Buenas a todo@s! Por fin puedo colgar el final del capítulo IV!
Espero que os deje buen sabor de boca para el V! Y como siempre, críticas y comentarios siempre son bienvenidos!
El sol acababa de despuntar sobre el mar y la niebla comenzaba a levantar tímidamente. Pese a lo temprano de la hora, durante el corto trayecto se encontraron con otros viajeros que también se dirigían a la ciudad, y que los miraban de reojo con curiosidad.
—Hoy el puerto va a estar a rebosar —comentó Shäl, observando a su vez a los grupos que transitaban por la calzada—. El mercado de esclavos atrae a mucha gente.
Galed, con gesto sombrío, se rascó la barba de varios días por toda respuesta. Tenía la vista fija en las imponentes murallas, cada vez más altas a medida que se acercaban. Los chillidos de las gaviotas delataban la cercanía del mar. A su derecha discurría el río Fares, próximo ya a su desembocadura. Ciudad y río compartían nombre, aunque era tema de discusión quién lo había tomado de quién. Los habitantes de la colonia, por supuesto, no tenían duda. Cuando finalmente se detuvieron frente a las enormes puertas un nutrido grupo de comerciantes, campesinos y algún caballero de aspecto importante ya esperaba con impaciencia. Al llegar su turno, los guardias saludaron con pomposidad al mercader, que se había asomado por entre los cortinajes del carruaje.
—Mira esos guardias —señaló Shäl—. Boladesebo debe de ser alguien importante.
—¿Le pones nombre a todo el mundo? —replicó Galed, aunque no pudo evitar que una sonrisa asomara a sus labios.
El bullicio les engulló en cuanto atravesaron las macizas puertas de hierro. A pesar de que apenas había amanecido, las calles de Puerto de Fares eran una barahúnda de gritos, risas, insultos y empujones; no en vano era una de las ciudades más grandes y ricas al norte del Estrecho, y como tal, apestaba a sudor, excrementos y basura. La mayor parte de los habitantes de Puerto de Fares eran elfos, sobre todo la clase dirigente, mercaderes y artesanos, aunque los humanos constituían una minoría importante, y la comunidad enana era pequeña pero enormemente influyente. En total, unas cien mil almas convivían tras los muros de la ciudad, a los que, en un día como aquél, debían sumarse todos aquellos que habían acudido hasta allí con la intención de vender sus mercancías, y los que se habían acercado con el propósito de comprarlas.
Las jaulas avanzaban con lentitud entre un mar de personas y animales de toda clase, muchos de los cuales iban en su misma dirección, hacia el puerto y el mercado de esclavos. El mercenario que conducía la jaula maldecía y gritaba sin cesar, y agitaba los brazos intentando abrirse paso, pero la ciudad estaba abarrotada y era imposible avanzar más deprisa. El carruaje de Boladesebo se había separado de ellos nada más cruzar las murallas; seguramente seguía otro camino menos concurrido.
—¡Echaba de menos esta ciudad, amigo! —exclamó Shäl, mirando a todas partes como si fuera un chiquillo y saludando a todo aquel que les miraba. Su actitud contrastaba claramente con la del resto de futuros esclavos: el anciano tenía su habitual mirada perdida y un fino hilillo de baba le resbalaba por la comisura de los labios, mientras que el niño rubio estaba tan asustado que había abandonado su rincón y estaba en el centro de la jaula, temblando y observando todo con los ojos desencajados de terror. Galed, por su parte, miraba en todas direcciones, impresionado y asqueado a partes iguales.
—Apuesto a que nunca habías estado en un sitio igual —dijo Shäl, percatándose de la expresión de su cara.
—Al menos, en ningún sitio que apestara tanto como éste —le respondió, mientras observaba el ir y venir de la gente. Algunos simplemente se paraban a mirarlos, otros les insultaban o les escupían. Varias mujeres ligeras de ropa se burlaron y les lanzaron besos desde un balcón cuando pasaron junto a ellas. Al cabo de un rato torcieron hacia la izquierda y una enorme cúpula, rodeada de esbeltas torrecillas, apareció descollando por encima de los tejados del resto de construcciones. Aun desde la distancia, se veía profusamente decorado.
—¿Eso es un templo? ¿A qué dios está dedicado? —preguntó a su compañero, señalando el edificio—. Nunca había visto nada parecido.
