18/12/2016 02:04 PM
Nuevo capítulo! Volvemos con nuestra querida Irne que estaba algo abandonada. Esta vez el capítulo está completo, no tiene diferentes escenas en las que pueda cortar, así que espero que no se haga demasiado largo...
Espero vuestras opiniones, como siempre mil gracias!
El viento hacía ondear los cabellos de Irne mientras su caballo, veloz como una flecha, volaba sobre el camino levantando una nube de polvo y hojas secas a su paso.
Un poco más atrás, un grupo de cuatro o cinco jinetes espoleaban con insistencia a sus monturas en medio de un estrépito de cascos y entrechocar de piezas metálicas, persiguiéndola. Se encontraban a media milla de distancia, quizá algo más, pero la ventaja de la fugitiva se reducía lentamente.
Le estaban dando alcance.
La terinia miró con nerviosismo hacia atrás y luego a su caballo, que sudaba y echaba espuma por la boca; el animal estaba al límite de su resistencia, no podría mantener el ritmo por mucho más tiempo.
—Vamos, vamos, un poco más —susurró, dirigiéndose a su montura—. Ya casi estamos.
Atravesaban una zona boscosa húmeda y sombría, la vegetación era tan tupida que las copas de los árboles a ambos lados del camino se entrelazaban sobre las cabezas de los jinetes, formando una bóveda natural por la que apenas se filtraba un rayo de luz de vez en cuando. Irne se giró de nuevo. Estaban cada vez más cerca.
Fustigó al caballo mientras intentaba controlar el pánico creciente que se iba extendiendo por su interior. Ya casi estaban.
Conocía bien la ruta: su padre y ella la habían recorrido varias veces cuando, en vez de regresar directamente a Ardarya a través de los pasos montañosos de Teringya, se desviaban hacia Puerto de Fares siguiendo el río hasta su desembocadura para luego embarcar en alguna de las naves que zarpaban a diario rumbo al Norte, bordeando la costa. El viaje era considerablemente más largo, pero su padre tenía conocidos en la colonia élfica y a menudo tenía asuntos que tratar allí.
Había decidido tomar esa ruta porque seguramente a nadie se le ocurriría que pudiera huir en esa dirección, y apenas estaría vigilada. Su apuesta le había salido bien y había llegado a la frontera misma del Imperio sin ningún percance.
Hasta que se había dado de bruces con aquellos jinetes.
La calzada comenzó a describir una amplia curva a la izquierda, y después la espesura se abrió de súbito para dar paso a una gran área despejada iluminada por el sol. Los ojos de la fugitiva brillaron con alegría. Allí, al final de una suave pendiente, se divisaba el río Fares, que discurría en todo ese tramo encajonado por un gran cañón. Sobre él, un viejo puente de madera conectaba ambas riberas. Por fin. Desde allí, Puerto de Fares quedaba a menos de un día de camino. En teoría, la orilla norte quedaba fuera de la jurisdicción del Imperio, pero Irne dudaba de que aquello fuera a detener a sus perseguidores. Confiaba más en el puesto de control que tenía la milicia de la colonia élfica cerca del río.
Estaba ya muy cerca cuando un movimiento en uno de los laterales del puente atrajo su atención. Un soldado, un infante que portaba una pica, se acababa de incorporar, seguramente alertado por el ruido de su caballo, y la miraba con una expresión a medio camino entre la curiosidad y el asombro, que cambió de inmediato al ver el grupo de jinetes que la perseguía. Asió con fuerza la lanza y gritó algo; enseguida surgieron de entre las sombras del bosque tres piqueros más que se colocaron en formación junto a él, bloqueando la entrada del puente.
Irne palideció y tiró de las riendas con brusquedad. El caballo resopló y se encabritó, sorprendido por la súbita parada, pero la joven se mantuvo sobre la silla con pericia. Su mirada se dirigió hacia la otra orilla; una torre achaparrada se erguía sobre un pequeño otero a cierta distancia del río. Era el puesto fronterizo de la milicia. Su función principal consistía en cobrar el tributo de pontazgo, pero eran hombres de armas, al fin y al cabo, si conseguía llegar hasta allí estaría a salvo; aún conservaba la documentación que le había entregado su padre y la guarnición élfica la protegería.
Pero primero debía cruzar el puente.
