III.
Cuando Taro Rossal sintió el abrasador calor del fuego ya era demasiado tarde; la añeja tela de la tienda ardía como leña seca. El corpulento joven saltó inmediatamente de la cama que había improvisado y se cubrió el rostro con sus manos. El humo comenzaba a imposibilitar la respiración y su visión se tornaba difusa. Luego de unos segundos logró escabullirse por un agujero que el mismo fuego había provocado. Afuera el ambiente no era mejor; las centenas de tiendas que habían sido armada hacía dos lunas anteriores ardían hasta ser convertidas en cenizas mientras que los gritos de los hombres se perdían entre el espeso bosque. Luego escuchó las ráfagas de las flechas.
«Los jodidos nativos» pensó Taro mientras buscaba desesperadamente algo entre el fuego de su tienda. Las flechas caían estrepitosamente a su alrededor hasta que por fin levantó algo que brilló por las llamas que se esparcían; era una larga espada afilada, adornada con un mango de madera dorada y una insignia en forma de dos rosas que se cruzaban. Taro guardaba aquel regalo desde el día en que fue expulsado de su hogar y no lo perdería por nada del mundo.
El estruendo que causaba las flechas precipitándose al suelo se detuvo y los indios nativos se adentraron al abrasado campamento. Los indios se dividían en pequeñas manadas, estaban armados de lanzas y grandes cuchillos que eran capaces de cortar una garganta con tal solo una leve segada. El resto de los hombres que no fue calcinado por las llamas fue alcanzado por una flecha, una lanza o una estocada, pero el corpulento joven conocía muy bien la península en donde estaban, ya que desde que se marchó de Fuerte Roble se había dedicado a robar a pequeñas colonias del sector.
Taro se alejó rápidamente del campamento atravesando con su larga arma a tres indios en el recorrido, cuando por fin llegó al espeso bosque guardó su sangrante espada en la vaina sin limpiarla.
Los árboles que rodeaban al joven tenían una tonalidad amarilla, era comúnmente llamado Bosque Espeso por la sensación de profundidad que el bosque producía, aunque era bastante seco en comparación a los bosques de las tierras más norteñas. Taro se había acostumbrado al Nuevo Mundo, llevaba poco menos de tres años viviendo en las nuevas tierras.
Desde que la corona de los Folmener y de los Dugues comenzaron a colonizar las nuevas tierras, estos enfrentamientos entre indios y gente-caballo ―como los indios se referían a los habitantes del continente― eran cada vez más frecuentes, si bien ya había pasado casi cincuenta años desde el descubrimiento de los fértiles dominios, habían muchos grupos de nativos que se resistían a ser sometidos a una de las coronas y precisamente así era como Taro se sentía; despojado de los títulos nobles que sus hermanos y padres seguían poseyendo, sin la necesidad de asistir a los aburridos bailes, banquetes o ceremonias de boda. Incluso había hasta olvidado cómo tratar de su señoría a los nobles.
«Sólo me sirvo a mí y a nadie más que a mí » recordaba Taro cada mañana al despertar.
Luego de una larga caminata, el joven se detuvo junto a un estanque, se sentó en un gran peñasco y bebió agua juntando ambas manos. Observó su reflejo en el agua; era un hombre fuerte, de rostro cuadrado, nariz aguileña, ojos magnos color miel y de cabellos dorados como lo tenía su madre Lady Lena.
Se preguntó si Koll y Marcus habrían logrado escapar de la emboscada de alguna manera, ellos fueron los primeros en enseñarles las reglas del grupo cuando Taro arribó a Puntablanca. No era fácil pertenecer a un grupo de mercenarios en el Nuevo Mundo, ya bastaba con los piratas que generalmente navegaban fuera de las rutas comerciales establecidas por los Folmener y Dugues, acechando a barcos cargados de piedras preciosas o simplemente de especias que cosechaban en las Islas, sin embargo, cuando el flujo de embarcaciones escaseaba, algunos piratas se aventuraban a navegar hacia las colonias portuarias de Fuego o Tierra para robar y tomar mujeres, otros en cambio, preferían encallar en zonas no colonizadas y atacar a los salvajes indios, allí era donde el grupo de mercenarios tenían problemas, Taro Rossal lo sabía bien, puesto que ya se había enfrentado con los piratas en muchas ocasiones cuando ambos grupos intentaban asaltar una misma villa o campamento.
