19/08/2016 08:11 AM
Hola a tod@s!
Después del parón argumental y vacacional, como en las mejores series de HBO, os cuelgo la primera parte del capítulo IV. Volvemos con Galed y su colega Shäl...
Después del parón argumental y vacacional, como en las mejores series de HBO, os cuelgo la primera parte del capítulo IV. Volvemos con Galed y su colega Shäl...
CAPITULO IV parte 1ª
Galed se despertó bruscamente poco antes del amanecer. Caracortada estaba de pie a su lado, con una espada apuntándole directamente a la garganta. Con un ademán le señaló la puerta de la jaula, que estaba abierta. El norteño se incorporó con movimientos lentos, y bajo la atenta mirada del carcelero, avanzó hasta el fondo de la jaula y bajó de un salto. La cadena de sus pies tintineó al chocar con el suelo.
Se desperezó, disfrutando de la sensación de ser libre tras varios días encerrado. La mañana era fría y húmeda; una bruma espesa cubría todo con un velo blanco de irrealidad. Frente a él crepitaba una hilera de antorchas que la niebla transformaba en un cónclave de fuegos fatuos. Los demás prisioneros se encontraban allí, dispuestos en una especie de formación; los hombres a un lado, las mujeres al otro. De un empellón, el esclavista le colocó junto a Shäl, en el extremo de la fila, y luego se alejó con paso rápido.
—¿A qué viene esto? —susurró Galed a su compañero—. ¿Sabes qué está pasando?
—No tengo ni idea —respondió Shäl, mientras se frotaba las manos, intentando entrar en calor. A su lado, el viejo y el niño también temblaban de frío.
Varios hombres se habían quedado junto a ellos, pero apenas les prestaban atención; estaban inquietos y parecían estar esperando a alguien, porque señalaban continuamente hacia el camino. El guerrero miró en derredor. Nadie estaba pendiente de él.
De repente Shäl le agarró el brazo.
—No lo intentes, amigo —dijo al tiempo que negaba con la cabeza—. Con esa cadena en los pies no llegarás lejos.
Galed se soltó de su mano con un tirón brusco.
—¿Es que también lees el pensamiento?
Antes de que Shäl pudiera replicar varios jinetes surgieron de entre la niebla. Eran cuatro, todos elfos, con sus orejas puntiagudas y los ojos rasgados. Caracortada se acercó a ellos mientras los demás esclavistas rodeaban a los prisioneros. La posibilidad de huir se había esfumado. Galed le lanzó una mirada furibunda a Shäl, pero éste sonrió y le guiñó un ojo.
—Confía en mí —musitó.
Los jinetes descabalgaron y saludaron con gesto hosco al esclavista. En ese momento apareció un carruaje cubierto, tirado por dos caballos, y se detuvo en el centro del prado. Era de manufactura élfica, con esas elaboradas celosías por todas partes y los cortinajes brocados en las puertas. A pesar de que pertenecía sin duda a alguien importante, no portaba emblema alguno. El cochero bajó de un salto y colocó una escalerilla junto a la puerta. Los recién llegados se acercaron también, sin dejar de lanzar miradas cautelosas en todas direcciones. Galed los observó con ojo experto: como la mayoría de los elfos con los que se había cruzado, eran altos y delgados, aunque se les veía fuertes. Todos portaban diversas armas repartidas por todo el cuerpo además de las espadas que les colgaban del costado o de la espalda. Más mercenarios.
—¿Has visto a esos tipos? —le susurró Shäl al guerrero.
—¿Qué pasa con ellos?
—Son guerreros akari.
El norteño asintió levemente.
—Me suena ese nombre.
—No me extraña. Son una orden de guerreros muy antigua y respetada entre los elfos —explicó Shäl en voz baja—. Siguen un entrenamiento muy estricto desde niños. Son silenciosos como sombras, mortíferos como una serpiente y no sé cuántas cosas más.
Galed le miró de reojo.