La joven miró adelante y atrás con desesperación al tiempo que se esforzaba por contener la oleada de pánico amenazaba con inundarla por dentro. Sus perseguidores estaban ya muy cerca, podía sentir el temblor de la tierra bajo los cascos de sus caballos como el eco de un trueno lejano. Por el otro lado, los infantes también habían comenzado a acercarse a ella lentamente. Su mirada buscó la otra orilla una vez más, y unas lágrimas, mezcla de frustración y rabia, asomaron a sus ojos. No había salida, estaba atrapada.
Bajó la vista y de repente se percató de una pequeña senda, apenas una trocha de cazadores, que surgía del camino junto a ella y se perdía serpenteando en el interior del bosque. Una chispa de esperanza prendió en su interior. Podría intentar huir por allí, pero habría de abandonar al caballo, el sendero era demasiado estrecho y estaba lleno de maleza; imposible que el animal pudiera pasar por allí. Respiró hondo, intentando pensar con claridad pese al miedo que la atenazaba. Comenzó a sudar. Quizá el sendero no llevara a ningún sitio. Quizá ni siquiera era un camino, y se terminaba unos pasos más allá. Miró una vez más a los jinetes, y luego de nuevo al sendero. Se trataba de una idea desesperada, pero la situación también lo era. Sin pensárselo dos veces, descabalgó de un salto y se adentró en la espesura a la carrera.
En cuanto atravesó la línea de árboles la penumbra del bosque la envolvió como un pesado manto y una avalancha de sonidos y olores inundó sus sentidos. El invierno se acercaba y la tierra olía a frío y humedad. Se adentró en el bosque, corriendo lo más deprisa posible, pero el sendero era muy estrecho y a cada paso la vegetación se hacía más y más densa, hasta el punto de taparlo por completo en algunos puntos. Multitud de arbustos y raíces la golpeaban; la ropa se le desagarró en varios sitios y una rama le arañó en la cara. Oyó ruidos y voces a su espalda, gritos. Se giró y vio que los jinetes también habían desmontado y la seguían hacia el interior del bosque; estaba claro que no pensaban abandonar tan fácilmente.
Corrió todavía más deprisa, esquivando ramas y matorrales. La senda cambiaba continuamente de dirección sin motivo aparente, y acabó desorientada. Empezó a fatigarse, le costaba respirar y le ardía el pecho, pero aun así no conseguía dejar atrás a sus perseguidores; más bien al contrario, parecían estar cada vez más cerca. De pronto tropezó con una piedra, perdió el equilibrio y cayó al suelo de bruces. Se incorporó con esfuerzo, jadeando y escupiendo tierra. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Tenía que continuar.
Un grito detrás de ella hizo que la sangre se le helara en las venas. La habían visto. Resistió el impulso de girarse y siguió adelante. El trazado era ahora más recto y podía avanzar más rápidamente; incluso algo más adelante parecía que la vegetación se abría. En efecto, al poco el camino desembocó bruscamente en un claro. Irne salió corriendo de la espesura y de pronto se frenó en seco, paralizada. No podía ser cierto. Cayó de rodillas y miró al cielo. Habría gritado de rabia, de frustración, de impotencia, pero no le quedaba aliento.
Ante ella se extendía una pequeña explanada de roca desnuda, completamente plana, como un balcón natural, que sobresalía de lo alto de la pared del cañón. Desde abajo llegaba el estruendo de las impetuosas aguas del Fares en su camino al mar. A su alrededor, flotando en el aire, minúsculas gotitas de espuma relucían como brillantes al sol. No había dónde ir, ni dónde esconderse. Había llegado a un callejón sin salida.
La terinia se volvió de nuevo hacia el bosque pero antes de dar un paso se encontró cara a cara con uno de sus perseguidores. Para su sorpresa, era un elfo. Portaba una sencilla armadura de cuero de diseño bastante peculiar, gastada pero bien conservada, además de protecciones en brazos y piernas; una espada le colgaba del costado y varios cuchillos asomaban por distintas partes de su cuerpo. Aparte de su vestimenta, destacaba por encima de todo su cabeza: tenía el cráneo completamente rapado excepto una franja en el centro, formando una cresta, y a ambos lados de ésta, sobre el cuero cabelludo y descendiendo hacia el cuello, tenía tatuados unos extraños dibujos de espirales. El elfo, que aún no había pronunciado palabra, dio un paso adelante, con sus ojos rasgados fijos en ella.
