13/04/2019 04:27 PM
Frente a frente, los dos contendientes apretaban sus mandíbulas llenos de rabia. La tensión del ambiente, densa como el barro bajo la suela de sus botas, podía cortarse con un cuchillo.
Y Vicente, el armario empotrado de metro noventa y calva incipiente y mirada de loco homicida y agresividad por bandera temblaba y no era de miedo, sino de impaciencia ante la inminente lucha.
Alberto tenía por nombre su rival. Metro sesenta y cinco. Cuerpo musculado y definido. La camisa tirada ya por el suelo, técnica vieja de intimidar. El torso tatuado, recuerdos del ejército, y un semblante impasible. No temblaba. Sostenía fija la mirada, como un guerrero curtido en batallas. Ésta no era diferente.
El uno era un oso pardo.
El otro era un lobo.
Les rodeaba una veintena de personas. Dos muchachas por aquí lloraban, pedían que no lo hicieran, que acabaran antes de empezar. Dos borrachos más ebrios de violencia que de whisky les animaban y vilipendiaban su hombría por no haber comenzado ya la contienda.
Había un viejo también que sabía ya, como los viejos saben, que después de esa noche ninguno de los presentes sería el mismo al día siguiente.
El primero en perder la paciencia, no es difícil adivinarlo, fue el enorme oso. Abalanzose con fiereza sobre su adversario con grito de furia, giró el torso y arremetió con uno de sus enormes puños, que no parecían puños sino zarpas.
Mas el lobo se apartó en una finta, sacó provecho de la inercia de Vicente y, agarrando su cintura, lo tiró al suelo. Dada su experiencia no le costó más que si se hubiera tratado de un almohadón de plumas.
Visto y no visto. La primera sangre fue a favor del militar, pues cuando el gigante, que sin pasar de los dos metros ya parecía mucho más grande gracias a su envergadura, despegó su cara del suelo, dejaba escapar un hilillo cálido y carmesí de su nariz.
El golpe no fue nada para tal bestia que ya había recibido porrazos mayores incluso de niño. Pesaban más la rabia y la vergüenza de haber sido el primero en caer.
Agarró un puñado de barro entre las manos que lanzó sin pensarlo dos veces, rastrero, a los ojos del impasible rival.
Alberto, cegado y desconcertado, no vio venir los dos mazazos que españolamente le vistieron de torero. Consiguió limpiarse los ojos y recuperar la vista, aunque doble, para poder evitar un tercer golpe que ipso facto le hubiera dejado fuera de combate.
La sucia jugada le hizo al lobo replantearse el combate. Atrás quedó el honor de una batalla limpia. Si valía cegar al oponente, valían las patadas en la entrepierna, las luxaciones y las estrangulaciones.
Después de todo, si alguno de los dos brutos había pensado que con un par de puñetazos podía solucionarse todo, esa idea estaba descartada ya.
Vicente había conseguido ya la ventaja que quería. Por muy diestro en la lucha que fuera su rival, la diferencia de fuerza en ambos era más que notable. Y lo sabía porque su oponente ya no estaba en calma. No sangraba, no. Eso no lo había conseguido; pero notaba cómo le costaba mantener la templanza.
Se acercó despacio, no quería cometer el mismo error que antes. Esta vez los puños serían rápidos. Lanzar y recoger. Que no le diera tiempo a ese lobo mareado a jugársela como antes.
Pero las piernas de un hombre pequeño aún son más largas que los brazos de un gigante, y una patada rápida como un rayo se llevó tres costillas de Vicente en el acto. Por suerte, esos huesos no se saben rotos hasta pasado un tiempo, cuando regresa la calma.
Ambos cesaron sus movimientos. La pelea ni mucho menos había terminado, pero debían evaluar sus heridas y las del contrario. Replantear el combate era primordial.
Alberto, el lobo curtido en batallas debía castigar las piernas del oso pardo. Si machacaba sus rodillas, sus meniscos, el oso, caído en el suelo, no tendría opción de seguir peleando.
La estrategia de Vicente consistía en soportar los golpes con más aguante que una mula y acercarse lentamente al pequeño para estrangularlo con sus brazos, hechos de cemento.
No, ninguno pensó ni por un instante en rendirse.
Nadie apoyaba ya la pelea. A las chicas no les quedaban lágrimas. A los borrachos no les quedaba sed de sangre, estaban ahogados. Y el viejo se había marchado. Estaba mayor para soportar lo que venía ahora.
El gigante volvió a ponerse en camino. Su costado chillaba, nada serio, pensó. El pequeño le atizó otras dos patadas antes que cayera de rodillas. De rodillas frente a él. A escasos centímetros. Su pierna izquierda estaba destrozada. No podía ponerse en pie, pero ya daba igual. Lo tenía donde quería. Y los movimientos rápidos y continuos del lobo le habían hecho fatigarse. Se miraron conscientes una última vez.
Vicente agarró a Alberto, le retorció la muñeca como si fuera un estropajo de cocina y lo tumbó en el suelo. Encima de él, el oso pardo dio puñetazos furiosos a un lobo que yacía indefenso en el primer guantazo e inconsciente después del cuarto. Pero no se detuvo.
Sus manos ya vestían sangre de ambos cuerpos y no paró ni cuando notó como le agarraban por detrás para separarlo ni cuando los gritos de terror superaban al ruido de las sirenas. Sólo se detuvo cuando su vista se cegó fruto del porrazo de algún agente.
Perdió el sentido dos minutos. Cuando abrió los ojos, vio a través de la ventana del coche patrulla a dos muchachas tumbadas intentando reanimar a un cuerpo que dudosamente seguía vivo.
Fue entonces, cuando la adrenalina hubo desaparecido, que recordó que hacía tan solo dos horas eran dos amigos bebiendo cerveza en un bar y planeando ir de pesca ese fin de semana.
