04/02/2015 05:13 PM
Bien, aquí está:
CAPÍTULO I: CELLYA
Jueves 3 – Sábado 5 de Octubre. Otoño del 1059. La frontera.
La mortecina luz de las lunas brillaba sobre el prado con especial fuerza aquella noche. Tenía las botas embarradas y la capa oscura también estaba algo manchada, pero la capucha y el resto de prendas permanecían casi intactas. Caminaba agazapada entre la hierba alta frente a la sombra de Piedra Luna, una antigua muralla que los hombres del pasado acertaron a levantar como defensa frente a los salvajes. Y al territorio de los salvajes iba ahora, una tierra que durante mucho tiempo había alimentado las leyendas y mitos de la zona.
Se detuvo un instante y oteó a su alrededor como cazador buscando a la presa. Nada. Lo único que se veía era la esbelta muralla caída en ruina y una pequeña granja quemada que se alzaba junto a un árbol seco. Allí, entre las paredes derruidas y calcinadas, sin un techo o una lumbre que los calentara en aquella fría noche, le aguardaban Anne, Bern y Caelo, tres iniciados de la hermandad que ahora estaban a su cargo.
Tras asegurarse de estar completamente sola, echó una rápida carrera hacia el imponente muro y se propulsó para alcanzar un gran bloque que sobresalía. Dio un salto y las manos envueltas en guantes de cuero negro se aferraron a la superficie porosa y desgastada. Con algo de esfuerzo se impulsó en el aire para colocarse sobre ella y continuar la trepa hasta el otro lado, hacia las Estepas.
Tampoco se veía a nadie desde lo alto de la muralla, salvo alguna que otra roca engañosa que salpicaba los cada vez más grises campos. Entonces, se descubrió la cara y la trémula y tímida luz del cielo estrellado le dio la bienvenida a un rostro blanco, de facciones suaves, como porcelana, que agradecía la brisa fresca de aquella noche de otoño. Pero no tuvo mucho tiempo para regocijarse en aquellas sensaciones, pues el tiempo corría, al igual que el sol, y debía terminar su misión para estar de vuelta en la vieja granja antes del alba.
Dio un salto y cayó con gracilidad sobre otro bloque de considerable tamaño que se había quebrado a la mitad, y de éste al suelo húmedo y blando, sobre los matojos salvajes de hierba que crecían sin medida. Pero una nueva brisa soplaba del otro lado de la muralla, y traía voces y ecos que se perdían en la bruma, susurros que se le erizaban en la nuca. Se volvió a cubrir el rostro con la capucha y se agazapó junto a los arbustos espinosos y los ladrillos desprendidos, y allí decidió esperar por sus presas, un grupo de soldados que escoltaban a una maga.
Cogió el arco y aguzó la vista. Las Estepas salvajes era un conjunto de praderas grises, casi deshabitadas y yermas que se extendían miles de kilómetros hacia el norte, salpicadas por repentinas depresiones excavadas en el suelo granítico, pequeñas colinas y ondulaciones, y algún margen de un río que dejó de fluir hace mucho.
Se le aceleró la respiración, pero el pulso siguió firme. Dejó transcurrir los segundos, paciente, pero nada asomó tras la suave ladera y entonces sintió inquietud y congoja. Aquellas voces… las seguía escuchando, cerca y lejos, a sus espaldas y justo a su lado, entre las distantes estrellas, saliendo de las hendiduras de cada bloque de Piedra Luna… Cerró los ojos e intentó concentrarse en el momento, en el barro que pisaba y las hojas secas tras las que se ocultaba, y entonces, casi sin querer, descubrió su figura descendiendo la falda con dificultad. Sacó una flecha del carcaj, tensó y apuntó con el arco. Las instrucciones hablaban de varios soldados y una maga, pero solo veía una silueta temblorosa. Entonces, se volvió con ansiedad hacia todos lados con la intención de descubrir a los demás y asesinarlos, pero solo encontró un cuervo asustadizo que emprendió rápidamente el vuelo.
