Capítulo 2
“La silueta de un gran hechicero rodeado de 7 daones blancos que emiten fogonazos de energía mágica a intervalos regulares.
Los picos nevados de la cordillera Artús en llamas iluminando la figura oscura de un ave con una sola ala que flota en el cielo estrellado.
La falda de las montañas coloreada con pinceladas de rojo, naranja y amarillo, correspondientes a sombras de hierro fundido de grotesco perfil humanoide, que parodian el andar erguidas sobre dos piernas temblorosas que se agitan como el viento, descendiendo a cientos por la ladera, carbonizándolo todo a su paso; como si de un río de lava se tratase.
Miles de fanáticos desnudos arrodillados frente a un trono de metal ocupado por un ser todo poderoso al que veneran con pasión; y una voz sepulcral que murmura de fondo…
TODO ARDERÁ”
Tanem Fergud despertó de golpe en su alcoba. Las primeras luces del alba empezaban a filtrarse por la ventana poniendo fin a los misterios de la noche. Tanem respiró profundamente mientras el eco de aquellas perturbadoras imágenes huía de su mente. No era la primera vez desde que se había convertido en alquimista que aquellos sueños (¿o quizá debería llamarlas visiones?) acechaban su mente por la noche. Comenzaba a acostumbrarse a ello.
Parpadeó varias veces y luego alcanzó con una mano el pequeño reloj de cobre mágico que descansaba sobre un estante encima de su cabeza. Frotó su pulsera de daones ígneos sobre la superficie y los engranajes del mecanismo se pusieron de inmediato en marcha para dar inicio a un nuevo día. Faltaba tan solo una semana para la gran ceremonia. Había trabajo que hacer.
Tanem se bajó de su incómodo catre de hierro forjado con calefactor y se quitó el pijama y se vistió con la burda túnica de color naranja hecha con lana correspondiente a su gremio. Se acercó hasta el tocador, forjado también con hierro, y accionó una palanca para que saliera agua caliente y vapor por la rejilla situada bajo el espejo. Se lavó la cara y volvió a mover la palanca para cerrar la rejilla. A continuación extrajo unas tijeras de plata de uno de los cajones acolchados con terciopelo verde y se encaró frente al espejo empañado para poner en orden su escasa cabellera. Como cualquier trabajador de la Fábrica, y a consecuencia de las normativas de seguridad gremial, su cabello, barba y cejas, así como cualquier otro pelo de su cuerpo, debían estar rapados al zero para evitar sufrir quemaduras mientras trabajaba en los hornos y las forjas de la Fábrica. Éste hecho le daba a su rostro redondeado un semblante más duro, recalcando con mayor intensidad su piel de tonalidad bronce y sus ojos rojos.
En cuanto estuvo listo, Tanem abandonó su alcoba y se dirigió a toda prisa escaleras abajo hacia los pisos inferiores de la Fábrica, donde se encontraban los puestos de trabajo. Llegó al taller tan solo unos segundos antes que su capataz, el herrero Montag, un hombre enorme cuyos músculos eran equiparables a los de un minotauro. En la Fábrica se castigaba con dureza la impuntualidad y la pereza, pues en su sociedad se consideraba que todo individuo que tuviera el don de la herrería o la alquimia debía trabajar duro y esforzarse en sus acciones y creaciones para hacer avanzar así el motor tecnológico del Imperio.
—Muy bien muchacho, manos a la obra —dijo Montag mientras abría el baúl donde guardaban las herramientas y extraía un martillo, unas pinzas y un soplete—. Ponte tu armadura y enciende un fuego.
—He pensado que quizá hoy podría trabajar sin la armadura —replicó Tanem—. Al fin y al cabo, llevas viéndome trabajar 3 meses y ya sabes que nunca he sufrido ningún accidente…
—Cuando llegues a maestro, joven alquimista, podrás trabajar como te dé la gana; pero mientras trabajes en este taller bajo mis órdenes, te pondrás la armadura. No pienso correr ningún riesgo. Es por tú bien. Además, a lo mejor así ganas un poco de músculo, que estás hecho un tirillas.
Tanem fue de mala gana hasta el armario y extrajo su armadura de trabajo. Aquellas placas estaban encantadas para repeler el calor y evitar las quemaduras, pero pesaba una barbaridad y a Tanem se sentía como un muñeco de trapo enlatado mientras trabajaba con ella porque tenía muy poca movilidad en los brazos. Puede que a Tanem le faltase el físico imponente de su padre, pero como primogénito de la familia Fergud sí había heredado una gran habilidad mágica y un gran potencial creativo. Mientras se la colocaba, Montag le resumió la jornada de trabajo.
