10/02/2015 10:35 AM
Cruce de caminos Parte dos
Ese día pecaba de histriónico le pareció a él. Al poco rato de que los dos sospechosos personajes abandonaran aquel piso, bajaran a planta y salieran por la puerta de salida, otro tipo aún más sospechoso entró en escena.
Era un hombre alto, de complexión atlética, con una cara afilada y de pelo pajizo, largo hasta su cintura. Vestía como uno de aquellos aventureros típicos de novelas caballerescas. Tenía su capa, su chaleco negro de cuero, el cinto con su espada, más unas botas de montar ya muy gastadas; en la mano sostenía un sombrero de ala ancha de color negro. El tipo estaba recubierto de polvo de la cabeza a los pies, pues probablemente acababa de llegar de viaje. Se preguntó porqué no dejaba de mirarlos con tanta intensidad.
No parecía cliente usual de La Dama Sobria.
Llegó un punto en que lo irritó sobremanera su descaro, no entendía por qué motivo no dejaba de observarlos aquel individuo como si fueran terneros en un mercado de ganadería. Lo miró directamente a la cara, quizás así se daba por aludido el tipo. La reacción de este lo sorprendió aún más que todo lo anterior mencionado. Al cruzar sus miradas, el desconocido pareció abochornarse al ser pillado merodeándolos, negó con la cabeza y desapareció escaleras arriba, sin mirar ni una sola vez atrás.
— ¿Has visto eso? —le pregunto a Varsuf.
—¿El qué? —contestó este concentrado en el poso de su vaso.
—Mejor déjalo estar.
No era el primer episodio curioso que sufría durante el día, supuso debía sobrellevarlos lo mejor posible dadas las circunstancias; las pesadillas, el insensato y malsano sentimiento que arrastraba desde que abrió los ojos y que le roía las entrañas, los desconocidos nobles que no habían dejado de mirarlo con malas pulgas y abierta aversión y, ahora, el extraño aventurero con aquella mirada de halcón.
¡Qué más puedo pedir!
Tras un rato de incomodo silencio a Varsuf le dio por preguntar.
— ¿Y cómo ha ido la mentada moción? Después de todo es delo que estábamos hablando creo.
Armen abrió la boca varias veces sin emitir sonido alguno, estaba perplejo, dejó su bebida encima de la mesa y entrecerró los ojos posándolos en los de su compañero. Le parecía increíble que aún tuviese las narices de preguntarle tal cosa. Pensar que llevaban al menos un par de horas reviviendo lo horrorosa mañana que había tenido lugar, para que ahora Varsuf le viniera con esas; era para darle con la jarra en la cabezota.
— ¿Lo preguntas en serio?
Este asintió con la inocencia de un retoño.
—¡Con quién diablos llevo hablando toda la tarde!
—No hace falta que te pongas dramático hombre. Tendrás que coincidir conmigo que solo hemos hablando de tus desventuras y no del juicio propiamente dicho. —Arguyó. Tras un breve silencio añadió —Además ¿Te importaría dejar de intentar desintegrarme con la mirada?
Armen se dio cuenta que tenía el rostro congestionado.
—Es que no sé porqué ahora tienes tanto interés.
—Digamos que me pica la curiosidad.
Varsuf era la completa antítesis de arquetipo de aristócrata que normalmente definían los libros de educación clásicos. Era el tercer hijo varón de una familia noble, por lo tanto, el tercero en heredar parte del patrimonio familiar; un concepto muy arraigado en la nobleza el de remarcar la jerarquía que le tocaba a cada cual. Se le podía definir como un muchacho alegre y de carácter abstraído que siempre había mantenido las distancias en las peleas interinas por recibir un trocito del pastel. Las tramas y los entresijos políticos le traían sin igual. Sinceramente, nadie debería estar preparado para tragar tanto veneno.
—Bueno, pues por una vez que muestras interés por alguien más que por ti mismo, no voy a ser yo quien te lleve por el mal camino. A ver, cómo te pongo en antecedentes. Si se tiene en cuenta que estaba en juego nuestro credo, su institución, la credibilidad del Código y la integridad de toda la gente de este puñetero Estado, diría que ha ido como de costumbre. Ya sabes, unos cuantos sollozos por aquí, unos cuantos berrinches por allá, la gran inmensa mayoría sonreía feliz por la solución encontrada a sus problemas.
—Vaya, pues si que parece lo habitual. —Señaló Varsuf —Lo que aún sigo sin comprender es, ¿Por qué sigues con cara de alma en pena? ¡Cualquiera diría que has asistido a un funeral!
Como imaginaba, no había estado escuchado nada.
—Ni te puedes imaginar el gran parecido que guardaba con alguno de los que he tenido el placer de presenciar —confesó sombrío Armen. —En lo único que he encontrado una nimia diferencia es, que en este caso los muertos aún seguían respirando.
— ¿No crees que estás exagerando un poquito?
—Tendrías que haber estado. —Fue su escueta respuesta.
—En fin, entonces deduzco que la pena ha sido capital.
—Sí Varsuf, deduces bien, como ya has apuntado, la pena ha sido la máxima. No todos los días se intenta dar un golpe de Estado, ¿sabes?
—La verdad es que no lo sé muy bien, no me involucro mucho en temas de política. En cualquier caso, ¿Qué día de nuestro lustroso calendario ha sido el elegido para que rueden las cabezas? —Curioseó con la misma tranquilidad que uno preguntaría a cuanto anda el kilo de patatas.
Armen enarco las cejas.
Costaba de creer lo insensible que podía llegaba a ser Varsuf. Aún no concebía como alguien podía mantener la serenidad cuando se hablaba de separar la cabeza del tronco de un sujeto. Quizás la cuestión le parecía tan banal como pelar un plátano o como una charla intrascendental para averiguar en qué recipiente se cocinaban mejor las habichuelas, pero en cambio para él, la perspectiva resultaba ser muy diferente.
—La sentencia se ejecutara en un par de semanas, como dicta el Código. La nueva… —y en esta ocasión puso énfasis en la noticia esperando una reacción más humana por parte de su amigo. —….es qué serán ajusticiados en la Plaza del Condenado.
— ¡No fastidies! —exclamó este.
—Sí que te fastidio. —respondió Armen. —Presumo que ya conoces los últimos precedentes sobre este tema en particular ¿Verdad?
—Quien no oído alguna que otra vez a nuestros padres rememorando aquellos trágicos acontecimientos. —confesó con la misma indiferencia que antes.
Hacia al menos tres décadas que no se condenaba a nadie a ser ajusticiado en la Plaza del Condenado. Se recordaba con cierto respeto el tumulto que se origino la última vez. Decenas de heridos y los reos despedazados por la muchedumbre en un frenesí de sangre, fue demasiado para el Consejo de aquellos tiempos, el cual por unanimidad, había decidido que a partir de aquel entonces las ejecuciones se realizaran de puertas a dentro del castillo.
—Pues puedes imagínate mi alegría. — arguyó Armen —Aún no entiendo porque debo de ser testigo de tal escabechina ¿Me haré más hombre si veo como descuartizan a esos pobres infelices? ¿Crecerá más pelo en mi pecho? Francamente, no creo que sea el mejor ejemplo de impertérrito aristócrata si empiezo a regurgitar todo el desayuno de la mañana a la primera decapitación.
—Te entiendo Armen, no todo el mundo tiene estomago para las mutilaciones e ilustrativas vejaciones que tanto entusiasman a nuestro pueblo. No creo que tengas nada de lo qué avergonzarte.
—Lo que menos me preocupa es mí pudor amigo mío, pero ¿No crees hemos tenido suficiente sangre y descuartizamientos durante estas últimas semanas para llenar ese vacío?
—La gente nunca se cansa de ver sufrir al ajeno, ya deberías saberlo bien.
En eso llevaba toda la razón.
—Tú sí que sabes cómo hacerme sentir mejor. —Replico sátiro.
—Para eso estamos.
Cenaron pollo con guarnición de manzanas tiernas, pescados de «Alto río» en un lecho de endivias y judías pardas regadas en vino añejo, cochinillo con salsa de melocotón, perdices con ciruelas y almendras tostadas bañadas en salsa de miel, tarta de cerezas con chocolate, buñuelos rellenos con licor de whisky, fresas con nata, frutas exóticas y otras muchas viandas que engulleron con ingentes cantidades de licor fuerte. Llegó un punto en el que se sentía tan empachado que probablemente, podría rodar por la campiña como una bola de heno tirada por las manos de un chiquillo travieso.
Salieron a altas horas de La Dama sobria, dando tumbos como peonzas, tan borrachos que parecía que habían pasado la noche sumergidos en alcohol. En la calzada les esperaba un carro lacado y tirado por unos brillosos percherones que relincharon con majestuosidad. Al pie de este, un sirviente vestido pulcramente con una librea con el bordado de la casa Khajul y un birrete rojo, les hizo una reverencia, abrió la puerta de su transporte y les invitó a entrar. Ellos se quedaron un rato parados en frente del vehículo, agarrados uno al otro con precariedad, babeando como idiotas y con los ojos inyectados en sangre. La escena debía de ser tan dantesca que el sirviente quedó allí plantado como una mazorca de maíz, su cara pasó de la solemnidad al espanto de quien ve a toda su progenie correteando por el descansillo de la casa en cueros.
—¡Sabes… —exclamó Armen mientras contemplaba al lacayo e intentaba mantenerse en equilibrio con escasos resultados —creo que ando un poco más achispado de la cuenta… —para constatar su afirmación, se dobló por la mitad y vació el contenido de su estomago a un lado de la cuneta. Después de limpiarse los restos con la bocamanga de su chaqueta añadió quejumbroso —… ¡¿Porqué la maldita calle no deja de dar vueltas a mi alrededor?!
Varsuf meneó la cabeza con condescendencia, a la vez que intentaba poner una pose estática y declaraba con la voz pastosa típica de la embriaguez.
