15/03/2015 11:35 AM
6.TERGNÓMIDON
Norte de Gallendia,14 de xunetu del 520 p.F.
Norte de Gallendia,14 de xunetu del 520 p.F.
Con las primeras luces del sol estaban de nuevo en camino; dirección poniente, con la Cordillera del Firmamento siempre a su diestra. Recorrían una zona conocida como los Páramos de Berdain; y el nombre resultaba muy adecuado. Una región relativamente accidentada y salvaje, totalmente inhabitada. Las rutas comerciales que habían promovido la nueva red de carreteras del continente de Geadia preferían rodear aquella zona por varios motivos. El primero era la escasez de poblaciones en las que descansar y el segundo la escasez de poblaciones en las que vender. Mientel no había dado muchos datos sobre su destino; sólo la dirección que debían seguir y una estatua como única referencia para reconocerlo.
Durante dos días atravesaron bosques y colinas llenos de alimento para un cazador experto como Leth. La caminata fue dura, pero tuvieron la suerte de dar con una antigua carretera que les llevaba en la dirección correcta y hacía la travesía más sencilla. El estado de la calzada no era bueno; los siglos y los elementos habían no la habían tratado bien, así que debían tener cuidado para no tropezar o meter el pie en un socavón. La vegetación aprovechaba la más mínima grieta para emerger a la superficie, hasta tal punto que en cierto momento se vieron obligados a rodear un enorme roble que había crecido abriéndose camino entre el duro asfalto. Además, de vez en cuando, la senda desaparecía durante largos tramos cubierta por pastos, derrumbes, aluviones y riachuelos, solo para reaparecer varios metros por delante. Y así fue hasta salvar un pequeño barranco. El puente hacía mucho que había sido arrastrado río abajo, por lo que tuvieron que descender a la cañada y cruzar con el agua a la altura de las pantorrillas. Al ascender al otro lado, no había rastro de la carretera. Tuvieron que abrirse camino campo a través.
En la tarde del tercer día, cuando Leth se planteaba la posibilidad de tener que dar la vuelta, vio lo que buscaban. Acababan de escalar una pequeña colina y ante ellos se extendía una amplia llanura. Allí reencontraron la calzada que habían seguido: llegaba desde el noreste y se internaba entre los edificios derruidos que ocupaban la parte occidental de la planicie. Por la altura de las construcciones, de dos o tres plantas, y la extensión del perímetro, se podía deducir que en su día había sido un pequeño pueblo de unos cuantos miles de habitantes. Y en la plaza central estaba lo que buscaban. Sobresaliendo por encima de las otras construcciones se alzaba un soldado gigante, vigilante sobre las ruinas. Un hombre con un fusil al que le faltaba la punta. Ese era el único detalle que lo identificaba como militar a ojos de los compañeros pues no portaba armadura, sólo una especie de chaleco y un casco similar a un orinal.
—Bueno, parece que aquí estamos, chico —dijo Leth, soltando las correas de su macuto para posarlo en el suelo—. En esa ciudad estará el hombre que buscamos.
—¿Qué sabes de ese hombre? —preguntó Árzak, angustiado. Había intentado sonsacárselo varias veces durante el viaje y la negativa del cazador a dar respuestas le ponía nervioso.
—Ya no hay marcha atrás, y a estas alturas no decirlo carece de sentido. Donde dije hombre, tal vez debí haber dicho demonio.
—¿Mi padre quería que fuese con un demonio? —preguntó con los ojos muy abiertos, al tiempo que tragaba saliva imaginando a una criatura similar a un faester de mirada cruel, viviendo en una mazmorra ensangrentada.
—Así es. Quiero creer que aunque no lo entendamos, Sallen y Mientel tenían sus motivos para dejarte aquí. ¡Seguro que estás bien! —añadió, palmeando al crío en el hombro.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —dijo Árzak, señalando la mochila del suelo.
—Chico, yo no seguiré contigo —Árzak miró asustado a Leth, aterrado ante la perspectiva de adentrarse solo en las ruinas—. Si te quedas más tranquilo, esperaré aquí un día por si vuelves. No hay que descartar la opción de que el lugar esté desierto.
—¿Y si lo que hay son enemigos? —Árzak se enfrentaba de pronto a un paso importante en su vida y no se sentía preparado para hacerlo solo.
