24/09/2020 03:48 PM
(Última modificación: 25/09/2020 09:21 AM por JPQueirozPerez.)
La hoja salió tan fácil como había entrado, tras ello el vendedor la limpió en las ropas de su víctima y la guardó en su vaina. Observó en silencio el cuerpo un momento; al fondo, las cigarras cantaban en la noche.
Tocó su frente y empezó a retirar el alma del cuerpo a la fuerza; tal acto violento hacía pedazos las almas, pero sobraba la suficiente cantidad para lo que necesitaba. Era difícil ver el alma pero él era capaz; podía ver una especie de neblina ligeramente iluminada, neblina que empezó a devorar en cuanto la separó del cadáver.
Apartó el cuerpo del camino, no por miedo a que lo encontraran, ya que no lo escondió, sino porque consideraba que era más aceptable. Este camino llevaba a la capital así que muchos viajeros lo usaban; era mejor para ellos que no hubiera un cadáver estorbando su marcha.
La víctima era una joven doncella que servía en la casa de un rico mercader, no es que supiera muchas cosas de valor, pero sí lo suficiente: Conocía donde este mercader escondía un baúl con joyas de incalculable valor. Era interesante saber el motivo que la impedía robar esas joyas, como ese mercader la acogió cuando se quedó huérfana y la crió casi como a una hija, o puede que no exactamente como a una hija, porque no esperó a que creciera mucho antes de convertirla en una concubina. Su cliente pagaría bien por estas memorias, aunque seguramente no apreciaría todos estos recuerdos como lo hacía el vendedor; disfrutaba con las vidas ajenas ya que él mismo no tenía una vida que disfrutar.
Se dirigió al punto de encuentro con el comprador recordando esa vida que no era suya; las memorias están impregnadas de emociones, pero el resto de mortales no suele sentirlas aunque pueda adquirir memorias ajenas, excepto cuando se tratan de emociones muy fuertes, pero él podía sentir todas y cada uno de ellas como si las hubiera vivido: llorando por la muerte de ese padre que no era el suyo, alegrándose de que ese mercader la acogiera en su casa, sintiendo una punzada de celos cuando descubrió que este se había prometido, pero siendo incapaz de abandonarle, y pasando por el terror más absoluto cuando supo que iba a morir; no, lo correcto era decir que sintió el terror más absoluto al saber que la iba a matar.
El punto de encuentro era una taberna de lo más corriente cerca del puerto, habían bastantes marinos de distintas naciones bebiendo y cantando, probablemente así no se fijarían en el vendedor y su comprador, quien vino acompañado de un par de guardias para protegerle. El cliente era un mercader rival, creía que entre esas joyas había alguna gema mágica que le haría enriquecerse de una manera que pocos hombres habían sido capaces; el vendedor nunca quiso discutir que si tal joya fuera real, ese mercader ya habría sacado provecho de ella.
La venta transcurría de manera típica: El vendedor condensaba los recuerdos de su víctima para crear una esfera brillante, aunque esas memorias no desaparecían de su mente tras condensarlas en la esfera, sí que se hacían más lejanas, como recuerdos de la infancia, por tanto solía observar esas esferas con cierta añoranza; el cliente, como era habitual miraba la esfera con desconfianza, aunque en este caso no dudó mucho antes de intentar agarrarla, por supuesto sin obtener ningún resultado, la mayoría de mortales atravesaban todo el material espiritual como si no estuviera ahí, por tanto, una vez el vendedor sabía que el comprador estaba dispuesto a adquirir la esfera, él mismo introducía esta en su cuerpo; la parte final consistía en que el cliente pagara lo convenido, aunque esta vez algo no estaba bien.
—Esto es menos de lo acordado —dijo el vendedor nada más sujetar la bolsa de dinero.
—¿Qué? Está todo el dinero —respondió el cliente riendo.
—Aquí hay a lo sumo la mitad del pago —dijo el vendedor tras sopesar la bolsa. Tantas memorias robadas le habían mejorado ciertas habilidades, como la de calcular pesos de monedas en una bolsa de cuero.
—Más que suficiente para lo que vendes. ¡Agradece que te haya pagado! —dijo el cliente molesto.
El vendedor no dijo nada más, simplemente esperó que el comprador y sus acompañantes salieran del local antes de seguirles. Los guardias eran buenos luchadores, pero no lo bastante para enfrentarse a un ejército de vidas concentradas en un único hombre; duraron unos minutos, minutos en el que el mercader no intentó huir. Su parálisis provocada por el terror sería su sentencia, en realidad no, su sentencia fue no pagar lo acordado.
