20/05/2015 06:43 PM
Ni una palabra
Saber que pronto moriré me reconforta: muriendo, evitaré las torturas y la sangre y este llanto que me desgarra. Ya resistí demasiado, más de lo humanamente posible. O será que mi humanidad fue siempre una fachada. Aunque acá mis poderes no pueden ayudarme.
Sí: saber que el final se acerca me da esperanza.
En el último mes fui perdiendo a dentelladas pedazos de mis piernas y espalda: tironeados, arrancados, triturados, saboreados. Ya debería haberme desangrado hasta la muerte, pero mi naturaleza mágica me lo impide. Y así la agonía perdura, y la misericordia se convierte en una palabra hueca. Imploro a un Dios que no me escucha, porque ignorarme voluntariamente en este momento sería cruel, incluso para Él.
Ahora oigo ruidos que no reconozco. Ni siquiera estoy segura del origen —una vez me sorprendí a mí misma intentando identificar un sonido sibilante que terminó siendo mi propio llanto—. ¿Ratas? Sí, acaso esos zurridos viscosos puedan ser ratas, otra vez atraídas por el aroma de mi sangre. Si al menos mi sangre sirviera para algo… Pero mi magia se ha drenado: ya no puedo provocar ni una chispa. Ella sabía lo que hacía al secuestrarme en el día del solsticio.
Y estas cadenas… el bronce no deja de quemarme las muñecas. El olor a carne quemada es vomitivo. Pero prefiero eso: arder y vomitar, temerles a las ratas, perder mi magia. Cualquier cosa antes que otra mutilación. No, no puedo más: con un poco de suerte, esta noche moriré.
Ahora la escucho claramente. Es ella: la bruja. Soy consciente de cada músculo tenso, de mis nervios rotos, de la oscuridad que me ahoga. Soy consciente… y deseo no serlo. Necesito desaparecer.
La escucho.
Sé que sus ruidos afilados buscan enloquecerme. Quiere que grite y que suplique y que le diga la verdad. Aunque no hay tortura que me haga decirle la verdad. Sólo necesito morir. Pero, en lugar de eso, tiemblo y lloro y me despellejo los brazos. Ya no estoy tan segura de si voy a morirme. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué no llegó el fin?
Un alarido me sobresalta y me hace golpear la cabeza contra los barrotes del techo de mi jaula, tan diminuta que me obliga a permanecer en cuclillas. Miro hacia todos lados: la oscuridad es espesa, no distingo nada. Los gritos persisten, aumentan de intensidad. Me cubro las orejas, aunque eso no ayuda demasiado. Y ya está viniendo aquella bruja, la presiento. Si tan solo pudiera lanzarle algún hechizo.
Una luz amarilla y diminuta se acerca: su vela negra. La bruja baja las escaleras de piedra hasta la catacumba. Si no pudiera verla, la reconocería por su hedor: incluso a pesar de que yo apesto, su olor acre se adhiere a mi nariz. Arrastra los pies en cada escalón, cargando un bulto a su espalda. Me acurruco contra el fondo de la jaula y me aferro a mis cadenas: aunque me chamuscan la piel, prefiero mil veces las quemaduras antes que a la mascota de la bruja. La veo tirar algo en el suelo, maniobrar las llaves en la cerradura. Retrocedo ante el tacto de sus dedos fríos y huesudos contra mi tobillo. Me revuelvo, la pateo. Pero ella me tironea en silencio, con tanta fuerza que acaso me sacará el pie.
No sé cómo, pero con una sola maniobra logra agarrarme por el cuello y poner mi cara a la altura de la suya. Me mira con esos ojos velados, silenciosos. Me clava las garras en el hombro y no deja de mirar cómo me retuerzo: disfruta con mi calvario. Sospecho que ni siquiera busca que le diga lo que sé. Pero insiste con un seco graznido:
—¿Cómo entro a tu mundo?
Yo niego con la cabeza y lanzo el alarido que ya no puedo contener. No se lo diré. Jamás se lo diré. Antes, muerta.
Pero ella sabe que matándome me haría un favor. Lo sabe, y saberlo la extasía. Por eso se limita a abrir la boca.
Y entonces lo veo surgir de esa hediondez: una bestia abandonando su cueva.
Lenta, muy lentamente.
