09/02/2015 07:28 AM
Después de un viaje agotador
Un cielo pálido y azul enmarcaba el horizonte mientras avanzaba hacia occidente, ese día amanecía carente de nubes y la brisa que soplaba era tan suave, que parecía más bien una broma de mal gusto. En conjunto hacia un día bochornoso que muy poco tenia de encantador. Las escarpadas sierras daban paso a unas llanuras áridas y secas en las que la vida estaba ausente, raquíticos arbustos y tierra pardo rojiza; ningún ser vivo a destacar.
Sarosh observó con desagrado aquel paisaje que se abría imperturbable en frente de él. Con el dorso de la mano se secó el sudor que empapaba su frente mientras murmuraba para sí. ¡Jodido día!
En el transcurso de su viaje por aquellas planicies yermas e inhabitadas, intentó no pensar que iba a encontrarse al final del camino ¿Qué aventuras emprendería? ¿Cómo concluirían? ¿Qué deparaba su próximo destino? Tantos misterios y ninguna respuesta clara para ellos. De cualquier manera y dados sus muchos antecedentes, era demasiado fácil especular al respecto, un final bastante trágico. Miró hacia ambos lados con un recelo creciente, su rostro se crispó por la contrariedad. Era difícil no sentirse algo desgraciado al fin y al cabo.
Atravesó altozanos, grietas, subió grandes pendientes y cruzó enormes surcos del camino que parecían trincheras cavadas por gigantes enloquecidos hacia ya mucho tiempo atrás. Transitó por caminos que culebreaban en los altos escarpados, entre achaparradas colinas que parecían pechos de mujer, cruzó valles de silvestre vegetación, y salvó varios contratiempos que lo dejaron más exhausto que nunca. Después de muchos giros y desvíos (ya fuese por senderos cerrados por algún desprendimiento de tierras o simplemente derroteros que dejaron de ser transitables hacía mucho tiempo atrás) lo obligaron a desandar más de una vez el camino que tanto le había costado recorrer.
Aquel paraje sazonado bajo un sol abrasador que no daba tregua, era deprimente hasta la médula, las altas temperaturas hacían oscilar el monótono paisaje ante sus ojos. En realidad aquella climatología no se diferenciaba en demasía al que podía encontrar en su país de origen en aquella época del año, estaba habituado a tales contingencias y preparado para sobrellevarlas lo mejor posible, aunque el descontento y la soledad eran malos compañeros de viaje.
¿Cuántas leguas habré recorrido ya?
Perdió la noción del tiempo ahondando en sus miserias reflexiones. Al remontar uno de tantas otras muchas colinas que precedieron su camino, alzó la vista y se sorprendió del todo; su corazón comenzó a latir mucho más acelerado de lo habitual. Su boca se abrió de cuajo y parpadeó varias un veces con incredulidad; una mueca de desconcierto se pintó en su expresión. Acabó tirando precipitadamente de las riendas de Mordisco hasta que este se detuvo en seco parándose a dos patas.
No puede ser…
En un acto reflejo pasó su rasposa lengua por encima de sus labios, los cuales, los notó como dos pedazos de carne reseca y cuarteada, sintió como en cada uno de sus miembros se conjugaba la debilidad; sus sentidos estaban tan aletargados que la sensación era de estar soñando ¡Su cuerpo deshidratado pedía un respiro a gritos! Todo aquel cúmulo de sensaciones se mezclaba en una enorme marmita de suplicios que no lo dejaban pensar con claridad. Seguro que hasta mis malditos ojos me engañan con fabulas inmisericordes para atormentarme, se dijo mientras detenía el impulso de cabalgar apasionadamente hacia el lugar.
Después de un largo reconocimiento, bajo el punzante sol y la brisa caliente que le golpeaba en la espalda, pudo cerciorarse de que sus embotados sentidos no le engañaban en aquella ocasión. Podía apreciar a lo lejos la borrosa silueta de la gran ciudad. No cabía duda. Le entraron ganas saltar, de aullar de regocijo, quería bailar como un demente que ha perdido el juicio, de dar piruetas como un saltimbanquis en una corte de tiranos, de gritarle al sol y a las piedras; al camino ¡Lo he conseguido! Aunque se abstuvo de tanta euforia, pues dudaba de que en su maltratado cuerpo quedasen fuerzas ni para hacer el indio.
Bajó por el camino que serpenteaba hasta donde se perdía la vista, con un paso más ligero del que cabria esperar, contemplando esa mota oscilante en el horizonte que lo seducía como la llama a la polilla. La Ciudad-Estado de Mansour. Paradójicamente ahora que estaba cerca de culminar su agotador viaje, de pronto y sin que se lo esperase, intensos sentimientos empezaron a embargarlo en su interior; las dudas, el temor, la absurda congoja.
Su infancia siempre había estado caracterizada por su dureza, llena de desgracia y fatalidad, de distanciamiento, poblado de marginalidad, juzgado siempre por la perseverante desconfianza de sus pares. Había crecido bajo el odio y el rencor que destilaba aquel mundo pútrido. La miseria y el desprecio, junto al maltrato al que se vio abocado a vivir, hizo que hostilidad creciese inmutable dentro de su alma hasta anegarlo todo. Era un niño marcado, muy distinto a los otros del lugar; su piel a diferencia de la mayoría era blanca como la harina de costal, su pelo en lugar del negro típico, era pajizo, sus ojos de un verde claro destacaban entre los oscuros como ala de cuervo de los demás. « ¿Quién era en realidad? ¿Porqué estaba tan fuera de lugar?» Era algo que siempre se había preguntado, carcomiéndolo durante años sin conseguir ninguna respuesta a cambio, tan solo más incógnitas y quebraderos de cabeza. Muchas de las pesadillas que lo acompañaban por las noches desde aquel entonces, eran inducidas por lo que había vivido tanto físicamente, como psicológicamente durante aquellos años de aflicción.
Su Maestro Pakour (tutor y prácticamente un padre para él) le había explicado que sus pesadillas pretendían contarle algo, que guardaban un propósito que revelaría muchas más verdades que sufrimiento padeció una vez.
Frunció el ceño y espoleó a Mordisco, pensando si eso podía ser posible. ¿Qué sentido tenía aquella afirmación? No creía que lograra sacar algo en claro de tan malas experiencias.
Mientras descendía por el promontorio hasta coger el camino que lo llevaría a su destino, comprendió que en realidad poco importaba la razón. No sabía si era otro de los desvaríos de su tutor, o por el contario era una lección que nunca había acabado de comprender. Muchas veces no sabía que pensar. De todas maneras, ahora quedaba poco del niño enclenque, patético y asustadizo que creció en las duras calles de Kabur. Quería creer que era alguien diferente, otra persona muy dispar del que hace años sufrió tantas privaciones en su vida, le gustaba repetírselo con asiduidad; día sí y día también. Los años habían pasado y aquel niño había dejado de existir.
Tampoco es que tuviera sentido pasarse el resto del camino meditando sobre sucesos acontecidos hacia ya tantos años atrás, no podía hacer nada para cambiarlos, tan solo lograría hundirse más en un estado apático. Su situación actual era más acuciante que las sombrías lucubraciones que poblaban su mente desde que tenía memoria. Llevaba gran parte del camino intentando encontrar el sentido a tarea que se le había encomendado, averiguar la manera de afrontar lo que se le avecinaba sin ser víctima de los acontecimientos, salir airoso de la empresa por así decirlo.
No tuvo mucho éxito en ese conciso.
Ahora eres un Hermano Juramentado se dijo apretando sus mandíbulas mientras acudía a su mente el voto que hizo al ingresar en la Hermandad. Recordaba la esfinge de Arakan y él arrodillado delante suya, con todos sus hermanos y acólitos murmurando plegarias a su alrededor.
Soy un hijo de la noche, protector en la sombra,
en la oscuridad sin estrella, todo el infame teme.
Soy un hijo de la noche, sentencia de la ira de dios,
la neutra justicia de mi daga, castigará en este mundo y no en el otro.
Soy un hijo de la noche, y estoy aquí para equilibrar,
la balanza de mi honra, no se suele equivocar.
