Muy buenas. Soy un escritor con experiencia en prensa de videojuegos y recientemente inicié una novela de fantasía épica.
Si alguien está interesado en leer mi historia, los capítulos están disponibles abajo de la imagen y en Wattpad a través de este enlace. ¡Estoy abierto a comentarios!
Las civilizaciones del mundo arden en un caos continuo tras la muerte de sus líderes en la guerra. Algunos sobrevivientes renunciaron a sus espadas ante el terror de la batalla, pero ejércitos más poderosos se preparan para un decisivo combate por el dominio de los reinos desgobernados.
«Será la guerra más devastadora de nuestros tiempos», pronostican los sabios desde las tribunas de las plazas, pero las familias asustadas se esconden en sus hogares implorando a los cielos por su protección divina o la aparición de un valiente guerrero que proteja a los débiles. Algunos menos optimistas prefirieron partir a peregrinar en busca de las tierras sagradas donde la paz es absoluta. Mientras tanto, los delincuentes y soldados deshonestos aprovechan la anarquía para extorsionar, robar y asesinar a quienes les apetece.
Pero dentro de un fuerte oculto en lo profundo de un desierto remoto, las huestes de Zeo esperan pacientemente el momento de la batalla cuando advierten las siluetas de un grupo de jinetes en el horizonte.
Casi cien soldados habían partido un año antes bajo las órdenes del rey Bastes a saquear las ciudades asoladas por la guerra, pero ni fueron bien recibidos por los habitantes, ni la suerte los acompañó en el camino de vuelta. Ahora que el rey ha muerto, solo unos pocos exploradores regresan, heridos y exhaustos, a dar parte del viaje a su hermano y heredero, el general Zeo.
Las cadenas zigzagueaban en la arena como una serpiente acechando a su presa. El esclavo corría descalzo detrás de las tenues nubes de polvo que levantaban los caballos, mientras el radiante sol sacaba destellos de sus grilletes. El intenso calor evaporaba el sudor de los jinetes y el intenso bochorno les impedía discernir la forma exacta de la muralla en la distancia.
Un centinela a las afueras del muro fue el primero en avistar sus siluetas desde la punta de un colosal monolito. Se apresuró a soplar un enorme cuerno cuyo estruendo se repitió varias veces dentro del fuerte, alertando a guardias y habitantes por igual. Los guerreros en el interior comenzaron a moverse levantando armas y colocándose las armaduras, mientras los niños y adultos incompetentes en el combate ayudaban a mover los suministros. En un instante la caballería pasó galopando a toda velocidad por mitad de la plaza hacia la entrada; enseguida se abrieron las puertas frente a ellos y se cerraron detrás del último caballero.
—¡Son cuatro exploradores heridos a caballo y dos prisioneros, capitán! —reportó a gritos el centinela. La caballería estuvo a punto de partir, cuando el vigilante se pronunció de nuevo—. ¡Parece el escuadrón de Aldre!
El capitán endureció el gesto y dio la orden de bajar las armas y esperar en la entrada, ignorando su tarea de interceptarlos para descartar amenazas. Sin embargo, en cuanto los viajeros enfrenaron frente a ellos, supieron que no representaban ningún peligro: estaban hechos un desastre.
Aldre tenía una herida punzante en el hombro y el brazo, pero no era nada en comparación al resto de su brigada, que lucían severas abolladuras en sus piezas de armaduras sucias e incompletas, así como rastros de quemaduras sobre sus túnicas manchadas de sangre. Incluso en sus caballos se percibían indicios de maltrato y hambruna. A la derecha, una mujer de cabello oscuro cargaba un ornamentado carcaj en la espalda; era la única que no tenía heridas visibles, pero parecía estar a punto de desmayarse.
Sin embargo, nadie en el grupo se veía peor que el prisionero que llegó corriendo a pie un momento después; al capitán le pareció increíble que pudiera moverse a ese ritmo, considerando que tenía la complexión de un indigente y el cuerpo vendado del cuello para abajo. Estaba claro que tuvieron algunos altercados por el camino, pero aun así era extraño que regresaran después de tanto tiempo.
—¿Dónde demonios te habías metido, Aldre? ¿Cómo terminaron así? —inquirió el capitán.
—No sé por dónde empezar —respondió él con la vista cansada bajo su turbante. Su yegua era la que mejor apariencia tenía en todo el grupo, y quizá por eso era la que transportaba a una muchacha inconsciente atada a la montura—. Los kretnia nos persiguieron hasta el cruce llano. Los perdimos, pero no tardarán en seguirnos el rastro. Debemos prepararnos.
—Esas puertas no se abrirán hasta que alguien me explique dónde está el resto —declaró el capitán mirando las caras de todos los acompañantes, pero estos bajaron la cara. Solo Aldre mantuvo la vista fija en el capitán.
—Creo que ya lo sabes, Olver. Fui el único que sobrevivió, a estos los contraté en el camino para que me ayudaran a regresar.
—¿Y dónde está Nervala? —quiso saber Olver de inmediato.
—Los bandidos nos emboscaron varias veces, tienen trampas en todo el camino. Nervala nos salvó una noche haciendo de distracción pero... tuvimos que huir sin ella. Lo siento.
El capitán bajó la mirada en silencio hacia la cresta de su negro caballo y se mantuvo así por un momento. Entonces alzó su lanza, enorme y reluciente, y apuntó con ella a Aldre con los ojos enardecidos tras la visera del casco.
—Ni siquiera traes las armas —advirtió apretando dientes—. ¡Dame una razón para no matarte aquí mismo!
—¡Olver, cálmate un poco! —le rogó Aldre alzando las manos—. A-así no vas a resolver nada. Escucha, traigo información importante. —Los dedos le temblaban al intentar explicarse—. Necesito hablar con Zeo de inmediato, o no...
El estruendoso sonido del cuerno estalló de nuevo.
—¡Más corceles por el norte, capitán! —informó el centinela—. ¡Doce lanceros de estandarte violeta con varios cautivos!
Los guardias desenvainaron sus espadas y los arqueros en la muralla templaron sus arcos. El capitán estrujó las riendas al ver las siluetas detrás de las colinas, soltó gruñó y se hizo a un lado penetrando a Aldre con la mirada.
—Estoy seguro de que Zeo te matará cuando te vea; y si no lo hace él, lo haré yo más tarde. ¡Solven! —Uno de sus soldados se acercó—. Guíalos hasta el templo, y no les quites el ojo de encima. ¡Abran las puertas y protejan los muros! ¡Nosotros intentaremos negociar! —ordenó, y un momento después partió al galope seguido por la caballería.
Aldre no pudo esconder su gesto aliviado. Los guardias no tardaron en obedecer y, en cuanto las puertas empezaron a abrirse, algunos arqueros salieron en fila a tomar posiciones estratégicas. Solven les hizo una seña para que lo siguieran: los viajeros retomaron la marcha y los guardias en la entrada se hicieron a un lado para permitirles el ingreso.
Un único sendero conectaba la entrada con el otro extremo del fuerte al borde de un risco, y por cada lado del camino estaban instaladas montones de jaimas raídas y estructuras en ruinas pero habitadas. Los familiares de los soldados, que trabajaban desde la herrería hasta el comercio, presenciaron su entrada con curiosidad y murmuraron al verlos pasar. Algunos contemplaron horrorizados sus prendas ensangrentadas y se lamentaron imaginando las desventuras del largo viaje, pero la mayoría estaba más interesada en ver el botín; aunque parecía un cargamento muy reducido.
Después se fijaron en el desdichado prisionero, que caminaba indiferente a pesar de los pesados grilletes y cadenas que apresaban sus miembros. Su cabello tenía un bonito degradado marrón y su rostro seguro habría sido atractivo en otros tiempos, pero ahora tenía los huesos marcados como un mendigo, la barba descuidada de un náufrago, y los ojos resignados de un moribundo. En contraste, la hermosa muchacha de rizos casi plateados lucía tan bien cuidada, que en poco tiempo iniciaron las apuestas para adivinar el nombre de la familia de nobles a la que pertenecía.
—Si no paramos pronto voy a perder los planos —advirtió la mujer acercándose al oído de Aldre para que Solven no escuchara—. Quieren desbordarse, puedo sentirlo.
A Aldre le corrió un escalofrío por el espinazo, como le sucedía cada vez que aquella siniestra mujer le dirigía la palabra. Meditó en silencio un momento tratando de ignorar las indiscretas miradas, y entonces asintió.
—¿Crees que podamos parar a beber agua, Solven?
—Preferiría que no —respondió el oficial—. Algunas de esas heridas parecen graves, y no quiero cargar con la muerte de alguno.
—Atravesamos todo el desierto así, podemos resistir un poco más —arguyó Aldre—. Y si no bebemos nada pronto, terminaremos cayendo de todas formas, ¿no crees?
Tras pensarlo un momento, Solven accedió y más adelante les indicó que se detuvieran junto a un rudimentario pozo de piedra seca construido alrededor de un pequeño manantial. Estaba vigilado por un par de guardianes disparejos: un anciano tuerto que roncaba tendido sobre un montículo de hojas de palma, y un bronceado jayán concentrado en amolar su maza.
—¡Chafi! Veo que las guerras no tienen efecto sobre ti —bromeó Aldre descabalgando.
El anciano abrió de golpe su único ojo para ver al grupo desatando sus botijas del cargamento. Entonces notó a Aldre a un lado, sonriendo.
—¡Cuidado, pero si es Aldre el cobarde! —exclamó jubiloso—. ¡Te daba por muerto a estas alturas! Aún estás a tiempo de escapar, Zeo no está muy contento últimamente; cada victoria le sabe peor. —Entornó el ojo colocando una mano como sombrilla—. Por cierto, a estos no los había visto. ¿Son amigos tuyos?
—Así es, me ayudaron a regresar —confirmó Aldre acercándole el manojo de botijas de porcelana sin añadir más detalles—. Llénalas y ahora te pago. Voy camino a reunirme con Zeo —el tuerto arrugó la cara—. No tengo opción. Ah, y necesito ropa nueva. Préstame alguna y te la pagaré mañana.
—Ni lo sueñes, no veo que traigas ese arsenal que te encargaron. Zeo te arrojará a los leones —vociferó Chafi sobre su hombro levantándose para extraer agua del pozo con un cucharón—. ¡Una moneda por prenda! ¡Dáselas a Paac cuando termines, y ni se te ocurra...!
