10/02/2015 10:33 AM
Cruce de caminos (Parte uno)
Una hora más tarde sus gastadas botas golpeaban decididas por el mejor pavimentado suelo de La Ciudadela. Había tenido que perderse en un par de ocasiones, maldecir unas cuantas veces más y bregar con la guardia del amurallado interior, los cuales le habían aligerado dolorosamente de parte del contenido de su bolsa, para encontrarse donde estaba ahora.
Seguía sin localizar un hostal donde dejar descansar sus huesos.
Un carruaje lacado con intrincadas taraceas y tirado por unos brillosos caballos de pura raza pasó tan cerca de él que por poco no lo arroya. Sarosh levantó su puño maldiciendo al conductor en todas las lenguas que conocía.
— ¡Ojala se te parta una rueda y te rompas el cuello desgraciado! —Le gritó a pleno pulmón. Si el tipo lo escuchó no dio muestra alguna, simplemente continuó con su recorrido sin prestarle más atención que un matojo que uno encuentra en el medio de su camino. Observó con pasmo como el carro tomaba una curva para perderse de vista.
¡Vaya con la gente civilizada! Refunfuñó malhumorado.
Dentro de La Ciudadela todo era más lujoso, las calles eran más anchas y estaban adoquinadas, las estructuras eran más ostentosas ¡Mucho más fastuosas que en Los Distritos! Levantó la vista al cielo, contemplando con admiración los puentes colgantes que conectaban con otras torres colindantes a muchos metros del suelo. Merodeó cerca de los inmensos caserones señoriales distribuidos meticulosamente en una espaciosa zona residencial; estos gozaban de dos, tres y hasta cuatro plantas de altura. Sus fachadas ornamentadas contaban con unas balconadas que casi emulaban avenidas. Reparó en los enormes espacios verdes que destacaban entre las construcciones, regados de flores de vivos colores que despedían una fragancia de dulce almizcle. Los árboles también crecían altos y frondosos en aquel lugar; llenos de vida.
Resultaba curioso ver lo desértica que era la región y los frondosos espacios verdes que disfrutaban dentro de aquel complejo amurallado.
Transitó por una enorme plaza con un enlosado ajedrezado, en ella, los enamorados disfrutaban de un genuino atardecer mientras paseaban cogidos de la mano. Los niños de carrillos rosados correteaban de un lugar a otro con la alegría pintada en la expresión y sin más preocupaciones que su propia diversión. Había abundantes palomas en la ciudad: ¡Miles! Estas pernoctaban día y noche entre las columnatas, encima de sus arcos, en los alfeizares y tejados de las grandes casas, en lo alto de sus torres, en los hombros y brazos de las regias estatuas que abarrotaban la avenida; gorgoreando y regando todo el entorno con sus heces. Dos estructuras que se imponían en la distancia fueron las que más llamaron su atención. El edificio alto y rectangular, de aspecto vulgar y bastante lúgubre, dedujo que se trataba del Magisterio. Un lugar donde se gestionaban las labores administrativas de la Ciudad; papeleos, concesiones, tratados, denuncias o cualquier tipo de trámite legal, tenía que pasar por alguna de sus oficinas. Más arriba despuntaba en contraste Palacio. Las cúpulas doradas de la inmensa construcción eran visibles desde una considerable lejanía, sobreponiéndose sobre las otras estructuras de la zona y acaparando el cielo para sí solas. Infinidad de torres emergían como espinos alrededor de ellas, con trazos tan sutiles y delicados que parecían moldeados por seres de otro mundo. Las embellecidas fachadas resplandecían con el blanco más puro, y en sus grandes ventanales rematados en arco, los coloridos mosaicos atesoraban la luz de aquel rojizo atardecer.
¿Cuántos años se habrá tardado en construirlas? Se preguntó al contemplarlas fascinado; eran inmensas. Construcciones tan colosales que hacían palidecer toda obra que hubiese visto con anterioridad. Destilaban un aire solemne, antiguo, severo e intransigente a su vez. Probablemente le hayan dedicado décadas acabó por conjeturar.
Emitió un largo suspiro antes de ponerse nuevamente en marcha. A pesar de lo cautivadoras y llamativas que pudiesen parecerle aquellas insólitas maravillas, tener la certeza de porqué estaba ahí, le quitaba mucho atractivo a cuanto veía. Además, seguía sin dar con una maldita posada.
Bajó hacia una vía muy concurrida, en el poste de su bocacalle ponía La Travesía. Las gentes de La Ciudadela gozaban de un mejor nivel social que sus conciudadanos de Los Distritos, eso saltaba a la vista. Observó a todos aquellos nobles dedicándose a sus labores recreativas. Las mujeres paseaban con unos enormes tocados de distintos talles y colores, cada cual más extravagante que el anterior, charlando y riendo con estridencia, señalando prendas expuestas en los escaparates de las tiendas: decidiendo en que se iban a dilapidar la fortuna familiar. Los hombres por su parte, charlaban tranquilamente entre ellos, los había que paseaban enhiestos como palos e hinchando pecho mientras lucían su gallardía, algunos fumaban de sus pipas de pino, envueltos en una nube de humo espeso. También había lacayos y criados, mensajeros, guardias, comerciantes más bien adinerados, artistas, joyeros, profesores, médicos. Ninguno parecía especialmente preocupado por los claros indicios de descontento que había observado en Los Distritos de la Ciudad.
No sé porqué no me sorprende.
Mientras cruzaba Travesía, no le pasaron inadvertidas las miradas desdeñosas que le lanzaron algunos de aquellos nobles. Seguramente destacaba entre tantas personalidades, como una cucaracha en el plato de un rey. Sus ropas aunque de buen corte, estaban manchadas por la mugre del camino, sus botas de cuero negro estaban tan gastadas que habían perdido parte de su tintura, la espada corta que asomaba debajo de su capa deslucida, era un reclamo para la vista, su barba de varios días o la expresión apática con la que les devolvió la mirada a todos ellos, bastó para que se les pasara la curiosidad en situ.
Al final de la calle dio con el edificio que buscaba, este acaparó toda su atención. Paró delante para contemplarlo con más detalle. La posada era realmente grande, de varios pisos de altura. Desde afuera parecía muy lujosa y reconfortante, sumamente acogedora; la panacea a todas las quejas que pudiese haber tenido durante aquel fastidioso viaje. Quizás hubiese valido la pena haberse perdido para acabar en un lugar tan cándido. En el tablón de la entrada podía leerse; La Dama Sobria.
Curioso nombre para una posada.
