Capítulo 4:
Al día siguiente Ricot se levantó pronto. No había logrado pegar ojo. Tras vestirse, y una vez hubo comprobado que llevaba consigo el medallón de su hermano colgado del cuello, respiró profundamente un par de veces para intentar quitarse de encima los nervios y se encaminó hacia la plaza mayor de ciudad Férrica, situada frente a la escalinata que conducía hasta el palacio. Una vez allí se unió a los demás cazadores venidos de todas partes del Imperio: cazarecompensas en busca de pieles, guerreros y soldados deseosos de combatir por su Imperio, mercenarios que tan solo luchaban por conseguir una paga, guerreros Tolfek en busca de un adversario digno de su categoría, magos ansiosos por ver mundo y poder encontrar nuevos daones para sus experimentos, etc. Todos ellos callaron y se pusieron firmes en cuanto el Arconte Baláceas apareció en la balconada del palacio para dar su discurso:
—“Bienvenidos, participantes de la Cacería. Hoy todos nosotros nos reunimos aquí unidos por una causa común debido a que, tal y como todos sabéis, la libertad y la seguridad tienen un precio. Un precio, que por desgracia, se paga con sangre —Ricot no pudo evitar dar un respingo al oír aquello. A continuación las palabras pausadas de Baláceas se fueron acelerando paulatinamente, llenándose de energía tras cada nueva sentencia—. Me siento orgulloso de vuestro sacrificio. Vuestra fuerza y voluntad hace grande al Imperio. Gracias a vuestro esfuerzo nuestras familias permanecen seguras año tras año de los horrores que habitan en el mundo exterior. Minotauros, Ghàam, magos tenebrosos u Hombres Bestia, todos y cada uno de ellos constituyen por igual una amenaza para la civilización que hemos creado. No olvidéis que allá donde hay luz también crecen las sombras. Valor, guerreros, pues esas aberrantes criaturas malignas de la naturaleza deben ser destruidas por el bien de todos —Baláceas realizó entonces una pausa dramática durante su vehemente discurso antes de llegar al gran final—. Contamos con vosotros. ¡Que la llama os acompañe! ¡Marchad, y no descanséis hasta que el último de ellos haya muerto!”
La enfervorizada multitud, entre la que Ricot, cada vez más confuso, se encontraba, estalló en aplausos y vítores tras las últimas palabras de su líder. Acto seguido, y mientras el Arconte abandonaba la balaustrada, los oficiales del ejército pusieron orden y comenzaron a organizar a los participantes en pequeños grupos de cinco o seis personas. Una vez organizados los grupos, le asignaron un nombre a cada grupo para poder identificarlos y procedieron a hacer firmar los contratos referentes a la Cacería a cada uno de los participantes para que se convirtieran oficialmente en cazadores. Una vez finalizado todo el procedimiento legal y administrativo, tedioso proceso que duró un par de horas, cada grupo fue enviado de forma ordenada hacia los barracones situados junto al palacio para ser equipados adecuadamente para el largo viaje y recibir instrucciones.
La unidad de cazadores a la que Ricot había sido asignado se denominaba “Igneus317” y constaba de otros cinco participantes además de sí mismo. No había tenido tiempo aun de hablar con sus compañeros de unidad o de conocer sus nombres ya que los oficiales les instaban en todo momento a guardar silencio para que todas y cada una de las órdenes dictadas por ellos se cumplieran con celeridad. Sin embargo, solo le hizo falta echarles un vistazo por encima a cada uno para juzgarlos a primera vista. El primero en que se había fijado, y no justamente por casualidad, era en un hombre gigantesco del tamaño de un oso y con aspecto de troll al que le faltaban varios dientes y le sobraban varios músculos. Su calvicie y su mandíbula ancha rematada por una gruesa nariz torcida denotaban que había sobrevivido a varias peleas callejeras durante su vida.
El segundo miembro del grupo en que se había fijado también destacaba por su constitución fornida, pero no se le había quedado mirando por eso, si no por los dos pares de enormes cuernos afilados que surgían de su frente. El tolfek destacaba además por su mandíbula repleta de amenazadores colmillos, por el tono azulado, casi níveo, de su piel y unos prominentes pies descalzos acompañados de garras. Ricot no había visto en su vida a una criatura más dotada para la caza que aquél ser. Suerte que estaba de su parte y, tal y como había dicho Thobías, hoy en día los tolfek ya no eran considerados por el Imperio como criaturas incivilizadas y peligrosas.
