realidad, cierto panadero te ha acusado de un robo grave. Creo que no había advertido lo de estas hogazas.
—Déjalo ir a él, no puedes capturarnos a los dos a la vez. Además, fue idea mia —dijo mostrando un valor que desconocía tener, en ese momento no se sentía intimidado por las consecuencias, estaba haciendo lo que debía.
—Si lo dejara ir… ¿cómo sé que no trataras de huir de nuevo?
—Te doy mi palabra.
—La palabra de un ladronzuelo no vale nada.
Tenía razón, pero Okanu se había dicho así mismo tantas veces que robar era lo único que podía hacer por sobrevivir. Se había escudado en una mentira durante años. Solo entonces, delante de las consecuencias mismas de sus actos lo supo, siempre hubo otro camino… otro camino que no significara dañar a otros para su propio beneficio. La segunda mentira se disolvió entre sus dedos mientras cerraba sus puños.
—Ponme a prueba —dijo desafiante.
El Kae asintió, soltó al regordete muchacho tras asegurarse de recuperar las hogazas de pan. Le propinó una patada en el trasero como despedida justo cuando Toriko comenzaba la carrera. Huyó dolorido y hambriento.
Okanu en cambio se quedo allí de pie, esperando como había prometido. El Kae pareció sorprendido, aun así lo agarró por el cuello como había hecho con su compañero, pero con menos fuerza, tal vez porque él no trato de hacer resistencia. Le guió paso a paso hasta la panadería de su padre. Allí afuera, esperaba él con su malhumorado rostro cuadrado.
—Veo que sigue vivo —dijo con desdén.
—Me cree capaz de matar a un muchacho hambriento —dijo el Kae arrojando las hogazas al regazo de su padre, que las recogió con presteza.
—Han robado algo más que unas barras de pan, ¿cree que sino le habría llamado?.
—No hemos robado nada más —se defendió Okanu.
Su padre sonrió con astucia.
—Han robado un Oko de plata mi Kae. Lo he visto.
—No lo he robado, él me lo entregó, es… es… es mi padre —las palabras de la primera mentira se disolvieron en el aire, reconociendo la verdad más dura de todas.
Su padre enrojeció de ira como tantas otras veces había visto.
—Es un nacido del solsticio, no es mi hijo y jamas lo será.
—¿Le entregó usted el Oko o no? —preguntó el Kae con sosiego.
—Lo robó, ¿a quién vas a creer al pillastre o a mi?
El Kae suspiró, pero se volvió hacía Okanu.
—Dámelo, o tendré que arrancártelo yo.
—Él me lo dio, lo juro, pero no me lo llevé, no quiero nada que provenga de sus manos. Sigue en esa tienda, esta entre los Bollos dulces.
El Kae se dirigió al interior sin esperar al permiso de su padre, rebuscó entre los bollos y volvió al exterior hasta quedarse cara a cara con el padre de Okanu. Su hermano observaba temeroso, desde dentro.
—Tómela —dijo el Kae a su padre arrojando el Oko plateado con un chasqueo de dedos—, el delito por el que me llamó, no es tal.
—Aun así me robó dos hogazas.
—En realidad fue su compañero, no fui capaz de cogerle, pero tiene aquí mismo las dos hogazas.
—¿Me esta diciendo que se va a ir sin castigo? ¡Fue complice del robo! No se va a ir de aquí sin un resarcimiento.
El Kae asintió.
—Así sea pues, arreglémoslo con una disculpa. Vamos joven.
—No es… lo que quería decir —intervino el panadero.
—Pues es lo que ha dicho, y supongo que no querrá contradecir a un Kae… ni siquiera a uno de pelo oscuro —añadió viendo las intenciones del padre—. Vamos discúlpate muchacho, y acabemos con esto de una vez.
No podía, no podía tragarse su orgullo. No podía. Simplemente no podía. Era un mendigo, pero incluso para alguien como él, sería caer demasiado bajo. El Kae pareció comprenderlo, lo apartó a un lado y se agachó junto a él.
—¿Qué es lo que ocurre?
—No puedo.
—Entiendo lo que sientes, pero él tiene razón, has cometido un delito, ¿prefieres pagar perdiendo una mano en lugar de ofrecer una simple disculpa? —Okanu asintió tozudo—. No lo dices enserio. Contéstame a esto, ¿por qué diste la cara por tu compañero?
—Porque era culpa mía.
—Interesante, antepusiste tu compañero a tú interés personal, hiciste lo correcto. Y dime, ¿por qué arrojaste la moneda entre los bollos en vez de quedártela?
—Por… porque no quiero nada que provenga de él —dijo señalando al panadero— y porque… solo me la daba para que no me volviese a acercar nunca.
—Muy bien, antepusiste de nuevo lo correcto a tu interés personal. ¿Sabes cómo se llama eso?
Okanu negó con la cabeza.
—Honor, la primera entre las primeras virtudes que debe poseer un Kae. ¿Entiendes por qué tienes ahora que pedir perdón?
—Porque es lo correcto.
El Kae le asintió y le dio un pequeño empujón motivador .
Okanu se acercó a su padre a regañadientes, sintiendo como la tercera mentira se atascaba en su gaznate, revoltosa. Habló. No salió sonido alguno. Luego carraspeó y la mentira se disolvió garganta abajo.
—Lo siento padre, no debería ser un ratero. No dejaré que tu rechazo me vuelva a guiar hacia lo incorrecto.
Las tres mentiras en las que se había apoyado desde que lo habían abandonado, se licuaron como el azufre en el gran cráter del Ukanakia.
—¿Y ya está? —dijo su padre— me roban y se supone que debo aceptar unas simples disculpas. Volverá a hacerlo, ¿me oye? volverá a robar, es lo que hacen los niños malditos como él. Su misma existencia es una vergüenza.
—Déjelo ya y dedíquese a su pan —dijo con contundencia el Kae—. Este niño no volverá a faltar a su honor, yo me encargaré de ello… —y añadió sonriendo a Okanu— personalmente. © Created by Miles.
Atrás solo quedan los errores, adelante en cambio hay... errores nuevos, pero imprevisibles y diversos. Disfrutaré y lamentaré cada uno de ellos a su debido tiempo.