21/11/2020 10:39 PM
Sueño del 06/04/2004
Una noche fui a la luna, aletargado, en pesado sueño, como habiendo mis recuerdos desaparecido, como hundiéndose en el mar agitando y tormentoso, primordial. Y sin el peso ascendí, sin la carga de memorias, voluntad, identidad o conciencia pude ser arrebatado por un viento intempestivo. Fui arrojado a la vorágine de plateados rayos, tenebrosos y profundos, cuyo impacto escudriñaba todo mi ser, saturaba mis sentidos, recorría cada parte de mi cuerpo, olfateando. Una luz animalesca, antigua y violenta. Necesitaba esconderme, mi instinto lo pedía, pero nada se podía en el torbellino. Fui llevado como hoja en la tormenta, más allá de nuestro mundo, no quedando de mí nada más que sumisiva contemplación y terror, miedo de aquella blancuzca nada, una presencia cerniéndose lejos, muy lejos, arriba, y ese viento me llevaba. Y posé ahí los pies, en aquel grisáceo abismo, subsolar y consciente, acechante.
Mis sentidos se agudizaron, el entorno me impactaba, cada poro de mi piel me confundía, y colores extraños inundaba el entorno. Pero la sed sofocaba y un vacío en el estómago la voluntad destruía. Mi sensible olfato percibió a lo lejos algo extrañamente apetecible, muy deseable, suculento, y un impulso animalesco, irresistible, hizo andar mi cuerpo. Por ese páramo desolado corrí, un desierto tenebroso y obsesivo, más antiguo que la Tierra, donde la mente se olvida, y la conciencia conocida, como se vive en allá en el mundo, deja de existir.
Me encontré sin darme cuenta descendiendo la ladera de un cráter, en mi mente se formaba la imagen de agua cristalina, reparadora y enervante, inofensiva. Y al llegar a lo profundo, en las sombras, un pequeño lago se abría ante mí, lago sereno y calmado. Pero el agua brillaba, brillaba sutilmente, era casi fosforescente, como agua mezclada con aceite a la luz del día. Mas ahí no había día. Aletargado y ansioso, sin prestar atención, me incliné para probar el líquido. Fuese lo que fuese, mi vientre lo pedía a gritos. Su sabor era sutilmente salado, penetrante y adictivo. Bebí y bebí sintiendo la intensidad en mi garganta, saturándome el gusto. Hasta perder la consciencia por completo. Un calor subyugante fue lo último que sentí, antes de perderme en un sueño de vivos rojos, perversos naranjas y compulsivos verdes.
Saben las estrellas cuánto tiempo estuve perdido, saben las estrellas si era yo el que desperté entonces. Mas del sopor, me extrajo una húmeda calidez que recorría me vientre. Mi vista era borrosa, y la sombra del cráter aún se extendían en torno mío; pues de algún modo sentí que empapaba el ambiente de una negra acuosidad, que resultaba indescriptiblemente asquerosa. Tan asqueroso como ese húmedo calor que recorría mi cuerpo, y al no poder más con la perturbadora sensación, abrí bien los ojos. A penas se conseguía ver algo gracias resplandor del lago. Me encontré entonces con unos ojos enormes, negros y acuosos, que por ser hipnóticos no me devolvieron a la inconsciencia del terror. Eran ojos apagados y tan ansiosos como el resto del lugar, penetrantes, llenos de instinto. Torné la vista, con certeza sólo se puede decir que era una fémina, tenía delicada figura, ora escamosa, ora anfibia, ora dorada, ora verde, ora azabache. Torné la vista, otra de ellas deslizaba una larga y delgada lengua negra por mi vientre, con los mismos ojos apagados y obsesivos clavados en mí. Las lágrimas me inundaron, el miedo me corroyó por dentro, estrujante. Jadeé sollozando, creí suplicar, pero no respondían a ningún gesto, palabra o reacción. Se dedicaban a mirar y a lamer.