El tercer miembro del equipo era sin embargo un hombre de edad avanzada y melena canosa que andaba un tanto encorvado y llevaba colgado del hombro un bolso lleno de bártulos metálicos que tintineaban a su paso. Como colmo de la extravagancia llevaba unas gruesas lentes de visión frente a los ojos. Sin duda alguna se trataba de un alquimista (aparentemente jubilado).
A la cuarta miembro del grupo Ricot también se la quedó mirando con ojos desorbitados, pero esta vez a causa de que se le caía la baba. Aquella mujer joven, alta y con abundante melena oscura trenzada, de musculatura fibrosa y atlética fruto de muchas horas de gimnasia era a la vez bella y fiera. Ricot no había visto a una mujer así en su vida. No todas las sociedades contaban con mujeres guerreras. Supuso que se trataba de una Nanwyn. Lo sabía por una historia que había leído hacía tiempo, la cual narraba las aventuras de un héroe denominado Verthen, hijo de Garead y último Tor de los Nanwyn; que era escogido como líder de la tribu Nanwyn tras superar unas duras pruebas, y durante su mandato traía la prosperidad y la victoria a su pueblo a través de la batalla contra los salvajes minotauros. La tribu Nanwyn era considerada como bárbara en el Imperio, ya que su sociedad seminómada vivía a la intemperie en la tundra que se hallaba más allá de las montañas Atlas y no se preocupaban por cosas como el dinero, la política o las clases sociales. Solamente vivían para pelear.
Por último, un oficial del Imperio cerraba el grupo. Ricot dio gracias al cielo porque fuera mucho más joven que Thobías, no estaba preparado para volver a escuchar todas aquellas anécdotas seniles otra vez. El oficial rondaba la treintena, pero aun así parecía curtido en muchas batallas. A pesar de ser el líder del equipo, era el más bajo de todos (descartando al alquimista encorvado, claro) y tenía una constitución física más esbelta que fornida. Era de tez clara y Ricot confirmó sus sospechas sobre que era extranjero al escuchar su acento en cuanto empezó a hablar:
—Escuadra de cazadores Igneus317, me presento. Soy el alférez Horace y soy el líder de esta unidad. Al contrario que vosotros, esta será mi quinta Cacería, así que acataréis rigurosamente todas mis órdenes si queréis volver a casa de una pieza. Espero de todos ustedes un comportamiento ejemplar, pues yo me encargaré de determinar vuestra evaluación para al final de la Cacería concederos o no el rango de soldados Imperiales. Ahora voy a pasar lista, al oír vuestro nombre presentaos: ¿Amateus Prodigus?
—¡Presente señor! —dijo el anciano con voz quejumbrosa a la vez que esbozaba una sonrisa.
—¿Mattice Gregane?
—Podéis llamarme Matt —respondió el matón de nariz torcida.
—¿Yazeg Khimaris?
El tolfek apenas asintió levemente mientras Horace lo miraba de arriba abajo sin disimulo.
—Vaya, nunca había contado con un tolfek en mi unidad. Bienvenido, nos serás de gran ayuda. Y tú debes de ser…
—Allena —se adelantó la mujer— ¿Cuánto más voy a tener que esperar para que me dé una espada?
—Allena, no sé cómo tratáis a las autoridades en tu tierra, pero aquí cuando te dirijas hacia mi debes utilizar el término señor, alférez o semejante como señal de respeto hacia tu superior —la expresión facial de Allena no cambió ni un milímetro ante aquellas palabras, como si todo aquello no fuera con ella—. Te aseguro que pronto tendrás tu espada si es lo que deseas. Por último, el pipiolo, Ricot Fergud.
—Hola —saludó tímidamente Ricot alzando la mano. Se dio cuenta de que Amateus le miraba sorprendido por el rabillo del ojo.
—Bien, cadetes —continuó Horace—. Ahora pasaremos a unas dependencias donde se os entregará una mochila con todo lo necesario para el viaje: víveres, uniformes, herramientas, botas… —Horace miró los pies descalzos de Yazeg mientras hacía alusión a las botas—. Después iremos a la armería para terminar de pertrecharos como es debido y por último os explicaré la ruta de viaje que nos ha sido encomendada y partiremos hacia nuestro destino. Debo comentaros que deberéis abonar íntegramente el precio de cualquier pieza de vuestro equipamiento que perdáis o devolváis en mal estado una vez regresemos de la Cacería, así que id con cuidado. Muy bien, seguidme.
Ricot siguió obedientemente a Horace mientras escuchaba proveniente del exterior el estruendo de los primeros fuegos artificiales y no paraba de preguntarse a sí mismo: “¿Cómo diantres he acabado aquí?”