Soy un hijo de la noche, sin rumbo, marcado y sin estrella,
solo existo en esta tierra, para servir a mí hermandad.
Amor, odio, guerra o paz, nuestra vigilia es eterna.
Muerte, vida o un glorioso final, no nos importa lo que suceda.
Soy un hijo de la noche, protector en la sombra.
Soy un hijo de la noche, hasta que la última gota
de mí sangre mane.
Debía confesar que no se sintió mejor.
Chasqueó la lengua antes de escupir un gargajo seco que por poco no le cae encima. El animal también parecía compartir un estado de ánimo turbio; sacudió su testa negra mientras pateaba el suelo y pifiaba con bastante mala leche. ¿Era normal que sintiera como una bola de argamasa dentro de su pecho? La sensación ganaba impulso a medida que se aproximaba a la ciudad; en su estomago las mariposas revoloteaban alegremente mientras el pegajoso sudor corría en regueros por su cansada espalda, sus manos adquirieron el temblor característico de la ansiedad.
Antes de salir del Fuerte de Argand, había tenido una inquietante entrevista con el Señor de la Torre (cabeza insigne de la hermandad) Recordaba como un paje le había despertado a intempestivas horas de la noche para comunicarle que debía acudir presuroso al despacho de su Patriarca.
Evocaba la situación como si hubiese sido ayer…
>> Estaba sentado en una raquítica silla de madera, en un despacho privado situado en lo más alto de una de las torres. Movía con nerviosismo sus pies y sentía como las gotas de sudor que le perlaban la frente, descendían lentamente por la curvatura de sus mejillas. En la sala reinaba una tenue penumbra gracias unas pocas velas de cebo y unas brasas casi exiguas que titilaban en el hogar. Su cita tenía un cariz de lo más lúgubre. Su Señor Kakzka lo observaba con una expresión indescifrable detrás de una copa de coñac. Pensó que quizás no iba a salir de ese despacho caminando por sus propios pies. No conocía a nadie capaz de sentarse en presencia de su Señor, y que no sintiera la intensa necesidad de salir huyendo con el rabo entre las piernas.
El semblante hierático de su máscara era perturbador. Recordaba a una gárgola asomándose desde el farallón de un castillo viejo preparado para saltar sobre su próxima e incauta víctima. ¿Y quizás así sea en realidad?, pensó aterrado en aquel momento. Se sentía diminuto ante su imponente presencia, insignificante; más pueril que una cucaracha panza arriba.
Kakzka Subooruene, Patriarca de Los Hijos de la Noche, era un hombre enjuto y viejo, con la espalda encorvada por el peso de la edad. Se envolvía con un manto oscuro con un capucha, del cual, tan solo dejaba percibir trazos de la máscara de bronce que siempre llevaba puesta. Sus inteligentes ojos refulgían detrás de ella con un brillo amedrentador.
Sarosh había ingresado como novicio en la Hermandad varios años atrás, gracias al patrocinio de su actual tutor Pakour. Después de haber sobrellevando una infancia llena de abusos y vejaciones en los suburbios de la ciudad de Kabur, abrazó los hábitos de la Orden con la ilusión de un mocoso al que le regalan una espada de madera. Con el tiempo, su tutor pudo comprobar que tenía aptitudes para el oficio, destrezas muy poco comunes en esos tiempos de necesidad, tanta sagacidad y entereza en algunos aspectos de las disciplinas que practicaba, que le presagió un futuro propicio en la Hermandad.
Dejando a un lado los miedos, las dudas, junto a la inquietante razón de aquella perturbadora entrevista, prestó especial interés en lo que su Señor Kakzka tenía que decir.
Era la hora y así le fue informado. Había llegado el momento de pasar por La Prueba de Templanza. A él le sudaban las palmas de las manos y le temblaban las rodillas como si estuviesen echas de gelatina. No creía estar aún preparado para superarlas.
El Patriarca de su orden no pareció (o no quiso) advertir su creciente incomodidad. Le previno que en aquel cometido se iban a poner a prueba todos sus sentidos, su valía, su ingenio y todo lo que había aprendido bajo la mano protectora de la Hermandad, sí tenía suerte, no sería necesario poner a prueba su integridad. Antes de concluir con la reunión también dejó entrever, aunque algo críptico en ese aspecto, que probablemente encontraría respuestas a muchos de los misterios que habían poblado su vida. <<
Ahora en el camino se preguntó ¿Cómo diablos sabia el Patriarca Kakzka cuáles eran sus inquietudes? Siempre había sido bastante hermético en aquel aspecto, no se prodigaba en parlotear con los demás hermanos sobre sus intimidades.; eran una orden muy poco habladora en cualquier caso. Estaba harto de dar vueltas en círculo como pez que se muerde la cola, desquiciado por las muchas cosas que nunca llegaría a comprender. En realidad no necesitaba más misterios en su vida, aunque tanto trecho recorrido, tanto tedio, junto a la abundante soledad, dejaban mucho tiempo libre para pensar.
La Ciudad-Estado de Mansour era un hexágono amurallado escarbado en la base de una gran vertiente, conocida como La Ladera de los Peñones, en la parte oriental del continente, muy al sur del Fuerte de Argand. Era una de las Ciudades-Estado más importantes de la región, y como tal ¡Era monumental! Su tutor le había hablado mucho al respecto de ella antes de partír.
Al parecer era una ciudad prospera, buena para el comercio, plagada de boyantes mercaderes y avispados comerciantes muy duchos en su oficio. Había un dicho con del que siempre alardeaban «¡No hay nada que no se puedas encontrar Mansour!». Era uno de los centros neurálgicos de las rutas mercantes de esta parte del mundo, un punto clave en el itinerario de todo tratante que se preciase llamarse como tal. Su comercio latía con viveza, pues este era la base financiera en la que se sostenía un estado con un voraz apetito.
Sarosh descendió por el zigzagueante y apelmazado camino de la gran garganta, surcado de roderas y marcado por el paso de incalculables caballos, carros, borricos o transeúntes que buscaban cobijo detrás de sus altas y gruesas murallas. De ahí empezó a distinguir con más nitidez las grandes estructuras que se distinguían en la distancia, recortadas en el horizonte. Contempló embobado aquellas imponentes murallas durante largo rato. Eran tan altas que le quitaban el aliento a uno; estaban hechas con bloques de piedra blanca encajados con tal precisión, que no se apreciaban las junturas. Dentro, las coloridas cúpulas e inacabables chapiteles que arañaban el despejado cielo, sobresalían muy por encima de su barrera. Sus recias almenas, los inalcanzables adarves, las pequeñas aspilleras de lo alto de las murallas, los coloridos gallardetes que hondeaban orgullosos encima de las altas torres de vigilancia… se sintió insignificante.
Mansour la Sagrada, la Inviolable, la Inexpugnable. Por muchos nombre era conocida aquella magnifica Ciudad-Estado, tanto en la región, como en el resto de territorios del circulo del mundo. Ahora entiendo el porqué de tan rimbombantes epítetos, se dijo tragando saliva.
Traspasó varios puestos de vigilancia donde soldados con petos dorados, capas rojas y cascos cónicos adornados con largos penachos de plumas blancas, lo examinaron con la expresión impertérrita común de los militares.
—Buenos días caballeros —Les saludó este al pasar por su lado. Ellos lo miraron entornando los ojos mientras contestaban con un largo y áspero gruñido que destilaba desdén.
Al rato estaba congregado con la multitud delante de las puertas de la ciudad. En realidad no sabría decir con precisión como acabó así. No sabía si el tumulto decidió adherirse a él, o por el contrario él acabo adhiriéndose a la masa aullante. Para ser sinceros no importaba en demasía, más quedó compactado a los demás como un bloque de aglomerado humano. No encontraba una palabra mejor para definir aquella situación tan asfixiante.