—No tienes nada de aguante hombre. Sólo nos hemos tomado unas pocas copillas de nada y mírate, acabas de echar la cena de un rey por el coleto. Jajaja… —como si se le acabara de ocurrir la mejor idea del mundo agregó entusiasta — ¿Qué te parece si nos vamos a tomar la ultima?
Armen intentó humedecerse los labios con su lengua de trapo, a la par que intentaba con bastante tesón recuperar la motricidad de todos los miembros de su cuerpo. Las imágenes daban vueltas a su alrededor, la calle oscilaba como la llama de una vela, la luz de los faroles producían tanta brillantez que le irritaba las pupilas. Un rápido vistazo le señaló que estaba más desaliñado que un verdulero después de una jornada de trabajo: con la camisa desabrochada y su blanco pecho al viento. Su amigo no presentaba mucho mejor aspecto que un borracho empedernido
¿Unas cuantas copillas? ¡Ya!
—No creo que sea buena idea. —Confesó al señalarse como el mejor de los ejemplos. Sabiéndose que su aspecto desmañado no difería mucho, al de un hombre que ha conseguido salir vivo de un huracán por los pelos.
— ¡Pues yo creo que es una idea estupenda! —protestó Varsuf igual que un niño malcriado.
Ya empezamos.
Varsuf era un chaval muy terco, proclive a amotinarse a las primeras de cambio si uno no hacia lo que él quería. A pesar de que era más que evidente que era una locura su propuesta, comprendió que debía haber algún argumento convincente que hiciese a su amigo entrar en razón; al menos debía de intentarlo.
—A ver socio si logro explicarme con más claridad. Piénsalo bien antes de responder. ¿Donde encontraremos a estas horas un lugar decente donde poder seguir la fiesta en paz? —dijo señalando a su alrededor. La mayoría de las casas de la avenida estaban completamente a oscuras, igual que el resto de los locales que había en ella. —Es demasiado tarde y estamos más borrachos que dos parroquianos adictos al aguardiente, por si aún no te diste cuenta. Además —puntualizó —, El Mesón Dorado estará cerrado a cal y canto. El Raiad ni si quiera sé si está abierto hoy. En La Doncella Alegre andan de reformas hasta la próxima semana, y en La Cortesana, bueno, dudo que vean con buenos ojos que unos clientes de aspecto tan deteriorado como el nuestro aparezcan frente a sus puertas pidiendo guerra. Así que dime Varsuf ¿Dónde pretendes que vayamos?
Armen esperaba haber sido lo suficientemente elocuente para que su amigo recobrara el juicio, y rogaba que lo hiciera bien pronto; no era muy inteligente revolotear todo pedo por allí a esas horas de la noche.
Varsuf pareció meditar sobre toda la información que acababa de recibir de sopetón, se tomó su tiempo en procesarla, y a pesar de que no era la persona más inteligente del Estado, quizás sí que era la más embaucadora a fin de cuentas. Después de varios segundos de reflexión contestó conspirador.
—Y que te parece si te digo que conozco un par de sitios que no están nada mal, y en los que nadie pregunta por la hora, cuanto menos discrepan por lo embriagado que vaya uno si tienen con qué pagar sus servicios. ¿Te quedarías más tranquilo?
—Francamente, lo dudo. En todo caso sigo pensando que ya has bebido más que suficiente Varsuf.
—¡Pues yo Insisto en qué estoy más sobrio que un chambelán! —replicó mientras hacia el payaso llevándose un pulgar a la nariz y saltaba a la pata coja. —Ves, tengo el equilibrio de un trapecista.
Armen pensó que era una demostración muy poco convincente para persuadirlo de que aún conservaba sus plenas facultades mentales. La verdad es que prácticamente lo deja mudo de asombro, pues jamás había visto con anterioridad tamaña estupidez.
¿Por qué se dedicará a hacer tales aspavientos con los brazos?
—No sé qué decirte amigo —respondió finalmente. Apelando a la verdad, no le hacía ni pizca de gracia hacia donde estaban comenzando a encaminarse los derroteros de Varsuf. —, pero espero que no estés insinuando de meternos en los Distritos a estas horas.
—No sé qué tiene de malo. —replicó.
— ¡Fantástico! ¿A sí que ahora quieres que nos metamos en uno de esos burdeles baratos? Lo tuyo es digno de estudio.
El lacayo del carro cada vez estaba más azorado, su color cambió del rojo grosella al morado frambuesa en menos de lo que tarda un corazón en bombear dos veces. Rebulló inquieto pero no dijo nada. ¿Qué podía decir? Seguramente quería que la tierra se lo tragase sin más.
—¿Me dirás que te disgusta la idea de acabar la fiesta entre las piernas de una buena moza? —Contestó este poniendo un gesto sicalíptico muy representativo. Armen lo miró sin contestar, empezaba a negar con la cabeza antes de que Varsuf prosiguiera con su cantinela. — ¡Vamos Armen, no me seas tan remilgado, anímate un poco hombre! Pasamos por el Distrito Rojo, nos relajamos un poco mientras nos tomamos unas copas en buena compañía, y antes de la hora del Búho estamos en nuestras casas durmiendo la mona sin que nadie se haya dado cuenta de nuestra ausencia.
Era peor que el innombrable.
—Después te preguntaras porqué la gente te compara con uno de esos libertinos piratas que asolan las costas de Chasker —expresó con exasperación.
—Ya sabes que mi reputación me precede. Entonces, ¿Vamos?
Su amigo siempre acababa por enredarlo en sus contubernios, siempre; ya resultaba casi un hábito. La idea de acabar la noche con una mujer en su regazo, bueno, era un argumento difícil de rebatir en aquel estado de fogosa embriaguez. Tenía mucho estrés y tensión acumulada después de lo que había acontecido durante la jornada. Pensó que quizás y después de todo, le venía bien un poquito de distracción ¿No le hacía daño a nadie, verdad? Era normal que cediera a sus más bajos instintos carnales ¿no? A pesar de que la pequeña parte de su mente que aún habitaba algo de coherencia le advertía, de que era un borrego sin solución, finalmente accedió a los caprichos de Varsuf.
—Espero no arrepentirme. —Claudicó.
Subieron al carro y le dieron las instrucciones necesarias al perplejo lacayo que asintió sin mediar palabra. Este seguramente deseaba deshacerse de su patrón cuan pronto fuera; muy a pesar de quisiera cometer tamaña estupidez. Los caballos se pusieron al trote y la carroza comenzó a traquetear rítmicamente por el empedrado. Pasaron un rato ensimismados en sus ensoñaciones. ¡Perdidos en el magro mundo del alcohol!
Mientras el vehículo avanzaba, Armen no dejó de darle vueltas inconsciente acto que estaban a punto de acometer, era evidente que la embriaguez había limitado su raciocinio al equivalente del de un mono de feria. Sabía que no era buena idea acercarse a Los Distritos durante la noche, estaba seguro de que se iban a meterse en algún problema; definitivamente no era el mejor día para tentar a la suerte. Paradójicamente ahí estaban, alegres como dos críos con destino a una obra de titiriteros.
Las casas de citas a las que estaba acostumbrado a frecuentar, eran muy distintas a las cuales se dirigían en aquellos precisos instantes. ¡Pero qué muy distintas! En La Ciudadela, normalmente solían tratarse de mansiones de dos y tres plantas, con cortinas de seda rosada y brocados de lo más elegantes, los lacayos con librea que te recibían con una amplia sonrisa en la expresión eran increíblemente obsequiosos, las copas de champán que te servían unas mujeres despampanantes y llenas de recato rozaban el excelso, el lujo y el glamur que se respiraba en aquel ambiente mientras deseosas mozas arengaban a tu alrededor medio desnudas y con mucha familiaridad, eran un espectáculo de deleite para los ojos.
En cambio se dirigían a los Distritos, una zona mucho menos acogedora y complaciente de la ciudad, mucho menos sugerente; iban de cabecita al Distrito Rojo. ¡Que los dioses nos protejan! pensó, a pesar de saber que últimamente se sentía algo desatendido en ese aspecto.
En El Distrito Rojo, aguardaban casas que parecían más bien agujeros oscuros cavados en medio de una tortuosa caverna. El sitio acostumbraba a estar mugriento y apestaba a olor rancio, a vomito, a hacinamiento, o de otros muchos aromas que serían muy difíciles de identificar para cualquier olfato humano. Normalmente el salón se sumía en el más completo caos. Solía ser frecuentado por gentes de expresiones pendencieras, con las marcas de la viruela o con cientos de cicatrices que destacaban a ojos vista. Porteadores, mercenarios, obreros, soldados, contrabandistas y ladronzuelos mezclados sin ton ni son. La alegría de la huerta no eran precisamente las camareras, pues normalmente tendían a ser tan fibrosas y peludas que no desentonarían en un circo de abominaciones. La bebida difícilmente podía considerarse como tal, y más difícil aún era tragarla. Los gorilas como puertas que solían apalear con oficio a todo el que se pasase de temerario, era uno de tantos muchos peligros que acechaban en lugares como aquel. Tampoco hacía falta mencionar que los dueños de dichos tugurios solían a ser unos mezquinos brutos, con cara de asesino contumaz. Los precios oscilan entre caros y muy caros dependiendo de si tus ropas valían más que cualquier cosa que vieras a tu alcance (lo que normalmente sucedía) Uno siempre tenía que andarse con ojo de que no le rompieran los dientes en una esporádica trifulca (también muy típicas en aquellos antros) o que no te asalte uno de los muchos ladronzuelos que pululaban por el lugar. En el peor de los casos, siempre podías acabar tirado y medio muerto en un oscuro callejón, con los calzones bajados hasta las rodillas y sin un penique en la cartera.
Un comprensible desasosiego empezó a inundar cada capa de su mente, cada fibra de su ser. Nunca había pernoctado en aquella parte de la ciudad, menos aún en aquellas condiciones, sin una guardia al menos simbólica. Empezaba a calibrar la estupidez que estaban cometiendo y empezó a maldecirse por ser un descerebrado que se dejaba llevar, por un descerebrado aún más grande. ¡Maldita mi estampa! Trascurrieron los minutos antes de que el carro parase en seco.