No por favor Dios no por favor por favor no otra vez no
A la bruja no le importa lo mucho que yo implore. Su mascota, aquel inmundo reptil, ya salió completamente de su boca y cayó al suelo de mi celda. Se desliza sobre mis piernas, siseando. A pesar de que intento sacármelo de encima a patadas, se me enrosca en la cintura y hunde todos sus dientes en mi muslo. Grito y lloro y lo tironeo hacia atrás. La luz de la vela me muestra más de lo que deseo ver, aunque las lágrimas limitan mi visión. Hay mucha sangre: la dentellada es más grande que cualquiera de las que ya sufrí. Quiero desmayarme, pero la suerte me es esquiva, y soporto consciente hasta que las mandíbulas arrancan el pedazo.
La bruja no deja de sonreír en ningún momento, ni siquiera cuando su familiar vuelve a metérsele en la boca con su trofeo rojo y babeante. Ella se limpia la sangre que se le escapa por las comisuras, y señala con uno de sus dedos huesudos hacia un lado. No quiero mirar.
Bajo la vista y constato el estado de mi muslo —o de lo que queda de él—. Me dan arcadas, pero no lanzo: mi estómago está vacío. Tomo aire, me cuesta respirar. Tal vez sea el momento en que Dios me lleve. Pero la bruja me roba esa esperanza con una cachetada que vuelve mi cara hacia lo que ha tirado en el piso.
¿Qué veo allí? La comprensión no es inmediata. No, no quiero entenderlo. ¿Cómo asumir, cómo creer en lo que promete aquel montón amorfo? Un cuerpo destrozado, mutilado hasta los huesos, con las articulaciones quebradas, retorcidas.
—Murió hace un rato —dice la bruja con aquella voz astillada que apenas usa—. Dos años duró. Jamás soltó una palabra.
Cierra la puerta de mi jaula y se aleja en silencio, mientras yo no dejo de contemplar aquel cadáver. La llama titilante de la vela negra desaparece. Sacudida por el llanto, me dejo envolver en la oscuridad.
Dos años. No sé si seré capaz de resistir tanto sin confesar mi secreto. Tendría que morir antes, aunque la bruja hará todo lo posible por evitarlo. Solo hay una salida, pero pensar en eso me quita el aire. Siento el corazón empujarme las costillas buscando un resquicio para escapárseme del pecho. Si me detengo a considerar mi plan inmediato, sé que me faltará valor para cumplirlo.
La bruja habrá podido anular mis poderes, pero mis dientes siguen siendo afilados como navajas. No me sirven para quitarme la vida: ¿cómo arrancarme el corazón a dentelladas? De modo que los uso para no caer en la tentación de confesar: abro la boca y la cierro de golpe sobre mi lengua.
Quiero gritar y no puedo.
La boca se me llena de sangre, y me atraganto y toso y vomito más sangre. A pesar de que no puedo verla, estoy segura de que la habitación da vueltas a mi alrededor. El olor a sangre y a carne quemada me descompone.
Sostengo entre mis manos el pedazo que acabo de arrancarme. Trato de recordar la imagen de aquel cadáver mutilado, destrozado. Y me pregunto cómo guardó el secreto durante tanto tiempo. ¿Acaso también se mutiló para evitar hablar? Aquel cuerpo informe que resistió dos años. Y que nunca dijo una palabra.
La bruja se esfuerza por contener sus estremecimientos. Sube por la escalera de piedra, alejándose del ser mágico. La mano que sostiene la vela le tiembla. No es la mutilación de esa criatura mágica lo que la afecta, sino… eso.
Al dejar atrás los calabozos, cierra la puerta con candado: aísla a la criatura mágica y a sus sollozos insoportables. Ya en la seguridad silente de su propia recámara, la bruja se tambalea hasta la pared y se sostiene del marco de la puerta. Aprieta los puños, apenas contiene sus propios gritos. Cada vez le resulta más difícil calmarse, mantener la compostura. Respira profundo y escupe al suelo. Aún paladea el sabor de la sangre mágica de aquel ser.
Se agacha y levanta el trozo de pierna recién arrancado. Lo examina entre sus garras huesudas: apenas se nota la dentellada. Su técnica ya no presenta fallas: su maestro estará orgulloso de ella.