—¡Ya sé, ya sé! —lo cortó Aldre dirigiéndose a una jaima cercana. El grandullón soltó el esmeril y lo siguió con la maza en la mano; tuvo que agacharse para entrar detrás de él.
Chafi masculló algo no muy amable. Advirtió con su ojo receloso que los viajeros intercambiaban susurros mientras revisaban sus heridas. Uno de ellos era un chico mancebo de rasgos suaves y piel morena, mientras que el otro era mayor, pelirrojo y con una desagradable quemadura en el rostro. La mujer junto a ellos tenía el cabello tan largo que apenas permitía ver los símbolos circulares en su mejilla, y pasaba desapercibida por arrastrar un aura sombría que lo impulsó a desviar la mirada. Entonces puso su atención en la inmaculada prisionera que dormía plácidamente, y tuvo un presentimiento más extremo que el de los lugareños: estaba seguro de que habían raptado a una princesa.
De repente un caballo relinchó moviéndose hacia el abrevadero, y solo en ese momento Chafi notó al esclavo parado junto a los corceles. Su primera impresión fue que el joven había muerto de pie, pues sus frívolas pupilas estaban perdidas en el horizonte, pero un segundo después el muchacho hizo contacto visual con él y abrió la boca muy despacio. Sus labios se movieron lentamente sin emitir sonido alguno, pero el anciano entendió perfectamente lo que quiso decir: «a-gu-a». Chafi contempló su enjuto cuerpo vendado temiendo que la sed fuera el menor de sus problemas: las heridas o el hambre lo matarían primero. Pero no iba a ser él quien cargara con el muerto en la consciencia, así que llenó el cucharón a rebosar y se dirigió hacia él.
—¡No des un paso más, anciano! —clamó la mujer metiendo una flecha en su ballesta—. ¡Dale siquiera una gota de agua y te clavo una flecha en la nuca! —Solven desmontó desenvainando su espada, pero los viajeros cubrieron a la chica sacando sus sables.
—¡Ea ea, no hay necesidad de amenazar! —exclamó Chafi juntando las cejas—. No pensaba cobrarles esto, pero me detengo y ya está. Me dio un poco de pena, eso es todo.
Enseguida retrocedió a la fuente para retomar sus deberes y los demás bajaron las armas; aunque los viajeros intercambiaron miradas suspicaces con el guardia. Mientras llenaba el abrevadero, Chafi comprobó con un rápido vistazo que el esclavo había retomado su estado de trance. El anciano recordó con amargura que a su edad no valía la pena apiadarse de un desgraciado que de todas formas tenía los días contados.
—Solo guardas basura aquí —le reprochó Aldre saliendo de la tienda con varios trapos en la mano.
—Aun así tienes que pagarla —gruñó Chafi mirando hacia Paac. El fortachón asintió y volvió a ocuparse de su maza—. Me debes cuatro monedas por el agua. Paga y lárgate de aquí, que el pozo se estresa con el olor a muerte.
Aldre rió; le entregó cuatro monedas para recuperar sus vasijas cargadas de agua —pagó el doble por la suya, que era la más grande—, y otras cinco monedas por la ropa. Antes de despedirse se detuvo a admirar su entorno: escuchó una conmoción en la entrada, y vio a los niños pasar empujando cajas de suministros que los soldados terminaban usando como mesas para desplegar mapas en los que discutir sus estrategias. Le extrañó la expresión recelosa de Solven desde su caballo, pero asumió que debía ser por el calor. Se protegió de los rayos del sol con un brazo y contempló el extenso cielo despejado dando pequeños sorbos de agua; disfrutó del momento como quien sospecha que puede ser el último. Un momento después se despidió, montó en su yegua y retomó la marcha por el sendero junto al resto; incluyendo al esclavo enclenque que avanzó detrás de ellos sin protestar.
El templo era la única construcción dentro del fuerte que todavía mantenía su forma original, a pesar de los destrozos. La estructura indicaba el final del camino, y allí los esperaba un joven sentado en las escaleras. Tenía el cabello castaño amarrado en una coleta con unos cuantos mechones a la altura de los ojos, y aunque vestía elegantes prendas de seda propias de la clase alta, tenía diferentes armas colgadas del cinturón. Al verlos llegar sonrió de oreja a oreja, se puso de pie y colocó una mano en la empuñadura de su delgada espada.
—¡Bienvenidos, queridos hermanos! Si son tan amables, desmonten y tiren sus armas.
Su tono fue bastante cordial, pero Aldre no vaciló en bajar del caballo e instó a sus compañeros a hacer lo mismo. Un par de guardias se acercaron a retirarles el carcaj con flechas, la reluciente ballesta, varios modelos de dagas, frascos con veneno, un escudo, un par de sables y las piezas de armadura sueltas. Cuando estos estuvieron satisfechos, el joven que los recibió hizo una exagerada reverencia.
—Mi nombre es Gerby Echanseki, los llevaré con el general —afirmó, exhortándolos a entrar en el templo.
Los viajeros acataron de inmediato, aunque con movimientos débiles y pausados.
—Nunca te había visto tan obediente —le comentó a Aldre uno de sus compañeros mientras caminaban por el largo pasillo del templo. Tuvo que ponerse hombro con hombro para que no lo escucharan los escoltas que cargaban con la muchacha desmayada—. ¿Quién era el de la cara de ángel?
—Le dicen «Echanseki de las mareas», no esperaba verlo aquí —respondió Aldre en un débil tono de voz—. Es el campeón de Astóreo, va a ser un problema. No creo que podamos ac...
—Es muy tarde para arrepentirse —lo interrumpió el viajero de golpe. Su voz era grave incluso al susurrar—. Hay siete guardias afuera contando a los escoltas, más los que hayan adentro. ¿Puedes encargarte tú del campeón?
—¿Que yo me…? ¡Por supuesto que no! Ese chico es tan monstruoso como cualquiera de ustedes. Se dice que con catorce años participó en los juegos de las islas Carsi —Aldre se acercó a su oreja—. ¡En todas las islas al mismo tiempo!
Sus palabras resonaron más de lo que pretendía. Se giró nervioso, esperando que Echanseki no escuchara nada. Este le dedicó desde atrás una sonrisa agradable que no tenía nada que ver con sus extravagantes ojos saltones de calamar.
—¡Bajen la voz! —les pidió el más joven del grupo cuando los guardias los hicieron detenerse al final del pasillo—. A partir de aquí no hablemos más entre nosotros.
Entonces las puertas se abrieron y un resplandor dorado los deslumbró. Al recuperar la visión se encontraron frente a una sala inmensa con un amplio agujero en el techo, por donde los ardientes rayos del sol impactaban directamente contra los azulejos del suelo y se reflejaban en las paredes de mármol. A cada lado se extendían varias filas de pilares ornamentados que no sostenían nada, y junto a estos había decenas de mesas largas ocupadas por hombres y mujeres de ropa holgada y gesto feliz. Estaban tan entretenidos conversando, comiendo y bebiendo, que ya no le prestaban atención ni a las puertas ni a lo que ocurría afuera. Una alfombra verde se extendía por el centro de la sala hasta un altar donde un hombre veterano con actitud desganada alimentaba a un fornido león con carne de su propio plato; parecía el único entre tantos que no disfrutaba de la celebración.
Un heraldo bajito se acercó a Echanseki e hizo un esfuerzo para hablarle a través del bullicio. Entonces adoptó una postura firme, inhaló profundamente, e hizo sonar un pequeño clarín que llevaba colgado del cuello. El agudo pitido silenció la estancia de inmediato.
—Soberano regidor, general Zeo, poseedor de horizontes —Los soldados hicieron un jubiloso brindis desde sus mesas, aunque el gobernante no lucía halagado—. Tras un año de su partida, el explorador del escuadrón de saqueo exterior, Aldre Macenta, regresa de su viaje implorando un momento de su atención para presentar el fruto de su expedición.
El gesto del nuevo rey se volvió severo. Era un hombre enorme e imponente, de barba larga y oscura como sus ojos pequeños, parcialmente oculto de la luz que entraba por el orificio del techo; aunque aun en la penumbra resaltaba el oro incrustado en su armadura. Con un rápido movimiento de sus dedos repletos de anillos aprobó la audiencia, así que los guardias los escoltaron por en medio de las acaloradas miradas de los soldados. Aldre calculó que habrían por lo menos cien guerreros más de los que contó su compañero, quizá doscientos.
Se detuvieron frente al altar, elevado a ocho escalones por encima de ellos, desde donde el general los observó altivo con las piernas separadas. Los soldados retomaron sus almuerzos en un alegre alboroto, mientras que los viajeros –exceptuando al esclavo– hincaron una rodilla en el suelo. Pero antes de que pudieran hablar, un hombre apareció detrás de Zeo para comentarle algo al oído.
A Aldre se le erizó la piel al reconocer su rostro. Se giró para comprobar que Echanseki seguía detrás de ellos, y este le devolvió una sonrisa satisfecha: era él, observando cínicamente desde atrás, al mismo tiempo que dialogaba con Zeo desde el trono con una túnica diferente. Notó el desconcierto en la cara de sus compañeros, que ya no parecían tan confiados. Para Aldre era obvio que no podían dejarse llevar por la apariencia inocente del campeón: por dentro era una abominación y tenían muy poco tiempo para descifrar cómo lidiar con él.
—Encárgate tú de defender el este —le ordenó el general tras meditar un poco. Echanseki asintió desde arriba, pero para sorpresa de Aldre, el guerrero se quedó de pie a un lado del trono—. Nos atacan de todas partes —explicó Zeo con dejadez—. Sospecho que no buscan el oro sino la gloria, el renombre, la fama; una vez en el campo, todas esas sandeces le importan más a un guerrero que la paz por la que iniciaron la guerra. Como sea... Me alegra verte con vida, Aldre.
—Es un placer volver a estar en su presencia, su alteza.
—Aún no me nombran rey, Aldre —replicó Zeo—. Por ahora sigo siendo un general.
—Si mi señor me disculpa, eso es una mera formalidad. Siempre ha sido su destino gobernar el reino, aunque signifique perder al mejor general que hemos tenido.