Koll era delgaducho pero letalmente rápido, le llamaban Koll El Rayo, provenía del Reino Agua, al igual que la madre de Taro, sin embargo no era de sangre noble como de los Rossal y se había aventurado al Nuevo Mundo escapando de la pobreza que lo sucumbía.
Marcus, por el otro lado, era un extranjero proveniente de más allá del Aguijón, donde las sombras convivían con los hombres y las antiguas pirámides se erguían majestuosas. Era un hombre alto, de piel morena y de ojos color olivo. Tenía un acento extraño, aunque hablaba fluidamente la Lengua de los Elementos, es más, pasaba las noches enteras relatando historias de su lejana tierra a Taro y a Koll mientras afilaba las puntas de sus flechas.
De pronto recordó la sonrisa de su hermana Cassia, la dulce voz al cantar de Iona y las travesuras de Lander y Myro. Los recuerdos parecían lejanos y difusos, sentía que habían pasado centenares de años desde que se embarcó hacia las nuevas tierras.
«Y ahora estoy aquí a miles de leguas. ¿Me creerán muerto? ¿Qué les habrá dicho mi padre? »
Sus recuerdos y pensamientos se esfumaron apenas escuchó unos galopes lejanos, había estado sentado en aquel estante durante algunas horas. El viento corría entre los secos árboles y los pájaros comenzaban a volver a sus nidos.
«Los indios debieron haber saqueado el campamento completo y se han devuelto a sus tierras» pensó Taro.
Caminó hacia el Este siguiendo el ruido del galope, quizá eran hombres de Fuego o Tierra que se dirigían a las colonias con mercancía y oro, quizá eran mercaderes o hasta podía ser un caballero errante, pero fuera quien fuera, aquello lo llevaría al camino de tierra que llegaba hasta las colonias.
El galope cada vez se escuchaba más fuerte y el joven tenía agarrada la vaina de cuero y metal que cubría su espada. Las ramas rasguñaban su rostro y las grandes piedras lo hacían tropezar. De un momento a otro saltó torpemente hacia el camino y el ruido de su espada desenvainada hizo parar al gran carro. El carruaje era de madera recubierta de un extraño color púrpura, dos caballos blancos tiraban de él, mientras que las ruedas parecían estar desviadas.
El hombre que tenía las riendas de las bestias tenía un rostro frío y duro, observó fijamente a Taro mientras sus grandes manos soltaban lentamente las correas.
―Bajad, dad media vuelta y abrid el carro―ordenó Taro apuntando con su gran espada. Pero el hombre seguía con el mismo rostro y no se movía de su asiento. ― ¡Vamos! ¿Acaso sois un maldito retrasado? Bajad… ¡Ahora!― Taro se acercó lentamente frente a los caballos.
El hombre bajó mansamente del asiento delantero del carro con ambas manos y dio un brinco hacia el suelo. Taro impactado empuñó con fuerza el mango de su espada. El hombre era solo torso, no tenía piernas en las cual pararse, sin embargo utilizó sus dos manos a modo de pies para caminar hacia el final del carro, donde golpeó repetidamente la madera que lo cubría. Luego de unos segundos, la pequeña puerta se abrió y bajaron cinco personas, si es que Taro podía llamarlas de esa manera, algunos eran deformes «más que deformes» pensó.
― ¿Qué sucede?― dijo uno que no era deforme y que tenía pinta de juglar.
―Éste idiota quiere robarnos― contestó el hombre que sólo tenía torso observando detenidamente a Taro.
