11/02/2015 01:03 PM
Junta Extraordinaria (parte dos)
Entraron en la inmensa galería, ya la conocía de etapas anteriores, no era ningún sitio agradable para estar. ¿Pero de eso se trata no? Pensó mientras caminaba por el largo túnel de acceso al Magisterio. De allí que los traigamos aquí, concluyó. Las paredes horadadas en la dura roca rezumaban por la densa humedad del lugar, varias antorchas colocadas en los apliques formaban tenebrosas sombras que bailaban sinuosas ante sus ojos. De las oscuras celdas brotaban todo tipo de rumores incómodos; murmullos, llantos, desesperación, huesudos brazos que se agitaban intentando llegar hacia ellos; él inconfundible chillido de las ratas asiduas al lugar.
Los ocho siguieron al Magister hasta una sala octogonal al final del pasillo. Abrieron una puerta y entraron en la tétrica habitación, en el centro de la cual, una mesa de metal con gran de variedad de instrumentos de tortura los esperaba. Había un potro de madera muy poco sugerente, cadenas, grilletes, cuchillos de todos los tamaños y medidas, pequeños serruchos, peras de hierro erizadas de púas, cizallas, mazos, hierros curvos, rectos y un brasero. También se fijo que había una especie de pequeña guitona con un diminuto agujero que solo los dioses sabían para que pudiera servir; esta observaba ajena desde un rincón sumido en la más completa penumbra. ¡Inclusive tenían una Dama de Hierro en la estancia, prácticamente nuevecita! Este era un extraño artilugio importado de Vareda, una ciudad costera situada al otro lado del mismísimo océano del Zhaâr. En el suelo aún quedaban restos de sangre coagulada del último infeliz que había pasado por ahí; más algún que otro pedazo de carne que no logró, ni quiso lograr identificar.
―Disculpen por el desorden, pero como podrán imaginar hemos estado algo ocupados durante estas últimas semanas. ―Dijo Depraba indiferente al rocambolesco circo de atrocidades que los rodeaba.
Eriast aparto uno de dichos pedazos de carne con la bota.
―Me puedo hacer una idea. ―Repuso mientras carraspeaba. El nauseabundo olor que se respiraba en la estancia era sumamente desagradable. Este contenía una mezcolanza de sangre, heces y orina que penetró en sus sentidos hasta casi hacerlo lagrimear. Finalmente le preguntó. ―Y bien, ¿Por qué nos ha traído hasta aquí Magister?
―Los traje porque me era imposible explicar con palabras lo que podrían esclarecer vuestros propios ojos. ―Contestó mientras se encogía de hombros. ―Es la única manera de que me crean.
Echó otra mirada en derredor.
―Cripticas palabras las suyas ―confesó Eriast ―, pero en fin, mejor será que nos lo muestre y así salgamos de dudas.
―No sé lo que tiene en mente, pero esto me parece una completa estupidez. ―Masculló de pronto Cazaire mientras contemplaba a su alrededor frunciendo el ceño con desagrado. ―Me pongo enfermo solo con estar aquí.
Eriast lo contempló meditabundo.
Resultaba más evidente que a Cazaire no le apetecía estar allí en absoluto, y quien podía culparlo por ello. Él mismo se preguntaba como se había podido dejado convencer. Aunque esa no parecía ser esa la única razón de la repentina aversión de su sobrino. Llevaba desde el principio de aquella reunión comportándose de una forma bastante poco ortodoxa tratándose de él; mucho antes de que descubriera las extrañas nuevas que les había traído el Magister.
Se pregunto a que podría deberse.
Depraba lo miró sombrío y apiñando la expresión por aquella aseveración de su sobrino, siempre dispuesto a replicar, pero antes de que pudiese hacerlo uno de los gemelos se le adelantó.
―Los apóstoles, El Sin Rostro, el ejercito de herejes…. Será mejor que no nos desviemos del tema señores. ―Les recordó Lhaksim pragmático. ―Después de todo, es por eso que estamos reunido aquí les recuerdo.
―En cualquier caso, no creo que el Magister pretenda hacernos perder el tiempo, ¿verdad? Seguro tendrá sus buenos motivos para habernos traído hasta tan particular lugar. ―Contempló Ramï.
Madrag volvió a resoplar como un jamelgo con un agudo dolor de tripas mientras su tic, que ya de por sí estaba en uno de sus puntos más álgidos, se acentuaba todavía más. Cazaire se puso de morros como un chiquillo que le niegan una golosina en una fiesta de primavera. Ninguno de los dos se pronunció al respecto.
―¿Y bien Magister? ―Inquirió Maisade mientras con una expresión de repugnancia volvía a dejar sobre la mesa las tenazas ensangrentadas que había sostenido previamente en sus manos. ―Ya puede ver que ha captado por completo nuestra atención. Asumo que nos ha traído para que podamos admirar su mesa de trabajo.
―Sí, Ejem… digo no, digo… En fin, ahora mismo os lo enseño. ¡Jedash, trae a nuestro invitado! ―Ordenó Depraba a alguien a quién no podían ver.
―Si mi señor ―contestó una voz fragosa desde detrás de un macizo portón de hierro al fondo de la estancia. ―, ya lo te..te…tenía pre..pre..parado.
―La muerte nos acecha. ―Susurró la Suma Sacerdotisa Nora sin venir a cuento para nada.
Eriast se giró para estudiarla con detenimiento, había escuchado perfectamente sus cripticas palabras; ¡La tenía justo al lado! Sumadas a las de hacia un rato… Probablemente nadie más de su camarilla se había percatado de la nueva mención que hacia la sacerdotisa a la muerte, pero viendo su estado pensó, que tampoco importaba demasiado, parece estar delirando en más de un aspecto. Aun y así estuvo tentado de preguntarle, qué quería decir. El chasquido del cerrojo al abrirse le hizo desechar la idea.
Prestó atención a quien entraba.
Por la recia puerta entró un tipo enorme, de proporciones épicas, con una máscara absurda que cubría solo parte de sus facciones; tenía un andar muy pintoresco al caminar. El mastodonte arrastraba a un hombre encadenado de pies y manos por la pechera, lo llevaba como si de un muñeco se tratase, sin mostrar ningún signo de esfuerzo en acarrear dicha acción. Lo depositó con más bien poca sutileza sobre un sillón de madera firmemente anclado al suelo de la sala. El sillón constaba de varias abrazaderas para sujetar todas las extremidades del individuo; brazos y muñecas, pantorrillas y tobillos.
―¿Está bi..bie…bien as…así, señor? ―Le preguntó el grandullón al Magister cuando tuvo al tipo bien sujeto.
―¡Pues claro que sí zoquete! ―Exclamó Depraba. ―Tampoco es que te haya pedido que construyas una frase completa si tartamudear como un idiota ¿Verdad? Ahora márchate y échale una ojeada a ver como se encuentran nuestros demás huéspedes. Yo me haré cargo aquí de nuestro querido Electo Sercussak.
El grandullón parpadeó un par de veces confuso.
―Pero yo pensaba que… que…
―¡No pienses y haz lo que te ordeno! ―Estalló Depraba escamado.
Desde aquella perspectiva parecía paradójico ver como un hombre delgaducho como una rama de sauce, amedrentaba a un gigantón de un tamaño tan considerable como aquel. Era como ver a un conejo corriendo a patadas de su madriguera a un gato enorme, pero curiosamente idiota. El tal Jedash salió de la sala con lentitud, con su pintoresco andar y probablemente con cara de muy pocos amigos. A pesar de no verle el rostro, a Eriast le recordó a un niño que acaba de recibir la regañina de un padre especialmente cruel.
El magister chasqueó la lengua cundo la puerta se hubo cerrado detrás de él.
―Muchas veces me pregunto porque diantres no estrangulé a ese muchacho cuando aún no era más grande que un cochinillo. ―Gruñó con desdén mientras observaba por donde había desaparecido su lacayo. ―Supongo que la familia es la familia después de todo. Más allá de que es un poco descerebrado, Jedash es el único hijo de mi difunta hermana Mélia.
―Ahhhhh…. ―Gimió el tipo que estaba amarrado en la silla. ―Ahhhhh…
Aquello hizo que todos posaran la atención sobre el origen del gimoteo.
―No parece que el Electo Serkussak se encuentre en muy buenas condiciones Magister. ―Arguyó Lhaksim tras un largo rato de reflexión.
―No ―confirmó su hermano Ramï. ―, no lo parece en absoluto.
―No os dejéis engañar por su apariencia caballeros, pues es un ser sumamente peligroso y cruel ―les advirtió el Magister Deprava a sus cófrades mientras contemplaba ceñudo al cautivo a su vez. ―, probablemente el más sibilino con el que me he topado hasta la fecha.
Eriast escuchó la advertencia mientras le echaba una ojeada al Electo Sercussak, sentado ahí en frente suyo. Era un hombre de mediana edad, de pelo oscuro y laxo, su cuerpo era más bien de complexión delgada. Comprobó que sangraba por innumerables tajos abiertos en su piel, lleno de contusiones y quemaduras por todo el cuerpo, su mirada estaba completamente ida, y para inri, un reguero de espesa baba le corría por la comisura de sus labios con toda libertad.
¡Su aspecto era más que lamentable!
―Creo haberle advertido que no me serviría una confesión obtenida por tortura Magister, pues ya le dije que era perder el tiempo. ―Le reprochó Eriast irascible.
―Le aseguro señor que no es lo que parece.
―¿A no? ―Dijo arqueando una ceja. Echó nuevamente una mirada al hombre que había en la silla, y acabó apostillando. ―Pues a mí me lo sigue pareciendo. De todas formas, no luce como alguien especialmente amenazador.