Lentamente, al notar mi propia voz quebrada y sofocada, mi instinto aletargado pareció volver en sí. Tensé los músculos y me arrastré sobre la espalda, intentando huir. Algo me sujetó entonces de los hombros, con fuerza y firmeza. Torné la vista, eran ora manos, ora garras, las extremidades de un ser masculino, de su misma especia, ora con piernas, ora con torso alargado y serpentino, según la luz y el ángulo. Los mismos ojo apagados y compulsivos, violentos y pervertidos. Me sujetó con la fuerza de un toro, permitiendo que ellas me alcanzaran y dispusieran de mí. Torné la vista, desesperado, el lago brillaba en resplandores incomprensibles. Pero alumbraba, a lo largo de su costa, docenas de aquellas criaturas, en una escena terrible y pervertida. Vomitiva orgía de criaturas obsesas que se retorcían de forma voluptuosa y agresiva. Varias se dirigían ahora hacia mí. Me hicieron partícipe de sus blasfemias corporales mucho tiempo, ora como macho, ora como hembra, a tiempos me percibí escamoso, ora anfibio, ora instinto, o idiotez aletargante y lasciva. Hasta que volví a perderme y no supe más. Hasta que el astro se movió y la luz del sol iluminó el cráter.
Los calurosos rayos me despertaron. Me encontraba desnudo sobre la playa. Con nada a mi alrededor, sólo un silencio sepulcral, y una sensación de suciedad y corrupción que se extendía a todo mi ser, embotándome el cerebro. Miré de aquí a allá con ojos apagados, buscando una roca grande para protegerme del hiriente sol. Sol que no sólo me quemaba la piel, sino que me miraba con desprecio y asco. Encontré una sombra, lleve mis rodillas al pecho y lloré hasta que se hizo tarde. Y temiendo que las criaturas apareciesen de nuevo, escalé las paredes del cráter, hasta el desierto grisáceo.
Caminé sin propósito alguno, sentía evaporarme, desvanecerme, ora vivo, ora muerto. ¿Vida? ¿Qué era eso que algún día, en algún planeta, alguien dijo que era vida? Empecé a escuchar lamentos en el aire, voces en mi mente. Presencias que caminaban cerca de mí en aquel páramo tenebroso. Pero sentía vergüenza de mi desnudez, y mi voluntad no existía más. Simplemente caminé, encorvado y apocado, sin propósito, olvidándome de mí mismo. Sombras se ceñían y se apartaban; rostros cadavéricos, humanos y no humanos, aparecían y desaparecían cerca de mí.
La noche se hizo fría, y nada más que estrellas titilantes iluminaban pálidamente el camino. Cada una era como un ojo que vigilaba, los ojos de los guardias sádicos de una prisión. Como los ojos de demonios que observan los condenados al infierno. Poco a poco noté que las voces me hablaban cosas coherentes, me contaban historias de tiempos inconcebibles, tan antiguos como el hombre, o tan remotos como las estrellas.
Por aquí y por allá encontré enormes rocas talladas. Mostraban escenas horripilantes, que narraban en un idioma desconocido pero comprensible hechos oscuros, sucedidos hace eones bajo el Sol. Vi cómo una raza de demonios de muerte, tan antigua como el universo, se cernió sobre los planetas vírgenes y jóvenes. Antes de que la primera planta creciera, o la primera gota de agua cayera. Ciertamente hubiera perdido la razón, si mi alma no se hubiera encontrado ya embargada por el desinterés y la apatía más vacua y sufrida. Leí cómo un viento proveniente del Sol barrió su existencia de la faz, y embargados por rayos plateados, cayeron aprisionados aquí, en este desierto espectral y enloquecedor. Y leí cómo aún ahora vigilan la Tierra, desde ciudades subterráneas, físicas mas no físicas, bajo mis pies, maquinando, arrojando su influencia pútrida, corruptora y dominante en plateados rayos, sobre el mundo de los vivos.
Caí y permanecí en el suelo, frío y polvoriento, frente a un monolito tallado con sellos y maldiciones, con nada más que muerte a mi alrededor. Torné la vista. Amanecía, y un viento proveniente del sol avanzaba hacia mí. Entonces desperté.
