17/01/2021 08:39 AM
En las lindes de la Noche del Espíritu, la pequeña congregación de chamanes del Refugio Ardiente pasaba por momentos difíciles. Una tempestad invernal como nunca había sido conocida en tales latitudes se había cernido sobre ellos y cubierto todo su territorio con un manto blanco y gris de furia siempre creciente. En su vigilia jurada contra los malos espíritus, el fuego había sido el arma de su elección; ahora, dicha preferencia se había revelado inerme a raíz del frío omnipresente. El acopio de víveres, en un principio considerado extremadamente previsor, se había demostrado insuficiente ante una catástrofe helada que no parecía amainar, pasaran los días que pasaran. Resguardados en su hogar, poco podían hacer por montar guardia. Y hacían menos aún. En lo alto de la torre de vigilancia, Runo despejaba a paladas la nieve acumulada en la plataforma de despegue y se preguntaba dónde y cuándo se habían desviado de la Senda Ardiente, al punto de atraer una tribulación que revelaba de manera tan patente los errores de su clan. En el mundo espiritual, no existían las casualidades, ni tampoco el encuentro de energías dispares. La llegada de un invierno semejante solo podía indicar que habían descuidado la existencia en su territorio de una fuente de frío extremo. Estaba deseando un instante de calma meteorológica para salir a buscarla y purificarla con fuego… pero, para ser sincero consigo mismo, no había muchas posibilidades de que él llegase nunca a encontrarla, por más manifiesta que fuera. Ya no. Mal Vigilante era él, pues ni aunque pudiera remontar el vuelo en medio de la vorágine nevada podría alcanzar a ningún espíritu fugitivo… ya que su vista, antaño capaz, potenciada por las llamas, de hendir el mismo horizonte, apenas alcanzaba ahora, teñida de una blancura que parecía reflejar la del paisaje circundante, los límites almenados de la estrecha plataforma de despegue. Los chamanes de fuego sabían montar el viento con alas de fuego, y aquel era el lugar desde el que los vigilantes se aprestaban a atajar a los enemigos… una vez divisados. Sin esa visión de águila que se les presuponía por la naturaleza de su magia, poco importaba que alzaran el vuelo. Él, último líder de la congregación, con la llama más intensa, era ahora poco más que un ciego, con un rango carente de autoridad. Aun así, había sido el único que se había prestado a mantener un remedo de sus funciones. Los demás, con sus cualidades físicas intactas, se habían negado a enfrentarse a un frío que no podían vencer con sus llamas. “Necios.” Musitó para sí. “No merecen llamarse Vigilantes.”
Por fin, exhausto y ante una tregua de la nevada, dejó la pala al otro lado de la puerta de la torre y comenzó el descenso. Empapado, temblando de frío y cansancio, goteando agua recién derretida, se tambaleó hasta el cuarto de guardia, donde un gesto de sus manos convocó una hoguera, con él como su centro. Los restos de agua, nieve y hielo se evaporaron al instante, dejando intactas las ropas ignífugas, negras y gruesas, que cubrían todo su cuerpo. Runo dejó escapar un suspiro y se desplomó sobre un sofá cercano donde, casi al instante, quedó dormido.
Despertó con un sobresalto. ¿Cuánto tiempo había pasado? Con un estremecimiento, se incorporó y corrió escaleras arriba, de vuelta a la plataforma. Cuando llegó hasta la puerta e intentó abrirla, descubrió que no cedía. Aplicando ambas manos al metal, empezó a emitir calor, a combatir el frío. Las tripas le rugieron en protesta; estaba agotado, hambriento. Instantes después, empezó a gotear agua por los resquicios de la puerta. Probó de nuevo la manija, que giró, y abrió de golpe la puerta, con lo que un aluvión de nieve se precipitó al interior de la torre, casi alcanzándolo. Runo retrocedió de un salto, y el horror se pintó en su rostro al ver que la nieve acumulada superaba el medio metro de altura. Con un juramento, desató todo su fuego contra el muro blanco y lo hizo ceder, retroceder más allá de la puerta y de su umbral exterior, pero cuando sus llamas se abrieron paso al espacio abierto, el viento las hizo zozobrar, y el hielo empezó a agotarlas. El Vigilante hizo una pausa para tomar aliento y vio que no había remedio. Demasiada nieve. Daba igual, había que seguir. Si el peso crecía demasiado, la plataforma… De su mano derecha, extendida hacia el exterior, volvió a brotar un aluvión de llamas, mientras su mano izquierda conjuraba un pequeño pájaro ardiente que echó a volar escaleras abajo en busca de ayuda. Tendría que aguantar solo hasta que alguien llegara. Un pensamiento estremecedor se abrió camino: si habían cerrado las compuertas para combatir el frío, incluso aquellas que no debían cerrarse salvo como último recurso… No, no podían ser tan descuidados. Aunque, ¿cómo lo habían dejado allí dormido, tanto tiempo sin relevo? Habían debido transcurrir horas para que tanta nieve se acumulase. Pero ya bastaba. No había tiempo ni energía disponibles para pensar. Urgía despejar la plataforma, nada más. Con todos los músculos en tensión, Runo quemó y quemó el agua congelada, ganándole centímetro tras centímetro, y permitiéndose una sonrisa fiera de desafío. ¡Aún podían lograrlo! Si los refuerzos no tardaban… Un quejido seco, profundo, lo bastante potente para abrirse paso por encima del temporal, detuvo de golpe su entusiasmo. El tiempo pareció detenerse, un instante congelado de tensión estremecedora, una quietud solo rota por el siguiente crujido, poderoso, confirmatorio de los peores temores. Runo contempló como en un sueño como el muro blanco con el que estaba combatiendo se desvanecía de pronto, arrastrado hacia el suelo en una caída libre de roca y nieve. La plataforma, el símbolo de mayor orgullo de su clan, yacía ahora en el suelo níveo doscientos metros por debajo de su lugar destinado. Runo sofocó un sollozo. Cerró la puerta de golpe y se recostó contra el muro. Algunos minutos después volvió a erguirse, con un aura de fuego alrededor y una nueva determinación ardiente dibujada en su expresión: era hora de hacer algunas preguntas.
Cuando llegó a la gran sala común, pudo ver que al menos Tura estaba presente, por lo inconfundible de su figura oronda en perpetuo movimiento. También Ulcía, por los reflejos inconfundibles de su inacabable vestuario de lentejuelas. Todo lo demás en la amplia estancia era un borrón bastante indefinible a sus ojos. Caminó con cuidado, acompañando las paredes y los muebles con la mano hasta acercarse a Tura, quien le saludó.
─¡Runo, querido! ¿Has vuelto ya de vigilar ese infierno helado?
─¿Estáis todos aquí?
─¿Cómo…? Oh, claro. Sí, sí, toda la familia reunida. Excepto los más pequeños. Miral y Juz están en sus habitaciones.
─Bien…
Runo prosiguió hasta el Sitial del Liderazgo, se sentó, y gritó.
─¡Escuchad!
Las llamas de toda la estancia ardieron con un dorado casi blanco por un instante, en el que todo quedó en silencio. Luego, poco a poco, una pequeña multitud de borrones indistintos se abrió camino hasta el centro del salón, frente a Runo.
─Escuchadme bien… quiero explicaciones y las quiero ya. He pasado catorce horas solo en la Torre. Sin relevo. Y vuelvo para ver que estáis todos aquí, relajándoos ante el fuego. ¿Qué cojones os pasa?