―Aaahhhhhh… ―volvió a gemir el Electo Sercussak como para confirmar sus últimas palabras. ―…Aaaaahhhhh…
―¡Esto una broma de muy mal gusto Magister! ―Imprecó Madrag hecho un basilisco. ―¿Qué es lo que nos puede contar este pobre diablo que no me haga pensar que es usted un completo demente? ―Dijo mientras señalaba al deteriorado Electo.
―Ruego que sean pacientes caballeros y no se precipiten. ―Respondió levantando sus flacuchos brazos pidiendo serenidad. ―No tardaran en darse cuenta del motivo de porque se encuentran aquí.
Depraba se acercó a un armario que quedaba a la derecha de aquella extraña sala, abrió la puerta y de él sacó un mandil con recientes manchas de sangre. Se lo puso ante la atenta mirada de todos con total naturalidad. Luego se dirigió a la mesa del centro (la mesa con el instrumental) y se quedó pensativo justo enfrente; contemplando el retorcido material que había expuesto en ella. Finalmente se decidió por unos fórceps que agarró firmemente con sus nudosas manos. Se dio la vuelta y sonrió con la más macabra de las sonrisas; con una mirada cruda y desprovista de cualquier tipo de emoción.
―A ver Electo Sercussak ¿Por qué no se deja de jueguecitos? ―Le dijo con un tono susurrante mientras se acercaba lentamente a él. ―He traído a varios de mis colegas para que puedan verlo en persona. Confió en que no me haga un feo y les explique lo mismo que me ha contado esta mañana a mí.
―Aaaahhhh…. Aaaahhhh……
―¿No tiene intención de cooperar tan siquiera ni un poquito? ―Inquirió a escasos centímetros de su cara.
―Aaaahhhh…. Aaaahhhh……
TOC, TOC, TOC
Dio tres golpecitos con las tenazas en el respaldo del la silla, luego empezó a dar círculos alrededor de Serkussak: como un gato que juega con el ratoncillo antes de pegarse un festín con él.
―¡Oh, vamos Electo! ¿No me diga que piensa seguir con esto? ―Inquirió mientras seguía rodeándolo y sonriendo con aquella mueca que nunca llegaba a reflejarse en sus ojos. ―Ya sabe cuánto me desagrada tener que hacer esto por las malas. No me apetece en lo más mínimo en estos instantes tener que mancharme las manos con usted. ¿No sería más sensato por su parte si nos saltásemos los preliminares?
―Aaaahhh… Aaahhh…
Depraba chasqueó la lengua.
―Ya veo que no.
―Magister. ―Lo interrumpió de pronto Mashema. Este se dio la vuelta parpadeando con confusión.
―¿Si?
―Creo que el hombre no se encuentra en sus plenas facultades para responder a ninguno de sus requerimientos. ―Arguyó mientras contemplaba al interpelado con la misma expresión de siempre. ―¿De verdad cree poder sacarle algo?
―Sin duda alguna. ―Rretrucó este ofendido. ―Sí no con toda certeza, no los hubiese traído hasta aquí para hacer que perdiesen su tiempo. En cualquier caso, no esperaba que me contestase de la manera en que se imagina usted, ni ninguno del resto de los presentes. ―Puntualizó Depraba mientras contemplaba meditabundo a Sercussak y se golpeaba intermitentemente en la palma de la su mano con las tenazas. ―Al menos la última vez fue así.
―Aaaahhhh…. Aaaahhhh……
―¡Por el ardiente sol y la luna ciega, esto es un despropósito! Ya os dije yo que era un completo majadero. ―Exclamó Madrag llevándose las manos a la cabeza. ―¿Qué tipo de reacción era la que esperaba de su parte Magister? ―Preguntó mordaz al encararse frente a él. ―¿Que admitiera que es un adorador del Innombrable? ¿Que confesara que hay un ejército de herejes conspirando para asolar nuestras tierras? ¿Que nos confirmase que es un seguidor del Sin Rostro y que toda la quimera que nos ha contado es cierta? Siento disentir si esa era su idea, pues frente a mí tan solo veo a un hombre roto de la cabeza a los pies; tanto física como mentalmente.
La verdad era que no se alejaba demasiado de lo que se le estaba pasando a él mismo por la cabeza. Comprendía el abierto escepticismo de Madrag. ¿Que esperaba el Magister trayéndolos a contemplar aquel trillado espectáculo?
De pronto.
―Preparaos, pues ya está aquí. ―Dijo reclamando toda la atención la Sacerdotisa Nora ―Ha despertado y ya no hay marcha atrás, no hay marcha atrás. ―Terminó balbuceando mientras contemplaba al Electo completamente horrorizada.
En esta ocasión todos pudieron oírla claramente, todos intercambiaron miradas suspicaces, pasando de la Sacerdotisa al Electo simultáneamente; confusos hasta la médula.
―Parece algo aturdida, traedle una silla para que pueda sentarse. ―Demandó Maisade a nadie en particular. Parecía realmente preocupada por su compañera de Consejo, hasta que al final añadió. ―Quizás cuando se recupere pueda explicarnos que ha pretendido decir con todo eso.
Eriast intentó mantener la calma, muy a pesar de que comenzaba a estar de lo más inquieto. No era la primera palabra suscriptica que decía la Hermana en lo que llevaban de sesión. Nunca había visto aquella mujer perder el temple de aquella manera. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Era tan confuso y retorcido que francamente parecía irreal.
―Creo que he visto mucho más de lo que un hombre pio puede llegar soportar.
―Confesó de pronto el Electo Chask; estaba extrañamente sobrio, pero blanco como la calva de un seglar. ―Toda esta locura ―dijo señalando a su alrededor―, os aseguro que me supera.
Se giró para contemplarlo, pues casi que se había olvidado por completo de su obnubilado compañero. No había participado excesivamente en la discusión que dijéramos, manteniéndose en segundo plano; como normalmente solía suceder. Si no fuera por esa repentina y extraña reacción suya, probablemente no se hubiese percatado tan siquiera de su ausencia. Tras observarlo con más detenimiento se preguntó, qué es lo que había visto el Electo para querer salir de aquella sala con pies en polvorosa. Era obvio que contemplar a un antiguo Hermano en tal brete no era plato de buen gusto, pero bien sabia que tampoco era ajeno a aquel tipo de conocimientos. ¿Que podía haberlo cohibido tanto?
―Supongo que la situación nos supera a todos Electo ―concedió finalmente Eriast tras ese momento de reflexión. Le sonrió con pesar y añadió. ―, aunque le pido unos minutos más de su tiempo hasta que podamos aclarar este asunto debidamente. Es lo menos que podemos hacer.
Chask asintió, aunque algo reticente por la expresión. Se le veía algo rígido y destemplado, dubitativo como un primerizo a las puertas de un lupanar. ¿Qué diablos es lo que estaba pasando allí? La comezón que empezó a sentir en la parte posterior de la cabeza lo intranquilizó aún más; un dolor sordo que empezaba en su nuca y terminaba punzándole en las sienes, consiguió hacer que crispara el entrecejo como un perro viejo en una de sus últimas guardias. Ni por asomo en ese instante lo relacionó con algo premonitorio, sino más bien lo achacó a que después de presenciar tanto disparate en tan poco espacio de tiempo, le estaba repercutiendo en su salud. A pesar de todo creía… no, sabía que en el fondo de toda aquella rocambolesca historia había algo subyacente, turbio y real; simplemente no sabía por dónde empezar a indagar para poder conoce las respuestas. Era demasiado exasperante para un solo día tantas vicisitudes sin explicación.
¡Tengo que poner fin a esto inmediatamente!
―Señor Depraba. Al parecer hoy no vamos a lograr ver, ni tampoco escuchar nada de lo que pretendía enseñarnos al reunirnos aquí. ―Declaró con un tono profundo de voz y algo alterado por los resultados de aquella visita.
El Magister no se manifestó, miraba intensamente al Electo Sercussak como si este le hubiera jugado una mala pasada. Aprovechó aquella coyuntura y simplemente prosiguió.
≥≥Comprenderá que aunque estoy convencido de que sus buenas intenciones tenia al traernos aquí (lo cual era una rotunda mentira), no parece que vayamos a conseguir ningún avance con este hombre hoy. Al menos ninguno que pueda esclarecer algo para la causa por la que nos ha hecho venir hasta aquí. Tenemos una crisis de Estado Magister, sin la necesidad de implicar a deidades de tiempos remotos o paganos que aún se encuentran a cientos de leguas de la región, nuestra Ciudad-Estado se desmorona frente a nosotros. Este hombre ―dijo señalando al Electo Sercussak. ―, ha sido juzgado y sentenciado a muerte, despojado de su estatus y de su honor, sus bienes han sido confiscados. ―Lo miro enarcando una ceja antes de agregar.
―Sugiero que le dejemos tiempo reflexionar si realmente desea que al final se lo recuerde como al gusano en que se ha convertido o por el contrario, en el ser bondadoso y respetable que muchos crecieron reconocer una vez en él. Quizás eso aún se lo podamos conceder.
En realidad dudaba de que aquel pobre diablo sobreviviera a esa noche, pero de alguna manera tenía que ponerle punto y final a aquel infructífero desplazamiento.
Nadie se pronunció.
Le sorprendió el efecto que había tenido en sus cofrades aquella diatriba. El electo Sercussac no parecía haber oído ni una sola de sus palabras, lo cual no lo sorprendió en absoluto. Los gemelos lo miraban aquiescentes y con gesto de respeto. Madrag estaba encantado ver como a Depraba, perplejo, se le desmoronaba el escenario bajo sus pies. Maisade intentó incorporar a Nora, aunque con escasos resultados, pues aún continuaba en estado de shock. Mashema seguía igual de hermético que al principio y casualmente, el Electo Chask al igual que su sobrino Cazaire, ya se dirigían presurosamente hacia la salida.