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«…¡Eres el hijo más insubordinado de toda la aristocracia! ¡La deshonra de nuestra familia! ¡La mácula de toda la maldita historia de nuestro Estado! ¡Un fracaso Armen! ¡Un inútil! ¡Un parasito que no sirve para nada más que para gastarte todas las monedas que tanto nos ha costado reunir! ¡Al igual que una maldita sanguijuela que no se detiene hasta acabar por chupar toda la sangre de su huésped! ¿Tanto te cuesta ser un hijo medianamente ético y normal? ¿Es demasiado pedir que no seas el hazmerreír de toda la corte?!Lo es! Pensar que he puesto todo mi empeño en hacer un hombre de ti, qué fueras uno más del entramado de la compleja vida política ¡Que consiguieses asimilar de una vez por todas tú puñetero Estatus social! Pero es evidente que he fracasado. Mira sí no en qué te has convertido. ¡Sí solo de mirarte me pongo enfermo…»
—Y más o menos así se resume mi última reunión familiar. —Concluyó Armen con una parca sonrisa en la expresión —Diría que han sido más dos horas de tortura. ¿Te lo puedes imaginar? Hacía tiempo que no sufría tal rapapolvo por parte de mi progenitor. Con toda probabilidad se me haya pasado alguna sofisticada referencia hacia mis amplias limitaciones mentales, o alguna insignificante reseña sobre lo inmaduro, ocioso o estúpido que soy. En todo caso creo que he destacado las frases más relevantes de todo un amplio repertorio de adjetivos.
Varsuf lo miró circunspecto.
Estaban sentados en el reservado de uno de los salones más elegantes y concurridos de la Ciudad, en una de sus mejores posadas; La Dama Sobria, frente a una mesa color caoba repleta de jarras vacías de cerveza y otras aún a medio acabar. Armen no dejaba de pensar en las injusticias que había sufrido a manos de sus iguales durante aquella mañana repleta de sorpresas.
—Me he sentido un tanto vilipendiado ¿Sabes?
Su amigo dirigió la vista a la jarra de cerveza que descansaba en la superficie de la mesa, la contempló de la misma forma que instantes antes había hecho con él, la recogió pegó un pequeño sorbito y volvió a depositarla en el mismo lugar, divagó un rato para finalmente contestar.
—No sé qué decir Armen.
—No sé porqué no me extraña. —Replicó este.
—Que quieres que te diga. ¿Realmente deseas que te sea franco?
—Pues no estaría mal para variar.
—¡Entonces perfecto! Tú sabes lo poco que me implico en los enredos de Palacio Armen ¡Dios me libre de tales contubernios! —Exclamó su amigo cruzando sus dedos con un exagerado fervor. —Pero sé que eres tan consciente como yo que nunca has sido el hijo prodigo que el Gobernador esperaba hacer de ti ¿Verdad?
—Y yo no te lo niego. Pero seguro que nadie se ha parado a pensar que quizás mi padre siempre esperó más de lo que yo podía aportarle. —Arguyó Armen con desdén.
—Bueno, pues ahí tienes tu respuesta. —Contestó como si esa fuese una explicación que lo hiciese sentir mejor.
Varsuf era un chico alto y desgarbado, tenía una cara larga y fina; un tanto ascética. Encima de unos casi inexistentes labios, lucía un ridículo mostacho que tenía el aspecto de una oruga muy fuera de lugar. Su atuendo no tenia desperdicio. En su cabeza descansaba un sombrero de fieltro de ala ancha con tres plumas enganchadas a un alfiler de plata, vestía un justillo añil, una casaca adornada con puntadas de oro y ribetes plateados que emulaban rayos, unos bombachos de lino negros con remates amarfilados, y un faja de repujado cuero que envolvía gran parte de su abdomen. En su cinto (repleto de tachones plateados) colgaban dos enjoyadas dagas de hoja curva.
—La verdad es que no me dices nada nuevo.
—Nunca dije que fuera a serlo.
Su colega era un tipo bastante singular para tratarse de un miembro de casta noble. No se implicaba en las venencias o desavenencias de Palacio, no participaba en las ceremonias ni en los bailes nocturnos, tampoco en las logias de Estado, no manifestaba un lado oscuro y ambiciosos como el que arrastraban los demás aristócratas del lugar; era un tipo sin grandes pretensiones. A pesar de ser poco convencional al uso, tampoco era una hermanita de la caridad después de todo, tenía sus particulares vicios como todo hombre de bien. Entre ellos; plagiar las incoherentes tendencias que se llevaban en las cortes de medio mundo, e intentar fornicar con cualquier miembro del sexo opuesto que tuviese bien a mano.
Todo un modelo a seguir.
Para colofón a su creciente malestar, un músico (arpista en ese caso) tocaba una balada de lo más triste en una tarima central dispuesta para los grandes eventos. El tipo desengranaba con maestría su melancólica melodía, mientras a su vez, cantaba y se contoneaba al ritmo.
La Giga contaba el drama de un Lord locamente enamorado de una mujer tan hermosa como encantadora. Esta tenía el pelo largo y negro, igual de rizado que las olas del mar, más sus ojos eran almendrados y tenían un tono del color de la miel; su cuerpo era la envidia de cualquier mujer. Muchos de los asistentes quedaron rendidos ante el talento que poseía el artista, embelesados por la poesía que desprendían cada uno de sus versos, cautivados por la historia que les cantaba. Mientras estos meneaban manos y pies al compás de su armonía, este subía la cadencia de sus notas en progresión. De pronto, la tonada dio un brusco cambio que no dejó indiferente a nadie; un punteado agudo y desgarrado tensó el habiente hasta llegar a un álgido crescendo. Trágicos acontecimientos se sucedieron a continuación, mentiras, censura, idilios prohibidos, adulterio, tragedia y un sangriento final.
—Dejando a un lado mis rencillas familiares y lo pernicioso que resulto ser para la sociedad en general ¿Cómo has conseguido escaquearte en una fecha tan señalada como la de hoy?
Varsuf hizo un ademán desechando tal proeza con la mano.
—¿Conoces lo quisquillosos que son los miembros de mi familia con lo de su honor, la reputación y esas tipo de paparruchadas pasadas ya de moda? —Armen asintió, pues conocía de primera mano cómo eran los líderes de las primeras casas con sus antiguas y en algunos casos, chabacanas tradiciones. —Bien. Pues mi padre siempre anda con la misma cantinela día sí y día también «No eres más que un ignorante incapaz de entender las complejidades y los entresijos de la política aunque te dieran en los morros con ellas. ¡Estudia y hazte un hombre de una puñetera vez!» Después me ordenó que me quedara en casa cultivando mi intelecto.
— ¿Y le hiciste caso? — Preguntó escéptico Armen.
—Más o menos. —Confesó este con cierta complicidad. Armen enarcó una ceja —Le hice caso en cuanto a quedarme en casa, pues ser prescindible esta mañana no me pareció un mal plan después de todo. Ahora que en lo concerniente a estudiar, bueno, ya sabes que me salen sarpullidos solo de pensar en dicha palabra. No abriría ni uno de esos libros de aritmética aunque me apuntaran con una ballesta en plena cara, te lo puedo asegurar. —Armen sacudió la cabeza antes de poner los ojos en blanco — ¿Te puedes creer que piensa que si estudio mucho algún día lograré ser un hombre de provecho como él?
—Tu padre tiene un gran sentido del humor.