El silencio general se prolongó unos instantes más, para ser roto por un carraspeo de Tura.
─Mi buen Runo, ya lo hablamos. No hay nada que podamos hacer en estas condiciones, por lo que votamos suspender toda actividad…
─¡Pero no las guardias! ¡No el mantenimiento en la torre! ¡No los trabajos para mantener a raya a la nieve!
─Tú te ofreciste para eso, ¿no? ─intervino Naze, uno de los más antiguos miembros de Refugio Ardiente.
─Para el primer turno, Naze… ¿Tengo que recordarte cada cuánto son los relevos?
─No tienes que recordarme nada, líder de clan. Pero convendrás en que las condiciones actuales no son las más habituales. Hemos interrumpido todas las rotaciones normales…
─Si querías un relevo, haber mandado aviso. ─interrumpió Ulcía, con su habitual desprecio condescendiente, mientras jugaba con algo alargado que sostenía con las dos manos.
Runo quedó mirando lo poco que distinguía de ella con rabia. Luego dijo entre dientes:
─Las compuertas interiores estaban todas cerradas.
Había esperado muchas reacciones a esa declaración: excusas, disculpas, evasiones… Lo que no habría imaginado nunca fue lo que vino a continuación.
─¡Hace frío con las compuertas abiertas!
El líder de Refugio Ardiente sintió que un peso enorme caía sobre sus hombros. Esperó durante un minuto a que llegase una protesta, una expresión de disgusto y desacuerdo ante la situación, de parte de alguno de los que se hacían llamar su familia, de los que se hacían llamar Vigilantes. Esperó a que alguien le aliviara de parte de la carga inmensa que se había cernido sobre él, sobre la única persona que veía lo profundamente erróneo de aquella situación. No la hubo. Mejor era, pues, terminar cuanto antes.
─La plataforma de despegue se ha hundido.
Más silencio. Prosiguió.
─A partir de este instante, declaro la indefensión de Refugio Ardiente. Pediremos ayuda a los demás clanes. Entraré en Espíritu profundo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la nausea que los murmullos de alegría y alivio en respuesta a una declaración tan ignominiosa le producían, para levantarse sin más del sitial y dirigirse hacia la salida del salón. En su camino, pasó junto a Ulcía y pudo ver por fin con claridad lo que sostenía. No podía creerlo.
─¿Es esa mi lanza?
─Sí.
─Dámela. ─ordenó, con rabia apenas contenida.
─Cógela si puedes. ─le espetó la joven, para acto seguido echar a correr fuera del salón.
El calor de la estancia se volvió opresivo de golpe, y no pasaron ni dos segundos antes de que todos los allí reunidos rompieran a sudar, a excepción de Runo, de cuya piel la humedad se evaporaba al instante. Contempló prender fuego al lugar, con todos sus integrantes… antes de que la pura desesperación hiciera presa de él y le llevase a sacudir la cabeza y descender a las profundidades, sin mirar atrás.
En la Caverna Inferior, cerró los ojos. Su fuego llamó a las energías afines. En la oscuridad circundante surgieron en seguida luces en movimiento; auroras boreales de todos los colores, de todas las texturas, fluían por el inmenso espacio vacío. Había gente conectada en otros lugares lejanos, haciendo su guardia, fluyendo con las energías primigenias, escuchando, mirando en la distancia y en el tiempo. Reconoció a muchas de aquellas mentes, compañeros chamanes con los que había contactado tiempo atrás, pero ninguno era lo que andaba buscando. Más allá, mucho más allá, estaba el Refugio del Norte, el auxilio lógico… al que no quería recurrir por nada del mundo. Los Ardientes despreciaban a los norteños, adoradores del Hielo, tanto por la naturaleza antagónica de su devoción como por estar en las antípodas en lo que al sentido del decoro y la educación se refería. Para Runo, aquellos hermanos distantes eran poco más que salvajes. Se debatió durante largo rato consigo mismo. Dar el paso necesario para tener alguna garantía de salvar su Refugio y cumplir con su misión implicaba hacer de tripas corazón con todo lo que despreciaba, rendir el orgullo de su clan… Sacudiendo la cabeza, hizo a un lado tales pensamientos. El orgullo de Refugio Ardiente ya había sido rendido por sus propios defensores. Se decidió. Hacia el Norte proyectó sus llamas, se proyectó el mismo, un fénix dorado, y entonces llegó; los viajes eran breves en Espíritu Profundo. Un lienzo de azul profundo y plata, con estrellas danzantes con reflejos helados, como cristales congelados resplandecientes de luz interior… y en el centro de todo ello, una joven a la que no conocía, que alzó la vista, maravillada, para verlo llegar.
─¡Vaya!─exclamó. ─¡Mira por donde! ¡Es precioso!
Runo se posó frente a ella y retomó su forma humana, desplegando sus llamas en una vorágine que pasó más allá de ella y los envolvió, tiñendo los cristales de hielo de luz dorada. Ahora podía ver que ella estaba casi desnuda, apenas cubierta su piel morena con algo que parecía un bikini de color blanco plateado. Suspiró. Los norteños no habían cambiado desde que tuvo contacto con ellos tanto tiempo atrás. Se retorció internamente ante la idea de lo que había ido a pedir.
─Saludos, Vigilante. Soy Runo, líder del Refugio Ardiente.
─¡Oh, hola! Yo soy Denara, princesa del Norte.
─¿Princesa? ¿Tenéis una realeza? ─casi escupió Runo.
─Por supuesto. ─respondió ella sin inmutarse. ─Es lo que la gente prefiere hoy en día.
Runo la miró, estupefacto. Tardó unos segundos en recomponerse y proseguir.
─Entiendo. Bien. Hemos venido a pedir ayuda.
─Alteza.
─¿Cómo?
─”Hemos venido a pedir ayuda, alteza.” Te he dicho que soy una princesa. ¿Dónde están tus modales?
─Qué… yo… ─Runo casi se atragantó al escuchar eso. Aún así, tenía un deber que cumplir, y lo cumpliría. ─Muy bien. Alteza. Mi clan necesita ayuda. Urgente. Una tempestad de hielo y viento nos tiene asediados. Apenas quedan víveres y no hay nadie apto para la lucha entre nosotros. Los espíritus campan a sus anchas.
─¿Cómo es eso posible? ¿Acaso he soñado el fénix que te ha traído hasta aquí? ¿Así son los inútiles en tu clan?
─Yo… ─Runo tragó saliva y guardó silencio durante un momento. ─Yo no puedo ver ya nada, fuera de este lugar, del Espíritu Profundo. Mi propio fuego me ha quemado los ojos, alteza; la nieve también los ha cubierto. Estoy ciego.
Al oír esto, una expresión de ternura saltó a los rasgos de Denara con tanta agilidad que el corazón de Runo dio un respingo. Con la misma premura, la princesa se incorporó de un salto.
─Vuelve a tu hogar, Runo. Estaremos con vosotros para la próxima luna llena, dentro de tres días. Aguantad. Ayudaremos.
Con la garganta estrangulada por la gratitud y la admiración ante tanta premura, marcial y generosa a un tiempo, Runo solo alcanzó a musitar un quedo “gracias” antes de que la chica se desvaneciese con apenas un gesto de despedida.
─¿Tres días? ¡Eso es imposible! El Refugio del Norte está tan lejos que apenas ha habido nunca contacto entre nuestros clanes. No llegarán.
─Ella lo dijo. Llegarán.
─¿Ella? ¿Y quién era ella, si puede saberse?