El mismo cuervo que Guber interpretó como un mal augurio.
El soldado desenvainó la espada jadeante y clavó la mirada en los escombros que tenía frente a él, como si pudiera ver a través de ellos. Una extraña sensación le recorrió la nuca y se volvió rápidamente, esperando descubrir un salvaje a sus espaldas que estuviera a punto de matarlo. Pero solo había hierba y niebla.
Escuchaba su respiración aunque su silueta apenas era un borrón visible en medio de la niebla. Volvió a tensar el arco, apuntó, y entonces el soldado se dio la vuelta súbitamente y quedó totalmente expuesto a sus virotes.
No esperó más. Soltó y la flecha silbó un par de segundos por el aire antes de atravesarle el muslo derecho. No lo quería muerto, no todavía. Sus compañeros podrían andar no demasiado lejos y necesitaba información para encontrarlos, matarlos y completar la misión.
Guber cayó al suelo y gimió mientras se arrastraba entre la hierba alta para recuperar la espada perdida y, con suerte, desaparecer a ojos del tirador. Pero a su paso dejaba un rastro de sangre, brillante y tibia, que lo delataría rápidamente. Tras varios segundos en tenso y estresante silencio recibió un fuerte pistón en mitad de la espalda y unas manos lo agarraron y tendieron boca arriba.
-¿Y los demás? –preguntó Cellya susurrándole en la oreja. El soldado había perdido tanta sangre que no era del todo consciente, y el dolor le nublaba la visión. La mujer había hincado la rodilla en el pecho del hombre, que también respiraba con dificultad.
-Salvajes… yo, combatimos –jadeó. Lo único que entreveía era la clara luz de ambas lunas sobre el rostro oscuro de la mujer, que lo tenía agarrado de la media melena castaña, sucia y empapada. Cellya lo miró bajo las finas cejas fruncidas y desenvainó la daga que llevaba al cinto.
-Te he hecho una pregunta muy simple. ¡Contéstame!
-Nos atacaron, murieron… -gritó desesperado con la poca voz que le quedaba –Ahora siguen mi rastro. Por favor, mi señora, piedad…
“Rastro” repitió mentalmente Cellya y empalideció. Durante un par de segundos dejó de agarrar con tanta consistencia al soldado y aguzó la vista. No veía nada, pero la niebla era densa y podrían estar acercándose, podrían haberla olido, oído, incluso visto. Cogió de nuevo el arco y estuvo atenta.
-Por favor, liberadme… –gimió Guber entre el llanto y la locura. Otro cuervo, tal vez el mismo, alzó el vuelo en la distancia y Cellya, harta de las constantes súplicas de aquel desdichado, le dio la vuelta a la daga y la hundió en el estómago del soldado, que liberó un líquido rojo y templado que pronto le empapó las prendas. Después de unos segundos, expiró con suavidad y sus ojos se entornaron mirando hacia el infinito.
Retiró la daga y la limpió con la punta de la lengua antes de envainarla de nuevo. Pero no se movió, y durante largos minutos permaneció sobre el cadáver del hombre, atenta, agazapada. Solo cuando creyó estar ya fuera de peligro se atrevió a volverse, aún con sigilo, y emprender el camino de regreso a la vieja granja.
Escaló otra vez la ruinosa muralla para llegar al otro lado y cuando hubo dado unos cuantos pasos se detuvo para admirar el cielo nocturno, que ya empezaba a desvanecerse con las primeras luces del sol. Era un frío jueves de otoño del año 1.059 y ya echaba de menos las comodidades de su hogar, si así podía denominarse al lugar donde residían ella y los demás discípulos. Lo llamaban La telaraña y era una de las muchas bases que tenía la secta en la Punta.
Continuó la caminata hasta la vieja granja, que se alzaba como un cadáver calcinado en medio del prado. El árbol estaba plagado de cuervos que a su llegada emprendieron el vuelo.