—Cómo ya sabes, dentro de una semana será la celebración del vigésimo quinto aniversario del nacimiento del Imperio, y he recibido el encargo de su Majestad de crear un magnífico espectáculo pirotécnico. El Arconte no ha reparado en gastos, todo tiene que ser perfecto. Hoy empezaremos con la fabricación de las candelas y los silbadores. En cuanto hayas encendido de una vez el fuego, ven a mi mesa de trabajo y te entregaré los planos.
Tanem terminó al fin de abrocharse la armadura y fue hasta la chimenea. Cogió polvos de daones ígneos pulverizados de la repisa de encima de la chimenea y los esparció por el receptáculo. A continuación, se concentró, y tras chasquear la lengua los hizo arder creando una buena fogata. Tal y como le había dicho Montag, fue después hasta la mesa de trabajo y leyó las instrucciones sobre cómo hacer un silbador.
—“…colocar el disparador bajo la base del dispositivo formado por 3 piezas hexagonales de óxido de silicio recubiertas con 2 onzas de ascuas secas y atornillar los tres puntos de anclaje con tuercas del tamaño de un dedo…”. Maestro, creo que el cuarzo podría recubrirse con hasta 5 onzas de ascuas secas si a cambio colocamos cuatro puntos de anclaje en lugar de tres y así podemos conseguir una explosión mucho más espectacular.
—No. Nada de experimentar. Lo haremos de la forma tradicional.
—Pero, maestro, y si…
—He dicho.
Montag se volvió con su enorme cuerpo hacia él y le miró severamente con sus ojos negros. Tanem se vio obligado a bajar la cabeza y obedecer sus órdenes. Sin embargo, en cuanto el maestro dejó de mirar, Tanem cogió un poco más de ascuas secas del armario de materiales de las que eran estrictamente necesarias para seguir las instrucciones al pie de la letra. Si su maestro no le dejaba avanzar, tendría que buscarse la vida. Al fin y al cabo, él no necesitaba un maestro, ya había demostrado en multitud de ocasiones que tenía mucho más talento que Montag. Iba a demostrarle a todo el mundo de qué era capaz, y lo iba a hacer a lo grande.
“La silueta de un gran hechicero rodeado de 7 daones blancos que emiten fogonazos de energía mágica a intervalos regulares.
Los picos nevados de la cordillera Artús en llamas iluminando la figura oscura de un ave con una sola ala que flota en el cielo estrellado.
La falda de las montañas coloreada con pinceladas de rojo, naranja y amarillo, correspondientes a sombras de hierro fundido de grotesco perfil humanoide, que parodian el andar erguidas sobre dos piernas temblorosas que se agitan como el viento, descendiendo a cientos por la ladera, carbonizándolo todo a su paso; como si de un río de lava se tratase.
Miles de fanáticos desnudos arrodillados frente a un trono de metal ocupado por un ser todo poderoso al que veneran con pasión; y una voz sepulcral que murmura de fondo…
TODO ARDERÁ”
Tanem Fergud despertó de golpe en su alcoba. Las primeras luces del alba empezaban a filtrarse por la ventana poniendo fin a los misterios de la noche. Tanem respiró profundamente mientras el eco de aquellas perturbadoras imágenes huía de su mente. No era la primera vez desde que se había convertido en alquimista que aquellos sueños (¿o quizá debería llamarlas visiones?) acechaban su mente por la noche. Comenzaba a acostumbrarse a ello.
Parpadeó varias veces y luego alcanzó con una mano el pequeño reloj de cobre mágico que descansaba sobre un estante encima de su cabeza. Frotó su pulsera de daones ígneos sobre la superficie y los engranajes del mecanismo se pusieron de inmediato en marcha para dar inicio a un nuevo día. Faltaba tan solo una semana para la gran ceremonia. Había trabajo que hacer.
Tanem se bajó de su incómodo catre de hierro forjado con calefactor y se quitó el pijama y se vistió con la burda túnica de color naranja hecha con lana correspondiente a su gremio. Se acercó hasta el tocador, forjado también con hierro, y accionó una palanca para que saliera agua caliente y vapor por la rejilla situada bajo el espejo. Se lavó la cara y volvió a mover la palanca para cerrar la rejilla. A continuación extrajo unas tijeras de plata de uno de los cajones acolchados con terciopelo verde y se encaró frente al espejo empañado para poner en orden su escasa cabellera. Como cualquier trabajador de la Fábrica, y a consecuencia de las normativas de seguridad gremial, su cabello, barba y cejas, así como cualquier otro pelo de su cuerpo, debían estar rapados al zero para evitar sufrir quemaduras mientras trabajaba en los hornos y las forjas de la Fábrica. Éste hecho le daba a su rostro redondeado un semblante más duro, recalcando con mayor intensidad su piel de tonalidad bronce y sus ojos rojos.