La hoja salió tan fácil como había entrado, tras ello el vendedor la limpió en las ropas de su víctima y la guardó en su vaina. Observó en silencio el cuerpo un momento; al fondo, las cigarras cantaban en la noche.
Tocó su frente y empezó a retirar el alma del cuerpo a la fuerza; tal acto violento hacía pedazos las almas, pero sobraba la suficiente cantidad para lo que necesitaba. Era difícil ver el alma pero él era capaz; podía ver una especie de neblina ligeramente iluminada, neblina que empezó a devorar en cuanto la separó del cadáver.
Apartó el cuerpo del camino, no por miedo a que lo encontraran, ya que no lo escondió, sino porque consideraba que era más aceptable. Este camino llevaba a la capital así que muchos viajeros lo usaban; era mejor para ellos que no hubiera un cadáver estorbando su marcha.
La víctima era una joven doncella que servía en la casa de un rico mercader, no es que supiera muchas cosas de valor, pero sí lo suficiente: Conocía donde este mercader escondía un baúl con joyas de incalculable valor. Era interesante saber el motivo que la impedía robar esas joyas, como ese mercader la acogió cuando se quedó huérfana y la crió casi como a una hija, o puede que no exactamente como a una hija, porque no esperó a que creciera mucho antes de convertirla en una concubina. Su cliente pagaría bien por estas memorias, aunque seguramente no apreciaría todos estos recuerdos como lo hacía el vendedor; disfrutaba con las vidas ajenas ya que él mismo no tenía una vida que disfrutar.
Se dirigió al punto de encuentro con el comprador recordando esa vida que no era suya; las memorias están impregnadas de emociones, pero el resto de mortales no suele sentirlas aunque pueda adquirir memorias ajenas, excepto cuando se tratan de emociones muy fuertes, pero él podía sentir todas y cada uno de ellas como si las hubiera vivido: llorando por la muerte de ese padre que no era el suyo, alegrándose de que ese mercader la acogiera en su casa, sintiendo una punzada de celos cuando descubrió que este se había prometido, pero siendo incapaz de abandonarle, y pasando por el terror más absoluto cuando supo que iba a morir; no, lo correcto era decir que sintió el terror más absoluto al saber que la iba a matar.
El punto de encuentro era una taberna de lo más corriente cerca del puerto, habían bastantes marinos de distintas naciones bebiendo y cantando, probablemente así no se fijarían en el vendedor y su comprador, quien vino acompañado de un par de guardias para protegerle. El cliente era un mercader rival, creía que entre esas joyas había alguna gema mágica que le haría enriquecerse de una manera que pocos hombres habían sido capaces; el vendedor nunca quiso discutir que si tal joya fuera real, ese mercader ya habría sacado provecho de ella.
La venta transcurría de manera típica: El vendedor condensaba los recuerdos de su víctima para crear una esfera brillante, aunque esas memorias no desaparecían de su mente tras condensarlas en la esfera, sí que se hacían más lejanas, como recuerdos de la infancia, por tanto solía observar esas esferas con cierta añoranza; el cliente, como era habitual miraba la esfera con desconfianza, aunque en este caso no dudó mucho antes de intentar agarrarla, por supuesto sin obtener ningún resultado, la mayoría de mortales atravesaban todo el material espiritual como si no estuviera ahí, por tanto, una vez el vendedor sabía que el comprador estaba dispuesto a adquirir la esfera, él mismo introducía esta en su cuerpo; la parte final consistía en que el cliente pagara lo convenido, aunque esta vez algo no estaba bien.
—Esto es menos de lo acordado —dijo el vendedor nada más sujetar la bolsa de dinero.
—¿Qué? Está todo el dinero —respondió el cliente riendo.
—Aquí hay a lo sumo la mitad del pago —dijo el vendedor tras sopesar la bolsa. Tantas memorias robadas le habían mejorado ciertas habilidades, como la de calcular pesos de monedas en una bolsa de cuero.
—Más que suficiente para lo que vendes. ¡Agradece que te haya pagado! —dijo el cliente molesto.
El vendedor no dijo nada más, simplemente esperó que el comprador y sus acompañantes salieran del local antes de seguirles. Los guardias eran buenos luchadores, pero no lo bastante para enfrentarse a un ejército de vidas concentradas en un único hombre; duraron unos minutos, minutos en el que el mercader no intentó huir. Su parálisis provocada por el terror sería su sentencia, en realidad no, su sentencia fue no pagar lo acordado.
La hoja salió tan fácil como había entrado, tras ello el vendedor la limpió en las ropas de su víctima y la guardó en su vaina. Observó en silencio el cuerpo un momento; al fondo, las cigarras cantaban en la noche.