Los dos compartieron una mirada antes de reírse de tan absurda idea. Después de un día tan absorbente e insidioso como aquel, no venia mal pasar un buen rato con un amigo de verdad «En realidad uno de muy pocos». Con unos cuantos litros ingeridos y mucha distracción después, empezaban a desvanecerse todos los despropósitos del día.
Había pasado horas intentando descifrar que era lo que tanto le preocupaba para producirle una desazón tan poco común. Qué diablos lo inquietaba tanto. La verdad es que no sabía muy bien el porqué de tan insanos sentimientos. Era un tipo objetivo y sin grandes preocupaciones, las trivialidades en las que se solían matar el tiempo el resto de aristócratas de La Ciudadela, le traían sin cuidado, así qué ¿de dónde venía tal desasosiego? Descartó que tuviese que ver con la moción que se había visto forzado a asistir; no era la primera y dudaba que fuera la última. Así que ¿Por qué? Había muchas probabilidades de que las aterradora e inverosímiles pesadillas que lo asolaban esas últimas noches, jugasen un gran papel en el asunto, aunque a pesar de todo ello, no estaba muy seguro de qué esa fuese la única razón. Era recalcitrante divagar sobre misterios sin sentido imposibles de comprender; igual que intentar completar un rompecabezas del cual no se está seguro de tener todas las piezas.
Al pasar cerca de su mesa unos tipos los saludaron con cierta tibieza, Armen salió de su ensimismamiento para devolverles el saludo más que nada por cortesía. No le había pasado desapercibido el interés que parecían tener aquellos dos Caballeros en su persona. No habían dejado de lanzarle miradas solapadas desde el lugar donde estuvieron sentados gran parte de la tarde. Se abstuvo de hacer comentario alguno, pues pensó. Debo coexistir con todo tipo de calaña mientras pongo cara de imbécil ¿Verdad? ¡Soy el hijo del jodido Gobernador después de todo!
Mientras se alejaban aquellos engreídos, no dejaron de observarlo por encima del hombro con la barbilla apuntando al cielo y un brillo despreciable en sus miradas. Supongo que algún día acabaré por acostumbrarme a esto.
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Sarosh después de una exhaustiva observación, decidió que lo mejor era entrar para comprobar las comodidades de las instalaciones, a fin de cuentas no había llegado hasta lugar para quedarse admirando su fachada. Cuando se disponía a subir los tres peldaños que lo separaban del portón de doble batiente, dos hombres salieron del local enfrascados en una acalorada conversación, la cual no alcanzó a oír muy bien. Cuando advirtieron su presencia súbitamente mudaron de expresión, lo examinaron de la cabeza a los pies con gesto de hastío: como si su sola presencia les ofendiera.
¿Porque será .que caigo mal a todos los personajillos que deambulan por esta maldita urbe? Se preguntó mientras a su vez los contemplaba también con el ceño fruncido.
Comenzaba a sentirse un tanto denigrado la verdad. Ya se había topado con una cantidad desproporcionada de tipos descarados, pretenciosos y arrogantes como reyes pululando por la ciudad durante aquel día. Lo lógico era rodearlos y pasar de meterse en líos, como una sombra más; silenciosa y fría. En cambio en esta ocasión su reacción no invitaba a ser la misma. Comprobar las muecas avinagradas con que lo contemplaban aquellos dos, ver el desprecio en sus miradas, los evidentes signos de descontento en su expresión; era un hecho que lo sublevaba. Probablemente era bastante común e intrascendente en Mansour eso de ser unos completos descarados, pero francamente, para alguien con un carácter tan volátil como el suyo, comenzaba a parecerle una situación insostenible. Habían conseguido acabar con la poca paciencia que le quedaba. Después de morderse la lengua en más de una ocasión durante aquel molesto día, decidió que ya no pensaba aguantarlo más.
— ¡Se puede saber qué es lo que estáis mirando! —Se dirigió a aquel par.
Los tipos parpadearon sorprendidos antes de compartir una sonrisa aviesa.
— ¡Vaya, vaya! Pero mira que tenemos aquí, un campesino que aún no sabe el lugar que le per toca. —dijo el más alto de los dos mientras daba un paso al frente y mostraba una sonrisa reluciente. Luego se giró para preguntarle a su compañero. — ¿A ti que te parece Misto?
Su amigo, un tipo más bien bajo y orondo como un barril contestó.
—Yo diría que has dado en el clavo.
—Si verdad, solo hay que ver las pintas que me lleva. Me pregunto cómo ha conseguido entrar un pueblerino como éste en La Ciudadela.
La expresión de Sarosh no varió un ápice, no mostró indicio alguno de que las alusiones de aquellos tipejos le afectaran en lo más mínimo, tampoco parpadeó por la actitud chulesca que habían adoptado los muy cretinos; simplemente los fulminó con la mirada antes de contestar.
— ¿Vosotros conocéis a muchos pueblerinos que sepan usar esto? —les dijo mientras apartaba la capa y dejaba entrever la espada corta que llevaba colgada al cinto. A los tipos se les atragantaron las chulescas respuestas en sus gargantas mientras lo contemplaban con otros ojos. —Ya veo que no es el caso. Pues bien, si no os apetece que el asunto se ponga feo de verdad, y se pondrá —señaló —os aconsejo que sigáis vuestro camino y dejéis las baladronadas para cuando estéis a solas con vuestras concubinas.
El hombre que había dado un paso al frente volvió a recular a su posición inicial, perplejo. Los dos tipos se miraron nuevamente, aunque en esta ocasión sin diversión alguna; no imaginaban que el ratón tuviese uñas también. A pesar de que por sus poses querían parecer más viriles, menos acongojados y capaces, no vio ningún reflejo de osadía en sus miradas, nada que señalara que tuviesen la intención de avanzar, más bien todo lo contrario, parecían estar decidiendo si valía la pena acabar con veinte pulgadas de buen acero clavados en las entrañas. Advirtió que ellos también estaban armados con sendos sables, aunque no los sacaron. Dedujo por sus rostros, que probablemente no sabían ni con cuál de los dos lados era con el que se pinchaba. ¿Dos lechuguinos con aires de camorristas? Era lo más probable concluyó. Aunque aquellos dos payasos no iban a ser ninguna amenaza para su persona, se maldijo por tener tan mal carácter y tan poco seso para resolver la situación de manera diferente. Siempre se metía en problemas por no saber tener bien sujeta su lengua. Cuando daba rienda suelta a esta, normalmente se formaba una trifulca de tres pares de cojones. ¡Maldita sea mi estampa! No le convenía en absoluto montar una escenita y que la Guardia de la Ciudad viniera presta a apresarlo. Eso sería un problema difícil de solventar. El dilema radicaba en que los tipos parecían ser de noble linaje. Normalmente una afrenta como esa en las altas sociedades, solía saldarse con sangre.
¿Qué es lo que vais a hacer?
Aguardó conteniendo el aire y rogando que no sucediese lo peor. Rogaba por que las cosas no se torcieran hasta tal punto de no poder manejarlo con un poco de inteligencia y sin dejar un reguero de sangre a su alrededor, aunque andaba algo corto de la primero, no le apetecía dejar dos cadáveres en su primer día en la Ciudad. No era la mejor tarjeta de visita.