-Cellya –llamó no demasiado alto Anne, su discípula más adelantada. Cellya se descubrió el rostro y clavó sus fríos ojos azules en los de Anne, que no soportó la mirada durante mucho tiempo. – ¿Todo bien?
Se limitó a asentir y apoyó el arco contra el tronco marchito. Adentro se movían otras dos sombras; eran Bern y Caelo.
-Pasa, pasa. Oh, y dame esa capa empapada. Hemos preparado algo de comer y tenemos mantas secas.
-¿Dónde las habéis conseguido? –preguntó casi inexpresiva. Anne señaló una trampilla medio chamuscada del suelo que parecía anegada por una densa oscuridad.
-En el sótano tenían vinos y algún baúl repleto de ropas y mantas. Hay mucha humedad y está oscuro, pero no hace tanto frío como aquí arriba. ¡Bern, Caelo! –llamó –. Ha llegado Cellya, preparad los sacos.
Los dos jóvenes aparecieron por la izquierda, saltando los escombros de lo que una vez fuera la pared que separaba el salón de las habitaciones. Bern era un muchacho alto, de pelo castaño enmarañado, fornido y de porte burlesco, mientras que Caelo era mucho más delgado y tímido, aunque calculador y de mirada inteligente. De hecho, no se toleraban, y si no se habían clavado un puñal todavía era por la omnipresencia de Cellya cada vez que tenían una disputa.
Bern se inclinó con gracia mientras que Caelo permaneció en silencio. Ambos traían unas bolsas colgadas a la espalda en la que llevaban los víveres y alguna pequeña manta, además de sus propias armas que llevaban al cinto. Anne terminó de guardar sus cosas en el saco y se incorporó vivaz.
-Bien, esto ya está. ¿Y las cosas de Cellya? –quiso saber –. Y traedle otra capa, la tiene embarrada.
-Las dejamos al lado de la chimenea –señaló Bern. La chimenea a la que se refería apenas era un amasijo de ladrillos desordenados entre los que sobresalía la leña mohosa y húmeda que una vez calentara esa misma estancia. Cellya se encaminó a su bolsa y la recogió sin apenas esfuerzo, cargándosela a la espalda.
-Nos vamos –ordenó. El cielo cada vez era más azul a medida que el Sol emergía por el horizonte, radiante, lleno de gloria. Mas el frío de la noche no se había esfumado como las estrellas, y allí, encima de la colina, entre las paredes derruidas de madera negra enmohecida, soplaba una brisa helada que calaba hasta los huesos.
Una vez se hubieron puesto en marcha, con Cellya a la cabeza y los demás varios metros por detrás, Anne se adelantó al resto y se allegó a Cellya con una sonrisa desenfadada. Ésta caminaba con el gesto torcido, envuelta en sus pensamientos. Pero por mi ausente que pareciera, Anne sabía que ya había reparado en su presencia así que se apresuró a hablar.
-¿Qué sucedió al otro lado de las murallas? ¿Viste algún salvaje?
-No –respondió casi sin inmutarse. Se le estaba empezando a atragantar Anne con sus insistentes y constantes preguntas sobre esto o tal cosa, y a pesar de sus malas contestaciones, la muchacha seguía igual de impertinente.
-¿Te resultó difícil matarlos?
Esta vez Cellya no contestó ni hizo el más mínimo gesto. Caminaban alejados del sendero, ocultos entre maleza y la hojarasca. Se acercaba el mediodía y ya hacía algo más de calor, pero unas nubes negras se acercaban a gran velocidad desde el este, del Mar Ceniciento, amenazando con llover. Y tenían que andar a paso ligero si no querían pasar la noche a la intemperie, pues no demasiado lejos habían descubierto una mina abandonada que ya nadie transitaba, perfecta para refugiarse del capricho de los elementos.
