31/03/2021 11:18 PM
(Este mensaje fue modificado por última vez en: 31/03/2021 11:19 PM por Joker.)
La posada del Dragón de Grath se hallaba en la ladera del monte del mismo nombre. Era un lugar de paso obligado para todo aquel que siguiera el camino imperial que unía la Capital con las llanuras del este por el Paso del Dragón. Desde las habitaciones del piso superior, las vistas del valle de Oate eran tremendamente apreciadas por los viajeros, especialmente al atardecer de un soleado día de primavera. Desde las ventanas uno podía contemplar desde las nevadas cumbres del circo de Grath, hasta la villa de Lakerja, erigida junto al Lago de Sangre, cuyas aguas rojizas eran, según la leyenda, la misma sangre del Dragón de Grath, derrotado en sagrado combate por el emperador Zireno I, fundador del Imperio.
Torine, un aguerrido guerrero pelirrojo criado entre las tribus del norte, ocupaba una de las habitaciones del tercer piso desde hacía tres días. Apoyado sobre la barandilla del balcón, contemplaba las vistas. En la habitación de al lado, Risha, una rubia elfina oriunda del Ducado de Cabrante, parecía hacer lo mismo. Torine la miró y le guiñó un ojo la misma vez que le dirigía una sonrisa, ella se limitó a negar con la cabeza desviando la mirada a las montañas. Instantes después, y sin abandonar su sonrisa, el guerrero dio un par de golpecitos sobre la barandilla y, dándose media vuelta, se internó en la habitación.
Era una habitación pequeña con la puerta en una esquina, al entrar, la cama quedaba a la izquierda, con una pequeña mesilla entre la misma y la pared de la puerta, ocupada actualmente por una jaula para lechuzas. A los pies del camastro se encontraba un cofre para que los clientes pudieran guardar sus pertenencias, y en la pared contraria a la puerta, estaba el ventanal que daba paso al balconcillo.
Torine rodeó la cama hasta llegar a la mesilla y abrió la jaula. La pequeña lechuza marrón revoloteó hasta su hombro.
—Come bien que hoy nos toca trabajar, querida mía —le susurró mientras se dirigía al ventanal.
La lechuza ululó suavemente en respuesta y salió volando, perdiéndose unos instantes después entre los árboles. Torine se dio la vuelta justo mientras una puerta de plata, que desentonaba con la frugalidad del resto de la habitación, se materializaba frente al cofre, en la pared que lindaba con la habitación de la elfa. El guerrero abrió la puerta un poco.
—Voy para abajo —anunció, y cerró la puerta de nuevo sin esperar una respuesta.
Salió de su habitación y encaró el estrecho pasillo que terminaba en las escaleras de un pequeño balcón sobre el gran salón, una estancia decorada con maderas nobles de la zona y presidida por la cabeza del Dragón de Grath, que mil años después, aún causaba temor a quien la contemplaba. En las altas paredes, también había diversas armas, escudos y algún estandarte, todo lejos de las poco cuidadosas manos de los borrachuzos que cada noche se juntaban en las mesas que salpicaban el lugar, iluminadas por ruedas de velas que pendían de las vigas que cruzaban la parte superior de la instancia.
Torine se acercó a la barra y saludó a Godel, el tabernero. Sin más palabras, este le sirvió una cerveza.
—Me encanta que me conozcan en los sitios —rió mientras se acercaba la cerveza a los labios.
El tabernero rió.
—Algunos os dejáis conocer, otros en cambio… —dijo mirando de reojo la mesa que ocupaba la esquina.
Allí sentado, un joven soldado, vestido con armadura y encapuchado con una capa de viaje, examinaba varios papeles. Junto a él, tenía apoyada en la pared una enorme ballesta. Continuamente levantaba la mirada, examinando los alrededores. En una de esas ocasiones, su mirada se cruzó con la de Torine. De pie junto a la barra, este le sonrió, alzando su vaso a modo de saludo. El otro se limitó a entornar sus ojos y acercar hacia si los papeles que ocupaban la mesa. No había duda de que no quería que nadie le molestara.
Mientras apuraba las últimas gotas de cerveza apoyado en la barra e intentaba refrenar su deseo de pedir otra, un hada entró revoloteando por la ventana. El pequeño ser mágico, de cuádruples alas azules y aura blanca, se poso sobre el borde de su vaso y le miró fijamente.
—¿Tengo monos en la cara, renacuaja? —preguntó Torine con una sonrisa burlona.
El hada entornó los ojos, y al instante Torine empezó a levitar en el aire, separándose poco a poco del suelo. «Esto se pone interesante…», pensó el guerrero.
Instantes después, la puerta de la posada se abrió de par en par. La figura de un mago de larga y espesa barba blanca, con una larga túnica y coronado con un clásico sombrero de punta, apareció bajo el vano.
—¡Basta, Ada!
El hada miró al recién llegado y, con un suspiró, echó a volar hacia él. Torine cayó al suelo inmediatamente, causando un estruendo al chocar su armadura con las baldosas. El mago se acercó y le ayudó a levantarse.
—Le ruego acepte mis disculpas, Ada tiene un poco de mal genio a veces.
—Ay… ¿De verdad ha llamado Ada a un hada?
—Bueno… es Ada, sin hache.
—¿Y le extraña su mal genio? —inquirió el guerrero sacudiéndose la armadura.
El mago rió.
—No creo que a ella le importe mucho. ¿Puedo invitarle a una copa?
—¿Cerveza gratis? Ha encontrado usted mi punto débil, ¿señor…?
—Me llamo Kelan, Kelan de Yard —se presentó el mago.
—Torine, para servirle —correspondió el guerrero haciendo media reverencia.
—Oh, no es necesario tanto formalismo, soy solo un humilde mago itinerante —aseveró Kelan con un ademán.