Estos dos se han estado comportando muy misteriosamente, se dijo mientras los observaba alejarse. En realidad, ¡Todos se estaban comportando como unos completos enajenados! La sola idea que los había llevado a llegar hasta aquella sala de tortura y sufrimiento, ya era de por sí una locura.
Miró al Magister Depraba, el cual ahora contemplaba al Electo Sercussak con total y abierta inquina. No sé que le había llevado a pensar que conseguiría que aquel pobre desgraciado lograra articular una sola palabra coherente en aquel estado; que corroborara su estrambótica historia le parecía aun más inverosímil. Los Apóstoles, El Sin Rostro, un ejército preparándose para conquistar sus tierras… ¡Ya tenía suficientes problemas para gobernar su ciudad en esos tiempos de penurias como para tener que enfrentarse a terroríficos mitos de su historia! Y aún así, por muy extraño que pareciera, por un instante, se lo había creído por completo.
Un largo día sin lugar a dudas.
Le echó una última ojeada al Electo Sercussak, su agónico delirio, el estado lamentable que exhibía… Negó con la cabeza antes de suspirar cansado. Al parecer, habían perdido gran parte de la noche intentando cazar fantasmas. Era para tirarse de las patillas. Cuando ya se disponía a seguir a sus cofrades, en realidad más molesto que desencantado, captó por el rabillo del ojo como Depraba avanzaba hacia el Electo Sercussak amenazador. Se giró solo para comprobar que había cambiado el fórceps por un largo escalpelo que agarraba firmemente en su mano.
―Pero, ¿Se puede saber qué está haciendo Magist…
Depraba sin prestarle la menor atención siguió avanzado hasta que se detuvo justo en frente del Electo.
―¡No dejaré que esta alimaña se salga con la suya, os pienso demostrar que todo lo que os he contado es cierto! Graznó con el tono más tétrico que el de un sepulturero. Sin más preámbulo, alzó la mano y le clavó el escalpelo en la cuenca ocular de Sercussak, con tal virulencia, que la punta de este asomó por la parte de atrás de su cabeza con el desagradable sonido de la carne hendida.
Contempló la escena horrorizado, sin poder mover ni un solo musculo del cuerpo, ni una sola partícula de su ser; sin emitir sonido alguno. La camarilla se detuvo en seco al igual que él, totalmente estupefacta. ¿Acababa de matar al Electo justo enfrente de ellos? ¿Por qué había cometido tan horrible acto el Magister? No se lo acababa de creer y aun así, era terriblemente cierto.
El inhumano grito que broto de los labios del Electo les heló la sangre a todos, pues los sacó de su equivocación.
―¡Maldito hijo de una fulana! ―Chilló Sercussak mientras se agitaba violentamente en la silla de madera; las abrazaderas chirriaron por la presión que este ejerció en ellas, se pudo oír claramente como algún que otro hueso se astilló, aunque apenas pareció importarle. Tras su infructuoso forcejeo se detuvo, más sereno al levantar su cabeza. Miró a Depraba con el único ojo que le quedaba, con un brillo que irradiaba un odio primordial. ―Te reservaré para lo último Magister, supongo que lo sabes, ¿verdad?. Haré que sufras lo indecible durante días, desollando cada jornada un poquito de tu piel. Demandaras que te conceda la muerte con plañideras suplicas, pero no te daré esa satisfacción, no al menos con prontitud. Quizás hasta te deje que disfrutes del día del advenimiento de mi señor. Quizás sí, quizás al final sí que te deje.
El Magister rebulló intranquilo tras la abierta amenaza, Sercussak se lamió los labios con delectación, luego soltó una risa estentórea e inhumana. El resto petrificado no osó ni respirar.
Ni en sus más grotescas pesadillas hubiese concebido una situación tan hilarante. Parecía casi un hecho onírico que sucedía muy lejos de él; a pesar de saber muy ciertamente que sus ojos no le engañaban en absoluto. El Electo les sonreía a todos con un desprecio visceral, mientras un icor negro y espeso que emanaba de la truculenta herida, caía por su mejilla y rodeaba la comisura de sus labios para correr libremente hasta su barbilla.
―No puedo creerlo. ―Murmuró Madrag a su lado boquiabierto.
―¿Pero… qué…? ―Maisade no conseguía articular palabra mientras su rostro perdía todo rastro de color. La pipa se le había caído de las manos al piso.
―¡Muerte y destrucción, es lo que es, muerte y destrucción! ―Se unió al pandemónium la sacerdotisa Nora. Esta, con los ojos puestos en blanco y señalando hacia el frente con un tembloroso brazo, comenzó a desternillarse con demencia al igual que Sercussak.
―Esto no puede ser normal para nada. ―Repuso Lahkssim sorprendido.
―Para nada. ―Concedió Rumï.
Cada uno cual tenía su particular percepción de los hechos, aunque todos al igual que él, no encontraban palabras para describir tal anomalía. Tanto su sobrino Cazaire, como el Electo Chask, se habían quedado parados cerca de la puerta con las mandíbulas desencajadas y las rodillas sueltas. Eriast volvió a poner la atención en el Magister, que ufano, los miraba henchido de vanidad.
―¡Lo veis, os lo dije! Mirad bien a este engendro y decidme que es humano. ―Los retó mientras señalaba a Sercussak acusadoramente. Nadie pudo rebatirle aquello. ―Sabía que de alguna u otra manera te acabarías delatando frente a mis colegas. ―Dijo Depraba parando un poquito más cerca del Electo. ―Que si te enfurecía lo suficiente como para hacerte perder la razón, dejarías tu disfraz de carne y hueso para desvelar así tu auténtica esencia malvada.
El Electo lo miró con su único ojo sin que desapareciera en ningún momento la sonrisa aviesa de su expresión. Lo que era una visión espelúznate en todos sus aspectos.
―Es cierto que eres un personajillo bastante más inteligente que la media, pero no tanto como te crees ―siseó con mordacidad ―, desde luego mucho menos de lo que tú piensas. ―Echó la cabeza hacia atrás y arrojó un esputo sanguinolento sobre la cara del Magister.
Depraba recibió la ofensa con serenidad. Sacó un pañuelo de uno de sus bolsillos, con el que se limpió la mixtura de baba y sangre que goteaba de su cara, sin apartar ni un solo instante la mirada del Electo Sercussak. Cuando acabó de asearse medianamente con una pasividad exacerbarte, guardó con lentitud nuevamente el pañuelo en su bolsillo. De pronto, con una velocidad sorprendente para alguien de su edad, golpeó con una fuerza tremenda con el dorso de su mano en los morros de Sercussak. Este se ladeó hacia un lado por la inercia del impacto, luego lentamente recuperó la posición. Seguía sonriendo cuando volvió a posar los ojos (o más bien su único ojo) en el Magister. La sangre (o el icor) manchaba sus dientes y sus prendas; corría entre sus labios partidos.
―¿A eso lo llamas tu golpear? ―Preguntó con sorna antes de volver a reír con malignidad. ―He recibido caricias de meretrices más ásperas que esa.
El Magister ahora temblaba de furia ante el impúdico comportamiento del Electo Sercussak. Los demás, aún estaban intentando asimilar lo que sus ojos presenciaban.
≥≥¿Quieres respuestas gusanillo? ¿Las queréis todos, verdad? ―Prosiguió el Electo atravesándolos con su único ojo. ―¿Queréis saber porque vuestros elegidos para predicar con la palabra de vuestro odioso Sansemar se han vuelto todos contra vosotros? ¿Porque estamos aquí y porque vamos a arrasar vuestras insignificantes tierras? ¡Simplemente porque podemos! ―Escupió vehementemente. ―Vosotros, tan triviales y pueriles, tan perecederos como la carne al sol, no tenéis derecho ni a respirar. Para nosotros solo sois estúpidos recipientes vacios, ganado con el que coexistimos por nuestro propio beneficio. Cuando llegue el momento, vuestros necios sentimientos, vuestras ilusas creencias y vuestra aborrecible cultura, serán borradas del la faz de la tierra para dar comienzo a una nueva era de esplendor. El tiempo del advenimiento ha comenzado. El vuestro y el de vuestros ídolos han tocado a su fin.
Aquella última y fatídica revelación aun resonaba en sus oídos cuando la comprensión de la verdad que escondían las palabras del Electo golpeó su razón. ¿Por qué había afirmado aquel monstruo que todos los Electos se habían vuelto contra ellos? Bien que el Electo Chask estaba ahí reunido junto a los demás, ¿Verdad?
Se giró y para su estupor comprobó que la expresión de este se había tornado indescifrable y sombría, mudada en una masacra errática. Miraba al suelo, sumido en sus propias lucubraciones, mientras apretaba fuertemente los puños a ambos lados con resignación.
A pesar de su reticencia a tratar con aquel horrible ser, supo que era la única alternativa que tenia para recibir respuestas claras. Presionarlo ahora que se le había soltado la lengua era la mejor opción que les quedaba.
―¿Por qué los Electos? ―Preguntó tanteándolo.
―¿Y por qué no? ―Retrucó este divertido ―Ellos son los gallardos seguidores de vuestro inútil Dios Sol, ¿no es así? Hombres devotos que han consagrado sus vidas a difundir las mentiras de Sansemar por todos los rincones de este mundo. Qué paradoja que sean precisamente ellos los que hayan provocado los tumultos incendiarios en vuestras calles. ―Terminó mirándolo fijamente con aquel único ojo que destilaba maldad. ―Resulta irónico lo que se consigue con un poquito de persuasión.
Se estremeció. Por alguna razón sintió como si desde aquel pozo negro pudiera ver en los lugares más recónditos de su corazón, retirando capa a capa del caparazón que lo recubría, hurgando en las oquedades más intimas de su alma. Se sentía como un muñeco en las manos de un famoso titiritero. Sin lugar a dudas no era humano, pero ¿Entonces que era?