—Tienes suerte de que no podamos perder el tiempo con un zarrapastrosos como tú, si no te tragabas las palabras. —arguyó finalmente el de la sonrisita de caballo, para acto seguido escupir hacia un lado y luego proseguir con su camino erguido como un palo.
—No sabes la suerte que tienes. —Añadió el que tenía pinta de barril antes de salir en pos de su socio.
Sarosh contempló cómo se alejaban hasta que a estos se los tragó la noche, soltó el aire de los pulmones mientras pensaba en la extraña habilidad que tenían esas gentes para escupir a las primeras de cambio.
Finalmente murmuró.
—Ni os podéis hacer una idea.
Entró en la posada, esta estaba abarrotada de gente ociosa. El edificio efectivamente constaba de varios pisos y como comprobó, era tan lujoso como aparentaba en su exterior. Los tonos rojos de las paredes eran sugerentes, las arañas doradas que pendían del techo eran de intrincadas formas y generaban una luz tan tenue que formaba muchos claroscuros en el salón, el opulento mobiliario destilaba magnanimidad; todo el diseño era elaborado hasta el más mínimo detalle. En la primera planta, una enorme barra color caoba ocupaba la derecha del recinto, detrás, en las vitrinas, una cantidad ingente de botellas lucían todos los colores del arco iris. Varias mesas de buena manufactura se repartían a su alrededor, con muchos clientes disfrutando de su bebidas inhibidos de las preocupaciones mundanas del día; ahogando sus existencia en alcohol. La sala también contaba con una pequeña tarima en la que un arpista vestido con sus mejores galas; unas calzas llenas de lentejuelas, una chaquetilla a juego y un ridículo sombrero adornado con varias plumas de ganso, rasgaba las cuerdas de su instrumento para deleite de todos los parroquianos del local. Las camareras eran muy hermosas comprobó, y llevaban su tarea con una pasmosa habilidad; mientras recorrían el salón con bandejas llenas de bebidas, fintaban las manos de los clientes más osados y les sonreían con picardía, todo sin que se les derramara ni una sola gota de sus jarras. Justo al lado de la chimenea, unas escaleras ascendían hacia un piso superior del que aún no visualizaba nada.
Durante el breve instante que dedicaron los asiduos en examinarlo, se hizo el silencio en el salón, cuando ya temía que aquel iba a ser el peor día que recordase en años, todo el mundo siguió a lo suyo y de nuevo continuó el trajín.
Sarosh se dirigió a la barra con paso decidido, intentando no cruzar su mirada con nadie más que pudiese causarle problemas. Un hombre de barriga prominente, con evidentes signos de alopecia y el gesto escamado típico de las gentes de aquel lugar, lo esperaba desencantado detrás de ella. Dedujo que se trataba del dueño de la posada.
—Buenas noches Caballero. ¿En qué puedo ayudarle? —Preguntó con un tono que no invitaba a la hospitalidad.
—Me gustaría arrendar una de sus habitaciones.
El tipo no parecía tenerlas todas consigo cuando escuchó la demanda, su expresión de recelo se hizo aún más que evidente. Con toda seguridad la cantidad de mugre que portaba encima y que se veía a leguas que era forastero, no facilitaba el asunto en absoluto.
—En Los Distritos seguramente encuentre lo que busca. —Le sugirió, sin disimular en absoluto que era una clara invitación a que se marchara.
—Acabo de venir de ellos —respondió Sarosh mirándolo fijamente a los ojos —, y si quiere mí franca opinión, creo que ya he encontrado lo que buscaba. —dijo señalando su local con una amplia sonrisa.
El posadero enarcó una ceja ante aquel comentario.
—Creo que no me ha entendido, este es un local respetable, no ningún antro cualquiera debo advertirle. La dama Sobria es considerada la mejor posada de esta Ciudad, y es uno de los edificios más prospero y antiguos que…
—Eso salta a la vista. —lo interrumpió Sarosh. Comenzaba a estar asqueado de todo aquel asunto de lidiar con las gentes de ciudad. No tenía ni el ánimo, ni las ganas de mantener un debate moral en aquellos momentos con aquel abigarrado sujeto. —Discúlpeme si no me he presentado como era debido —le dijo a la par que depositaba una bolsa encima de la barra que sonó con un tintineo metálico. El saquito era del tamaño de un melón pequeño.
El posadero abrió los ojos de par en par. Sarosh temió que saltasen de las cuencas y salieran rodando por encima de la barra como dos huevos cocidos, en cambio el gesto del hombre se suavizó y preguntó mucho más obsequioso que de inicio.
—¿Que más necesitará el Caballero?
Intentó que nos se le escapara una sonrisa por aquel repentino cambio de opinión, eso podría arruinarlo todo.
—Para empezar una habitación que tenga una ventana que dé a la calle, me gusta que haya ventilación donde duermo. También me complacería una buena tina caliente donde poder quitarme toda la porquería de encima, y algo de comida caliente y un buen vino para bajarla no estaría de más.
—Entiendo. —Asintió el posadero —¡Sasha ven aquí, que tienes trabajo!
Una chica de casi su edad apareció de la nada.
—Dime Gulag.
—Acompaña a este caballero y enséñale cual es su habitación. —Le dijo dándole unas llaves con un pequeño llavero donde había grabado un numero en dorado —Después dile a Silas que prepare varios barreños de agua caliente y que proporcione todo lo necesario para el baño del señor.
—Como mandes. — Asintió la chica antes de pedirle que la siguiera.
Sarosh acompañó a la muchacha dejando al posadero en la barra bastante pensativo, claro indicativo de que andaba calculando los beneficios que podría sacarse con su persona. Recorrieron el salón hasta llegar a las escaleras y subieron al piso superior. En este había varios reservados dedicados a salvaguardar la intimidad de algunos de los clientes del local. Muchas de las bambalinas de tono morado, con borlas doradas y tela gruesa, estaban echadas, pero a pesar de eso, los ecos de algunas voces podían escucharse desde allí; las inconfundibles risas del genero opuesto, el ruido de la cristalería al chocar entre sí, alguna discusión acalorada entre machos viriles, hasta ruidos de lo más extraños que no logró identificar.
A saber qué es lo que se cuece allí detrás.
Advirtió que había un par de muchachos conversando en uno de dichos elegantes cubiles, eran dos chicos muy dispares, tan solo un poco más jóvenes que él, y de sangre noble como cabria de esperar en un lugar con tanto glamur. Uno de ellos vestía con bastante sobriedad y parecía algo sombrío, el otro era lo opuesto, extravagante hasta la medula; a ninguno de los dos parecía importarles en absoluto que alguien violase su intimidad. Contempló durante un rato aquel par de chavales, sin saber muy bien por qué no podía apartar su vista de ellos. Algo lo atraía, como la melaza a las moscas. Descifrar a que se debía, era un misterio que dudaba pudiese resolver. Como tantos otros muchos de su vida.