—Estaré preparado para ayudarte —respondió Leth asintiendo con energía y, poniendo una mano en el hombro del niño, añadió con una sonrisa—: Esto no es una despedida. Recuerda que dentro de unos años tendremos que volver a viajar juntos.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—Está bien... —dijo Árzak, después de respirar profundamente. Parecía que iba a irse, pero en el último momento se dio la vuelta y abrazó a Leth—. Te echaré de menos.
—Y yo a ti, chico. —Leth le devolvió el abrazo, mientras intentaba disimular la lágrima que le caía por la mejilla—. Pasaré a verte cuando pueda.
Sin decir nada más, Árzak echó a andar hacia las ruinas. No quería mirar atrás, sabía que si lo hacía el miedo podría con él y daría la vuelta. Así que centró la vista al frente y avanzó con paso resuelto.
Leth había solucionado algunos de los problemas del arnés de la espada del crío, lo suficiente al menos para que no la arrastrara, gracias a una nueva cincha que le pasaba bajo el brazo derecho. Aun así viajar con él resultaba muy incómodo y le producía rozaduras. Estaba decidido a no quitárselo por la convicción de que le endurecería.
El cazador se quedó de pie vigilando desde su atalaya como descendía y se alejaba, cuando de pronto tuvo una extraña visión. Durante unos segundos, no veía a un niño con una espada de su tamaño caminando a trompicones por el llano. Ante él tenía a un hombre adulto que avanzaba con paso seguro, dirigiéndose hacia el horizonte rodeado por un aura oscura.
La imagen era tan real que Leth incluso sentía la energía que desprendía aquel hombre; una fuerza tal que durante unos instantes aplastó su cuerpo impidiéndole respirar. Se derrumbó falto de aire y presa de la angustia trató de llenar sus pulmones a la desesperada; por suerte el efecto pasó rápido. Cuando levantó la mirada, volvió a ver al niño que tan bien conocía.
Sabía que lo acababa de vivir era real, pero no era capaz de encontrarle sentido «¿Es posible que éso sea el futuro?». Descartó esos pensamientos por absurdos y lo achacó al cansancio. Siguió allí hasta que lo vio desaparecer entre las ruinas y se sentó a descansar sin darle más importancia. Pasó la noche en la colina y por la mañana, al no tener noticias del crío, emprendió viaje al norte.
***
Desde luego era difícil imaginarse a alguien viviendo en aquel lugar. Al acercarse, Árzak comprobó que los edificios que de lejos parecían sólidos no proporcionaban cuatro paredes ni en el mejor de los casos.
Dio un rodeo hasta llegar al lugar en que la carretera se convertía en calle, plagada de coches oxidados y llena de cascotes. De pronto sus pasos retumbaron con sonido metálico. Investigó un poco y comprobó que bajo el polvo había un letrero. Con el pie quitó la tierra que lo cubría para dejar a la vista un rótulo de chapa azul con una palabra escrita en blanco: Perlin.
Dudó durante un instante, pero una vez allí ya sólo tenía que dar un paso, y un segundo y un tercero… y cuando quiso darse cuenta caminaba entre los edificios vacíos, por siglos de saqueos. Estaba asustado, esperando ver aparecer una legión de faesters de entre los escombros, encabezados por un demonio de aspecto monstruoso. Nada apareció, y recorrió las ruinas en dirección a la estatua, visible desde casi cualquier punto.
Tardó quince minutos, pues tuvo que dar muchos rodeos y al fin, tras atravesar un pequeño callejón, pasar bajo una viga y saltar un murete, llegó a una amplia plaza. Allí, rodeado por los restos del pueblo que estaba obligado a vigilar, se erguía el soldado. La estatua era gigantesca, medía más de veinte metros y se encontraba sobre un pequeño edificio de hormigón. Sorprendía ver una construcción intacta entre tanta destrucción. Al acercarse, distinguió un ventanuco en un lateral y, sobre él, un letrero emborronado por el óxido y la mugre en el que sólo se podía leer ¨Taq¨. Junto a él había una puerta indistinguible del muro; de hecho no la diferenció hasta estar a unos pocos metros. Corrió hacia ella, decidido, y agarró el picaporte.
—¿Se puede saber adónde vas? —dijo una voz rasposa desde el tejado. Al mirar hacia arriba unas piernas que no estaban ahí antes, colgaban sobre él.