Gran multitud de carros traqueteaban frente al enorme arco de las puertas de entrada, los animales tiraban de ellos y relinchaban medio muertos por tener que cargar tanto peso encima de sus huesos. Los iracundos transportistas vociferaban con desagrado maldiciendo, tanto a los animales como a las personas que se congregaban alrededor de ellos mientras levantaban sus puños en alto. Los pocos guardias que había frente a los portones (igual de irritados que la inmensa mayoría del personal) graznaban ordenes a voz en cuello en un intento fútil de mantener el orden. ¡Su alrededor se resumía en una gran polvareda de ansiedades y expresiones desencajadas!
Observó con cierto pasmo la pericia de la que hacían gala aquellas gentes de ciudad. La gran mayoría urdía tejemanejes de lo más imaginativos para colarse delante de sus conciudadanos. Algunos se empujaban con los codos, otros soltaban una coz de vez en cuando, los había que se intentaban sacar los ojos con apreciable habilidad ¡Hasta en un momento dado un tipo intentó morder a otro con unos dientes tan grandes como los de un caballo! Todas esas personas no dejaban de maldecir en mil idiomas distintos y con improperios de lo más variados.
Se preguntó si eso era lo que se conocía como gente civilizada.
Ya dentro de sus murallas lo asaltó el gatuperio general, junto a las mil y una fragancias distintas y muy características en grandes urbes como aquella. Sus sentidos quedaron aturdidos durante un breve espacio de tiempo. Todo lo que veía le fascinó.
Los colonos corrían acelerados atendiendo sus quehaceres diarios abarrotando lo que parecía ser, la arteria principal de la ciudad; una inmensa avenida de casas abombadas y de letreros sonrientes que lo acogieron rodeándolo con sus largos tentáculos. Apreció que las mujeres de aquel lugar, vestían con mayor o menor simplicidad que las de su país natal. No parecían muy diferentes después de todo si no te fijabas en el color de su piel; eran blancas como la leche y color de su pelo variaba entre tonos claros y bermejos. Los hombres por otro lado, eran más bien grandes y de facciones duras (probablemente debido a su ascendiente Pàniko) lucían enormes mostachos y barbas ralas, en muchos casos llenas de trenzas y abalorios. Algunos vestían con sayos de colores claros, otros con chalecos pardos y bombachos de lino arremangados hasta las rodillas, también los había que iban prácticamente desnudos con la salvedad de unos ridículos taparrabos que cubrían sus vergüenzas. Había gentes de todas las etnias y culturas del círculo del mundo congregadas allí también. Tanto hombres libres como esclavos. Gentes de piel olivácea venidos de la lejana Rota, comerciantes de Atzzar con los carros llenos de todo tipo de exóticos productos, mercenarios de Campoor curtidos en mil batallas que miraban por encima del hombro con pedantería, extrañas gentes del desierto del Sahín e incluso ¡Juraría haber visto uno de esos inmensos bárbaros de Las Montañas Homeya que no se aventuraban a salir nunca fuera de los límites de su monte sagrado!
Todo un espectáculo digno de ver. Era curioso ver como todas las etnias del continente se mezclaban en sus amplias calles con desparpajo y relativa paz, cada cual dedicado a sus menesteres, atendiendo sus quehaceres cotidianos; ignorándose con sofisticada habilidad.
Pasó un rato ahí parado, embobado por cuanto le rodeaba, pero siendo consciente de que no todo en la ciudad era paz, amor y buen ambiente. Como todo buen hijo de vecino, sabía que también escondían múltiples peligros y gentes traicioneras buscando su oportunidad. Se preguntó cuántos rateros se frotaban las manos en aquellos angostos callejones esperando a que los ingenuos cayeran en sus manos y desvalijarlos hasta dejarlos secos. Nunca faltaban los pardillos. Siempre había algún bohemio pajarillo que no hacía demasiado caso a los índices de criminalidad y se tiraba a la aventura. Y eso que el atraco con navaja en la boca de callejón, era un oficio que se llevaba siglos practicando con mayor o menor sutilidad.
Eso le hizo recordar una de las muchas advertencias que le hizo su tutor Pakour antes de salir del Fuerte de Argand. «Recuerda bien esta lección muchacho, la gente de estos tiempos se cree muy cultivada, civilizada, se regodean de su gran saber e intelecto. Que no te engañen, en realidad se olvidan que hace relativamente bien poco que se limpiaban sus noblezas con dos piedras. Estoy seguro de que no te meterás en ningún problema»
Miró a su alrededor. Eso es muy fácil de decir cuando no se está en territorio hostil, pensó mientras reemprendía la marcha.
Giró por una calle a unos cien metros más adelante, dejando atrás el bullicio general. Anduvo por esa estrecha pendiente ascendente llevando a Mordisco del ronzal. Cuando la coronó, pudo ver un plano más extendido de la ciudad y se sorprendió; ciertas partes estaban parcialmente derruidas. Los daños parecían relativamente recientes, era evidente que habían sido originados por el fuego. Parte de los suburbios y algunas áreas circundantes que aún quedaban en pie, eran más bien esqueletos deformados por las llamas, cáscaras ennegrecidas por el hollín que a duras penas, lograban sostenerse en vertical; las maderas y las vigas rotas despuntaban de los cascajos que una vez fueron sus casas y comercios.
¿Qué diablos ha pasado aquí? se preguntó.
No parecía que fuera un incendio fortuito aquel, al menos no por lo que pudo constatar ¿Si no porqué habría distintas partes de la parte baja de la ciudad, que aunque alejadas entre sí varios cientos de metros, también habían recibido las caricias del fuego? Intuía que a la gente de la zona no le daba por quemar su patrimonio así porqué sí.
¿A que se deberá? ¿Tendrá esto relación con los motivos por los que estoy aquí? ¿De qué manera influirían con el cometido que me han encomendado? ¿Sabrá el viejo Kakzka lo que está pasando en Mansour? ¿Le importará en todo caso?
Bajó por otra calle que lo llevó a una a una amplia plaza repleta de puestos de mercadillo y tenderetes de vivos colores que lo sacaron de sus cavilaciones. Esta, como toda la ciudad, estaba repleta de gente vocinglera. Los zalameros comerciantes intentaban engatusar a los viandantes pregonando a voz en cuello lo magnificas, únicas y económicas que eran todas las mercancías con las que comerciaban. Había tenderetes de fruta, puestos de carne sin identificar, en ellos, moscardas tan grandes como puños no dejaban de zumbar cerca del producto; puestos de pescado, de especies, carros de verdura y hortalizas, tenderetes de abalorios, cerámica, y menaje. Infinidad de productos únicos y remedios milagrosos abundaban en el lugar. También pudo comprobar, que los pilluelos y cortabolsas rondaban por la zona.
Cruzó y dejó atrás la plaza del mercado, dando a una vía meridional, en esta un poste de madera en su bocacalle anunciaba «Distrito Artesano»
Paso por delante de un local en el que el colorido cartel encima de la puerta lucían pintadas unas tijeras y un telar; en el pórtico de la fachada que daba a la avenida, vio a una mujer de pelo rizado y revuelto cortando un trozo de tela de colores, mientras otra señora se mordía el labio y fruncía el ceño intentando atinar con el hilo en el agujero de la aguja. En otro local junto al de las modistas (en que el dibujo del cartel más bien parecía el garabato de un niño) creyó apreciar un cuchillo y una rueda de molar. El cuchillero concluyó. De pronto, un hombre con la mayor parte de su rostro abrasado por el fuego, se asomó por una de los ventanucos del comercio; Sarosh se apartó de la puerta del local con cierta animadversión. Había un orfebre y un noquero, un alfarero, un armero, un soplador de vidrio, un joyero, dos herboristerías y, hasta alguna que otra barbería.
Recorrió aquella paralela de punta a punta hasta acabar harto de tanto oficio. Le dolían los juanetes y sentía el peso del largo viaje en cada uno de los miembros de su cuerpo. Solo deseaba descansar. Pero lo primero era lo primero, debía verse con su contacto en la ciudad, él le daría más detalles de la misión que debía de llevar a cabo. En realidad no sabía de quien podría tratarse en realidad, aunque por la información que tenia, este sería quien lo encontraría a él en todo caso.
