09/01/2016 06:24 PM
VI.
La mujer de cabello cano y piel arrugada apretó la compresa de hierbas sobre la herida. Altaír soltó un leve gemido y frunció el ceño.
―No os preocupéis, Mi señor ―dijo la herborista mientras envolvía su muslo con una venda. ―La herida sanará antes de que llegue la luna nueva.
Altaír confiaba en el poder de las hierbas del bosque, sabía sin embargo, que los Antiguos miraban de mala manera aquellos procedimientos, según ellos, las heridas y enfermedades eran designios de los dioses y sólo ellos podían revertirlos.
El joven Lemar intentó levantarse del asiento, no obstante, un agudo y doloroso escalofrío recorrió su pierna derecha. Cayó sobre la silla de madera oscura, apagando a su paso tres velas que iluminaban la lúgubre habitación.
―Tomadlo con calma, Mi señor ―susurró la anciana mientras se levantaba hacia las velas. ―Deberíais tomar un poco de reposo, dejad que el Antiguo Thorum se haga cargo mientras os recuperáis.
― ¿Os lleváis bien con el Antiguo? ―preguntó el joven sorprendido.
―Claro que no ―soltó una pequeña carcajada. ―ha querido expulsarme desde que arribé al castillo, sin embargo, parece ser un hombre confiable.
―Lo es ―dijo Altaír lanzando una mirada tosca hacia la anciana―. Pero yo soy el Señor de Muros Blancos. Si fui capaz de repeler un ataque de traición en mi propio castillo ¿Por qué no podré encargarme de la administración a pesar de mis heridas?
―Sin dudas triunfó en el ataque, mi Señor, sin embargo dejó huir con vida al Lord y a su hija.
La luz de las velas iluminó nuevamente la habitación, mientras que por debajo de las puertas entraba un aire frío.
―Es lo que haría un Lord misericordioso―dijo titubeando Altaír―. Es lo que hubiera hecho mi señor padre. Aquella doncella no tiene la culpa de las decisiones de su padre.
―Un poco de misericordia es buena, mi joven Señor―canturreó nuevamente la herborista―. Sin embargo mucha…
«Ni la anciana de las hierbas confía en su Señor».
La puerta se abrió lentamente y entre las sombras emergió el Antiguo Thorum, quien arrastraba la túnica blanca por el suelo cubierto de madera.
El Antiguo observó a la anciana mientras juntaba las manos como solía hacer.
―Necesito hablar con vuestra señoría en privado.
La herborista no demoró en levantarse de la silla, recogió rápidamente los recipientes que contenían distintas herbajes, hizo una pequeña reverencia y se retiró de la habitación.
―No deberíais hablar de estos temas con la anciana de las hierbas―dijo el sacerdote luego de un rato―. En su mente sólo hay mentiras y magia negra.
― ¿Estabais escuchando detrás de la puerta?―preguntó molesto Altaír.
―Sólo quería cerciorarme de que estabais solo en la habitación, mi Señor.
Altaír lanzó una pequeña e incrédula carcajada.
― ¿Qué es lo que queríais decirme? ―preguntó mientras intentaba levantarse por segunda vez.
―Está todo organizado en el patio central, mi Señor. Os están esperando.
El joven noble tomó aire y lo expulsó de golpe.
Sin pronunciar palabra alguna, el sacerdote de cabello lacio abrió la puerta para que su joven Señor pudiera salir de la habitación. Altaír caminaba lento entre los pasillos que conectaban el castillo, trataba de calmar el agudo dolor que le producía la herida cada vez que daba un paso, sin embargo, todo el pueblo estaría esperándolo y debía mantenerse recio.
Cuando llegaron a la gran puerta, dos guardias Dugues empujaron la madera oscura. Altaír sintió una fuerte brisa fría en sus mejillas; el invierno había llegado y parecía ser más duro que los anteriores.