Un nudo comenzó a formársele en la boca del estomago.
— ¿Ya estamos? —Preguntó con un hilillo de voz mientras procuraba asomarse por uno de los ventanucos del transporte.
—Supongo que sí —contestó Varsuf con toda indiferencia.
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El hombre observó como el recién llegado se encaraba con los dos lechuguinos que acababan de salir de la posada, los tipos quedaron muy sorprendidos por la actitud amenazante del forastero, o más bien acongojados seria la palabra adecuada para describir su reacción al contemplar que el chaval iba bien armado con una espada corta.
Tras unos segundos de tensas miradas, uno de los dos tipos se pronunció, aunque no consiguió descifrar las palabras que salieron de sus labios, ya que era bastante la distancia que los separaba. Después de unas pocas frases (con toda probabilidad alguna bravata de poca consistencia) los tipos siguieron su camino y el recién llegado entró en la posada.
Era curioso el curso que tomaban los acontecimientos aquel día, pensó.
Ya por la mañana, cuando aún el sol no había asomado ni la punta de su cabeza por detrás de la cordillera, uno de los muchos contactos de la red de espías que había en la ciudad, llamó a la puerta de su cámara; este traía una misiva de La Fortaleza.
Tras despedirse del contacto cerró la puerta y abrió el sello con el corazón palpitándole acelerado: realmente se esperaba otra cosa muy distinta a la que se encontró. ¡La carta estaba sellada y firmada por el puño del mismísimo señor Kazkza! En ella se le informaba que uno de los acólitos de la Hermandad se dirigía hacia donde se encontraba, teniendo la responsabilidad que llevase a buen puerto su Prueba de Templanza, lo cual se resumía, en que iba a tener mucho más trabajo del habitual.
Recordaba que en aquel momento se preguntó: ¿Y cómo diablos piensan que voy a reconocerlo entre tanta gente? Con aquella somera descripción podía ser cualquier desgraciado que pululara por aquella enorme ciudad de sanguijuelas.
Genuina fue su sorpresa al percatarse de que el recién llegado, era precisamente el novato al que debía de esperar. En parte le alegró de no tener que buscarlo. Después de haberlo meditado concluyó, que a fin de cuentas no le vendría mal alguien en quien poder delegar algunas de las muchas funciones que debía de ejercer en Mansour.
Pasaron varias horas hasta que el par de muchachos salieron del local. En ese tiempo no le paso desapercibido que alguien más también los esperaba, vigilante, la maldad que emanaba del lugar se intuía en el ambiente, empero permaneció en su lugar, sereno; escondido entre las sombras de la noche. Ya sabía que tarde o temprano Los Indignos tendrían que actuar, ese era su modus operandi, no debía de perder en ningún momento a la victima de vista, y pronto estarían a su alcance. Así que esperó contemplando las complejas idioteces de la inmadurez.
Los dos chicos estaban embriagados hasta la saciedad, andando en zigzag, totalmente desaliñados y pálidos como fantasmas. No le fue difícil predecir que se habían metido por el coleto más de la mitad del brandy que el posadero guardaba en la bodega. Un carro los esperaba en la calzada para llevarlos a sus casas; el lacayo se removía inquieto al comprobar las pintas con las que regresaba su señor.
Era hora de cambiar de posición.
Murmuró un par de frases e hizo varios sellos con sus manos, de pronto su cuerpo se fue diluyendo, tragado por la sombra que se cernía sobre él, tornándose uno con ella. Avanzó pegado a la pared de uno de los locales, siempre en regazo de la oscuridad, invisible para cualquier ojo mortal. Cuando finalmente alcanzó un lugar donde poder escuchar mejor a los muchachos, le bastó unos pocos minutos para comprender donde pensaban ir los muy infelices, aunque después de ver lo alcoholizados que estaban, tampoco es que fuera toda una sorpresa.
¡El Jodido Distrito Rojo!
La verdad sea dicha, algunos buenos momentos había pasado en aquella parte de la ciudad él también, pero eso no quitaba de que le estaban haciendo trabajar mucho más de lo necesario. En algunos momentos desearía haber escogido otro oficio diferente. Nuevamente volvió a murmurar y a realizar intrincados sellos con las manos, y nuevamente su cuerpo se convirtió en sombra. Trepó por el canalón hasta el tejado de la casa y de allí comenzó a corretear por los tejados junto al carro que traqueteaba justo por debajo suyo.
La malévola presencia los siguió, como ya había esperado que sucediera.
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La zona, un montón de tierra apelmazada y llena de surcos de roderas, se abría ante ellos como un solar. No había muchos faroles que alumbraran el entresijo de calles y callejuelas de sus alrededores; un fanal suelto aquí, otro colgando dos cuadras más abajo, puestos sin ningún orden o regla que se pudiera apreciar. Aquella tenue luz, creaba tenebrosas sombras dando al lugar un aspecto más tétrico si aún cabía. La gran mayoría de las casas (si es que se las podía llamar como tal) eran poco menos que chabolas medio derruidas: muchas parecían más bien trasteros y tan solo unas pocas podían alardear de estar techadas con pizarra. No transitaba mucha gente a aquellas horas por la zona. Al parecer no todo el mundo es tan imbécil como nosotros conjeturó. Estuvo tentado de mandar al cochero que diera media vuelta y al infierno con las apariencias, pero en cambio dijo.
—Pues sí, ya hemos llegado. —Su timbre jovial y animoso, dos notas más agudo de lo normal, era una máscara en todos los aspectos.
Evidentemente no se sentía en absoluto dichoso en aquellos instantes, más bien todo lo contrario, pero no podía darle el placer a Varsuf de verlo amilanado como un corderillo recién parido. Sabía que sería mucho peor soportar los inevitables e insidiosos chascarrillos de este sobre el asunto, que andar vagabundeando por Los Distritos con un traje de estampados y zapatos de charol.
Maldijo por dejarse enredar como a un idiota.
—Discúlpame Armen si soy algo escéptico, pero —declaró este mientras oteaba hacia la oscuridad de la zona con perplejidad. Parpadeó varias veces desconcertado antes de añadir. —¿Qué diablos hemos venido a hacer en medio de este descampado?
—Estamos solo a un par de cuadras del Distrito Rojo, no tienes de que preocuparte —lo tranquilizó Armen con tono quedo. Aún y sabiendo que habían muchos más aspectos de que preocuparse, y que la distancia que debían recorrer para llegar al pretendido local era algo más amplia.
—Hummm…. Entiendo. —Era evidente que su compañero no tenía ni la más remota idea de por qué había parado allí concretamente; en medio de ninguna parte.
Dudaba de que Varsuf en las condiciones en que se encontraba, entendiera el sutil concepto de pasar lo más desapercibidos posible. Supuesto que no lograrían de presentarse en las puertas del tugurio con un carro lacado, sus trajes caros y toda la pompa que ello suscitaría para las buenas gentes del lugar.
—Será mejor que te pongas esto —dijo Armen tirándole un bulto que golpeo en el pecho de su amigo y le hizo tambalearse hacia atrás. Este contenía ropas de un corte algo más chabacano.
—¿De donde has sacado estos trapos? preguntó Varsuf divertido mientras examinaba el contenido del saco.
—Tu solo ponte la ropa.
Siempre tenía un par de mudas de ese tipo escondidas en su carruaje, pues no era la primera vez que se veía arrastrado a alguna demencia de esas. Uno nunca sabía en qué situación podía ponerle el destino. Según su experiencia propia, era mejor no correr riesgos y andar siempre preparado para ese tipo de posibilidades. Después de alguna mención sátira de Varsuf hacia sus gustos a la hora de elegir la indumentaria (Una paradoja al venir de él precisamente), se pusieron los atuendos con poca gracia, pero al menos, así no llamaban la atención como dos arlequines de palacio. Luego con cierta discreción, dieron las instrucciones pertinentes al cochero para que los recogiera más tarde en aquel mismo tramo. El hombre se alegro de deshacerse de los dos nobles muchachos; el contento se hizo visible en su expresión a despecho de que este intentaba mantenerlo bajo una máscara neutra y servil.
Al poco el carro comenzó a alejarse mientras ellos dos se quedaban allí parados, en medio de la calle, como dos almas que no sabían determinar el rumbo, pues a fin de cuentas, no era una analogía del todo desacertada. Cada vez estaba más seguro de que el alcohol les había jugado una mala pasada, pero ya no había marcha atrás.
—El local queda en aquella dirección. —Dijo señalando un punto inconcreto de aquella penumbra con la pizca de determinación que aún le quedaba.
Varsuf lo siguió sin rechistar.
Caminaron tambaleantes por aquella estrecha calle, llena de surcos y baches por igual, anadón por el centro, siempre evitando internare en las zonas más oscuras. Armen escudriñaba cada esquina, cada cruce de calles; intentaba escuchar cualquier ruido que delatase más presencias que las suyas. Un asaltante, algún desarrapado, buscones, asesinos, alguna despiadada bruja o un demonio sacado de de sus más oscuras pesadillas ¡Lo que fuse que le sacase esa sensación de agobio en el pecho! Al no dar con ninguna de aquellas fantasías, se intranquilizó aún más de lo que estaba.
—Sigo pensando que esta no es la idea más sensata que hemos tenido Varsuf. —dijo Armen finalmente rompiendo el incomodo sonido ambiente de la callejuela; grillos, el correteo de las alimañas, alguna gata en celo... —¿Seguro que quieres seguir con tal estupidez?
A cada paso que daba, cuanto más se adentraba en los Distritos, más se arrepentía de la precipitación de sus acciones. Deseaba fervientemente que su amigo compartiera el sentimiento de auto conservación.
—¿Qué estupidez? —Preguntó como quien no sabe de qué va la cosa. —¿Buscarnos un poco de diversión? Yo creo que hemos hecho cosas mucho peores que esta.