El juglar, que vestía un jubón amarillo, soltó una carcajada melodiosa.
― ¿De verdad vais a querer robarle a un grupo de artistas? Apenas ganamos unas cuantas monedas para comer.
―Vosotros no sois artistas―respondió Taro observando de reojo al grupo entero.―sois monstruos.
―Todos los artistas son monstruos―el juglar acomodó la pluma que adornaba su sombrero.― Nos convertimos en las cosas que la mayoría de los hombres comunes temen o rechazan.
Taro se acercó al grupo aferrando el puñal de su espada. Divisó a un hombre de cabello canoso que tenía dos muñones en los brazos y un colmillo de puma atravesaba su nariz. A su lado yacía una mujer de cabello azulado y ojos caídos, vestía una túnica extremadamente larga y un broche en forma de serpiente sujetaba la vestimenta.
«Es una adivina devota de Marduk, la serpiente de la Sombra, el que viene de los cielos. Marcus decía que son capaces de predecir cada movimiento. No te muevas»
La mujer sacó su brazo que tenía escondido entre la larga capa y la situó en el hombro de Taro, quien intentó sin éxito sacudirse, pues parecía estar paralizado.
―Ambos sabemos que no lo haréis― la adivina tenía una voz profunda y ronca.― Queréis llegar al mismo destino que nosotros.
Taro observaba el color de los ojos de la mujer, eran verdes por fuera y azules por dentro.
― ¿Adónde os dirigís?
―Nuestra intención era llegar a Puertoamargo antes que el sol se escondiera por las montañas―contestó el juglar juntando ambas manos detrás de su espalda.― pero luego de tu fallida representación de bandido, dudo que alcancemos a llegar.
―Ya veréis si esto es una representación― contestó Taro situando la punta de su espada en el delgado cuello del juglar.
El resto del grupo retrocedió un paso mientras el bardo observaba el filo de la espada.
―Vamos, eh… no tenéis sentido del humor…―canturreaba nervioso el juglar.―Dejadlo ya.
― ¡Basta!―exclamó el hombre que solo era torso.― ¡Dejadnos ir! ¿Es que acaso no tenéis decencia? Hay centenares de carruajes rebosados de piedras preciosas y de finas hierbas y vos os molestáis a nosotros.
»No tenéis comida, no tenéis oro, solo una espada y parecéis ocuparla apropiadamente para conseguir las dos cosas anteriores, pues nosotros tampoco tenemos comida, ni mucho menos oro, pero tenemos nuestra propia arma―apuntó a su inexistentes pies―y tenemos que aprender a utilizarla a nuestro favor. Al final sois como nosotros.
―Yo no soy como vosotros―contestó Taro apretando los dientes.
Sin embargo el joven sabía que en el fondo el hombre sin piernas tenía razón. Apartó la espada del cogote del juglar y la guardó en su funda. Dio media vuelta y comenzó a caminar junto al camino de tierra. Los fenómenos subieron velozmente al gran carro y los caballos blancos comenzaron a galopar mansamente.
El armatoste púrpura alcanzó los largos pasos que realizaba Taro.
―Venid con nosotros―reconoció la voz de la adivina que emergía de una pequeña ventanilla― Os dejaremos en Puertoamargo o en alguna villa cercana a cambio de que os protejas con vuestra espada.
«Koll, Marcus y los demás debieron haber arrancado hacía las montañas del oeste, si me adentro al Bosque Profundo moriré antes que el sol se ponga».
Taro Rossal se limpió el sudor que caía por su frente y agarró firmemente la mano del juglar que salía del carruaje. Cuando entró, percató que el lugar parecía mucho más espacioso de lo que se veía por afuera; tenía siete asientos, paredes recubiertas de un aterciopelado oscuro y un lugar donde habían depositado dos viejos baúles y un pequeño orinal de porcelana.
―Sé reconocer el carruaje de un noble―dijo Taro observando a los cuatro.― ¿De dónde lo habéis robado?