─Su princesa.
Al oír esto, un silencio estupefacto se apoderó del salón, solo para venir seguido de un coro de suspiros de indignación.
─Monarquía. En estos tiempos. Salvajes…
Runo no dijo nada. Sin saber muy bien por qué, todas sus ideas preconcebidas acerca de los norteños topaban ahora con un muro en forma de sonrisa amable, cargada de ternura… y con los tintes firmes de la determinación.
Tres días después, la tempestad solo empeoraba. Los vientos gélidos aullaban con furia siempre creciente, plagados de espíritus oscuros. La posibilidad de que alguien llegase en dichas condiciones parecía nula. La probabilidad de que nadie pudiera hacer nada para aliviar la situación, escasa. Runo permanecía junto a la ventana, sin la esperanza de ver nada, simplemente protegiendo la única que aún no habían tapiado para protegerse del frío, a la que aún no habían renunciado… solo en virtud de la férrea defensa que de ella había hecho el aún líder del Refugio. Su guardia había quedado reducida a una sola ventana, pero tenía consigo el recuerdo de una sonrisa, y la promesa de la existencia de un calor allá afuera que Runo deseaba llegar a ver. Solo eso ya le daba sentido, el único que el quedaba. Ya no hablaba con el resto de su clan. La decepción con todos ellos había calado demasiado hondo. Despojado de sus deberes, se sentía pequeño y aislado, apagado. A decir verdad, aquella ventana hacía tanto por él como él por ella, pues era lo único que mantenía vivas las fuerzas de su motivación lo suficiente como para encender algún fuego. De modo que allí estaba Runo, la vista ciega vuelta hacia el exterior tormentoso, cuando un cambio perceptible incluso para él tuvo lugar. El viento nevado amainó primero y después cesó, y la luz del sol se abrió camino por entre el techo de nubes, hendiendo el cielo para revelar una visión imposible y hermosa. Unas aves descomunales, de un blanco resplandeciente teñido de oro de sol descendían hacia el refugio. Runo sintió que su corazón empezaba a acelerarse. Contó once de aquellos pájaros milagrosos que se posaron sobre la nieve, ahora ya radiante por la luz del día, y adoptaron forma humana, en ordenada formación. La líder indiscutible de aquella tropa genial saludó con desenfado desde allá lejos, y Runo, ciego al gesto pero aun así riendo entusiasmado, abrió de par en par la ventana y saltó fuera a recibirlos sin que le importase el frío, ni la nieve en que se hundía. Su fuego renació en él y abrió un camino mojado a lo largo de cien metros hasta que una risa alegre lo detuvo en seco al fin.
─¡Basta, basta, fuego fiero! ¡No querrás quemar el mundo!
Runo alzó entonces la vista a lo alto del muro de nieve de casi dos metros que aún se alzaba ante él, para ver allí a Denara, en su atuendo minimalista, erguida sobre la nieve sin hundirse lo más mínimo, y con la piel y el pelo oscuros teñidos de diminutos cristales de escarcha que la hacían resplandecer con diseños de maravilla. Sonrió.
─Princesa. Te estaba esperando, con todo mi corazón.
─Así me gusta. Líder ardiente. Condúcenos a tu hogar, ¿sí? Muéstranos, y ayudaremos. ¡Te presento a los mejores chamanes del Clan del Norte!
Aquellas figuras sonrientes y semidesnudas, con cuerpos de todas las edades, todos en una forma física que anunciaba una disciplina fuera de toda medida, estremecieron en lo profundo el corazón de Runo. Un solo atisbo bastaba para poder confiar… y él sentía vergüenza de guiarlos a su hogar, de presentarles a su gente. Los saludó con una mano en la sien, al estilo del Fuego; ellos le respondieron con una mano en el corazón, como enseñaba el Hielo, y algo aún indefinible se removió en su interior.
El encuentro entre las dos comunidades fue tan bien y tan mal como podía esperarse. Los norteños rebosaron simpatía y desparpajo, inmunes a los pequeños desprecios de sus obligados anfitriones. “Un frío recibimiento,” susurró Runo para sí, perdido en sus pensamientos, de nuevo junto a la ventana. Los demás debían de estar ya acostados, pero él no podía dormir. Sentía que la primavera se había abierto paso en el mundo y un su interior. El clima se había calmado con la llegada de los chamanes del Hielo y todavía permanecía tranquilo conservando apenas la nieve acumulada como un recuerdo del terror que había golpeado al Refugio. Un remedo de calor que no dependía solo de las hogueras de Fuego había vuelto a instalarse, en la casa y en el corazón de Runo, y mientras así lo reflexionaba, suspirando con tonos de cansancio y expectación por el nuevo día, sus ojos ganaron un destello de luz que hendió la ventisca… solo para ver a Ulcía jugando con su lanza ritual, allá fuera, en la nieve, esgrimiéndola de cualquier manera. Sintió un brote de rabia ardiente que se esforzó por reprimir. No era el momento de armar un escándalo, y en verdad sería incapaz de hacer nada al respecto en el momento en que esta nueva claridad dejase sus ojos. Ojos que se abrieron de par en par cuando la princesa del Norte salió de ninguna parte, dio a Ulcía un susto de muerte, le quitó la lanza y echó a correr, riendo. Ulcía la perseguía, dudosa, enfadada y temerosa a la vez, y Denara la eludía entre carcajadas. Así pasó un largo rato hasta que Ulcía, frustrada, renunció y volvió a meterse en la casa, cerrando la puerta de un espetón. Entonces, Denara bailó sola, feliz, con la lanza, y Runo sintió en su interior una calidez profunda, entrañable, tierna, poderosa, exultante, feliz… y pensó: “un fuego así es el que merece la pena.” Lástima que no sirviese para su trabajo, para despejar el frío, para él y para los demás, ayudando a otros con su calor, y ver lejos cómo sus llamas ardían. Entonces se asomó a la ventana, abriéndola, y Denara lo miró de reojo antes de seguir el baile con una sonrisa íntima, profunda y feliz. El baile cogió una nueva cualidad, más solemne, más calmada, más profunda, el color de una verdad sentida en la propia entraña. Runo no sabría decir cuánto tiempo duró esa magia; tan solo que se rompió cuando ella por fin paró y se acercó a él, entregándole la lanza.
─Es tuya, ¿cierto? Lo noto. No vuelvas a permitir que te la quiten, gran líder. ─y mientras decía esto un gesto de la princesa encontró el rostro de Runo y lo acarició al pasar, con una mano tan fría que el suave contacto ardió… y encendió algo en su mente.
─Soy incapaz cuidarla, mejor protégela tú. Nunca ha sido tan bella como lo ha sido en tus manos, allá afuera, en ese baile.
Ella sonrió al oírlo y asió la lanza a dos manos, firme y delicadamente.
─¡Eso es que has podido verme! ¡Tus ojos ya están sanando!
Tan atrapado en la escena, no había prestado apenas atención a aquel milagro. Estremecido, volvió a mirar a lo lejos, pero ya el paisaje se estaba emborronando de nuevo.
─Parece que ha sido algo… temporal. Vuelve a nevar.
La chica se lo quedó mirando atentamente, con un brillo en la expresión. Señaló en un ademán el aire en torno a los dos y dijo con seriedad:
─Esa nieve de tus ojos tiene remedio también.
Un corte de lo más eficaz para la tristeza naciente, tales palabras. Runo tragó saliva.
─Enséñame.
Pero Denara sacudió la cabeza.