—Peores quizás, pero tan inconscientes…
Siguieron caminando durante un rato más, en tanto Armen seguía intranquilo, con los nervios a flor de piel, muy perceptivo de lo que sucediese a su alrededor, totalmente acojonado. Nunca había sido un tipo muy valiente, tampoco es que le encontrara mucha utilidad a aquella cualidad, bien sabia que tipos como esos normalmente eran los primeros en diñarla. Aún y así, pasó el rato sin que sucediera nada fuera delo normal y poco a poco se fue relajando. Cuando empezaba a creer que su venturoso viaje iba a tener un final feliz, a su derecha, muy cerca de donde estaban, pudo escuchar claramente un ruido de pasos que le hizo estremecer hasta el tuétano. Inmediatamente enfocó su poco resuelta visión hacia aquella zona del callejón. Sus temores se hicieron realidad, o cuanto menos es lo primero que pensó; la embriaguez desapareció por completo.
¿Alguien los acechaba desde las sombras de aquel callejón? ¡Estaba seguro de haber visto algo por el rabilo del ojo!! Le pareció percibir dos siluetas que trataban escabullirse entre las sombras, aunque tampoco podía estar seguro del todo.
—¿Has oído eso? —Susurró en tono quedo.
Varsuf lo contempló como si estuviera mal del coco, finalmente se pronunció.
—Me empiezas a preucupar Armen, te lo digo de verdad.
—No seas imbécil. —Le chistó mientras escrutaba las brumas de aquella callejuela. De nuevo pudo oír el arrastrar de pies en alguna zona inconcreta de la negrura. El sudor frío corría por su espalda. —Estoy seguro de que hay alguien ahí merodeando. —Le dijo a Varsuf señalando hacia el lugar.
Este al ver la expresión de Armen, entornó los ojos tomándoselo por una vez en serio, a la par que intentaba percibir algo en aquella tenebrosa oscuridad; no sucedió nada fuera de lo normal.
—¿No crees que hoy estas un tanto negativo?
—No hablo en broma Varsuf, te digo que he escuchado algo por ahí. —Insistió mientras casi deseaba volver a oír ruidos que delatasen la presencia de algún acechador.
La quietud nocturna fue lo único que prevaleció.
¿Ha sido fruto de mi imaginación? Se preguntó poco convencido. Inverosímilmente, se sentía como un ratoncillo atrapado en una esquina por un gato enormemente cruel.
No entendía porque se sentía tan inquieto, ni cómo es que percibía aquella sensación de vulnerabilidad. La cuestión es que ahí estaba presente. Su razón le había jugando malas pasadas en muchas otras ocasiones, pero esta parecía especialmente diferente, curiosamente real. Era como si percibiese el peligro aún sin vislumbrarlo. Varsuf con toda probabilidad debía de estar pensando que se le había perdido la razón por completo; quizás no estuviese del todo equivocado. Sus miembros estaban más dispuestos para la huida que para la lucha, aun y sabiendo de antemano que si algo llegara a suceder en realidad, los dos se quedarían allí parados como estacas, viendo la muerte llegar.
La noche se hizo más oscura y la calle más tétrica mientras se mantenía la tensión, el miedo era palpable y se olfateaba en el aire. Un sentimiento inquietante empezaba a apoderarse de él. Espero con incertidumbre a que esos temores se manifestaran, que se hiciesen substanciales, pero no ocurrió nada que lo pusiese sobre aviso. Un silencio sepulcral se adueñó de la zona, un cuervo graznó en lo alto de un tendido, el sonido de la tenue brisa sopló… Pero nada, ni un solo ruido delatador, ningún movimiento entre las sombras; nada que pudiese amenazarlos. Sus músculos ardían por tanta contención, sentía la boca seca y con un ligero regusto a cáscara de limón. ¿Por qué quería chillar histérico como un mocoso imberbe aun a sabiendas de que nadie los auxiliaría?
Varsuf después de una inquieta y larga espera preguntó.
—¿Nos podemos ir ya?
Armen asintió casi a regañadientes.
—Supongo que eso será lo mejor.
Cuando se disponían a retomar su camino, un escabroso aullido que les heló la sangre a los dos, brotó de la negrura del lugar que previamente había señalado, dieron un respingo antes de girar ciento ochenta grados con los ojos abiertos como platos. Un famélico chucho salió corriendo hacia ellos, llevaba la cola entre las patas y las orejas echadas hacia atrás; sus ojos estaban completamente desorbitados por el miedo.
—Pensaba que serias más perceptivo —declaró de pronto una voz de las profundidades del callejón. —Dado quien se supone que eres, ha sido una enorme decepción ver lo mediocres que son tus sentidos. Me esperaba alguien más… capaz.
Tanto Armen como Varsuf se miraron sorprendidos, mientras el chucho pasaba como una centella entre ellos; n le prestaron la menor atención. De pronto un chico de su edad, más bien alto y de buen porte, salió a la luz; mostraba una reluciente sonrisa en su expresión.
Armen lo recordó, era uno de los dos tipos de la posada que tanto interés habían mostrado en él durante aquella tarde.
—¿Se puede saber quién eres? —Le preguntó inquisitivo Varsuf al tipo.
Este siguió contemplando a Armen sin prestarle ni una pizca de atención.
—No estaban hablando contigo petimetre —surgió otra voz de detrás suyo.
Al girarse comprobó que era el compañero de este, un tipo bajo y orondo, con una nariz tan grande como la de un moñato, su sonrisa mellada era cuanto menos desagradable.
—¿Que es lo que queréis? —Intervino Armen dirigiéndose al primero que había hablado, pues este parecía ser el que llevaba la voz cantante.
—Supongamos que te digo que a ti.
Armen lo miró a los ojos, no vio atisbo de sorna alguna en ellos.
—¿Habláis en serio? —Les preguntó. Costaba de creer que en un solo día le sucediesen tantas situaciones comprometidas, pero esta se llevaba la palma.
—No solemos hacerlo de otra manera. —Respondió el orondo divertido.
No sabía que es lo que estaba pasando, pero estaba claro que aquellos dos no tenían ninguna buena intención para con ellos.
—¿Sabéis con quien estáis hablando? —Inquirió Varsuf altivo.
—¡Claro que lo sabemos! Ese de ahí —dijo el de la sonrisita señalándolo. —, es el hijo del Gobernante Eriast, y tú, un daño colateral supongo.
Armen estaba estupefacto por el ultimo inciso de esa frase ¿Daño colateral? Es dejaba más que claras sus intenciones ¡Eso no le podía estar pasando!
—¿Porque hacéis esto? —Les preguntó con un hilillo de voz.
—Porque así está escrito. Debes morir —Fueron sus escuetas palabras.
—¿Como…
El tipo comenzó a avanzar lentamente mientras iba sacando una espada de su funda. Armen se giró en la dirección opuesta buscando una salida, pero el tipo orondo también avanzaba con un arma en las manos, anulando cualquier posibilidad de escape.
—¿Qué es lo que sucede Armen? —Preguntó Varsuf mientras él también retrocedía. En esa ocasión su tono de voz era de percibidle preocupación.
—No tengo ni la más remota idea.
Los dos fueron reculando hasta la pared de una de las casas laterales, sus atacantes los fueron cercando hasta tenerlos de frente, a escasos cinco metros de ellos. No tenían escapatoria alguna. Armen en un acto reflejo o suicida dada la situación en la que se encontraban, cogió una de las enjoyadas dagas que portaba Varsuf en el cinturón. La agarro fuertemente con ambas manos y los nudillos blancos por la presión, apuntando hacia enfrente; tembloroso como una hoja en pleno otoño.
—Vaya, pero si saca los dientes y todo. —Dijo el de la nariz de moñato mientras compartía una pérfida mirada con su compañero. —Lástima que con ese adorno de feria no consigas más que matarnos de la risa.
Armen no se había fijado en que el tipo tenía toda la razón, el puñal en sí, era igual de romo que un cuchillo para untar la mantequilla. Maldito seas tú y tus juguetitos Varsuf. Se dijo mientras tiraba el inútil adorno al suelo.
—Es hora de dejarse de tonterías.
—Al amo no le gustará nuestro rezago. —Constató el más alto de los dos.
—No tenéis por que hacer esto. —Les urgió.
Los dos tipos avanzaron apuntándolos con las espadas mientras sonreían, pero su sonrisa no era de dicha, más sí de muerte y de dolor. Armen vio pasar su vida mientras se aproximaban inexorablemente, con Varsuf íntimamente pegado a él. Iban a morir en aquel oscuro y mugriento callejón, no cabía duda. El tipo alto levantó su espada para dar un tajo perpendicular con ella, y así sesgarle la cabeza. Su compañero emprendía la misma acción con Varsuf ¡Iban a diñarla! Cerró los ojos y se agarró fuertemente a su amigo esperando la muerte llegar.
De pronto notó una ráfaga de aire pasar por delante de él, un líquido viscoso le empapó la cara, y dos sonidos sordos sonaron contra el empedrado; el tintineo metálico de las espadas.
Todo sucedió en decimas de segundo. Cuando abrió los ojos, no se podía creer lo que tenía frente suyo; los dos tipos aún estaban parados delante de él, pero en esta ocasión no tenían cabeza ninguno de los dos; la sangre manó a borbotones de sus cuellos empapando sus ropas hasta que cayeron desmadejados al suelo. Sus cabezas yacían detrás, con un gesto de horror en sus miradas. En el suelo acuclillado y con una espada corta en cada mano, se encontraba Kumar, murmurando en un idioma que no comprendía estridentes sílabas. De pronto de los dos cadáveres comenzó a emerger un humo negro que fue siendo absorbido por las hojas de sus espadas. Cuando termino con el proceso se irguió y murmuró con toda tranquilidad.
—¿Una noche movidita, he señor?