Así que lo elemental era encontrar una caballeriza donde poder dejar a Mordisco, no le convenía recorrer perdido por aquellas laberínticas calles con el animal pifiando molesto en su oído. Tampoco le vendría mal una buena posada donde dejar reposar su maltratado cuerpo durante toda una semana, quizás también pegarse un buen atracón y quitarse toda la mugre que se le había adherido durante el camino. En cualquier caso, lo mejor sería pedir unas cuantas indicaciones para orientarse, pues no tenía ni la más remota idea de donde poder realizar ninguna de aquellas acciones sin perderse en tanto angosto callejon; estaba totalmente perdido en las calles de Mansour.
Misteriosamente después de bajar dos calles distintas, girar en varios cruces y virar en algún callejón que no tenia salida, no encontró ni a una sola alma que le inspirase la confianza suficiente ni para preguntarle por la hora. Pasó algún tiempo hasta que decidió que lo mejor sería no ser tan selectivo. Cuando al final dio con un hombre de chaleco pardo y camisa de mangas holgadas repantigado en la puerta de una de las casas, su reacción lo sorprendió. El hombre lo contempló mientras se le acercaba, su gesto era un tanto desabrido, como si su sola presencia lo contrariase; arrugaba la nariz de una forma bastante curiosa en todo caso. Era un tipo más bien bajito, con unas lentes enormes que le sobresalían por ambos lados, levantó su puntiaguda barbilla con ostentación.
—Disculpe buen señor. —Le dijo haciendo una desmañada floritura con su sombrero — ¿Le importaría indicarme dónde puedo encontrar una caballeriza decente donde poder dejar a mi montura? Soy nuevo por aquí y he de admitir que ando un poquito desorientado con tanta calle.
—No me cabe ninguna duda. —Retrucó el tipo con sequedad. Durante un rato lo inspeccionó de arriba a abajo con la intensidad de un interrogador, examinándolo con exhaustividad, gruño algo inteligible y escupió en el suelo muy cerca suyo, para luego levantarse y se meterse dentro de la casa sin más, hecho que lo dejó sin palabras.
¿Qué diantres ha sido eso? Su sonrisa cayó al suelo y se hizo añicos.
El hombrecillo lo había dejado pasmado. No se esperaba ni por asomo, que por el simple hecho de pedir unas indicaciones estas reportaran una actitud tan poco civilizada. Estuvo tentado de ir en pos del desgraciado y darle una clase práctica de cómo partirle el espinazo a un cretino. Pese a ello desistió, no tenía muy claro cuantos más imbéciles se iba a cruzar aquella pintoresca mañana. Algo le decía que iban a ser muchos.
Siguió por aquella calle sin un rumbo aparente, hasta que sin darse cuenta poco a poco se adentró en un distrito donde las casas eran más sencillas, mucho más austeras. Las viviendas eran muy pequeñas, sus fachadas estaban mugrientas como el resto de la calle, frente a los hogares, niños de pantalones raídos y más bien constitución famélica lo observaron con ojos temerosos y llenos de resignación.
¡Perfecto! se dijo cada vez más exasperado Si es que esto a cada rato se me pone mejor.
Pasó por delante de los niños que lo miraron sorprendidos, sus madres de tanto en cuanto salían de sus casas para regañarlos por no meterse al resguardo de sus chabolas. Algunos hombres de aspecto peligroso; con caras picadas por la viruela o llenas de cicatrices que pululaban por ahí, también lo miraron con detenimiento. Se preguntó que pintas debía de tener para que a la mitad de rateros de aquella ciudad les pareciera una presa tan suculenta. Vio en sus ojos como calculaban sus posibilidades de descabalgarlo de su montura. Sarosh dejó entrever la empuñadura de su espada corta; eso acabó de convencerlos del todo. Sería mejor buscasen alguien menos afilado para su seguridad. Durante el trayecto, vio algunos perros de aspecto lamentable también rondando por el lugar, estos hurgaban entre los restos de basura algo con que poder llenar sus abotagados estómagos; los pobres chuchos se agazapaban con la cola entre las piernas y gruñían a todo el que pasaba por delante de ellos.
Tan solo llevaba unas pocas horas en la ciudad y ya empezaba a perder gran parte de su atractivo. Las grandes estructuras, los coloridos carteles o pasquines de las paredes, los muchos comercios y la cantidad exorbitante de gente, la vigorosidad que se respiraba en las calles principales, no hacían desaparecer la gran brecha que separaba a unas personas de otras. Unos acumulaban riquezas, lujo y despreocupación, mientras que otros eran pagados con miseria, penalidad y una frágil subsistencia. Después de todo no había tanta diferencia entre Mansour y su ciudad natal como había creído en un principio.
Tardó casi mediodía en conseguir encontrar una caballeriza donde poder dejar descansar a su montura, durante ese intervalo de tiempo aprovechó la oportunidad de hacerse una idea de la distribución que tenia la gran ciudad de Mansour. Esta estaba dividida en varios distritos, distribuidos en grandes cuadras que rodeaban un amurallado central, el cual, quedaba dividido a su vez por un gran canal artificial. La ciudad se repartía con bastante simplicidad a pesar de lo grandiosa que resultaba ser; La ciudadela y Los Distritos.
Llamó al que se ocupaba del lugar. Se le apareció un mozo con la cara redondeada y llena de pecas, sin apenas cejas y con dos enormes tajos de carne por orejas.
—Buenos días muchacho. ¿Con quién debo de hablar para poder dejar mí montura aquí?
—Debes de hablar con Jamis. —Contestó este algo reticente. Al parecer no las tenía todas consigo de que dejara a Mordisco allí. — ¡Jamis, preguntan aquí por ti!
Mientras el chico llamaba al propietario, no dejó de echarles miradas nerviosas al animal y a él respectivamente. El recelo era moneda de cambio en aquella ciudad al parecer, llevado a un extremo exasperante. El propietario, un tipo seboso y medio calvo, con un mono más mugriento que las calles que acababa de dejar atrás, parecía aún más desconfiado que su empleado.
— ¿Qué desea? —Preguntó con el mismo tono apático que el del muchacho.
—La verdad es que esperaba que me alquilara unos días una cuadra para mi animal.
El tipejo hecho una mirada Mordisco y respondió.
—No parece un caballo muy tratable.
—Tan solo son las primeras apariencias —le contestó con una sonrisa picara —Unos pocos cuidados y una buena comida, y seguro que hacen buenas migas.
—Ya, me lo imagino. El precio son dos peniques por día. Por adelantado.
—Le pagaré una semana por adelantado si lo desea. En el caso que decida que mi estancia se vaya a alargar más, vendré para notificárselo y hacer el correspondiente reembolso para prorrogar su estancia. ¿Le parece?
Jamis pareció sospesar la oferta durante unos pocos segundos, probablemente para jugar un tanto al despiste, pues no le pasó desapercibido como se le habían iluminado los ojos al escuchar la propuesta.
—Me parece justo.
Pagó el precio acordado, más un pequeño incentivo tanto para el dueño como para el chaval con orejas de soplido, no quería que a Mordisco le faltase nada en su ausencia. Tras una promesa de Luego habrá más, la relación mejoró ostensiblemente.
—Antes de irme ¿Podrían aconsejarme alguna posada dónde hospedarme?
—Eso depende de que es lo que busca.
—Me conformo con cualquier sitio donde no tenga que pasarme la noche batallando con las chinches.
—Entonces no lo encontraras en Los Distritos. —contestó de inmediato. —Tendrás que dirigirte a La Ciudadela, ahí es donde se encuentran las mejores posadas de la ciudad.
—Gracias por su amabilidad.
Salvado ese punto tan sólo quedaba entrar en La Ciudadela. Miró en dirección al gran amurallado interior, se permitió un hondo y largo suspiro; estaba muerto de cansancio. Esperaba fervientemente que su contacto diese pronto con él. No sabía cuánto tiempo iba a resistir en aquella enorme urbe sin matar a alguien para desquitarse. Se dirigió con paso vivo y determinación a cumplir con la tarea de encontrarse una maldita posada.