Las cerámicas azules que cubrían el patio central a penas se divisaban, ya que estaba cubierta de campesinos, artesanos y mercaderes. En el frente, una gran estructura de madera se erguía sobre ellos, la habían ensamblado la noche anterior y parecía inestable. Sobre ella, yacía un hombre fuerte, vestido de negro y con una gran espada en el cinto. El joven Lord no recordaba su nombre, pero había sido el verdugo de Muros Blancos desde hacía muchos años.
Y allí estaba el traidor. Ser Keont estaba parado con la cabeza en alto, observando al noble joven con una mirada fría y serena.
«Es primera vez que me enfrento a esto―se decía a si mismo mientras subía lentamente los peldaños que crujían con cada paso―. Es mi oportunidad de demostrarle a todos que ya no soy un niño.»
Cuando por fin llegó al patíbulo, se acercó al bordillo y observó al pueblo; un pequeño puñado de guardias Dugues estaba firmes y con la cabeza en alto, mientras que las demás personas trataban de aproximarse para poder escuchar lo que su Lord quería decir.
Las manos de Altaír comenzaron a sudar.
―Sabéis bien que nuestro castillo ha sufrido un acto de traición hace unas noches atrás―dijo aclarando la voz―. Seis de nuestros hombres fueron atravesados por la espada aquella noche y lo lamentamos profundamente.
»Sin embargo, hemos podido expulsar a Lord Domen y a su hija de nuestras tierras y os juro, que nunca más pisarán estas orquídeas.
No se escuchaba ningún murmullo del público. Ser Keont mascullaba entre dientes, mientras que el Antiguo Thorum parecía escuchar detenidamente las palabras que salían de la boca de Altaír.
―Los Dioses de Tierra nos han brindado dominios que cultivar, hermosas flores para decorar y madera para erigir las más grandes construcciones que se nos ocurra ¿Por qué debemos permitir que un Reino distante nos gobierne? El fuego no hace más que quemar. ¡Si provenimos de la Tierra, pues volvamos a ella!
― ¡Larga vida, mi Señor!―gritó un puñado de artesanos.
― ¡Tierra bella y fecunda!―aclamaba otro grupo de campesinos.
Altaír sonrió y enderezó bruscamente su postura.
―Sin embargo, aún hay quienes desean estar atados a las cadenas del fuego y que serían capaces de traicionar a su mismísimo Señor para seguir estándolo―giró su cabeza hacia Ser Keont―. Vuestro castellano os ha traicionado, pueblo mío.
»Corrompió los pactos de silencio y facilitó el ataque del castillo.
El pueblo explotó, apenas se podía distinguir los gritos de las personas. Los guardias posicionaron su escudo frente a ellos y comenzaron a contenerlos.
Tres peñascos cayeron sobre el patíbulo.
Altaír nervioso observó al Antiguo, quien suavemente asintió con la cabeza. El joven noble caminó hasta el castellano y lo miró fijamente a los ojos.
―Ser Keont, os sentencio a morir. ¿Queréis decir vuestras últimas palabras?
El castellano, quien fruncía el ceño, lanzó un escupitajo a los pies de Altaír.
―El fuego caerá sobre vosotros―elevó la voz y se dirigió al público―Cuando estén ardiendo, acordaos de vuestro señor, porque sin duda él será el último en arder.
Aquellas palabras enfurecieron aún más al público, quienes materializaron su furia lanzando mierda de caballo, pequeñas piedras o comida rancia.
Un pedazo de excremento cayó en el rostro de Ser Keont.
Altaír retrocedió, observó al verdugo y asintió con la cabeza. El corpulento hombre se acercó hacia el traidor y lo arrastró hasta una pequeña mesa de madera clara. No hubo necesidad de arrojar al castellano al suelo, ya que él mismo se hincó y depositó suavemente su cabeza en el sitio. Algunas gotas de sudor caían por la amplia frente de Ser Keont, quien miraba fijamente al público, mientras que el verdugo se erguía a su lado.
El estruendo de la gran espada saliendo de su funda hizo temblar a Altaír. Luego un golpe firme y suave como una pluma cercenó la cabeza del castellano.