Caminó de espaldas, hasta tener a la vista al hombre que se sentaba despreocupado al borde de una caída de unos diez metros. El pelo rojo y corto resplandecía con los últimos rayos del sol; un color peculiar para una persona, también presente en unas cejas pobladas y arqueadas hacia los lados y en los pelos del pecho que asomaban por la camisa entreabierta. Su nariz era muy afilada, y junto a unos labios finos y curvados, que mantenían una sonrisa inquietante, le daba un aspecto malvado. Pero Árzak no se fijaría en esos detalles hasta más adelante, pues había algo que lo mantenía hipnotizado: el único rasgo que no dejaba lugar a dudas sobre su origen no humano: los ojos. Los iris eran negros; no del color que acostumbramos a ver entre la gente normal, que tiende al marrón. Estos eran iguales que el carbón, oscuridad pura e inquietante. Y lo eran aún más por estar atravesados por dos finas líneas verticales similares a las de un gato; si los gatos tuviesen las pupilas moradas y los extremos superiores e inferiores en forma de punta de flecha.
—¿Te vas a quedar ahí parado, mirándome? —preguntó el extraño, cansado del escrutinio.
—¿Qui...quién eres? —contestó Árzak, intentando teñir su voz de aplomo y fracasando en el intento.
—Creo que eso debería preguntarlo yo. Al fin y al cabo eres tú el que se ha colado en mi casa.
—Soy Árz...
—El cachorro de Sallen —le cortó el demonio, con medio labio levantado, dejando a la vista un gran colmillo amarillento. El muchacho enmudeció y se quedó petrificado con la boca abierta. Se sentía como una liebre ante una serpiente empachada—. No me mires así. Llevas a una vieja conocida colgando a la espalda. —Al mencionar a Askhar no pudo evitar acariciarse el hombro con una mueca de dolor.
El demonio bajó de un salto, ignorando la altura y se acercó lentamente al chico entre el revoloteo de una gabardina marrón.
—Y bien, cachorro. —El tono con el que hablaba erizó el vello de la nuca del crío—. ¿Dónde está tu padre? ¿Por qué no te acompaña?
—Mi padre está muerto —respondió apretando los dientes, dolido ante el desprecio que mostraba ese ser hacia Sallen—. Me llamo Árzak y no soy ningún cachorro. Dado que ya sabes todo sobre mí, ¿responderás a mi pregunta?
—¡Vaya! —Una horrible carcajada resonó en la plaza. Cuando el ataque estuvo controlado, el demonio habló riendo aún por lo bajo—: Desde luego tienes agallas. Pero no olvides que a mis ojos, sigues siendo un cachorro de humano. Mi nombre es Tergnómidon. Aunque los humanos preferís llamarme Terg. A vuestros cerebros subdesarrollados les cuesta retener nombres largos.
—Terg... —musito Árzak, llevándose la mano a la barbilla—. ¿Tú vas a cuidar de mí ahora?
La sonrisa fue sustituida por una grotesca cara de repulsión.
—¡¿Cuidarte?! —preguntó Terg, con un grito. «¿Cuidar a otro mocoso Kholler?», pensó horrorizado. «No, gracias. Aunque... Su aura es prometedora... Tal vez él...». Entrecerró los ojos evaluando al niño, y reapareció la sonrisa—. Así que papi muere, no sin antes mandarte aquí para que te entrene. Igual que lo entrené a él.
—¿Tú entrenaste a mi padre?
—Sin contarte nada sobre mí, además —asintió satisfecho ampliando su sonrisa.
—No pude hablar con él antes de... —evitó la palabra “morir”, con un gesto vago de la mano.
—Es posible... —murmuró más para sí mismo que para Árzak—. Imagino que tendré que alimentarte... Sígueme.
Sin esperar respuesta, Terg se dirigió a la puerta y se detuvo con la manilla en la mano al ser consciente de que nadie iba tras él. Al niño aquel ser le aterraba, y más aún con la mirada ladina que le acababa de dedicar por encima del hombro, antes de entrar en el edificio. Tomó aire y recordó su nueva determinación de hacerse más fuerte; y no había mejor forma de conseguirlo que bajo las enseñanzas del tutor de su padre.