Una hora más tarde sus gastadas botas golpeaban decididas por el mejor pavimentado suelo de La Ciudadela. Había tenido que perderse en un par de ocasiones, maldecir unas cuantas veces más y bregar con la guardia del amurallado interior, los cuales le habían aligerado dolorosamente de parte del contenido de su bolsa, para encontrarse donde estaba ahora.
Seguía sin localizar un hostal donde dejar descansar sus huesos.
Un carruaje lacado con intrincadas taraceas y tirado por unos brillosos caballos de pura raza pasó tan cerca de él que por poco no lo arroya. Sarosh levantó su puño maldiciendo al conductor en todas las lenguas que conocía.
— ¡Ojala se te parta una rueda y te rompas el cuello desgraciado! —Le gritó a pleno pulmón. Si el tipo lo escuchó no dio muestra alguna, simplemente continuó con su recorrido sin prestarle más atención que un matojo que uno encuentra en el medio de su camino. Observó con pasmo como el carro tomaba una curva para perderse de vista.
¡Vaya con la gente civilizada! Refunfuñó malhumorado.
Dentro de La Ciudadela todo era más lujoso, las calles eran más anchas y estaban adoquinadas, las estructuras eran más ostentosas ¡Mucho más fastuosas que en Los Distritos! Levantó la vista al cielo, contemplando con admiración los puentes colgantes que conectaban con otras torres colindantes a muchos metros del suelo. Merodeó cerca de los inmensos caserones señoriales distribuidos meticulosamente en una espaciosa zona residencial; estos gozaban de dos, tres y hasta cuatro plantas de altura. Sus fachadas ornamentadas contaban con unas balconadas que casi emulaban avenidas. Reparó en los enormes espacios verdes que destacaban entre las construcciones, regados de flores de vivos colores que despedían una fragancia de dulce almizcle. Los árboles también crecían altos y frondosos en aquel lugar; llenos de vida.
Resultaba curioso ver lo desértica que era la región y los frondosos espacios verdes que disfrutaban dentro de aquel complejo amurallado.
Transitó por una enorme plaza con un enlosado ajedrezado, en ella, los enamorados disfrutaban de un genuino atardecer mientras paseaban cogidos de la mano. Los niños de carrillos rosados correteaban de un lugar a otro con la alegría pintada en la expresión y sin más preocupaciones que su propia diversión. Había abundantes palomas en la ciudad: ¡Miles! Estas pernoctaban día y noche entre las columnatas, encima de sus arcos, en los alfeizares y tejados de las grandes casas, en lo alto de sus torres, en los hombros y brazos de las regias estatuas que abarrotaban la avenida; gorgoreando y regando todo el entorno con sus heces. Dos estructuras que se imponían en la distancia fueron las que más llamaron su atención. El edificio alto y rectangular, de aspecto vulgar y bastante lúgubre, dedujo que se trataba del Magisterio. Un lugar donde se gestionaban las labores administrativas de la Ciudad; papeleos, concesiones, tratados, denuncias o cualquier tipo de trámite legal, tenía que pasar por alguna de sus oficinas. Más arriba despuntaba en contraste Palacio. Las cúpulas doradas de la inmensa construcción eran visibles desde una considerable lejanía, sobreponiéndose sobre las otras estructuras de la zona y acaparando el cielo para sí solas. Infinidad de torres emergían como espinos alrededor de ellas, con trazos tan sutiles y delicados que parecían moldeados por seres de otro mundo. Las embellecidas fachadas resplandecían con el blanco más puro, y en sus grandes ventanales rematados en arco, los coloridos mosaicos atesoraban la luz de aquel rojizo atardecer.
¿Cuántos años se habrá tardado en construirlas? Se preguntó al contemplarlas fascinado; eran inmensas. Construcciones tan colosales que hacían palidecer toda obra que hubiese visto con anterioridad. Destilaban un aire solemne, antiguo, severo e intransigente a su vez. Probablemente le hayan dedicado décadas acabó por conjeturar.
Emitió un largo suspiro antes de ponerse nuevamente en marcha. A pesar de lo cautivadoras y llamativas que pudiesen parecerle aquellas insólitas maravillas, tener la certeza de porqué estaba ahí, le quitaba mucho atractivo a cuanto veía. Además, seguía sin dar con una maldita posada.
Bajó hacia una vía muy concurrida, en el poste de su bocacalle ponía La Travesía. Las gentes de La Ciudadela gozaban de un mejor nivel social que sus conciudadanos de Los Distritos, eso saltaba a la vista. Observó a todos aquellos nobles dedicándose a sus labores recreativas. Las mujeres paseaban con unos enormes tocados de distintos talles y colores, cada cual más extravagante que el anterior, charlando y riendo con estridencia, señalando prendas expuestas en los escaparates de las tiendas: decidiendo en que se iban a dilapidar la fortuna familiar. Los hombres por su parte, charlaban tranquilamente entre ellos, los había que paseaban enhiestos como palos e hinchando pecho mientras lucían su gallardía, algunos fumaban de sus pipas de pino, envueltos en una nube de humo espeso. También había lacayos y criados, mensajeros, guardias, comerciantes más bien adinerados, artistas, joyeros, profesores, médicos. Ninguno parecía especialmente preocupado por los claros indicios de descontento que había observado en Los Distritos de la Ciudad.
No sé porqué no me sorprende.
Mientras cruzaba Travesía, no le pasaron inadvertidas las miradas desdeñosas que le lanzaron algunos de aquellos nobles. Seguramente destacaba entre tantas personalidades, como una cucaracha en el plato de un rey. Sus ropas aunque de buen corte, estaban manchadas por la mugre del camino, sus botas de cuero negro estaban tan gastadas que habían perdido parte de su tintura, la espada corta que asomaba debajo de su capa deslucida, era un reclamo para la vista, su barba de varios días o la expresión apática con la que les devolvió la mirada a todos ellos, bastó para que se les pasara la curiosidad en situ.
Al final de la calle dio con el edificio que buscaba, este acaparó toda su atención. Paró delante para contemplarlo con más detalle. La posada era realmente grande, de varios pisos de altura. Desde afuera parecía muy lujosa y reconfortante, sumamente acogedora; la panacea a todas las quejas que pudiese haber tenido durante aquel fastidioso viaje. Quizás hubiese valido la pena haberse perdido para acabar en un lugar tan cándido. En el tablón de la entrada podía leerse; La Dama Sobria.
Curioso nombre para una posada.