Aldre siempre fue muy versado con las palabras y confiaba en ellas para salir de cualquier situación, pero al ver el gesto severo de Zeo ante sus halagos, sospechó que esa tarde calurosa era diferente.
—Preferiría ser un humilde cantero y poder celebrar con mi hermano, que gobernar mil reinos de cobardes yo solo, que conozco la infamia cometida en la conferencia.
—P-por supuesto —Aldre palideció ligeramente, pero hizo un esfuerzo para mantener la compostura—. Lloré hasta el cansancio la muerte del rey Bastes. La noticia me llegó en el peor momento, cuando me desangraba en los calabozos de Geyin tras ver morir a muchos compañeros; casi pierdo la voluntad de continuar. —Notó el gesto suspicaz de Zeo—. Emm… Pero, mi general… creo que finalmente traigo buenas noticias para el reino, entre tantos infortunios.
—Oh, ¿buenas noticias? Esos pueblerinos mentirosos... No creerías lo que se han inventado de ti, Aldre. Dicen que perdiste a mis setenta guardias a manos de unos bandidos —Aldre intentó intervenir, pero el general alzó la voz—. Y que en lugar de dirigirte a Pricia como te ordené, intentaste invadir unos insignificantes manglares... ¡Y fracasaste! Ni siquiera saqueaste el mausoleo de Otorio. Sin embargo, se comenta que trajiste a un par de esclavos: un moribundo demasiado débil para trabajar, y la hija de un rey muerto al que no le podemos pedir rescate. Contéstame ahora: ¿son solo inventos de las malas lenguas, o tengo ante mí los supuestos frutos de tu viaje?
Entre codazos y chistidos, la algarabía de las mesas se fue silenciando progresivamente detrás de ellos. Aldre sintió el peso de las penetrantes miradas en su espalda, y percibió el sonido de los guardias desenvainando lentamente sus espadas; esperaban la orden para atacar, y Zeo parecía deseoso por darla. Tuvo que esforzarse de nuevo para no perder la concentración: tenía que elegir con cuidado sus siguientes palabras. Si se quería salvar, debía saltarse las excusas y explicaciones, e ir directo a lo que todos querían escuchar:
—Tengo en mi poder el arma más peligrosa de los doce reinos. —El general levantó la mano y sus guardias bajaron las armas; Aldre pudo volver a respirar—. No solo traigo conmigo a la princesa Deliquia, supuesta heredera al trono de todas las tierras de Otorio. El prisionero a mi lado no es nada menos que Meriito, la temida bestia de los caminos.
Zeo recostó un pómulo sobre su puño y tamborileó con los dedos de su otra mano, mientras contemplaba la escena con repugnancia.
—¿Me dices que tú, un simple saqueador, capturaste a Meriito? Debes tomarme por tonto. ¿Qué deberíamos hacer con ellos, caballeros? —En cuanto hizo la pregunta, la sala se llenó de voces exaltadas unas sobre otras:
«¡A pedradas!», «¡No, desmembramiento a caballo!», «¡Estos se ganaron la hoguera!». Los gritos eran tantos que nadie se ponía de acuerdo, hasta que un hombre robusto y ruborizado se puso de pie sosteniendo una daga: «¡Propongo una punzada por persona hasta que se desangren!», y todos aprobaron con un clamor enloquecido.
A Aldre se le congeló la piel al notar que no solo los guardias habían desenvainado sus espadas, sino que los soldados se levantaban entusiasmados de sus mesas con cuchillos y navajas en mano, ansiosos por participar. Alguien puso una mano en su hombro y al girarse vio que Echanseki desprendía el látigo de su cinturón, con los clamores ebrios demandando sus vidas de fondo.
La respiración le fallaba, sus piernas temblaban, pero consiguió el valor para un último intento. Juntó las manos y se hincó de rodillas.
—¡Por favor, mi señor, le imploro que me permita mostrárselo! —rogó al borde del llanto—. ¡Co-concédame una oportunidad y juro, le juro que entenderá todo! ¡Solo le pido un momento, y no se arrepentirá!
El general alzó la mano una vez más, y los pendencieros soldados no tuvieron más opción que contenerse.
—Te daré una oportunidad, aprovéchala —sentenció Zeo cruzando los brazos. Pero Aldre no perdió tiempo hablando; en su lugar, descolgó la enorme botija de su cintura y se la arrojó al prisionero. Este la atajó haciendo tintinear las cadenas con un movimiento desapasionado.
—No ha bebido nada en todo el viaje, mi señor. En cuanto se hidrate, él mismo despejará todas las dudas.
Con un gesto exánime, el muchacho destapó la botija y comenzó a beber; de repente sus ojos se abrieron como si cobraran vida, hasta que retiró de golpe el contenedor jadeando con intensidad. Paseó la vista por el espacioso salón con los ojos muy abiertos mientras recuperaba el aliento. Pareció sorprendido, casi asustado, al fijarse en la multitud de soldados malencarados a su espalda. Entonces encontró a Aldre con la mirada, y su expresión incrédula se oscureció.
—No me esperaba esto de ti, corderito. —La voz del prisionero sonó suave y peligrosa al mismo tiempo. Un mar de murmullos despertó a su alrededor.
—Yo… nunca dije que fuera tu aliado —replicó Aldre mirando al suelo—. Nos necesitábamos para escapar, por eso colaboramos. Pero ahora… ahora eres mi p-prisionero, y si no me escuchas, van a matarla.
Aldre señaló por encima del muchacho, a donde un guardia cargaba a la chica adormecida sobre su hombro; los demás viajeros retrocedieron unos pasos, intentando pasar desapercibidos. Cuando el joven vio a la muchacha, su gesto se agudizó como el de un felino hambriento. Le lanzó una eufórica mirada a Aldre, pero este habló primero:
—¡Ya no hay tiempo, Meriito! —Aldre también dio unos pasos hacia atrás—. L-lo siento, pero cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. Ahora por favor intenta contenerte, o nos matarán a todos.
Meriito hizo contacto visual con el imponente general. Tras unos segundos, meneó la cabeza resignado y se llevó la botija a la boca.
—Los dioses castigan a los farsantes de formas atroces —añadió antes de tocar la boquilla con sus labios, y entonces dio un trago.
Bebió largo y tendido; el agua descendió por su garganta por lo que pareció una eternidad, hasta que por fin bajó la botija vacía al nivel de su abdómen, se secó los labios con el antebrazo, y todos frente a él se impresionaron viendo sus pupilas dilatarse como diminutos granos negros.
Un frío gélido irrumpió en el templo, a pesar de que los rayos solares seguían lloviendo en mitad de la sala. Detrás de la turba agitada, las mesas vibraron y algunas se quebraron en pedazos de golpe. Los soldados temerosos llamaron desde sus asientos a sus compañeros, y aunque algunos retrocedieron suspicaces, otros estuvieron demasiado absortos en castigar a los viajeros para atender a lo que ocurría alrededor. El general se incorporó con su atención fija en el muchacho, prolongando la ansiada ejecución; pero eso no contuvo al tumulto. Se oyeron bramidos, algunos improperios, los borrachos se apremiaban entre sí, y de un momento a otro la horda se abalanzó sobre los viajeros.
Pero en cuestión de un instante el esclavo dejó caer la botija, y junto a ella cayeron sus grilletes y cadenas. Esquivó las primeras puñaladas dando un salto hacia adelante, se giró hacia ellos y estiró la mano como agarrando algo invisible en el aire; fue como si al cerrar el puño un intolerable zumbido aturdiera a la multitud, haciéndoles chillar apretando los dientes. El esclavo entonces arrastró el brazo hacia atrás y las articulaciones de los soldados frente a él perdieron el vigor, sus músculos desaparecieron y las armas resbalaron de sus dedos envejecidos.
De inmediato retrocedieron a patadas y empujones. El chico parecía una bestia: la cólera enrojeció su rostro, sus miembros se volvieron corpulentos y ya no se le marcaban las costillas a través de las vendas. Avanzó hacia el oficial que cargaba a la princesa, cuando dos guardias desenvainaron sus filos y se metieron en medio. Meriito estaba perdiendo contextura rápidamente, pero repitió el movimiento de mano y los tres guardias cayeron de bruces contra el suelo, al mismo tiempo que su cuerpo se fortaleció de nuevo. Saltó a detener la caída de la princesa; sin embargo, al tocarla retiró sus brazos de inmediato como si se quemara; ella cayó al suelo soltando un débil quejido. Se oyó un chasquido, y un repentino latigazo azotó a Meriito en la espalda poniéndolo de rodillas con un alarido; Echanseki, ardiendo de emoción, agitó el látigo de nuevo para aprehender su brazo derecho, sacó su espada y embistió a toda velocidad hacia él.
—¡Detente, Gerby! —exclamó el general poniéndose de pie; Echanseki se detuvo en el acto, aunque claramente insatisfecho—. Así que este es el famoso Meriito que escapó del vacío de Almena y acabó con la corte otoriana. Los rumores no mencionan que seas tan joven, o que parezcas tan frágil… —Acarició su barba estudiando al chico, que no paraba de gimotear de rodillas a medida que perdía musculatura—. Aunque no hay duda de que eres alguien de su nivel. Pero si es cierto, explícame entonces cómo acabaste prisionero de un grupo de meros exploradores.
El ambiente quedó silencioso como un sepelio. Los soldados observaron sorprendidos a sus compañeros recuperar el vigor de sus brazos mientras Meriito volvía a parecer una momia muy delgada; incluso sus apretados vendajes, que debieron estallar con sus músculos inflados, parecían intactos. Era como estar viendo a un espectro al que la vida se le escurría por la piel.
—Es por el agua, mi señor —intervino Aldre ansioso por romper el silencio—. Los kretnia nos capturaron juntos. La noche en que me llevaron a la celda, me confesó que estaba a apunto de perder el conocimiento y me pidió que protegiera a la princesa. Pero no se desmayó, sino que entró en un estado de trance muy extraño debido a la deshidratación. Su cuerpo respondía, pero él no.
—¿Y qué tiene que ver la princesa en todo esto?
—No estoy seguro, mi señor. Sé que está enferma y necesita atención urgente, pero Meriito no puede tocarla por alguna razón. Pensé que si el maestro Reviere pudiera curar su enfermedad, podríamos negociar con Meriito para que pelee por nosotros en la guerra; creo que hará cualquier cosa por salvarla. Y como ha podido ver, es un guerrero a tener en cuenta en un combate. Creo que es la mejor arma que pude encontrar afuera, mi señor.