Siguieron caminando durante casi dos horas más e hicieron una pausa para comer. La noche anterior, durante la ausencia de Cellya, Anne había aprovechado para salir de caza y había traído un par de conejos. Siempre había sido buena arquera, quizás incluso mejor que Cellya.
Extrajo el único conejo que quedaba y lo recibieron de no muy buena gana. Bern había salido a coger leña para hacer un fuego con el que cocinarlo, y ahora estaban Caelo y Cellya sentados sobre una roca musgosa, cada uno más misterioso que el otro, más abstraído en sus cavilaciones. Pero había algo que los distinguía perfectamente: si bien el misterio que envolvía a Caelo era atractivo y mágico, el que rodeaba a Cellya era un misterio espeluznante e inquietante, que sobrecogía inexplicablemente.
A la media hora regresó Bern, algo sudoroso, con una sonrisa de oreja a oreja. Caelo torció el gesto, Cellya ni se molestó en mirarlo. Traía un buen montón de madera entre sus brazos fuertes y caminaba triunfal hacia Anne, que tampoco tenía mucha paciencia. Los dejó caer desde la altitud y se sentó junto a ésta, que ya comenzaba a hacer un fuego.
-Por la ruta que tomaremos son otros dos días de jornada hasta la Telaraña –indicó Cellya mientras la leña prendía con vivaces y saltarinas chispas. Las miraba fijamente como si pudiera atraparlas con la mirada, como si pudiera apagarlas –. Por eso tendremos que madrugar mañana, y caminar a mejor ritmo.
-¡Mejor ritmo! –bufó Bern. -Tengo los pies llenos de callos y para nada, para que lo hagas tú todo. Hubiéramos estado mejor y más cómodos entrenando en la telaraña y no haciendo de bandidos de poca monta. Y creo que todos pensamos lo mismo.
Anne iba a decir algo pero calló al encontrarse con la oscura mirada de Cellya clavada sobre ella. Algo había en aquellos ojos que la estremeció por dentro; un destello helado de muerte que jamás había sentido con tanta intensidad. Observó entonces como Cellya desenvainaba la daga, curvada y todavía con pegotes de sangre reseca, y alzaba el brazo. Su respiración palpitante se entremezclaba con el murmullo del viento en las hojas dando lugar a una siniestra sinfonía que inquietó incluso a Caelo. Pero el único que no era consciente de lo que estaba a punto de suceder era Bern, que hincaba los incisivos en su ración chamuscada de conejo, hambriento.
Anne sintió pasar una eternidad, pero todo fue cuestión de unos segundos. Y fue rápido. En un solo revés Cellya hundió la daga en la garganta de Bern, que se tambaleó durante unos instantes antes de precipitarse contra el suelo embarrado.
-Pobre Bern –dijo Cellya sombría –, inocente, pero muy estúpido ¿Alguien tiene algo más que objetar? La disciplina es lo primero en una hermandad, luego ya vienen la habilidad y destreza de cada uno. No quiero escuchar ni un murmullo ni una queja, o semejante destino os aguardará a vosotros también. ¿Entendido?
Ninguno de los dos contestó, seguían conmocionados y observaban con asco y temor como la sangre emanaba del corte profundo en la garganta. Incluso creyeron ver como Bern intentaba respirar y revolverse lo poco que podía, ahogándose en una negrura que ahora veían en los ojos de Cellya, cayendo en la desesperación y angustia del que ve como la vida se le escapa de entre los dedos.
-¡¿Entendido?!
Asintieron y tragaron saliva. Ninguno de los dos se encontraba cómodo frente al cadáver, que yacía sobre un charco de un sugerente rojo brillante. Durante largo rato Anne no comió ni dijo nada, pero Caelo tragó saliva y quiso anteponerse a la congoja que lo inundaba por dentro, e hizo como si nada. Pronto, todos terminaron sus raciones de conejo, mayores de lo previsto en un principio, y aguardaron por la última palabra de Cellya antes de emprender de nuevo el camino.
-Desnudadlo y quitadle sus pertenencias, los que lo encuentren pensarán que fue un robo.