Tenía que insistir, debía saber más.
―¿Qué eres?― Le pregunto a bocajarro.
A Sercussak pareció divertirle aquella cuestión, le sonrió enseñándole los dientes.
―¡No te andas con rodeos Gobernador, directo al meollo! Me gusta. Respondiendo a tu pregunta te diré, que tan solo soy un sirviente menor de mis señores. Una parte de la avanzadilla si lo quieres pensar así.
¿Ese maligno ser solo era un lacayo de fuerzas aún mayores? ¡Que la luz de Sansemar los protegiera! ¿Cómo iban a defenderse de una amenaza como aquella? No estaban preparados para afrontar tan inmenso reto. A su mente acudieron los apoteósicos textos que había leído en el Archivo; sus piernas lograron sostenerlo a duras penas mientras lograba preguntar.
―¿Entonces es cierto que los Apóstoles están reuniendo sus ejércitos en los campos Meliséos del Karkuc?
Intentó que el pánico que le constreñía la garganta no se percibiera en sus palabras, aunque no fue fácil de disimular.
―Creo que la información que posee esta algo desfasada Gobernador. Los ejércitos de los que me habla no se encuentran en los campos Meliséos del Karkuc, sino mucho más cerca, y ninguno de mis señores los lidera aún.
Aquella información quemó como la pez.
―¡Rata inmunda! ¿Cómo qué vuestros ejércitos están más cerca? ―Inquirió Depraba frunciendo el ceño. ―Esta misma mañana me informaste de su ubicación exacta.
―Simplemente mentí. ―Retrucó impertérrito Sercussak. ―Necesitaba que alguien llevara esas preocupantes nuevas al Consejo. Sabía que tu debilidad por el egocentrismo atraería a tus otros compañeros hasta mí. Has sido el instrumento perfecto para llevar a cabo mis planes. Una gran ayuda, Magister.
De pronto todo sucedió muy deprisa.
Depraba hecho una furia, cogió un gancho curvo y se lanzó contra el Electo con la claras intenciónes; perdida toda la cordura. Sercussak le sonrió mientras contemplaba cómo se abalanzaban sobre él. Cuando casi ya lo tenía encima, cuando la trayectoria del gancho que mantenía una parábola ascendente dirigida a su barbilla estuvo a punto de hendir su piel, Sercussak se soltó de las abrazaderas que lo retenían para agarrar fuertemente la muñeca de Depraba. El magister quedó parado frente a él, sorprendido, forcejeando por intentar soltarse de la garra que lo apresaba. Con los ojos desmedidamente abiertos por el terror que inspiraba aquel horrible ser. Sercussak observó los impotentes intentos del Magister por zafarse con una mueca de desdén, lo apartó hacia un lado sin aparente esfuerzo, y de un revés, lo mando en volandas hasta que impactó con la pared y quedó silenciosamente quieto.
―Insecto. ―masculló mientras que con sorprendente facilidad se soltaba de las abrazaderas de su otro brazo. Seguido se arrancó de la cuenca el largo escápelo que la atravesaba; el sonido que produjo fue muy desagradable. ―¡Ya te dije que tú serias el último en caer, no pienses que te libraras tan fácilmente de tu castigo! ―Exclamó dirigiéndose al bulto desmadejado del otro lado de la sala. Se zafó de las abrazaderas que retenían sus pies con la misma facilidad. Erguido e imponente se giró para encararse con el resto de los presentes. ―Caballeros, es hora de liberaros también de sus obligaciones. ―Pronunció dos silabas ardieron en su mente varios segundos después. ―Au-Nor.
A su espalda alguien chilló descarnadamente, se giró para ver como el Electo Chask cargaba contra Mashema provisto de un machete. El Tesorero abrió mucho los ojos cuando lo vio dirigirse hacia él, levanto sus carnosos brazos para protegerse, pero no le sirvió de nada, la afilada hoja entró sin resistencia alguna hasta la empuñadura; acertando a sesgarle la yugular. Mashema gruñó, tosió, se le doblaron las rodillas y cayó al suelo sin vida. Todos seguían petrificados, pero Chask no se detuvo ahí. Como si estuviese poseído siseó mientras se hacía con otra afilada hoja. Sus ojos tenían un brillo fanático, cimbreantes sombras recorrían su persona; su sonrisa era salvaje y retorcida. Inmediatamente volvió a cargar gruñendo de gozo como un lobo en un corral repleto de gallinas. En esta ocasión contra los gemelos Pashur, que recobrados de la confusión inicial, rápidamente se pusieron a cubierto detrás la mesa del instrumental.
≤≤¡Que alguien avise a la guardia, a prisa!≥≥ Exclamaron ambos al unísono.
Mientras el Electo Chask rodeaba la mesa buscando un resquicio por donde poder acometer a alguno de los gemelos, el Electo Sercussak empezó a avanzar directamente hacia él. Lo miraba fijamente. Mientras caminaba, el truculento agujero donde debía tener el ojo comenzó a palpitar, para su sorpresa, se regeneró justo en frente suyo. Como si realmente en ningún momento hubiese sufrido daño alguno. Le enseñó los dientes al comprobar su estupefacción.
Un alarido lo sacó del trance para encontrarse con otro horror.
Su sobrino Cazaire también había enloquecido, atacado a Maisade y cercenando su garganta desde atrás. Vio como está aún agitaba espasmódicamente sus miembros desde el suelo, mientras un charco color magenta se formaba debajo de ella. Luego se dedicó a apuñalar repetidas veces en el pecho a la Sacerdotisa Nora, la cual también pronto cayó en el suelo desmadejada; con la vista perdida en el mugriento techo de la sala.
En pocos segundos la estancia se había transformado en un matadero. El infierno de extrañezas que visionaba a su alrededor era horripilante, aterrador. No podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Los gritos de alarma, las muecas de pavor, las risas descarnadas y la sangre, eran el anatema de aquella patibularia escena. ¡Era cierto, macabramente cierto! Aquel era el principio del fin.
Pronto tan solo quedaron él y el Consejero Madrag en pie. Los demás habían caído sesgados como el trigo. El frenesí de sangre del Electo Chaslk y su sobrino Cazaire había acabado con todos. Allí estaban contemplándolos, manchados de sangre de la cabeza a los pies, por su expresión; habían disfrutado mutilando a cada uno de sus compañeros.
―Esto pinta mal ―masculló Madrag entre dientes.
―¿Qué le pasa Gobernador, se ha quedado sin habla? ―Preguntó Sercussak colocándose en el centro de aquellos dos. ―Parece sorprendido.
No pudo responder, pues realmente estaba estupefacto. Pocos segundos antes estaban discutiendo sobre mitos y leyendas… Ahora estaban todos muertos.
―Imagino que necesita tiempo para asimilar cuanto ha visto, pero lamentablemente ese es un recurso del que carece. ―Prosiguió al volver avanzar. A su vez, los otros dos lo siguieron como perras en celo. ―En todo caso puedo desvelar alguno de los misterios que pueblan su mente si así lo quiere. Para empezar, se estará preguntando porque ellos están conmigo ―dijo señalando a Chask y a su sobrino. ―, y eso tiene fácil explicación. Como ya le dije, soy un tipo muy persuasivo y estos dos, no son precisamente Contenedores difíciles de alienar.
―¡Malditos traidores! ―Escupió Madrag.
―Yo diría que no lo oyen Consejero.
Los aludidos no parecieron hacer caso a los comentarios, los contemplaban con el rostro contorsionado por una inconcebible rabia, ajenos a su mortalidad, cascaras secas y vacías de cualquier sentimiento racional.
―Se han transformado ―prosiguió Sercussak al percatarse de que los observaba con incredulidad. ―, y ahora disfrutan del privilegio de servir a nuestro señor; como pronto haréis vosotros. En cuanto a tu hijo, tenemos algo mucho más especial reservado para él. Esta acción se repetirá con todas las ciudades y naciones que participaron en el Destierro. Cuando la sed de venganza haya sido saciada, el advenimiento se hará inminente.
La mención de su hijo le hizo recobrar la poca resolución que le quedaba para preguntar.
―¿Que tiene que ver mi hijo en todo esto?
―Tu hijo tiene mucho más que ver de lo que piensas. El es la llave que le abrirá el camino ―Fue su criptica respuesta. ―¡Pero basta ya de tanta historia! Acabad con ellos de una vez.
Chask y Cazaire (aunque ya no eran ellos) acataron con deleite la orden, acorralándolos cada vez más con la pared del final de la estancia.
―Estamos jodidos Eriast. ―Le dijo Madrag apoyando una mano en su hombro mientras le sonreía con ternura. Aquello le recordó a los tiempos de su niñez, cuando aún no estaban atados con las vacuas obligaciones protocolarias.―Ha sido un placer ser tu Consejero, y un honor el servir bajo tu mando.
Sin más palabras se lanzó hacia Chask y Cazaire con los puños hacia el frente, en una acción del todo suicida. Lo despedazaron con alevosía justo en frente de él. El (supuesto) Electo Sercussak rió cavernosamente durante todo el proceso. Eriast no pudo hacer nada por evitarlo, nadie podía. Pronto acabaron con Madrag y se dirigieron hacia él para acabar con su vida.
Lo último que vio fue como el Magister Depraba se sacudía a escasos metros de él. Lo último que sintió fue el cuchillo de ambos mordiendo su carne. Lo último que escuchó fue la estentórea risa de Sercussak. Su único y último pensamiento estaba dirigido hacia su hijo.
¡Que Sansemar te proteja de todo mal!