Shäl siguió con la mirada la dirección de su dedo y soltó una carcajada.
—El dios con más seguidores del mundo, amigo —guiñó un ojo—. Es la Lonja Central de Puerto de Fares. Todas las Casas de Gremio se reúnen allí para tratar sus asuntos y mercadear.
Dejaron atrás la Lonja y siguieron adelante, recorriendo el laberinto de calles durante al menos una hora, con el mar siempre al frente. A medida que se acercaban al puerto, el olor a pescado y salitre se hizo más y más patente, y las gaviotas se volvieron todavía más molestas. Tuvieron que franquear otra puerta para acceder a la zona de los muelles propiamente dicha, que quedaba fuera del recinto amurallado de la ciudad. Tras recorrer una calleja estrecha de casas viejas por fin, al doblar una esquina, pudieron divisar el gran arco de la bahía, con los malecones y embarcaderos adentrándose en ella como los dedos de una mano. Al fondo, en el extremo del espigón, una esbelta torre vigilaba celosamente la entrada a la dársena, que refulgía como oro fundido con las primeras luces de la mañana.
Numerosos barcos se encontraban atracados en perfecto orden, y la actividad era intensa: por todas partes había gente cargando o descargando mercancías de toda clase, ya fueran sacos, toneles, cajas, animales o personas.
Avanzaron por la explanada del puerto, con los muelles y el mar abajo a su derecha, y una sucesión de almacenes y tabernas de pésimo aspecto a la izquierda, hasta que ésta se ensanchó bruscamente formando una gran plaza con soportales. La comitiva se detuvo en su mismo centro, donde se había dispuesto una especie de estrado de madera para la subasta, y alrededor del cual se extendía una colorida amalgama de puestos y tenderetes: vendedores de comida, bebida y todo tipo de artículos ofrecían su mercancía a los curiosos que ya se arremolinaban en las paradas, tanto elfos como hombres, incluso algún enano. Había plateros, campesinos, herreros, sanadores, alfareros, tejedores, prestamistas… sin olvidar a las prostitutas, los borrachos, los vagabundos, los charlatanes y los timadores de toda clase. Los golfillos pululaban por todas partes, intentando robar cualquier cosa que cayera en sus manos, un escaldo que por su aspecto provenía del Norte tocaba distraídamente una cítara sentado sobre unos barriles, y un clérigo de Naal Zahar predicaba toda suerte de desgracias para aquellos que no se convirtieran a la verdadera Fe, aunque sin demasiado éxito de público. La mezcla de olores era como mínimo desagradable, y el griterío de los vendedores, junto con los mugidos, ladridos, graznidos, relinchos, balidos, gruñidos y demás algarabía era ensordecedor. En definitiva, un auténtico mercado de esclavos.
Uno de los hombres de Caracortada se quedó junto a la puerta de la jaula y los demás se separaron para curiosear, aunque no se alejaron demasiado. Varios soldados de la Guardia de la Ciudad también estaban por allí, vigilando. El guerrero se sentó con gesto abatido y se recostó contra los barrotes. Las posibilidades de escapar seguían siendo prácticamente nulas. Al menos, la niebla había desaparecido casi por completo, aunque la mañana se había quedado fría y húmeda. En la plaza, frente a la plataforma, varios personajes de aspecto pintoresco y algo extravagante charlaban animadamente; eran sin duda los compradores. La mayoría eran elfos, de otras colonias o de las Islas, pero también había unos cuantos esclavistas venidos del Sur, del corazón del Imperio; era bien sabido que el anfiteatro del Emperador siempre necesitaba nuevos luchadores. Galed distinguió a Boladesebo, con sus mercenarios akari asomando por detrás de su enorme figura. Estaba hablando con dos hombres de barba larga y ropajes amplios y vistosos, que asentían a las palabras del elfo mientras no dejaban de observarle.
Unos cuantos chiquillos sucios y flacos se acercaron a la jaula y se asomaron por entre los barrotes, gritando y haciendo muecas. Nadie les hizo caso excepto Shäl, que se giró hacia ellos, pero antes de que pudiera decir nada una lluvia de fruta podrida le alcanzó de pleno. Los críos estallaron en un coro de risas y se alejaron corriendo antes de que el medioelfo tuviera tiempo de reaccionar.