Irne tragó saliva con dificultad. De repente se le había secado la boca. Aquel elfo desprendía una sensación de peligro tan evidente que un escalofrío le recorrió la espalda de arriba a abajo. Retrocedió poco a poco mientras miraba desesperadamente en todas direcciones intentando encontrar una salida que no existía. El corazón le latía desbocado en el pecho. Con un gesto rápido desenvainó un pequeño cuchillo que llevaba al cinto. Sólo era uno, quizás…
En ese momento otro elfo apareció por el sendero. Luego otro, y otro más. Todos llevaban una armadura similar, un peinado igual de extravagante y los mismos curiosos tatuajes. La joven retrocedió todavía más hasta el mismo borde del precipicio. Miró hacia atrás; ya no podía ir más lejos. Uno de los hombres desenvainó su espada; una hoja larga y finísima que brilló reluciente al sol, pero el que había llegado primero se adelantó y le detuvo con un ademán autoritario, dejando claro que quería ocuparse personalmente de la situación. Lentamente, avanzó hacia Irne solo, sin quitarle los ojos de encima, hasta que quedaron frente a frente. Nadie se movía, nadie hablaba. Se hizo un silencio expectante. En las canciones de los bardos, era en momentos como aquél cuando sucedía algo inesperado que permitía al héroe escapar de sus enemigos; pero no parecía que estuvieran ante una de esas situaciones. El elfo tendió su mano izquierda hacia la chica y pronunció una sola palabra con voz clara, firme. Una voz acostumbrada a ser obedecida.
—Ven.
Irne observó fijamente el brazo del elfo sin decir nada. Sentía colgando de su cuello el cilindro con los documentos que le habían robado al Emperador. Desde que su padre se lo había entregado en los subterráneos del Palacio, aquella noche que parecía tan lejana, no se lo había quitado en ningún momento. Miró hacia abajo. Las aguas del Fares rugían furiosas, estrellándose contra las pulidas paredes de la garganta. Desde donde se encontraba, la caída era de varias veces la altura de un hombre. Era una locura. Si chocaba contra el fondo, moriría; si el agua la golpeaba contra las rocas, moriría; si perdía el sentido y se ahogaba, moriría. La mano seguía extendida frente a ella. No tenía otra opción.
Cerró los ojos y saltó al vacío.
Espero vuestras opiniones, como siempre mil gracias!
CAPÍTULO VI
El viento hacía ondear los cabellos de Irne mientras su caballo, veloz como una flecha, volaba sobre el camino levantando una nube de polvo y hojas secas a su paso.
Un poco más atrás, un grupo de cuatro o cinco jinetes espoleaban con insistencia a sus monturas en medio de un estrépito de cascos y entrechocar de piezas metálicas, persiguiéndola. Se encontraban a media milla de distancia, quizá algo más, pero la ventaja de la fugitiva se reducía lentamente.
Le estaban dando alcance.
La terinia miró con nerviosismo hacia atrás y luego a su caballo, que sudaba y echaba espuma por la boca; el animal estaba al límite de su resistencia, no podría mantener el ritmo por mucho más tiempo.
—Vamos, vamos, un poco más —susurró, dirigiéndose a su montura—. Ya casi estamos.
Atravesaban una zona boscosa húmeda y sombría, la vegetación era tan tupida que las copas de los árboles a ambos lados del camino se entrelazaban sobre las cabezas de los jinetes, formando una bóveda natural por la que apenas se filtraba un rayo de luz de vez en cuando. Irne se giró de nuevo. Estaban cada vez más cerca.
Fustigó al caballo mientras intentaba controlar el pánico creciente que se iba extendiendo por su interior. Ya casi estaban.
Conocía bien la ruta: su padre y ella la habían recorrido varias veces cuando, en vez de regresar directamente a Ardarya a través de los pasos montañosos de Teringya, se desviaban hacia Puerto de Fares siguiendo el río hasta su desembocadura para luego embarcar en alguna de las naves que zarpaban a diario rumbo al Norte, bordeando la costa. El viaje era considerablemente más largo, pero su padre tenía conocidos en la colonia élfica y a menudo tenía asuntos que tratar allí.
Había decidido tomar esa ruta porque seguramente a nadie se le ocurriría que pudiera huir en esa dirección, y apenas estaría vigilada. Su apuesta le había salido bien y había llegado a la frontera misma del Imperio sin ningún percance.