Entraron en la inmensa galería, ya la conocía de etapas anteriores, no era ningún sitio agradable para estar. ¿Pero de eso se trata no? Pensó mientras caminaba por el largo túnel de acceso al Magisterio. De allí que los traigamos aquí, concluyó. Las paredes horadadas en la dura roca rezumaban por la densa humedad del lugar, varias antorchas colocadas en los apliques formaban tenebrosas sombras que bailaban sinuosas ante sus ojos. De las oscuras celdas brotaban todo tipo de rumores incómodos; murmullos, llantos, desesperación, huesudos brazos que se agitaban intentando llegar hacia ellos; él inconfundible chillido de las ratas asiduas al lugar.
Los ocho siguieron al Magister hasta una sala octogonal al final del pasillo. Abrieron una puerta y entraron en la tétrica habitación, en el centro de la cual, una mesa de metal con gran de variedad de instrumentos de tortura los esperaba. Había un potro de madera muy poco sugerente, cadenas, grilletes, cuchillos de todos los tamaños y medidas, pequeños serruchos, peras de hierro erizadas de púas, cizallas, mazos, hierros curvos, rectos y un brasero. También se fijo que había una especie de pequeña guitona con un diminuto agujero que solo los dioses sabían para que pudiera servir; esta observaba ajena desde un rincón sumido en la más completa penumbra. ¡Inclusive tenían una Dama de Hierro en la estancia, prácticamente nuevecita! Este era un extraño artilugio importado de Vareda, una ciudad costera situada al otro lado del mismísimo océano del Zhaâr. En el suelo aún quedaban restos de sangre coagulada del último infeliz que había pasado por ahí; más algún que otro pedazo de carne que no logró, ni quiso lograr identificar.
―Disculpen por el desorden, pero como podrán imaginar hemos estado algo ocupados durante estas últimas semanas. ―Dijo Depraba indiferente al rocambolesco circo de atrocidades que los rodeaba.
Eriast aparto uno de dichos pedazos de carne con la bota.
―Me puedo hacer una idea. ―Repuso mientras carraspeaba. El nauseabundo olor que se respiraba en la estancia era sumamente desagradable. Este contenía una mezcolanza de sangre, heces y orina que penetró en sus sentidos hasta casi hacerlo lagrimear. Finalmente le preguntó. ―Y bien, ¿Por qué nos ha traído hasta aquí Magister?
―Los traje porque me era imposible explicar con palabras lo que podrían esclarecer vuestros propios ojos. ―Contestó mientras se encogía de hombros. ―Es la única manera de que me crean.
Echó otra mirada en derredor.
―Cripticas palabras las suyas ―confesó Eriast ―, pero en fin, mejor será que nos lo muestre y así salgamos de dudas.
―No sé lo que tiene en mente, pero esto me parece una completa estupidez. ―Masculló de pronto Cazaire mientras contemplaba a su alrededor frunciendo el ceño con desagrado. ―Me pongo enfermo solo con estar aquí.
Eriast lo contempló meditabundo.
Resultaba más evidente que a Cazaire no le apetecía estar allí en absoluto, y quien podía culparlo por ello. Él mismo se preguntaba como se había podido dejado convencer. Aunque esa no parecía ser esa la única razón de la repentina aversión de su sobrino. Llevaba desde el principio de aquella reunión comportándose de una forma bastante poco ortodoxa tratándose de él; mucho antes de que descubriera las extrañas nuevas que les había traído el Magister.
Se pregunto a que podría deberse.
Depraba lo miró sombrío y apiñando la expresión por aquella aseveración de su sobrino, siempre dispuesto a replicar, pero antes de que pudiese hacerlo uno de los gemelos se le adelantó.
―Los apóstoles, El Sin Rostro, el ejercito de herejes…. Será mejor que no nos desviemos del tema señores. ―Les recordó Lhaksim pragmático. ―Después de todo, es por eso que estamos reunido aquí les recuerdo.
―En cualquier caso, no creo que el Magister pretenda hacernos perder el tiempo, ¿verdad? Seguro tendrá sus buenos motivos para habernos traído hasta tan particular lugar. ―Contempló Ramï.
Madrag volvió a resoplar como un jamelgo con un agudo dolor de tripas mientras su tic, que ya de por sí estaba en uno de sus puntos más álgidos, se acentuaba todavía más. Cazaire se puso de morros como un chiquillo que le niegan una golosina en una fiesta de primavera. Ninguno de los dos se pronunció al respecto.
―¿Y bien Magister? ―Inquirió Maisade mientras con una expresión de repugnancia volvía a dejar sobre la mesa las tenazas ensangrentadas que había sostenido previamente en sus manos. ―Ya puede ver que ha captado por completo nuestra atención. Asumo que nos ha traído para que podamos admirar su mesa de trabajo.
―Sí, Ejem… digo no, digo… En fin, ahora mismo os lo enseño. ¡Jedash, trae a nuestro invitado! ―Ordenó Depraba a alguien a quién no podían ver.
―Si mi señor ―contestó una voz fragosa desde detrás de un macizo portón de hierro al fondo de la estancia. ―, ya lo te..te…tenía pre..pre..parado.
―La muerte nos acecha. ―Susurró la Suma Sacerdotisa Nora sin venir a cuento para nada.
Eriast se giró para estudiarla con detenimiento, había escuchado perfectamente sus cripticas palabras; ¡La tenía justo al lado! Sumadas a las de hacia un rato… Probablemente nadie más de su camarilla se había percatado de la nueva mención que hacia la sacerdotisa a la muerte, pero viendo su estado pensó, que tampoco importaba demasiado, parece estar delirando en más de un aspecto. Aun y así estuvo tentado de preguntarle, qué quería decir. El chasquido del cerrojo al abrirse le hizo desechar la idea.
Prestó atención a quien entraba.
Por la recia puerta entró un tipo enorme, de proporciones épicas, con una máscara absurda que cubría solo parte de sus facciones; tenía un andar muy pintoresco al caminar. El mastodonte arrastraba a un hombre encadenado de pies y manos por la pechera, lo llevaba como si de un muñeco se tratase, sin mostrar ningún signo de esfuerzo en acarrear dicha acción. Lo depositó con más bien poca sutileza sobre un sillón de madera firmemente anclado al suelo de la sala. El sillón constaba de varias abrazaderas para sujetar todas las extremidades del individuo; brazos y muñecas, pantorrillas y tobillos.
―¿Está bi..bie…bien as…así, señor? ―Le preguntó el grandullón al Magister cuando tuvo al tipo bien sujeto.
―¡Pues claro que sí zoquete! ―Exclamó Depraba. ―Tampoco es que te haya pedido que construyas una frase completa si tartamudear como un idiota ¿Verdad? Ahora márchate y échale una ojeada a ver como se encuentran nuestros demás huéspedes. Yo me haré cargo aquí de nuestro querido Electo Sercussak.
El grandullón parpadeó un par de veces confuso.
―Pero yo pensaba que… que…
―¡No pienses y haz lo que te ordeno! ―Estalló Depraba escamado.
Desde aquella perspectiva parecía paradójico ver como un hombre delgaducho como una rama de sauce, amedrentaba a un gigantón de un tamaño tan considerable como aquel. Era como ver a un conejo corriendo a patadas de su madriguera a un gato enorme, pero curiosamente idiota. El tal Jedash salió de la sala con lentitud, con su pintoresco andar y probablemente con cara de muy pocos amigos. A pesar de no verle el rostro, a Eriast le recordó a un niño que acaba de recibir la regañina de un padre especialmente cruel.
El magister chasqueó la lengua cundo la puerta se hubo cerrado detrás de él.
―Muchas veces me pregunto porque diantres no estrangulé a ese muchacho cuando aún no era más grande que un cochinillo. ―Gruñó con desdén mientras observaba por donde había desaparecido su lacayo. ―Supongo que la familia es la familia después de todo. Más allá de que es un poco descerebrado, Jedash es el único hijo de mi difunta hermana Mélia.
―Ahhhhh…. ―Gimió el tipo que estaba amarrado en la silla. ―Ahhhhh…
Aquello hizo que todos posaran la atención sobre el origen del gimoteo.
―No parece que el Electo Serkussak se encuentre en muy buenas condiciones Magister. ―Arguyó Lhaksim tras un largo rato de reflexión.
―No ―confirmó su hermano Ramï. ―, no lo parece en absoluto.
―No os dejéis engañar por su apariencia caballeros, pues es un ser sumamente peligroso y cruel ―les advirtió el Magister Deprava a sus cófrades mientras contemplaba ceñudo al cautivo a su vez. ―, probablemente el más sibilino con el que me he topado hasta la fecha.
Eriast escuchó la advertencia mientras le echaba una ojeada al Electo Sercussak, sentado ahí en frente suyo. Era un hombre de mediana edad, de pelo oscuro y laxo, su cuerpo era más bien de complexión delgada. Comprobó que sangraba por innumerables tajos abiertos en su piel, lleno de contusiones y quemaduras por todo el cuerpo, su mirada estaba completamente ida, y para inri, un reguero de espesa baba le corría por la comisura de sus labios con toda libertad.
¡Su aspecto era más que lamentable!
―Creo haberle advertido que no me serviría una confesión obtenida por tortura Magister, pues ya le dije que era perder el tiempo. ―Le reprochó Eriast irascible.
―Le aseguro señor que no es lo que parece.
―¿A no? ―Dijo arqueando una ceja. Echó nuevamente una mirada al hombre que había en la silla, y acabó apostillando. ―Pues a mí me lo sigue pareciendo. De todas formas, no luce como alguien especialmente amenazador.
―Aaahhhhhh… ―volvió a gemir el Electo Sercussak como para confirmar sus últimas palabras. ―…Aaaaahhhhh…
―¡Esto una broma de muy mal gusto Magister! ―Imprecó Madrag hecho un basilisco. ―¿Qué es lo que nos puede contar este pobre diablo que no me haga pensar que es usted un completo demente? ―Dijo mientras señalaba al deteriorado Electo.