Los magos itinerantes dedicaban sus vidas a viajar de pueblo en pueblo y de villa en villa, especialmente a pequeñas poblaciones perdidas en los lugares más remotos del imperio, dónde habitualmente faltaban servicios básicos como herrerías, ayudando a los ciudadanos en todo lo que pudieran necesitar.
«Humilde, mis cojones…», pensó Torine recordando los emolumentos de dicha profesión. Los itinerantes no solo percibían un sueldo del Imperio, sino que además cobraban a los ciudadanos por cada trabajo realizado.
—¿Vos a qué os dedicáis? —preguntó el mago.
—Soy cazador de tesoros. He venido a explorar las montañas de Grath.
—¿En busca del tesoro del dragón? —preguntó el mago señalando con el pulgar hacia la cabeza que colgaba de la pared.
Torine asintió con la cabeza.
—¿Qué le hace pensar que tendrá éxito allá donde muchos otros han fallado durante los últimos mil años? —inquirió el mago enarcando una ceja.
—El terremoto. Cuando la tierra se mueve, a veces abre caminos que antes estaban cerrados… y allí donde otros han fallado durante mil años, uno podría tener éxito ahora —el guerrero le guiñó un ojo.
—Oh, que interesante… —comentó el mago pensativo—, y muy inteligente, ciertamente. Sin duda podría ser su golpe de suerte, maese cazador de tesoros. Brindo por ello —dijo levantando su vaso.
En ese momento, un joven entró en la posada. Vestía una larga capa verde, guantes y un sombrero emplumado. Portaba un arco en una mano, un carcaj a la espalda y tres conejos en la otra mano.
Se acercó a la barra y tiró los cuerpos sin vida sobre la misma, provocando que la sangre aun fresca de los animales salpicara en todas direcciones. El mago se apartó de un salto, asqueado, y Torine pudo oír un leve tintineo bajo su capa, a la altura del cinturón.
—Ya está la cena, Godel —anunció el recién llegado en dirección a la puerta de la cocina. Después se giró hacia los hombres que estaban en la barra—. Buenas tardes —saludó.
—Hola —gruñó el mago, limpiándose la manga de la túnica mediante magia.
—Oh, disculpe —dijo el joven.
El guerrero sonrió.
—Este torpe jovenzuelo es el guardabosque de la villa, Daras —lo presentó—. Y mi guía estos días, mientras he estado explorando las entradas de las cuevas y las viejas minas de la zona.
—Un placer —dijo el mago—, yo soy Kelan de Yard.
—Igualmente —contestó el joven arquero haciendo media reverencia.
—Oh, no es necesario…
Torine desconectó de la conversación mientras apuraba otra cerveza.
La noche cayó sobre el valle y Risha, que llevaba toda la tarde fingiendo contemplar el paisaje mientras vigilaba el camino imperial, entró por fin en su habitación. Esta era exactamente igual a la del guerrero, y con toda probabilidad, igual a cualquier otra habitación de la posada. La elfina abrió el cofre y extrajo de él su laúd. Después, se encaminó al balconcillo sobre el gran salón, se apoyó sobre la barandilla y observó a los allí reunidos.
Godel, el posadero, se afanaba en servir una nueva ronda de cervezas a Torine, el guerrero; Daras, el guardabosque; y un mago al que había visto llegar hacía varias horas por el camino imperial. Los tres estaban sentados en una mesa, jugando a las cartas. Un ballestero, sin duda perteneciente al ejército imperial, se sentaba a solas en la mesa de la esquina. Otras mesas estaban ocupadas por parroquianos que carecían de interés para ella. Podía oír más voces, pero debían provenir de la mesa bajo el balconcillo.
Decidió bajar a hacer su papel. Se acercó a la barra y llamó la atención de Godel.
—¿Necesitas ayuda en la cocina hoy?
—No, muchas gracias, Risha —respondió el tabernero con una sonrisa de agradecimiento—. Ha venido mi hija de visita, y con ella tengo ayuda suficiente. Pero pasa y te la presento —añadió.
La elfina siguió al tabernero a la cocina. Allí, una joven muchacha pelirroja con un típico vestido de criada, estaba despellejando un conejo. Al verlos, se limpió las manos en un trapo y se acercó a ellos.
—Esta es mi hija, Ashmina —la presentó Godel—, le han dado un par de días libres en palacio y ha venido a visitarme —explicó.
«Llamar palacio a eso…», pensó la elfa, que había visto la casa del alcalde de Lakeja esa misma mañana, y le había parecido poco más que una casucha algo más grande que las demás. La joven le dio medio abrazo y un beso, como era costumbre en la Capital.
—Encantada de conocerte, Ashmina, yo soy Risha —dijo con cortesía.
—Oh, llámame Ash —contestó la joven pelirroja con una sonrisa encantadora—. ¿Tocas el laúd? —preguntó señalando el instrumento que la elfina traía en una mano.
—Así es.
—Lo toca como los ángeles —aseveró Godel—. Anoche tuvimos el honor de que nos amenizara la velada. ¿Volverás a deleitarnos con tu música hoy? —preguntó con fingida inocencia.
—Dalo por hecho —dijo Risha dedicándole una sonrisa.
La música amansaba las fieras, y nada podía gustarle más a un posadero que un músico itinerante se quedara unos días en sus habitaciones, amenizando las veladas y relajando el ambiente para que los parroquianos habituales se olvidaran de sus habituales peleas.
La elfa regresó al gran salón, cruzó una mirada con el guerrero y, a continuación, se dirigió al pasillo que llevaba a las letrinas. Se apoyó en la pared y se quedó vigilando el gran salón desde la penumbra. Unos minutos después Torine se levantó de la mesa y se dirigió hacia ella.
—Cuéntame —pidió Risha cuando el guerrero llegó a su lado.