Hasta que se había dado de bruces con aquellos jinetes.
La calzada comenzó a describir una amplia curva a la izquierda, y después la espesura se abrió de súbito para dar paso a una gran área despejada iluminada por el sol. Los ojos de la fugitiva brillaron con alegría. Allí, al final de una suave pendiente, se divisaba el río Fares, que discurría en todo ese tramo encajonado por un gran cañón. Sobre él, un viejo puente de madera conectaba ambas riberas. Por fin. Desde allí, Puerto de Fares quedaba a menos de un día de camino. En teoría, la orilla norte quedaba fuera de la jurisdicción del Imperio, pero Irne dudaba de que aquello fuera a detener a sus perseguidores. Confiaba más en el puesto de control que tenía la milicia de la colonia élfica cerca del río.
Estaba ya muy cerca cuando un movimiento en uno de los laterales del puente atrajo su atención. Un soldado, un infante que portaba una pica, se acababa de incorporar, seguramente alertado por el ruido de su caballo, y la miraba con una expresión a medio camino entre la curiosidad y el asombro, que cambió de inmediato al ver el grupo de jinetes que la perseguía. Asió con fuerza la lanza y gritó algo; enseguida surgieron de entre las sombras del bosque tres piqueros más que se colocaron en formación junto a él, bloqueando la entrada del puente.
Irne palideció y tiró de las riendas con brusquedad. El caballo resopló y se encabritó, sorprendido por la súbita parada, pero la joven se mantuvo sobre la silla con pericia. Su mirada se dirigió hacia la otra orilla; una torre achaparrada se erguía sobre un pequeño otero a cierta distancia del río. Era el puesto fronterizo de la milicia. Su función principal consistía en cobrar el tributo de pontazgo, pero eran hombres de armas, al fin y al cabo, si conseguía llegar hasta allí estaría a salvo; aún conservaba la documentación que le había entregado su padre y la guarnición élfica la protegería.
Pero primero debía cruzar el puente.
La joven miró adelante y atrás con desesperación al tiempo que se esforzaba por contener la oleada de pánico amenazaba con inundarla por dentro. Sus perseguidores estaban ya muy cerca, podía sentir el temblor de la tierra bajo los cascos de sus caballos como el eco de un trueno lejano. Por el otro lado, los infantes también habían comenzado a acercarse a ella lentamente. Su mirada buscó la otra orilla una vez más, y unas lágrimas, mezcla de frustración y rabia, asomaron a sus ojos. No había salida, estaba atrapada.
Bajó la vista y de repente se percató de una pequeña senda, apenas una trocha de cazadores, que surgía del camino junto a ella y se perdía serpenteando en el interior del bosque. Una chispa de esperanza prendió en su interior. Podría intentar huir por allí, pero habría de abandonar al caballo, el sendero era demasiado estrecho y estaba lleno de maleza; imposible que el animal pudiera pasar por allí. Respiró hondo, intentando pensar con claridad pese al miedo que la atenazaba. Comenzó a sudar. Quizá el sendero no llevara a ningún sitio. Quizá ni siquiera era un camino, y se terminaba unos pasos más allá. Miró una vez más a los jinetes, y luego de nuevo al sendero. Se trataba de una idea desesperada, pero la situación también lo era. Sin pensárselo dos veces, descabalgó de un salto y se adentró en la espesura a la carrera.
En cuanto atravesó la línea de árboles la penumbra del bosque la envolvió como un pesado manto y una avalancha de sonidos y olores inundó sus sentidos. El invierno se acercaba y la tierra olía a frío y humedad. Se adentró en el bosque, corriendo lo más deprisa posible, pero el sendero era muy estrecho y a cada paso la vegetación se hacía más y más densa, hasta el punto de taparlo por completo en algunos puntos. Multitud de arbustos y raíces la golpeaban; la ropa se le desagarró en varios sitios y una rama le arañó en la cara. Oyó ruidos y voces a su espalda, gritos. Se giró y vio que los jinetes también habían desmontado y la seguían hacia el interior del bosque; estaba claro que no pensaban abandonar tan fácilmente.