El público eufórico gritó y aplaudió por un rato, luego de unos minutos se dispersaron tan rápido como se habían reunido. Dos jóvenes sirvientes se acercaron al cuerpo de Ser Keont y comenzaron a arrastrarlo hacia una carretilla que yacía bajo el patíbulo.
El Antiguo Thorum caminó lentamente hacia Altaír, atravesando el gran charco de sangre que había dejado la ejecución. Su larga e inmaculada túnica estaba levemente entintada con el vivo color de la sangre.
―Lo hicisteis muy bien, Mi señor―dijo esbozando una sonrisa a medias―. Es lo que vuestro padre hubiera hecho.
Altaír observaba cómo los sirvientes depositaban el robusto cuerpo del castellano sobre el carromato.
― ¿Habré actuado de forma sabia, Antiguo?
―La traición es un pecado nefasto y que tiene un alto precio, Mi señor―comenzó a canturrear―. Y los dioses saben que solamente se puede pagar con la vida.
―Él no me atacó, no ordenó arrestarme ni tomar el castillo―dijo pensativo Altaír―. Si Ser Keont ha pagado con su vida ¿Qué tendré que hacer con el Señor de las Flores?
―Todo a su debido tiempo, Mi señor―el sacerdote depositó una suave mano en el hombro del joven.
Un silencio inquietante reinó en los patios del castillo, los últimos rayos de sol se colaban por los blancos muros del castillo, mientras un suave olor a humo se impregnaba en las narices del joven Lord.
De pronto el Antiguo apartó bruscamente la mano del hombro de Altaír.
―Había olvidado deciros que os están esperando en el Gran Salón.
― ¿Es alguien importante? ―preguntó sorprendido el joven―. ¿Por qué no lo habéis mencionado antes?
―Disculpadme, Mi señor―bajó levemente la cabeza―. Estos días han sido ajetreados para todos y comienzo a sentir los años.
»Desconozco de quién pueda tratarse, el nuevo castellano en funciones…eh…Ser Marten, sí, él lo ha dejado entrar. Sin embargo, he recibido rumores de jinetes que han avistado un gran número de tropas Dugues avanzando hacía el castillo desde Montehierro y asumo que aquello tenga relación.
» ¿Desde Montehierro? ―pensó cauto Altaír― Si Ronn Dugues hubiera arribado a la Tierra de los Minerales mis vasallos me lo hubieran hecho saber».
―Si fuera el príncipe Ronn hasta la puta de Tres Piojos lo sabría―sentenció intrigado―. Claramente es alguien que ha querido pasar desapercibido, ha venido hasta aquí indefenso, dejando a la tropa cientos de millas atrás… Será mejor que asista de inmediato a recibirlo.
―Permitidme llamar al mayordomo de pasillo.
―No os preocupéis, puedo ir solo―Altaír comenzó a bajar el patíbulo mientras dos guardias lo siguieron en el acto.
Las altas velas iluminaban el salón mientras algunos sirvientes depositaban bandejas llenas de frutas y damajuanas de vinos. Al extremo de la habitación una sombra parecía estar de espalda. Altaír no dudo en hacer un gesto con la mirada para que la servidumbre se retirara rápidamente del lugar.
― ¿Quién sois?―preguntó el joven con una firme voz que retumbó en la habitación.
La sombra dio un brinco sorprendida y se acercó rápidamente hacía el medio del Gran Salón. Las tenues luces dejaron ver su rostro; era un muchacho con el cabello hasta los hombros y trenzado por un lado, tenía los ojos verdes y la piel extremadamente pálida.
―Me habéis asustado, Mi señor―dijo el muchacho mientras observaba desconcertado a Altaír de pies a cabeza―. Soy Durrel Mander, hijo de Lord Famter Mander, Señor de Torreón Antiguo.
― ¿Torreón Antiguo? Habéis venido desde el último rincón del Reino Tierra. ― lo interrumpió Altaír sorprendido―. Ahora decidme, ¿por qué habéis venido?