─Ya sabes lo que hay que hacer. Encuentra el centro del frío, aquel que trajo la nieve a tus ojos y a tu hogar. Busca donde no lo esperas, donde no lo quieres ver. Sigue todas las señales que de a poco has puesto en marcha y encontrarás otras nuevas, vistas de tierras lejanas, de risas y de belleza ─guiñó un ojo, pícara. Luego le acarició el brazo, con esa mano que ardía con el extremo del frío.
─Cuidaré de tu lanza.
─Sé que lo harás. ─sonrió él.
─Algo me dice, no obstante, que pronto serás capaz de protegerla, gran líder. Confía en ello y descansa.
─Tú también, princesa helada.
─¡Jugaremos más mañana! ─se despidió ya a lo lejos, en dirección al campamento improvisado de iglús que los norteños habían montado, asegurando sentirse más cómodos allí que entre las piedras caldeadas del Refugio Ardiente.
Y Runo rió, feliz. Menuda princesa aquella.
Roces helados que queman, calidez de gentes frías, frialdad de los del Fuego. Los sueños en los que se hallaba sumido Runo sacudían su subconsciente. La calidez de la chica, su gesto, había despertado un fuego similar en su interior. El frío de su poder helado había quemado como el suyo. ¡Y había logrado ver! Soñó con aves de fuego blanco, recortándose contra el sol. Con discusiones en la sala común, discusiones en las que todos movían los labios sin emitir sonido, y sobre las que una voz ignota decía: “mira con los oídos, antes que con los ojos. Sigue el camino que te marcan las palabras, sigue el cauce de tu historia.” Soñó con Denara; ella caminaba hacia él en medio de una ventisca, acercándose tanto que incluso su vista malherida podía observar la diminuta escarcha que se formaba en sus labios. Cuando habló, su voz fue un susurro cristalino:
─Soy Denara, ¿quién eres tú, dulce viento del verano?
Y Runo se descubrió sin palabras, desarmado por su dulzura. Entonces, de improviso, ella lo abrazó, y el delicioso frescor de su piel lo acarició hasta otro sueño, todavía más profundo. En él, Denara seguía presente, pero esta vez estaban en la sala común del Refugio, y ella tiritaba.
─Tu hogar es muy frío ─musitaba, temblorosa.
─Creía que vosotros no sentíais frío. Podrías abrigarte un poco. El fuego está encendido, después de todo.
─No es de ese frío del que hablo ─espetó, dejando perplejo a Runo. ─¿Qué te enseña nuestro aspecto?
Al ver que no respondía, Denara continuó.
─El calor se lleva por dentro.
La mañana despertó a un Runo perplejo pero lleno de energía. Aún estaba pletórico cuando llegó al salón, donde encontró una escena algo tensa. Toda la congregación estaba allí, sentada en sus sitios de costumbre, mirando con tensión extrema a las dos únicas personas que permanecían fuera de lugar: Ulcía, de pie, en medio de la sala, destelleante en su vestuario, como de costumbre, miraba furibunda a Denara, la única norteña presente, despatarrada en el Sitial del Liderazgo y con la lanza de Runo descuidadamente sostenida con su mano derecha. El contraste que la joven princesa representaba en la escena era apabullante: azul y blanco contra los tonos cálidos de la habitación… en la escasa ropa que cubría su piel pardoscura repleta de escarcha resplandeciente. Gracias a ese juego de brillos, Runo pudo hacerse una idea de lo que sucedía.
─Ese no es tu sitio. ─casi chilló Ulcía.
─Solo lo estoy cuidando. ─se sonrió Denara. Guiñó un ojo a Runo, cariñosa, invitadora y retadora a un tiempo.
─Y mi misión ha terminado. ─añadió.
Se levantó de un salto y se acercó a Runo, tomándolo del brazo, conduciéndolo al Sitial y ayudándolo a sentarse, para después acomodarse en el reposabrazos del mismo, aún sosteniendo la lanza.
Apenas conteniendo la risa, Runo habló:
─Me alegro de que estemos todos, tenemos que hablar varios asuntos.
─¡Así es! ─exclamó Lucía. ─¡Como el de esa zorra ártica que tienes sentada al lado! ¡No tiene educación alguna! Tiene que volver a su tribu.
Runo frunció el ceño.
─¿Sí? ¿Y quién defenderá el Refugio si los norteños se van? ¿Vosotros? Creía que estábais… impedidos ante el temporal. Por lo que nos han explicado nuestros aliados, su diálogo con los espíritus debe ser incesante, a fin de mantener contenida su furia.
─¡No son todos los norteños los que tienen que marcharse, solo ella! Sus insultos hacia nuestra Casa son demasiados. ¡Hasta un ciego debería ver que su lugar está en el Norte!
La rabia ante el desprecio a Denara y a los norteños que se estaba proponiendo, desde un egoísmo brutal y desconsiderado para con quienes habían acudido en su auxilio amenazó con embargarle. La frialdad de la propuesta… Abrió mucho los ojos velados. El frío. ¿Dónde estaba el frío? Miro a su alrededor, asombrado, aterrado, iluminado. Y mientras deslizaba la mirada de figura en figura, la vista se le aclaraba, volvía a ver. Podía ver con claridad a los de su clan, porque ahora se permitía ver en ellos lo que antes había querido tapar a sí mismo. Ellos habían traído el hielo, desde la escarcha de sus corazones. De pronto, todo estaba claro. Pero había algo más. Recordó la voz del sueño, y entonces comprendió su camino y tomó su decisión.
─El lugar de un ciego está en el Norte… ─musitó.
─¿Qué? ¿Qué has dicho? ─se extrañó Ulcía.
─Tenéis razón. Denara tiene que irse. No encaja bien aquí. Tampoco yo encajo ya, viendo como veo, así que la acompañaré al Norte. Quedas a cargo de todo aquí, Ulcía, ya que has hablado por todos.
Eso generó una oleada de murmullos mientras Ulcía se henchía de orgullo ante la perspectiva de hacer lo que se le antojase con el refugio. Runo sabía que pronto todos estarían peleando por el liderazgo, y que tendrían poco tiempo disponible para echar en falta lo que su fuego hacía por todos allí. Se avecinaban tiempos fríos para el Refugio Ardiente pero, tal y como estaban las cosas, había llegado a entender que era algo inevitable. Miró a Denara, que le sonrió, radiante, y ambos se pusieron en pie para, acto seguido, salir de la sala común cogidos del brazo.
Runo y Denara emprendieron el camino esa misma tarde, despedidos calurosamente por los norteños, e ignorados totalmente por los ardientes, sumidos en sus intrigas internas. Ambos alzaron el vuelo, convertidos en dos aves fénix de fuego y hielo que se remontaban hacia el atardecer, envueltos en un torbellino de silenciosa alegría.
Cuando todo fue oscuridad en derredor, tomaron tierra para descansar y se detuvieron a pasar la noche, compartiendo una callada tensión que bailaba con sus entrañas al ritmo de una tonada exultante. El paisaje, la libertad… eran un escenario perfecto. Ella estaba perfectamente a sus anchas en la tundra helada, pero Runo encendió, con un gesto, una hoguera en la que calentarse. Con el baile de las llamas la noche adquirió un cariz distinto en el que cazador y presa jugaban un juego del quién es quién. Fue ella quien habló primero con voz enronquecida.
─Hasta aquí me has traído, fuego fiero. Al centro de ninguna parte. ¿Ha sido sólo para seguirle el juego a tu congregación? ¿O para huir de ellos? ¿Soy solo la excusa conveniente?
