Enlace del capítulo a Wattpad.
Los caballos galopan acercándonos a Darethot, la ciudad fortificada más cercana. Espero que el Condomator no haya retirado de allí a la gran guarnición del ejército del Este. Y también espero que su hermano, Varel, siga estando al mando de esos hombres.
—Vagalat —dice en voz alta Adalt—, ¿sientes eso? —pregunta, a la vez que hace que su caballo trote a más velocidad.
«Sí, ahora sí lo siento —contesto para mí mismo—. El uso de la telepatía ha adormecido mis otras facultades… Por suerte te tengo a ti, amigo».
Hago que se manifieste Laht y le ordeno que se adelante a explorar. Azuzo a mi corcel y me pongo a la par de Adalt.
—No son víctimas de los silentes —le digo alzando la voz.
—No lo parecen, no capto rastro de ellos. —Me mira—. Espero que valga la pena el retraso. —Sonrío y añade—: A mí no me hace gracia tener que parar a matar a simples asesinos teniendo en el bosque a un silente tan antiguo.
—No habrá retraso, sigue hasta Darethot y habla con Varel.
Me observa unos segundos sin mover un músculo de su cara malhumorada y, luego, dice:
—Si Varel sigue al mando y decide enviar tropas para cazar a los silentes, tomáremos el camino de Ardión.
Asiento con la cabeza y, aunque no lo escuche, sé que gruñe.
Nos separamos, Adalt sigue hacia Darethot y yo me desvío, necesito asegurarme de que la masacre que detecto no ha sido cometida por ningún ser oscuro.
No tardo mucho en llegar. Me bajo del caballo, miro al cielo y veo a Laht volando en círculos; percibe algo pero no sabe qué es. Camino y examino los cuerpos. Hacía tiempo que no veía tanto ensañamiento. Me fijo en una de las armas, observo cómo atraviesa el pecho de una mujer y cómo se incrusta en el tronco de un árbol. Bajo la mirada y me quedo un par de segundos contemplando cómo las puntas de los pies de la víctima caen buscando el suelo.
Recorro con la vista los otros cadáveres. Todos están colgando a la misma altura; todos con esas extrañas armas atravesándoles el tórax. Indignado, cierro lo ojos y niego con la cabeza. Me repugna ser testigo del asesinato de estas mujeres y de estos niños. Aunque aún me repugna más pensar que los asesinos seguro que disfrutaron con las ejecuciones.
A una decena de metros, volcado, está el carro donde viajaban. Mientras me aproximo me tengo que tapar la nariz con el antebrazo; la madera apesta. Qué raro, tendría que haber podido percibir este hedor desde mucha distancia, pero hasta que no he estado casi al lado no he sido capaz de olerlo. Es repugnante, es más fuerte e intenso que el azufre.
«¿Demonios? No creo, hace mucho que no pisan estas tierras. ¿Qué ha podido ser entonces?» me pregunto mientras observo la carnicería que han hecho con los animales de carga. «¿Por qué los han degollado y por qué les han amputado las patas?».
Después de un par de décadas vuelven a aparecer los silentes y, aunque parece que no han tenido nada que ver en esto, de alguna forma deben de estar conectados con la masacre; no puede ser una coincidencia.
Me agacho y cojo un pedazo de un recipiente de barro, un fragmento de la carga que transportaban. Lo miro y me sumerjo en mis pensamientos:
«Si no fuera por el hedor y porque ni Laht ni yo podemos asegurar que estas ejecuciones han sido cosas de hombres, no empezaría a creer las palabras del anciano. Ese viejo excéntrico y bonachón parece que ha recuperado sus facultades».
Un ruido me alerta. Oigo a alguien correr por el bosque y escucho su risa.
—Laht, ven aquí —grito y mi cuervo sagrado obedece.
Cuando está a punto de posarse en mi antebrazo, una flecha de luz azul lo alcanza y lo desintegra.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué demonios?! —Alguien empieza a tararear una melodía que me pone enfermo—. ¡Muéstrate!