―Disculpadme por visitar vuestro castillo sin avisaros, Mi señor― dijo Durrel observando a los ojos de Altaír―. Pero he venido a darle una magnífica noticia, el príncipe Ronn y parte de su hueste está acampando muy cerca de Montehierro, en Bosque Blanco. Él está a la espera de vuestra orden para arribar al castillo y administrar vuestras tierras.
« ¿Tan pronto ha llegado?»
― ¿Por qué os ha enviado? Una carta a jinete habría bastado―dijo Altaír mientras se arreglaba su gorguera.
―Su alteza quiere vuestra presencia lo antes posible en Colina Dorada, los Maestros del Consejo os están esperando―respondió Durrel con los ojos abiertos―. Y respecto a mi presencia, el príncipe me ha designado para administrar Muros Blancos.
Altaír ciñió el entrecejo.
―Pensé que el príncipe pondría a cargo el castillo a un Gran Señor noble―dijo Altaír suavemente―.
Durrel no pestañeó y se acercó al joven Señor.
―Sabréis bien que mi padre ha sido uno de los vasallos más leales a los Dugués―dijo el muchacho en un tono sombrío―. Fue mi mismísimo padre quien lideró el ejército de Tierra cuando las sombras arribaron al continente.
―Lo sé muy bien―respondió Altaír mientras se alejaba incómodo del muchacho y se dirigía a la mesa por una copa de vino―. El príncipe parece tener razones para confiar en vos mi castillo y su administración.
―Me ha dicho que el mismísimo Rey quiere conocerlo, es más, han mandado a reorganizar la Gran Biblioteca de Colina Dorada para que esté lista para su arribo, Mi señor.
―Entonces mandaré a buscar al jinete más rápido para que entregue la orden a vuestra Alteza, como también empezaré de inmediato los arreglos para partir mañana mismo a Colina Dorada.
―Muchas gracias, Mi señor―dijo Durrel con una tímida sonrisa―. El Reino Tierra volverá a ser tan magnífica como lo era antes.
―Sólo espero que las consecuencias del Fuego no nos llegue a quemar―susurró Altaír para sí mismo.
La mujer de cabello cano y piel arrugada apretó la compresa de hierbas sobre la herida. Altaír soltó un leve gemido y frunció el ceño.
―No os preocupéis, Mi señor ―dijo la herborista mientras envolvía su muslo con una venda. ―La herida sanará antes de que llegue la luna nueva.
Altaír confiaba en el poder de las hierbas del bosque, sabía sin embargo, que los Antiguos miraban de mala manera aquellos procedimientos, según ellos, las heridas y enfermedades eran designios de los dioses y sólo ellos podían revertirlos.
El joven Lemar intentó levantarse del asiento, no obstante, un agudo y doloroso escalofrío recorrió su pierna derecha. Cayó sobre la silla de madera oscura, apagando a su paso tres velas que iluminaban la lúgubre habitación.
―Tomadlo con calma, Mi señor ―susurró la anciana mientras se levantaba hacia las velas. ―Deberíais tomar un poco de reposo, dejad que el Antiguo Thorum se haga cargo mientras os recuperáis.
― ¿Os lleváis bien con el Antiguo? ―preguntó el joven sorprendido.
―Claro que no ―soltó una pequeña carcajada. ―ha querido expulsarme desde que arribé al castillo, sin embargo, parece ser un hombre confiable.
―Lo es ―dijo Altaír lanzando una mirada tosca hacia la anciana―. Pero yo soy el Señor de Muros Blancos. Si fui capaz de repeler un ataque de traición en mi propio castillo ¿Por qué no podré encargarme de la administración a pesar de mis heridas?
―Sin dudas triunfó en el ataque, mi Señor, sin embargo dejó huir con vida al Lord y a su hija.
La luz de las velas iluminó nuevamente la habitación, mientras que por debajo de las puertas entraba un aire frío.
―Es lo que haría un Lord misericordioso―dijo titubeando Altaír―. Es lo que hubiera hecho mi señor padre. Aquella doncella no tiene la culpa de las decisiones de su padre.