Al día siguiente Ricot se levantó pronto. No había logrado pegar ojo. Tras vestirse, y una vez hubo comprobado que llevaba consigo el medallón de su hermano colgado del cuello, respiró profundamente un par de veces para intentar quitarse de encima los nervios y se encaminó hacia la plaza mayor de ciudad Férrica, situada frente a la escalinata que conducía hasta el palacio. Una vez allí se unió a los demás cazadores venidos de todas partes del Imperio: cazarecompensas en busca de pieles, guerreros y soldados deseosos de combatir por su Imperio, mercenarios que tan solo luchaban por conseguir una paga, guerreros Tolfek en busca de un adversario digno de su categoría, magos ansiosos por ver mundo y poder encontrar nuevos daones para sus experimentos, etc. Todos ellos callaron y se pusieron firmes en cuanto el Arconte Baláceas apareció en la balconada del palacio para dar su discurso:
—“Bienvenidos, participantes de la Cacería. Hoy todos nosotros nos reunimos aquí unidos por una causa común debido a que, tal y como todos sabéis, la libertad y la seguridad tienen un precio. Un precio, que por desgracia, se paga con sangre —Ricot no pudo evitar dar un respingo al oír aquello. A continuación las palabras pausadas de Baláceas se fueron acelerando paulatinamente, llenándose de energía tras cada nueva sentencia—. Me siento orgulloso de vuestro sacrificio. Vuestra fuerza y voluntad hace grande al Imperio. Gracias a vuestro esfuerzo nuestras familias permanecen seguras año tras año de los horrores que habitan en el mundo exterior. Minotauros, Ghàam, magos tenebrosos u Hombres Bestia, todos y cada uno de ellos constituyen por igual una amenaza para la civilización que hemos creado. No olvidéis que allá donde hay luz también crecen las sombras. Valor, guerreros, pues esas aberrantes criaturas malignas de la naturaleza deben ser destruidas por el bien de todos —Baláceas realizó entonces una pausa dramática durante su vehemente discurso antes de llegar al gran final—. Contamos con vosotros. ¡Que la llama os acompañe! ¡Marchad, y no descanséis hasta que el último de ellos haya muerto!”
La enfervorizada multitud, entre la que Ricot, cada vez más confuso, se encontraba, estalló en aplausos y vítores tras las últimas palabras de su líder. Acto seguido, y mientras el Arconte abandonaba la balaustrada, los oficiales del ejército pusieron orden y comenzaron a organizar a los participantes en pequeños grupos de cinco o seis personas. Una vez organizados los grupos, le asignaron un nombre a cada grupo para poder identificarlos y procedieron a hacer firmar los contratos referentes a la Cacería a cada uno de los participantes para que se convirtieran oficialmente en cazadores. Una vez finalizado todo el procedimiento legal y administrativo, tedioso proceso que duró un par de horas, cada grupo fue enviado de forma ordenada hacia los barracones situados junto al palacio para ser equipados adecuadamente para el largo viaje y recibir instrucciones.
La unidad de cazadores a la que Ricot había sido asignado se denominaba “Igneus317” y constaba de otros cinco participantes además de sí mismo. No había tenido tiempo aun de hablar con sus compañeros de unidad o de conocer sus nombres ya que los oficiales les instaban en todo momento a guardar silencio para que todas y cada una de las órdenes dictadas por ellos se cumplieran con celeridad. Sin embargo, solo le hizo falta echarles un vistazo por encima a cada uno para juzgarlos a primera vista. El primero en que se había fijado, y no justamente por casualidad, era en un hombre gigantesco del tamaño de un oso y con aspecto de troll al que le faltaban varios dientes y le sobraban varios músculos. Su calvicie y su mandíbula ancha rematada por una gruesa nariz torcida denotaban que había sobrevivido a varias peleas callejeras durante su vida.
El segundo miembro del grupo en que se había fijado también destacaba por su constitución fornida, pero no se le había quedado mirando por eso, si no por los dos pares de enormes cuernos afilados que surgían de su frente. El tolfek destacaba además por su mandíbula repleta de amenazadores colmillos, por el tono azulado, casi níveo, de su piel y unos prominentes pies descalzos acompañados de garras. Ricot no había visto en su vida a una criatura más dotada para la caza que aquél ser. Suerte que estaba de su parte y, tal y como había dicho Thobías, hoy en día los tolfek ya no eran considerados por el Imperio como criaturas incivilizadas y peligrosas.