Un cielo pálido y azul enmarcaba el horizonte mientras avanzaba hacia occidente, ese día amanecía carente de nubes y la brisa que soplaba era tan suave, que parecía más bien una broma de mal gusto. En conjunto hacia un día bochornoso que muy poco tenia de encantador. Las escarpadas sierras daban paso a unas llanuras áridas y secas en las que la vida estaba ausente, raquíticos arbustos y tierra pardo rojiza; ningún ser vivo a destacar.
Sarosh observó con desagrado aquel paisaje que se abría imperturbable en frente de él. Con el dorso de la mano se secó el sudor que empapaba su frente mientras murmuraba para sí. ¡Jodido día!
En el transcurso de su viaje por aquellas planicies yermas e inhabitadas, intentó no pensar que iba a encontrarse al final del camino ¿Qué aventuras emprendería? ¿Cómo concluirían? ¿Qué deparaba su próximo destino? Tantos misterios y ninguna respuesta clara para ellos. De cualquier manera y dados sus muchos antecedentes, era demasiado fácil especular al respecto, un final bastante trágico. Miró hacia ambos lados con un recelo creciente, su rostro se crispó por la contrariedad. Era difícil no sentirse algo desgraciado al fin y al cabo.
Atravesó altozanos, grietas, subió grandes pendientes y cruzó enormes surcos del camino que parecían trincheras cavadas por gigantes enloquecidos hacia ya mucho tiempo atrás. Transitó por caminos que culebreaban en los altos escarpados, entre achaparradas colinas que parecían pechos de mujer, cruzó valles de silvestre vegetación, y salvó varios contratiempos que lo dejaron más exhausto que nunca. Después de muchos giros y desvíos (ya fuese por senderos cerrados por algún desprendimiento de tierras o simplemente derroteros que dejaron de ser transitables hacía mucho tiempo atrás) lo obligaron a desandar más de una vez el camino que tanto le había costado recorrer.
Aquel paraje sazonado bajo un sol abrasador que no daba tregua, era deprimente hasta la médula, las altas temperaturas hacían oscilar el monótono paisaje ante sus ojos. En realidad aquella climatología no se diferenciaba en demasía al que podía encontrar en su país de origen en aquella época del año, estaba habituado a tales contingencias y preparado para sobrellevarlas lo mejor posible, aunque el descontento y la soledad eran malos compañeros de viaje.
¿Cuántas leguas habré recorrido ya?
Perdió la noción del tiempo ahondando en sus miserias reflexiones. Al remontar uno de tantas otras muchas colinas que precedieron su camino, alzó la vista y se sorprendió del todo; su corazón comenzó a latir mucho más acelerado de lo habitual. Su boca se abrió de cuajo y parpadeó varias un veces con incredulidad; una mueca de desconcierto se pintó en su expresión. Acabó tirando precipitadamente de las riendas de Mordisco hasta que este se detuvo en seco parándose a dos patas.
No puede ser…
En un acto reflejo pasó su rasposa lengua por encima de sus labios, los cuales, los notó como dos pedazos de carne reseca y cuarteada, sintió como en cada uno de sus miembros se conjugaba la debilidad; sus sentidos estaban tan aletargados que la sensación era de estar soñando ¡Su cuerpo deshidratado pedía un respiro a gritos! Todo aquel cúmulo de sensaciones se mezclaba en una enorme marmita de suplicios que no lo dejaban pensar con claridad. Seguro que hasta mis malditos ojos me engañan con fabulas inmisericordes para atormentarme, se dijo mientras detenía el impulso de cabalgar apasionadamente hacia el lugar.
Después de un largo reconocimiento, bajo el punzante sol y la brisa caliente que le golpeaba en la espalda, pudo cerciorarse de que sus embotados sentidos no le engañaban en aquella ocasión. Podía apreciar a lo lejos la borrosa silueta de la gran ciudad. No cabía duda. Le entraron ganas saltar, de aullar de regocijo, quería bailar como un demente que ha perdido el juicio, de dar piruetas como un saltimbanquis en una corte de tiranos, de gritarle al sol y a las piedras; al camino ¡Lo he conseguido! Aunque se abstuvo de tanta euforia, pues dudaba de que en su maltratado cuerpo quedasen fuerzas ni para hacer el indio.
Bajó por el camino que serpenteaba hasta donde se perdía la vista, con un paso más ligero del que cabria esperar, contemplando esa mota oscilante en el horizonte que lo seducía como la llama a la polilla. La Ciudad-Estado de Mansour. Paradójicamente ahora que estaba cerca de culminar su agotador viaje, de pronto y sin que se lo esperase, intensos sentimientos empezaron a embargarlo en su interior; las dudas, el temor, la absurda congoja.
Su infancia siempre había estado caracterizada por su dureza, llena de desgracia y fatalidad, de distanciamiento, poblado de marginalidad, juzgado siempre por la perseverante desconfianza de sus pares. Había crecido bajo el odio y el rencor que destilaba aquel mundo pútrido. La miseria y el desprecio, junto al maltrato al que se vio abocado a vivir, hizo que hostilidad creciese inmutable dentro de su alma hasta anegarlo todo. Era un niño marcado, muy distinto a los otros del lugar; su piel a diferencia de la mayoría era blanca como la harina de costal, su pelo en lugar del negro típico, era pajizo, sus ojos de un verde claro destacaban entre los oscuros como ala de cuervo de los demás. « ¿Quién era en realidad? ¿Porqué estaba tan fuera de lugar?» Era algo que siempre se había preguntado, carcomiéndolo durante años sin conseguir ninguna respuesta a cambio, tan solo más incógnitas y quebraderos de cabeza. Muchas de las pesadillas que lo acompañaban por las noches desde aquel entonces, eran inducidas por lo que había vivido tanto físicamente, como psicológicamente durante aquellos años de aflicción.
Su Maestro Pakour (tutor y prácticamente un padre para él) le había explicado que sus pesadillas pretendían contarle algo, que guardaban un propósito que revelaría muchas más verdades que sufrimiento padeció una vez.
Frunció el ceño y espoleó a Mordisco, pensando si eso podía ser posible. ¿Qué sentido tenía aquella afirmación? No creía que lograra sacar algo en claro de tan malas experiencias.
Mientras descendía por el promontorio hasta coger el camino que lo llevaría a su destino, comprendió que en realidad poco importaba la razón. No sabía si era otro de los desvaríos de su tutor, o por el contario era una lección que nunca había acabado de comprender. Muchas veces no sabía que pensar. De todas maneras, ahora quedaba poco del niño enclenque, patético y asustadizo que creció en las duras calles de Kabur. Quería creer que era alguien diferente, otra persona muy dispar del que hace años sufrió tantas privaciones en su vida, le gustaba repetírselo con asiduidad; día sí y día también. Los años habían pasado y aquel niño había dejado de existir.
Tampoco es que tuviera sentido pasarse el resto del camino meditando sobre sucesos acontecidos hacia ya tantos años atrás, no podía hacer nada para cambiarlos, tan solo lograría hundirse más en un estado apático. Su situación actual era más acuciante que las sombrías lucubraciones que poblaban su mente desde que tenía memoria. Llevaba gran parte del camino intentando encontrar el sentido a tarea que se le había encomendado, averiguar la manera de afrontar lo que se le avecinaba sin ser víctima de los acontecimientos, salir airoso de la empresa por así decirlo.
No tuvo mucho éxito en ese conciso.
Ahora eres un Hermano Juramentado se dijo apretando sus mandíbulas mientras acudía a su mente el voto que hizo al ingresar en la Hermandad. Recordaba la esfinge de Arakan y él arrodillado delante suya, con todos sus hermanos y acólitos murmurando plegarias a su alrededor.
Soy un hijo de la noche, protector en la sombra,
en la oscuridad sin estrella, todo el infame teme.
Soy un hijo de la noche, sentencia de la ira de dios,
la neutra justicia de mi daga, castigará en este mundo y no en el otro.
Soy un hijo de la noche, y estoy aquí para equilibrar,
la balanza de mi honra, no se suele equivocar.
Soy un hijo de la noche, sin rumbo, marcado y sin estrella,
solo existo en esta tierra, para servir a mí hermandad.