―Un poco de misericordia es buena, mi joven Señor―canturreó nuevamente la herborista―. Sin embargo mucha…
«Ni la anciana de las hierbas confía en su Señor».
La puerta se abrió lentamente y entre las sombras emergió el Antiguo Thorum, quien arrastraba la túnica blanca por el suelo cubierto de madera.
El Antiguo observó a la anciana mientras juntaba las manos como solía hacer.
―Necesito hablar con vuestra señoría en privado.
La herborista no demoró en levantarse de la silla, recogió rápidamente los recipientes que contenían distintas herbajes, hizo una pequeña reverencia y se retiró de la habitación.
―No deberíais hablar de estos temas con la anciana de las hierbas―dijo el sacerdote luego de un rato―. En su mente sólo hay mentiras y magia negra.
― ¿Estabais escuchando detrás de la puerta?―preguntó molesto Altaír.
―Sólo quería cerciorarme de que estabais solo en la habitación, mi Señor.
Altaír lanzó una pequeña e incrédula carcajada.
― ¿Qué es lo que queríais decirme? ―preguntó mientras intentaba levantarse por segunda vez.
―Está todo organizado en el patio central, mi Señor. Os están esperando.
El joven noble tomó aire y lo expulsó de golpe.
Sin pronunciar palabra alguna, el sacerdote de cabello lacio abrió la puerta para que su joven Señor pudiera salir de la habitación. Altaír caminaba lento entre los pasillos que conectaban el castillo, trataba de calmar el agudo dolor que le producía la herida cada vez que daba un paso, sin embargo, todo el pueblo estaría esperándolo y debía mantenerse recio.
Cuando llegaron a la gran puerta, dos guardias Dugues empujaron la madera oscura. Altaír sintió una fuerte brisa fría en sus mejillas; el invierno había llegado y parecía ser más duro que los anteriores.
Las cerámicas azules que cubrían el patio central a penas se divisaban, ya que estaba cubierta de campesinos, artesanos y mercaderes. En el frente, una gran estructura de madera se erguía sobre ellos, la habían ensamblado la noche anterior y parecía inestable. Sobre ella, yacía un hombre fuerte, vestido de negro y con una gran espada en el cinto. El joven Lord no recordaba su nombre, pero había sido el verdugo de Muros Blancos desde hacía muchos años.
Y allí estaba el traidor. Ser Keont estaba parado con la cabeza en alto, observando al noble joven con una mirada fría y serena.
«Es primera vez que me enfrento a esto―se decía a si mismo mientras subía lentamente los peldaños que crujían con cada paso―. Es mi oportunidad de demostrarle a todos que ya no soy un niño.»
Cuando por fin llegó al patíbulo, se acercó al bordillo y observó al pueblo; un pequeño puñado de guardias Dugues estaba firmes y con la cabeza en alto, mientras que las demás personas trataban de aproximarse para poder escuchar lo que su Lord quería decir.
Las manos de Altaír comenzaron a sudar.
―Sabéis bien que nuestro castillo ha sufrido un acto de traición hace unas noches atrás―dijo aclarando la voz―. Seis de nuestros hombres fueron atravesados por la espada aquella noche y lo lamentamos profundamente.
»Sin embargo, hemos podido expulsar a Lord Domen y a su hija de nuestras tierras y os juro, que nunca más pisarán estas orquídeas.
No se escuchaba ningún murmullo del público. Ser Keont mascullaba entre dientes, mientras que el Antiguo Thorum parecía escuchar detenidamente las palabras que salían de la boca de Altaír.
―Los Dioses de Tierra nos han brindado dominios que cultivar, hermosas flores para decorar y madera para erigir las más grandes construcciones que se nos ocurra ¿Por qué debemos permitir que un Reino distante nos gobierne? El fuego no hace más que quemar. ¡Si provenimos de la Tierra, pues volvamos a ella!
― ¡Larga vida, mi Señor!―gritó un puñado de artesanos.
― ¡Tierra bella y fecunda!―aclamaba otro grupo de campesinos.