Zeo examinó al prisionero con la mano en el mentón por unos segundos.
—¿Es verdad eso? ¿Pelearías para mí si puedo curarla?
Meriito se restregó un ojo con la muñeca, después el otro, y entonces asintió lentamente. Zeo sonrió ampliamente.
—¡Y justo cuando empezaba a resignarme! ¡Bien hecho, Aldre! Te recompensaré como es debido cuando termine la guerra. —Aldre finalmente recuperó el color del rostro. De repente, Zeo le dirigió una mirada rigurosa a Meriito—. De acuerdo, enviaré a alguien por Reviere de inmediato, pero no lucharás para mí. —Los viajeros intercambiaron miradas confusas—. Ya tengo a los mejores guerreros de mi lado y no me arriesgaré a enviarte con ellos. Tengo un dilema mayor: presiento que esta guerra puede ser la última, pero esta vez nos faltará más que fuerza para ganar. Se dice que has viajado mucho por todas partes. Creo que la información que manejas puede ser la pieza final que necesita mi ofensiva. Quiero saber todo lo que has visto en las tierras que no debe pisar el hombre, hasta el más mínimo detalle. Quiero que me cuentes lo que es cierto sobre tu mito, entre tanto que ha llegado a mis oídos.
—Es una larga historia... —advirtió Meriito con la voz quebrada, sin mostrarse sorprendido. No era la primera que alguien se interesaba por sus secretos.
—Moveré mis tropas en un mes, tienes todo ese tiempo para contarnos tu historia mientras Reviere sana a la princesa.
—Supongo que no tengo otra opción... —Fulminó a Aldre con la mirada—. Pero tengo una condición: deben curar a Deliquia aquí mismo, frente a mis ojos; no pienso separarme de ella. Y me darás tu palabra de que no le harán daño. —Entonces se puso de pie resistiendo el látigo enrollado en su brazo—. Nadie más debe pagar por mis pecados.
—¿Asesinaste a su familia y ahora pretendes protegerla? —A Zeo le resultó gracioso—. Está bien. Libéralo, Gerby. Mis guardias instalarán una tienda para la chica aquí adentro, así la vigilarás mientras nos entretienes con tu leyenda. Pero dejemos claro algo, muchacho: si descubro que nos mientes, guardas información, o que no eres quien dices ser; la mataré sin contemplación y tú serás el siguiente. —El Echanseki de arriba interrumpió a Zeo para susurrarle al oído una vez más, pero este le restó importancia con un gesto de la mano. Llenó una copa de vino, caminó de espaldas hasta el trono y se sentó complacido—. La aborrecida «bestia de los caminos», estoy intrigado. Adelante, cuéntanos cómo te convertiste en un engendro.
—Necesitaré más agua —advirtió el muchacho palpando la marca del látigo en su antebrazo.
—¡Traigan agua y comida! —demandó Zeo acariciando al león—. ¡Y algo para sentarse!
Los guardias de inmediato le acercaron un banco, una vasija con agua, un cuenco de plata vacío y varios platos atiborrados con carne y verduras. Meriito solo bebió un poco de agua al tomar asiento. Vio a Aldre recostaba cuidadosamente a Deliquia en un muro a su izquierda donde los soldados hacían espacio para levantar una carpa, y sus ojos volvieron a llenarse de muerte. Echó un vistazo por la ventana detrás del altar y pudo distinguir con claridad parte del abismo rocoso detrás del fuerte, luego pasó la mirada por las piedras preciosas que adornaban las columnas destrozadas, y finalmente puso la vista en el altar, donde el nuevo rey se acariciaba la barba recostado al respaldo del trono.
—¿Y te sentarás a escuchar una historia mientras tu pueblo combate?
Zeo frunció el ceño.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre mi hermano y yo? Él fue un rey temerario, siempre acompañaba a su ejército en el campo sin dudarlo, ya ves cómo terminó. Yo, por otra parte, entiendo que hay muchas maneras de hacer la guerra. Ahora mejor preocúpate por contarme tu historia, desde el principio. Deseo saber qué clase de abominación eres, si de verdad eres quien dices ser —concluyó entornando los ojos.
Meriito simplemente exhaló un suspiro; el calor despiadado volvía a invadir la sala.
—De acuerdo. Entonces, empecemos.
Primero quisiera aclarar que Meriito no es mi verdadero nombre, sino un título que me gané en uno de mis largos viajes; sí, esos viajes de los que tanto se habla últimamente. Pero antes de la fama, existió un joven humilde, inocente y dispuesto a cualquier cosa por ayudar a otros. Una verdadera lástima, porque ese altruismo que antes nos liberó, mañana nos traerá la ruina, ya que cargué con nuestra causa en mis manos, y al condenarme, nos condené a todos.
Solo pido a los presentes que no me escuchen codiciando mis secretos; mi historia no es una guía para obtener poder, sino una oportuna advertencia, de que siempre se debe escuchar al corazón, y de jamás jugar con fuerzas desconocidas.
Respecto a mi verdadero nombre, seguro que mis padres me habrán dado uno muy bonito; jamás lo sabremos con certeza. Fui abandonado cuando era un bebé y solo puedo evocar unas cuantas escenas de mi infancia temprana. Todo lo que sé sobre esa época es lo que otros me han contado, así que tendrán que creer en mis palabras como yo tuve que confiar en las de ellos. De modo que, si todo es cierto, mi historia inició una agitada noche oscura:
Una mujer llamada Preya escapaba de una tormenta cuando escuchó un desesperado lloriqueo cerca de un río. Intrigada, se dejó caer por la cuesta pedregosa del cauce, pero le costó ubicar el origen del llanto con la lluvia picando sus ojos y oídos. Una violenta ventisca la sacudió de un lado a otro hasta la orilla, y de repente pudo escuchar mis quejidos con claridad. Movió unas cuantas rocas y allí me encontró, llorando a moco tendido en la espalda de una tortuga, a la que estaba amarrado con múltiples sogas.
Se apresuró a intentar desatarme, pero el agua había complicado los nudos y el río seguía creciendo a su lado. Recogió una piedra y la frotó con ímpetu contra una de las cuerdas hasta que los hilos se soltaron; pero aún quedaban muchas otras y el estrépito de la corriente le decía que no había mucho tiempo. Preya movió la cabeza buscando ayuda, pero no hubo señales de otra persona alrededor; debía hacer algo rápido. Entonces se amarró el cabello, flexionó las rodillas y, enterrando con firmeza sus dedos bajo las ataduras, alzó con todas sus fuerzas a la tortuga en su espalda, aun conmigo afianzado al caparazón.
Juntos pesábamos tanto, que a Preya le flaquearon las piernas de inmediato. Su intención era alejarnos de la orilla, pero no contaba con que los feroces vientos le impidieran moverse con libertad. Peor aún, estábamos atrapados entre las dos paredes del lecho, y ella no tenía otra opción más que seguir recto por el sendero de grava hasta hallar un camino por el que subir a la planicie. Pero solo había avanzado un poco cuando oyó un chasquido, una capa húmeda cubrió sus tobillos, y al girarse vio cómo el voraginoso río se nos vino encima. Fuimos tragados en sus aguas oscuras y revolcados sin piedad en una turbulencia que finalmente silenció mi llanto. Preya se sujetó a la tortuga y como pudo metió un brazo bajo las cuerdas, echó un vistazo a mi pálido rostro, y mis ojos serenos fueron lo último que vio antes de desmayarse.
Despertó escupiendo el agua que había tragado hasta que pudo volver a respirar. Se encontraba tendida en una superficie blanda, aunque el aire alrededor era denso y húmedo. Fuertes tronidos sacudieron la tierra, pero ella no llegó a ver los rayos. Tampoco pudo percibir la luna. De hecho, lo único que alcanzaba a vislumbrar era una tenue luz azul a la distancia, desde donde se escuchaba una corriente fluyendo como una cascada. Entonces entendió que el torrente la había arrastrado hasta una gruta con una pequeña isla rodeada por el agua que discurría del río. También dedujo por el estruendo que la tormenta seguía arreciando afuera, y no había mucho que pudiera hacer al respecto. El cuerpo le pesaba una tonelada, así que cerró los ojos y un momento después ya había caído en un profundo sueño.
Quién sabe cuánto pasó hasta que espabiló de nuevo. Se incorporó ahogada, mareada y con un intenso dolor de cabeza. De fondo se escuchaba un lloriqueo constante que le recordó de inmediato al responsable de su padecimiento. Se levantó tambaleando y dio unos pasos siguiendo mis lamentos desesperados hasta que me halló, aún atado al enorme reptil. Buscó a tientas una estalagmita con la que finalmente pudo cortar las ligaduras una por una. Tanteó mi cuerpo en busca de heridas y no encontró más que las marcas que las sogas dejaron en mi piel. Me tomó en sus brazos y me meció suavemente intentando calmarme, pero un rato después ya estaba segura de que mi llanto, al igual que la tormenta, no iba a detenerse pronto.
Por mucho tiempo ignoré de dónde sacó el calor o el alimento para mantenernos con vida durante los seis días que duró la tempestad, pero lo más importante es que en honor a esa catástrofe en la que nos conocimos, Preya me dio mi primer y más preciado nombre: Torva, que significa remolino de lluvia. También le debo a la tormenta haber descubierto aquella cálida gruta, que aunque no era el sitio ideal para un niño sin padres, terminó por convertirse en mi hogar.
En cuanto la lluvia cesó, Preya usó los restos de cuerda para amarrar mi tobillo a una roca y se marchó. Regresó al día siguiente con algunas bayas verdes que trituró hasta convertirlas en pulpa, y con eso me alimentó por un tiempo hasta que aprendí a comer otros tipos de fruta. Crecí siendo un niño sano y vistiendo las prendas que Preya me obsequiaba. En ocasiones la vi llegar al refugio con una talega llena de carne, que ella misma asaba en la fogata mientras me hablaba del mundo como las madres le hablan a sus hijos; sin embargo, todas las tardes sin falta, se despedía y me dejaba a mi suerte en la oscura caverna.