Y Vicente, el armario empotrado de metro noventa y calva incipiente y mirada de loco homicida y agresividad por bandera temblaba y no era de miedo, sino de impaciencia ante la inminente lucha.
Alberto tenía por nombre su rival. Metro sesenta y cinco. Cuerpo musculado y definido. La camisa tirada ya por el suelo, técnica vieja de intimidar. El torso tatuado, recuerdos del ejército, y un semblante impasible. No temblaba. Sostenía fija la mirada, como un guerrero curtido en batallas. Ésta no era diferente.
El uno era un oso pardo.
El otro era un lobo.
Les rodeaba una veintena de personas. Dos muchachas por aquí lloraban, pedían que no lo hicieran, que acabaran antes de empezar. Dos borrachos más ebrios de violencia que de whisky les animaban y vilipendiaban su hombría por no haber comenzado ya la contienda.
Había un viejo también que sabía ya, como los viejos saben, que después de esa noche ninguno de los presentes sería el mismo al día siguiente.
El primero en perder la paciencia, no es difícil adivinarlo, fue el enorme oso. Abalanzose con fiereza sobre su adversario con grito de furia, giró el torso y arremetió con uno de sus enormes puños, que no parecían puños sino zarpas.
Mas el lobo se apartó en una finta, sacó provecho de la inercia de Vicente y, agarrando su cintura, lo tiró al suelo. Dada su experiencia no le costó más que si se hubiera tratado de un almohadón de plumas.
Visto y no visto. La primera sangre fue a favor del militar, pues cuando el gigante, que sin pasar de los dos metros ya parecía mucho más grande gracias a su envergadura, despegó su cara del suelo, dejaba escapar un hilillo cálido y carmesí de su nariz.
El golpe no fue nada para tal bestia que ya había recibido porrazos mayores incluso de niño. Pesaban más la rabia y la vergüenza de haber sido el primero en caer.
Agarró un puñado de barro entre las manos que lanzó sin pensarlo dos veces, rastrero, a los ojos del impasible rival.
Alberto, cegado y desconcertado, no vio venir los dos mazazos que españolamente le vistieron de torero. Consiguió limpiarse los ojos y recuperar la vista, aunque doble, para poder evitar un tercer golpe que ipso facto le hubiera dejado fuera de combate.
La sucia jugada le hizo al lobo replantearse el combate. Atrás quedó el honor de una batalla limpia. Si valía cegar al oponente, valían las patadas en la entrepierna, las luxaciones y las estrangulaciones.
Después de todo, si alguno de los dos brutos había pensado que con un par de puñetazos podía solucionarse todo, esa idea estaba descartada ya.
Vicente había conseguido ya la ventaja que quería. Por muy diestro en la lucha que fuera su rival, la diferencia de fuerza en ambos era más que notable. Y lo sabía porque su oponente ya no estaba en calma. No sangraba, no. Eso no lo había conseguido; pero notaba cómo le costaba mantener la templanza.
Se acercó despacio, no quería cometer el mismo error que antes. Esta vez los puños serían rápidos. Lanzar y recoger. Que no le diera tiempo a ese lobo mareado a jugársela como antes.
Pero las piernas de un hombre pequeño aún son más largas que los brazos de un gigante, y una patada rápida como un rayo se llevó tres costillas de Vicente en el acto. Por suerte, esos huesos no se saben rotos hasta pasado un tiempo, cuando regresa la calma.
Ambos cesaron sus movimientos. La pelea ni mucho menos había terminado, pero debían evaluar sus heridas y las del contrario. Replantear el combate era primordial.
Alberto, el lobo curtido en batallas debía castigar las piernas del oso pardo. Si machacaba sus rodillas, sus meniscos, el oso, caído en el suelo, no tendría opción de seguir peleando.
La estrategia de Vicente consistía en soportar los golpes con más aguante que una mula y acercarse lentamente al pequeño para estrangularlo con sus brazos, hechos de cemento.
No, ninguno pensó ni por un instante en rendirse.
Nadie apoyaba ya la pelea. A las chicas no les quedaban lágrimas. A los borrachos no les quedaba sed de sangre, estaban ahogados. Y el viejo se había marchado. Estaba mayor para soportar lo que venía ahora.
El gigante volvió a ponerse en camino. Su costado chillaba, nada serio, pensó. El pequeño le atizó otras dos patadas antes que cayera de rodillas. De rodillas frente a él. A escasos centímetros. Su pierna izquierda estaba destrozada. No podía ponerse en pie, pero ya daba igual. Lo tenía donde quería. Y los movimientos rápidos y continuos del lobo le habían hecho fatigarse. Se miraron conscientes una última vez.
Vicente agarró a Alberto, le retorció la muñeca como si fuera un estropajo de cocina y lo tumbó en el suelo. Encima de él, el oso pardo dio puñetazos furiosos a un lobo que yacía indefenso en el primer guantazo e inconsciente después del cuarto. Pero no se detuvo.
Sus manos ya vestían sangre de ambos cuerpos y no paró ni cuando notó como le agarraban por detrás para separarlo ni cuando los gritos de terror superaban al ruido de las sirenas. Sólo se detuvo cuando su vista se cegó fruto del porrazo de algún agente.
Perdió el sentido dos minutos. Cuando abrió los ojos, vio a través de la ventana del coche patrulla a dos muchachas tumbadas intentando reanimar a un cuerpo que dudosamente seguía vivo.
Fue entonces, cuando la adrenalina hubo desaparecido, que recordó que hacía tan solo dos horas eran dos amigos bebiendo cerveza en un bar y planeando ir de pesca ese fin de semana.
«Mueres siendo un héroe... o vives lo suficiente para convertirte en villano»