—Tenemos un par de sospechosos entre manos. Un huraño ballestero del ejército, cargado de papeles, demasiado obvio para ser nuestro hombre —hizo un ademán para restarle importancia—; y un supuesto mago itinerante, que a juzgar por el sospechoso tintineo bajo su túnica, lleva más orbes de los que yo he visto jamás.
—¿Y qué opinas?
—El ballestero canta como una almeja. Seguramente solo lleve algunos papeles menores del ejército y sea su primera misión en solitario. El mago en cambio, si no es un itinerante y pertenece a la Academia Imperial como sospecho… bueno, seguramente pronto pueda sacarle algo de información si sigue bebiendo al mismo ritmo —dijo sonriente—. Y hace unos minutos ha llegado una sacerdotisa con una escolta, aún no he tenido tiempo de acercarme a ellas.
—Por estúpido que parezca ese ballestero, debemos comprobarlo. Manda a tu lechuza a que visite su habitación esta noche, y que ponga sus ojazos sobre esos papeles. En cuanto al mago, ¿has olvidado que no nos afecta el alcohol?
—Mierda, sabía que se me olvidaba algo... —Golpeó el puño contra la mano.
—Puedo notar su poder desde aquí —dijo la elfina cerrando los ojos para concentrarse mejor—. No me cabe duda de que pertenece a la Academia Imperial.
—¿Él puede detectarte? —susurró Torine.
—Mientras no use la magia, soy invisible para él.
—¿Cuan poderoso es?
—Demasiado para mi gusto. Lo raro es que no sea capaz de ocultarlo. Está gastando mucha energía en ocultar su auténtica forma, lo que significa que ha participado en muchos rituales para aumentar su poder —Desvió la vista hacia el gran salón y, más para sí misma que para Torine, añadió—: Pero lo que realmente me preocupa es su hada.
—Olvídala, mientras estemos jugando a las cartas, no puede separarse de él. Le hemos impuesto esa norma para evitar tramposidades —comentó con una sonrisa de oreja a oreja.
Risha inclinó la cabeza para poder mirar hacia las vigas y confirmar sus sospechas. Sobre la mesa en la que se encontraban el mago y el guardabosque, quieta sobre una viga, una lechuza contemplaba la escena desde la oscuridad de las alturas.
—Eres un auténtico hipócrita —rió ella.
—Nunca viene mal un poco de dinero extra —se encogió de hombros y acercó su boca al oído de ella—, así podré comprarte algo bonito cuando terminemos este trabajito —añadió en un susurro.
Ella se giró y le dio un beso fugaz.
—Céntrate si quieres terminar este trabajo.
—¿Crees que el hada puede detectarnos a alguno de los dos? —inquirió él volviendo a centrarse en la misión.
—Tal vez, si llegara a tocarme… a ti en cambio, sería imposible. Tu conexión con tu lechuza es una magia arcana y natural, ni siquiera eres mago. No tienes de que preocuparte.
—Bien. ¿Te encargas tú entonces de las recién llegadas? —inquirió Torine.
Risha asintió con la cabeza.
—Vuelve con el mago y tu amigo emplumado, y a ver si puedes averiguar algo más sobre él —ordenó la elfina—. Dudo que él lleve la carta aunque sea lo que sospechamos, ningún estirado de la Academia se rebajaría a ser un mero mensajero, pero… escoltar al auténtico correo, seguro que lo consideran más honorable.
—Se me ha ocurrido una idea, que con un poco de suerte podría arrojar algo de luz… —dijo él, escabulléndose escaleras arriba.
Risha se acercó a la mesa de la sacerdotisa y la guerrera, para ofrecerles una canción y un poco de compañía a cambio de unas monedas, tal como haría un músico errante. A ellas se había unido Quahray, el semiorco que regentaba la herrería de Lakerja, y habitual de las noches de la posada.
—Buenas noches —saludó la elfina.
—¡Risha! —exclamó el herrero, que sin duda la recordaba de la noche anterior—. Siéntate con nosotros, por favor —pidió con una sonrisa.
Quahray se encargó de presentarle a la hermana Skeldar, fiel servidora de la Diosa, y a su protectora, una guerrera de Kuni que respondía al nombre de Nala. La sacerdotisa viajaba con una bolsa repleta de joyas y monedas de oro, ofrendas de los fieles capitolinos para el santuario de la Diosa en Toragami, que despreocupadamente tenía semiabierta sobre la mesa, a la vista de todos.
—¿No le preocupa que le roben? —inquirió la elfina.
—La Diosa nos protege —respondió la religiosa con una sonrisa.
«Más os vale, porque como dependa de esta…», pensó Risha observando la escasez de músculo y el maltrecho mandoble de la joven morena de Kuni.
En aquel momento, Torine reapareció en el gran salón portando su espada.
Mientras tocaba, la elfina observó detenidamente a las dos mujeres. La guerrera solo bebía y se divertía escuchando las historias que Quahray les contaba, sin prestar la más mínima atención a lo que acontecía en derredor. Su música se compenetraba perfectamente con la historia que este narraba, incrementando los momentos de tensión y sirviendo de apoyo a los cómicos. Tal vez, en otra vida, podrían haber formado un formidable dúo: el cuentacuentos y la laudista. La sacerdotisa, en cambio, pasaba el rato removiendo el contenido de la bolsa y lanzando miradas nerviosas a su alrededor.
Siete canciones y un par de jarras de hidromiel más tarde, Risha decidió cambiar de mesa. Se sentó junto al mago y, tras la presentación de rigor, empezó a tocar para los tres jugadores.
—Apuesto diez monedas —dijo el mago.
—Paso —continuo el guardabosque arrojando sus cartas sobre la mesa.
El guerrero cerró los ojos un momento, fingiendo pensar. A través de los ojos de su lechuza, vio que el mago se estaba marcando un farol más grande que su barba.
—He venido a jugar y yo juego fuerte —dijo mirando al mago—. Las veo.