Ese día pecaba de histriónico le pareció a él. Al poco rato de que los dos sospechosos personajes abandonaran aquel piso, bajaran a planta y salieran por la puerta de salida, otro tipo aún más sospechoso entró en escena.
Era un hombre alto, de complexión atlética, con una cara afilada y de pelo pajizo, largo hasta su cintura. Vestía como uno de aquellos aventureros típicos de novelas caballerescas. Tenía su capa, su chaleco negro de cuero, el cinto con su espada, más unas botas de montar ya muy gastadas; en la mano sostenía un sombrero de ala ancha de color negro. El tipo estaba recubierto de polvo de la cabeza a los pies, pues probablemente acababa de llegar de viaje. Se preguntó porqué no dejaba de mirarlos con tanta intensidad.
No parecía cliente usual de La Dama Sobria.
Llegó un punto en que lo irritó sobremanera su descaro, no entendía por qué motivo no dejaba de observarlos aquel individuo como si fueran terneros en un mercado de ganadería. Lo miró directamente a la cara, quizás así se daba por aludido el tipo. La reacción de este lo sorprendió aún más que todo lo anterior mencionado. Al cruzar sus miradas, el desconocido pareció abochornarse al ser pillado merodeándolos, negó con la cabeza y desapareció escaleras arriba, sin mirar ni una sola vez atrás.
— ¿Has visto eso? —le pregunto a Varsuf.
—¿El qué? —contestó este concentrado en el poso de su vaso.
—Mejor déjalo estar.
No era el primer episodio curioso que sufría durante el día, supuso debía sobrellevarlos lo mejor posible dadas las circunstancias; las pesadillas, el insensato y malsano sentimiento que arrastraba desde que abrió los ojos y que le roía las entrañas, los desconocidos nobles que no habían dejado de mirarlo con malas pulgas y abierta aversión y, ahora, el extraño aventurero con aquella mirada de halcón.
¡Qué más puedo pedir!
Tras un rato de incomodo silencio a Varsuf le dio por preguntar.
— ¿Y cómo ha ido la mentada moción? Después de todo es delo que estábamos hablando creo.
Armen abrió la boca varias veces sin emitir sonido alguno, estaba perplejo, dejó su bebida encima de la mesa y entrecerró los ojos posándolos en los de su compañero. Le parecía increíble que aún tuviese las narices de preguntarle tal cosa. Pensar que llevaban al menos un par de horas reviviendo lo horrorosa mañana que había tenido lugar, para que ahora Varsuf le viniera con esas; era para darle con la jarra en la cabezota.
— ¿Lo preguntas en serio?
Este asintió con la inocencia de un retoño.
—¡Con quién diablos llevo hablando toda la tarde!
—No hace falta que te pongas dramático hombre. Tendrás que coincidir conmigo que solo hemos hablando de tus desventuras y no del juicio propiamente dicho. —Arguyó. Tras un breve silencio añadió —Además ¿Te importaría dejar de intentar desintegrarme con la mirada?
Armen se dio cuenta que tenía el rostro congestionado.
—Es que no sé porqué ahora tienes tanto interés.
—Digamos que me pica la curiosidad.
Varsuf era la completa antítesis de arquetipo de aristócrata que normalmente definían los libros de educación clásicos. Era el tercer hijo varón de una familia noble, por lo tanto, el tercero en heredar parte del patrimonio familiar; un concepto muy arraigado en la nobleza el de remarcar la jerarquía que le tocaba a cada cual. Se le podía definir como un muchacho alegre y de carácter abstraído que siempre había mantenido las distancias en las peleas interinas por recibir un trocito del pastel. Las tramas y los entresijos políticos le traían sin igual. Sinceramente, nadie debería estar preparado para tragar tanto veneno.
—Bueno, pues por una vez que muestras interés por alguien más que por ti mismo, no voy a ser yo quien te lleve por el mal camino. A ver, cómo te pongo en antecedentes. Si se tiene en cuenta que estaba en juego nuestro credo, su institución, la credibilidad del Código y la integridad de toda la gente de este puñetero Estado, diría que ha ido como de costumbre. Ya sabes, unos cuantos sollozos por aquí, unos cuantos berrinches por allá, la gran inmensa mayoría sonreía feliz por la solución encontrada a sus problemas.
—Vaya, pues si que parece lo habitual. —Señaló Varsuf —Lo que aún sigo sin comprender es, ¿Por qué sigues con cara de alma en pena? ¡Cualquiera diría que has asistido a un funeral!
Como imaginaba, no había estado escuchado nada.
—Ni te puedes imaginar el gran parecido que guardaba con alguno de los que he tenido el placer de presenciar —confesó sombrío Armen. —En lo único que he encontrado una nimia diferencia es, que en este caso los muertos aún seguían respirando.
— ¿No crees que estás exagerando un poquito?
—Tendrías que haber estado. —Fue su escueta respuesta.
—En fin, entonces deduzco que la pena ha sido capital.
—Sí Varsuf, deduces bien, como ya has apuntado, la pena ha sido la máxima. No todos los días se intenta dar un golpe de Estado, ¿sabes?
—La verdad es que no lo sé muy bien, no me involucro mucho en temas de política. En cualquier caso, ¿Qué día de nuestro lustroso calendario ha sido el elegido para que rueden las cabezas? —Curioseó con la misma tranquilidad que uno preguntaría a cuanto anda el kilo de patatas.
Armen enarco las cejas.
Costaba de creer lo insensible que podía llegaba a ser Varsuf. Aún no concebía como alguien podía mantener la serenidad cuando se hablaba de separar la cabeza del tronco de un sujeto. Quizás la cuestión le parecía tan banal como pelar un plátano o como una charla intrascendental para averiguar en qué recipiente se cocinaban mejor las habichuelas, pero en cambio para él, la perspectiva resultaba ser muy diferente.
—La sentencia se ejecutara en un par de semanas, como dicta el Código. La nueva… —y en esta ocasión puso énfasis en la noticia esperando una reacción más humana por parte de su amigo. —….es qué serán ajusticiados en la Plaza del Condenado.
— ¡No fastidies! —exclamó este.
—Sí que te fastidio. —respondió Armen. —Presumo que ya conoces los últimos precedentes sobre este tema en particular ¿Verdad?
—Quien no oído alguna que otra vez a nuestros padres rememorando aquellos trágicos acontecimientos. —confesó con la misma indiferencia que antes.
Hacia al menos tres décadas que no se condenaba a nadie a ser ajusticiado en la Plaza del Condenado. Se recordaba con cierto respeto el tumulto que se origino la última vez. Decenas de heridos y los reos despedazados por la muchedumbre en un frenesí de sangre, fue demasiado para el Consejo de aquellos tiempos, el cual por unanimidad, había decidido que a partir de aquel entonces las ejecuciones se realizaran de puertas a dentro del castillo.
—Pues puedes imagínate mi alegría. — arguyó Armen —Aún no entiendo porque debo de ser testigo de tal escabechina ¿Me haré más hombre si veo como descuartizan a esos pobres infelices? ¿Crecerá más pelo en mi pecho? Francamente, no creo que sea el mejor ejemplo de impertérrito aristócrata si empiezo a regurgitar todo el desayuno de la mañana a la primera decapitación.
—Te entiendo Armen, no todo el mundo tiene estomago para las mutilaciones e ilustrativas vejaciones que tanto entusiasman a nuestro pueblo. No creo que tengas nada de lo qué avergonzarte.
—Lo que menos me preocupa es mí pudor amigo mío, pero ¿No crees hemos tenido suficiente sangre y descuartizamientos durante estas últimas semanas para llenar ese vacío?
—La gente nunca se cansa de ver sufrir al ajeno, ya deberías saberlo bien.
En eso llevaba toda la razón.
—Tú sí que sabes cómo hacerme sentir mejor. —Replico sátiro.
—Para eso estamos.
Cenaron pollo con guarnición de manzanas tiernas, pescados de «Alto río» en un lecho de endivias y judías pardas regadas en vino añejo, cochinillo con salsa de melocotón, perdices con ciruelas y almendras tostadas bañadas en salsa de miel, tarta de cerezas con chocolate, buñuelos rellenos con licor de whisky, fresas con nata, frutas exóticas y otras muchas viandas que engulleron con ingentes cantidades de licor fuerte. Llegó un punto en el que se sentía tan empachado que probablemente, podría rodar por la campiña como una bola de heno tirada por las manos de un chiquillo travieso.
Salieron a altas horas de La Dama sobria, dando tumbos como peonzas, tan borrachos que parecía que habían pasado la noche sumergidos en alcohol. En la calzada les esperaba un carro lacado y tirado por unos brillosos percherones que relincharon con majestuosidad. Al pie de este, un sirviente vestido pulcramente con una librea con el bordado de la casa Khajul y un birrete rojo, les hizo una reverencia, abrió la puerta de su transporte y les invitó a entrar. Ellos se quedaron un rato parados en frente del vehículo, agarrados uno al otro con precariedad, babeando como idiotas y con los ojos inyectados en sangre. La escena debía de ser tan dantesca que el sirviente quedó allí plantado como una mazorca de maíz, su cara pasó de la solemnidad al espanto de quien ve a toda su progenie correteando por el descansillo de la casa en cueros.
—¡Sabes… —exclamó Armen mientras contemplaba al lacayo e intentaba mantenerse en equilibrio con escasos resultados —creo que ando un poco más achispado de la cuenta… —para constatar su afirmación, se dobló por la mitad y vació el contenido de su estomago a un lado de la cuneta. Después de limpiarse los restos con la bocamanga de su chaqueta añadió quejumbroso —… ¡¿Porqué la maldita calle no deja de dar vueltas a mi alrededor?!
Varsuf meneó la cabeza con condescendencia, a la vez que intentaba poner una pose estática y declaraba con la voz pastosa típica de la embriaguez.
—No tienes nada de aguante hombre. Sólo nos hemos tomado unas pocas copillas de nada y mírate, acabas de echar la cena de un rey por el coleto. Jajaja… —como si se le acabara de ocurrir la mejor idea del mundo agregó entusiasta — ¿Qué te parece si nos vamos a tomar la ultima?
