12/07/2016 01:08 PM
La soledad que no es obligada ni elegida, sino permitida. Esa era su soledad, porque podía soportarla sin derrumbarse, porque sabía disfrutarla cuando no había nadie, porque la notaba bajo su piel cuando estaba acompañado. Siempre se preguntó por qué ¿se sentía todo el mundo así, o solo algunos? ¿sería una etapa de su vida, o una norma? Se consideraba un existencialista, aunque no se hacía demasiadas preguntas sobre la vida, sencillamente no le encontraba sentido. Sin embargo nunca pensó que no mereciera la pena vivir. Precisamente porque no le encontraba sentido, precisamente porque pensaba que no había nada más, tenía ganas de vivir. Mantenía un temperamento calmado en cualquier situación, desde la más extrema a la más típica, por eso sus amigos solían mirarle cuando las cosas se torcían. Y en esos momentos se sentía bien, digamos, “completo”, por solucionar algo que los demás, ya fuera por nerviosismo o inutilidad, no podían. No tenía demasiada experiencia en nada, aún era joven para eso, pero era un gran observador. Su abuelo y su padre siempre se lo habían dicho: “observa, fíjate en como se hacen las cosas, allá donde vayas, observa”. Y eso había hecho siempre, como si esas palabras estuvieran grabadas dentro de su cráneo.
Pero debajo de esa conducta templada, había un niño ansioso que no paraba de revolverse. Él siempre lo supo, porque lo notaba, como una burbuja de aire entre la boca del estomago y el corazón. Quizá esa dualidad era lo que le hacía ser tan pensativo, incluso a veces, dubitativo. Se sorprendía a menudo echando la vista atrás, a momentos del pasado en los que su vida cambió, y preguntándose si había tomado las decisiones correctas, qué habría pasado si hubiera hecho algo en aquel instante, si hubiera dicho algo en ese otro, o si se hubiera callado la boca en este y haberse ahorrado la estupidez. Pero aquí estaba, y todos esos recuerdos, mejores o peores, lo definían. Le hacían gracia las personas que decían “yo nunca cambiaré” o “yo sigo siendo el mismo”, porque pensaba para sí “si sigues siendo el mismo entonces sigues siendo un gilipollas”. Él sabía que había cambiado mucho con el paso de los años, pero una cosa era cambiar y otra muy distinta olvidarte de quién eras. Veía el cambio como algo bueno, necesario e inevitable, un proceso de aprendizaje, de realización. Y para ello debía tener presente lo que había vivido, su pasado, que es lo que le definía, pues allí estaba su experiencia. Lo cual no significaba que hubiera dejado de ser un gilipollas. Al menos era un gilipollas con un buen corazón. Pero eso siempre había sido así. Quizá no había cambiado tanto, pensó.
Cuando las cosas se ponían demasiado crípticas en su cabeza, dejaba de pensar. No le gustaba hablar como un filósofo, siempre creyó que le daban tantas vueltas a las cosas que al final sus conclusiones perdían fundamento y utilidad. Con excepciones, claro, le gustaba la filosofía, pero no el elitismo.
Pero debajo de esa conducta templada, había un niño ansioso que no paraba de revolverse. Él siempre lo supo, porque lo notaba, como una burbuja de aire entre la boca del estomago y el corazón. Quizá esa dualidad era lo que le hacía ser tan pensativo, incluso a veces, dubitativo. Se sorprendía a menudo echando la vista atrás, a momentos del pasado en los que su vida cambió, y preguntándose si había tomado las decisiones correctas, qué habría pasado si hubiera hecho algo en aquel instante, si hubiera dicho algo en ese otro, o si se hubiera callado la boca en este y haberse ahorrado la estupidez. Pero aquí estaba, y todos esos recuerdos, mejores o peores, lo definían. Le hacían gracia las personas que decían “yo nunca cambiaré” o “yo sigo siendo el mismo”, porque pensaba para sí “si sigues siendo el mismo entonces sigues siendo un gilipollas”. Él sabía que había cambiado mucho con el paso de los años, pero una cosa era cambiar y otra muy distinta olvidarte de quién eras. Veía el cambio como algo bueno, necesario e inevitable, un proceso de aprendizaje, de realización. Y para ello debía tener presente lo que había vivido, su pasado, que es lo que le definía, pues allí estaba su experiencia. Lo cual no significaba que hubiera dejado de ser un gilipollas. Al menos era un gilipollas con un buen corazón. Pero eso siempre había sido así. Quizá no había cambiado tanto, pensó.
Cuando las cosas se ponían demasiado crípticas en su cabeza, dejaba de pensar. No le gustaba hablar como un filósofo, siempre creyó que le daban tantas vueltas a las cosas que al final sus conclusiones perdían fundamento y utilidad. Con excepciones, claro, le gustaba la filosofía, pero no el elitismo.
“those who escape hell
however
never talk about
it
and nothing much
bothers them
after
that.”
however
never talk about
it
and nothing much
bothers them
after
that.”