—En vez de jugar, podrías ayudarme a salir de aquí —se mofó Galed—. ¿Qué dicen ahora tus presentimientos?
Shäl, herido en su dignidad, ni siquiera le miró, ocupado en limpiarse la porquería de encima.
En ese momento Caracortada se acercó junto a otro de sus hombres. El esclavista que vigilaba la puerta de la jaula les saludó, pero Caracortada no le hizo ningún caso; tenía los ojos clavados en Galed. El guerrero se puso en pie y le devolvió la mirada, desafiante. Sin mediar palabra, el otro esclavista sacó una ballesta y apuntó directamente al norteño. Durante un instante que pareció eterno nadie dijo nada. Finalmente, Caracortada cogió una llave que le colgaba del cinturón y abrió la puerta; a gritos, indicó al chico rubio y al viejo que salieran mientras el otro apuntaba alternativamente a Galed y a Shäl con el arma. Los dos elegidos salieron, algo atemorizados, y con una última mirada hacia Galed cargada de odio, Caracortada volvió a cerrar la puerta.
—Parece que no es de los que olvida con facilidad —comentó Shäl mientras el grupo se alejaba hacia el estrado.
Un pequeño revuelo indicó el comienzo de la subasta. Cuatro mujeres elfas subieron a la tarima, el primer lote del día. Se hizo todo el silencio posible en un lugar como aquél, mientras el público observaba con atención y escuchaba las palabras del subastador.
—¿Para cuándo tu premonición salvadora? —le preguntó Galed al medioelfo, que estaba de pie a su lado, mientras ya se oían las primeras pujas.
En ese preciso momento el estruendoso repicar de unas campanas rompió la mañana. La gente que abarrotaba el Mercado se quedó muda un instante, y luego, de súbito, la plaza entera pareció enloquecer al mismo tiempo. Todos gritaban, empujaban y corrían de un lado para otro, intentando averiguar el motivo de la alarma. Shäl se giró hacia el guerrero y le dedicó una mirada triunfal.
—Ahí la tienes, amigo —dijo con una gran sonrisa.
Espero que os deje buen sabor de boca para el V! Y como siempre, críticas y comentarios siempre son bienvenidos!
CAPÍTULO IV (parte II)
El sol acababa de despuntar sobre el mar y la niebla comenzaba a levantar tímidamente. Pese a lo temprano de la hora, durante el corto trayecto se encontraron con otros viajeros que también se dirigían a la ciudad, y que los miraban de reojo con curiosidad.
—Hoy el puerto va a estar a rebosar —comentó Shäl, observando a su vez a los grupos que transitaban por la calzada—. El mercado de esclavos atrae a mucha gente.
Galed, con gesto sombrío, se rascó la barba de varios días por toda respuesta. Tenía la vista fija en las imponentes murallas, cada vez más altas a medida que se acercaban. Los chillidos de las gaviotas delataban la cercanía del mar. A su derecha discurría el río Fares, próximo ya a su desembocadura. Ciudad y río compartían nombre, aunque era tema de discusión quién lo había tomado de quién. Los habitantes de la colonia, por supuesto, no tenían duda. Cuando finalmente se detuvieron frente a las enormes puertas un nutrido grupo de comerciantes, campesinos y algún caballero de aspecto importante ya esperaba con impaciencia. Al llegar su turno, los guardias saludaron con pomposidad al mercader, que se había asomado por entre los cortinajes del carruaje.
—Mira esos guardias —señaló Shäl—. Boladesebo debe de ser alguien importante.
—¿Le pones nombre a todo el mundo? —replicó Galed, aunque no pudo evitar que una sonrisa asomara a sus labios.
El bullicio les engulló en cuanto atravesaron las macizas puertas de hierro. A pesar de que apenas había amanecido, las calles de Puerto de Fares eran una barahúnda de gritos, risas, insultos y empujones; no en vano era una de las ciudades más grandes y ricas al norte del Estrecho, y como tal, apestaba a sudor, excrementos y basura. La mayor parte de los habitantes de Puerto de Fares eran elfos, sobre todo la clase dirigente, mercaderes y artesanos, aunque los humanos constituían una minoría importante, y la comunidad enana era pequeña pero enormemente influyente. En total, unas cien mil almas convivían tras los muros de la ciudad, a los que, en un día como aquél, debían sumarse todos aquellos que habían acudido hasta allí con la intención de vender sus mercancías, y los que se habían acercado con el propósito de comprarlas.