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«…¡Eres el hijo más insubordinado de toda la aristocracia! ¡La deshonra de nuestra familia! ¡La mácula de toda la maldita historia de nuestro Estado! ¡Un fracaso Armen! ¡Un inútil! ¡Un parasito que no sirve para nada más que para gastarte todas las monedas que tanto nos ha costado reunir! ¡Al igual que una maldita sanguijuela que no se detiene hasta acabar por chupar toda la sangre de su huésped! ¿Tanto te cuesta ser un hijo medianamente ético y normal? ¿Es demasiado pedir que no seas el hazmerreír de toda la corte?!Lo es! Pensar que he puesto todo mi empeño en hacer un hombre de ti, qué fueras uno más del entramado de la compleja vida política ¡Que consiguieses asimilar de una vez por todas tú puñetero Estatus social! Pero es evidente que he fracasado. Mira sí no en qué te has convertido. ¡Sí solo de mirarte me pongo enfermo…»
—Y más o menos así se resume mi última reunión familiar. —Concluyó Armen con una parca sonrisa en la expresión —Diría que han sido más dos horas de tortura. ¿Te lo puedes imaginar? Hacía tiempo que no sufría tal rapapolvo por parte de mi progenitor. Con toda probabilidad se me haya pasado alguna sofisticada referencia hacia mis amplias limitaciones mentales, o alguna insignificante reseña sobre lo inmaduro, ocioso o estúpido que soy. En todo caso creo que he destacado las frases más relevantes de todo un amplio repertorio de adjetivos.
Varsuf lo miró circunspecto.
Estaban sentados en el reservado de uno de los salones más elegantes y concurridos de la Ciudad, en una de sus mejores posadas; La Dama Sobria, frente a una mesa color caoba repleta de jarras vacías de cerveza y otras aún a medio acabar. Armen no dejaba de pensar en las injusticias que había sufrido a manos de sus iguales durante aquella mañana repleta de sorpresas.
—Me he sentido un tanto vilipendiado ¿Sabes?
Su amigo dirigió la vista a la jarra de cerveza que descansaba en la superficie de la mesa, la contempló de la misma forma que instantes antes había hecho con él, la recogió pegó un pequeño sorbito y volvió a depositarla en el mismo lugar, divagó un rato para finalmente contestar.
—No sé qué decir Armen.
—No sé porqué no me extraña. —Replicó este.
—Que quieres que te diga. ¿Realmente deseas que te sea franco?
—Pues no estaría mal para variar.
—¡Entonces perfecto! Tú sabes lo poco que me implico en los enredos de Palacio Armen ¡Dios me libre de tales contubernios! —Exclamó su amigo cruzando sus dedos con un exagerado fervor. —Pero sé que eres tan consciente como yo que nunca has sido el hijo prodigo que el Gobernador esperaba hacer de ti ¿Verdad?
—Y yo no te lo niego. Pero seguro que nadie se ha parado a pensar que quizás mi padre siempre esperó más de lo que yo podía aportarle. —Arguyó Armen con desdén.
—Bueno, pues ahí tienes tu respuesta. —Contestó como si esa fuese una explicación que lo hiciese sentir mejor.
Varsuf era un chico alto y desgarbado, tenía una cara larga y fina; un tanto ascética. Encima de unos casi inexistentes labios, lucía un ridículo mostacho que tenía el aspecto de una oruga muy fuera de lugar. Su atuendo no tenia desperdicio. En su cabeza descansaba un sombrero de fieltro de ala ancha con tres plumas enganchadas a un alfiler de plata, vestía un justillo añil, una casaca adornada con puntadas de oro y ribetes plateados que emulaban rayos, unos bombachos de lino negros con remates amarfilados, y un faja de repujado cuero que envolvía gran parte de su abdomen. En su cinto (repleto de tachones plateados) colgaban dos enjoyadas dagas de hoja curva.
—La verdad es que no me dices nada nuevo.
—Nunca dije que fuera a serlo.
Su colega era un tipo bastante singular para tratarse de un miembro de casta noble. No se implicaba en las venencias o desavenencias de Palacio, no participaba en las ceremonias ni en los bailes nocturnos, tampoco en las logias de Estado, no manifestaba un lado oscuro y ambiciosos como el que arrastraban los demás aristócratas del lugar; era un tipo sin grandes pretensiones. A pesar de ser poco convencional al uso, tampoco era una hermanita de la caridad después de todo, tenía sus particulares vicios como todo hombre de bien. Entre ellos; plagiar las incoherentes tendencias que se llevaban en las cortes de medio mundo, e intentar fornicar con cualquier miembro del sexo opuesto que tuviese bien a mano.
Todo un modelo a seguir.
Para colofón a su creciente malestar, un músico (arpista en ese caso) tocaba una balada de lo más triste en una tarima central dispuesta para los grandes eventos. El tipo desengranaba con maestría su melancólica melodía, mientras a su vez, cantaba y se contoneaba al ritmo.
La Giga contaba el drama de un Lord locamente enamorado de una mujer tan hermosa como encantadora. Esta tenía el pelo largo y negro, igual de rizado que las olas del mar, más sus ojos eran almendrados y tenían un tono del color de la miel; su cuerpo era la envidia de cualquier mujer. Muchos de los asistentes quedaron rendidos ante el talento que poseía el artista, embelesados por la poesía que desprendían cada uno de sus versos, cautivados por la historia que les cantaba. Mientras estos meneaban manos y pies al compás de su armonía, este subía la cadencia de sus notas en progresión. De pronto, la tonada dio un brusco cambio que no dejó indiferente a nadie; un punteado agudo y desgarrado tensó el habiente hasta llegar a un álgido crescendo. Trágicos acontecimientos se sucedieron a continuación, mentiras, censura, idilios prohibidos, adulterio, tragedia y un sangriento final.
—Dejando a un lado mis rencillas familiares y lo pernicioso que resulto ser para la sociedad en general ¿Cómo has conseguido escaquearte en una fecha tan señalada como la de hoy?
Varsuf hizo un ademán desechando tal proeza con la mano.
—¿Conoces lo quisquillosos que son los miembros de mi familia con lo de su honor, la reputación y esas tipo de paparruchadas pasadas ya de moda? —Armen asintió, pues conocía de primera mano cómo eran los líderes de las primeras casas con sus antiguas y en algunos casos, chabacanas tradiciones. —Bien. Pues mi padre siempre anda con la misma cantinela día sí y día también «No eres más que un ignorante incapaz de entender las complejidades y los entresijos de la política aunque te dieran en los morros con ellas. ¡Estudia y hazte un hombre de una puñetera vez!» Después me ordenó que me quedara en casa cultivando mi intelecto.
— ¿Y le hiciste caso? — Preguntó escéptico Armen.
—Más o menos. —Confesó este con cierta complicidad. Armen enarcó una ceja —Le hice caso en cuanto a quedarme en casa, pues ser prescindible esta mañana no me pareció un mal plan después de todo. Ahora que en lo concerniente a estudiar, bueno, ya sabes que me salen sarpullidos solo de pensar en dicha palabra. No abriría ni uno de esos libros de aritmética aunque me apuntaran con una ballesta en plena cara, te lo puedo asegurar. —Armen sacudió la cabeza antes de poner los ojos en blanco — ¿Te puedes creer que piensa que si estudio mucho algún día lograré ser un hombre de provecho como él?
—Tu padre tiene un gran sentido del humor.
Los dos compartieron una mirada antes de reírse de tan absurda idea. Después de un día tan absorbente e insidioso como aquel, no venia mal pasar un buen rato con un amigo de verdad «En realidad uno de muy pocos». Con unos cuantos litros ingeridos y mucha distracción después, empezaban a desvanecerse todos los despropósitos del día.