Entró con paso decidido para descubrir, no sin cierto alivio, que no le conducía a una sala de torturas, como había imaginado. Todo lo contrario, pues se encontraba en una enorme habitación vacía, con baldosas ajedrezadas y una escalera que rodeaba las paredes hacia el piso superior. Bajo ella, había un camastro y junto a él un baúl en el que rebuscaba Terg.
Le pidió con un gesto que cerrase la puerta y se acercó a una hoguera situada en el centro de la estancia, sobre la que pendía un perol humeante. Le tendió un cuenco y una cuchara que había sacado del baúl, y le invitó a servirse levantando la tapa de la olla. Árzak dudó temiendo que planease envenenarlo. El demonio lanzó otra carcajada.
—Tu padre hizo lo mismo. —Volvió a poner la tapa y se echó en la cama—. Es un guiso de ciervo con patatas. No es veneno. Los demonios no comemos necesariamente corazones humanos.
—¿Corazones...? —Árzak estaba horrorizado. No se le había ocurrido la posibilidad de ser alimento de demonios.
Un nuevo ataque de hilaridad de Terg sobresaltó al chico, que dio un salto en el sitio.
—Era lo que Sallen pensaba que le iba a dar de comer —de pronto su voz se volvió más grave y menos rasposa—. Come sin miedo. Mañana empezará el entrenamiento y créeme, necesitarás estar en condiciones.
Árzak llenó el cuenco y se sentó en el suelo lejos de su anfitrión. Probó una cucharada reticente para descubrir sorprendido que estaba riquísimo. Dio cuenta de ello en cuestión de segundos, casi sin masticar y repitió dos veces. Cuando terminó, Terg le tiró una manta y abandonó el cuarto.
Más tranquilo, desabrochó el arnés y lanzó un suspiro de alivio al posar la espada en el suelo; la sujeción le estaba matando y las llagas le dolían horrores. Cansado del viaje y con la barriga llena, la modorra se apoderó de él. Se acostó sobre los fríos azulejos, y se durmió en segundos.
Cuando despertó, seguía solo en el cuarto. La cama de Terg estaba igual que el día anterior. Recogió su espada y salió a la plaza.
Era primera hora de la mañana y el aire aún frío le heló los huesos. Frotándose los brazos, buscó por los alrededores signos de la presencia del demonio. Al no verlo regresó a la estatua, pero, cuando estaba a punto de entrar, una potente corriente de aire le golpeó haciéndole volar varios metros hacia atrás, entre una lluvia de cascotes. Desde el suelo vio un cráter en el lugar que ocupaba hacía unos segundos y a la derecha del edificio estaba Terg, de pie y sonriente, con la espada más grande que jamás había visto apoyada en el hombro.
—Has hecho bien en venir armado —dijo, dando un par de pasos hacia un Árzak aún aturdido—. Yo en tu lugar desenvainaría. El entrenamiento acaba de empezar y no me gustaría que murieses tan pronto.
Sin previo aviso, se lanzó de nuevo al ataque pillando por sorpresa a Árzak.
Desde luego los métodos de Terg no eran usuales, y con razón Sallen evitó dar detalles a Mientel sobre lo que tuvo que pasar él. De ser así, ni Mientel, ni Leth y muchísimo menos Árzak, hubiesen estado de acuerdo con ese viaje. Sin embargo, ya era tarde y no tenía otro lugar adonde ir.
Día tras día hizo frente a las embestidas del demonio, que sostenía que el cuerpo debía ser capaz de aprender por sí mismo. Durante esas primeras semanas, alternó los simulacros de combate con sesiones intensivas de ejercicio físico. Dedicaban diez horas al día al entrenamiento, parando sólo cuando el chico se desvanecía exhausto.
Terg no era una gran compañía. En los descansos evitaba todo contacto con "el cachorro", llegando a desaparecer durante horas si no encontraba otra forma de conseguirlo. Sin embargo se ocupaba de curar sus heridas, y se aseguraba de que comiese al menos dos veces al día. Por las noches caía rendido en el duro suelo y dormía de un tirón.