—Ya sabes cómo exagera la gente —Shäl se encogió de hombros.
El norteño guardó silencio, observando los movimientos de los akari.
—En cualquier caso, una escolta de cuatro de esos akari debe costar una fortuna —dijo por fin—. No me gustaría enfrentarme con ninguno de esos cuatro. Quienquiera que sea quien está ahí dentro debe ser muy rico. ¿Crees que es nuestro comprador?
—No tienes ni idea de cómo funciona esto, amigo —meneó la cabeza, divertido, Shäl; sus trenzas se balancearon ligeramente—. Nuestro simpático Caracortada y el resto de palurdos que nos han traído hasta aquí probablemente no sepan ni sumar, mucho menos van a vendernos a nadie. No, creo que en ese carro está el jefe de toda esta gente, y viene a echar un vistazo a su mercancía.
—Que somos nosotros —apostilló Galed, sombrío.
—En efecto.
Finalmente la puerta del carruaje se abrió y un elfo increíblemente gordo salió de él, resoplando al bajar los escalones que le habían colocado. Cubría su oronda figura con una llamativa capa roja, que se veía de excelente calidad, dejando a la vista sólo su cabeza redonda y completamente calva. Sus ojos rasgados brillaron al contemplar la fuente de sus futuras ganancias.
Con paso lento, se acercó primero a las mujeres. Dos de los guerreros akari le siguieron como si fueran su sombra y Caracortada también se acercó hasta él, presuroso. Una a una, el tratante las examinó con aire crítico, comprobando los pechos, el pelo o los dientes con sus manos enguantadas, poniendo caras de aprobación o disgusto según lo que veía, y escuchando los comentarios que de tanto en tanto le decía el esclavista.
Cuando llegó a la altura del chiquillo le acarició la mejilla con suavidad y se acercó para olerle el pelo. El niño comenzó a sollozar y dijo algo que provocó las carcajadas de los escoltas y de Caracortada. El traficante se limitó a esbozar una sonrisa socarrona mientras seguía con la inspección. Al llegar junto al viejo se tapó la nariz; era con diferencia el que más apestaba de todos. Apenas le dedicó una mirada y a continuación sus ojos se posaron en Shäl. Lo observó un buen rato con el ceño fruncido y finalmente le preguntó algo en élfico, a lo que Shäl no respondió. Entonces, con un gesto asombrosamente rápido para alguien tan obeso, le cogió del pelo y estiró con fuerza, dejando a la vista unas pequeñas orejas terminadas en punta.
—¡Nedleth! —exclamó en un tono cargado de desprecio, y escupió en el suelo.
Galed se quedó mudo de asombro. Apenas sabía unas pocas frases en élfico, pero había reconocido la palabra.
—¿Eres un mestizo? —preguntó con la boca todavía abierta por la sorpresa. Los hijos entre elfos y humanos eran escasísimos. La mayoría eran sacrificados al nacer, pues un medioelfo era considerado una vergüenza no sólo para la familia de la madre elfa, si no para toda la sociedad en general. En cuanto al padre humano, era invariablemente invitado a elegir entre el destierro o la ejecución. Por fortuna para los varones elfos, la situación inversa no podía darse; las uniones entre elfos y humanas eran estériles.
Galed observó con detenimiento el rostro de su compañero: ciertamente, no tenía ni asomo de barba, su piel era muy pálida y quizá tenía los ojos un tanto rasgados… aunque la gente de las estepas también tenía la piel clara y los ojos estirados, según se decía. Todo aquello podía ser discutible, pero sin duda alguna, las orejas le delataban; ningún humano las podría tener tan apuntadas. Por eso las escondía bajo su pelo.
—¡Eh!
El grito le sacó de sus reflexiones. Caracortada estaba frente a él con dos espadas de madera, de las que se utilizaban normalmente para el entrenamiento de escuderos y pajes, o en las escuelas de gladiadores del Imperio. Le tendió una.