—Por supuesto —escucho a mi espalda.
—¿Quién eres? —pregunto, volteándome.
—¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Qué somos? ¿Qué seremos? —Se pausa y, luego, pronuncia con un tono melódico—: Somos hijos y somos padres; somos hermanos y somos nietos; somos y seremos. —Sonríe y deja a la vista una dentadura de colmillos negros.
Aparte de la macabra sonrisa, apenas percibo su forma, se camufla entre los diferentes planos. Fuerzo mi visión hasta que obtengo una imagen clara. Su piel es negra y está cubierta por pelo oscuro. Es grande, me dobla en tamaño. Los ojos se asemejan a los de las serpientes, pero brillan. Tiene garras en vez de manos y de los dedos de los pies le nacen unas afiladas uñas que se hunden en la tierra.
—¿Eres un demonio? —pregunto, extendiendo mi brazo.
Con la punta de una garra se quita un trozo de carne de entre los colmillos y contesta:
—¿Demonio? Qué poca imaginación que tienen los humanos, a todo le llaman demonio. —Ríe y añade con tono burlesco—: Mamá, he visto a un monstruo fornicando con las gallinas. Hijita, no te preocupes, ha sido un demonio. Abuelo, he visto a un bicho orinando en el pozo. Pequeño, no te preocupes, seguro que ha sido un demonio. —Abre la boca y mueve en el aire su lengua amarilla—. Los humanos son inútiles. —Clava su mirada en mis ojos y menea la cabeza—. Pobrecito, Vagalat, ¿de verdad no recuerdas nada?
—Estoy harto, se acabó —sentencio, cierro el puño y hago que una parte de mi alma dé vida a Dhagul; mi espada.
Él se queda mirando cómo toma forma mi arma de energía roja, pero no se sorprende, parece cómo si ya la hubiera visto antes.
—Los rumores son ciertos —afirma mientras camina hacia mí—. Has perdido la memoria.
—¡¿De qué hablas?! —Corro y le ataco con Dhagul.
—Sin memoria solo eres una sombra de lo que eras. —Para la hoja de energía con la mano y añade—: Eres escoria. —Perplejo, veo cómo destroza mi espada—. ¡Eres casi como un patético humano! —Sonríe y me golpea en la cara.
Salgo disparado, caigo sobre el carro y lo destrozo. Tomo aliento y me levanto.
—El bueno de Vagalat. —Escupe una saliva que corroe la tierra—. ¡Qué mal te sienta ese adjetivo! —Cierra las garras y los ojos dejan de brillar.
Lo señalo y pregunto gritando:
—¡¿Qué eres?! —Aprieto los dientes y, tras un segundo de ira contenida, escupo—: ¡¿Cómo has podido herir a Laht?! ¡¿Cómo has podido partir a Dhagul?!
—¿Herir a Laht? ¿De verdad te has vuelto tan estúpido? —Se calla, parece que percibe algo que yo no percibo. Mira hacia el espesor del bosque y le pregunta a alguien—: ¿Por qué has tardado tanto?
Se escucha una risa y pasos. Cuando veo de quién se trata, siento cómo la rabia prende en mi interior. Es un silente, pero no uno cualquiera, es muy antiguo. Lo huelo, es más antiguo que el que detecté antes, este tiene miles de años.
El cuerpo que ocupa está demasiado corrompido. En algunos puntos las venas negras salen de la carne y recorren la superficie de la piel. Parece como si los músculos se los hubieran exprimido hasta convertirlos en una plasta que le cuelga en forma de pellejo. Apenas conserva rasgos humanos. Se pudre, ha consumido demasiado el alma del pobre desgraciado al que le robó la vida.
—Me entretuve buscando un buen regalo para nuestro invitado. —Sonríe y la piel de los mofletes resbala cayendo fuera de la cara—. ¿Puedo dárselo?
«¿Por qué le pide permiso?». Aparto la mirada del silente y, observando al otro monstruo, me pregunto: «¿Qué clase de criatura eres? Y, ¿de qué me conoces?».