Armen intentó humedecerse los labios con su lengua de trapo, a la par que intentaba con bastante tesón recuperar la motricidad de todos los miembros de su cuerpo. Las imágenes daban vueltas a su alrededor, la calle oscilaba como la llama de una vela, la luz de los faroles producían tanta brillantez que le irritaba las pupilas. Un rápido vistazo le señaló que estaba más desaliñado que un verdulero después de una jornada de trabajo: con la camisa desabrochada y su blanco pecho al viento. Su amigo no presentaba mucho mejor aspecto que un borracho empedernido
¿Unas cuantas copillas? ¡Ya!
—No creo que sea buena idea. —Confesó al señalarse como el mejor de los ejemplos. Sabiéndose que su aspecto desmañado no difería mucho, al de un hombre que ha conseguido salir vivo de un huracán por los pelos.
— ¡Pues yo creo que es una idea estupenda! —protestó Varsuf igual que un niño malcriado.
Ya empezamos.
Varsuf era un chaval muy terco, proclive a amotinarse a las primeras de cambio si uno no hacia lo que él quería. A pesar de que era más que evidente que era una locura su propuesta, comprendió que debía haber algún argumento convincente que hiciese a su amigo entrar en razón; al menos debía de intentarlo.
—A ver socio si logro explicarme con más claridad. Piénsalo bien antes de responder. ¿Donde encontraremos a estas horas un lugar decente donde poder seguir la fiesta en paz? —dijo señalando a su alrededor. La mayoría de las casas de la avenida estaban completamente a oscuras, igual que el resto de los locales que había en ella. —Es demasiado tarde y estamos más borrachos que dos parroquianos adictos al aguardiente, por si aún no te diste cuenta. Además —puntualizó —, El Mesón Dorado estará cerrado a cal y canto. El Raiad ni si quiera sé si está abierto hoy. En La Doncella Alegre andan de reformas hasta la próxima semana, y en La Cortesana, bueno, dudo que vean con buenos ojos que unos clientes de aspecto tan deteriorado como el nuestro aparezcan frente a sus puertas pidiendo guerra. Así que dime Varsuf ¿Dónde pretendes que vayamos?
Armen esperaba haber sido lo suficientemente elocuente para que su amigo recobrara el juicio, y rogaba que lo hiciera bien pronto; no era muy inteligente revolotear todo pedo por allí a esas horas de la noche.
Varsuf pareció meditar sobre toda la información que acababa de recibir de sopetón, se tomó su tiempo en procesarla, y a pesar de que no era la persona más inteligente del Estado, quizás sí que era la más embaucadora a fin de cuentas. Después de varios segundos de reflexión contestó conspirador.
—Y que te parece si te digo que conozco un par de sitios que no están nada mal, y en los que nadie pregunta por la hora, cuanto menos discrepan por lo embriagado que vaya uno si tienen con qué pagar sus servicios. ¿Te quedarías más tranquilo?
—Francamente, lo dudo. En todo caso sigo pensando que ya has bebido más que suficiente Varsuf.
—¡Pues yo Insisto en qué estoy más sobrio que un chambelán! —replicó mientras hacia el payaso llevándose un pulgar a la nariz y saltaba a la pata coja. —Ves, tengo el equilibrio de un trapecista.
Armen pensó que era una demostración muy poco convincente para persuadirlo de que aún conservaba sus plenas facultades mentales. La verdad es que prácticamente lo deja mudo de asombro, pues jamás había visto con anterioridad tamaña estupidez.
¿Por qué se dedicará a hacer tales aspavientos con los brazos?
—No sé qué decirte amigo —respondió finalmente. Apelando a la verdad, no le hacía ni pizca de gracia hacia donde estaban comenzando a encaminarse los derroteros de Varsuf. —, pero espero que no estés insinuando de meternos en los Distritos a estas horas.
—No sé qué tiene de malo. —replicó.
— ¡Fantástico! ¿A sí que ahora quieres que nos metamos en uno de esos burdeles baratos? Lo tuyo es digno de estudio.
El lacayo del carro cada vez estaba más azorado, su color cambió del rojo grosella al morado frambuesa en menos de lo que tarda un corazón en bombear dos veces. Rebulló inquieto pero no dijo nada. ¿Qué podía decir? Seguramente quería que la tierra se lo tragase sin más.
—¿Me dirás que te disgusta la idea de acabar la fiesta entre las piernas de una buena moza? —Contestó este poniendo un gesto sicalíptico muy representativo. Armen lo miró sin contestar, empezaba a negar con la cabeza antes de que Varsuf prosiguiera con su cantinela. — ¡Vamos Armen, no me seas tan remilgado, anímate un poco hombre! Pasamos por el Distrito Rojo, nos relajamos un poco mientras nos tomamos unas copas en buena compañía, y antes de la hora del Búho estamos en nuestras casas durmiendo la mona sin que nadie se haya dado cuenta de nuestra ausencia.
Era peor que el innombrable.
—Después te preguntaras porqué la gente te compara con uno de esos libertinos piratas que asolan las costas de Chasker —expresó con exasperación.
—Ya sabes que mi reputación me precede. Entonces, ¿Vamos?
Su amigo siempre acababa por enredarlo en sus contubernios, siempre; ya resultaba casi un hábito. La idea de acabar la noche con una mujer en su regazo, bueno, era un argumento difícil de rebatir en aquel estado de fogosa embriaguez. Tenía mucho estrés y tensión acumulada después de lo que había acontecido durante la jornada. Pensó que quizás y después de todo, le venía bien un poquito de distracción ¿No le hacía daño a nadie, verdad? Era normal que cediera a sus más bajos instintos carnales ¿no? A pesar de que la pequeña parte de su mente que aún habitaba algo de coherencia le advertía, de que era un borrego sin solución, finalmente accedió a los caprichos de Varsuf.
—Espero no arrepentirme. —Claudicó.
Subieron al carro y le dieron las instrucciones necesarias al perplejo lacayo que asintió sin mediar palabra. Este seguramente deseaba deshacerse de su patrón cuan pronto fuera; muy a pesar de quisiera cometer tamaña estupidez. Los caballos se pusieron al trote y la carroza comenzó a traquetear rítmicamente por el empedrado. Pasaron un rato ensimismados en sus ensoñaciones. ¡Perdidos en el magro mundo del alcohol!
Mientras el vehículo avanzaba, Armen no dejó de darle vueltas inconsciente acto que estaban a punto de acometer, era evidente que la embriaguez había limitado su raciocinio al equivalente del de un mono de feria. Sabía que no era buena idea acercarse a Los Distritos durante la noche, estaba seguro de que se iban a meterse en algún problema; definitivamente no era el mejor día para tentar a la suerte. Paradójicamente ahí estaban, alegres como dos críos con destino a una obra de titiriteros.
Las casas de citas a las que estaba acostumbrado a frecuentar, eran muy distintas a las cuales se dirigían en aquellos precisos instantes. ¡Pero qué muy distintas! En La Ciudadela, normalmente solían tratarse de mansiones de dos y tres plantas, con cortinas de seda rosada y brocados de lo más elegantes, los lacayos con librea que te recibían con una amplia sonrisa en la expresión eran increíblemente obsequiosos, las copas de champán que te servían unas mujeres despampanantes y llenas de recato rozaban el excelso, el lujo y el glamur que se respiraba en aquel ambiente mientras deseosas mozas arengaban a tu alrededor medio desnudas y con mucha familiaridad, eran un espectáculo de deleite para los ojos.
En cambio se dirigían a los Distritos, una zona mucho menos acogedora y complaciente de la ciudad, mucho menos sugerente; iban de cabecita al Distrito Rojo. ¡Que los dioses nos protejan! pensó, a pesar de saber que últimamente se sentía algo desatendido en ese aspecto.
En El Distrito Rojo, aguardaban casas que parecían más bien agujeros oscuros cavados en medio de una tortuosa caverna. El sitio acostumbraba a estar mugriento y apestaba a olor rancio, a vomito, a hacinamiento, o de otros muchos aromas que serían muy difíciles de identificar para cualquier olfato humano. Normalmente el salón se sumía en el más completo caos. Solía ser frecuentado por gentes de expresiones pendencieras, con las marcas de la viruela o con cientos de cicatrices que destacaban a ojos vista. Porteadores, mercenarios, obreros, soldados, contrabandistas y ladronzuelos mezclados sin ton ni son. La alegría de la huerta no eran precisamente las camareras, pues normalmente tendían a ser tan fibrosas y peludas que no desentonarían en un circo de abominaciones. La bebida difícilmente podía considerarse como tal, y más difícil aún era tragarla. Los gorilas como puertas que solían apalear con oficio a todo el que se pasase de temerario, era uno de tantos muchos peligros que acechaban en lugares como aquel. Tampoco hacía falta mencionar que los dueños de dichos tugurios solían a ser unos mezquinos brutos, con cara de asesino contumaz. Los precios oscilan entre caros y muy caros dependiendo de si tus ropas valían más que cualquier cosa que vieras a tu alcance (lo que normalmente sucedía) Uno siempre tenía que andarse con ojo de que no le rompieran los dientes en una esporádica trifulca (también muy típicas en aquellos antros) o que no te asalte uno de los muchos ladronzuelos que pululaban por el lugar. En el peor de los casos, siempre podías acabar tirado y medio muerto en un oscuro callejón, con los calzones bajados hasta las rodillas y sin un penique en la cartera.
Un comprensible desasosiego empezó a inundar cada capa de su mente, cada fibra de su ser. Nunca había pernoctado en aquella parte de la ciudad, menos aún en aquellas condiciones, sin una guardia al menos simbólica. Empezaba a calibrar la estupidez que estaban cometiendo y empezó a maldecirse por ser un descerebrado que se dejaba llevar, por un descerebrado aún más grande. ¡Maldita mi estampa! Trascurrieron los minutos antes de que el carro parase en seco.