Había pasado horas intentando descifrar que era lo que tanto le preocupaba para producirle una desazón tan poco común. Qué diablos lo inquietaba tanto. La verdad es que no sabía muy bien el porqué de tan insanos sentimientos. Era un tipo objetivo y sin grandes preocupaciones, las trivialidades en las que se solían matar el tiempo el resto de aristócratas de La Ciudadela, le traían sin cuidado, así qué ¿de dónde venía tal desasosiego? Descartó que tuviese que ver con la moción que se había visto forzado a asistir; no era la primera y dudaba que fuera la última. Así que ¿Por qué? Había muchas probabilidades de que las aterradora e inverosímiles pesadillas que lo asolaban esas últimas noches, jugasen un gran papel en el asunto, aunque a pesar de todo ello, no estaba muy seguro de qué esa fuese la única razón. Era recalcitrante divagar sobre misterios sin sentido imposibles de comprender; igual que intentar completar un rompecabezas del cual no se está seguro de tener todas las piezas.
Al pasar cerca de su mesa unos tipos los saludaron con cierta tibieza, Armen salió de su ensimismamiento para devolverles el saludo más que nada por cortesía. No le había pasado desapercibido el interés que parecían tener aquellos dos Caballeros en su persona. No habían dejado de lanzarle miradas solapadas desde el lugar donde estuvieron sentados gran parte de la tarde. Se abstuvo de hacer comentario alguno, pues pensó. Debo coexistir con todo tipo de calaña mientras pongo cara de imbécil ¿Verdad? ¡Soy el hijo del jodido Gobernador después de todo!
Mientras se alejaban aquellos engreídos, no dejaron de observarlo por encima del hombro con la barbilla apuntando al cielo y un brillo despreciable en sus miradas. Supongo que algún día acabaré por acostumbrarme a esto.
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Sarosh después de una exhaustiva observación, decidió que lo mejor era entrar para comprobar las comodidades de las instalaciones, a fin de cuentas no había llegado hasta lugar para quedarse admirando su fachada. Cuando se disponía a subir los tres peldaños que lo separaban del portón de doble batiente, dos hombres salieron del local enfrascados en una acalorada conversación, la cual no alcanzó a oír muy bien. Cuando advirtieron su presencia súbitamente mudaron de expresión, lo examinaron de la cabeza a los pies con gesto de hastío: como si su sola presencia les ofendiera.
¿Porque será .que caigo mal a todos los personajillos que deambulan por esta maldita urbe? Se preguntó mientras a su vez los contemplaba también con el ceño fruncido.
Comenzaba a sentirse un tanto denigrado la verdad. Ya se había topado con una cantidad desproporcionada de tipos descarados, pretenciosos y arrogantes como reyes pululando por la ciudad durante aquel día. Lo lógico era rodearlos y pasar de meterse en líos, como una sombra más; silenciosa y fría. En cambio en esta ocasión su reacción no invitaba a ser la misma. Comprobar las muecas avinagradas con que lo contemplaban aquellos dos, ver el desprecio en sus miradas, los evidentes signos de descontento en su expresión; era un hecho que lo sublevaba. Probablemente era bastante común e intrascendente en Mansour eso de ser unos completos descarados, pero francamente, para alguien con un carácter tan volátil como el suyo, comenzaba a parecerle una situación insostenible. Habían conseguido acabar con la poca paciencia que le quedaba. Después de morderse la lengua en más de una ocasión durante aquel molesto día, decidió que ya no pensaba aguantarlo más.
— ¡Se puede saber qué es lo que estáis mirando! —Se dirigió a aquel par.
Los tipos parpadearon sorprendidos antes de compartir una sonrisa aviesa.
— ¡Vaya, vaya! Pero mira que tenemos aquí, un campesino que aún no sabe el lugar que le per toca. —dijo el más alto de los dos mientras daba un paso al frente y mostraba una sonrisa reluciente. Luego se giró para preguntarle a su compañero. — ¿A ti que te parece Misto?
Su amigo, un tipo más bien bajo y orondo como un barril contestó.
—Yo diría que has dado en el clavo.
—Si verdad, solo hay que ver las pintas que me lleva. Me pregunto cómo ha conseguido entrar un pueblerino como éste en La Ciudadela.
La expresión de Sarosh no varió un ápice, no mostró indicio alguno de que las alusiones de aquellos tipejos le afectaran en lo más mínimo, tampoco parpadeó por la actitud chulesca que habían adoptado los muy cretinos; simplemente los fulminó con la mirada antes de contestar.
— ¿Vosotros conocéis a muchos pueblerinos que sepan usar esto? —les dijo mientras apartaba la capa y dejaba entrever la espada corta que llevaba colgada al cinto. A los tipos se les atragantaron las chulescas respuestas en sus gargantas mientras lo contemplaban con otros ojos. —Ya veo que no es el caso. Pues bien, si no os apetece que el asunto se ponga feo de verdad, y se pondrá —señaló —os aconsejo que sigáis vuestro camino y dejéis las baladronadas para cuando estéis a solas con vuestras concubinas.
El hombre que había dado un paso al frente volvió a recular a su posición inicial, perplejo. Los dos tipos se miraron nuevamente, aunque en esta ocasión sin diversión alguna; no imaginaban que el ratón tuviese uñas también. A pesar de que por sus poses querían parecer más viriles, menos acongojados y capaces, no vio ningún reflejo de osadía en sus miradas, nada que señalara que tuviesen la intención de avanzar, más bien todo lo contrario, parecían estar decidiendo si valía la pena acabar con veinte pulgadas de buen acero clavados en las entrañas. Advirtió que ellos también estaban armados con sendos sables, aunque no los sacaron. Dedujo por sus rostros, que probablemente no sabían ni con cuál de los dos lados era con el que se pinchaba. ¿Dos lechuguinos con aires de camorristas? Era lo más probable concluyó. Aunque aquellos dos payasos no iban a ser ninguna amenaza para su persona, se maldijo por tener tan mal carácter y tan poco seso para resolver la situación de manera diferente. Siempre se metía en problemas por no saber tener bien sujeta su lengua. Cuando daba rienda suelta a esta, normalmente se formaba una trifulca de tres pares de cojones. ¡Maldita sea mi estampa! No le convenía en absoluto montar una escenita y que la Guardia de la Ciudad viniera presta a apresarlo. Eso sería un problema difícil de solventar. El dilema radicaba en que los tipos parecían ser de noble linaje. Normalmente una afrenta como esa en las altas sociedades, solía saldarse con sangre.
¿Qué es lo que vais a hacer?
Aguardó conteniendo el aire y rogando que no sucediese lo peor. Rogaba por que las cosas no se torcieran hasta tal punto de no poder manejarlo con un poco de inteligencia y sin dejar un reguero de sangre a su alrededor, aunque andaba algo corto de la primero, no le apetecía dejar dos cadáveres en su primer día en la Ciudad. No era la mejor tarjeta de visita.