Una noche fui a la luna, aletargado, en pesado sueño, como habiendo mis recuerdos desaparecido, como hundiéndose en el mar agitando y tormentoso, primordial. Y sin el peso ascendí, sin la carga de memorias, voluntad, identidad o conciencia pude ser arrebatado por un viento intempestivo. Fui arrojado a la vorágine de plateados rayos, tenebrosos y profundos, cuyo impacto escudriñaba todo mi ser, saturaba mis sentidos, recorría cada parte de mi cuerpo, olfateando. Una luz animalesca, antigua y violenta. Necesitaba esconderme, mi instinto lo pedía, pero nada se podía en el torbellino. Fui llevado como hoja en la tormenta, más allá de nuestro mundo, no quedando de mí nada más que sumisiva contemplación y terror, miedo de aquella blancuzca nada, una presencia cerniéndose lejos, muy lejos, arriba, y ese viento me llevaba. Y posé ahí los pies, en aquel grisáceo abismo, subsolar y consciente, acechante.
Mis sentidos se agudizaron, el entorno me impactaba, cada poro de mi piel me confundía, y colores extraños inundaba el entorno. Pero la sed sofocaba y un vacío en el estómago la voluntad destruía. Mi sensible olfato percibió a lo lejos algo extrañamente apetecible, muy deseable, suculento, y un impulso animalesco, irresistible, hizo andar mi cuerpo. Por ese páramo desolado corrí, un desierto tenebroso y obsesivo, más antiguo que la Tierra, donde la mente se olvida, y la conciencia conocida, como se vive en allá en el mundo, deja de existir.
Me encontré sin darme cuenta descendiendo la ladera de un cráter, en mi mente se formaba la imagen de agua cristalina, reparadora y enervante, inofensiva. Y al llegar a lo profundo, en las sombras, un pequeño lago se abría ante mí, lago sereno y calmado. Pero el agua brillaba, brillaba sutilmente, era casi fosforescente, como agua mezclada con aceite a la luz del día. Mas ahí no había día. Aletargado y ansioso, sin prestar atención, me incliné para probar el líquido. Fuese lo que fuese, mi vientre lo pedía a gritos. Su sabor era sutilmente salado, penetrante y adictivo. Bebí y bebí sintiendo la intensidad en mi garganta, saturándome el gusto. Hasta perder la consciencia por completo. Un calor subyugante fue lo último que sentí, antes de perderme en un sueño de vivos rojos, perversos naranjas y compulsivos verdes.
Saben las estrellas cuánto tiempo estuve perdido, saben las estrellas si era yo el que desperté entonces. Mas del sopor, me extrajo una húmeda calidez que recorría me vientre. Mi vista era borrosa, y la sombra del cráter aún se extendían en torno mío; pues de algún modo sentí que empapaba el ambiente de una negra acuosidad, que resultaba indescriptiblemente asquerosa. Tan asqueroso como ese húmedo calor que recorría mi cuerpo, y al no poder más con la perturbadora sensación, abrí bien los ojos. A penas se conseguía ver algo gracias resplandor del lago. Me encontré entonces con unos ojos enormes, negros y acuosos, que por ser hipnóticos no me devolvieron a la inconsciencia del terror. Eran ojos apagados y tan ansiosos como el resto del lugar, penetrantes, llenos de instinto. Torné la vista, con certeza sólo se puede decir que era una fémina, tenía delicada figura, ora escamosa, ora anfibia, ora dorada, ora verde, ora azabache. Torné la vista, otra de ellas deslizaba una larga y delgada lengua negra por mi vientre, con los mismos ojos apagados y obsesivos clavados en mí. Las lágrimas me inundaron, el miedo me corroyó por dentro, estrujante. Jadeé sollozando, creí suplicar, pero no respondían a ningún gesto, palabra o reacción. Se dedicaban a mirar y a lamer.