—Dáselo, pero no te acerques mucho —ordena meneando una garra.
—Está bien. —Da unos pasos y me dice—: Te he traído un recuerdo. —Silba y alguien lanza una cabeza que vuela desde el bosque y cae delante de mí.
Una larga melena blanca tapa la cara del decapitado. Me agacho y, al apartarla, siento un pinchazo en el corazón. El rostro me tiembla y la llama de la ira incendia mi interior.
—¡No! —Las lágrimas resbalan por mi piel—. ¡Maldito! —grito mientras me levanto. Desenvaino mi puñal y me abalanzo sobre el silente.
Cuando estoy a punto de clavar el metal rojo en su sucio corazón, el ser peludo alza la garra y me paraliza.
—Vagalat, Vagalat —dice aproximándose a nosotros—. Eres una gran decepción. No sé si me das pena o risa. No sé si eres un bufón o un tarado. —Acerca la boca a mi cuello y lo lame con su asquerosa lengua amarilla. Siento cómo mi piel se quema y chillo.
Mientras huelo el olor de mi carne ardiendo, bramo:
—¡Maldito engendro! ¡Te arrancaré el corazón!
—Ya te gustaría. —Se paladea—. Antes de venir aquí ya querías hacerlo.
—¿De qué me conoces?
—Te conoce del pasado —dice el silente con una asquerosa sonrisa en la cara—. Pobre juguete roto. —Fuerza la mueca de alegría al máximo y veo con claridad sus repugnantes dientes amarillentos—. ¿Te ha gustado mi regalo? Es bonito, ¿verdad? —Se relame—. Precioso, es precioso. —Se rasca el pecho con sus sucias uñas negras—. La cabeza del único hombre que podía evitar el reino de mi especie. —Hace una pausa y añade con tono serio—: Bueno, no solo ese anciano podía frenar el ascenso. Tú también eres un gran problema.
—Maldito engendro. —Le escupo en la cara.
Se queda un segundo sin decir nada, inexpresivo. Luego sonríe y con la palma recoge mi saliva y la lame.
—Adoro que por fin vayas a pagar por lo que les has hecho a mis hermanos. El anciano ha muerto, la profecía no se cumplirá y pronto morirá tu amigo.
¿Adalt? Ya no me acordaba de él. Aunque yo muera aquí, él no puede morir hoy. No, si morimos los dos no habrá esperanza para la humanidad. Amigo, no sé cómo, pero tengo que avisarte.
Me esfuerzo, aunque por más que intento moverme, no puedo. «Laht» repito varias veces en mi mente el nombre de mi cuervo sagrado. Creo que está muerto, sin embargo, él es la única esperanza para poner en alerta al grandullón malhumorado. «¡Laht!» insisto.
Mientras intento invocar a mi cuervo sagrado, el ser peludo le ordena al silente:
—Aléjate. El medio humano es tuyo, pero Vagalat está fuera de tu alcance.
—Lo sé. —Obedece y se retira—. Solo estoy aquí para ver cómo cumples con tu parte del trato.
—Entonces, contempla. —Sus ojos vuelven a brillar, me mira y pronuncia una palabra que no entiendo—: Bhag-lhekdav-suriev.
El suelo tiembla bajo mis pies y noto cómo la roca se funde con mis piernas.
«Maldición, me estoy convirtiendo en piedra».
Cuando ya no siento la mitad de mi cuerpo, me doy cuenta de que puedo mover la otra mitad. Elevo la cabeza, miro al cielo, pienso en Adalt y grito:
—¡Laht!
Pierdo la sensibilidad de mi brazo izquierdo, pero para mi sorpresa, antes de perder la del derecho, veo cómo el antebrazo brilla con una luz azul y cómo mi cuervo sagrado se manifiesta. Sonrío y le ordeno:
«Adalt, avisa a Adalt».
La última imagen que veo antes de que mis ojos se petrifiquen, es la de Laht volando. El último sonido que escucho antes de que mis oídos se conviertan en piedra, es su graznido.