Altaír sonrió y enderezó bruscamente su postura.
―Sin embargo, aún hay quienes desean estar atados a las cadenas del fuego y que serían capaces de traicionar a su mismísimo Señor para seguir estándolo―giró su cabeza hacia Ser Keont―. Vuestro castellano os ha traicionado, pueblo mío.
»Corrompió los pactos de silencio y facilitó el ataque del castillo.
El pueblo explotó, apenas se podía distinguir los gritos de las personas. Los guardias posicionaron su escudo frente a ellos y comenzaron a contenerlos.
Tres peñascos cayeron sobre el patíbulo.
Altaír nervioso observó al Antiguo, quien suavemente asintió con la cabeza. El joven noble caminó hasta el castellano y lo miró fijamente a los ojos.
―Ser Keont, os sentencio a morir. ¿Queréis decir vuestras últimas palabras?
El castellano, quien fruncía el ceño, lanzó un escupitajo a los pies de Altaír.
―El fuego caerá sobre vosotros―elevó la voz y se dirigió al público―Cuando estén ardiendo, acordaos de vuestro señor, porque sin duda él será el último en arder.
Aquellas palabras enfurecieron aún más al público, quienes materializaron su furia lanzando mierda de caballo, pequeñas piedras o comida rancia.
Un pedazo de excremento cayó en el rostro de Ser Keont.
Altaír retrocedió, observó al verdugo y asintió con la cabeza. El corpulento hombre se acercó hacia el traidor y lo arrastró hasta una pequeña mesa de madera clara. No hubo necesidad de arrojar al castellano al suelo, ya que él mismo se hincó y depositó suavemente su cabeza en el sitio. Algunas gotas de sudor caían por la amplia frente de Ser Keont, quien miraba fijamente al público, mientras que el verdugo se erguía a su lado.
El estruendo de la gran espada saliendo de su funda hizo temblar a Altaír. Luego un golpe firme y suave como una pluma cercenó la cabeza del castellano.
El público eufórico gritó y aplaudió por un rato, luego de unos minutos se dispersaron tan rápido como se habían reunido. Dos jóvenes sirvientes se acercaron al cuerpo de Ser Keont y comenzaron a arrastrarlo hacia una carretilla que yacía bajo el patíbulo.
El Antiguo Thorum caminó lentamente hacia Altaír, atravesando el gran charco de sangre que había dejado la ejecución. Su larga e inmaculada túnica estaba levemente entintada con el vivo color de la sangre.
―Lo hicisteis muy bien, Mi señor―dijo esbozando una sonrisa a medias―. Es lo que vuestro padre hubiera hecho.
Altaír observaba cómo los sirvientes depositaban el robusto cuerpo del castellano sobre el carromato.
― ¿Habré actuado de forma sabia, Antiguo?
―La traición es un pecado nefasto y que tiene un alto precio, Mi señor―comenzó a canturrear―. Y los dioses saben que solamente se puede pagar con la vida.
―Él no me atacó, no ordenó arrestarme ni tomar el castillo―dijo pensativo Altaír―. Si Ser Keont ha pagado con su vida ¿Qué tendré que hacer con el Señor de las Flores?
―Todo a su debido tiempo, Mi señor―el sacerdote depositó una suave mano en el hombro del joven.
Un silencio inquietante reinó en los patios del castillo, los últimos rayos de sol se colaban por los blancos muros del castillo, mientras un suave olor a humo se impregnaba en las narices del joven Lord.
De pronto el Antiguo apartó bruscamente la mano del hombro de Altaír.
―Había olvidado deciros que os están esperando en el Gran Salón.
― ¿Es alguien importante? ―preguntó sorprendido el joven―. ¿Por qué no lo habéis mencionado antes?
―Disculpadme, Mi señor―bajó levemente la cabeza―. Estos días han sido ajetreados para todos y comienzo a sentir los años.
»Desconozco de quién pueda tratarse, el nuevo castellano en funciones…eh…Ser Marten, sí, él lo ha dejado entrar. Sin embargo, he recibido rumores de jinetes que han avistado un gran número de tropas Dugues avanzando hacía el castillo desde Montehierro y asumo que aquello tenga relación.