Un nudo comenzó a formársele en la boca del estomago.
— ¿Ya estamos? —Preguntó con un hilillo de voz mientras procuraba asomarse por uno de los ventanucos del transporte.
—Supongo que sí —contestó Varsuf con toda indiferencia.
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El hombre observó como el recién llegado se encaraba con los dos lechuguinos que acababan de salir de la posada, los tipos quedaron muy sorprendidos por la actitud amenazante del forastero, o más bien acongojados seria la palabra adecuada para describir su reacción al contemplar que el chaval iba bien armado con una espada corta.
Tras unos segundos de tensas miradas, uno de los dos tipos se pronunció, aunque no consiguió descifrar las palabras que salieron de sus labios, ya que era bastante la distancia que los separaba. Después de unas pocas frases (con toda probabilidad alguna bravata de poca consistencia) los tipos siguieron su camino y el recién llegado entró en la posada.
Era curioso el curso que tomaban los acontecimientos aquel día, pensó.
Ya por la mañana, cuando aún el sol no había asomado ni la punta de su cabeza por detrás de la cordillera, uno de los muchos contactos de la red de espías que había en la ciudad, llamó a la puerta de su cámara; este traía una misiva de La Fortaleza.
Tras despedirse del contacto cerró la puerta y abrió el sello con el corazón palpitándole acelerado: realmente se esperaba otra cosa muy distinta a la que se encontró. ¡La carta estaba sellada y firmada por el puño del mismísimo señor Kazkza! En ella se le informaba que uno de los acólitos de la Hermandad se dirigía hacia donde se encontraba, teniendo la responsabilidad que llevase a buen puerto su Prueba de Templanza, lo cual se resumía, en que iba a tener mucho más trabajo del habitual.
Recordaba que en aquel momento se preguntó: ¿Y cómo diablos piensan que voy a reconocerlo entre tanta gente? Con aquella somera descripción podía ser cualquier desgraciado que pululara por aquella enorme ciudad de sanguijuelas.
Genuina fue su sorpresa al percatarse de que el recién llegado, era precisamente el novato al que debía de esperar. En parte le alegró de no tener que buscarlo. Después de haberlo meditado concluyó, que a fin de cuentas no le vendría mal alguien en quien poder delegar algunas de las muchas funciones que debía de ejercer en Mansour.
Pasaron varias horas hasta que el par de muchachos salieron del local. En ese tiempo no le paso desapercibido que alguien más también los esperaba, vigilante, la maldad que emanaba del lugar se intuía en el ambiente, empero permaneció en su lugar, sereno; escondido entre las sombras de la noche. Ya sabía que tarde o temprano Los Indignos tendrían que actuar, ese era su modus operandi, no debía de perder en ningún momento a la victima de vista, y pronto estarían a su alcance. Así que esperó contemplando las complejas idioteces de la inmadurez.
Los dos chicos estaban embriagados hasta la saciedad, andando en zigzag, totalmente desaliñados y pálidos como fantasmas. No le fue difícil predecir que se habían metido por el coleto más de la mitad del brandy que el posadero guardaba en la bodega. Un carro los esperaba en la calzada para llevarlos a sus casas; el lacayo se removía inquieto al comprobar las pintas con las que regresaba su señor.
Era hora de cambiar de posición.
Murmuró un par de frases e hizo varios sellos con sus manos, de pronto su cuerpo se fue diluyendo, tragado por la sombra que se cernía sobre él, tornándose uno con ella. Avanzó pegado a la pared de uno de los locales, siempre en regazo de la oscuridad, invisible para cualquier ojo mortal. Cuando finalmente alcanzó un lugar donde poder escuchar mejor a los muchachos, le bastó unos pocos minutos para comprender donde pensaban ir los muy infelices, aunque después de ver lo alcoholizados que estaban, tampoco es que fuera toda una sorpresa.
¡El Jodido Distrito Rojo!
La verdad sea dicha, algunos buenos momentos había pasado en aquella parte de la ciudad él también, pero eso no quitaba de que le estaban haciendo trabajar mucho más de lo necesario. En algunos momentos desearía haber escogido otro oficio diferente. Nuevamente volvió a murmurar y a realizar intrincados sellos con las manos, y nuevamente su cuerpo se convirtió en sombra. Trepó por el canalón hasta el tejado de la casa y de allí comenzó a corretear por los tejados junto al carro que traqueteaba justo por debajo suyo.
La malévola presencia los siguió, como ya había esperado que sucediera.
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La zona, un montón de tierra apelmazada y llena de surcos de roderas, se abría ante ellos como un solar. No había muchos faroles que alumbraran el entresijo de calles y callejuelas de sus alrededores; un fanal suelto aquí, otro colgando dos cuadras más abajo, puestos sin ningún orden o regla que se pudiera apreciar. Aquella tenue luz, creaba tenebrosas sombras dando al lugar un aspecto más tétrico si aún cabía. La gran mayoría de las casas (si es que se las podía llamar como tal) eran poco menos que chabolas medio derruidas: muchas parecían más bien trasteros y tan solo unas pocas podían alardear de estar techadas con pizarra. No transitaba mucha gente a aquellas horas por la zona. Al parecer no todo el mundo es tan imbécil como nosotros conjeturó. Estuvo tentado de mandar al cochero que diera media vuelta y al infierno con las apariencias, pero en cambio dijo.
—Pues sí, ya hemos llegado. —Su timbre jovial y animoso, dos notas más agudo de lo normal, era una máscara en todos los aspectos.
Evidentemente no se sentía en absoluto dichoso en aquellos instantes, más bien todo lo contrario, pero no podía darle el placer a Varsuf de verlo amilanado como un corderillo recién parido. Sabía que sería mucho peor soportar los inevitables e insidiosos chascarrillos de este sobre el asunto, que andar vagabundeando por Los Distritos con un traje de estampados y zapatos de charol.
Maldijo por dejarse enredar como a un idiota.
—Discúlpame Armen si soy algo escéptico, pero —declaró este mientras oteaba hacia la oscuridad de la zona con perplejidad. Parpadeó varias veces desconcertado antes de añadir. —¿Qué diablos hemos venido a hacer en medio de este descampado?
—Estamos solo a un par de cuadras del Distrito Rojo, no tienes de que preocuparte —lo tranquilizó Armen con tono quedo. Aún y sabiendo que habían muchos más aspectos de que preocuparse, y que la distancia que debían recorrer para llegar al pretendido local era algo más amplia.
—Hummm…. Entiendo. —Era evidente que su compañero no tenía ni la más remota idea de por qué había parado allí concretamente; en medio de ninguna parte.
Dudaba de que Varsuf en las condiciones en que se encontraba, entendiera el sutil concepto de pasar lo más desapercibidos posible. Supuesto que no lograrían de presentarse en las puertas del tugurio con un carro lacado, sus trajes caros y toda la pompa que ello suscitaría para las buenas gentes del lugar.
—Será mejor que te pongas esto —dijo Armen tirándole un bulto que golpeo en el pecho de su amigo y le hizo tambalearse hacia atrás. Este contenía ropas de un corte algo más chabacano.
—¿De donde has sacado estos trapos? preguntó Varsuf divertido mientras examinaba el contenido del saco.
—Tu solo ponte la ropa.
Siempre tenía un par de mudas de ese tipo escondidas en su carruaje, pues no era la primera vez que se veía arrastrado a alguna demencia de esas. Uno nunca sabía en qué situación podía ponerle el destino. Según su experiencia propia, era mejor no correr riesgos y andar siempre preparado para ese tipo de posibilidades. Después de alguna mención sátira de Varsuf hacia sus gustos a la hora de elegir la indumentaria (Una paradoja al venir de él precisamente), se pusieron los atuendos con poca gracia, pero al menos, así no llamaban la atención como dos arlequines de palacio. Luego con cierta discreción, dieron las instrucciones pertinentes al cochero para que los recogiera más tarde en aquel mismo tramo. El hombre se alegro de deshacerse de los dos nobles muchachos; el contento se hizo visible en su expresión a despecho de que este intentaba mantenerlo bajo una máscara neutra y servil.
Al poco el carro comenzó a alejarse mientras ellos dos se quedaban allí parados, en medio de la calle, como dos almas que no sabían determinar el rumbo, pues a fin de cuentas, no era una analogía del todo desacertada. Cada vez estaba más seguro de que el alcohol les había jugado una mala pasada, pero ya no había marcha atrás.
—El local queda en aquella dirección. —Dijo señalando un punto inconcreto de aquella penumbra con la pizca de determinación que aún le quedaba.
Varsuf lo siguió sin rechistar.
Caminaron tambaleantes por aquella estrecha calle, llena de surcos y baches por igual, anadón por el centro, siempre evitando internare en las zonas más oscuras. Armen escudriñaba cada esquina, cada cruce de calles; intentaba escuchar cualquier ruido que delatase más presencias que las suyas. Un asaltante, algún desarrapado, buscones, asesinos, alguna despiadada bruja o un demonio sacado de de sus más oscuras pesadillas ¡Lo que fuse que le sacase esa sensación de agobio en el pecho! Al no dar con ninguna de aquellas fantasías, se intranquilizó aún más de lo que estaba.
—Sigo pensando que esta no es la idea más sensata que hemos tenido Varsuf. —dijo Armen finalmente rompiendo el incomodo sonido ambiente de la callejuela; grillos, el correteo de las alimañas, alguna gata en celo... —¿Seguro que quieres seguir con tal estupidez?
A cada paso que daba, cuanto más se adentraba en los Distritos, más se arrepentía de la precipitación de sus acciones. Deseaba fervientemente que su amigo compartiera el sentimiento de auto conservación.
—¿Qué estupidez? —Preguntó como quien no sabe de qué va la cosa. —¿Buscarnos un poco de diversión? Yo creo que hemos hecho cosas mucho peores que esta.