—Guerrero. Luchar —dijo en su tosco daryo.
Galed cogió la espada de madera mientras observaba a la escolta del traficante. Estaban alerta, pendientes de sus movimientos, aunque un brillo divertido asomaba a sus ojos. Se dirigió a su jefe.
—Que te jodan —dijo, aunque no sabía si le entendería—. No pienso luchar.
El traficante hizo una seña a Caracortada, y éste golpeó a Galed, provocándole. El guerrero apretó con fuerza la empuñadura de la espada, pero miró de nuevo al elfo con obstinación.
—No lucharé.
Entonces el esclavista sacó algo de uno de sus bolsillos y lo agitó delante del guerrero, con una sonrisa maliciosa en su cara desfigurada. Era una cadenita de la que colgaba un pequeño medallón de plata. Galed dio un paso adelante.
—¿De dónde lo has sacado? —dijo mirando fijamente a Caracortada, que había vuelto a guardar el collar.
—Demuestra de qué eres capaz, hombre del Norte —habló el tratante en un aceptable daryo, para sorpresa de Galed—, y mi hombre te lo devolverá.
Galed pareció dudar unos momentos. De pronto, sin previo aviso, se lanzó contra el esclavista con una estocada dirigida directamente al cuello. Su oponente, con la guardia descubierta, apenas pudo reaccionar a tiempo para desviar el ataque del guerrero mientras retrocedía. Galed no le dio respiro, lanzando una serie de rápidos golpes que el esclavista contrarrestó a duras penas. Caracortada resoplaba y retrocedía, abrumado por el aluvión de ataques que estaba recibiendo. Entonces, de repente, Galed se agachó y golpeó con fuerza la rodilla desprotegida de su enemigo, que gritó y perdió el equilibrio. El norteño, en pie de nuevo, aprovechó la ventaja y le atizó en toda la cara, tan fuerte que el esclavista soltó su arma y apoyó las manos en el suelo para no caer de bruces.
—¡Basta! —gritó el traficante. Al instante, los dos mercenarios de su escolta estaban junto a Galed, apuntándole con sus armas. Con la respiración todavía agitada, el guerrero dejó caer la espada de madera y alzó los brazos con las palmas extendidas.
El elfo hizo un gesto a Caracortada, que estaba todavía en el suelo, frotándose la mandíbula y escupiendo sangre. De mala gana, el esclavista volvió a sacar el colgante y se lo lanzó a uno de los guardaespaldas, que lo sostuvo un instante, observándolo fijamente. Luego miró a Galed con una extraña expresión que el guerrero no supo interpretar, y sin decir una palabra, le entregó el medallón y le devolvió a la fila de un empujón, junto a los demás.
—¡Ha sido increíble, amigo! —exclamó Shäl, exhibiendo otra de sus sonrisas—. ¡Le has machacado!
El guerrero no le contestó; estaba observando cómo se incorporaba Caracortada, ayudado por uno de sus hombres. El esclavista avanzó hacia él con el rostro desencajado por la ira. Galed clavó los pies firmes en el suelo y tensó el cuerpo, preparándose para la embestida, pero un nuevo grito del elfo restalló en el aire como un látigo. El esclavista se frenó en seco, y conteniendo la furia a duras penas, se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas. Galed le siguió con la mirada mientras se colgaba el collar.
—¿Puedo verlo? —preguntó Shäl, señalando el medallón con la cabeza.
El guerrero se acercó para que pudiera apreciar el dibujo que había grabado en él: un león rampante empuñando una espada en llamas.
—Es el emblema de mi Compañía. Era —se corrigió a sí mismo—. Erd Olfgan me lo dio cuando me nombró su segundo al mando. Pensaba que nunca lo volvería a ver.