—Tienes suerte de que no podamos perder el tiempo con un zarrapastrosos como tú, si no te tragabas las palabras. —arguyó finalmente el de la sonrisita de caballo, para acto seguido escupir hacia un lado y luego proseguir con su camino erguido como un palo.
—No sabes la suerte que tienes. —Añadió el que tenía pinta de barril antes de salir en pos de su socio.
Sarosh contempló cómo se alejaban hasta que a estos se los tragó la noche, soltó el aire de los pulmones mientras pensaba en la extraña habilidad que tenían esas gentes para escupir a las primeras de cambio.
Finalmente murmuró.
—Ni os podéis hacer una idea.
Entró en la posada, esta estaba abarrotada de gente ociosa. El edificio efectivamente constaba de varios pisos y como comprobó, era tan lujoso como aparentaba en su exterior. Los tonos rojos de las paredes eran sugerentes, las arañas doradas que pendían del techo eran de intrincadas formas y generaban una luz tan tenue que formaba muchos claroscuros en el salón, el opulento mobiliario destilaba magnanimidad; todo el diseño era elaborado hasta el más mínimo detalle. En la primera planta, una enorme barra color caoba ocupaba la derecha del recinto, detrás, en las vitrinas, una cantidad ingente de botellas lucían todos los colores del arco iris. Varias mesas de buena manufactura se repartían a su alrededor, con muchos clientes disfrutando de su bebidas inhibidos de las preocupaciones mundanas del día; ahogando sus existencia en alcohol. La sala también contaba con una pequeña tarima en la que un arpista vestido con sus mejores galas; unas calzas llenas de lentejuelas, una chaquetilla a juego y un ridículo sombrero adornado con varias plumas de ganso, rasgaba las cuerdas de su instrumento para deleite de todos los parroquianos del local. Las camareras eran muy hermosas comprobó, y llevaban su tarea con una pasmosa habilidad; mientras recorrían el salón con bandejas llenas de bebidas, fintaban las manos de los clientes más osados y les sonreían con picardía, todo sin que se les derramara ni una sola gota de sus jarras. Justo al lado de la chimenea, unas escaleras ascendían hacia un piso superior del que aún no visualizaba nada.
Durante el breve instante que dedicaron los asiduos en examinarlo, se hizo el silencio en el salón, cuando ya temía que aquel iba a ser el peor día que recordase en años, todo el mundo siguió a lo suyo y de nuevo continuó el trajín.
Sarosh se dirigió a la barra con paso decidido, intentando no cruzar su mirada con nadie más que pudiese causarle problemas. Un hombre de barriga prominente, con evidentes signos de alopecia y el gesto escamado típico de las gentes de aquel lugar, lo esperaba desencantado detrás de ella. Dedujo que se trataba del dueño de la posada.
—Buenas noches Caballero. ¿En qué puedo ayudarle? —Preguntó con un tono que no invitaba a la hospitalidad.
—Me gustaría arrendar una de sus habitaciones.
El tipo no parecía tenerlas todas consigo cuando escuchó la demanda, su expresión de recelo se hizo aún más que evidente. Con toda seguridad la cantidad de mugre que portaba encima y que se veía a leguas que era forastero, no facilitaba el asunto en absoluto.
—En Los Distritos seguramente encuentre lo que busca. —Le sugirió, sin disimular en absoluto que era una clara invitación a que se marchara.
—Acabo de venir de ellos —respondió Sarosh mirándolo fijamente a los ojos —, y si quiere mí franca opinión, creo que ya he encontrado lo que buscaba. —dijo señalando su local con una amplia sonrisa.
El posadero enarcó una ceja ante aquel comentario.
—Creo que no me ha entendido, este es un local respetable, no ningún antro cualquiera debo advertirle. La dama Sobria es considerada la mejor posada de esta Ciudad, y es uno de los edificios más prospero y antiguos que…
—Eso salta a la vista. —lo interrumpió Sarosh. Comenzaba a estar asqueado de todo aquel asunto de lidiar con las gentes de ciudad. No tenía ni el ánimo, ni las ganas de mantener un debate moral en aquellos momentos con aquel abigarrado sujeto. —Discúlpeme si no me he presentado como era debido —le dijo a la par que depositaba una bolsa encima de la barra que sonó con un tintineo metálico. El saquito era del tamaño de un melón pequeño.
El posadero abrió los ojos de par en par. Sarosh temió que saltasen de las cuencas y salieran rodando por encima de la barra como dos huevos cocidos, en cambio el gesto del hombre se suavizó y preguntó mucho más obsequioso que de inicio.
—¿Que más necesitará el Caballero?
Intentó que nos se le escapara una sonrisa por aquel repentino cambio de opinión, eso podría arruinarlo todo.
—Para empezar una habitación que tenga una ventana que dé a la calle, me gusta que haya ventilación donde duermo. También me complacería una buena tina caliente donde poder quitarme toda la porquería de encima, y algo de comida caliente y un buen vino para bajarla no estaría de más.
—Entiendo. —Asintió el posadero —¡Sasha ven aquí, que tienes trabajo!
Una chica de casi su edad apareció de la nada.
—Dime Gulag.
—Acompaña a este caballero y enséñale cual es su habitación. —Le dijo dándole unas llaves con un pequeño llavero donde había grabado un numero en dorado —Después dile a Silas que prepare varios barreños de agua caliente y que proporcione todo lo necesario para el baño del señor.
—Como mandes. — Asintió la chica antes de pedirle que la siguiera.
Sarosh acompañó a la muchacha dejando al posadero en la barra bastante pensativo, claro indicativo de que andaba calculando los beneficios que podría sacarse con su persona. Recorrieron el salón hasta llegar a las escaleras y subieron al piso superior. En este había varios reservados dedicados a salvaguardar la intimidad de algunos de los clientes del local. Muchas de las bambalinas de tono morado, con borlas doradas y tela gruesa, estaban echadas, pero a pesar de eso, los ecos de algunas voces podían escucharse desde allí; las inconfundibles risas del genero opuesto, el ruido de la cristalería al chocar entre sí, alguna discusión acalorada entre machos viriles, hasta ruidos de lo más extraños que no logró identificar.
A saber qué es lo que se cuece allí detrás.
Advirtió que había un par de muchachos conversando en uno de dichos elegantes cubiles, eran dos chicos muy dispares, tan solo un poco más jóvenes que él, y de sangre noble como cabria de esperar en un lugar con tanto glamur. Uno de ellos vestía con bastante sobriedad y parecía algo sombrío, el otro era lo opuesto, extravagante hasta la medula; a ninguno de los dos parecía importarles en absoluto que alguien violase su intimidad. Contempló durante un rato aquel par de chavales, sin saber muy bien por qué no podía apartar su vista de ellos. Algo lo atraía, como la melaza a las moscas. Descifrar a que se debía, era un misterio que dudaba pudiese resolver. Como tantos otros muchos de su vida.
Ven, ven, quienquiera que seas;
Seas infiel, idólatra o pagano, ven
ESTE no es un lugar de desesperación
Incluso si has roto tus votos cientos de veces, aún ven!
(Yalal Ad-Din Muhammad Rumi)