—Peores quizás, pero tan inconscientes…
Siguieron caminando durante un rato más, en tanto Armen seguía intranquilo, con los nervios a flor de piel, muy perceptivo de lo que sucediese a su alrededor, totalmente acojonado. Nunca había sido un tipo muy valiente, tampoco es que le encontrara mucha utilidad a aquella cualidad, bien sabia que tipos como esos normalmente eran los primeros en diñarla. Aún y así, pasó el rato sin que sucediera nada fuera delo normal y poco a poco se fue relajando. Cuando empezaba a creer que su venturoso viaje iba a tener un final feliz, a su derecha, muy cerca de donde estaban, pudo escuchar claramente un ruido de pasos que le hizo estremecer hasta el tuétano. Inmediatamente enfocó su poco resuelta visión hacia aquella zona del callejón. Sus temores se hicieron realidad, o cuanto menos es lo primero que pensó; la embriaguez desapareció por completo.
¿Alguien los acechaba desde las sombras de aquel callejón? ¡Estaba seguro de haber visto algo por el rabilo del ojo!! Le pareció percibir dos siluetas que trataban escabullirse entre las sombras, aunque tampoco podía estar seguro del todo.
—¿Has oído eso? —Susurró en tono quedo.
Varsuf lo contempló como si estuviera mal del coco, finalmente se pronunció.
—Me empiezas a preucupar Armen, te lo digo de verdad.
—No seas imbécil. —Le chistó mientras escrutaba las brumas de aquella callejuela. De nuevo pudo oír el arrastrar de pies en alguna zona inconcreta de la negrura. El sudor frío corría por su espalda. —Estoy seguro de que hay alguien ahí merodeando. —Le dijo a Varsuf señalando hacia el lugar.
Este al ver la expresión de Armen, entornó los ojos tomándoselo por una vez en serio, a la par que intentaba percibir algo en aquella tenebrosa oscuridad; no sucedió nada fuera de lo normal.
—¿No crees que hoy estas un tanto negativo?
—No hablo en broma Varsuf, te digo que he escuchado algo por ahí. —Insistió mientras casi deseaba volver a oír ruidos que delatasen la presencia de algún acechador.
La quietud nocturna fue lo único que prevaleció.
¿Ha sido fruto de mi imaginación? Se preguntó poco convencido. Inverosímilmente, se sentía como un ratoncillo atrapado en una esquina por un gato enormemente cruel.
No entendía porque se sentía tan inquieto, ni cómo es que percibía aquella sensación de vulnerabilidad. La cuestión es que ahí estaba presente. Su razón le había jugando malas pasadas en muchas otras ocasiones, pero esta parecía especialmente diferente, curiosamente real. Era como si percibiese el peligro aún sin vislumbrarlo. Varsuf con toda probabilidad debía de estar pensando que se le había perdido la razón por completo; quizás no estuviese del todo equivocado. Sus miembros estaban más dispuestos para la huida que para la lucha, aun y sabiendo de antemano que si algo llegara a suceder en realidad, los dos se quedarían allí parados como estacas, viendo la muerte llegar.
La noche se hizo más oscura y la calle más tétrica mientras se mantenía la tensión, el miedo era palpable y se olfateaba en el aire. Un sentimiento inquietante empezaba a apoderarse de él. Espero con incertidumbre a que esos temores se manifestaran, que se hiciesen substanciales, pero no ocurrió nada que lo pusiese sobre aviso. Un silencio sepulcral se adueñó de la zona, un cuervo graznó en lo alto de un tendido, el sonido de la tenue brisa sopló… Pero nada, ni un solo ruido delatador, ningún movimiento entre las sombras; nada que pudiese amenazarlos. Sus músculos ardían por tanta contención, sentía la boca seca y con un ligero regusto a cáscara de limón. ¿Por qué quería chillar histérico como un mocoso imberbe aun a sabiendas de que nadie los auxiliaría?
Varsuf después de una inquieta y larga espera preguntó.
—¿Nos podemos ir ya?
Armen asintió casi a regañadientes.
—Supongo que eso será lo mejor.
Cuando se disponían a retomar su camino, un escabroso aullido que les heló la sangre a los dos, brotó de la negrura del lugar que previamente había señalado, dieron un respingo antes de girar ciento ochenta grados con los ojos abiertos como platos. Un famélico chucho salió corriendo hacia ellos, llevaba la cola entre las patas y las orejas echadas hacia atrás; sus ojos estaban completamente desorbitados por el miedo.
—Pensaba que serias más perceptivo —declaró de pronto una voz de las profundidades del callejón. —Dado quien se supone que eres, ha sido una enorme decepción ver lo mediocres que son tus sentidos. Me esperaba alguien más… capaz.
Tanto Armen como Varsuf se miraron sorprendidos, mientras el chucho pasaba como una centella entre ellos; n le prestaron la menor atención. De pronto un chico de su edad, más bien alto y de buen porte, salió a la luz; mostraba una reluciente sonrisa en su expresión.
Armen lo recordó, era uno de los dos tipos de la posada que tanto interés habían mostrado en él durante aquella tarde.
—¿Se puede saber quién eres? —Le preguntó inquisitivo Varsuf al tipo.
Este siguió contemplando a Armen sin prestarle ni una pizca de atención.
—No estaban hablando contigo petimetre —surgió otra voz de detrás suyo.
Al girarse comprobó que era el compañero de este, un tipo bajo y orondo, con una nariz tan grande como la de un moñato, su sonrisa mellada era cuanto menos desagradable.
—¿Que es lo que queréis? —Intervino Armen dirigiéndose al primero que había hablado, pues este parecía ser el que llevaba la voz cantante.
—Supongamos que te digo que a ti.
Armen lo miró a los ojos, no vio atisbo de sorna alguna en ellos.
—¿Habláis en serio? —Les preguntó. Costaba de creer que en un solo día le sucediesen tantas situaciones comprometidas, pero esta se llevaba la palma.
—No solemos hacerlo de otra manera. —Respondió el orondo divertido.
No sabía que es lo que estaba pasando, pero estaba claro que aquellos dos no tenían ninguna buena intención para con ellos.
—¿Sabéis con quien estáis hablando? —Inquirió Varsuf altivo.
—¡Claro que lo sabemos! Ese de ahí —dijo el de la sonrisita señalándolo. —, es el hijo del Gobernante Eriast, y tú, un daño colateral supongo.
Armen estaba estupefacto por el ultimo inciso de esa frase ¿Daño colateral? Es dejaba más que claras sus intenciones ¡Eso no le podía estar pasando!
—¿Porque hacéis esto? —Les preguntó con un hilillo de voz.
—Porque así está escrito. Debes morir —Fueron sus escuetas palabras.
—¿Como…
El tipo comenzó a avanzar lentamente mientras iba sacando una espada de su funda. Armen se giró en la dirección opuesta buscando una salida, pero el tipo orondo también avanzaba con un arma en las manos, anulando cualquier posibilidad de escape.
—¿Qué es lo que sucede Armen? —Preguntó Varsuf mientras él también retrocedía. En esa ocasión su tono de voz era de percibidle preocupación.
—No tengo ni la más remota idea.
Los dos fueron reculando hasta la pared de una de las casas laterales, sus atacantes los fueron cercando hasta tenerlos de frente, a escasos cinco metros de ellos. No tenían escapatoria alguna. Armen en un acto reflejo o suicida dada la situación en la que se encontraban, cogió una de las enjoyadas dagas que portaba Varsuf en el cinturón. La agarro fuertemente con ambas manos y los nudillos blancos por la presión, apuntando hacia enfrente; tembloroso como una hoja en pleno otoño.
—Vaya, pero si saca los dientes y todo. —Dijo el de la nariz de moñato mientras compartía una pérfida mirada con su compañero. —Lástima que con ese adorno de feria no consigas más que matarnos de la risa.
Armen no se había fijado en que el tipo tenía toda la razón, el puñal en sí, era igual de romo que un cuchillo para untar la mantequilla. Maldito seas tú y tus juguetitos Varsuf. Se dijo mientras tiraba el inútil adorno al suelo.
—Es hora de dejarse de tonterías.
—Al amo no le gustará nuestro rezago. —Constató el más alto de los dos.
—No tenéis por que hacer esto. —Les urgió.
Los dos tipos avanzaron apuntándolos con las espadas mientras sonreían, pero su sonrisa no era de dicha, más sí de muerte y de dolor. Armen vio pasar su vida mientras se aproximaban inexorablemente, con Varsuf íntimamente pegado a él. Iban a morir en aquel oscuro y mugriento callejón, no cabía duda. El tipo alto levantó su espada para dar un tajo perpendicular con ella, y así sesgarle la cabeza. Su compañero emprendía la misma acción con Varsuf ¡Iban a diñarla! Cerró los ojos y se agarró fuertemente a su amigo esperando la muerte llegar.
De pronto notó una ráfaga de aire pasar por delante de él, un líquido viscoso le empapó la cara, y dos sonidos sordos sonaron contra el empedrado; el tintineo metálico de las espadas.
Todo sucedió en decimas de segundo. Cuando abrió los ojos, no se podía creer lo que tenía frente suyo; los dos tipos aún estaban parados delante de él, pero en esta ocasión no tenían cabeza ninguno de los dos; la sangre manó a borbotones de sus cuellos empapando sus ropas hasta que cayeron desmadejados al suelo. Sus cabezas yacían detrás, con un gesto de horror en sus miradas. En el suelo acuclillado y con una espada corta en cada mano, se encontraba Kumar, murmurando en un idioma que no comprendía estridentes sílabas. De pronto de los dos cadáveres comenzó a emerger un humo negro que fue siendo absorbido por las hojas de sus espadas. Cuando termino con el proceso se irguió y murmuró con toda tranquilidad.
—¿Una noche movidita, he señor?
Ven, ven, quienquiera que seas;
Seas infiel, idólatra o pagano, ven
ESTE no es un lugar de desesperación
Incluso si has roto tus votos cientos de veces, aún ven!
(Yalal Ad-Din Muhammad Rumi)