***
Pasaron las semanas, convirtiéndose en meses. Los entrenamientos le resultaban menos duros, hasta el punto que empezaba a disfrutar de las sesiones físicas; se las tomaba como un reto. Se sentía mucho más fuerte y le emocionaba mejorar sus registros anteriores. Le ocurría lo mismo en cuanto a los simulacros de combate, en los que era capaz de resistir cada vez más tiempo las embestidas de Terg, e incluso de adelantarse a sus movimientos esquivándolo. En ocasiones conseguía bloquear el espadón del demonio con Askhar, sin salir despedido en el intento.
—En los últimos tres meses has mejorado bastante, cachorro —dijo Terg, durante una de esas sesiones. Árzak acababa de conseguir herirle en un antebrazo: la primera vez que el chico veía la negra sangre de su tutor—. Creo que ya es hora de pasar a la siguiente parte del entrenamiento.
—Aún puedo hacerlo mejor —dijo Árzak, tratando de imitar la sonrisa torcida de Terg—. Estoy cerca de derrotarte.
—¿Derrotarme? —preguntó Terg, sin dar crédito a lo que oía antes de romper a reír—. Me parece que te estás viniendo arriba muy rápido.
—¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó Árzak, con el orgullo herido.
—Pobre cachorrito. —Siguió riendo el demonio—. El auténtico entrenamiento aún no ha empezado. Pero aprovecharé para dejar algo claro.
Árzak no pudo ver lo que pasó cuando Terg dejó de reír. Sólo sabía que un segundo antes miraba fascinado como el pelo rojo se erizaba mientras el aire parecía abombarse a su alrededor, para encontrarse repentinamente en el suelo con la mano del demonio oprimiéndole el cuello.
—Otros, más poderosos de lo que puedas imaginar, han esgrimido esa espada antes. —La cara de Terg estaba a escasos centímetros de la de Árzak y le era imposible apartar la mirada de esas hipnóticas pupilas moradas—. Askhar ha abatido a miles de los míos. Y todos sus propietarios han sabido tener respeto por sus rivales. Recuérdalo bien.
De pronto Árzak notó su garganta libre. Se puso de pie masajeándose el cuello. Terg ocupaba el mismo lugar que unos segundos antes; parecería que no se había movido si no fuera por la gabardina agitándose. La lección de humildad había calado.
—Ahora que se te han bajado esos humos, me escucharás —dijo Terg, con el ceño fruncido—. No estás aquí para aprender esgrima. Ya me ha quedado claro que tu padre te ha enseñado lo básico en ese aspecto. De un tiempo a esta parte, tu familia ha cogido la mala costumbre de traerme a sus camadas para que les enseñe a usar el Vestigio. Y eso es lo que vas a aprender aquí.
—No digas tonterías. Mi padre sabía que yo no soy capaz de usar el Vestigio.
—Que no notes la energía vestigial no quiere decir que no estés capacitado para usarla. Tu padre y tu madre podían y dado que es una característica hereditaria, y que no ha habido un solo Kholler que no fuese capaz de usarla en los últimos quinientos años que yo recuerde, tú también puedes. Solo que no lo sabes.
Terg apoyó su espadón contra la pared y se acercó a Árzak.
—Desde luego, no tenemos tiempo a que tu habilidad decida que es momento de despertar. Así que haremos un poco de trampa.
—¿Trampa? —dijo Árzak, agarrando con más fuerza la espada al darse cuenta de que el demonio no le quitaba los ojos de encima—. ¿Vamos a usar a Askhar para hacer trampa?
—Cuando te pregunté si conocías las cualidades de la espada, me dijiste que era indestructible. Pero tiene otras cualidades por lo menos igual de útiles.
—¿Como cuáles? —Alejó el arma del demonio con desconfianza.
—¿No se ve distinta a cuando llegaste aquí?
—¿Qué dices? —Árzak la alzó extrañado. La había mirado infinidad de veces y mostraba el mismo aspecto. Y hoy también. O quizá no...
Cuanto más miraba la espada, más se daba cuenta de que algo no estaba igual. Estaba más clara, y sin embargo, extrañamente la veía igual de negra. Entonces ¿dónde estaba el fallo?
Terg se quitó la gabardina y cubrió al chico y a la espada con ella. Bajo la oscuridad del manto Árzak se sorprendió de verse rodeado de una intensa aura de color rojo. La bruma negra del interior de la hoja bailaba teñida por una luz carmesí que provenía de sus profundidades.