CAPÍTULO I: CELLYA
Jueves 3 – Sábado 5 de Octubre. Otoño del 1059. La frontera.
La mortecina luz de las lunas brillaba sobre el prado con especial fuerza aquella noche. Tenía las botas embarradas y la capa oscura también estaba algo manchada, pero la capucha y el resto de prendas permanecían casi intactas. Caminaba agazapada entre la hierba alta frente a la sombra de Piedra Luna, una antigua muralla que los hombres del pasado acertaron a levantar como defensa frente a los salvajes. Y al territorio de los salvajes iba ahora, una tierra que durante mucho tiempo había alimentado las leyendas y mitos de la zona.
Se detuvo un instante y oteó a su alrededor como cazador buscando a la presa. Nada. Lo único que se veía era la esbelta muralla caída en ruina y una pequeña granja quemada que se alzaba junto a un árbol seco. Allí, entre las paredes derruidas y calcinadas, sin un techo o una lumbre que los calentara en aquella fría noche, le aguardaban Anne, Bern y Caelo, tres iniciados de la hermandad que ahora estaban a su cargo.
Tras asegurarse de estar completamente sola, echó una rápida carrera hacia el imponente muro y se propulsó para alcanzar un gran bloque que sobresalía. Dio un salto y las manos envueltas en guantes de cuero negro se aferraron a la superficie porosa y desgastada. Con algo de esfuerzo se impulsó en el aire para colocarse sobre ella y continuar la trepa hasta el otro lado, hacia las Estepas.
Tampoco se veía a nadie desde lo alto de la muralla, salvo alguna que otra roca engañosa que salpicaba los cada vez más grises campos. Entonces, se descubrió la cara y la trémula y tímida luz del cielo estrellado le dio la bienvenida a un rostro blanco, de facciones suaves, como porcelana, que agradecía la brisa fresca de aquella noche de otoño. Pero no tuvo mucho tiempo para regocijarse en aquellas sensaciones, pues el tiempo corría, al igual que el sol, y debía terminar su misión para estar de vuelta en la vieja granja antes del alba.
Dio un salto y cayó con gracilidad sobre otro bloque de considerable tamaño que se había quebrado a la mitad, y de éste al suelo húmedo y blando, sobre los matojos salvajes de hierba que crecían sin medida. Pero una nueva brisa soplaba del otro lado de la muralla, y traía voces y ecos que se perdían en la bruma, susurros que se le erizaban en la nuca. Se volvió a cubrir el rostro con la capucha y se agazapó junto a los arbustos espinosos y los ladrillos desprendidos, y allí decidió esperar por sus presas, un grupo de soldados que escoltaban a una maga.
Cogió el arco y aguzó la vista. Las Estepas salvajes era un conjunto de praderas grises, casi deshabitadas y yermas que se extendían miles de kilómetros hacia el norte, salpicadas por repentinas depresiones excavadas en el suelo granítico, pequeñas colinas y ondulaciones, y algún margen de un río que dejó de fluir hace mucho.
Se le aceleró la respiración, pero el pulso siguió firme. Dejó transcurrir los segundos, paciente, pero nada asomó tras la suave ladera y entonces sintió inquietud y congoja. Aquellas voces… las seguía escuchando, cerca y lejos, a sus espaldas y justo a su lado, entre las distantes estrellas, saliendo de las hendiduras de cada bloque de Piedra Luna… Cerró los ojos e intentó concentrarse en el momento, en el barro que pisaba y las hojas secas tras las que se ocultaba, y entonces, casi sin querer, descubrió su figura descendiendo la falda con dificultad. Sacó una flecha del carcaj, tensó y apuntó con el arco. Las instrucciones hablaban de varios soldados y una maga, pero solo veía una silueta temblorosa. Entonces, se volvió con ansiedad hacia todos lados con la intención de descubrir a los demás y asesinarlos, pero solo encontró un cuervo asustadizo que emprendió rápidamente el vuelo.