Corrió todavía más deprisa, esquivando ramas y matorrales. La senda cambiaba continuamente de dirección sin motivo aparente, y acabó desorientada. Empezó a fatigarse, le costaba respirar y le ardía el pecho, pero aun así no conseguía dejar atrás a sus perseguidores; más bien al contrario, parecían estar cada vez más cerca. De pronto tropezó con una piedra, perdió el equilibrio y cayó al suelo de bruces. Se incorporó con esfuerzo, jadeando y escupiendo tierra. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Tenía que continuar.
Un grito detrás de ella hizo que la sangre se le helara en las venas. La habían visto. Resistió el impulso de girarse y siguió adelante. El trazado era ahora más recto y podía avanzar más rápidamente; incluso algo más adelante parecía que la vegetación se abría. En efecto, al poco el camino desembocó bruscamente en un claro. Irne salió corriendo de la espesura y de pronto se frenó en seco, paralizada. No podía ser cierto. Cayó de rodillas y miró al cielo. Habría gritado de rabia, de frustración, de impotencia, pero no le quedaba aliento.
Ante ella se extendía una pequeña explanada de roca desnuda, completamente plana, como un balcón natural, que sobresalía de lo alto de la pared del cañón. Desde abajo llegaba el estruendo de las impetuosas aguas del Fares en su camino al mar. A su alrededor, flotando en el aire, minúsculas gotitas de espuma relucían como brillantes al sol. No había dónde ir, ni dónde esconderse. Había llegado a un callejón sin salida.
La terinia se volvió de nuevo hacia el bosque pero antes de dar un paso se encontró cara a cara con uno de sus perseguidores. Para su sorpresa, era un elfo. Portaba una sencilla armadura de cuero de diseño bastante peculiar, gastada pero bien conservada, además de protecciones en brazos y piernas; una espada le colgaba del costado y varios cuchillos asomaban por distintas partes de su cuerpo. Aparte de su vestimenta, destacaba por encima de todo su cabeza: tenía el cráneo completamente rapado excepto una franja en el centro, formando una cresta, y a ambos lados de ésta, sobre el cuero cabelludo y descendiendo hacia el cuello, tenía tatuados unos extraños dibujos de espirales. El elfo, que aún no había pronunciado palabra, dio un paso adelante, con sus ojos rasgados fijos en ella.
Irne tragó saliva con dificultad. De repente se le había secado la boca. Aquel elfo desprendía una sensación de peligro tan evidente que un escalofrío le recorrió la espalda de arriba a abajo. Retrocedió poco a poco mientras miraba desesperadamente en todas direcciones intentando encontrar una salida que no existía. El corazón le latía desbocado en el pecho. Con un gesto rápido desenvainó un pequeño cuchillo que llevaba al cinto. Sólo era uno, quizás…
En ese momento otro elfo apareció por el sendero. Luego otro, y otro más. Todos llevaban una armadura similar, un peinado igual de extravagante y los mismos curiosos tatuajes. La joven retrocedió todavía más hasta el mismo borde del precipicio. Miró hacia atrás; ya no podía ir más lejos. Uno de los hombres desenvainó su espada; una hoja larga y finísima que brilló reluciente al sol, pero el que había llegado primero se adelantó y le detuvo con un ademán autoritario, dejando claro que quería ocuparse personalmente de la situación. Lentamente, avanzó hacia Irne solo, sin quitarle los ojos de encima, hasta que quedaron frente a frente. Nadie se movía, nadie hablaba. Se hizo un silencio expectante. En las canciones de los bardos, era en momentos como aquél cuando sucedía algo inesperado que permitía al héroe escapar de sus enemigos; pero no parecía que estuvieran ante una de esas situaciones. El elfo tendió su mano izquierda hacia la chica y pronunció una sola palabra con voz clara, firme. Una voz acostumbrada a ser obedecida.
—Ven.
Irne observó fijamente el brazo del elfo sin decir nada. Sentía colgando de su cuello el cilindro con los documentos que le habían robado al Emperador. Desde que su padre se lo había entregado en los subterráneos del Palacio, aquella noche que parecía tan lejana, no se lo había quitado en ningún momento. Miró hacia abajo. Las aguas del Fares rugían furiosas, estrellándose contra las pulidas paredes de la garganta. Desde donde se encontraba, la caída era de varias veces la altura de un hombre. Era una locura. Si chocaba contra el fondo, moriría; si el agua la golpeaba contra las rocas, moriría; si perdía el sentido y se ahogaba, moriría. La mano seguía extendida frente a ella. No tenía otra opción.
Cerró los ojos y saltó al vacío.
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