Decenas de veces me aseguró que no había peligro alguno en la zona, pero ni eso evitó las muchas noches que pasé acurrucado a mi manta, temblando de miedo y llorando en silencio hasta quedarme dormido. A menudo tenía que resistir el impulso de ir a buscarla, pues creía saber a dónde iba. Más allá de la cuesta del cauce, había una montaña alta cubierta de un negruzco bosque muerto; sus árboles viejos apenas tenían hojas y se ocultaban detrás de una espesa neblina, pero justo en la cima había una zona pequeña con frondosos árboles forrados de hermosas hojas verdes. Era el único lugar donde podía crecer la fruta.
Preya siempre evitó el tema, aunque cada vez que podía me advertía sobre las trampas y animales feroces que protegían la sublime cumbre de los visitantes inesperados. Tuve muchas pesadillas con esos peligros desconocidos, hasta que me resigné a las noches solitarias. Cuando me sentía intranquilo, me consolaba pensar en que Preya regresaría al refugio el siguiente día, y entonces todo estaría bien. En ocasiones la vi llegar muy temprano para llevarme a cortar leña; ella talaba y yo la ayudaba a llevar los pedazos. Mientras la carne se asaba, solía leerme historias a la luz del fuego o aprovechábamos para zambullirnos en el agua; dentro de la gruta, claro, ya que solo entraba al río cuando necesitaba cruzarlo.
Una tarde, Preya me sugirió pausar nuestra lección de escritura para comer: la cazuela humeaba sobre la lumbre y ella meneaba el caldo gentilmente con un punzón. Había encendido el fuego con unos trozos de piedra rojiza que encontró en la gruta. Le tuve que insistir mucho para que me prestara alguno para garabatear las paredes, ya que sus misteriosos trazos brillaban en la oscuridad. Ella accedió porque le pareció que ya me tocaba aprender a escribir, y porque era una buena oportunidad de enseñarme a encender la fogata, de manera que nunca pasara frío en las noches.
Justo estaba practicando mis letras cuando ella me llamó. Dejé la piedra en el suelo y crucé el pozo nadando. Salí empapado a quitarme el calzón, vestí mi túnica seca y me senté en la arena a observarla servir el almuerzo: recuerdo que me pareció muy alta, su piel morena destellaba junto a las llamas, y sus ojos redondos como un búho lo veían todo con ternura. Entonces, se me ocurrió preguntarle algo que me llevaba inquietando mucho tiempo.
—Ey... Preya... ¿Por qué tus brazos son transparentes? —inquirí con inocencia. El tazón se le resbaló de las manos y se estrelló bruscamente contra suelo. Ella por reflejo escondió los brazos en la espalda—. Es que... los míos no son así, no puedo ver a través de ellos.
—Mis brazos... emmm... n-no hay razón, Torva. Siempre han sido así. Los cielos sabrán por qué nos hacen como nos hacen. —Me miró nerviosa por unos segundos—. ¿Te incomodan?
—No, para nada. Solo tenía curiosidad. Antes creía que eran de agua, o de viento. Pero eso no puede ser porque siempre estás levantando cosas.
—Vaya, eres muy listo —me dijo con media sonrisa después de un suspiro, y comenzó a sacar los brazos con timidez—. Es algo diferente al agua. Fluye y es transparente, pero al mismo tiempo duro como los huesos. Y está lleno de vida... —Su voz se suavizó de repente—. Se parece más al fuego, en muchos sentidos.
Me quedé un momento apreciando uno de sus brazos. Los bordes parecían densos, pero el interior era traslúcido y contenía otro líquido más oscuro que iba buceando de un extremo a otro, dejando un rastro de partículas.
—Ya veo —comenté fascinado—. ¿Y cómo se llama? ¿Puedo tocarlo?
—Emm... mejor no. No me veas así —Se acercó y enterró sus dedos diáfanos en mi cabello—. Me hace feliz que seas tan curioso, pero me preocupa que un día te topes con alguien... menos tolerante, y eso te traiga problemas. Es mejor que no sepas tanto del tema, ¿de acuerdo? —Me sonrió cuando asentí. Entonces sacudió su albornoz y levantó el tazón del suelo—. Ahora comamos para que practiques tu lectura. Si aprendes rápido te traeré algunas historias para que leas cuando estés solo.
Aquella vez accedí de buen grado y comencé a practicar en cuanto terminé de comer, principalmente porque sus brazos parecían ser un tema sensible para ella y no quería molestarla. Pero ahora tenía más dudas que antes.
Aprendí a leer poco después. No había mucho que hacer en mi tiempo a solas, así que cuando no estaba arrojando peñones al río, estaba leyendo en la cueva, sin importar que no entendiera la mitad de cada historia. Muchas trataban temas de política, religiones o amoríos que un huérfano como yo no podía entender, pero de vez en cuando encontraba relatos sobre héroes antiguos que habían recorrido el mundo por motivos más trascendentes que el oro; batallaban por honor o en defensa de sus seres queridos. Me gustaba jugar a que era uno de ellos, que tenía una espada de viento y la usaba para cortar a través del campo de batalla ficticio al borde del río. Eran solo fantasías tontas, ya lo sé, pero es posible que esas tardes de combates imaginarios fueran las que cultivaron mi espíritu valeroso, y me animaron a ser más atrevido y audaz.
Los años transcurrieron tranquilamente, pero creo que tenía once esa mañana en que las cosas comenzaron a cambiar. Preya no había regresado por un par de días, aunque me dejó con un montículo de frutas que tardarían varios días en deteriorarse. Con mis lecturas agotadas, resolví salir a buscar otras superficies en las que escribir, pues mis letras ya ocupaban las paredes de la guarida por dentro y por fuera. En vano visité el bosque (los árboles estaban tan viejos y deteriorados que se quebraban sin siquiera tocarlos), así que me armé de valor para probar mi suerte río abajo.
El paisaje era hermoso: la corriente se ceñía al sendero de gravas hasta el horizonte. A mi derecha se extendía una enorme vertiente pedregosa que no dejaba ver más allá, y al otro lado del río había otra vertiente sobre la cual se veía mucho más del bosque muerto. Me sorprendí al notar que el área verdosa en la cima se había extendido un poco más, como si la montaña estuviera cobrando vida desde su punto más alto.
Me pregunté si Preya estaría ahí. Seguro había un refugio más grande con alimentos por doquier, y un lago donde los niños podían bañarse con tranquilidad. ¿Se habría olvidado de mí? ¿O tal vez le había pasado algo? Tuve que secar las lágrimas que me empezaron a caer por el rostro mientras caminaba.
—Cuidado te tropiezas, compañero —me advirtió una voz áspera pero alegre. A unas piedras por delante me observaba un hombre con sombrero de paja, una sonrisa de oreja a oreja y los ojos muy abiertos. A su lado había una cesta y en sus manos una caña de pescar con el hilo sumergido en el río.
La impresión me dejó tiezo, haciéndome olvidar mis preocupaciones. Era la primera vez que veía a otra persona además de Preya, y no se parecía a ella en lo absoluto. Tenía el cabello largo y maltratado, una barba enmarañada y el cuerpo tan delgado como arrugado. Al ver que no respondía, el anciano bajó la caña, metió la mano en la canasta y sacó una trucha pálida.
—¿Por qué esa cara triste, cuando la vida es tan generosa? —me preguntó sonriendo; le faltaban casi todos los dientes. Me timbré cuando dio unos pasos hacia adelante agitando el pescado en su mano. Él se detuvo al notarlo, dejó la trucha sobre una roca y retrocedió—. No te contengas pequeño, ¡que esto no es todos los días!
—¿Qué es eso? —le pregunté indeciso; tampoco había visto un pescado en mi vida. Él soltó una carcajada.
—Eso que ves es una buena trucha —me explicó levantando las cejas—. Tuvieron que aparecer recientemente, ya que estuve por aquí hace tres rotaciones y el río estaba desolado. ¡Pero hace unos días me dio por revisar y mira! ¡¿Se puede tener más suerte?! ¡Tú también aprovecha muchacho, antes de que esto se vuelva un infierno de pescadores!
El júbilo en su voz era contagioso y al mismo tiempo intimidante. Sin quitarle un ojo de encima, me acerqué lentamente y levanté el pescado por la cola con dos dedos como pinzas.
—¿De verdad se come? —cuestioné arrugando la cara. Olía bastante mal.
—Hijo, hay quienes no comen otra cosa. Primero debes asarlo, claro. ¿Sabes hacer una fogata?
Asentí.
—¡Bien! —celebró recogiendo su caña—. Tú solo ponlo al fuego y disfruta. ¡Ah, y cuidado con las espinas!
Observé al sujeto regocijándose en su pesca por un momento, luego al inexpresivo pez muerto, y una vez más al anciano.
—Gracias —le dije. Él volvió su atención hacia la espumosa agua, y dejó escapar una risita que me pareció más dirigida a sí mismo que a mí.
Me di la vuelta lentamente y arranqué a correr dando saltos con el pescado en la mano. Irrumpí espantado al refugio, atravesé una gran roca en medio, y prácticamente me lancé bajo mi manta a vigilar la entrada fijamente. Mi cruel imaginación me hizo ver al pescador aparecer varias veces con un cuchillo en mano y dando gritos con su voz gastada, pero cayó la noche sin que sucediera realmente nada.
Sin embargo mi estómago rugía más que el río. No había comido nada desde la mañana y el marcado olor del pescado me recordaba las palabras del anciano, así que decidí darle una oportunidad. Preparé la yesca y la encendí chocando mi piedra roja contra una pirita. Perforé el pescado con un hilo como hacíamos con la carne y lo colgué sobre la candela. Mientras esperaba a que se cocinara le di un mordisco a una manzana; empezaba a tener un ligero sabor amargo. Más tarde esa noche, quitando la sorpresa de las espinas, me fui a dormir alegre de haber probado el pescado.
Preya no regresó los días siguientes y las frutas se agotaron antes de estropearase. El hambre me impulsó a salir de la cueva, así que probé a asomarme al río: podía ver la silueta de los peces nadando a toda velocidad en lo profundo, pero por alguna razón no me atrevía a meter la mano. Mi estómago gruñía cada vez con más frecuencia, hasta que al mediodía decidí descender una vez más por el sendero de grava. Encontré al anciano en el mismo lugar con su canasta rebosada de pescados. Sin embargo, esta vez tenía las cejas muy juntas y el gesto desanimado. Hice algo de ruido al llegar para llamar su atención.