Amor, odio, guerra o paz, nuestra vigilia es eterna.
Muerte, vida o un glorioso final, no nos importa lo que suceda.
Soy un hijo de la noche, protector en la sombra.
Soy un hijo de la noche, hasta que la última gota
de mí sangre mane.
Debía confesar que no se sintió mejor.
Chasqueó la lengua antes de escupir un gargajo seco que por poco no le cae encima. El animal también parecía compartir un estado de ánimo turbio; sacudió su testa negra mientras pateaba el suelo y pifiaba con bastante mala leche. ¿Era normal que sintiera como una bola de argamasa dentro de su pecho? La sensación ganaba impulso a medida que se aproximaba a la ciudad; en su estomago las mariposas revoloteaban alegremente mientras el pegajoso sudor corría en regueros por su cansada espalda, sus manos adquirieron el temblor característico de la ansiedad.
Antes de salir del Fuerte de Argand, había tenido una inquietante entrevista con el Señor de la Torre (cabeza insigne de la hermandad) Recordaba como un paje le había despertado a intempestivas horas de la noche para comunicarle que debía acudir presuroso al despacho de su Patriarca.
Evocaba la situación como si hubiese sido ayer…
>> Estaba sentado en una raquítica silla de madera, en un despacho privado situado en lo más alto de una de las torres. Movía con nerviosismo sus pies y sentía como las gotas de sudor que le perlaban la frente, descendían lentamente por la curvatura de sus mejillas. En la sala reinaba una tenue penumbra gracias unas pocas velas de cebo y unas brasas casi exiguas que titilaban en el hogar. Su cita tenía un cariz de lo más lúgubre. Su Señor Kakzka lo observaba con una expresión indescifrable detrás de una copa de coñac. Pensó que quizás no iba a salir de ese despacho caminando por sus propios pies. No conocía a nadie capaz de sentarse en presencia de su Señor, y que no sintiera la intensa necesidad de salir huyendo con el rabo entre las piernas.
El semblante hierático de su máscara era perturbador. Recordaba a una gárgola asomándose desde el farallón de un castillo viejo preparado para saltar sobre su próxima e incauta víctima. ¿Y quizás así sea en realidad?, pensó aterrado en aquel momento. Se sentía diminuto ante su imponente presencia, insignificante; más pueril que una cucaracha panza arriba.
Kakzka Subooruene, Patriarca de Los Hijos de la Noche, era un hombre enjuto y viejo, con la espalda encorvada por el peso de la edad. Se envolvía con un manto oscuro con un capucha, del cual, tan solo dejaba percibir trazos de la máscara de bronce que siempre llevaba puesta. Sus inteligentes ojos refulgían detrás de ella con un brillo amedrentador.
Sarosh había ingresado como novicio en la Hermandad varios años atrás, gracias al patrocinio de su actual tutor Pakour. Después de haber sobrellevando una infancia llena de abusos y vejaciones en los suburbios de la ciudad de Kabur, abrazó los hábitos de la Orden con la ilusión de un mocoso al que le regalan una espada de madera. Con el tiempo, su tutor pudo comprobar que tenía aptitudes para el oficio, destrezas muy poco comunes en esos tiempos de necesidad, tanta sagacidad y entereza en algunos aspectos de las disciplinas que practicaba, que le presagió un futuro propicio en la Hermandad.
Dejando a un lado los miedos, las dudas, junto a la inquietante razón de aquella perturbadora entrevista, prestó especial interés en lo que su Señor Kakzka tenía que decir.
Era la hora y así le fue informado. Había llegado el momento de pasar por La Prueba de Templanza. A él le sudaban las palmas de las manos y le temblaban las rodillas como si estuviesen echas de gelatina. No creía estar aún preparado para superarlas.
El Patriarca de su orden no pareció (o no quiso) advertir su creciente incomodidad. Le previno que en aquel cometido se iban a poner a prueba todos sus sentidos, su valía, su ingenio y todo lo que había aprendido bajo la mano protectora de la Hermandad, sí tenía suerte, no sería necesario poner a prueba su integridad. Antes de concluir con la reunión también dejó entrever, aunque algo críptico en ese aspecto, que probablemente encontraría respuestas a muchos de los misterios que habían poblado su vida. <<
Ahora en el camino se preguntó ¿Cómo diablos sabia el Patriarca Kakzka cuáles eran sus inquietudes? Siempre había sido bastante hermético en aquel aspecto, no se prodigaba en parlotear con los demás hermanos sobre sus intimidades.; eran una orden muy poco habladora en cualquier caso. Estaba harto de dar vueltas en círculo como pez que se muerde la cola, desquiciado por las muchas cosas que nunca llegaría a comprender. En realidad no necesitaba más misterios en su vida, aunque tanto trecho recorrido, tanto tedio, junto a la abundante soledad, dejaban mucho tiempo libre para pensar.
La Ciudad-Estado de Mansour era un hexágono amurallado escarbado en la base de una gran vertiente, conocida como La Ladera de los Peñones, en la parte oriental del continente, muy al sur del Fuerte de Argand. Era una de las Ciudades-Estado más importantes de la región, y como tal ¡Era monumental! Su tutor le había hablado mucho al respecto de ella antes de partír.
Al parecer era una ciudad prospera, buena para el comercio, plagada de boyantes mercaderes y avispados comerciantes muy duchos en su oficio. Había un dicho con del que siempre alardeaban «¡No hay nada que no se puedas encontrar Mansour!». Era uno de los centros neurálgicos de las rutas mercantes de esta parte del mundo, un punto clave en el itinerario de todo tratante que se preciase llamarse como tal. Su comercio latía con viveza, pues este era la base financiera en la que se sostenía un estado con un voraz apetito.
Sarosh descendió por el zigzagueante y apelmazado camino de la gran garganta, surcado de roderas y marcado por el paso de incalculables caballos, carros, borricos o transeúntes que buscaban cobijo detrás de sus altas y gruesas murallas. De ahí empezó a distinguir con más nitidez las grandes estructuras que se distinguían en la distancia, recortadas en el horizonte. Contempló embobado aquellas imponentes murallas durante largo rato. Eran tan altas que le quitaban el aliento a uno; estaban hechas con bloques de piedra blanca encajados con tal precisión, que no se apreciaban las junturas. Dentro, las coloridas cúpulas e inacabables chapiteles que arañaban el despejado cielo, sobresalían muy por encima de su barrera. Sus recias almenas, los inalcanzables adarves, las pequeñas aspilleras de lo alto de las murallas, los coloridos gallardetes que hondeaban orgullosos encima de las altas torres de vigilancia… se sintió insignificante.
Mansour la Sagrada, la Inviolable, la Inexpugnable. Por muchos nombre era conocida aquella magnifica Ciudad-Estado, tanto en la región, como en el resto de territorios del circulo del mundo. Ahora entiendo el porqué de tan rimbombantes epítetos, se dijo tragando saliva.
Traspasó varios puestos de vigilancia donde soldados con petos dorados, capas rojas y cascos cónicos adornados con largos penachos de plumas blancas, lo examinaron con la expresión impertérrita común de los militares.
—Buenos días caballeros —Les saludó este al pasar por su lado. Ellos lo miraron entornando los ojos mientras contestaban con un largo y áspero gruñido que destilaba desdén.
Al rato estaba congregado con la multitud delante de las puertas de la ciudad. En realidad no sabría decir con precisión como acabó así. No sabía si el tumulto decidió adherirse a él, o por el contrario él acabo adhiriéndose a la masa aullante. Para ser sinceros no importaba en demasía, más quedó compactado a los demás como un bloque de aglomerado humano. No encontraba una palabra mejor para definir aquella situación tan asfixiante.
Gran multitud de carros traqueteaban frente al enorme arco de las puertas de entrada, los animales tiraban de ellos y relinchaban medio muertos por tener que cargar tanto peso encima de sus huesos. Los iracundos transportistas vociferaban con desagrado maldiciendo, tanto a los animales como a las personas que se congregaban alrededor de ellos mientras levantaban sus puños en alto. Los pocos guardias que había frente a los portones (igual de irritados que la inmensa mayoría del personal) graznaban ordenes a voz en cuello en un intento fútil de mantener el orden. ¡Su alrededor se resumía en una gran polvareda de ansiedades y expresiones desencajadas!