― ¿Robar?―contestó una mujer regordete que tenía tres tetas.― Es nuestro por derecho.
― ¿Cómo sabéis que es un carruaje de un noble? ―preguntó la devota de Marduk.― ¿Habéis entrado a robar antes a uno?
―Sí, muchas veces―respondió orgulloso.―Aquí y en el Viejo Mundo.
― ¿Cómo os llamáis?―intercedió el bardo.
Taro lo pensó un momento.
―Taro del Reino Tierra.
― Yo soy Alder―dijo el juglar.―el de los muñones es Balwin, la preciosura con tres pechos es Donna y nuestra adivina es Jendayi La Serpiente.
»Es difícil ver a alguien de esas tierras por aquí― prosiguió Alder.―las colonias de los Dugues son escasas y pobres.
―Ya no soy capaz de recordar cómo era el Viejo Mundo― intervino Balwin.― Yo arribé a estas tierras junto a los primeros barcos.
― ¿Conocisteis a Wolfmein El Explorador?―preguntó Taro sorprendido.
―Wolfmein era bravo, esquivo y fuerte―contestó el hombre juntando sus muñones.―Recuerdo haberlo visto en Punta Salvaje el día en que me enlisté en la compañía junto a mis hermanos, pero ya han pasado casi cuarenta años de aquello.
»Muchas leyendas se han fundado y canciones cantado―prosiguió el hombre.― Lo único real que sé de Wolfmein El Explorador es que adoraba cazar Weligos.
― ¿Qué son los Weligos?―preguntó Taro sujetándose del asiento mientras el carruaje viraba bruscamente.
―Antiguas criaturas que habitaban los profundos bosques de las tierras del norte, en edad adulta superaban tres veces el tamaño de un puma, eran fuertes, de pelo grueso y de colmillos tan afilados como tu espada.
― ¿Qué les sucedió?
― Wolfmein cazó hasta el último de ellos―soltó una carcajada Balwin.―Dejaron de existir hace muchísimos años.
―No sabéis mucho del Nuevo Mundo ¿Eh?―canturreó Alder que se encontraba sentado a su lado.― Podría cantaros algunas canciones sobre las hermosas mujeres que abundan y del vino que brota de los colosales viñedos.
―No sabéis mucho, pero habláis de manera apropiada ―intervino Jendayi.― ¿De qué castillo eráis?
Taro apretó su mandíbula y guardó silencio por un momento.
―Fuerte Roble.
― ¿Sois un noble, Milord?―preguntó sorprendido Balwin.
―Sí…Es decir, lo era…Ya no―se ahogó en sus palabras.―Los nobles no tienen mucho valor en estas tierra.
―Tenéis razón, Milord―contestó Alder. ― ¿Por qué ya no lo sois? ¿Por qué estáis tan lejos de tu hogar?
―No me tratéis como vuestra señoría o te romperé esa fina nariz que tenéis―contestó molesto Taro.―No quiero hablar de eso, estoy muy cansado. Dormiré un poco.
El joven Rossal cerró lentamente sus ojos y cayó en un profundo sueño, cuando los abrió una oscuridad reinaba dentro del carruaje. No había rastro de ningún pasajero y podía apreciar un brutal silencio. Taro se levantó un poco mareado y corroboró que su espada seguía en la vaina de cuero, decidió abrir la pequeña puerta de golpe y saltó hacia el exterior.
Los caballos blancos seguían atados al carro mientras que una pequeña fogata brillaba unos pasos más allá.
Los fenómenos estaban junto a la hoguera, el hombre que solo era torso dormía junto al fuego, Alder parecía arreglar su laúd mientras que Donna, la mujer de tres pechos acercaba sus manos a la entrepierna del juglar. Balwin regresaba con dos conejos despellejados entre sus muñones cuando se tropezó con Taro.
― ¿Por qué no me habéis dicho que íbamos a pasar la noche en el bosque?―preguntó recuperándose del sueño.