—Así que regresaste —notó sin una pisca de entusiasmo—. ¿Qué te pareció la trucha?
—Es cierto, se come —respondí. Él asintió con amargura. No parecía la misma persona con los ojos decaídos y los labios tristes—. ¿Sucede algo?
—Siempre, siempre sucede algo —se lamentó con un sonoro suspiro—. Esos brutos lo quieren todo sin mover un dedo... ¡Ojalá no vuelvan de la guerra!
—¿Guerra? ¿Hay una guerra? —pregunté por seguir la conversación, aunque en realidad estaba interesado en la pesca. Creí tenerlo resuelto: Todo consistía en enganchar a los peces. Justo en ese lugar había una piedra grande que dividía la corriente y sacaba espuma en la superficie. No se podía ver el fondo, pero el agua parecía más calmada.
El pescador me observó con los ojos casi cerrados, como intentando descifrar si no le estaba prestando atención, o si le estaba jugando alguna broma. Entonces frunció el ceño.
—¿Acaso vives bajo una roca? —Cabeceó de un lado a otro—. No importa. El hecho es que esos soldados salvajes están requisando lo que les da la gana. ¡Que me puede pasar un accidente si no les llevo pescados, dicen! ¡Son unas bestias! ¡Unos bárbaros! ¡Unos... unos... —exhaló un suspiro—. Como sea. ¿Quieres otro pescado, verdad?
—Quisiera unos cuantos, no tengo más comida. —lo dije con buena intención, pero en mi inocencia, desconocía lo mal que podían caerle esas palabras.
—¿No escuchaste lo que dije, muchacho? ¡Me están robando mi mercancía! Apenas me queda para vender. No, solo te puedo dar uno. Tómalo rápido y lárgate, que si los soldados te encuentran seguro te llevarán a la guerra.
Asentí rápidamente y me acerqué a recoger una trucha, pero antes de irme metí una mano en mi túnica y saqué mi piedra roja. La sopesé en mi mano buscando alrededor la roca más grande e hice dos rayas largas en ella; así podía regresar luego. Me giré listo para marcharme cuando un grito me hizo detenerme.
—¡Espera! —Al voltearme noté que el anciano tenía los ojos encendidos, y el júbilo había vuelto a su rostro—. ¿De dónde sacaste esa piedra que tienes en la mano?
—Yo... la encontré —Sentí un aura siniestra en el anciano, pero no podía decirle dónde estaba el refugio. Comencé a retroceder unos pasos, pero él se agachó, recogió un frasco lleno de carnada y me lo arrojó a la pierna.
Gemí de dolor al caer sentado sobre las rocas. Una sonrisa aterradora apareció en el rostro arrugado del pescador mientras se acercaba con pasos lentos pero vehementes, cuidando de no regresar. Le apunté a la cara con la piedra; confiaba en mi puntería, aunque no sabía si sería suficiente. Pero él se detuvo angustiado, y entonces entendí lo mucho que quería mi piedra. Giré sobre mí y apunté al río.
—¡No te muevas o la lanzo! —le espeté, y funcionó. El anciano levantó las manos y comenzó sudar.
—¡Alto, para, para! ¡Está bien, dime qué quieres! ¿Tenías hambre verdad? Puedo darte más pescados, emm... cinco pescados. ¿Qué te parece?
Mientras pensaba, el anciano aprovechó de dar un paso, así que me erguí y me moví más hacia el río; me sentí poderoso al verlo retroceder.
— Los quiero todos —le exigí esperando que me rechazara y se diera por vencido, pero su respuesta fue inmediata.
—¡Son tuyos! Todos tuyos, si me entregas esa pequeña joyita.
Me había quedado sin opciones. Si arrojaba la piedra, el pescador seguro me arrojaría detrás de ella; pero si aceptaba el intercambio, podía sobrevivir lo suficiente para aprender a pescar yo mismo. Después de todo, ya había marcado la zona y podía regresar cuando él no estuviera.
—De acuerdo —accedí—. Pero aléjate, más, eso es, no te muevas de ahí.
El anciano siguió obedientemente mis indicaciones sin quitarme los ojos de encima. Yo me acerqué, levanté la cesta y arrojé la piedra detrás de él. Saltó sobre ella como un lobo hambriento, cayó de rodillas y soltó una victoriosa carcajada al palpar la gema entre sus dedos. Yo, queriendo alejarme tan rápido como fuera posible, proveché su regocijo para darme la vuelta y escapar.
—¡Vuelve si tienes más de estas, te daré lo que quieras! —escuché a la distancia, pero no me giré. Crucé el río en cuanto vi una zona estrecha y seguí corriendo por ese camino para despistar al anciano, en caso de que me estuviera siguiendo.
Me temblaba el cuerpo cuando avisté el refugio al otro lado del río a la luz del ocaso. Por un momento me sentí aliviado, pero entonces un rumor de voces y pasos llamó mi atención. Di un salto hacia la vertiente para esconderme detrás su sombra y dejé la canasta en el suelo; no vi a nadie alrededor, ni por donde vine, ni más adelante. Me di cuenta entonces que las voces venían de arriba, y entre ellas estaba la de una mujer.
«Preya», pensé escalando la vertiente, y entonces los vi. Cinco criaturas plateadas discutían entre sí al pie del bosque muerto. Una mujer se separó de ellos con los brazos cruzados y se detuvo tras dar unos pasos. Giró la cabeza, los estudió un instante con sus fríos ojos azules, y entonces les espetó:
—¡¿Qué esperan para entrar?!
Si alguien está interesado en leer mi historia, los capítulos están disponibles abajo de la imagen y en Wattpad a través de este enlace. ¡Estoy abierto a comentarios!
Prólogo
Las civilizaciones del mundo arden en un caos continuo tras la muerte de sus líderes en la guerra. Algunos sobrevivientes renunciaron a sus espadas ante el terror de la batalla, pero ejércitos más poderosos se preparan para un decisivo combate por el dominio de los reinos desgobernados.
«Será la guerra más devastadora de nuestros tiempos», pronostican los sabios desde las tribunas de las plazas, pero las familias asustadas se esconden en sus hogares implorando a los cielos por su protección divina o la aparición de un valiente guerrero que proteja a los débiles. Algunos menos optimistas prefirieron partir a peregrinar en busca de las tierras sagradas donde la paz es absoluta. Mientras tanto, los delincuentes y soldados deshonestos aprovechan la anarquía para extorsionar, robar y asesinar a quienes les apetece.
Pero dentro de un fuerte oculto en lo profundo de un desierto remoto, las huestes de Zeo esperan pacientemente el momento de la batalla cuando advierten las siluetas de un grupo de jinetes en el horizonte.
Casi cien soldados habían partido un año antes bajo las órdenes del rey Bastes a saquear las ciudades asoladas por la guerra, pero ni fueron bien recibidos por los habitantes, ni la suerte los acompañó en el camino de vuelta. Ahora que el rey ha muerto, solo unos pocos exploradores regresan, heridos y exhaustos, a dar parte del viaje a su hermano y heredero, el general Zeo.
Capítulo 1: Audiencia con el soberano
Las cadenas zigzagueaban en la arena como una serpiente acechando a su presa. El esclavo corría descalzo detrás de las tenues nubes de polvo que levantaban los caballos, mientras el radiante sol sacaba destellos de sus grilletes. El intenso calor evaporaba el sudor de los jinetes y el intenso bochorno les impedía discernir la forma exacta de la muralla en la distancia.
Un centinela a las afueras del muro fue el primero en avistar sus siluetas desde la punta de un colosal monolito. Se apresuró a soplar un enorme cuerno cuyo estruendo se repitió varias veces dentro del fuerte, alertando a guardias y habitantes por igual. Los guerreros en el interior comenzaron a moverse levantando armas y colocándose las armaduras, mientras los niños y adultos incompetentes en el combate ayudaban a mover los suministros. En un instante la caballería pasó galopando a toda velocidad por mitad de la plaza hacia la entrada; enseguida se abrieron las puertas frente a ellos y se cerraron detrás del último caballero.
—¡Son cuatro exploradores heridos a caballo y dos prisioneros, capitán! —reportó a gritos el centinela. La caballería estuvo a punto de partir, cuando el vigilante se pronunció de nuevo—. ¡Parece el escuadrón de Aldre!
El capitán endureció el gesto y dio la orden de bajar las armas y esperar en la entrada, ignorando su tarea de interceptarlos para descartar amenazas. Sin embargo, en cuanto los viajeros enfrenaron frente a ellos, supieron que no representaban ningún peligro: estaban hechos un desastre.
Aldre tenía una herida punzante en el hombro y el brazo, pero no era nada en comparación al resto de su brigada, que lucían severas abolladuras en sus piezas de armaduras sucias e incompletas, así como rastros de quemaduras sobre sus túnicas manchadas de sangre. Incluso en sus caballos se percibían indicios de maltrato y hambruna. A la derecha, una mujer de cabello oscuro cargaba un ornamentado carcaj en la espalda; era la única que no tenía heridas visibles, pero parecía estar a punto de desmayarse.
Sin embargo, nadie en el grupo se veía peor que el prisionero que llegó corriendo a pie un momento después; al capitán le pareció increíble que pudiera moverse a ese ritmo, considerando que tenía la complexión de un indigente y el cuerpo vendado del cuello para abajo. Estaba claro que tuvieron algunos altercados por el camino, pero aun así era extraño que regresaran después de tanto tiempo.
—¿Dónde demonios te habías metido, Aldre? ¿Cómo terminaron así? —inquirió el capitán.
—No sé por dónde empezar —respondió él con la vista cansada bajo su turbante. Su yegua era la que mejor apariencia tenía en todo el grupo, y quizá por eso era la que transportaba a una muchacha inconsciente atada a la montura—. Los kretnia nos persiguieron hasta el cruce llano. Los perdimos, pero no tardarán en seguirnos el rastro. Debemos prepararnos.
—Esas puertas no se abrirán hasta que alguien me explique dónde está el resto —declaró el capitán mirando las caras de todos los acompañantes, pero estos bajaron la cara. Solo Aldre mantuvo la vista fija en el capitán.