Un grito de Caracortada interrumpió la conversación. Inmediatamente varios de los esclavistas comenzaron a recoger el campamento a toda prisa; otros se acercaron a los prisioneros con dos grandes cubas de agua. Les obligaron a lavarse la cara, el pelo y los brazos, y en el caso de las mujeres, también los pechos. Cuando estuvieron algo más adecentados, les ataron las manos y, con malos modos, los encerraron de nuevo en las jaulas. El traficante había desaparecido en el interior del carruaje y los akari montaron de nuevo. En unos instantes todo estuvo listo y la comitiva se puso en marcha en dirección a Puerto de Fares.
Se desperezó, disfrutando de la sensación de ser libre tras varios días encerrado. La mañana era fría y húmeda; una bruma espesa cubría todo con un velo blanco de irrealidad. Frente a él crepitaba una hilera de antorchas que la niebla transformaba en un cónclave de fuegos fatuos. Los demás prisioneros se encontraban allí, dispuestos en una especie de formación; los hombres a un lado, las mujeres al otro. De un empellón, el esclavista le colocó junto a Shäl, en el extremo de la fila, y luego se alejó con paso rápido.
—¿A qué viene esto? —susurró Galed a su compañero—. ¿Sabes qué está pasando?
—No tengo ni idea —respondió Shäl, mientras se frotaba las manos, intentando entrar en calor. A su lado, el viejo y el niño también temblaban de frío.
Varios hombres se habían quedado junto a ellos, pero apenas les prestaban atención; estaban inquietos y parecían estar esperando a alguien, porque señalaban continuamente hacia el camino. El guerrero miró en derredor. Nadie estaba pendiente de él.
De repente Shäl le agarró el brazo.
—No lo intentes, amigo —dijo al tiempo que negaba con la cabeza—. Con esa cadena en los pies no llegarás lejos.
Galed se soltó de su mano con un tirón brusco.
—¿Es que también lees el pensamiento?
Antes de que Shäl pudiera replicar varios jinetes surgieron de entre la niebla. Eran cuatro, todos elfos, con sus orejas puntiagudas y los ojos rasgados. Caracortada se acercó a ellos mientras los demás esclavistas rodeaban a los prisioneros. La posibilidad de huir se había esfumado. Galed le lanzó una mirada furibunda a Shäl, pero éste sonrió y le guiñó un ojo.
—Confía en mí —musitó.
Los jinetes descabalgaron y saludaron con gesto hosco al esclavista. En ese momento apareció un carruaje cubierto, tirado por dos caballos, y se detuvo en el centro del prado. Era de manufactura élfica, con esas elaboradas celosías por todas partes y los cortinajes brocados en las puertas. A pesar de que pertenecía sin duda a alguien importante, no portaba emblema alguno. El cochero bajó de un salto y colocó una escalerilla junto a la puerta. Los recién llegados se acercaron también, sin dejar de lanzar miradas cautelosas en todas direcciones. Galed los observó con ojo experto: como la mayoría de los elfos con los que se había cruzado, eran altos y delgados, aunque se les veía fuertes. Todos portaban diversas armas repartidas por todo el cuerpo además de las espadas que les colgaban del costado o de la espalda. Más mercenarios.
—¿Has visto a esos tipos? —le susurró Shäl al guerrero.
—¿Qué pasa con ellos?
—Son guerreros akari.
El norteño asintió levemente.
—Me suena ese nombre.
—No me extraña. Son una orden de guerreros muy antigua y respetada entre los elfos —explicó Shäl en voz baja—. Siguen un entrenamiento muy estricto desde niños. Son silenciosos como sombras, mortíferos como una serpiente y no sé cuántas cosas más.
Galed le miró de reojo.
—Ya sabes cómo exagera la gente —Shäl se encogió de hombros.
El norteño guardó silencio, observando los movimientos de los akari.
—En cualquier caso, una escolta de cuatro de esos akari debe costar una fortuna —dijo por fin—. No me gustaría enfrentarme con ninguno de esos cuatro. Quienquiera que sea quien está ahí dentro debe ser muy rico. ¿Crees que es nuestro comprador?