―Disculpadme, os queríamos dejar descansar. Mañana tendremos que pasar por el Paso del Sol y necesitaremos vuestra espada.
Ambos caminaron hacia la hoguera, Taro pensaba cómo era posible que Balwin pudiera cazar a los conejos con sus muñones y sin armas, pero luego se dio cuenta que era un experto en trampas. Al tiempo que llegaron donde las llamas danzaban en la oscuridad Donna retiró su mano de la entrepiernas de Alder mientras él se sonrojaba. La luz de las llamas acentuaba los rojizos cabellos del juglar, quién comenzó a tocar algunas cuerdas de su instrumento.
― ¿Dónde está la adivina Jendayi?―preguntó Taro observando las llamas.
― Las mujeres de la Sombra acostumbran rezar en la oscuridad― respondió Donna un poco agitada.― La Serpiente busca a su Dios todas las noches, excepto en luna llena.
»Según las creencias de la Sombra, cuando la luna se llena de leche, Marduk baja desde los cielos a buscar una doncella pura y virgen, para así llenarla con sus serpientes y engendrar al Rey que conquistará a los traidores hombre de los elementos.
― Debe tener demasiada urgencia en convertirse en un hombre para bajar a nuestras tierras cada luna llena.―contestó Taro con un tono irónico.
―Para conquistar a los hombres un Dios debe convertirse en uno de ellos― emergió la voz de Jendayi desde lo profundo del bosque.
― ¿Cómo sabréis que Marduk se ha convertido en hombre y que la virgen doncella está encintada?―preguntó Taro observando a la deslucida mujer.
―No habrá manera de saber cuándo Marduk se introducirá en el vientre de la límpida doncella―dijo Jendayi casi susurrando mientras se acercaba a la hoguera.― Pero cuando Marduk La Serpiente Renacida esté lista para encabezar La Liberación, el sol será inundado con las sombras y una oscuridad se cernirá sobre las tierras por unos momentos.
Marcus le había contado muchas cosas sobre las tierras más allá del Aguijón, pero nunca había profundizado en el Dios que las habitaba, el joven de piel aceitunada y ojos verdes no creía ni en los Dioses de los Elementos ni en el de las sombras.
Cuando todos volvieron al fuego, Balwin empaló a los dos pequeños conejos y los depositó en cerca de las llamas; el olor a conejo asado hizo crujir el vientre de Taro, no había ingerido alimento alguno desde la mañana del día anterior.
El viento comenzó a soplar fuerte por el bosque y la música que surgía del laúd se perdía entre las ramas. De pronto un ruido se escuchó junto a la colina.
― ¿Habéis escuchado eso?―preguntó Balwin levantándose del suelo.
― Ha venido desde el carruaje―dijo Taro situando su mano en la empuñadura de la espada.
El ruido se escuchaba cada vez más fuerte, parecía ser un seco golpe sobre la madera. De repente el relincho de un caballo asustó al grupo. Taro marchó decidido hacia la colina.
«Deben ser unos jodidos indios, los de Bosque Profundo roban cuando nadie está cerca, son unos malditos carroñeros».
Atrás había quedado la luz de las llamas y la oscuridad devoraba a Taro cada vez más. El joven desenvainó lentamente su espada para no realizar ningún ruido que fuera a espantar a los indios. Taro quería atravesarlos con su espada.
Sin embargo, el joven resbaló junto a dos grandes peñascos y cayó de bruces hacia el suelo, mientras que su espada saltó lejos. El sonido metálico inundó la escena.
― ¡Taro! ¿Estáis bien?―escuchó el grito de lejos de Alder.
El seco golpe sobre la madera se detuvo bruscamente. El joven intentó levantarse de golpe para buscar su arma. Avanzó unos pasos a ciegas y escuchó un fuerte gruñido.
Taro paralizado observó un par de ojos rojos que emergían de las sombras, ojos que nunca había visto en su vida, ojos que manifestaban odio, sufrimiento y dolor.