─Eres mucho más que eso ─musitó Runo, acercándose a la joven. ─Eres un milagro imposible, un hielo ardiente, una maestra silenciosa. Y quiero que me expliques, si está dispuesta, cómo has logrado, toda cubierta de escarcha, fundirte en mi corazón.
─Llevará tiempo… pero creo que, al final, conseguiré que lo entiendas. Esgrime tu lanza, fuego fiero.
Y paso a paso, la llama se avivó y derritió el hielo y ambos se mojaron en ese deseo satisfecho.
─Te contaré un secreto ─anunció ella, entre jadeos. ─No somos una monarquía. Es solo un juego con el que nos divertimos.
─¿Qué maldita gracia tiene eso?
─La cara que ponen… ¡idiotas como tú!
Al amanecer, desde lo alto de una montaña, contemplaron en la lejanía el Refugio Ardiente.
─¿Qué solución les queda, Denara?
─Aprenderán… o abandonarán el Mundo del Espíritu. Es la única alternativa que les queda de alejarse, siquiera durante un rato, del frío que traen consigo y que no soportan fuera. Mientras… los míos disfrutarán su invierno.
Por fin, exhausto y ante una tregua de la nevada, dejó la pala al otro lado de la puerta de la torre y comenzó el descenso. Empapado, temblando de frío y cansancio, goteando agua recién derretida, se tambaleó hasta el cuarto de guardia, donde un gesto de sus manos convocó una hoguera, con él como su centro. Los restos de agua, nieve y hielo se evaporaron al instante, dejando intactas las ropas ignífugas, negras y gruesas, que cubrían todo su cuerpo. Runo dejó escapar un suspiro y se desplomó sobre un sofá cercano donde, casi al instante, quedó dormido.
***
Despertó con un sobresalto. ¿Cuánto tiempo había pasado? Con un estremecimiento, se incorporó y corrió escaleras arriba, de vuelta a la plataforma. Cuando llegó hasta la puerta e intentó abrirla, descubrió que no cedía. Aplicando ambas manos al metal, empezó a emitir calor, a combatir el frío. Las tripas le rugieron en protesta; estaba agotado, hambriento. Instantes después, empezó a gotear agua por los resquicios de la puerta. Probó de nuevo la manija, que giró, y abrió de golpe la puerta, con lo que un aluvión de nieve se precipitó al interior de la torre, casi alcanzándolo. Runo retrocedió de un salto, y el horror se pintó en su rostro al ver que la nieve acumulada superaba el medio metro de altura. Con un juramento, desató todo su fuego contra el muro blanco y lo hizo ceder, retroceder más allá de la puerta y de su umbral exterior, pero cuando sus llamas se abrieron paso al espacio abierto, el viento las hizo zozobrar, y el hielo empezó a agotarlas. El Vigilante hizo una pausa para tomar aliento y vio que no había remedio. Demasiada nieve. Daba igual, había que seguir. Si el peso crecía demasiado, la plataforma… De su mano derecha, extendida hacia el exterior, volvió a brotar un aluvión de llamas, mientras su mano izquierda conjuraba un pequeño pájaro ardiente que echó a volar escaleras abajo en busca de ayuda. Tendría que aguantar solo hasta que alguien llegara. Un pensamiento estremecedor se abrió camino: si habían cerrado las compuertas para combatir el frío, incluso aquellas que no debían cerrarse salvo como último recurso… No, no podían ser tan descuidados. Aunque, ¿cómo lo habían dejado allí dormido, tanto tiempo sin relevo? Habían debido transcurrir horas para que tanta nieve se acumulase. Pero ya bastaba. No había tiempo ni energía disponibles para pensar. Urgía despejar la plataforma, nada más. Con todos los músculos en tensión, Runo quemó y quemó el agua congelada, ganándole centímetro tras centímetro, y permitiéndose una sonrisa fiera de desafío. ¡Aún podían lograrlo! Si los refuerzos no tardaban… Un quejido seco, profundo, lo bastante potente para abrirse paso por encima del temporal, detuvo de golpe su entusiasmo. El tiempo pareció detenerse, un instante congelado de tensión estremecedora, una quietud solo rota por el siguiente crujido, poderoso, confirmatorio de los peores temores. Runo contempló como en un sueño como el muro blanco con el que estaba combatiendo se desvanecía de pronto, arrastrado hacia el suelo en una caída libre de roca y nieve. La plataforma, el símbolo de mayor orgullo de su clan, yacía ahora en el suelo níveo doscientos metros por debajo de su lugar destinado. Runo sofocó un sollozo. Cerró la puerta de golpe y se recostó contra el muro. Algunos minutos después volvió a erguirse, con un aura de fuego alrededor y una nueva determinación ardiente dibujada en su expresión: era hora de hacer algunas preguntas.
***
Cuando llegó a la gran sala común, pudo ver que al menos Tura estaba presente, por lo inconfundible de su figura oronda en perpetuo movimiento. También Ulcía, por los reflejos inconfundibles de su inacabable vestuario de lentejuelas. Todo lo demás en la amplia estancia era un borrón bastante indefinible a sus ojos. Caminó con cuidado, acompañando las paredes y los muebles con la mano hasta acercarse a Tura, quien le saludó.
─¡Runo, querido! ¿Has vuelto ya de vigilar ese infierno helado?
─¿Estáis todos aquí?
─¿Cómo…? Oh, claro. Sí, sí, toda la familia reunida. Excepto los más pequeños. Miral y Juz están en sus habitaciones.
─Bien…
Runo prosiguió hasta el Sitial del Liderazgo, se sentó, y gritó.
─¡Escuchad!
Las llamas de toda la estancia ardieron con un dorado casi blanco por un instante, en el que todo quedó en silencio. Luego, poco a poco, una pequeña multitud de borrones indistintos se abrió camino hasta el centro del salón, frente a Runo.
─Escuchadme bien… quiero explicaciones y las quiero ya. He pasado catorce horas solo en la Torre. Sin relevo. Y vuelvo para ver que estáis todos aquí, relajándoos ante el fuego. ¿Qué cojones os pasa?
El silencio general se prolongó unos instantes más, para ser roto por un carraspeo de Tura.
─Mi buen Runo, ya lo hablamos. No hay nada que podamos hacer en estas condiciones, por lo que votamos suspender toda actividad…
─¡Pero no las guardias! ¡No el mantenimiento en la torre! ¡No los trabajos para mantener a raya a la nieve!
─Tú te ofreciste para eso, ¿no? ─intervino Naze, uno de los más antiguos miembros de Refugio Ardiente.
─Para el primer turno, Naze… ¿Tengo que recordarte cada cuánto son los relevos?
─No tienes que recordarme nada, líder de clan. Pero convendrás en que las condiciones actuales no son las más habituales. Hemos interrumpido todas las rotaciones normales…
─Si querías un relevo, haber mandado aviso. ─interrumpió Ulcía, con su habitual desprecio condescendiente, mientras jugaba con algo alargado que sostenía con las dos manos.
Runo quedó mirando lo poco que distinguía de ella con rabia. Luego dijo entre dientes:
─Las compuertas interiores estaban todas cerradas.
Había esperado muchas reacciones a esa declaración: excusas, disculpas, evasiones… Lo que no habría imaginado nunca fue lo que vino a continuación.
─¡Hace frío con las compuertas abiertas!