—No tienes ni idea de cómo funciona esto, amigo —meneó la cabeza, divertido, Shäl; sus trenzas se balancearon ligeramente—. Nuestro simpático Caracortada y el resto de palurdos que nos han traído hasta aquí probablemente no sepan ni sumar, mucho menos van a vendernos a nadie. No, creo que en ese carro está el jefe de toda esta gente, y viene a echar un vistazo a su mercancía.
—Que somos nosotros —apostilló Galed, sombrío.
—En efecto.
Finalmente la puerta del carruaje se abrió y un elfo increíblemente gordo salió de él, resoplando al bajar los escalones que le habían colocado. Cubría su oronda figura con una llamativa capa roja, que se veía de excelente calidad, dejando a la vista sólo su cabeza redonda y completamente calva. Sus ojos rasgados brillaron al contemplar la fuente de sus futuras ganancias.
Con paso lento, se acercó primero a las mujeres. Dos de los guerreros akari le siguieron como si fueran su sombra y Caracortada también se acercó hasta él, presuroso. Una a una, el tratante las examinó con aire crítico, comprobando los pechos, el pelo o los dientes con sus manos enguantadas, poniendo caras de aprobación o disgusto según lo que veía, y escuchando los comentarios que de tanto en tanto le decía el esclavista.
Cuando llegó a la altura del chiquillo le acarició la mejilla con suavidad y se acercó para olerle el pelo. El niño comenzó a sollozar y dijo algo que provocó las carcajadas de los escoltas y de Caracortada. El traficante se limitó a esbozar una sonrisa socarrona mientras seguía con la inspección. Al llegar junto al viejo se tapó la nariz; era con diferencia el que más apestaba de todos. Apenas le dedicó una mirada y a continuación sus ojos se posaron en Shäl. Lo observó un buen rato con el ceño fruncido y finalmente le preguntó algo en élfico, a lo que Shäl no respondió. Entonces, con un gesto asombrosamente rápido para alguien tan obeso, le cogió del pelo y estiró con fuerza, dejando a la vista unas pequeñas orejas terminadas en punta.
—¡Nedleth! —exclamó en un tono cargado de desprecio, y escupió en el suelo.
Galed se quedó mudo de asombro. Apenas sabía unas pocas frases en élfico, pero había reconocido la palabra.
—¿Eres un mestizo? —preguntó con la boca todavía abierta por la sorpresa. Los hijos entre elfos y humanos eran escasísimos. La mayoría eran sacrificados al nacer, pues un medioelfo era considerado una vergüenza no sólo para la familia de la madre elfa, si no para toda la sociedad en general. En cuanto al padre humano, era invariablemente invitado a elegir entre el destierro o la ejecución. Por fortuna para los varones elfos, la situación inversa no podía darse; las uniones entre elfos y humanas eran estériles.
Galed observó con detenimiento el rostro de su compañero: ciertamente, no tenía ni asomo de barba, su piel era muy pálida y quizá tenía los ojos un tanto rasgados… aunque la gente de las estepas también tenía la piel clara y los ojos estirados, según se decía. Todo aquello podía ser discutible, pero sin duda alguna, las orejas le delataban; ningún humano las podría tener tan apuntadas. Por eso las escondía bajo su pelo.
—¡Eh!
El grito le sacó de sus reflexiones. Caracortada estaba frente a él con dos espadas de madera, de las que se utilizaban normalmente para el entrenamiento de escuderos y pajes, o en las escuelas de gladiadores del Imperio. Le tendió una.
—Guerrero. Luchar —dijo en su tosco daryo.
Galed cogió la espada de madera mientras observaba a la escolta del traficante. Estaban alerta, pendientes de sus movimientos, aunque un brillo divertido asomaba a sus ojos. Se dirigió a su jefe.
—Que te jodan —dijo, aunque no sabía si le entendería—. No pienso luchar.