Las jaulas avanzaban con lentitud entre un mar de personas y animales de toda clase, muchos de los cuales iban en su misma dirección, hacia el puerto y el mercado de esclavos. El mercenario que conducía la jaula maldecía y gritaba sin cesar, y agitaba los brazos intentando abrirse paso, pero la ciudad estaba abarrotada y era imposible avanzar más deprisa. El carruaje de Boladesebo se había separado de ellos nada más cruzar las murallas; seguramente seguía otro camino menos concurrido.
—¡Echaba de menos esta ciudad, amigo! —exclamó Shäl, mirando a todas partes como si fuera un chiquillo y saludando a todo aquel que les miraba. Su actitud contrastaba claramente con la del resto de futuros esclavos: el anciano tenía su habitual mirada perdida y un fino hilillo de baba le resbalaba por la comisura de los labios, mientras que el niño rubio estaba tan asustado que había abandonado su rincón y estaba en el centro de la jaula, temblando y observando todo con los ojos desencajados de terror. Galed, por su parte, miraba en todas direcciones, impresionado y asqueado a partes iguales.
—Apuesto a que nunca habías estado en un sitio igual —dijo Shäl, percatándose de la expresión de su cara.
—Al menos, en ningún sitio que apestara tanto como éste —le respondió, mientras observaba el ir y venir de la gente. Algunos simplemente se paraban a mirarlos, otros les insultaban o les escupían. Varias mujeres ligeras de ropa se burlaron y les lanzaron besos desde un balcón cuando pasaron junto a ellas. Al cabo de un rato torcieron hacia la izquierda y una enorme cúpula, rodeada de esbeltas torrecillas, apareció descollando por encima de los tejados del resto de construcciones. Aun desde la distancia, se veía profusamente decorado.
—¿Eso es un templo? ¿A qué dios está dedicado? —preguntó a su compañero, señalando el edificio—. Nunca había visto nada parecido.
Shäl siguió con la mirada la dirección de su dedo y soltó una carcajada.
—El dios con más seguidores del mundo, amigo —guiñó un ojo—. Es la Lonja Central de Puerto de Fares. Todas las Casas de Gremio se reúnen allí para tratar sus asuntos y mercadear.
Dejaron atrás la Lonja y siguieron adelante, recorriendo el laberinto de calles durante al menos una hora, con el mar siempre al frente. A medida que se acercaban al puerto, el olor a pescado y salitre se hizo más y más patente, y las gaviotas se volvieron todavía más molestas. Tuvieron que franquear otra puerta para acceder a la zona de los muelles propiamente dicha, que quedaba fuera del recinto amurallado de la ciudad. Tras recorrer una calleja estrecha de casas viejas por fin, al doblar una esquina, pudieron divisar el gran arco de la bahía, con los malecones y embarcaderos adentrándose en ella como los dedos de una mano. Al fondo, en el extremo del espigón, una esbelta torre vigilaba celosamente la entrada a la dársena, que refulgía como oro fundido con las primeras luces de la mañana.
Numerosos barcos se encontraban atracados en perfecto orden, y la actividad era intensa: por todas partes había gente cargando o descargando mercancías de toda clase, ya fueran sacos, toneles, cajas, animales o personas.
Avanzaron por la explanada del puerto, con los muelles y el mar abajo a su derecha, y una sucesión de almacenes y tabernas de pésimo aspecto a la izquierda, hasta que ésta se ensanchó bruscamente formando una gran plaza con soportales. La comitiva se detuvo en su mismo centro, donde se había dispuesto una especie de estrado de madera para la subasta, y alrededor del cual se extendía una colorida amalgama de puestos y tenderetes: vendedores de comida, bebida y todo tipo de artículos ofrecían su mercancía a los curiosos que ya se arremolinaban en las paradas, tanto elfos como hombres, incluso algún enano. Había plateros, campesinos, herreros, sanadores, alfareros, tejedores, prestamistas… sin olvidar a las prostitutas, los borrachos, los vagabundos, los charlatanes y los timadores de toda clase. Los golfillos pululaban por todas partes, intentando robar cualquier cosa que cayera en sus manos, un escaldo que por su aspecto provenía del Norte tocaba distraídamente una cítara sentado sobre unos barriles, y un clérigo de Naal Zahar predicaba toda suerte de desgracias para aquellos que no se convirtieran a la verdadera Fe, aunque sin demasiado éxito de público. La mezcla de olores era como mínimo desagradable, y el griterío de los vendedores, junto con los mugidos, ladridos, graznidos, relinchos, balidos, gruñidos y demás algarabía era ensordecedor. En definitiva, un auténtico mercado de esclavos.