—¡¿Qué le has hecho?! —gritó furioso al tiempo que tiraba al suelo la gabardina.
—Yo, nada —respondió Terg, recogiendo la prenda y poniéndosela de nuevo—. Has sido tú. No me mires así. Es Askhar, y una de sus habilidades es la de almacenar la energía vestigial no usada.
—¿No usada?
—Cada vez que chocabas tu espada contra la mía, fue almacenando la energía vestigial que acumulabas pero que no sabías liberar, ni transformar. Durante estos meses ha estado guardándola en su interior.
—¿Y eso de qué me sirve? —dijo Árzak, temiendo por un momento que Terg quisiese romperla para extraer la energía. La sonrisa volvió a los labios de Terg al adivinar sus pensamientos.
—El primer problema para usar el Vestigio, es ser capaz de sentirlo y posteriormente de absorberlo. Nos saltaremos esa parte de momento. No será hoy, ni mañana, pero en las próximas semanas te enseñaré a utilizarlo. Una vez que aprendas, el resto llegará solo. Lo único que necesito es forzarte a defenderte —mientras hablaba alrededor de su mano se estaban formando llamas—. Existe una técnica muy básica, mediante la cual, el taumaturgo utiliza energía vestigial para crear un escudo físico alrededor de su cuerpo. Puedes llamarlo burbuja. Te interesará saberlo si no quieres quemarte demasiado. O demasiadas veces.
—Espera un momento. ¿Cómo se supone que voy a sacar la ener…?
Terg no esperó a que terminase la pregunta, lanzó una bola de fuego contra el chico.
Esta segunda parte del entrenamiento fue muchísimo más dura que la anterior. Cuando Árzak creía tener todo bajo control, se encontró de nuevo desbordado, llorando por las noches por el dolor de las quemaduras, que ni los poderes de Terg podían curar completamente. Así pasó los siguientes meses. Y cuando consiguió crear un breve escudo, continuaron hasta poder mantenerlo durante más tiempo. Y después, para aprender otras técnicas.
Cada vez que Árzak dominaba alguna habilidad, pasaban a otro nivel, que llevaba al muchacho a un nuevo límite.
Cuando quiso darse cuenta, habían pasado dos años.
***
Vesteria, capital de la República de Estoria. Ocupada por los narvinios desde hacía un año, cuando el senado se rindió ante el Rey Vermin Kholler´ar y sus ejércitos. Se trataba de una ciudad costera rodeada de montes boscosos que morían en el mar; principal medio de sustento de los ciudadanos.
A diferencia de Kashall´Faer, no quedaban a la vista restos de la antigua metrópoli. Durante la guerra, una montaña entera se derrumbó, enterrando la vieja capital bajo miles de toneladas de roca. Lo que quedaba del monte Parago, una pequeña elevación rocosa de formas irregulares, se recortaba aún tras la ciudad. Sobre aquella tumba creció la Estoria actual.
La típica casa estoria era de piedra y estaba rematada con tejas de pizarra. A partir de ahí, dependiendo de las posibilidades del dueño, variaban en el número de pisos, el tamaño de sus terrenos o la distancia con los vecinos. En los barrios céntricos las viviendas estaban adosadas unas a otras, formando calles amplias de tierra entre ellas, rematadas por aceras de hormigón reaprovechado de antiguas construcciones.
Por una de estas calles caminaban Terg y Árzak. Se trataba de la ciudad más cercana a Perlin, por lo que no les quedaba más remedio que cruzar la frontera un par de veces por estación para obtener todo lo que no podían conseguir por sus medios.
—Ten —dijo Terg, tendiéndole una abultada bolsa, que tintineó al agitarla—. Compra sal y grasa de caballo. Yo me ocuparé de conseguirte un jergón.
—Ya iba siendo hora —replicó Árzak, quitándole la bolsa de un tirón—. ¿Algo más?
—Podrías cortarte ese pelo para asemejarte un poco menos a un animal —mientras hablaba, le miraba por encima de las gafas de sol con las que mantenía los ojos ocultos. Por más que el muchacho se lo dijera, no parecía querer entender que un individuo de pelo rojo, vestido de forma chocante y con unas gafas de sol que parecían sacadas de una tumba de la era industrial, llamaba la atención y atraía miradas. En realidad prefería que lo tomasen por un personaje estrafalario a que descubriesen su verdadera naturaleza—. No te metas en problemas y no pierdas de vista tus cosas. Nos veremos aquí dentro de tres horas.