Capítulo 1 —Carne de roca—
Los caballos galopan acercándonos a Darethot, la ciudad fortificada más cercana. Espero que el Condomator no haya retirado de allí a la gran guarnición del ejército del Este. Y también espero que su hermano, Varel, siga estando al mando de esos hombres.
—Vagalat —dice en voz alta Adalt—, ¿sientes eso? —pregunta, a la vez que hace que su caballo trote a más velocidad.
«Sí, ahora sí lo siento —contesto para mí mismo—. El uso de la telepatía ha adormecido mis otras facultades… Por suerte te tengo a ti, amigo».
Hago que se manifieste Laht y le ordeno que se adelante a explorar. Azuzo a mi corcel y me pongo a la par de Adalt.
—No son víctimas de los silentes —le digo alzando la voz.
—No lo parecen, no capto rastro de ellos. —Me mira—. Espero que valga la pena el retraso. —Sonrío y añade—: A mí no me hace gracia tener que parar a matar a simples asesinos teniendo en el bosque a un silente tan antiguo.
—No habrá retraso, sigue hasta Darethot y habla con Varel.
Me observa unos segundos sin mover un músculo de su cara malhumorada y, luego, dice:
—Si Varel sigue al mando y decide enviar tropas para cazar a los silentes, tomáremos el camino de Ardión.
Asiento con la cabeza y, aunque no lo escuche, sé que gruñe.
Nos separamos, Adalt sigue hacia Darethot y yo me desvío, necesito asegurarme de que la masacre que detecto no ha sido cometida por ningún ser oscuro.
No tardo mucho en llegar. Me bajo del caballo, miro al cielo y veo a Laht volando en círculos; percibe algo pero no sabe qué es. Camino y examino los cuerpos. Hacía tiempo que no veía tanto ensañamiento. Me fijo en una de las armas, observo cómo atraviesa el pecho de una mujer y cómo se incrusta en el tronco de un árbol. Bajo la mirada y me quedo un par de segundos contemplando cómo las puntas de los pies de la víctima caen buscando el suelo.
Recorro con la vista los otros cadáveres. Todos están colgando a la misma altura; todos con esas extrañas armas atravesándoles el tórax. Indignado, cierro lo ojos y niego con la cabeza. Me repugna ser testigo del asesinato de estas mujeres y de estos niños. Aunque aún me repugna más pensar que los asesinos seguro que disfrutaron con las ejecuciones.
A una decena de metros, volcado, está el carro donde viajaban. Mientras me aproximo me tengo que tapar la nariz con el antebrazo; la madera apesta. Qué raro, tendría que haber podido percibir este hedor desde mucha distancia, pero hasta que no he estado casi al lado no he sido capaz de olerlo. Es repugnante, es más fuerte e intenso que el azufre.
«¿Demonios? No creo, hace mucho que no pisan estas tierras. ¿Qué ha podido ser entonces?» me pregunto mientras observo la carnicería que han hecho con los animales de carga. «¿Por qué los han degollado y por qué les han amputado las patas?».
Después de un par de décadas vuelven a aparecer los silentes y, aunque parece que no han tenido nada que ver en esto, de alguna forma deben de estar conectados con la masacre; no puede ser una coincidencia.
Me agacho y cojo un pedazo de un recipiente de barro, un fragmento de la carga que transportaban. Lo miro y me sumerjo en mis pensamientos:
«Si no fuera por el hedor y porque ni Laht ni yo podemos asegurar que estas ejecuciones han sido cosas de hombres, no empezaría a creer las palabras del anciano. Ese viejo excéntrico y bonachón parece que ha recuperado sus facultades».
Un ruido me alerta. Oigo a alguien correr por el bosque y escucho su risa.
—Laht, ven aquí —grito y mi cuervo sagrado obedece.
Cuando está a punto de posarse en mi antebrazo, una flecha de luz azul lo alcanza y lo desintegra.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué demonios?! —Alguien empieza a tararear una melodía que me pone enfermo—. ¡Muéstrate!
—Por supuesto —escucho a mi espalda.