La bruja cruza otra entrada, de la que cuelgan finos hilos de fuego. Escucha el murmullo del silencio, el rumor de la soledad, la falta de palabras. Mira hacia todos lados, buscando a su maestro. Pero es en vano: allí no hay nadie. Contiene la necesidad de estrujar aquel pedazo de muslo que aún sostiene: de estrujarlo y maldecirlo y quemarlo y triturarlo.
Niega con la cabeza y procede a terminar su tarea antes de que ese trozo se vuelva inservible. Antes de que su esfuerzo por torturar a aquel ser mágico pierda sentido.
Avanza hasta la mesa y levanta la sábana agujereada. Descubre una pierna incompleta, zurcida de cicatrices. Saca de entre su ropa una aguja ya hilvanada con hilo de plata y comienza a coser: por encima de la rodilla, une aquel nuevo pedazo de muslo que consiguió hace sólo unos momentos. Aquel trozo del ser mágico al que debía torturar durante años y cuyo secreto no era relevante, sólo su cuerpo: con sus trozos mutilados día a día, la bruja urde aquel nuevo espécimen para su maestro. Un espécimen creado a imagen de los seres mágicos, pero con las cualidades privativas de los brujos. El primero —y el único— de su estirpe. Un ser despreciablemente perfecto. Y a pesar de que aún falta más de medio cuerpo para darle vida, la bruja ya lo odia: tal vez el maestro la reemplazará por aquella abominación. ¿Acaso eso ocupará su lugar?
—¿Has hecho lo que te ordené? —La voz de su maestro la sorprende, pero la bruja contiene el sobresalto. Mucho tiempo atrás había aprendido que no debía demostrar su rechazo. Debía mentir sin palabras.
Asiente con la cabeza y se guarda la aguja: el nuevo pedazo ya late, asimilado a aquella pierna repugnante. La bruja quiere decir algo, usar su voz, pero se arrepiente antes de abrir la boca.
—Retírate —ordena el maestro.
Y la bruja obedece en perfecto silencio. No tiene permitido hablar delante de su maestro. Para él, ella bien podría ser muda: jamás le ha dicho una palabra.
Saber que pronto moriré me reconforta: muriendo, evitaré las torturas y la sangre y este llanto que me desgarra. Ya resistí demasiado, más de lo humanamente posible. O será que mi humanidad fue siempre una fachada. Aunque acá mis poderes no pueden ayudarme.
Sí: saber que el final se acerca me da esperanza.
En el último mes fui perdiendo a dentelladas pedazos de mis piernas y espalda: tironeados, arrancados, triturados, saboreados. Ya debería haberme desangrado hasta la muerte, pero mi naturaleza mágica me lo impide. Y así la agonía perdura, y la misericordia se convierte en una palabra hueca. Imploro a un Dios que no me escucha, porque ignorarme voluntariamente en este momento sería cruel, incluso para Él.
Ahora oigo ruidos que no reconozco. Ni siquiera estoy segura del origen —una vez me sorprendí a mí misma intentando identificar un sonido sibilante que terminó siendo mi propio llanto—. ¿Ratas? Sí, acaso esos zurridos viscosos puedan ser ratas, otra vez atraídas por el aroma de mi sangre. Si al menos mi sangre sirviera para algo… Pero mi magia se ha drenado: ya no puedo provocar ni una chispa. Ella sabía lo que hacía al secuestrarme en el día del solsticio.
Y estas cadenas… el bronce no deja de quemarme las muñecas. El olor a carne quemada es vomitivo. Pero prefiero eso: arder y vomitar, temerles a las ratas, perder mi magia. Cualquier cosa antes que otra mutilación. No, no puedo más: con un poco de suerte, esta noche moriré.
Ahora la escucho claramente. Es ella: la bruja. Soy consciente de cada músculo tenso, de mis nervios rotos, de la oscuridad que me ahoga. Soy consciente… y deseo no serlo. Necesito desaparecer.
La escucho.
Sé que sus ruidos afilados buscan enloquecerme. Quiere que grite y que suplique y que le diga la verdad. Aunque no hay tortura que me haga decirle la verdad. Sólo necesito morir. Pero, en lugar de eso, tiemblo y lloro y me despellejo los brazos. Ya no estoy tan segura de si voy a morirme. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué no llegó el fin?