El líder de Refugio Ardiente sintió que un peso enorme caía sobre sus hombros. Esperó durante un minuto a que llegase una protesta, una expresión de disgusto y desacuerdo ante la situación, de parte de alguno de los que se hacían llamar su familia, de los que se hacían llamar Vigilantes. Esperó a que alguien le aliviara de parte de la carga inmensa que se había cernido sobre él, sobre la única persona que veía lo profundamente erróneo de aquella situación. No la hubo. Mejor era, pues, terminar cuanto antes.
─La plataforma de despegue se ha hundido.
Más silencio. Prosiguió.
─A partir de este instante, declaro la indefensión de Refugio Ardiente. Pediremos ayuda a los demás clanes. Entraré en Espíritu profundo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la nausea que los murmullos de alegría y alivio en respuesta a una declaración tan ignominiosa le producían, para levantarse sin más del sitial y dirigirse hacia la salida del salón. En su camino, pasó junto a Ulcía y pudo ver por fin con claridad lo que sostenía. No podía creerlo.
─¿Es esa mi lanza?
─Sí.
─Dámela. ─ordenó, con rabia apenas contenida.
─Cógela si puedes. ─le espetó la joven, para acto seguido echar a correr fuera del salón.
El calor de la estancia se volvió opresivo de golpe, y no pasaron ni dos segundos antes de que todos los allí reunidos rompieran a sudar, a excepción de Runo, de cuya piel la humedad se evaporaba al instante. Contempló prender fuego al lugar, con todos sus integrantes… antes de que la pura desesperación hiciera presa de él y le llevase a sacudir la cabeza y descender a las profundidades, sin mirar atrás.
***
En la Caverna Inferior, cerró los ojos. Su fuego llamó a las energías afines. En la oscuridad circundante surgieron en seguida luces en movimiento; auroras boreales de todos los colores, de todas las texturas, fluían por el inmenso espacio vacío. Había gente conectada en otros lugares lejanos, haciendo su guardia, fluyendo con las energías primigenias, escuchando, mirando en la distancia y en el tiempo. Reconoció a muchas de aquellas mentes, compañeros chamanes con los que había contactado tiempo atrás, pero ninguno era lo que andaba buscando. Más allá, mucho más allá, estaba el Refugio del Norte, el auxilio lógico… al que no quería recurrir por nada del mundo. Los Ardientes despreciaban a los norteños, adoradores del Hielo, tanto por la naturaleza antagónica de su devoción como por estar en las antípodas en lo que al sentido del decoro y la educación se refería. Para Runo, aquellos hermanos distantes eran poco más que salvajes. Se debatió durante largo rato consigo mismo. Dar el paso necesario para tener alguna garantía de salvar su Refugio y cumplir con su misión implicaba hacer de tripas corazón con todo lo que despreciaba, rendir el orgullo de su clan… Sacudiendo la cabeza, hizo a un lado tales pensamientos. El orgullo de Refugio Ardiente ya había sido rendido por sus propios defensores. Se decidió. Hacia el Norte proyectó sus llamas, se proyectó el mismo, un fénix dorado, y entonces llegó; los viajes eran breves en Espíritu Profundo. Un lienzo de azul profundo y plata, con estrellas danzantes con reflejos helados, como cristales congelados resplandecientes de luz interior… y en el centro de todo ello, una joven a la que no conocía, que alzó la vista, maravillada, para verlo llegar.
─¡Vaya!─exclamó. ─¡Mira por donde! ¡Es precioso!
Runo se posó frente a ella y retomó su forma humana, desplegando sus llamas en una vorágine que pasó más allá de ella y los envolvió, tiñendo los cristales de hielo de luz dorada. Ahora podía ver que ella estaba casi desnuda, apenas cubierta su piel morena con algo que parecía un bikini de color blanco plateado. Suspiró. Los norteños no habían cambiado desde que tuvo contacto con ellos tanto tiempo atrás. Se retorció internamente ante la idea de lo que había ido a pedir.
─Saludos, Vigilante. Soy Runo, líder del Refugio Ardiente.
─¡Oh, hola! Yo soy Denara, princesa del Norte.
─¿Princesa? ¿Tenéis una realeza? ─casi escupió Runo.
─Por supuesto. ─respondió ella sin inmutarse. ─Es lo que la gente prefiere hoy en día.
Runo la miró, estupefacto. Tardó unos segundos en recomponerse y proseguir.
─Entiendo. Bien. Hemos venido a pedir ayuda.
─Alteza.
─¿Cómo?
─”Hemos venido a pedir ayuda, alteza.” Te he dicho que soy una princesa. ¿Dónde están tus modales?
─Qué… yo… ─Runo casi se atragantó al escuchar eso. Aún así, tenía un deber que cumplir, y lo cumpliría. ─Muy bien. Alteza. Mi clan necesita ayuda. Urgente. Una tempestad de hielo y viento nos tiene asediados. Apenas quedan víveres y no hay nadie apto para la lucha entre nosotros. Los espíritus campan a sus anchas.
─¿Cómo es eso posible? ¿Acaso he soñado el fénix que te ha traído hasta aquí? ¿Así son los inútiles en tu clan?
─Yo… ─Runo tragó saliva y guardó silencio durante un momento. ─Yo no puedo ver ya nada, fuera de este lugar, del Espíritu Profundo. Mi propio fuego me ha quemado los ojos, alteza; la nieve también los ha cubierto. Estoy ciego.
Al oír esto, una expresión de ternura saltó a los rasgos de Denara con tanta agilidad que el corazón de Runo dio un respingo. Con la misma premura, la princesa se incorporó de un salto.
─Vuelve a tu hogar, Runo. Estaremos con vosotros para la próxima luna llena, dentro de tres días. Aguantad. Ayudaremos.
Con la garganta estrangulada por la gratitud y la admiración ante tanta premura, marcial y generosa a un tiempo, Runo solo alcanzó a musitar un quedo “gracias” antes de que la chica se desvaneciese con apenas un gesto de despedida.
***
─¿Tres días? ¡Eso es imposible! El Refugio del Norte está tan lejos que apenas ha habido nunca contacto entre nuestros clanes. No llegarán.
─Ella lo dijo. Llegarán.
─¿Ella? ¿Y quién era ella, si puede saberse?
─Su princesa.
Al oír esto, un silencio estupefacto se apoderó del salón, solo para venir seguido de un coro de suspiros de indignación.
─Monarquía. En estos tiempos. Salvajes…
Runo no dijo nada. Sin saber muy bien por qué, todas sus ideas preconcebidas acerca de los norteños topaban ahora con un muro en forma de sonrisa amable, cargada de ternura… y con los tintes firmes de la determinación.