Observó con cierto pasmo la pericia de la que hacían gala aquellas gentes de ciudad. La gran mayoría urdía tejemanejes de lo más imaginativos para colarse delante de sus conciudadanos. Algunos se empujaban con los codos, otros soltaban una coz de vez en cuando, los había que se intentaban sacar los ojos con apreciable habilidad ¡Hasta en un momento dado un tipo intentó morder a otro con unos dientes tan grandes como los de un caballo! Todas esas personas no dejaban de maldecir en mil idiomas distintos y con improperios de lo más variados.
Se preguntó si eso era lo que se conocía como gente civilizada.
Ya dentro de sus murallas lo asaltó el gatuperio general, junto a las mil y una fragancias distintas y muy características en grandes urbes como aquella. Sus sentidos quedaron aturdidos durante un breve espacio de tiempo. Todo lo que veía le fascinó.
Los colonos corrían acelerados atendiendo sus quehaceres diarios abarrotando lo que parecía ser, la arteria principal de la ciudad; una inmensa avenida de casas abombadas y de letreros sonrientes que lo acogieron rodeándolo con sus largos tentáculos. Apreció que las mujeres de aquel lugar, vestían con mayor o menor simplicidad que las de su país natal. No parecían muy diferentes después de todo si no te fijabas en el color de su piel; eran blancas como la leche y color de su pelo variaba entre tonos claros y bermejos. Los hombres por otro lado, eran más bien grandes y de facciones duras (probablemente debido a su ascendiente Pàniko) lucían enormes mostachos y barbas ralas, en muchos casos llenas de trenzas y abalorios. Algunos vestían con sayos de colores claros, otros con chalecos pardos y bombachos de lino arremangados hasta las rodillas, también los había que iban prácticamente desnudos con la salvedad de unos ridículos taparrabos que cubrían sus vergüenzas. Había gentes de todas las etnias y culturas del círculo del mundo congregadas allí también. Tanto hombres libres como esclavos. Gentes de piel olivácea venidos de la lejana Rota, comerciantes de Atzzar con los carros llenos de todo tipo de exóticos productos, mercenarios de Campoor curtidos en mil batallas que miraban por encima del hombro con pedantería, extrañas gentes del desierto del Sahín e incluso ¡Juraría haber visto uno de esos inmensos bárbaros de Las Montañas Homeya que no se aventuraban a salir nunca fuera de los límites de su monte sagrado!
Todo un espectáculo digno de ver. Era curioso ver como todas las etnias del continente se mezclaban en sus amplias calles con desparpajo y relativa paz, cada cual dedicado a sus menesteres, atendiendo sus quehaceres cotidianos; ignorándose con sofisticada habilidad.
Pasó un rato ahí parado, embobado por cuanto le rodeaba, pero siendo consciente de que no todo en la ciudad era paz, amor y buen ambiente. Como todo buen hijo de vecino, sabía que también escondían múltiples peligros y gentes traicioneras buscando su oportunidad. Se preguntó cuántos rateros se frotaban las manos en aquellos angostos callejones esperando a que los ingenuos cayeran en sus manos y desvalijarlos hasta dejarlos secos. Nunca faltaban los pardillos. Siempre había algún bohemio pajarillo que no hacía demasiado caso a los índices de criminalidad y se tiraba a la aventura. Y eso que el atraco con navaja en la boca de callejón, era un oficio que se llevaba siglos practicando con mayor o menor sutilidad.
Eso le hizo recordar una de las muchas advertencias que le hizo su tutor Pakour antes de salir del Fuerte de Argand. «Recuerda bien esta lección muchacho, la gente de estos tiempos se cree muy cultivada, civilizada, se regodean de su gran saber e intelecto. Que no te engañen, en realidad se olvidan que hace relativamente bien poco que se limpiaban sus noblezas con dos piedras. Estoy seguro de que no te meterás en ningún problema»
Miró a su alrededor. Eso es muy fácil de decir cuando no se está en territorio hostil, pensó mientras reemprendía la marcha.
Giró por una calle a unos cien metros más adelante, dejando atrás el bullicio general. Anduvo por esa estrecha pendiente ascendente llevando a Mordisco del ronzal. Cuando la coronó, pudo ver un plano más extendido de la ciudad y se sorprendió; ciertas partes estaban parcialmente derruidas. Los daños parecían relativamente recientes, era evidente que habían sido originados por el fuego. Parte de los suburbios y algunas áreas circundantes que aún quedaban en pie, eran más bien esqueletos deformados por las llamas, cáscaras ennegrecidas por el hollín que a duras penas, lograban sostenerse en vertical; las maderas y las vigas rotas despuntaban de los cascajos que una vez fueron sus casas y comercios.
¿Qué diablos ha pasado aquí? se preguntó.
No parecía que fuera un incendio fortuito aquel, al menos no por lo que pudo constatar ¿Si no porqué habría distintas partes de la parte baja de la ciudad, que aunque alejadas entre sí varios cientos de metros, también habían recibido las caricias del fuego? Intuía que a la gente de la zona no le daba por quemar su patrimonio así porqué sí.
¿A que se deberá? ¿Tendrá esto relación con los motivos por los que estoy aquí? ¿De qué manera influirían con el cometido que me han encomendado? ¿Sabrá el viejo Kakzka lo que está pasando en Mansour? ¿Le importará en todo caso?
Bajó por otra calle que lo llevó a una a una amplia plaza repleta de puestos de mercadillo y tenderetes de vivos colores que lo sacaron de sus cavilaciones. Esta, como toda la ciudad, estaba repleta de gente vocinglera. Los zalameros comerciantes intentaban engatusar a los viandantes pregonando a voz en cuello lo magnificas, únicas y económicas que eran todas las mercancías con las que comerciaban. Había tenderetes de fruta, puestos de carne sin identificar, en ellos, moscardas tan grandes como puños no dejaban de zumbar cerca del producto; puestos de pescado, de especies, carros de verdura y hortalizas, tenderetes de abalorios, cerámica, y menaje. Infinidad de productos únicos y remedios milagrosos abundaban en el lugar. También pudo comprobar, que los pilluelos y cortabolsas rondaban por la zona.
Cruzó y dejó atrás la plaza del mercado, dando a una vía meridional, en esta un poste de madera en su bocacalle anunciaba «Distrito Artesano»
Paso por delante de un local en el que el colorido cartel encima de la puerta lucían pintadas unas tijeras y un telar; en el pórtico de la fachada que daba a la avenida, vio a una mujer de pelo rizado y revuelto cortando un trozo de tela de colores, mientras otra señora se mordía el labio y fruncía el ceño intentando atinar con el hilo en el agujero de la aguja. En otro local junto al de las modistas (en que el dibujo del cartel más bien parecía el garabato de un niño) creyó apreciar un cuchillo y una rueda de molar. El cuchillero concluyó. De pronto, un hombre con la mayor parte de su rostro abrasado por el fuego, se asomó por una de los ventanucos del comercio; Sarosh se apartó de la puerta del local con cierta animadversión. Había un orfebre y un noquero, un alfarero, un armero, un soplador de vidrio, un joyero, dos herboristerías y, hasta alguna que otra barbería.
Recorrió aquella paralela de punta a punta hasta acabar harto de tanto oficio. Le dolían los juanetes y sentía el peso del largo viaje en cada uno de los miembros de su cuerpo. Solo deseaba descansar. Pero lo primero era lo primero, debía verse con su contacto en la ciudad, él le daría más detalles de la misión que debía de llevar a cabo. En realidad no sabía de quien podría tratarse en realidad, aunque por la información que tenia, este sería quien lo encontraría a él en todo caso.