Un alarido me sobresalta y me hace golpear la cabeza contra los barrotes del techo de mi jaula, tan diminuta que me obliga a permanecer en cuclillas. Miro hacia todos lados: la oscuridad es espesa, no distingo nada. Los gritos persisten, aumentan de intensidad. Me cubro las orejas, aunque eso no ayuda demasiado. Y ya está viniendo aquella bruja, la presiento. Si tan solo pudiera lanzarle algún hechizo.
Una luz amarilla y diminuta se acerca: su vela negra. La bruja baja las escaleras de piedra hasta la catacumba. Si no pudiera verla, la reconocería por su hedor: incluso a pesar de que yo apesto, su olor acre se adhiere a mi nariz. Arrastra los pies en cada escalón, cargando un bulto a su espalda. Me acurruco contra el fondo de la jaula y me aferro a mis cadenas: aunque me chamuscan la piel, prefiero mil veces las quemaduras antes que a la mascota de la bruja. La veo tirar algo en el suelo, maniobrar las llaves en la cerradura. Retrocedo ante el tacto de sus dedos fríos y huesudos contra mi tobillo. Me revuelvo, la pateo. Pero ella me tironea en silencio, con tanta fuerza que acaso me sacará el pie.
No sé cómo, pero con una sola maniobra logra agarrarme por el cuello y poner mi cara a la altura de la suya. Me mira con esos ojos velados, silenciosos. Me clava las garras en el hombro y no deja de mirar cómo me retuerzo: disfruta con mi calvario. Sospecho que ni siquiera busca que le diga lo que sé. Pero insiste con un seco graznido:
—¿Cómo entro a tu mundo?
Yo niego con la cabeza y lanzo el alarido que ya no puedo contener. No se lo diré. Jamás se lo diré. Antes, muerta.
Pero ella sabe que matándome me haría un favor. Lo sabe, y saberlo la extasía. Por eso se limita a abrir la boca.
Y entonces lo veo surgir de esa hediondez: una bestia abandonando su cueva.
Lenta, muy lentamente.
No por favor Dios no por favor por favor no otra vez no
A la bruja no le importa lo mucho que yo implore. Su mascota, aquel inmundo reptil, ya salió completamente de su boca y cayó al suelo de mi celda. Se desliza sobre mis piernas, siseando. A pesar de que intento sacármelo de encima a patadas, se me enrosca en la cintura y hunde todos sus dientes en mi muslo. Grito y lloro y lo tironeo hacia atrás. La luz de la vela me muestra más de lo que deseo ver, aunque las lágrimas limitan mi visión. Hay mucha sangre: la dentellada es más grande que cualquiera de las que ya sufrí. Quiero desmayarme, pero la suerte me es esquiva, y soporto consciente hasta que las mandíbulas arrancan el pedazo.
La bruja no deja de sonreír en ningún momento, ni siquiera cuando su familiar vuelve a metérsele en la boca con su trofeo rojo y babeante. Ella se limpia la sangre que se le escapa por las comisuras, y señala con uno de sus dedos huesudos hacia un lado. No quiero mirar.
Bajo la vista y constato el estado de mi muslo —o de lo que queda de él—. Me dan arcadas, pero no lanzo: mi estómago está vacío. Tomo aire, me cuesta respirar. Tal vez sea el momento en que Dios me lleve. Pero la bruja me roba esa esperanza con una cachetada que vuelve mi cara hacia lo que ha tirado en el piso.
¿Qué veo allí? La comprensión no es inmediata. No, no quiero entenderlo. ¿Cómo asumir, cómo creer en lo que promete aquel montón amorfo? Un cuerpo destrozado, mutilado hasta los huesos, con las articulaciones quebradas, retorcidas.
—Murió hace un rato —dice la bruja con aquella voz astillada que apenas usa—. Dos años duró. Jamás soltó una palabra.
Cierra la puerta de mi jaula y se aleja en silencio, mientras yo no dejo de contemplar aquel cadáver. La llama titilante de la vela negra desaparece. Sacudida por el llanto, me dejo envolver en la oscuridad.