El mismo cuervo que Guber interpretó como un mal augurio.
El soldado desenvainó la espada jadeante y clavó la mirada en los escombros que tenía frente a él, como si pudiera ver a través de ellos. Una extraña sensación le recorrió la nuca y se volvió rápidamente, esperando descubrir un salvaje a sus espaldas que estuviera a punto de matarlo. Pero solo había hierba y niebla.
Escuchaba su respiración aunque su silueta apenas era un borrón visible en medio de la niebla. Volvió a tensar el arco, apuntó, y entonces el soldado se dio la vuelta súbitamente y quedó totalmente expuesto a sus virotes.
No esperó más. Soltó y la flecha silbó un par de segundos por el aire antes de atravesarle el muslo derecho. No lo quería muerto, no todavía. Sus compañeros podrían andar no demasiado lejos y necesitaba información para encontrarlos, matarlos y completar la misión.
Guber cayó al suelo y gimió mientras se arrastraba entre la hierba alta para recuperar la espada perdida y, con suerte, desaparecer a ojos del tirador. Pero a su paso dejaba un rastro de sangre, brillante y tibia, que lo delataría rápidamente. Tras varios segundos en tenso y estresante silencio recibió un fuerte pistón en mitad de la espalda y unas manos lo agarraron y tendieron boca arriba.
-¿Y los demás? –preguntó Cellya susurrándole en la oreja. El soldado había perdido tanta sangre que no era del todo consciente, y el dolor le nublaba la visión. La mujer había hincado la rodilla en el pecho del hombre, que también respiraba con dificultad.
-Salvajes… yo, combatimos –jadeó. Lo único que entreveía era la clara luz de ambas lunas sobre el rostro oscuro de la mujer, que lo tenía agarrado de la media melena castaña, sucia y empapada. Cellya lo miró bajo las finas cejas fruncidas y desenvainó la daga que llevaba al cinto.
-Te he hecho una pregunta muy simple. ¡Contéstame!
-Nos atacaron, murieron… -gritó desesperado con la poca voz que le quedaba –Ahora siguen mi rastro. Por favor, mi señora, piedad…
“Rastro” repitió mentalmente Cellya y empalideció. Durante un par de segundos dejó de agarrar con tanta consistencia al soldado y aguzó la vista. No veía nada, pero la niebla era densa y podrían estar acercándose, podrían haberla olido, oído, incluso visto. Cogió de nuevo el arco y estuvo atenta.
-Por favor, liberadme… –gimió Guber entre el llanto y la locura. Otro cuervo, tal vez el mismo, alzó el vuelo en la distancia y Cellya, harta de las constantes súplicas de aquel desdichado, le dio la vuelta a la daga y la hundió en el estómago del soldado, que liberó un líquido rojo y templado que pronto le empapó las prendas. Después de unos segundos, expiró con suavidad y sus ojos se entornaron mirando hacia el infinito.
Retiró la daga y la limpió con la punta de la lengua antes de envainarla de nuevo. Pero no se movió, y durante largos minutos permaneció sobre el cadáver del hombre, atenta, agazapada. Solo cuando creyó estar ya fuera de peligro se atrevió a volverse, aún con sigilo, y emprender el camino de regreso a la vieja granja.
Escaló otra vez la ruinosa muralla para llegar al otro lado y cuando hubo dado unos cuantos pasos se detuvo para admirar el cielo nocturno, que ya empezaba a desvanecerse con las primeras luces del sol. Era un frío jueves de otoño del año 1.059 y ya echaba de menos las comodidades de su hogar, si así podía denominarse al lugar donde residían ella y los demás discípulos. Lo llamaban La telaraña y era una de las muchas bases que tenía la secta en la Punta.
Continuó la caminata hasta la vieja granja, que se alzaba como un cadáver calcinado en medio del prado. El árbol estaba plagado de cuervos que a su llegada emprendieron el vuelo.