El traficante hizo una seña a Caracortada, y éste golpeó a Galed, provocándole. El guerrero apretó con fuerza la empuñadura de la espada, pero miró de nuevo al elfo con obstinación.
—No lucharé.
Entonces el esclavista sacó algo de uno de sus bolsillos y lo agitó delante del guerrero, con una sonrisa maliciosa en su cara desfigurada. Era una cadenita de la que colgaba un pequeño medallón de plata. Galed dio un paso adelante.
—¿De dónde lo has sacado? —dijo mirando fijamente a Caracortada, que había vuelto a guardar el collar.
—Demuestra de qué eres capaz, hombre del Norte —habló el tratante en un aceptable daryo, para sorpresa de Galed—, y mi hombre te lo devolverá.
Galed pareció dudar unos momentos. De pronto, sin previo aviso, se lanzó contra el esclavista con una estocada dirigida directamente al cuello. Su oponente, con la guardia descubierta, apenas pudo reaccionar a tiempo para desviar el ataque del guerrero mientras retrocedía. Galed no le dio respiro, lanzando una serie de rápidos golpes que el esclavista contrarrestó a duras penas. Caracortada resoplaba y retrocedía, abrumado por el aluvión de ataques que estaba recibiendo. Entonces, de repente, Galed se agachó y golpeó con fuerza la rodilla desprotegida de su enemigo, que gritó y perdió el equilibrio. El norteño, en pie de nuevo, aprovechó la ventaja y le atizó en toda la cara, tan fuerte que el esclavista soltó su arma y apoyó las manos en el suelo para no caer de bruces.
—¡Basta! —gritó el traficante. Al instante, los dos mercenarios de su escolta estaban junto a Galed, apuntándole con sus armas. Con la respiración todavía agitada, el guerrero dejó caer la espada de madera y alzó los brazos con las palmas extendidas.
El elfo hizo un gesto a Caracortada, que estaba todavía en el suelo, frotándose la mandíbula y escupiendo sangre. De mala gana, el esclavista volvió a sacar el colgante y se lo lanzó a uno de los guardaespaldas, que lo sostuvo un instante, observándolo fijamente. Luego miró a Galed con una extraña expresión que el guerrero no supo interpretar, y sin decir una palabra, le entregó el medallón y le devolvió a la fila de un empujón, junto a los demás.
—¡Ha sido increíble, amigo! —exclamó Shäl, exhibiendo otra de sus sonrisas—. ¡Le has machacado!
El guerrero no le contestó; estaba observando cómo se incorporaba Caracortada, ayudado por uno de sus hombres. El esclavista avanzó hacia él con el rostro desencajado por la ira. Galed clavó los pies firmes en el suelo y tensó el cuerpo, preparándose para la embestida, pero un nuevo grito del elfo restalló en el aire como un látigo. El esclavista se frenó en seco, y conteniendo la furia a duras penas, se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas. Galed le siguió con la mirada mientras se colgaba el collar.
—¿Puedo verlo? —preguntó Shäl, señalando el medallón con la cabeza.
El guerrero se acercó para que pudiera apreciar el dibujo que había grabado en él: un león rampante empuñando una espada en llamas.
—Es el emblema de mi Compañía. Era —se corrigió a sí mismo—. Erd Olfgan me lo dio cuando me nombró su segundo al mando. Pensaba que nunca lo volvería a ver.
Un grito de Caracortada interrumpió la conversación. Inmediatamente varios de los esclavistas comenzaron a recoger el campamento a toda prisa; otros se acercaron a los prisioneros con dos grandes cubas de agua. Les obligaron a lavarse la cara, el pelo y los brazos, y en el caso de las mujeres, también los pechos. Cuando estuvieron algo más adecentados, les ataron las manos y, con malos modos, los encerraron de nuevo en las jaulas. El traficante había desaparecido en el interior del carruaje y los akari montaron de nuevo. En unos instantes todo estuvo listo y la comitiva se puso en marcha en dirección a Puerto de Fares.
fin de la primera parte del capítulo...
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