» ¿Desde Montehierro? ―pensó cauto Altaír― Si Ronn Dugues hubiera arribado a la Tierra de los Minerales mis vasallos me lo hubieran hecho saber».
―Si fuera el príncipe Ronn hasta la puta de Tres Piojos lo sabría―sentenció intrigado―. Claramente es alguien que ha querido pasar desapercibido, ha venido hasta aquí indefenso, dejando a la tropa cientos de millas atrás… Será mejor que asista de inmediato a recibirlo.
―Permitidme llamar al mayordomo de pasillo.
―No os preocupéis, puedo ir solo―Altaír comenzó a bajar el patíbulo mientras dos guardias lo siguieron en el acto.
Las altas velas iluminaban el salón mientras algunos sirvientes depositaban bandejas llenas de frutas y damajuanas de vinos. Al extremo de la habitación una sombra parecía estar de espalda. Altaír no dudo en hacer un gesto con la mirada para que la servidumbre se retirara rápidamente del lugar.
― ¿Quién sois?―preguntó el joven con una firme voz que retumbó en la habitación.
La sombra dio un brinco sorprendida y se acercó rápidamente hacía el medio del Gran Salón. Las tenues luces dejaron ver su rostro; era un muchacho con el cabello hasta los hombros y trenzado por un lado, tenía los ojos verdes y la piel extremadamente pálida.
―Me habéis asustado, Mi señor―dijo el muchacho mientras observaba desconcertado a Altaír de pies a cabeza―. Soy Durrel Mander, hijo de Lord Famter Mander, Señor de Torreón Antiguo.
― ¿Torreón Antiguo? Habéis venido desde el último rincón del Reino Tierra. ― lo interrumpió Altaír sorprendido―. Ahora decidme, ¿por qué habéis venido?
―Disculpadme por visitar vuestro castillo sin avisaros, Mi señor― dijo Durrel observando a los ojos de Altaír―. Pero he venido a darle una magnífica noticia, el príncipe Ronn y parte de su hueste está acampando muy cerca de Montehierro, en Bosque Blanco. Él está a la espera de vuestra orden para arribar al castillo y administrar vuestras tierras.
« ¿Tan pronto ha llegado?»
― ¿Por qué os ha enviado? Una carta a jinete habría bastado―dijo Altaír mientras se arreglaba su gorguera.
―Su alteza quiere vuestra presencia lo antes posible en Colina Dorada, los Maestros del Consejo os están esperando―respondió Durrel con los ojos abiertos―. Y respecto a mi presencia, el príncipe me ha designado para administrar Muros Blancos.
Altaír ciñió el entrecejo.
―Pensé que el príncipe pondría a cargo el castillo a un Gran Señor noble―dijo Altaír suavemente―.
Durrel no pestañeó y se acercó al joven Señor.
―Sabréis bien que mi padre ha sido uno de los vasallos más leales a los Dugués―dijo el muchacho en un tono sombrío―. Fue mi mismísimo padre quien lideró el ejército de Tierra cuando las sombras arribaron al continente.
―Lo sé muy bien―respondió Altaír mientras se alejaba incómodo del muchacho y se dirigía a la mesa por una copa de vino―. El príncipe parece tener razones para confiar en vos mi castillo y su administración.
―Me ha dicho que el mismísimo Rey quiere conocerlo, es más, han mandado a reorganizar la Gran Biblioteca de Colina Dorada para que esté lista para su arribo, Mi señor.
―Entonces mandaré a buscar al jinete más rápido para que entregue la orden a vuestra Alteza, como también empezaré de inmediato los arreglos para partir mañana mismo a Colina Dorada.
―Muchas gracias, Mi señor―dijo Durrel con una tímida sonrisa―. El Reino Tierra volverá a ser tan magnífica como lo era antes.
―Sólo espero que las consecuencias del Fuego no nos llegue a quemar―susurró Altaír para sí mismo.