***
Tres días después, la tempestad solo empeoraba. Los vientos gélidos aullaban con furia siempre creciente, plagados de espíritus oscuros. La posibilidad de que alguien llegase en dichas condiciones parecía nula. La probabilidad de que nadie pudiera hacer nada para aliviar la situación, escasa. Runo permanecía junto a la ventana, sin la esperanza de ver nada, simplemente protegiendo la única que aún no habían tapiado para protegerse del frío, a la que aún no habían renunciado… solo en virtud de la férrea defensa que de ella había hecho el aún líder del Refugio. Su guardia había quedado reducida a una sola ventana, pero tenía consigo el recuerdo de una sonrisa, y la promesa de la existencia de un calor allá afuera que Runo deseaba llegar a ver. Solo eso ya le daba sentido, el único que el quedaba. Ya no hablaba con el resto de su clan. La decepción con todos ellos había calado demasiado hondo. Despojado de sus deberes, se sentía pequeño y aislado, apagado. A decir verdad, aquella ventana hacía tanto por él como él por ella, pues era lo único que mantenía vivas las fuerzas de su motivación lo suficiente como para encender algún fuego. De modo que allí estaba Runo, la vista ciega vuelta hacia el exterior tormentoso, cuando un cambio perceptible incluso para él tuvo lugar. El viento nevado amainó primero y después cesó, y la luz del sol se abrió camino por entre el techo de nubes, hendiendo el cielo para revelar una visión imposible y hermosa. Unas aves descomunales, de un blanco resplandeciente teñido de oro de sol descendían hacia el refugio. Runo sintió que su corazón empezaba a acelerarse. Contó once de aquellos pájaros milagrosos que se posaron sobre la nieve, ahora ya radiante por la luz del día, y adoptaron forma humana, en ordenada formación. La líder indiscutible de aquella tropa genial saludó con desenfado desde allá lejos, y Runo, ciego al gesto pero aun así riendo entusiasmado, abrió de par en par la ventana y saltó fuera a recibirlos sin que le importase el frío, ni la nieve en que se hundía. Su fuego renació en él y abrió un camino mojado a lo largo de cien metros hasta que una risa alegre lo detuvo en seco al fin.
─¡Basta, basta, fuego fiero! ¡No querrás quemar el mundo!
Runo alzó entonces la vista a lo alto del muro de nieve de casi dos metros que aún se alzaba ante él, para ver allí a Denara, en su atuendo minimalista, erguida sobre la nieve sin hundirse lo más mínimo, y con la piel y el pelo oscuros teñidos de diminutos cristales de escarcha que la hacían resplandecer con diseños de maravilla. Sonrió.
─Princesa. Te estaba esperando, con todo mi corazón.
─Así me gusta. Líder ardiente. Condúcenos a tu hogar, ¿sí? Muéstranos, y ayudaremos. ¡Te presento a los mejores chamanes del Clan del Norte!
Aquellas figuras sonrientes y semidesnudas, con cuerpos de todas las edades, todos en una forma física que anunciaba una disciplina fuera de toda medida, estremecieron en lo profundo el corazón de Runo. Un solo atisbo bastaba para poder confiar… y él sentía vergüenza de guiarlos a su hogar, de presentarles a su gente. Los saludó con una mano en la sien, al estilo del Fuego; ellos le respondieron con una mano en el corazón, como enseñaba el Hielo, y algo aún indefinible se removió en su interior.
***
El encuentro entre las dos comunidades fue tan bien y tan mal como podía esperarse. Los norteños rebosaron simpatía y desparpajo, inmunes a los pequeños desprecios de sus obligados anfitriones. “Un frío recibimiento,” susurró Runo para sí, perdido en sus pensamientos, de nuevo junto a la ventana. Los demás debían de estar ya acostados, pero él no podía dormir. Sentía que la primavera se había abierto paso en el mundo y un su interior. El clima se había calmado con la llegada de los chamanes del Hielo y todavía permanecía tranquilo conservando apenas la nieve acumulada como un recuerdo del terror que había golpeado al Refugio. Un remedo de calor que no dependía solo de las hogueras de Fuego había vuelto a instalarse, en la casa y en el corazón de Runo, y mientras así lo reflexionaba, suspirando con tonos de cansancio y expectación por el nuevo día, sus ojos ganaron un destello de luz que hendió la ventisca… solo para ver a Ulcía jugando con su lanza ritual, allá fuera, en la nieve, esgrimiéndola de cualquier manera. Sintió un brote de rabia ardiente que se esforzó por reprimir. No era el momento de armar un escándalo, y en verdad sería incapaz de hacer nada al respecto en el momento en que esta nueva claridad dejase sus ojos. Ojos que se abrieron de par en par cuando la princesa del Norte salió de ninguna parte, dio a Ulcía un susto de muerte, le quitó la lanza y echó a correr, riendo. Ulcía la perseguía, dudosa, enfadada y temerosa a la vez, y Denara la eludía entre carcajadas. Así pasó un largo rato hasta que Ulcía, frustrada, renunció y volvió a meterse en la casa, cerrando la puerta de un espetón. Entonces, Denara bailó sola, feliz, con la lanza, y Runo sintió en su interior una calidez profunda, entrañable, tierna, poderosa, exultante, feliz… y pensó: “un fuego así es el que merece la pena.” Lástima que no sirviese para su trabajo, para despejar el frío, para él y para los demás, ayudando a otros con su calor, y ver lejos cómo sus llamas ardían. Entonces se asomó a la ventana, abriéndola, y Denara lo miró de reojo antes de seguir el baile con una sonrisa íntima, profunda y feliz. El baile cogió una nueva cualidad, más solemne, más calmada, más profunda, el color de una verdad sentida en la propia entraña. Runo no sabría decir cuánto tiempo duró esa magia; tan solo que se rompió cuando ella por fin paró y se acercó a él, entregándole la lanza.
─Es tuya, ¿cierto? Lo noto. No vuelvas a permitir que te la quiten, gran líder. ─y mientras decía esto un gesto de la princesa encontró el rostro de Runo y lo acarició al pasar, con una mano tan fría que el suave contacto ardió… y encendió algo en su mente.
─Soy incapaz cuidarla, mejor protégela tú. Nunca ha sido tan bella como lo ha sido en tus manos, allá afuera, en ese baile.
Ella sonrió al oírlo y asió la lanza a dos manos, firme y delicadamente.
─¡Eso es que has podido verme! ¡Tus ojos ya están sanando!
Tan atrapado en la escena, no había prestado apenas atención a aquel milagro. Estremecido, volvió a mirar a lo lejos, pero ya el paisaje se estaba emborronando de nuevo.
─Parece que ha sido algo… temporal. Vuelve a nevar.
La chica se lo quedó mirando atentamente, con un brillo en la expresión. Señaló en un ademán el aire en torno a los dos y dijo con seriedad:
─Esa nieve de tus ojos tiene remedio también.
Un corte de lo más eficaz para la tristeza naciente, tales palabras. Runo tragó saliva.
─Enséñame.
Pero Denara sacudió la cabeza.
─Ya sabes lo que hay que hacer. Encuentra el centro del frío, aquel que trajo la nieve a tus ojos y a tu hogar. Busca donde no lo esperas, donde no lo quieres ver. Sigue todas las señales que de a poco has puesto en marcha y encontrarás otras nuevas, vistas de tierras lejanas, de risas y de belleza ─guiñó un ojo, pícara. Luego le acarició el brazo, con esa mano que ardía con el extremo del frío.
─Cuidaré de tu lanza.
─Sé que lo harás. ─sonrió él.
─Algo me dice, no obstante, que pronto serás capaz de protegerla, gran líder. Confía en ello y descansa.
─Tú también, princesa helada.
─¡Jugaremos más mañana! ─se despidió ya a lo lejos, en dirección al campamento improvisado de iglús que los norteños habían montado, asegurando sentirse más cómodos allí que entre las piedras caldeadas del Refugio Ardiente.
Y Runo rió, feliz. Menuda princesa aquella.