—¿Quién eres? —pregunto, volteándome.
—¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Qué somos? ¿Qué seremos? —Se pausa y, luego, pronuncia con un tono melódico—: Somos hijos y somos padres; somos hermanos y somos nietos; somos y seremos. —Sonríe y deja a la vista una dentadura de colmillos negros.
Aparte de la macabra sonrisa, apenas percibo su forma, se camufla entre los diferentes planos. Fuerzo mi visión hasta que obtengo una imagen clara. Su piel es negra y está cubierta por pelo oscuro. Es grande, me dobla en tamaño. Los ojos se asemejan a los de las serpientes, pero brillan. Tiene garras en vez de manos y de los dedos de los pies le nacen unas afiladas uñas que se hunden en la tierra.
—¿Eres un demonio? —pregunto, extendiendo mi brazo.
Con la punta de una garra se quita un trozo de carne de entre los colmillos y contesta:
—¿Demonio? Qué poca imaginación que tienen los humanos, a todo le llaman demonio. —Ríe y añade con tono burlesco—: Mamá, he visto a un monstruo fornicando con las gallinas. Hijita, no te preocupes, ha sido un demonio. Abuelo, he visto a un bicho orinando en el pozo. Pequeño, no te preocupes, seguro que ha sido un demonio. —Abre la boca y mueve en el aire su lengua amarilla—. Los humanos son inútiles. —Clava su mirada en mis ojos y menea la cabeza—. Pobrecito, Vagalat, ¿de verdad no recuerdas nada?
—Estoy harto, se acabó —sentencio, cierro el puño y hago que una parte de mi alma dé vida a Dhagul; mi espada.
Él se queda mirando cómo toma forma mi arma de energía roja, pero no se sorprende, parece cómo si ya la hubiera visto antes.
—Los rumores son ciertos —afirma mientras camina hacia mí—. Has perdido la memoria.
—¡¿De qué hablas?! —Corro y le ataco con Dhagul.
—Sin memoria solo eres una sombra de lo que eras. —Para la hoja de energía con la mano y añade—: Eres escoria. —Perplejo, veo cómo destroza mi espada—. ¡Eres casi como un patético humano! —Sonríe y me golpea en la cara.
Salgo disparado, caigo sobre el carro y lo destrozo. Tomo aliento y me levanto.
—El bueno de Vagalat. —Escupe una saliva que corroe la tierra—. ¡Qué mal te sienta ese adjetivo! —Cierra las garras y los ojos dejan de brillar.
Lo señalo y pregunto gritando:
—¡¿Qué eres?! —Aprieto los dientes y, tras un segundo de ira contenida, escupo—: ¡¿Cómo has podido herir a Laht?! ¡¿Cómo has podido partir a Dhagul?!
—¿Herir a Laht? ¿De verdad te has vuelto tan estúpido? —Se calla, parece que percibe algo que yo no percibo. Mira hacia el espesor del bosque y le pregunta a alguien—: ¿Por qué has tardado tanto?
Se escucha una risa y pasos. Cuando veo de quién se trata, siento cómo la rabia prende en mi interior. Es un silente, pero no uno cualquiera, es muy antiguo. Lo huelo, es más antiguo que el que detecté antes, este tiene miles de años.
El cuerpo que ocupa está demasiado corrompido. En algunos puntos las venas negras salen de la carne y recorren la superficie de la piel. Parece como si los músculos se los hubieran exprimido hasta convertirlos en una plasta que le cuelga en forma de pellejo. Apenas conserva rasgos humanos. Se pudre, ha consumido demasiado el alma del pobre desgraciado al que le robó la vida.
—Me entretuve buscando un buen regalo para nuestro invitado. —Sonríe y la piel de los mofletes resbala cayendo fuera de la cara—. ¿Puedo dárselo?
«¿Por qué le pide permiso?». Aparto la mirada del silente y, observando al otro monstruo, me pregunto: «¿Qué clase de criatura eres? Y, ¿de qué me conoces?».