—Creo que ya lo sabes, Olver. Fui el único que sobrevivió, a estos los contraté en el camino para que me ayudaran a regresar.
—¿Y dónde está Nervala? —quiso saber Olver de inmediato.
—Los bandidos nos emboscaron varias veces, tienen trampas en todo el camino. Nervala nos salvó una noche haciendo de distracción pero... tuvimos que huir sin ella. Lo siento.
El capitán bajó la mirada en silencio hacia la cresta de su negro caballo y se mantuvo así por un momento. Entonces alzó su lanza, enorme y reluciente, y apuntó con ella a Aldre con los ojos enardecidos tras la visera del casco.
—Ni siquiera traes las armas —advirtió apretando dientes—. ¡Dame una razón para no matarte aquí mismo!
—¡Olver, cálmate un poco! —le rogó Aldre alzando las manos—. A-así no vas a resolver nada. Escucha, traigo información importante. —Los dedos le temblaban al intentar explicarse—. Necesito hablar con Zeo de inmediato, o no...
El estruendoso sonido del cuerno estalló de nuevo.
—¡Más corceles por el norte, capitán! —informó el centinela—. ¡Doce lanceros de estandarte violeta con varios cautivos!
Los guardias desenvainaron sus espadas y los arqueros en la muralla templaron sus arcos. El capitán estrujó las riendas al ver las siluetas detrás de las colinas, soltó gruñó y se hizo a un lado penetrando a Aldre con la mirada.
—Estoy seguro de que Zeo te matará cuando te vea; y si no lo hace él, lo haré yo más tarde. ¡Solven! —Uno de sus soldados se acercó—. Guíalos hasta el templo, y no les quites el ojo de encima. ¡Abran las puertas y protejan los muros! ¡Nosotros intentaremos negociar! —ordenó, y un momento después partió al galope seguido por la caballería.
Aldre no pudo esconder su gesto aliviado. Los guardias no tardaron en obedecer y, en cuanto las puertas empezaron a abrirse, algunos arqueros salieron en fila a tomar posiciones estratégicas. Solven les hizo una seña para que lo siguieran: los viajeros retomaron la marcha y los guardias en la entrada se hicieron a un lado para permitirles el ingreso.
Un único sendero conectaba la entrada con el otro extremo del fuerte al borde de un risco, y por cada lado del camino estaban instaladas montones de jaimas raídas y estructuras en ruinas pero habitadas. Los familiares de los soldados, que trabajaban desde la herrería hasta el comercio, presenciaron su entrada con curiosidad y murmuraron al verlos pasar. Algunos contemplaron horrorizados sus prendas ensangrentadas y se lamentaron imaginando las desventuras del largo viaje, pero la mayoría estaba más interesada en ver el botín; aunque parecía un cargamento muy reducido.
Después se fijaron en el desdichado prisionero, que caminaba indiferente a pesar de los pesados grilletes y cadenas que apresaban sus miembros. Su cabello tenía un bonito degradado marrón y su rostro seguro habría sido atractivo en otros tiempos, pero ahora tenía los huesos marcados como un mendigo, la barba descuidada de un náufrago, y los ojos resignados de un moribundo. En contraste, la hermosa muchacha de rizos casi plateados lucía tan bien cuidada, que en poco tiempo iniciaron las apuestas para adivinar el nombre de la familia de nobles a la que pertenecía.
—Si no paramos pronto voy a perder los planos —advirtió la mujer acercándose al oído de Aldre para que Solven no escuchara—. Quieren desbordarse, puedo sentirlo.
A Aldre le corrió un escalofrío por el espinazo, como le sucedía cada vez que aquella siniestra mujer le dirigía la palabra. Meditó en silencio un momento tratando de ignorar las indiscretas miradas, y entonces asintió.
—¿Crees que podamos parar a beber agua, Solven?
—Preferiría que no —respondió el oficial—. Algunas de esas heridas parecen graves, y no quiero cargar con la muerte de alguno.
—Atravesamos todo el desierto así, podemos resistir un poco más —arguyó Aldre—. Y si no bebemos nada pronto, terminaremos cayendo de todas formas, ¿no crees?
Tras pensarlo un momento, Solven accedió y más adelante les indicó que se detuvieran junto a un rudimentario pozo de piedra seca construido alrededor de un pequeño manantial. Estaba vigilado por un par de guardianes disparejos: un anciano tuerto que roncaba tendido sobre un montículo de hojas de palma, y un bronceado jayán concentrado en amolar su maza.
—¡Chafi! Veo que las guerras no tienen efecto sobre ti —bromeó Aldre descabalgando.
El anciano abrió de golpe su único ojo para ver al grupo desatando sus botijas del cargamento. Entonces notó a Aldre a un lado, sonriendo.
—¡Cuidado, pero si es Aldre el cobarde! —exclamó jubiloso—. ¡Te daba por muerto a estas alturas! Aún estás a tiempo de escapar, Zeo no está muy contento últimamente; cada victoria le sabe peor. —Entornó el ojo colocando una mano como sombrilla—. Por cierto, a estos no los había visto. ¿Son amigos tuyos?
—Así es, me ayudaron a regresar —confirmó Aldre acercándole el manojo de botijas de porcelana sin añadir más detalles—. Llénalas y ahora te pago. Voy camino a reunirme con Zeo —el tuerto arrugó la cara—. No tengo opción. Ah, y necesito ropa nueva. Préstame alguna y te la pagaré mañana.
—Ni lo sueñes, no veo que traigas ese arsenal que te encargaron. Zeo te arrojará a los leones —vociferó Chafi sobre su hombro levantándose para extraer agua del pozo con un cucharón—. ¡Una moneda por prenda! ¡Dáselas a Paac cuando termines, y ni se te ocurra...!
—¡Ya sé, ya sé! —lo cortó Aldre dirigiéndose a una jaima cercana. El grandullón soltó el esmeril y lo siguió con la maza en la mano; tuvo que agacharse para entrar detrás de él.
Chafi masculló algo no muy amable. Advirtió con su ojo receloso que los viajeros intercambiaban susurros mientras revisaban sus heridas. Uno de ellos era un chico mancebo de rasgos suaves y piel morena, mientras que el otro era mayor, pelirrojo y con una desagradable quemadura en el rostro. La mujer junto a ellos tenía el cabello tan largo que apenas permitía ver los símbolos circulares en su mejilla, y pasaba desapercibida por arrastrar un aura sombría que lo impulsó a desviar la mirada. Entonces puso su atención en la inmaculada prisionera que dormía plácidamente, y tuvo un presentimiento más extremo que el de los lugareños: estaba seguro de que habían raptado a una princesa.
De repente un caballo relinchó moviéndose hacia el abrevadero, y solo en ese momento Chafi notó al esclavo parado junto a los corceles. Su primera impresión fue que el joven había muerto de pie, pues sus frívolas pupilas estaban perdidas en el horizonte, pero un segundo después el muchacho hizo contacto visual con él y abrió la boca muy despacio. Sus labios se movieron lentamente sin emitir sonido alguno, pero el anciano entendió perfectamente lo que quiso decir: «a-gu-a». Chafi contempló su enjuto cuerpo vendado temiendo que la sed fuera el menor de sus problemas: las heridas o el hambre lo matarían primero. Pero no iba a ser él quien cargara con el muerto en la consciencia, así que llenó el cucharón a rebosar y se dirigió hacia él.
—¡No des un paso más, anciano! —clamó la mujer metiendo una flecha en su ballesta—. ¡Dale siquiera una gota de agua y te clavo una flecha en la nuca! —Solven desmontó desenvainando su espada, pero los viajeros cubrieron a la chica sacando sus sables.
—¡Ea ea, no hay necesidad de amenazar! —exclamó Chafi juntando las cejas—. No pensaba cobrarles esto, pero me detengo y ya está. Me dio un poco de pena, eso es todo.
Enseguida retrocedió a la fuente para retomar sus deberes y los demás bajaron las armas; aunque los viajeros intercambiaron miradas suspicaces con el guardia. Mientras llenaba el abrevadero, Chafi comprobó con un rápido vistazo que el esclavo había retomado su estado de trance. El anciano recordó con amargura que a su edad no valía la pena apiadarse de un desgraciado que de todas formas tenía los días contados.
—Solo guardas basura aquí —le reprochó Aldre saliendo de la tienda con varios trapos en la mano.
—Aun así tienes que pagarla —gruñó Chafi mirando hacia Paac. El fortachón asintió y volvió a ocuparse de su maza—. Me debes cuatro monedas por el agua. Paga y lárgate de aquí, que el pozo se estresa con el olor a muerte.
Aldre rió; le entregó cuatro monedas para recuperar sus vasijas cargadas de agua —pagó el doble por la suya, que era la más grande—, y otras cinco monedas por la ropa. Antes de despedirse se detuvo a admirar su entorno: escuchó una conmoción en la entrada, y vio a los niños pasar empujando cajas de suministros que los soldados terminaban usando como mesas para desplegar mapas en los que discutir sus estrategias. Le extrañó la expresión recelosa de Solven desde su caballo, pero asumió que debía ser por el calor. Se protegió de los rayos del sol con un brazo y contempló el extenso cielo despejado dando pequeños sorbos de agua; disfrutó del momento como quien sospecha que puede ser el último. Un momento después se despidió, montó en su yegua y retomó la marcha por el sendero junto al resto; incluyendo al esclavo enclenque que avanzó detrás de ellos sin protestar.
El templo era la única construcción dentro del fuerte que todavía mantenía su forma original, a pesar de los destrozos. La estructura indicaba el final del camino, y allí los esperaba un joven sentado en las escaleras. Tenía el cabello castaño amarrado en una coleta con unos cuantos mechones a la altura de los ojos, y aunque vestía elegantes prendas de seda propias de la clase alta, tenía diferentes armas colgadas del cinturón. Al verlos llegar sonrió de oreja a oreja, se puso de pie y colocó una mano en la empuñadura de su delgada espada.
—¡Bienvenidos, queridos hermanos! Si son tan amables, desmonten y tiren sus armas.