—Te odio —rió el mago enseñando sus cartas.
—Como sigas desplumándole así, lo mismo mañana tu sangre se unirá a la del dragón en el lago… —comentó Daras.
—Supercherías, ¿sabíais que el color del lago se debe al cobre que abundaba en esta zona? —preguntó Kelan.
—Resulta irónico, un mago quitándole la magia a este lugar —señaló Torine.
Los cuatro se echaron a reír.
—Verás cómo me ponga a hablar de esa cabeza… —dijo el mago señalando las fauces de dragón que decoraban el gran salón.
Tras un par de manos más, Torine reclamó la atención de Risha con una larga mirada, tras lo cual se dirigió al mago.
—Mi querido Kelan, las cartas no son lo tuyo —sonrió el guerrero dando dos golpecitos junto al montón de monedas que se acumulaban en su lado de la mesa—. ¿Crees que se te daría mejor arreglar las mellas de mi espada?
—Dalo por hecho —respondió el mago con amabilidad.
—¿Cuánto me cobras por ello? —dijo tendiéndole la espada.
El mago lo meditó largamente, mientras sostenía la espada con una mano y con la otra recorría el filo, devolviéndole mediante magia todo su cortante esplendor.
—¿Qué te parecen cien monedas? Creo que es lo que he perdido contra ti hasta ahora —dijo el mago.
—Me parece perfecto —respondió Torine empujando casi todas las monedas hacia el lado del mago y dirigiendo una inquisitiva y breve mirada a Risha.
La elfina lo captó al vuelo y sonrió. Ningún mago itinerante movía un dedo por menos de quinientas monedas.
Terminada la velada, Risha y Torine se encontraron en el pasillo del segundo piso. Con la presencia del mago en el edificio, la elfa no podía invocar una puerta para unir sus habitaciones, así que no les quedó más remedio que arriesgarse a entrar juntos por la puerta natural del dormitorio. Tampoco tenía ya gran importancia, siendo la última noche que pasaría allí.
Una vez dentro, el guerrero habló primero.
—¿Qué impresión tienes?
—Demasiados rostros nuevos por aquí un mismo día —dijo Risha con la mirada perdida.
—¿Crees que están todos compinchados?
—No me cabe ninguna duda —dijo mirándole a los ojos—. El mago debe ser el escolta. La sacerdotisa y su protectora no son más que una distracción para maleantes, casi están pidiendo a gritos que les roben... Lo único que no tengo claro, es quien es el mensajero. Si no es uno de esos tres, solo queda ese manojo de nervios con ballesta.
—Lo único que yo tengo claro, es que nosotros nos preparamos mejor las farsas —sonrió—. Y lo mejor, es que hasta he encontrado un tesoro —dijo él rodeándola con los brazos.
—Debes ser el cazador de tesoros más estúpido del mundo, si has venido al culo del Imperio a buscar un tesoro que ya conocías —susurró ella, empujándolo hacia la cama.
A la mañana siguiente, ambos bajaron temprano a desayunar. El guerrero se asomó por la cocina a pedir el desayuno e intercambiar unas palabras con el tabernero, mientras la elfa se apropiaba de una mesa para ambos. Poco después, ya sentados ambos, Godel les sirvió unas deliciosas gachas con miel acompañadas de una jarra de hidromiel.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Torine.
—No sabemos en qué caballo va la carta, pero hemos encontrado la caravana —meditó la elfina—. Habrá que seguirla.
Torine suspiró.
—El mago partió hace una hora, hacia el norte —informó el guerrero, que había estado vigilando desde el balcón al amanecer—. Y Godel me ha dicho que la sacerdotisa y su protectora han marchado hacia el este.
La información cayó como una losa sobre Risha.
—Mierda.
—Si la sacerdotisa era un señuelo, deberíamos seguir al mago. Lleve o no la carta, lo seguro es que estará cerca de él —Torine se rascó la cabeza.
La elfina asintió lentamente varias veces, y finalmente suspiró.
—Tampoco tenemos otra, habrá que fiarse de lo que averiguamos anoche —dijo con una débil sonrisa.
Terminadas las gachas, Godel se acercó a retirarles los cuencos.
—¿Se ha despertado tu hija? Me gustaría despedirme de ella —dijo Risha por educación.
—Oh, lo siento, se marchó esta mañana temprano.
—Ah, la habrá reclamado el alcalde, claro —pensó la elfa en voz alta.
—¿El alcalde? —inquirió el tabernero frunciendo el ceño.
—¿No dijiste que trabajaba en palacio? —preguntó ella cogiendo la jarra.
—Claro, en el Palacio Imperial.
La hidromiel se detuvo en sus labios, sin llegar a entrar. Un recuerdo fugaz cruzó su mente, el saludo con medio abrazo de una joven pelirroja, al estilo capitolino. Torine la miraba fijamente, con la boca abierta. Risha se recompuso y bebió un trago.
—¿En la capital? —preguntó la elfa.
—Claro, trabaja en las dependencias del mismísimo Emperador —dijo Godel lleno de orgullo.
Risha y Torine intercambiaron una mirada inquisitiva.
—¿No le parece peligroso que una joven viaje sola en esta época del año? —preguntó él.
El tabernero se encogió de hombros.
—Se marchó con la sacerdotisa y su escolta, está protegido por la Diosa y por la espada —sonrió antes de marcharse a la cocina con los cuencos sucios.
La mirada que intercambiaron ahora elfina y guerrero fue de extrañeza.
—¿Qué diantres…? —empezó Torine.
Risha se dio un manotazo en la cabeza y una enorme sonrisa se dibujó en su cara.
—¡No eran tan idiotas como pensábamos! —exclamó—. Interpretaron muy bien sus papeles. El mago era la verdadera distracción, y la sacerdotisa… tanto remover la bolsa llena de monedas… —sacudió la cabeza—, ¿no lo ves?