El tercer miembro del equipo era sin embargo un hombre de edad avanzada y melena canosa que andaba un tanto encorvado y llevaba colgado del hombro un bolso lleno de bártulos metálicos que tintineaban a su paso. Como colmo de la extravagancia llevaba unas gruesas lentes de visión frente a los ojos. Sin duda alguna se trataba de un alquimista (aparentemente jubilado).
A la cuarta miembro del grupo Ricot también se la quedó mirando con ojos desorbitados, pero esta vez a causa de que se le caía la baba. Aquella mujer joven, alta y con abundante melena oscura trenzada, de musculatura fibrosa y atlética fruto de muchas horas de gimnasia era a la vez bella y fiera. Ricot no había visto a una mujer así en su vida. No todas las sociedades contaban con mujeres guerreras. Supuso que se trataba de una Nanwyn. Lo sabía por una historia que había leído hacía tiempo, la cual narraba las aventuras de un héroe denominado Verthen, hijo de Garead y último Tor de los Nanwyn; que era escogido como líder de la tribu Nanwyn tras superar unas duras pruebas, y durante su mandato traía la prosperidad y la victoria a su pueblo a través de la batalla contra los salvajes minotauros. La tribu Nanwyn era considerada como bárbara en el Imperio, ya que su sociedad seminómada vivía a la intemperie en la tundra que se hallaba más allá de las montañas Atlas y no se preocupaban por cosas como el dinero, la política o las clases sociales. Solamente vivían para pelear.
Por último, un oficial del Imperio cerraba el grupo. Ricot dio gracias al cielo porque fuera mucho más joven que Thobías, no estaba preparado para volver a escuchar todas aquellas anécdotas seniles otra vez. El oficial rondaba la treintena, pero aun así parecía curtido en muchas batallas. A pesar de ser el líder del equipo, era el más bajo de todos (descartando al alquimista encorvado, claro) y tenía una constitución física más esbelta que fornida. Era de tez clara y Ricot confirmó sus sospechas sobre que era extranjero al escuchar su acento en cuanto empezó a hablar:
—Escuadra de cazadores Igneus317, me presento. Soy el alférez Horace y soy el líder de esta unidad. Al contrario que vosotros, esta será mi quinta Cacería, así que acataréis rigurosamente todas mis órdenes si queréis volver a casa de una pieza. Espero de todos ustedes un comportamiento ejemplar, pues yo me encargaré de determinar vuestra evaluación para al final de la Cacería concederos o no el rango de soldados Imperiales. Ahora voy a pasar lista, al oír vuestro nombre presentaos: ¿Amateus Prodigus?
—¡Presente señor! —dijo el anciano con voz quejumbrosa a la vez que esbozaba una sonrisa.
—¿Mattice Gregane?
—Podéis llamarme Matt —respondió el matón de nariz torcida.
—¿Yazeg Khimaris?
El tolfek apenas asintió levemente mientras Horace lo miraba de arriba abajo sin disimulo.
—Vaya, nunca había contado con un tolfek en mi unidad. Bienvenido, nos serás de gran ayuda. Y tú debes de ser…
—Allena —se adelantó la mujer— ¿Cuánto más voy a tener que esperar para que me dé una espada?
—Allena, no sé cómo tratáis a las autoridades en tu tierra, pero aquí cuando te dirijas hacia mi debes utilizar el término señor, alférez o semejante como señal de respeto hacia tu superior —la expresión facial de Allena no cambió ni un milímetro ante aquellas palabras, como si todo aquello no fuera con ella—. Te aseguro que pronto tendrás tu espada si es lo que deseas. Por último, el pipiolo, Ricot Fergud.
—Hola —saludó tímidamente Ricot alzando la mano. Se dio cuenta de que Amateus le miraba sorprendido por el rabillo del ojo.
—Bien, cadetes —continuó Horace—. Ahora pasaremos a unas dependencias donde se os entregará una mochila con todo lo necesario para el viaje: víveres, uniformes, herramientas, botas… —Horace miró los pies descalzos de Yazeg mientras hacía alusión a las botas—. Después iremos a la armería para terminar de pertrecharos como es debido y por último os explicaré la ruta de viaje que nos ha sido encomendada y partiremos hacia nuestro destino. Debo comentaros que deberéis abonar íntegramente el precio de cualquier pieza de vuestro equipamiento que perdáis o devolváis en mal estado una vez regresemos de la Cacería, así que id con cuidado. Muy bien, seguidme.
Ricot siguió obedientemente a Horace mientras escuchaba proveniente del exterior el estruendo de los primeros fuegos artificiales y no paraba de preguntarse a sí mismo: “¿Cómo diantres he acabado aquí?”
"El pasado nunca deja de perseguirnos."