Lentamente, al notar mi propia voz quebrada y sofocada, mi instinto aletargado pareció volver en sí. Tensé los músculos y me arrastré sobre la espalda, intentando huir. Algo me sujetó entonces de los hombros, con fuerza y firmeza. Torné la vista, eran ora manos, ora garras, las extremidades de un ser masculino, de su misma especia, ora con piernas, ora con torso alargado y serpentino, según la luz y el ángulo. Los mismos ojo apagados y compulsivos, violentos y pervertidos. Me sujetó con la fuerza de un toro, permitiendo que ellas me alcanzaran y dispusieran de mí. Torné la vista, desesperado, el lago brillaba en resplandores incomprensibles. Pero alumbraba, a lo largo de su costa, docenas de aquellas criaturas, en una escena terrible y pervertida. Vomitiva orgía de criaturas obsesas que se retorcían de forma voluptuosa y agresiva. Varias se dirigían ahora hacia mí. Me hicieron partícipe de sus blasfemias corporales mucho tiempo, ora como macho, ora como hembra, a tiempos me percibí escamoso, ora anfibio, ora instinto, o idiotez aletargante y lasciva. Hasta que volví a perderme y no supe más. Hasta que el astro se movió y la luz del sol iluminó el cráter.
Los calurosos rayos me despertaron. Me encontraba desnudo sobre la playa. Con nada a mi alrededor, sólo un silencio sepulcral, y una sensación de suciedad y corrupción que se extendía a todo mi ser, embotándome el cerebro. Miré de aquí a allá con ojos apagados, buscando una roca grande para protegerme del hiriente sol. Sol que no sólo me quemaba la piel, sino que me miraba con desprecio y asco. Encontré una sombra, lleve mis rodillas al pecho y lloré hasta que se hizo tarde. Y temiendo que las criaturas apareciesen de nuevo, escalé las paredes del cráter, hasta el desierto grisáceo.
Caminé sin propósito alguno, sentía evaporarme, desvanecerme, ora vivo, ora muerto. ¿Vida? ¿Qué era eso que algún día, en algún planeta, alguien dijo que era vida? Empecé a escuchar lamentos en el aire, voces en mi mente. Presencias que caminaban cerca de mí en aquel páramo tenebroso. Pero sentía vergüenza de mi desnudez, y mi voluntad no existía más. Simplemente caminé, encorvado y apocado, sin propósito, olvidándome de mí mismo. Sombras se ceñían y se apartaban; rostros cadavéricos, humanos y no humanos, aparecían y desaparecían cerca de mí.
La noche se hizo fría, y nada más que estrellas titilantes iluminaban pálidamente el camino. Cada una era como un ojo que vigilaba, los ojos de los guardias sádicos de una prisión. Como los ojos de demonios que observan los condenados al infierno. Poco a poco noté que las voces me hablaban cosas coherentes, me contaban historias de tiempos inconcebibles, tan antiguos como el hombre, o tan remotos como las estrellas.
Por aquí y por allá encontré enormes rocas talladas. Mostraban escenas horripilantes, que narraban en un idioma desconocido pero comprensible hechos oscuros, sucedidos hace eones bajo el Sol. Vi cómo una raza de demonios de muerte, tan antigua como el universo, se cernió sobre los planetas vírgenes y jóvenes. Antes de que la primera planta creciera, o la primera gota de agua cayera. Ciertamente hubiera perdido la razón, si mi alma no se hubiera encontrado ya embargada por el desinterés y la apatía más vacua y sufrida. Leí cómo un viento proveniente del Sol barrió su existencia de la faz, y embargados por rayos plateados, cayeron aprisionados aquí, en este desierto espectral y enloquecedor. Y leí cómo aún ahora vigilan la Tierra, desde ciudades subterráneas, físicas mas no físicas, bajo mis pies, maquinando, arrojando su influencia pútrida, corruptora y dominante en plateados rayos, sobre el mundo de los vivos.
Caí y permanecí en el suelo, frío y polvoriento, frente a un monolito tallado con sellos y maldiciones, con nada más que muerte a mi alrededor. Torné la vista. Amanecía, y un viento proveniente del sol avanzaba hacia mí. Entonces desperté.
«Mueres siendo un héroe... o vives lo suficiente para convertirte en villano»