Dos años. No sé si seré capaz de resistir tanto sin confesar mi secreto. Tendría que morir antes, aunque la bruja hará todo lo posible por evitarlo. Solo hay una salida, pero pensar en eso me quita el aire. Siento el corazón empujarme las costillas buscando un resquicio para escapárseme del pecho. Si me detengo a considerar mi plan inmediato, sé que me faltará valor para cumplirlo.
La bruja habrá podido anular mis poderes, pero mis dientes siguen siendo afilados como navajas. No me sirven para quitarme la vida: ¿cómo arrancarme el corazón a dentelladas? De modo que los uso para no caer en la tentación de confesar: abro la boca y la cierro de golpe sobre mi lengua.
Quiero gritar y no puedo.
La boca se me llena de sangre, y me atraganto y toso y vomito más sangre. A pesar de que no puedo verla, estoy segura de que la habitación da vueltas a mi alrededor. El olor a sangre y a carne quemada me descompone.
Sostengo entre mis manos el pedazo que acabo de arrancarme. Trato de recordar la imagen de aquel cadáver mutilado, destrozado. Y me pregunto cómo guardó el secreto durante tanto tiempo. ¿Acaso también se mutiló para evitar hablar? Aquel cuerpo informe que resistió dos años. Y que nunca dijo una palabra.
La bruja se esfuerza por contener sus estremecimientos. Sube por la escalera de piedra, alejándose del ser mágico. La mano que sostiene la vela le tiembla. No es la mutilación de esa criatura mágica lo que la afecta, sino… eso.
Al dejar atrás los calabozos, cierra la puerta con candado: aísla a la criatura mágica y a sus sollozos insoportables. Ya en la seguridad silente de su propia recámara, la bruja se tambalea hasta la pared y se sostiene del marco de la puerta. Aprieta los puños, apenas contiene sus propios gritos. Cada vez le resulta más difícil calmarse, mantener la compostura. Respira profundo y escupe al suelo. Aún paladea el sabor de la sangre mágica de aquel ser.
Se agacha y levanta el trozo de pierna recién arrancado. Lo examina entre sus garras huesudas: apenas se nota la dentellada. Su técnica ya no presenta fallas: su maestro estará orgulloso de ella.
La bruja cruza otra entrada, de la que cuelgan finos hilos de fuego. Escucha el murmullo del silencio, el rumor de la soledad, la falta de palabras. Mira hacia todos lados, buscando a su maestro. Pero es en vano: allí no hay nadie. Contiene la necesidad de estrujar aquel pedazo de muslo que aún sostiene: de estrujarlo y maldecirlo y quemarlo y triturarlo.
Niega con la cabeza y procede a terminar su tarea antes de que ese trozo se vuelva inservible. Antes de que su esfuerzo por torturar a aquel ser mágico pierda sentido.
Avanza hasta la mesa y levanta la sábana agujereada. Descubre una pierna incompleta, zurcida de cicatrices. Saca de entre su ropa una aguja ya hilvanada con hilo de plata y comienza a coser: por encima de la rodilla, une aquel nuevo pedazo de muslo que consiguió hace sólo unos momentos. Aquel trozo del ser mágico al que debía torturar durante años y cuyo secreto no era relevante, sólo su cuerpo: con sus trozos mutilados día a día, la bruja urde aquel nuevo espécimen para su maestro. Un espécimen creado a imagen de los seres mágicos, pero con las cualidades privativas de los brujos. El primero —y el único— de su estirpe. Un ser despreciablemente perfecto. Y a pesar de que aún falta más de medio cuerpo para darle vida, la bruja ya lo odia: tal vez el maestro la reemplazará por aquella abominación. ¿Acaso eso ocupará su lugar?
—¿Has hecho lo que te ordené? —La voz de su maestro la sorprende, pero la bruja contiene el sobresalto. Mucho tiempo atrás había aprendido que no debía demostrar su rechazo. Debía mentir sin palabras.
Asiente con la cabeza y se guarda la aguja: el nuevo pedazo ya late, asimilado a aquella pierna repugnante. La bruja quiere decir algo, usar su voz, pero se arrepiente antes de abrir la boca.
—Retírate —ordena el maestro.
Y la bruja obedece en perfecto silencio. No tiene permitido hablar delante de su maestro. Para él, ella bien podría ser muda: jamás le ha dicho una palabra.
«Mueres siendo un héroe... o vives lo suficiente para convertirte en villano»