Así que lo elemental era encontrar una caballeriza donde poder dejar a Mordisco, no le convenía recorrer perdido por aquellas laberínticas calles con el animal pifiando molesto en su oído. Tampoco le vendría mal una buena posada donde dejar reposar su maltratado cuerpo durante toda una semana, quizás también pegarse un buen atracón y quitarse toda la mugre que se le había adherido durante el camino. En cualquier caso, lo mejor sería pedir unas cuantas indicaciones para orientarse, pues no tenía ni la más remota idea de donde poder realizar ninguna de aquellas acciones sin perderse en tanto angosto callejon; estaba totalmente perdido en las calles de Mansour.
Misteriosamente después de bajar dos calles distintas, girar en varios cruces y virar en algún callejón que no tenia salida, no encontró ni a una sola alma que le inspirase la confianza suficiente ni para preguntarle por la hora. Pasó algún tiempo hasta que decidió que lo mejor sería no ser tan selectivo. Cuando al final dio con un hombre de chaleco pardo y camisa de mangas holgadas repantigado en la puerta de una de las casas, su reacción lo sorprendió. El hombre lo contempló mientras se le acercaba, su gesto era un tanto desabrido, como si su sola presencia lo contrariase; arrugaba la nariz de una forma bastante curiosa en todo caso. Era un tipo más bien bajito, con unas lentes enormes que le sobresalían por ambos lados, levantó su puntiaguda barbilla con ostentación.
—Disculpe buen señor. —Le dijo haciendo una desmañada floritura con su sombrero — ¿Le importaría indicarme dónde puedo encontrar una caballeriza decente donde poder dejar a mi montura? Soy nuevo por aquí y he de admitir que ando un poquito desorientado con tanta calle.
—No me cabe ninguna duda. —Retrucó el tipo con sequedad. Durante un rato lo inspeccionó de arriba a abajo con la intensidad de un interrogador, examinándolo con exhaustividad, gruño algo inteligible y escupió en el suelo muy cerca suyo, para luego levantarse y se meterse dentro de la casa sin más, hecho que lo dejó sin palabras.
¿Qué diantres ha sido eso? Su sonrisa cayó al suelo y se hizo añicos.
El hombrecillo lo había dejado pasmado. No se esperaba ni por asomo, que por el simple hecho de pedir unas indicaciones estas reportaran una actitud tan poco civilizada. Estuvo tentado de ir en pos del desgraciado y darle una clase práctica de cómo partirle el espinazo a un cretino. Pese a ello desistió, no tenía muy claro cuantos más imbéciles se iba a cruzar aquella pintoresca mañana. Algo le decía que iban a ser muchos.
Siguió por aquella calle sin un rumbo aparente, hasta que sin darse cuenta poco a poco se adentró en un distrito donde las casas eran más sencillas, mucho más austeras. Las viviendas eran muy pequeñas, sus fachadas estaban mugrientas como el resto de la calle, frente a los hogares, niños de pantalones raídos y más bien constitución famélica lo observaron con ojos temerosos y llenos de resignación.
¡Perfecto! se dijo cada vez más exasperado Si es que esto a cada rato se me pone mejor.
Pasó por delante de los niños que lo miraron sorprendidos, sus madres de tanto en cuanto salían de sus casas para regañarlos por no meterse al resguardo de sus chabolas. Algunos hombres de aspecto peligroso; con caras picadas por la viruela o llenas de cicatrices que pululaban por ahí, también lo miraron con detenimiento. Se preguntó que pintas debía de tener para que a la mitad de rateros de aquella ciudad les pareciera una presa tan suculenta. Vio en sus ojos como calculaban sus posibilidades de descabalgarlo de su montura. Sarosh dejó entrever la empuñadura de su espada corta; eso acabó de convencerlos del todo. Sería mejor buscasen alguien menos afilado para su seguridad. Durante el trayecto, vio algunos perros de aspecto lamentable también rondando por el lugar, estos hurgaban entre los restos de basura algo con que poder llenar sus abotagados estómagos; los pobres chuchos se agazapaban con la cola entre las piernas y gruñían a todo el que pasaba por delante de ellos.
Tan solo llevaba unas pocas horas en la ciudad y ya empezaba a perder gran parte de su atractivo. Las grandes estructuras, los coloridos carteles o pasquines de las paredes, los muchos comercios y la cantidad exorbitante de gente, la vigorosidad que se respiraba en las calles principales, no hacían desaparecer la gran brecha que separaba a unas personas de otras. Unos acumulaban riquezas, lujo y despreocupación, mientras que otros eran pagados con miseria, penalidad y una frágil subsistencia. Después de todo no había tanta diferencia entre Mansour y su ciudad natal como había creído en un principio.
Tardó casi mediodía en conseguir encontrar una caballeriza donde poder dejar descansar a su montura, durante ese intervalo de tiempo aprovechó la oportunidad de hacerse una idea de la distribución que tenia la gran ciudad de Mansour. Esta estaba dividida en varios distritos, distribuidos en grandes cuadras que rodeaban un amurallado central, el cual, quedaba dividido a su vez por un gran canal artificial. La ciudad se repartía con bastante simplicidad a pesar de lo grandiosa que resultaba ser; La ciudadela y Los Distritos.
Llamó al que se ocupaba del lugar. Se le apareció un mozo con la cara redondeada y llena de pecas, sin apenas cejas y con dos enormes tajos de carne por orejas.
—Buenos días muchacho. ¿Con quién debo de hablar para poder dejar mí montura aquí?
—Debes de hablar con Jamis. —Contestó este algo reticente. Al parecer no las tenía todas consigo de que dejara a Mordisco allí. — ¡Jamis, preguntan aquí por ti!
Mientras el chico llamaba al propietario, no dejó de echarles miradas nerviosas al animal y a él respectivamente. El recelo era moneda de cambio en aquella ciudad al parecer, llevado a un extremo exasperante. El propietario, un tipo seboso y medio calvo, con un mono más mugriento que las calles que acababa de dejar atrás, parecía aún más desconfiado que su empleado.
— ¿Qué desea? —Preguntó con el mismo tono apático que el del muchacho.
—La verdad es que esperaba que me alquilara unos días una cuadra para mi animal.
El tipejo hecho una mirada Mordisco y respondió.
—No parece un caballo muy tratable.
—Tan solo son las primeras apariencias —le contestó con una sonrisa picara —Unos pocos cuidados y una buena comida, y seguro que hacen buenas migas.
—Ya, me lo imagino. El precio son dos peniques por día. Por adelantado.
—Le pagaré una semana por adelantado si lo desea. En el caso que decida que mi estancia se vaya a alargar más, vendré para notificárselo y hacer el correspondiente reembolso para prorrogar su estancia. ¿Le parece?
Jamis pareció sospesar la oferta durante unos pocos segundos, probablemente para jugar un tanto al despiste, pues no le pasó desapercibido como se le habían iluminado los ojos al escuchar la propuesta.
—Me parece justo.
Pagó el precio acordado, más un pequeño incentivo tanto para el dueño como para el chaval con orejas de soplido, no quería que a Mordisco le faltase nada en su ausencia. Tras una promesa de Luego habrá más, la relación mejoró ostensiblemente.
—Antes de irme ¿Podrían aconsejarme alguna posada dónde hospedarme?
—Eso depende de que es lo que busca.
—Me conformo con cualquier sitio donde no tenga que pasarme la noche batallando con las chinches.
—Entonces no lo encontraras en Los Distritos. —contestó de inmediato. —Tendrás que dirigirte a La Ciudadela, ahí es donde se encuentran las mejores posadas de la ciudad.
—Gracias por su amabilidad.
Salvado ese punto tan sólo quedaba entrar en La Ciudadela. Miró en dirección al gran amurallado interior, se permitió un hondo y largo suspiro; estaba muerto de cansancio. Esperaba fervientemente que su contacto diese pronto con él. No sabía cuánto tiempo iba a resistir en aquella enorme urbe sin matar a alguien para desquitarse. Se dirigió con paso vivo y determinación a cumplir con la tarea de encontrarse una maldita posada.
Ven, ven, quienquiera que seas;
Seas infiel, idólatra o pagano, ven
ESTE no es un lugar de desesperación
Incluso si has roto tus votos cientos de veces, aún ven!
(Yalal Ad-Din Muhammad Rumi)