Torine frunció el ceño, sin hablar.
—¡Era una maga de la Academia! —explicó la elfa—. El tintineo de las monedas encubría el de los orbes de su cinturón.
Torine asintió, y una sonrisa se dibujó también en su cara. Ella se acercó y le beso.
—No solo tenemos la caravana, ya sabemos también en que caballo esta la carta.
Torine, un aguerrido guerrero pelirrojo criado entre las tribus del norte, ocupaba una de las habitaciones del tercer piso desde hacía tres días. Apoyado sobre la barandilla del balcón, contemplaba las vistas. En la habitación de al lado, Risha, una rubia elfina oriunda del Ducado de Cabrante, parecía hacer lo mismo. Torine la miró y le guiñó un ojo la misma vez que le dirigía una sonrisa, ella se limitó a negar con la cabeza desviando la mirada a las montañas. Instantes después, y sin abandonar su sonrisa, el guerrero dio un par de golpecitos sobre la barandilla y, dándose media vuelta, se internó en la habitación.
Era una habitación pequeña con la puerta en una esquina, al entrar, la cama quedaba a la izquierda, con una pequeña mesilla entre la misma y la pared de la puerta, ocupada actualmente por una jaula para lechuzas. A los pies del camastro se encontraba un cofre para que los clientes pudieran guardar sus pertenencias, y en la pared contraria a la puerta, estaba el ventanal que daba paso al balconcillo.
Torine rodeó la cama hasta llegar a la mesilla y abrió la jaula. La pequeña lechuza marrón revoloteó hasta su hombro.
—Come bien que hoy nos toca trabajar, querida mía —le susurró mientras se dirigía al ventanal.
La lechuza ululó suavemente en respuesta y salió volando, perdiéndose unos instantes después entre los árboles. Torine se dio la vuelta justo mientras una puerta de plata, que desentonaba con la frugalidad del resto de la habitación, se materializaba frente al cofre, en la pared que lindaba con la habitación de la elfa. El guerrero abrió la puerta un poco.
—Voy para abajo —anunció, y cerró la puerta de nuevo sin esperar una respuesta.
Salió de su habitación y encaró el estrecho pasillo que terminaba en las escaleras de un pequeño balcón sobre el gran salón, una estancia decorada con maderas nobles de la zona y presidida por la cabeza del Dragón de Grath, que mil años después, aún causaba temor a quien la contemplaba. En las altas paredes, también había diversas armas, escudos y algún estandarte, todo lejos de las poco cuidadosas manos de los borrachuzos que cada noche se juntaban en las mesas que salpicaban el lugar, iluminadas por ruedas de velas que pendían de las vigas que cruzaban la parte superior de la instancia.
Torine se acercó a la barra y saludó a Godel, el tabernero. Sin más palabras, este le sirvió una cerveza.
—Me encanta que me conozcan en los sitios —rió mientras se acercaba la cerveza a los labios.
El tabernero rió.
—Algunos os dejáis conocer, otros en cambio… —dijo mirando de reojo la mesa que ocupaba la esquina.
Allí sentado, un joven soldado, vestido con armadura y encapuchado con una capa de viaje, examinaba varios papeles. Junto a él, tenía apoyada en la pared una enorme ballesta. Continuamente levantaba la mirada, examinando los alrededores. En una de esas ocasiones, su mirada se cruzó con la de Torine. De pie junto a la barra, este le sonrió, alzando su vaso a modo de saludo. El otro se limitó a entornar sus ojos y acercar hacia si los papeles que ocupaban la mesa. No había duda de que no quería que nadie le molestara.
Mientras apuraba las últimas gotas de cerveza apoyado en la barra e intentaba refrenar su deseo de pedir otra, un hada entró revoloteando por la ventana. El pequeño ser mágico, de cuádruples alas azules y aura blanca, se poso sobre el borde de su vaso y le miró fijamente.
—¿Tengo monos en la cara, renacuaja? —preguntó Torine con una sonrisa burlona.
El hada entornó los ojos, y al instante Torine empezó a levitar en el aire, separándose poco a poco del suelo. «Esto se pone interesante…», pensó el guerrero.
Instantes después, la puerta de la posada se abrió de par en par. La figura de un mago de larga y espesa barba blanca, con una larga túnica y coronado con un clásico sombrero de punta, apareció bajo el vano.
—¡Basta, Ada!
El hada miró al recién llegado y, con un suspiró, echó a volar hacia él. Torine cayó al suelo inmediatamente, causando un estruendo al chocar su armadura con las baldosas. El mago se acercó y le ayudó a levantarse.
—Le ruego acepte mis disculpas, Ada tiene un poco de mal genio a veces.
—Ay… ¿De verdad ha llamado Ada a un hada?
—Bueno… es Ada, sin hache.
—¿Y le extraña su mal genio? —inquirió el guerrero sacudiéndose la armadura.
El mago rió.
—No creo que a ella le importe mucho. ¿Puedo invitarle a una copa?
—¿Cerveza gratis? Ha encontrado usted mi punto débil, ¿señor…?
—Me llamo Kelan, Kelan de Yard —se presentó el mago.
—Torine, para servirle —correspondió el guerrero haciendo media reverencia.
—Oh, no es necesario tanto formalismo, soy solo un humilde mago itinerante —aseveró Kelan con un ademán.
Los magos itinerantes dedicaban sus vidas a viajar de pueblo en pueblo y de villa en villa, especialmente a pequeñas poblaciones perdidas en los lugares más remotos del imperio, dónde habitualmente faltaban servicios básicos como herrerías, ayudando a los ciudadanos en todo lo que pudieran necesitar.
«Humilde, mis cojones…», pensó Torine recordando los emolumentos de dicha profesión. Los itinerantes no solo percibían un sueldo del Imperio, sino que además cobraban a los ciudadanos por cada trabajo realizado.