—Dáselo, pero no te acerques mucho —ordena meneando una garra.
—Está bien. —Da unos pasos y me dice—: Te he traído un recuerdo. —Silba y alguien lanza una cabeza que vuela desde el bosque y cae delante de mí.
Una larga melena blanca tapa la cara del decapitado. Me agacho y, al apartarla, siento un pinchazo en el corazón. El rostro me tiembla y la llama de la ira incendia mi interior.
—¡No! —Las lágrimas resbalan por mi piel—. ¡Maldito! —grito mientras me levanto. Desenvaino mi puñal y me abalanzo sobre el silente.
Cuando estoy a punto de clavar el metal rojo en su sucio corazón, el ser peludo alza la garra y me paraliza.
—Vagalat, Vagalat —dice aproximándose a nosotros—. Eres una gran decepción. No sé si me das pena o risa. No sé si eres un bufón o un tarado. —Acerca la boca a mi cuello y lo lame con su asquerosa lengua amarilla. Siento cómo mi piel se quema y chillo.
Mientras huelo el olor de mi carne ardiendo, bramo:
—¡Maldito engendro! ¡Te arrancaré el corazón!
—Ya te gustaría. —Se paladea—. Antes de venir aquí ya querías hacerlo.
—¿De qué me conoces?
—Te conoce del pasado —dice el silente con una asquerosa sonrisa en la cara—. Pobre juguete roto. —Fuerza la mueca de alegría al máximo y veo con claridad sus repugnantes dientes amarillentos—. ¿Te ha gustado mi regalo? Es bonito, ¿verdad? —Se relame—. Precioso, es precioso. —Se rasca el pecho con sus sucias uñas negras—. La cabeza del único hombre que podía evitar el reino de mi especie. —Hace una pausa y añade con tono serio—: Bueno, no solo ese anciano podía frenar el ascenso. Tú también eres un gran problema.
—Maldito engendro. —Le escupo en la cara.
Se queda un segundo sin decir nada, inexpresivo. Luego sonríe y con la palma recoge mi saliva y la lame.
—Adoro que por fin vayas a pagar por lo que les has hecho a mis hermanos. El anciano ha muerto, la profecía no se cumplirá y pronto morirá tu amigo.
¿Adalt? Ya no me acordaba de él. Aunque yo muera aquí, él no puede morir hoy. No, si morimos los dos no habrá esperanza para la humanidad. Amigo, no sé cómo, pero tengo que avisarte.
Me esfuerzo, aunque por más que intento moverme, no puedo. «Laht» repito varias veces en mi mente el nombre de mi cuervo sagrado. Creo que está muerto, sin embargo, él es la única esperanza para poner en alerta al grandullón malhumorado. «¡Laht!» insisto.
Mientras intento invocar a mi cuervo sagrado, el ser peludo le ordena al silente:
—Aléjate. El medio humano es tuyo, pero Vagalat está fuera de tu alcance.
—Lo sé. —Obedece y se retira—. Solo estoy aquí para ver cómo cumples con tu parte del trato.
—Entonces, contempla. —Sus ojos vuelven a brillar, me mira y pronuncia una palabra que no entiendo—: Bhag-lhekdav-suriev.
El suelo tiembla bajo mis pies y noto cómo la roca se funde con mis piernas.
«Maldición, me estoy convirtiendo en piedra».
Cuando ya no siento la mitad de mi cuerpo, me doy cuenta de que puedo mover la otra mitad. Elevo la cabeza, miro al cielo, pienso en Adalt y grito:
—¡Laht!
Pierdo la sensibilidad de mi brazo izquierdo, pero para mi sorpresa, antes de perder la del derecho, veo cómo el antebrazo brilla con una luz azul y cómo mi cuervo sagrado se manifiesta. Sonrío y le ordeno:
«Adalt, avisa a Adalt».
La última imagen que veo antes de que mis ojos se petrifiquen, es la de Laht volando. El último sonido que escucho antes de que mis oídos se conviertan en piedra, es su graznido.
Enlace a la novela: El mundo en silencio