Uno de los hombres de Caracortada se quedó junto a la puerta de la jaula y los demás se separaron para curiosear, aunque no se alejaron demasiado. Varios soldados de la Guardia de la Ciudad también estaban por allí, vigilando. El guerrero se sentó con gesto abatido y se recostó contra los barrotes. Las posibilidades de escapar seguían siendo prácticamente nulas. Al menos, la niebla había desaparecido casi por completo, aunque la mañana se había quedado fría y húmeda. En la plaza, frente a la plataforma, varios personajes de aspecto pintoresco y algo extravagante charlaban animadamente; eran sin duda los compradores. La mayoría eran elfos, de otras colonias o de las Islas, pero también había unos cuantos esclavistas venidos del Sur, del corazón del Imperio; era bien sabido que el anfiteatro del Emperador siempre necesitaba nuevos luchadores. Galed distinguió a Boladesebo, con sus mercenarios akari asomando por detrás de su enorme figura. Estaba hablando con dos hombres de barba larga y ropajes amplios y vistosos, que asentían a las palabras del elfo mientras no dejaban de observarle.
Unos cuantos chiquillos sucios y flacos se acercaron a la jaula y se asomaron por entre los barrotes, gritando y haciendo muecas. Nadie les hizo caso excepto Shäl, que se giró hacia ellos, pero antes de que pudiera decir nada una lluvia de fruta podrida le alcanzó de pleno. Los críos estallaron en un coro de risas y se alejaron corriendo antes de que el medioelfo tuviera tiempo de reaccionar.
—En vez de jugar, podrías ayudarme a salir de aquí —se mofó Galed—. ¿Qué dicen ahora tus presentimientos?
Shäl, herido en su dignidad, ni siquiera le miró, ocupado en limpiarse la porquería de encima.
En ese momento Caracortada se acercó junto a otro de sus hombres. El esclavista que vigilaba la puerta de la jaula les saludó, pero Caracortada no le hizo ningún caso; tenía los ojos clavados en Galed. El guerrero se puso en pie y le devolvió la mirada, desafiante. Sin mediar palabra, el otro esclavista sacó una ballesta y apuntó directamente al norteño. Durante un instante que pareció eterno nadie dijo nada. Finalmente, Caracortada cogió una llave que le colgaba del cinturón y abrió la puerta; a gritos, indicó al chico rubio y al viejo que salieran mientras el otro apuntaba alternativamente a Galed y a Shäl con el arma. Los dos elegidos salieron, algo atemorizados, y con una última mirada hacia Galed cargada de odio, Caracortada volvió a cerrar la puerta.
—Parece que no es de los que olvida con facilidad —comentó Shäl mientras el grupo se alejaba hacia el estrado.
Un pequeño revuelo indicó el comienzo de la subasta. Cuatro mujeres elfas subieron a la tarima, el primer lote del día. Se hizo todo el silencio posible en un lugar como aquél, mientras el público observaba con atención y escuchaba las palabras del subastador.
—¿Para cuándo tu premonición salvadora? —le preguntó Galed al medioelfo, que estaba de pie a su lado, mientras ya se oían las primeras pujas.
En ese preciso momento el estruendoso repicar de unas campanas rompió la mañana. La gente que abarrotaba el Mercado se quedó muda un instante, y luego, de súbito, la plaza entera pareció enloquecer al mismo tiempo. Todos gritaban, empujaban y corrían de un lado para otro, intentando averiguar el motivo de la alarma. Shäl se giró hacia el guerrero y le dedicó una mirada triunfal.
—Ahí la tienes, amigo —dijo con una gran sonrisa.
fin del capítulo IV
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