―Ruego que sean pacientes caballeros y no se precipiten. ―Respondió levantando sus flacuchos brazos pidiendo serenidad. ―No tardaran en darse cuenta del motivo de porque se encuentran aquí.
Depraba se acercó a un armario que quedaba a la derecha de aquella extraña sala, abrió la puerta y de él sacó un mandil con recientes manchas de sangre. Se lo puso ante la atenta mirada de todos con total naturalidad. Luego se dirigió a la mesa del centro (la mesa con el instrumental) y se quedó pensativo justo enfrente; contemplando el retorcido material que había expuesto en ella. Finalmente se decidió por unos fórceps que agarró firmemente con sus nudosas manos. Se dio la vuelta y sonrió con la más macabra de las sonrisas; con una mirada cruda y desprovista de cualquier tipo de emoción.
―A ver Electo Sercussak ¿Por qué no se deja de jueguecitos? ―Le dijo con un tono susurrante mientras se acercaba lentamente a él. ―He traído a varios de mis colegas para que puedan verlo en persona. Confió en que no me haga un feo y les explique lo mismo que me ha contado esta mañana a mí.
―Aaaahhhh…. Aaaahhhh……
―¿No tiene intención de cooperar tan siquiera ni un poquito? ―Inquirió a escasos centímetros de su cara.
―Aaaahhhh…. Aaaahhhh……
TOC, TOC, TOC
Dio tres golpecitos con las tenazas en el respaldo del la silla, luego empezó a dar círculos alrededor de Serkussak: como un gato que juega con el ratoncillo antes de pegarse un festín con él.
―¡Oh, vamos Electo! ¿No me diga que piensa seguir con esto? ―Inquirió mientras seguía rodeándolo y sonriendo con aquella mueca que nunca llegaba a reflejarse en sus ojos. ―Ya sabe cuánto me desagrada tener que hacer esto por las malas. No me apetece en lo más mínimo en estos instantes tener que mancharme las manos con usted. ¿No sería más sensato por su parte si nos saltásemos los preliminares?
―Aaaahhh… Aaahhh…
Depraba chasqueó la lengua.
―Ya veo que no.
―Magister. ―Lo interrumpió de pronto Mashema. Este se dio la vuelta parpadeando con confusión.
―¿Si?
―Creo que el hombre no se encuentra en sus plenas facultades para responder a ninguno de sus requerimientos. ―Arguyó mientras contemplaba al interpelado con la misma expresión de siempre. ―¿De verdad cree poder sacarle algo?
―Sin duda alguna. ―Rretrucó este ofendido. ―Sí no con toda certeza, no los hubiese traído hasta aquí para hacer que perdiesen su tiempo. En cualquier caso, no esperaba que me contestase de la manera en que se imagina usted, ni ninguno del resto de los presentes. ―Puntualizó Depraba mientras contemplaba meditabundo a Sercussak y se golpeaba intermitentemente en la palma de la su mano con las tenazas. ―Al menos la última vez fue así.
―Aaaahhhh…. Aaaahhhh……
―¡Por el ardiente sol y la luna ciega, esto es un despropósito! Ya os dije yo que era un completo majadero. ―Exclamó Madrag llevándose las manos a la cabeza. ―¿Qué tipo de reacción era la que esperaba de su parte Magister? ―Preguntó mordaz al encararse frente a él. ―¿Que admitiera que es un adorador del Innombrable? ¿Que confesara que hay un ejército de herejes conspirando para asolar nuestras tierras? ¿Que nos confirmase que es un seguidor del Sin Rostro y que toda la quimera que nos ha contado es cierta? Siento disentir si esa era su idea, pues frente a mí tan solo veo a un hombre roto de la cabeza a los pies; tanto física como mentalmente.
La verdad era que no se alejaba demasiado de lo que se le estaba pasando a él mismo por la cabeza. Comprendía el abierto escepticismo de Madrag. ¿Que esperaba el Magister trayéndolos a contemplar aquel trillado espectáculo?
De pronto.
―Preparaos, pues ya está aquí. ―Dijo reclamando toda la atención la Sacerdotisa Nora ―Ha despertado y ya no hay marcha atrás, no hay marcha atrás. ―Terminó balbuceando mientras contemplaba al Electo completamente horrorizada.
En esta ocasión todos pudieron oírla claramente, todos intercambiaron miradas suspicaces, pasando de la Sacerdotisa al Electo simultáneamente; confusos hasta la médula.
―Parece algo aturdida, traedle una silla para que pueda sentarse. ―Demandó Maisade a nadie en particular. Parecía realmente preocupada por su compañera de Consejo, hasta que al final añadió. ―Quizás cuando se recupere pueda explicarnos que ha pretendido decir con todo eso.
Eriast intentó mantener la calma, muy a pesar de que comenzaba a estar de lo más inquieto. No era la primera palabra suscriptica que decía la Hermana en lo que llevaban de sesión. Nunca había visto aquella mujer perder el temple de aquella manera. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Era tan confuso y retorcido que francamente parecía irreal.
―Creo que he visto mucho más de lo que un hombre pio puede llegar soportar.
―Confesó de pronto el Electo Chask; estaba extrañamente sobrio, pero blanco como la calva de un seglar. ―Toda esta locura ―dijo señalando a su alrededor―, os aseguro que me supera.
Se giró para contemplarlo, pues casi que se había olvidado por completo de su obnubilado compañero. No había participado excesivamente en la discusión que dijéramos, manteniéndose en segundo plano; como normalmente solía suceder. Si no fuera por esa repentina y extraña reacción suya, probablemente no se hubiese percatado tan siquiera de su ausencia. Tras observarlo con más detenimiento se preguntó, qué es lo que había visto el Electo para querer salir de aquella sala con pies en polvorosa. Era obvio que contemplar a un antiguo Hermano en tal brete no era plato de buen gusto, pero bien sabia que tampoco era ajeno a aquel tipo de conocimientos. ¿Que podía haberlo cohibido tanto?
―Supongo que la situación nos supera a todos Electo ―concedió finalmente Eriast tras ese momento de reflexión. Le sonrió con pesar y añadió. ―, aunque le pido unos minutos más de su tiempo hasta que podamos aclarar este asunto debidamente. Es lo menos que podemos hacer.
Chask asintió, aunque algo reticente por la expresión. Se le veía algo rígido y destemplado, dubitativo como un primerizo a las puertas de un lupanar. ¿Qué diablos es lo que estaba pasando allí? La comezón que empezó a sentir en la parte posterior de la cabeza lo intranquilizó aún más; un dolor sordo que empezaba en su nuca y terminaba punzándole en las sienes, consiguió hacer que crispara el entrecejo como un perro viejo en una de sus últimas guardias. Ni por asomo en ese instante lo relacionó con algo premonitorio, sino más bien lo achacó a que después de presenciar tanto disparate en tan poco espacio de tiempo, le estaba repercutiendo en su salud. A pesar de todo creía… no, sabía que en el fondo de toda aquella rocambolesca historia había algo subyacente, turbio y real; simplemente no sabía por dónde empezar a indagar para poder conoce las respuestas. Era demasiado exasperante para un solo día tantas vicisitudes sin explicación.
¡Tengo que poner fin a esto inmediatamente!
―Señor Depraba. Al parecer hoy no vamos a lograr ver, ni tampoco escuchar nada de lo que pretendía enseñarnos al reunirnos aquí. ―Declaró con un tono profundo de voz y algo alterado por los resultados de aquella visita.
El Magister no se manifestó, miraba intensamente al Electo Sercussak como si este le hubiera jugado una mala pasada. Aprovechó aquella coyuntura y simplemente prosiguió.
≥≥Comprenderá que aunque estoy convencido de que sus buenas intenciones tenia al traernos aquí (lo cual era una rotunda mentira), no parece que vayamos a conseguir ningún avance con este hombre hoy. Al menos ninguno que pueda esclarecer algo para la causa por la que nos ha hecho venir hasta aquí. Tenemos una crisis de Estado Magister, sin la necesidad de implicar a deidades de tiempos remotos o paganos que aún se encuentran a cientos de leguas de la región, nuestra Ciudad-Estado se desmorona frente a nosotros. Este hombre ―dijo señalando al Electo Sercussak. ―, ha sido juzgado y sentenciado a muerte, despojado de su estatus y de su honor, sus bienes han sido confiscados. ―Lo miro enarcando una ceja antes de agregar.
―Sugiero que le dejemos tiempo reflexionar si realmente desea que al final se lo recuerde como al gusano en que se ha convertido o por el contrario, en el ser bondadoso y respetable que muchos crecieron reconocer una vez en él. Quizás eso aún se lo podamos conceder.
En realidad dudaba de que aquel pobre diablo sobreviviera a esa noche, pero de alguna manera tenía que ponerle punto y final a aquel infructífero desplazamiento.
Nadie se pronunció.
Le sorprendió el efecto que había tenido en sus cofrades aquella diatriba. El electo Sercussac no parecía haber oído ni una sola de sus palabras, lo cual no lo sorprendió en absoluto. Los gemelos lo miraban aquiescentes y con gesto de respeto. Madrag estaba encantado ver como a Depraba, perplejo, se le desmoronaba el escenario bajo sus pies. Maisade intentó incorporar a Nora, aunque con escasos resultados, pues aún continuaba en estado de shock. Mashema seguía igual de hermético que al principio y casualmente, el Electo Chask al igual que su sobrino Cazaire, ya se dirigían presurosamente hacia la salida.