—¿Vos a qué os dedicáis? —preguntó el mago.
—Soy cazador de tesoros. He venido a explorar las montañas de Grath.
—¿En busca del tesoro del dragón? —preguntó el mago señalando con el pulgar hacia la cabeza que colgaba de la pared.
Torine asintió con la cabeza.
—¿Qué le hace pensar que tendrá éxito allá donde muchos otros han fallado durante los últimos mil años? —inquirió el mago enarcando una ceja.
—El terremoto. Cuando la tierra se mueve, a veces abre caminos que antes estaban cerrados… y allí donde otros han fallado durante mil años, uno podría tener éxito ahora —el guerrero le guiñó un ojo.
—Oh, que interesante… —comentó el mago pensativo—, y muy inteligente, ciertamente. Sin duda podría ser su golpe de suerte, maese cazador de tesoros. Brindo por ello —dijo levantando su vaso.
En ese momento, un joven entró en la posada. Vestía una larga capa verde, guantes y un sombrero emplumado. Portaba un arco en una mano, un carcaj a la espalda y tres conejos en la otra mano.
Se acercó a la barra y tiró los cuerpos sin vida sobre la misma, provocando que la sangre aun fresca de los animales salpicara en todas direcciones. El mago se apartó de un salto, asqueado, y Torine pudo oír un leve tintineo bajo su capa, a la altura del cinturón.
—Ya está la cena, Godel —anunció el recién llegado en dirección a la puerta de la cocina. Después se giró hacia los hombres que estaban en la barra—. Buenas tardes —saludó.
—Hola —gruñó el mago, limpiándose la manga de la túnica mediante magia.
—Oh, disculpe —dijo el joven.
El guerrero sonrió.
—Este torpe jovenzuelo es el guardabosque de la villa, Daras —lo presentó—. Y mi guía estos días, mientras he estado explorando las entradas de las cuevas y las viejas minas de la zona.
—Un placer —dijo el mago—, yo soy Kelan de Yard.
—Igualmente —contestó el joven arquero haciendo media reverencia.
—Oh, no es necesario…
Torine desconectó de la conversación mientras apuraba otra cerveza.
La noche cayó sobre el valle y Risha, que llevaba toda la tarde fingiendo contemplar el paisaje mientras vigilaba el camino imperial, entró por fin en su habitación. Esta era exactamente igual a la del guerrero, y con toda probabilidad, igual a cualquier otra habitación de la posada. La elfina abrió el cofre y extrajo de él su laúd. Después, se encaminó al balconcillo sobre el gran salón, se apoyó sobre la barandilla y observó a los allí reunidos.
Godel, el posadero, se afanaba en servir una nueva ronda de cervezas a Torine, el guerrero; Daras, el guardabosque; y un mago al que había visto llegar hacía varias horas por el camino imperial. Los tres estaban sentados en una mesa, jugando a las cartas. Un ballestero, sin duda perteneciente al ejército imperial, se sentaba a solas en la mesa de la esquina. Otras mesas estaban ocupadas por parroquianos que carecían de interés para ella. Podía oír más voces, pero debían provenir de la mesa bajo el balconcillo.
Decidió bajar a hacer su papel. Se acercó a la barra y llamó la atención de Godel.
—¿Necesitas ayuda en la cocina hoy?
—No, muchas gracias, Risha —respondió el tabernero con una sonrisa de agradecimiento—. Ha venido mi hija de visita, y con ella tengo ayuda suficiente. Pero pasa y te la presento —añadió.
La elfina siguió al tabernero a la cocina. Allí, una joven muchacha pelirroja con un típico vestido de criada, estaba despellejando un conejo. Al verlos, se limpió las manos en un trapo y se acercó a ellos.
—Esta es mi hija, Ashmina —la presentó Godel—, le han dado un par de días libres en palacio y ha venido a visitarme —explicó.
«Llamar palacio a eso…», pensó la elfa, que había visto la casa del alcalde de Lakeja esa misma mañana, y le había parecido poco más que una casucha algo más grande que las demás. La joven le dio medio abrazo y un beso, como era costumbre en la Capital.
—Encantada de conocerte, Ashmina, yo soy Risha —dijo con cortesía.
—Oh, llámame Ash —contestó la joven pelirroja con una sonrisa encantadora—. ¿Tocas el laúd? —preguntó señalando el instrumento que la elfina traía en una mano.
—Así es.
—Lo toca como los ángeles —aseveró Godel—. Anoche tuvimos el honor de que nos amenizara la velada. ¿Volverás a deleitarnos con tu música hoy? —preguntó con fingida inocencia.
—Dalo por hecho —dijo Risha dedicándole una sonrisa.
La música amansaba las fieras, y nada podía gustarle más a un posadero que un músico itinerante se quedara unos días en sus habitaciones, amenizando las veladas y relajando el ambiente para que los parroquianos habituales se olvidaran de sus habituales peleas.
La elfa regresó al gran salón, cruzó una mirada con el guerrero y, a continuación, se dirigió al pasillo que llevaba a las letrinas. Se apoyó en la pared y se quedó vigilando el gran salón desde la penumbra. Unos minutos después Torine se levantó de la mesa y se dirigió hacia ella.
—Cuéntame —pidió Risha cuando el guerrero llegó a su lado.
—Tenemos un par de sospechosos entre manos. Un huraño ballestero del ejército, cargado de papeles, demasiado obvio para ser nuestro hombre —hizo un ademán para restarle importancia—; y un supuesto mago itinerante, que a juzgar por el sospechoso tintineo bajo su túnica, lleva más orbes de los que yo he visto jamás.
—¿Y qué opinas?