-Cellya –llamó no demasiado alto Anne, su discípula más adelantada. Cellya se descubrió el rostro y clavó sus fríos ojos azules en los de Anne, que no soportó la mirada durante mucho tiempo. – ¿Todo bien?
Se limitó a asentir y apoyó el arco contra el tronco marchito. Adentro se movían otras dos sombras; eran Bern y Caelo.
-Pasa, pasa. Oh, y dame esa capa empapada. Hemos preparado algo de comer y tenemos mantas secas.
-¿Dónde las habéis conseguido? –preguntó casi inexpresiva. Anne señaló una trampilla medio chamuscada del suelo que parecía anegada por una densa oscuridad.
-En el sótano tenían vinos y algún baúl repleto de ropas y mantas. Hay mucha humedad y está oscuro, pero no hace tanto frío como aquí arriba. ¡Bern, Caelo! –llamó –. Ha llegado Cellya, preparad los sacos.
Los dos jóvenes aparecieron por la izquierda, saltando los escombros de lo que una vez fuera la pared que separaba el salón de las habitaciones. Bern era un muchacho alto, de pelo castaño enmarañado, fornido y de porte burlesco, mientras que Caelo era mucho más delgado y tímido, aunque calculador y de mirada inteligente. De hecho, no se toleraban, y si no se habían clavado un puñal todavía era por la omnipresencia de Cellya cada vez que tenían una disputa.
Bern se inclinó con gracia mientras que Caelo permaneció en silencio. Ambos traían unas bolsas colgadas a la espalda en la que llevaban los víveres y alguna pequeña manta, además de sus propias armas que llevaban al cinto. Anne terminó de guardar sus cosas en el saco y se incorporó vivaz.
-Bien, esto ya está. ¿Y las cosas de Cellya? –quiso saber –. Y traedle otra capa, la tiene embarrada.
-Las dejamos al lado de la chimenea –señaló Bern. La chimenea a la que se refería apenas era un amasijo de ladrillos desordenados entre los que sobresalía la leña mohosa y húmeda que una vez calentara esa misma estancia. Cellya se encaminó a su bolsa y la recogió sin apenas esfuerzo, cargándosela a la espalda.
-Nos vamos –ordenó. El cielo cada vez era más azul a medida que el Sol emergía por el horizonte, radiante, lleno de gloria. Mas el frío de la noche no se había esfumado como las estrellas, y allí, encima de la colina, entre las paredes derruidas de madera negra enmohecida, soplaba una brisa helada que calaba hasta los huesos.
Una vez se hubieron puesto en marcha, con Cellya a la cabeza y los demás varios metros por detrás, Anne se adelantó al resto y se allegó a Cellya con una sonrisa desenfadada. Ésta caminaba con el gesto torcido, envuelta en sus pensamientos. Pero por mi ausente que pareciera, Anne sabía que ya había reparado en su presencia así que se apresuró a hablar.
-¿Qué sucedió al otro lado de las murallas? ¿Viste algún salvaje?
-No –respondió casi sin inmutarse. Se le estaba empezando a atragantar Anne con sus insistentes y constantes preguntas sobre esto o tal cosa, y a pesar de sus malas contestaciones, la muchacha seguía igual de impertinente.
-¿Te resultó difícil matarlos?
Esta vez Cellya no contestó ni hizo el más mínimo gesto. Caminaban alejados del sendero, ocultos entre maleza y la hojarasca. Se acercaba el mediodía y ya hacía algo más de calor, pero unas nubes negras se acercaban a gran velocidad desde el este, del Mar Ceniciento, amenazando con llover. Y tenían que andar a paso ligero si no querían pasar la noche a la intemperie, pues no demasiado lejos habían descubierto una mina abandonada que ya nadie transitaba, perfecta para refugiarse del capricho de los elementos.
Siguieron caminando durante casi dos horas más e hicieron una pausa para comer. La noche anterior, durante la ausencia de Cellya, Anne había aprovechado para salir de caza y había traído un par de conejos. Siempre había sido buena arquera, quizás incluso mejor que Cellya.