En cuanto estuvo listo, Tanem abandonó su alcoba y se dirigió a toda prisa escaleras abajo hacia los pisos inferiores de la Fábrica, donde se encontraban los puestos de trabajo. Llegó al taller tan solo unos segundos antes que su capataz, el herrero Montag, un hombre enorme cuyos músculos eran equiparables a los de un minotauro. En la Fábrica se castigaba con dureza la impuntualidad y la pereza, pues en su sociedad se consideraba que todo individuo que tuviera el don de la herrería o la alquimia debía trabajar duro y esforzarse en sus acciones y creaciones para hacer avanzar así el motor tecnológico del Imperio.
—Muy bien muchacho, manos a la obra —dijo Montag mientras abría el baúl donde guardaban las herramientas y extraía un martillo, unas pinzas y un soplete—. Ponte tu armadura y enciende un fuego.
—He pensado que quizá hoy podría trabajar sin la armadura —replicó Tanem—. Al fin y al cabo, llevas viéndome trabajar 3 meses y ya sabes que nunca he sufrido ningún accidente…
—Cuando llegues a maestro, joven alquimista, podrás trabajar como te dé la gana; pero mientras trabajes en este taller bajo mis órdenes, te pondrás la armadura. No pienso correr ningún riesgo. Es por tú bien. Además, a lo mejor así ganas un poco de músculo, que estás hecho un tirillas.
Tanem fue de mala gana hasta el armario y extrajo su armadura de trabajo. Aquellas placas estaban encantadas para repeler el calor y evitar las quemaduras, pero pesaba una barbaridad y a Tanem se sentía como un muñeco de trapo enlatado mientras trabajaba con ella porque tenía muy poca movilidad en los brazos. Puede que a Tanem le faltase el físico imponente de su padre, pero como primogénito de la familia Fergud sí había heredado una gran habilidad mágica y un gran potencial creativo. Mientras se la colocaba, Montag le resumió la jornada de trabajo.
—Cómo ya sabes, dentro de una semana será la celebración del vigésimo quinto aniversario del nacimiento del Imperio, y he recibido el encargo de su Majestad de crear un magnífico espectáculo pirotécnico. El Arconte no ha reparado en gastos, todo tiene que ser perfecto. Hoy empezaremos con la fabricación de las candelas y los silbadores. En cuanto hayas encendido de una vez el fuego, ven a mi mesa de trabajo y te entregaré los planos.
Tanem terminó al fin de abrocharse la armadura y fue hasta la chimenea. Cogió polvos de daones ígneos pulverizados de la repisa de encima de la chimenea y los esparció por el receptáculo. A continuación, se concentró, y tras chasquear la lengua los hizo arder creando una buena fogata. Tal y como le había dicho Montag, fue después hasta la mesa de trabajo y leyó las instrucciones sobre cómo hacer un silbador.
—“…colocar el disparador bajo la base del dispositivo formado por 3 piezas hexagonales de óxido de silicio recubiertas con 2 onzas de ascuas secas y atornillar los tres puntos de anclaje con tuercas del tamaño de un dedo…”. Maestro, creo que el cuarzo podría recubrirse con hasta 5 onzas de ascuas secas si a cambio colocamos cuatro puntos de anclaje en lugar de tres y así podemos conseguir una explosión mucho más espectacular.
—No. Nada de experimentar. Lo haremos de la forma tradicional.
—Pero, maestro, y si…
—He dicho.
Montag se volvió con su enorme cuerpo hacia él y le miró severamente con sus ojos negros. Tanem se vio obligado a bajar la cabeza y obedecer sus órdenes. Sin embargo, en cuanto el maestro dejó de mirar, Tanem cogió un poco más de ascuas secas del armario de materiales de las que eran estrictamente necesarias para seguir las instrucciones al pie de la letra. Si su maestro no le dejaba avanzar, tendría que buscarse la vida. Al fin y al cabo, él no necesitaba un maestro, ya había demostrado en multitud de ocasiones que tenía mucho más talento que Montag. Iba a demostrarle a todo el mundo de qué era capaz, y lo iba a hacer a lo grande.
"El pasado nunca deja de perseguirnos."