—El ballestero canta como una almeja. Seguramente solo lleve algunos papeles menores del ejército y sea su primera misión en solitario. El mago en cambio, si no es un itinerante y pertenece a la Academia Imperial como sospecho… bueno, seguramente pronto pueda sacarle algo de información si sigue bebiendo al mismo ritmo —dijo sonriente—. Y hace unos minutos ha llegado una sacerdotisa con una escolta, aún no he tenido tiempo de acercarme a ellas.
—Por estúpido que parezca ese ballestero, debemos comprobarlo. Manda a tu lechuza a que visite su habitación esta noche, y que ponga sus ojazos sobre esos papeles. En cuanto al mago, ¿has olvidado que no nos afecta el alcohol?
—Mierda, sabía que se me olvidaba algo... —Golpeó el puño contra la mano.
—Puedo notar su poder desde aquí —dijo la elfina cerrando los ojos para concentrarse mejor—. No me cabe duda de que pertenece a la Academia Imperial.
—¿Él puede detectarte? —susurró Torine.
—Mientras no use la magia, soy invisible para él.
—¿Cuan poderoso es?
—Demasiado para mi gusto. Lo raro es que no sea capaz de ocultarlo. Está gastando mucha energía en ocultar su auténtica forma, lo que significa que ha participado en muchos rituales para aumentar su poder —Desvió la vista hacia el gran salón y, más para sí misma que para Torine, añadió—: Pero lo que realmente me preocupa es su hada.
—Olvídala, mientras estemos jugando a las cartas, no puede separarse de él. Le hemos impuesto esa norma para evitar tramposidades —comentó con una sonrisa de oreja a oreja.
Risha inclinó la cabeza para poder mirar hacia las vigas y confirmar sus sospechas. Sobre la mesa en la que se encontraban el mago y el guardabosque, quieta sobre una viga, una lechuza contemplaba la escena desde la oscuridad de las alturas.
—Eres un auténtico hipócrita —rió ella.
—Nunca viene mal un poco de dinero extra —se encogió de hombros y acercó su boca al oído de ella—, así podré comprarte algo bonito cuando terminemos este trabajito —añadió en un susurro.
Ella se giró y le dio un beso fugaz.
—Céntrate si quieres terminar este trabajo.
—¿Crees que el hada puede detectarnos a alguno de los dos? —inquirió él volviendo a centrarse en la misión.
—Tal vez, si llegara a tocarme… a ti en cambio, sería imposible. Tu conexión con tu lechuza es una magia arcana y natural, ni siquiera eres mago. No tienes de que preocuparte.
—Bien. ¿Te encargas tú entonces de las recién llegadas? —inquirió Torine.
Risha asintió con la cabeza.
—Vuelve con el mago y tu amigo emplumado, y a ver si puedes averiguar algo más sobre él —ordenó la elfina—. Dudo que él lleve la carta aunque sea lo que sospechamos, ningún estirado de la Academia se rebajaría a ser un mero mensajero, pero… escoltar al auténtico correo, seguro que lo consideran más honorable.
—Se me ha ocurrido una idea, que con un poco de suerte podría arrojar algo de luz… —dijo él, escabulléndose escaleras arriba.
Risha se acercó a la mesa de la sacerdotisa y la guerrera, para ofrecerles una canción y un poco de compañía a cambio de unas monedas, tal como haría un músico errante. A ellas se había unido Quahray, el semiorco que regentaba la herrería de Lakerja, y habitual de las noches de la posada.
—Buenas noches —saludó la elfina.
—¡Risha! —exclamó el herrero, que sin duda la recordaba de la noche anterior—. Siéntate con nosotros, por favor —pidió con una sonrisa.
Quahray se encargó de presentarle a la hermana Skeldar, fiel servidora de la Diosa, y a su protectora, una guerrera de Kuni que respondía al nombre de Nala. La sacerdotisa viajaba con una bolsa repleta de joyas y monedas de oro, ofrendas de los fieles capitolinos para el santuario de la Diosa en Toragami, que despreocupadamente tenía semiabierta sobre la mesa, a la vista de todos.
—¿No le preocupa que le roben? —inquirió la elfina.
—La Diosa nos protege —respondió la religiosa con una sonrisa.
«Más os vale, porque como dependa de esta…», pensó Risha observando la escasez de músculo y el maltrecho mandoble de la joven morena de Kuni.
En aquel momento, Torine reapareció en el gran salón portando su espada.
Mientras tocaba, la elfina observó detenidamente a las dos mujeres. La guerrera solo bebía y se divertía escuchando las historias que Quahray les contaba, sin prestar la más mínima atención a lo que acontecía en derredor. Su música se compenetraba perfectamente con la historia que este narraba, incrementando los momentos de tensión y sirviendo de apoyo a los cómicos. Tal vez, en otra vida, podrían haber formado un formidable dúo: el cuentacuentos y la laudista. La sacerdotisa, en cambio, pasaba el rato removiendo el contenido de la bolsa y lanzando miradas nerviosas a su alrededor.
Siete canciones y un par de jarras de hidromiel más tarde, Risha decidió cambiar de mesa. Se sentó junto al mago y, tras la presentación de rigor, empezó a tocar para los tres jugadores.
—Apuesto diez monedas —dijo el mago.
—Paso —continuo el guardabosque arrojando sus cartas sobre la mesa.
El guerrero cerró los ojos un momento, fingiendo pensar. A través de los ojos de su lechuza, vio que el mago se estaba marcando un farol más grande que su barba.
—He venido a jugar y yo juego fuerte —dijo mirando al mago—. Las veo.
—Te odio —rió el mago enseñando sus cartas.
—Como sigas desplumándole así, lo mismo mañana tu sangre se unirá a la del dragón en el lago… —comentó Daras.
—Supercherías, ¿sabíais que el color del lago se debe al cobre que abundaba en esta zona? —preguntó Kelan.
—Resulta irónico, un mago quitándole la magia a este lugar —señaló Torine.
Los cuatro se echaron a reír.