Extrajo el único conejo que quedaba y lo recibieron de no muy buena gana. Bern había salido a coger leña para hacer un fuego con el que cocinarlo, y ahora estaban Caelo y Cellya sentados sobre una roca musgosa, cada uno más misterioso que el otro, más abstraído en sus cavilaciones. Pero había algo que los distinguía perfectamente: si bien el misterio que envolvía a Caelo era atractivo y mágico, el que rodeaba a Cellya era un misterio espeluznante e inquietante, que sobrecogía inexplicablemente.
A la media hora regresó Bern, algo sudoroso, con una sonrisa de oreja a oreja. Caelo torció el gesto, Cellya ni se molestó en mirarlo. Traía un buen montón de madera entre sus brazos fuertes y caminaba triunfal hacia Anne, que tampoco tenía mucha paciencia. Los dejó caer desde la altitud y se sentó junto a ésta, que ya comenzaba a hacer un fuego.
-Por la ruta que tomaremos son otros dos días de jornada hasta la Telaraña –indicó Cellya mientras la leña prendía con vivaces y saltarinas chispas. Las miraba fijamente como si pudiera atraparlas con la mirada, como si pudiera apagarlas –. Por eso tendremos que madrugar mañana, y caminar a mejor ritmo.
-¡Mejor ritmo! –bufó Bern. -Tengo los pies llenos de callos y para nada, para que lo hagas tú todo. Hubiéramos estado mejor y más cómodos entrenando en la telaraña y no haciendo de bandidos de poca monta. Y creo que todos pensamos lo mismo.
Anne iba a decir algo pero calló al encontrarse con la oscura mirada de Cellya clavada sobre ella. Algo había en aquellos ojos que la estremeció por dentro; un destello helado de muerte que jamás había sentido con tanta intensidad. Observó entonces como Cellya desenvainaba la daga, curvada y todavía con pegotes de sangre reseca, y alzaba el brazo. Su respiración palpitante se entremezclaba con el murmullo del viento en las hojas dando lugar a una siniestra sinfonía que inquietó incluso a Caelo. Pero el único que no era consciente de lo que estaba a punto de suceder era Bern, que hincaba los incisivos en su ración chamuscada de conejo, hambriento.
Anne sintió pasar una eternidad, pero todo fue cuestión de unos segundos. Y fue rápido. En un solo revés Cellya hundió la daga en la garganta de Bern, que se tambaleó durante unos instantes antes de precipitarse contra el suelo embarrado.
-Pobre Bern –dijo Cellya sombría –, inocente, pero muy estúpido ¿Alguien tiene algo más que objetar? La disciplina es lo primero en una hermandad, luego ya vienen la habilidad y destreza de cada uno. No quiero escuchar ni un murmullo ni una queja, o semejante destino os aguardará a vosotros también. ¿Entendido?
Ninguno de los dos contestó, seguían conmocionados y observaban con asco y temor como la sangre emanaba del corte profundo en la garganta. Incluso creyeron ver como Bern intentaba respirar y revolverse lo poco que podía, ahogándose en una negrura que ahora veían en los ojos de Cellya, cayendo en la desesperación y angustia del que ve como la vida se le escapa de entre los dedos.
-¡¿Entendido?!
Asintieron y tragaron saliva. Ninguno de los dos se encontraba cómodo frente al cadáver, que yacía sobre un charco de un sugerente rojo brillante. Durante largo rato Anne no comió ni dijo nada, pero Caelo tragó saliva y quiso anteponerse a la congoja que lo inundaba por dentro, e hizo como si nada. Pronto, todos terminaron sus raciones de conejo, mayores de lo previsto en un principio, y aguardaron por la última palabra de Cellya antes de emprender de nuevo el camino.
-Desnudadlo y quitadle sus pertenencias, los que lo encuentren pensarán que fue un robo.