***
Roces helados que queman, calidez de gentes frías, frialdad de los del Fuego. Los sueños en los que se hallaba sumido Runo sacudían su subconsciente. La calidez de la chica, su gesto, había despertado un fuego similar en su interior. El frío de su poder helado había quemado como el suyo. ¡Y había logrado ver! Soñó con aves de fuego blanco, recortándose contra el sol. Con discusiones en la sala común, discusiones en las que todos movían los labios sin emitir sonido, y sobre las que una voz ignota decía: “mira con los oídos, antes que con los ojos. Sigue el camino que te marcan las palabras, sigue el cauce de tu historia.” Soñó con Denara; ella caminaba hacia él en medio de una ventisca, acercándose tanto que incluso su vista malherida podía observar la diminuta escarcha que se formaba en sus labios. Cuando habló, su voz fue un susurro cristalino:
─Soy Denara, ¿quién eres tú, dulce viento del verano?
Y Runo se descubrió sin palabras, desarmado por su dulzura. Entonces, de improviso, ella lo abrazó, y el delicioso frescor de su piel lo acarició hasta otro sueño, todavía más profundo. En él, Denara seguía presente, pero esta vez estaban en la sala común del Refugio, y ella tiritaba.
─Tu hogar es muy frío ─musitaba, temblorosa.
─Creía que vosotros no sentíais frío. Podrías abrigarte un poco. El fuego está encendido, después de todo.
─No es de ese frío del que hablo ─espetó, dejando perplejo a Runo. ─¿Qué te enseña nuestro aspecto?
Al ver que no respondía, Denara continuó.
─El calor se lleva por dentro.
***
La mañana despertó a un Runo perplejo pero lleno de energía. Aún estaba pletórico cuando llegó al salón, donde encontró una escena algo tensa. Toda la congregación estaba allí, sentada en sus sitios de costumbre, mirando con tensión extrema a las dos únicas personas que permanecían fuera de lugar: Ulcía, de pie, en medio de la sala, destelleante en su vestuario, como de costumbre, miraba furibunda a Denara, la única norteña presente, despatarrada en el Sitial del Liderazgo y con la lanza de Runo descuidadamente sostenida con su mano derecha. El contraste que la joven princesa representaba en la escena era apabullante: azul y blanco contra los tonos cálidos de la habitación… en la escasa ropa que cubría su piel pardoscura repleta de escarcha resplandeciente. Gracias a ese juego de brillos, Runo pudo hacerse una idea de lo que sucedía.
─Ese no es tu sitio. ─casi chilló Ulcía.
─Solo lo estoy cuidando. ─se sonrió Denara. Guiñó un ojo a Runo, cariñosa, invitadora y retadora a un tiempo.
─Y mi misión ha terminado. ─añadió.
Se levantó de un salto y se acercó a Runo, tomándolo del brazo, conduciéndolo al Sitial y ayudándolo a sentarse, para después acomodarse en el reposabrazos del mismo, aún sosteniendo la lanza.
Apenas conteniendo la risa, Runo habló:
─Me alegro de que estemos todos, tenemos que hablar varios asuntos.
─¡Así es! ─exclamó Lucía. ─¡Como el de esa zorra ártica que tienes sentada al lado! ¡No tiene educación alguna! Tiene que volver a su tribu.
Runo frunció el ceño.
─¿Sí? ¿Y quién defenderá el Refugio si los norteños se van? ¿Vosotros? Creía que estábais… impedidos ante el temporal. Por lo que nos han explicado nuestros aliados, su diálogo con los espíritus debe ser incesante, a fin de mantener contenida su furia.
─¡No son todos los norteños los que tienen que marcharse, solo ella! Sus insultos hacia nuestra Casa son demasiados. ¡Hasta un ciego debería ver que su lugar está en el Norte!
La rabia ante el desprecio a Denara y a los norteños que se estaba proponiendo, desde un egoísmo brutal y desconsiderado para con quienes habían acudido en su auxilio amenazó con embargarle. La frialdad de la propuesta… Abrió mucho los ojos velados. El frío. ¿Dónde estaba el frío? Miro a su alrededor, asombrado, aterrado, iluminado. Y mientras deslizaba la mirada de figura en figura, la vista se le aclaraba, volvía a ver. Podía ver con claridad a los de su clan, porque ahora se permitía ver en ellos lo que antes había querido tapar a sí mismo. Ellos habían traído el hielo, desde la escarcha de sus corazones. De pronto, todo estaba claro. Pero había algo más. Recordó la voz del sueño, y entonces comprendió su camino y tomó su decisión.
─El lugar de un ciego está en el Norte… ─musitó.
─¿Qué? ¿Qué has dicho? ─se extrañó Ulcía.
─Tenéis razón. Denara tiene que irse. No encaja bien aquí. Tampoco yo encajo ya, viendo como veo, así que la acompañaré al Norte. Quedas a cargo de todo aquí, Ulcía, ya que has hablado por todos.
Eso generó una oleada de murmullos mientras Ulcía se henchía de orgullo ante la perspectiva de hacer lo que se le antojase con el refugio. Runo sabía que pronto todos estarían peleando por el liderazgo, y que tendrían poco tiempo disponible para echar en falta lo que su fuego hacía por todos allí. Se avecinaban tiempos fríos para el Refugio Ardiente pero, tal y como estaban las cosas, había llegado a entender que era algo inevitable. Miró a Denara, que le sonrió, radiante, y ambos se pusieron en pie para, acto seguido, salir de la sala común cogidos del brazo.
***
Runo y Denara emprendieron el camino esa misma tarde, despedidos calurosamente por los norteños, e ignorados totalmente por los ardientes, sumidos en sus intrigas internas. Ambos alzaron el vuelo, convertidos en dos aves fénix de fuego y hielo que se remontaban hacia el atardecer, envueltos en un torbellino de silenciosa alegría.
Cuando todo fue oscuridad en derredor, tomaron tierra para descansar y se detuvieron a pasar la noche, compartiendo una callada tensión que bailaba con sus entrañas al ritmo de una tonada exultante. El paisaje, la libertad… eran un escenario perfecto. Ella estaba perfectamente a sus anchas en la tundra helada, pero Runo encendió, con un gesto, una hoguera en la que calentarse. Con el baile de las llamas la noche adquirió un cariz distinto en el que cazador y presa jugaban un juego del quién es quién. Fue ella quien habló primero con voz enronquecida.
─Hasta aquí me has traído, fuego fiero. Al centro de ninguna parte. ¿Ha sido sólo para seguirle el juego a tu congregación? ¿O para huir de ellos? ¿Soy solo la excusa conveniente?
─Eres mucho más que eso ─musitó Runo, acercándose a la joven. ─Eres un milagro imposible, un hielo ardiente, una maestra silenciosa. Y quiero que me expliques, si está dispuesta, cómo has logrado, toda cubierta de escarcha, fundirte en mi corazón.
─Llevará tiempo… pero creo que, al final, conseguiré que lo entiendas. Esgrime tu lanza, fuego fiero.
Y paso a paso, la llama se avivó y derritió el hielo y ambos se mojaron en ese deseo satisfecho.
─Te contaré un secreto ─anunció ella, entre jadeos. ─No somos una monarquía. Es solo un juego con el que nos divertimos.
─¿Qué maldita gracia tiene eso?
─La cara que ponen… ¡idiotas como tú!
***
Al amanecer, desde lo alto de una montaña, contemplaron en la lejanía el Refugio Ardiente.
─¿Qué solución les queda, Denara?
─Aprenderán… o abandonarán el Mundo del Espíritu. Es la única alternativa que les queda de alejarse, siquiera durante un rato, del frío que traen consigo y que no soportan fuera. Mientras… los míos disfrutarán su invierno.
«Mueres siendo un héroe... o vives lo suficiente para convertirte en villano»