—Verás cómo me ponga a hablar de esa cabeza… —dijo el mago señalando las fauces de dragón que decoraban el gran salón.
Tras un par de manos más, Torine reclamó la atención de Risha con una larga mirada, tras lo cual se dirigió al mago.
—Mi querido Kelan, las cartas no son lo tuyo —sonrió el guerrero dando dos golpecitos junto al montón de monedas que se acumulaban en su lado de la mesa—. ¿Crees que se te daría mejor arreglar las mellas de mi espada?
—Dalo por hecho —respondió el mago con amabilidad.
—¿Cuánto me cobras por ello? —dijo tendiéndole la espada.
El mago lo meditó largamente, mientras sostenía la espada con una mano y con la otra recorría el filo, devolviéndole mediante magia todo su cortante esplendor.
—¿Qué te parecen cien monedas? Creo que es lo que he perdido contra ti hasta ahora —dijo el mago.
—Me parece perfecto —respondió Torine empujando casi todas las monedas hacia el lado del mago y dirigiendo una inquisitiva y breve mirada a Risha.
La elfina lo captó al vuelo y sonrió. Ningún mago itinerante movía un dedo por menos de quinientas monedas.
Terminada la velada, Risha y Torine se encontraron en el pasillo del segundo piso. Con la presencia del mago en el edificio, la elfa no podía invocar una puerta para unir sus habitaciones, así que no les quedó más remedio que arriesgarse a entrar juntos por la puerta natural del dormitorio. Tampoco tenía ya gran importancia, siendo la última noche que pasaría allí.
Una vez dentro, el guerrero habló primero.
—¿Qué impresión tienes?
—Demasiados rostros nuevos por aquí un mismo día —dijo Risha con la mirada perdida.
—¿Crees que están todos compinchados?
—No me cabe ninguna duda —dijo mirándole a los ojos—. El mago debe ser el escolta. La sacerdotisa y su protectora no son más que una distracción para maleantes, casi están pidiendo a gritos que les roben... Lo único que no tengo claro, es quien es el mensajero. Si no es uno de esos tres, solo queda ese manojo de nervios con ballesta.
—Lo único que yo tengo claro, es que nosotros nos preparamos mejor las farsas —sonrió—. Y lo mejor, es que hasta he encontrado un tesoro —dijo él rodeándola con los brazos.
—Debes ser el cazador de tesoros más estúpido del mundo, si has venido al culo del Imperio a buscar un tesoro que ya conocías —susurró ella, empujándolo hacia la cama.
A la mañana siguiente, ambos bajaron temprano a desayunar. El guerrero se asomó por la cocina a pedir el desayuno e intercambiar unas palabras con el tabernero, mientras la elfa se apropiaba de una mesa para ambos. Poco después, ya sentados ambos, Godel les sirvió unas deliciosas gachas con miel acompañadas de una jarra de hidromiel.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Torine.
—No sabemos en qué caballo va la carta, pero hemos encontrado la caravana —meditó la elfina—. Habrá que seguirla.
Torine suspiró.
—El mago partió hace una hora, hacia el norte —informó el guerrero, que había estado vigilando desde el balcón al amanecer—. Y Godel me ha dicho que la sacerdotisa y su protectora han marchado hacia el este.
La información cayó como una losa sobre Risha.
—Mierda.
—Si la sacerdotisa era un señuelo, deberíamos seguir al mago. Lleve o no la carta, lo seguro es que estará cerca de él —Torine se rascó la cabeza.
La elfina asintió lentamente varias veces, y finalmente suspiró.
—Tampoco tenemos otra, habrá que fiarse de lo que averiguamos anoche —dijo con una débil sonrisa.
Terminadas las gachas, Godel se acercó a retirarles los cuencos.
—¿Se ha despertado tu hija? Me gustaría despedirme de ella —dijo Risha por educación.
—Oh, lo siento, se marchó esta mañana temprano.
—Ah, la habrá reclamado el alcalde, claro —pensó la elfa en voz alta.
—¿El alcalde? —inquirió el tabernero frunciendo el ceño.
—¿No dijiste que trabajaba en palacio? —preguntó ella cogiendo la jarra.
—Claro, en el Palacio Imperial.
La hidromiel se detuvo en sus labios, sin llegar a entrar. Un recuerdo fugaz cruzó su mente, el saludo con medio abrazo de una joven pelirroja, al estilo capitolino. Torine la miraba fijamente, con la boca abierta. Risha se recompuso y bebió un trago.
—¿En la capital? —preguntó la elfa.
—Claro, trabaja en las dependencias del mismísimo Emperador —dijo Godel lleno de orgullo.
Risha y Torine intercambiaron una mirada inquisitiva.
—¿No le parece peligroso que una joven viaje sola en esta época del año? —preguntó él.
El tabernero se encogió de hombros.
—Se marchó con la sacerdotisa y su escolta, está protegido por la Diosa y por la espada —sonrió antes de marcharse a la cocina con los cuencos sucios.
La mirada que intercambiaron ahora elfina y guerrero fue de extrañeza.
—¿Qué diantres…? —empezó Torine.
Risha se dio un manotazo en la cabeza y una enorme sonrisa se dibujó en su cara.
—¡No eran tan idiotas como pensábamos! —exclamó—. Interpretaron muy bien sus papeles. El mago era la verdadera distracción, y la sacerdotisa… tanto remover la bolsa llena de monedas… —sacudió la cabeza—, ¿no lo ves?
Torine frunció el ceño, sin hablar.
—¡Era una maga de la Academia! —explicó la elfa—. El tintineo de las monedas encubría el de los orbes de su cinturón.
Torine asintió, y una sonrisa se dibujó también en su cara. Ella se acercó y le beso.
—No solo tenemos la caravana, ya sabemos también en que caballo esta la carta.
«Mueres siendo un héroe... o vives lo suficiente para convertirte en villano»