Cuando Terg se fue, puso rumbo a la calle de los Curtidores. Tras varias visitas a la ciudad, el muchacho ya conocía sus calles a la perfección. Muy pronto se dio cuenta de que el demonio prefería evitar algunas transacciones, y por eso lo enviaba a él. De dónde sacaba el dinero era un auténtico misterio que de vez en cuando despertaba escenas tétricas en su imaginación. A menudo se ausentaba durante horas, a veces un día o dos. Aunque solía regresar con alguna pieza de caza, en otras ocasiones llegaba con un pesado fardo, decía no haber encontrado comida y se encerraba huraño en el monumento, obligándolo a dormir al raso. «Prefiero no saberlo» concluyó Árzak, guardando las monedas en un bolsillo.
Vagó por las abarrotadas calles, hasta que un movimiento que detectó por el rabillo del ojo le hizo girarse, alarmado, para encontrarse ante su imagen reflejada en un escaparate. La primera impresión que tuvo es que estaba mucho más delgado, pero no tanto como para preocuparse; al fin y al cabo lo compensaba con la definición muscular que había ganado, como comprobó satisfecho.
No era extraño que le costase reconocer a aquel niño que tuvo que escapar de su hogar con lo puesto, en ese reflejo. Y lo puesto era lo que llevaba en ese momento. Los ropajes, antaño de lana verde y negra, estaban hechos jirones, llenos de parches y habían pasado a tener una tonalidad grisácea de tanto uso. Hacía mucho que se había quedado sin zapatos y estaba tan acostumbrado que ni siquiera los echaba de menos al caminar por las duras aceras.
Además, el pelo, antaño corto y cuidado, le caía ahora sobre los hombros, sucio y enredado. Barajó la opción de cortarlo, como le había dicho Terg, aunque le gustaba el aire “tribal” que le daba. «Y más aún cuando me salga la barba», pensó acariciando una cara oscurecida por la mugre. «Definitivamente, mejor gastar ese dinero en un baño», fue la conclusión a la que llegó.
Dio la espalda a su réplica, y fue en busca de unos baños públicos. Estaba ansioso por quitarse la suciedad de encima, pero de lo que más ganas tenía en realidad era de poder librarse un rato de la espada. Había crecido lo suficiente para prescindir del apaño de Leth, sin embargo el arnés seguía rozándole en el cuello y le producía dolorosas llagas. El viaje se le había hecho largo y no pudiendo aguantar más, desabrochó el pasador del pecho y se lo quitó.
Siguió caminando con la vaina en la mano. De pronto le llamó la atención un joven de piel negra que avanzaba en dirección contraria, mirándolo ya desde muy lejos. La ropa que llevaba le recordó al reflejo del escaparate, pues parecía comprada en la misma tienda: la indigencia. Tenía el pelo atado en largas trenzas, que con cada paso saltaban alrededor de su cara, aunque no parecía molestarle. Por contra, sonreía afable a todo el que se le cruzaba, mostrando unos dientes blanquísimos que resaltaban al igual que sus ojos sobre la tez oscura, captando la atención de Árzak. Cada vez estaban más cerca y dado que no apartaba la mirada, empezaba a preguntarse si lo conocía de algo, rebuscando en su memoria esa cara sin éxito. Cuando llegó a su altura, le dio un empujón de improviso y con un movimiento tan rápido que ningún humano normal podría imitar, agarró a Askhar y salió corriendo evitando a los viandantes con hábiles fintas.
Árzak se levantó tras unos segundos de desconcierto y se lanzó tras el ladrón con menos elegancia, pero con tal ímpetu que cualquiera que se se cruzaba en su trayectoria terminaba en el suelo. No le importaba otra cosa que no fuese recuperar la espada de Sallen.
—¡Vuelve aquí! —gritó, internándose en un callejón tras el chico—. ¡Te digo que pares!
Mientras corría notaba como una furia abrasadora se asentaba en la base del estómago. Apretó los dientes y los puños y ciego de rabia, siguió al ladrón a lo largo de varios callejones, hasta que al girar un recodo se detuvo sorprendido.
Enlace a mí primera obra completa: Los Diarios del Falso Dios