Estos dos se han estado comportando muy misteriosamente, se dijo mientras los observaba alejarse. En realidad, ¡Todos se estaban comportando como unos completos enajenados! La sola idea que los había llevado a llegar hasta aquella sala de tortura y sufrimiento, ya era de por sí una locura.
Miró al Magister Depraba, el cual ahora contemplaba al Electo Sercussak con total y abierta inquina. No sé que le había llevado a pensar que conseguiría que aquel pobre desgraciado lograra articular una sola palabra coherente en aquel estado; que corroborara su estrambótica historia le parecía aun más inverosímil. Los Apóstoles, El Sin Rostro, un ejército preparándose para conquistar sus tierras… ¡Ya tenía suficientes problemas para gobernar su ciudad en esos tiempos de penurias como para tener que enfrentarse a terroríficos mitos de su historia! Y aún así, por muy extraño que pareciera, por un instante, se lo había creído por completo.
Un largo día sin lugar a dudas.
Le echó una última ojeada al Electo Sercussak, su agónico delirio, el estado lamentable que exhibía… Negó con la cabeza antes de suspirar cansado. Al parecer, habían perdido gran parte de la noche intentando cazar fantasmas. Era para tirarse de las patillas. Cuando ya se disponía a seguir a sus cofrades, en realidad más molesto que desencantado, captó por el rabillo del ojo como Depraba avanzaba hacia el Electo Sercussak amenazador. Se giró solo para comprobar que había cambiado el fórceps por un largo escalpelo que agarraba firmemente en su mano.
―Pero, ¿Se puede saber qué está haciendo Magist…
Depraba sin prestarle la menor atención siguió avanzado hasta que se detuvo justo en frente del Electo.
―¡No dejaré que esta alimaña se salga con la suya, os pienso demostrar que todo lo que os he contado es cierto! Graznó con el tono más tétrico que el de un sepulturero. Sin más preámbulo, alzó la mano y le clavó el escalpelo en la cuenca ocular de Sercussak, con tal virulencia, que la punta de este asomó por la parte de atrás de su cabeza con el desagradable sonido de la carne hendida.
Contempló la escena horrorizado, sin poder mover ni un solo musculo del cuerpo, ni una sola partícula de su ser; sin emitir sonido alguno. La camarilla se detuvo en seco al igual que él, totalmente estupefacta. ¿Acababa de matar al Electo justo enfrente de ellos? ¿Por qué había cometido tan horrible acto el Magister? No se lo acababa de creer y aun así, era terriblemente cierto.
El inhumano grito que broto de los labios del Electo les heló la sangre a todos, pues los sacó de su equivocación.
―¡Maldito hijo de una fulana! ―Chilló Sercussak mientras se agitaba violentamente en la silla de madera; las abrazaderas chirriaron por la presión que este ejerció en ellas, se pudo oír claramente como algún que otro hueso se astilló, aunque apenas pareció importarle. Tras su infructuoso forcejeo se detuvo, más sereno al levantar su cabeza. Miró a Depraba con el único ojo que le quedaba, con un brillo que irradiaba un odio primordial. ―Te reservaré para lo último Magister, supongo que lo sabes, ¿verdad?. Haré que sufras lo indecible durante días, desollando cada jornada un poquito de tu piel. Demandaras que te conceda la muerte con plañideras suplicas, pero no te daré esa satisfacción, no al menos con prontitud. Quizás hasta te deje que disfrutes del día del advenimiento de mi señor. Quizás sí, quizás al final sí que te deje.
El Magister rebulló intranquilo tras la abierta amenaza, Sercussak se lamió los labios con delectación, luego soltó una risa estentórea e inhumana. El resto petrificado no osó ni respirar.
Ni en sus más grotescas pesadillas hubiese concebido una situación tan hilarante. Parecía casi un hecho onírico que sucedía muy lejos de él; a pesar de saber muy ciertamente que sus ojos no le engañaban en absoluto. El Electo les sonreía a todos con un desprecio visceral, mientras un icor negro y espeso que emanaba de la truculenta herida, caía por su mejilla y rodeaba la comisura de sus labios para correr libremente hasta su barbilla.
―No puedo creerlo. ―Murmuró Madrag a su lado boquiabierto.
―¿Pero… qué…? ―Maisade no conseguía articular palabra mientras su rostro perdía todo rastro de color. La pipa se le había caído de las manos al piso.
―¡Muerte y destrucción, es lo que es, muerte y destrucción! ―Se unió al pandemónium la sacerdotisa Nora. Esta, con los ojos puestos en blanco y señalando hacia el frente con un tembloroso brazo, comenzó a desternillarse con demencia al igual que Sercussak.
―Esto no puede ser normal para nada. ―Repuso Lahkssim sorprendido.
―Para nada. ―Concedió Rumï.
Cada uno cual tenía su particular percepción de los hechos, aunque todos al igual que él, no encontraban palabras para describir tal anomalía. Tanto su sobrino Cazaire, como el Electo Chask, se habían quedado parados cerca de la puerta con las mandíbulas desencajadas y las rodillas sueltas. Eriast volvió a poner la atención en el Magister, que ufano, los miraba henchido de vanidad.
―¡Lo veis, os lo dije! Mirad bien a este engendro y decidme que es humano. ―Los retó mientras señalaba a Sercussak acusadoramente. Nadie pudo rebatirle aquello. ―Sabía que de alguna u otra manera te acabarías delatando frente a mis colegas. ―Dijo Depraba parando un poquito más cerca del Electo. ―Que si te enfurecía lo suficiente como para hacerte perder la razón, dejarías tu disfraz de carne y hueso para desvelar así tu auténtica esencia malvada.
El Electo lo miró con su único ojo sin que desapareciera en ningún momento la sonrisa aviesa de su expresión. Lo que era una visión espelúznate en todos sus aspectos.
―Es cierto que eres un personajillo bastante más inteligente que la media, pero no tanto como te crees ―siseó con mordacidad ―, desde luego mucho menos de lo que tú piensas. ―Echó la cabeza hacia atrás y arrojó un esputo sanguinolento sobre la cara del Magister.
Depraba recibió la ofensa con serenidad. Sacó un pañuelo de uno de sus bolsillos, con el que se limpió la mixtura de baba y sangre que goteaba de su cara, sin apartar ni un solo instante la mirada del Electo Sercussak. Cuando acabó de asearse medianamente con una pasividad exacerbarte, guardó con lentitud nuevamente el pañuelo en su bolsillo. De pronto, con una velocidad sorprendente para alguien de su edad, golpeó con una fuerza tremenda con el dorso de su mano en los morros de Sercussak. Este se ladeó hacia un lado por la inercia del impacto, luego lentamente recuperó la posición. Seguía sonriendo cuando volvió a posar los ojos (o más bien su único ojo) en el Magister. La sangre (o el icor) manchaba sus dientes y sus prendas; corría entre sus labios partidos.
―¿A eso lo llamas tu golpear? ―Preguntó con sorna antes de volver a reír con malignidad. ―He recibido caricias de meretrices más ásperas que esa.
El Magister ahora temblaba de furia ante el impúdico comportamiento del Electo Sercussak. Los demás, aún estaban intentando asimilar lo que sus ojos presenciaban.
≥≥¿Quieres respuestas gusanillo? ¿Las queréis todos, verdad? ―Prosiguió el Electo atravesándolos con su único ojo. ―¿Queréis saber porque vuestros elegidos para predicar con la palabra de vuestro odioso Sansemar se han vuelto todos contra vosotros? ¿Porque estamos aquí y porque vamos a arrasar vuestras insignificantes tierras? ¡Simplemente porque podemos! ―Escupió vehementemente. ―Vosotros, tan triviales y pueriles, tan perecederos como la carne al sol, no tenéis derecho ni a respirar. Para nosotros solo sois estúpidos recipientes vacios, ganado con el que coexistimos por nuestro propio beneficio. Cuando llegue el momento, vuestros necios sentimientos, vuestras ilusas creencias y vuestra aborrecible cultura, serán borradas del la faz de la tierra para dar comienzo a una nueva era de esplendor. El tiempo del advenimiento ha comenzado. El vuestro y el de vuestros ídolos han tocado a su fin.
Aquella última y fatídica revelación aun resonaba en sus oídos cuando la comprensión de la verdad que escondían las palabras del Electo golpeó su razón. ¿Por qué había afirmado aquel monstruo que todos los Electos se habían vuelto contra ellos? Bien que el Electo Chask estaba ahí reunido junto a los demás, ¿Verdad?
Se giró y para su estupor comprobó que la expresión de este se había tornado indescifrable y sombría, mudada en una masacra errática. Miraba al suelo, sumido en sus propias lucubraciones, mientras apretaba fuertemente los puños a ambos lados con resignación.
A pesar de su reticencia a tratar con aquel horrible ser, supo que era la única alternativa que tenia para recibir respuestas claras. Presionarlo ahora que se le había soltado la lengua era la mejor opción que les quedaba.
―¿Por qué los Electos? ―Preguntó tanteándolo.
―¿Y por qué no? ―Retrucó este divertido ―Ellos son los gallardos seguidores de vuestro inútil Dios Sol, ¿no es así? Hombres devotos que han consagrado sus vidas a difundir las mentiras de Sansemar por todos los rincones de este mundo. Qué paradoja que sean precisamente ellos los que hayan provocado los tumultos incendiarios en vuestras calles. ―Terminó mirándolo fijamente con aquel único ojo que destilaba maldad. ―Resulta irónico lo que se consigue con un poquito de persuasión.
Se estremeció. Por alguna razón sintió como si desde aquel pozo negro pudiera ver en los lugares más recónditos de su corazón, retirando capa a capa del caparazón que lo recubría, hurgando en las oquedades más intimas de su alma. Se sentía como un muñeco en las manos de un famoso titiritero. Sin lugar a dudas no era humano, pero ¿Entonces que era?
Tenía que insistir, debía saber más.
―¿Qué eres?― Le pregunto a bocajarro.
A Sercussak pareció divertirle aquella cuestión, le sonrió enseñándole los dientes.
―¡No te andas con rodeos Gobernador, directo al meollo! Me gusta. Respondiendo a tu pregunta te diré, que tan solo soy un sirviente menor de mis señores. Una parte de la avanzadilla si lo quieres pensar así.
¿Ese maligno ser solo era un lacayo de fuerzas aún mayores? ¡Que la luz de Sansemar los protegiera! ¿Cómo iban a defenderse de una amenaza como aquella? No estaban preparados para afrontar tan inmenso reto. A su mente acudieron los apoteósicos textos que había leído en el Archivo; sus piernas lograron sostenerlo a duras penas mientras lograba preguntar.
―¿Entonces es cierto que los Apóstoles están reuniendo sus ejércitos en los campos Meliséos del Karkuc?
Intentó que el pánico que le constreñía la garganta no se percibiera en sus palabras, aunque no fue fácil de disimular.
―Creo que la información que posee esta algo desfasada Gobernador. Los ejércitos de los que me habla no se encuentran en los campos Meliséos del Karkuc, sino mucho más cerca, y ninguno de mis señores los lidera aún.
Aquella información quemó como la pez.
―¡Rata inmunda! ¿Cómo qué vuestros ejércitos están más cerca? ―Inquirió Depraba frunciendo el ceño. ―Esta misma mañana me informaste de su ubicación exacta.
―Simplemente mentí. ―Retrucó impertérrito Sercussak. ―Necesitaba que alguien llevara esas preocupantes nuevas al Consejo. Sabía que tu debilidad por el egocentrismo atraería a tus otros compañeros hasta mí. Has sido el instrumento perfecto para llevar a cabo mis planes. Una gran ayuda, Magister.
De pronto todo sucedió muy deprisa.
Depraba hecho una furia, cogió un gancho curvo y se lanzó contra el Electo con la claras intenciónes; perdida toda la cordura. Sercussak le sonrió mientras contemplaba cómo se abalanzaban sobre él. Cuando casi ya lo tenía encima, cuando la trayectoria del gancho que mantenía una parábola ascendente dirigida a su barbilla estuvo a punto de hendir su piel, Sercussak se soltó de las abrazaderas que lo retenían para agarrar fuertemente la muñeca de Depraba. El magister quedó parado frente a él, sorprendido, forcejeando por intentar soltarse de la garra que lo apresaba. Con los ojos desmedidamente abiertos por el terror que inspiraba aquel horrible ser. Sercussak observó los impotentes intentos del Magister por zafarse con una mueca de desdén, lo apartó hacia un lado sin aparente esfuerzo, y de un revés, lo mando en volandas hasta que impactó con la pared y quedó silenciosamente quieto.
―Insecto. ―masculló mientras que con sorprendente facilidad se soltaba de las abrazaderas de su otro brazo. Seguido se arrancó de la cuenca el largo escápelo que la atravesaba; el sonido que produjo fue muy desagradable. ―¡Ya te dije que tú serias el último en caer, no pienses que te libraras tan fácilmente de tu castigo! ―Exclamó dirigiéndose al bulto desmadejado del otro lado de la sala. Se zafó de las abrazaderas que retenían sus pies con la misma facilidad. Erguido e imponente se giró para encararse con el resto de los presentes. ―Caballeros, es hora de liberaros también de sus obligaciones. ―Pronunció dos silabas ardieron en su mente varios segundos después. ―Au-Nor.
A su espalda alguien chilló descarnadamente, se giró para ver como el Electo Chask cargaba contra Mashema provisto de un machete. El Tesorero abrió mucho los ojos cuando lo vio dirigirse hacia él, levanto sus carnosos brazos para protegerse, pero no le sirvió de nada, la afilada hoja entró sin resistencia alguna hasta la empuñadura; acertando a sesgarle la yugular. Mashema gruñó, tosió, se le doblaron las rodillas y cayó al suelo sin vida. Todos seguían petrificados, pero Chask no se detuvo ahí. Como si estuviese poseído siseó mientras se hacía con otra afilada hoja. Sus ojos tenían un brillo fanático, cimbreantes sombras recorrían su persona; su sonrisa era salvaje y retorcida. Inmediatamente volvió a cargar gruñendo de gozo como un lobo en un corral repleto de gallinas. En esta ocasión contra los gemelos Pashur, que recobrados de la confusión inicial, rápidamente se pusieron a cubierto detrás la mesa del instrumental.
≤≤¡Que alguien avise a la guardia, a prisa!≥≥ Exclamaron ambos al unísono.
Mientras el Electo Chask rodeaba la mesa buscando un resquicio por donde poder acometer a alguno de los gemelos, el Electo Sercussak empezó a avanzar directamente hacia él. Lo miraba fijamente. Mientras caminaba, el truculento agujero donde debía tener el ojo comenzó a palpitar, para su sorpresa, se regeneró justo en frente suyo. Como si realmente en ningún momento hubiese sufrido daño alguno. Le enseñó los dientes al comprobar su estupefacción.
Un alarido lo sacó del trance para encontrarse con otro horror.
Su sobrino Cazaire también había enloquecido, atacado a Maisade y cercenando su garganta desde atrás. Vio como está aún agitaba espasmódicamente sus miembros desde el suelo, mientras un charco color magenta se formaba debajo de ella. Luego se dedicó a apuñalar repetidas veces en el pecho a la Sacerdotisa Nora, la cual también pronto cayó en el suelo desmadejada; con la vista perdida en el mugriento techo de la sala.
En pocos segundos la estancia se había transformado en un matadero. El infierno de extrañezas que visionaba a su alrededor era horripilante, aterrador. No podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Los gritos de alarma, las muecas de pavor, las risas descarnadas y la sangre, eran el anatema de aquella patibularia escena. ¡Era cierto, macabramente cierto! Aquel era el principio del fin.
Pronto tan solo quedaron él y el Consejero Madrag en pie. Los demás habían caído sesgados como el trigo. El frenesí de sangre del Electo Chaslk y su sobrino Cazaire había acabado con todos. Allí estaban contemplándolos, manchados de sangre de la cabeza a los pies, por su expresión; habían disfrutado mutilando a cada uno de sus compañeros.
―Esto pinta mal ―masculló Madrag entre dientes.
―¿Qué le pasa Gobernador, se ha quedado sin habla? ―Preguntó Sercussak colocándose en el centro de aquellos dos. ―Parece sorprendido.
No pudo responder, pues realmente estaba estupefacto. Pocos segundos antes estaban discutiendo sobre mitos y leyendas… Ahora estaban todos muertos.
―Imagino que necesita tiempo para asimilar cuanto ha visto, pero lamentablemente ese es un recurso del que carece. ―Prosiguió al volver avanzar. A su vez, los otros dos lo siguieron como perras en celo. ―En todo caso puedo desvelar alguno de los misterios que pueblan su mente si así lo quiere. Para empezar, se estará preguntando porque ellos están conmigo ―dijo señalando a Chask y a su sobrino. ―, y eso tiene fácil explicación. Como ya le dije, soy un tipo muy persuasivo y estos dos, no son precisamente Contenedores difíciles de alienar.
―¡Malditos traidores! ―Escupió Madrag.
―Yo diría que no lo oyen Consejero.
Los aludidos no parecieron hacer caso a los comentarios, los contemplaban con el rostro contorsionado por una inconcebible rabia, ajenos a su mortalidad, cascaras secas y vacías de cualquier sentimiento racional.
―Se han transformado ―prosiguió Sercussak al percatarse de que los observaba con incredulidad. ―, y ahora disfrutan del privilegio de servir a nuestro señor; como pronto haréis vosotros. En cuanto a tu hijo, tenemos algo mucho más especial reservado para él. Esta acción se repetirá con todas las ciudades y naciones que participaron en el Destierro. Cuando la sed de venganza haya sido saciada, el advenimiento se hará inminente.
La mención de su hijo le hizo recobrar la poca resolución que le quedaba para preguntar.
―¿Que tiene que ver mi hijo en todo esto?
―Tu hijo tiene mucho más que ver de lo que piensas. El es la llave que le abrirá el camino ―Fue su criptica respuesta. ―¡Pero basta ya de tanta historia! Acabad con ellos de una vez.
Chask y Cazaire (aunque ya no eran ellos) acataron con deleite la orden, acorralándolos cada vez más con la pared del final de la estancia.
―Estamos jodidos Eriast. ―Le dijo Madrag apoyando una mano en su hombro mientras le sonreía con ternura. Aquello le recordó a los tiempos de su niñez, cuando aún no estaban atados con las vacuas obligaciones protocolarias.―Ha sido un placer ser tu Consejero, y un honor el servir bajo tu mando.
Sin más palabras se lanzó hacia Chask y Cazaire con los puños hacia el frente, en una acción del todo suicida. Lo despedazaron con alevosía justo en frente de él. El (supuesto) Electo Sercussak rió cavernosamente durante todo el proceso. Eriast no pudo hacer nada por evitarlo, nadie podía. Pronto acabaron con Madrag y se dirigieron hacia él para acabar con su vida.
Lo último que vio fue como el Magister Depraba se sacudía a escasos metros de él. Lo último que sintió fue el cuchillo de ambos mordiendo su carne. Lo último que escuchó fue la estentórea risa de Sercussak. Su único y último pensamiento estaba dirigido hacia su hijo.
¡Que Sansemar te proteja de todo mal!
Ven, ven, quienquiera que seas;
Seas infiel, idólatra o pagano, ven
ESTE no es un lugar de desesperación
Incluso si has roto tus votos cientos de veces, aún ven!
(Yalal Ad-Din Muhammad Rumi)