Su tono fue bastante cordial, pero Aldre no vaciló en bajar del caballo e instó a sus compañeros a hacer lo mismo. Un par de guardias se acercaron a retirarles el carcaj con flechas, la reluciente ballesta, varios modelos de dagas, frascos con veneno, un escudo, un par de sables y las piezas de armadura sueltas. Cuando estos estuvieron satisfechos, el joven que los recibió hizo una exagerada reverencia.
—Mi nombre es Gerby Echanseki, los llevaré con el general —afirmó, exhortándolos a entrar en el templo.
Los viajeros acataron de inmediato, aunque con movimientos débiles y pausados.
—Nunca te había visto tan obediente —le comentó a Aldre uno de sus compañeros mientras caminaban por el largo pasillo del templo. Tuvo que ponerse hombro con hombro para que no lo escucharan los escoltas que cargaban con la muchacha desmayada—. ¿Quién era el de la cara de ángel?
—Le dicen «Echanseki de las mareas», no esperaba verlo aquí —respondió Aldre en un débil tono de voz—. Es el campeón de Astóreo, va a ser un problema. No creo que podamos ac...
—Es muy tarde para arrepentirse —lo interrumpió el viajero de golpe. Su voz era grave incluso al susurrar—. Hay siete guardias afuera contando a los escoltas, más los que hayan adentro. ¿Puedes encargarte tú del campeón?
—¿Que yo me…? ¡Por supuesto que no! Ese chico es tan monstruoso como cualquiera de ustedes. Se dice que con catorce años participó en los juegos de las islas Carsi —Aldre se acercó a su oreja—. ¡En todas las islas al mismo tiempo!
Sus palabras resonaron más de lo que pretendía. Se giró nervioso, esperando que Echanseki no escuchara nada. Este le dedicó desde atrás una sonrisa agradable que no tenía nada que ver con sus extravagantes ojos saltones de calamar.
—¡Bajen la voz! —les pidió el más joven del grupo cuando los guardias los hicieron detenerse al final del pasillo—. A partir de aquí no hablemos más entre nosotros.
Entonces las puertas se abrieron y un resplandor dorado los deslumbró. Al recuperar la visión se encontraron frente a una sala inmensa con un amplio agujero en el techo, por donde los ardientes rayos del sol impactaban directamente contra los azulejos del suelo y se reflejaban en las paredes de mármol. A cada lado se extendían varias filas de pilares ornamentados que no sostenían nada, y junto a estos había decenas de mesas largas ocupadas por hombres y mujeres de ropa holgada y gesto feliz. Estaban tan entretenidos conversando, comiendo y bebiendo, que ya no le prestaban atención ni a las puertas ni a lo que ocurría afuera. Una alfombra verde se extendía por el centro de la sala hasta un altar donde un hombre veterano con actitud desganada alimentaba a un fornido león con carne de su propio plato; parecía el único entre tantos que no disfrutaba de la celebración.
Un heraldo bajito se acercó a Echanseki e hizo un esfuerzo para hablarle a través del bullicio. Entonces adoptó una postura firme, inhaló profundamente, e hizo sonar un pequeño clarín que llevaba colgado del cuello. El agudo pitido silenció la estancia de inmediato.
—Soberano regidor, general Zeo, poseedor de horizontes —Los soldados hicieron un jubiloso brindis desde sus mesas, aunque el gobernante no lucía halagado—. Tras un año de su partida, el explorador del escuadrón de saqueo exterior, Aldre Macenta, regresa de su viaje implorando un momento de su atención para presentar el fruto de su expedición.
El gesto del nuevo rey se volvió severo. Era un hombre enorme e imponente, de barba larga y oscura como sus ojos pequeños, parcialmente oculto de la luz que entraba por el orificio del techo; aunque aun en la penumbra resaltaba el oro incrustado en su armadura. Con un rápido movimiento de sus dedos repletos de anillos aprobó la audiencia, así que los guardias los escoltaron por en medio de las acaloradas miradas de los soldados. Aldre calculó que habrían por lo menos cien guerreros más de los que contó su compañero, quizá doscientos.
Se detuvieron frente al altar, elevado a ocho escalones por encima de ellos, desde donde el general los observó altivo con las piernas separadas. Los soldados retomaron sus almuerzos en un alegre alboroto, mientras que los viajeros –exceptuando al esclavo– hincaron una rodilla en el suelo. Pero antes de que pudieran hablar, un hombre apareció detrás de Zeo para comentarle algo al oído.
A Aldre se le erizó la piel al reconocer su rostro. Se giró para comprobar que Echanseki seguía detrás de ellos, y este le devolvió una sonrisa satisfecha: era él, observando cínicamente desde atrás, al mismo tiempo que dialogaba con Zeo desde el trono con una túnica diferente. Notó el desconcierto en la cara de sus compañeros, que ya no parecían tan confiados. Para Aldre era obvio que no podían dejarse llevar por la apariencia inocente del campeón: por dentro era una abominación y tenían muy poco tiempo para descifrar cómo lidiar con él.
—Encárgate tú de defender el este —le ordenó el general tras meditar un poco. Echanseki asintió desde arriba, pero para sorpresa de Aldre, el guerrero se quedó de pie a un lado del trono—. Nos atacan de todas partes —explicó Zeo con dejadez—. Sospecho que no buscan el oro sino la gloria, el renombre, la fama; una vez en el campo, todas esas sandeces le importan más a un guerrero que la paz por la que iniciaron la guerra. Como sea... Me alegra verte con vida, Aldre.
—Es un placer volver a estar en su presencia, su alteza.
—Aún no me nombran rey, Aldre —replicó Zeo—. Por ahora sigo siendo un general.
—Si mi señor me disculpa, eso es una mera formalidad. Siempre ha sido su destino gobernar el reino, aunque signifique perder al mejor general que hemos tenido.
Aldre siempre fue muy versado con las palabras y confiaba en ellas para salir de cualquier situación, pero al ver el gesto severo de Zeo ante sus halagos, sospechó que esa tarde calurosa era diferente.
—Preferiría ser un humilde cantero y poder celebrar con mi hermano, que gobernar mil reinos de cobardes yo solo, que conozco la infamia cometida en la conferencia.
—P-por supuesto —Aldre palideció ligeramente, pero hizo un esfuerzo para mantener la compostura—. Lloré hasta el cansancio la muerte del rey Bastes. La noticia me llegó en el peor momento, cuando me desangraba en los calabozos de Geyin tras ver morir a muchos compañeros; casi pierdo la voluntad de continuar. —Notó el gesto suspicaz de Zeo—. Emm… Pero, mi general… creo que finalmente traigo buenas noticias para el reino, entre tantos infortunios.
—Oh, ¿buenas noticias? Esos pueblerinos mentirosos... No creerías lo que se han inventado de ti, Aldre. Dicen que perdiste a mis setenta guardias a manos de unos bandidos —Aldre intentó intervenir, pero el general alzó la voz—. Y que en lugar de dirigirte a Pricia como te ordené, intentaste invadir unos insignificantes manglares... ¡Y fracasaste! Ni siquiera saqueaste el mausoleo de Otorio. Sin embargo, se comenta que trajiste a un par de esclavos: un moribundo demasiado débil para trabajar, y la hija de un rey muerto al que no le podemos pedir rescate. Contéstame ahora: ¿son solo inventos de las malas lenguas, o tengo ante mí los supuestos frutos de tu viaje?
Entre codazos y chistidos, la algarabía de las mesas se fue silenciando progresivamente detrás de ellos. Aldre sintió el peso de las penetrantes miradas en su espalda, y percibió el sonido de los guardias desenvainando lentamente sus espadas; esperaban la orden para atacar, y Zeo parecía deseoso por darla. Tuvo que esforzarse de nuevo para no perder la concentración: tenía que elegir con cuidado sus siguientes palabras. Si se quería salvar, debía saltarse las excusas y explicaciones, e ir directo a lo que todos querían escuchar:
—Tengo en mi poder el arma más peligrosa de los doce reinos. —El general levantó la mano y sus guardias bajaron las armas; Aldre pudo volver a respirar—. No solo traigo conmigo a la princesa Deliquia, supuesta heredera al trono de todas las tierras de Otorio. El prisionero a mi lado no es nada menos que Meriito, la temida bestia de los caminos.
Zeo recostó un pómulo sobre su puño y tamborileó con los dedos de su otra mano, mientras contemplaba la escena con repugnancia.
—¿Me dices que tú, un simple saqueador, capturaste a Meriito? Debes tomarme por tonto. ¿Qué deberíamos hacer con ellos, caballeros? —En cuanto hizo la pregunta, la sala se llenó de voces exaltadas unas sobre otras:
«¡A pedradas!», «¡No, desmembramiento a caballo!», «¡Estos se ganaron la hoguera!». Los gritos eran tantos que nadie se ponía de acuerdo, hasta que un hombre robusto y ruborizado se puso de pie sosteniendo una daga: «¡Propongo una punzada por persona hasta que se desangren!», y todos aprobaron con un clamor enloquecido.
A Aldre se le congeló la piel al notar que no solo los guardias habían desenvainado sus espadas, sino que los soldados se levantaban entusiasmados de sus mesas con cuchillos y navajas en mano, ansiosos por participar. Alguien puso una mano en su hombro y al girarse vio que Echanseki desprendía el látigo de su cinturón, con los clamores ebrios demandando sus vidas de fondo.
La respiración le fallaba, sus piernas temblaban, pero consiguió el valor para un último intento. Juntó las manos y se hincó de rodillas.
—¡Por favor, mi señor, le imploro que me permita mostrárselo! —rogó al borde del llanto—. ¡Co-concédame una oportunidad y juro, le juro que entenderá todo! ¡Solo le pido un momento, y no se arrepentirá!
El general alzó la mano una vez más, y los pendencieros soldados no tuvieron más opción que contenerse.
—Te daré una oportunidad, aprovéchala —sentenció Zeo cruzando los brazos. Pero Aldre no perdió tiempo hablando; en su lugar, descolgó la enorme botija de su cintura y se la arrojó al prisionero. Este la atajó haciendo tintinear las cadenas con un movimiento desapasionado.
—No ha bebido nada en todo el viaje, mi señor. En cuanto se hidrate, él mismo despejará todas las dudas.
Con un gesto exánime, el muchacho destapó la botija y comenzó a beber; de repente sus ojos se abrieron como si cobraran vida, hasta que retiró de golpe el contenedor jadeando con intensidad. Paseó la vista por el espacioso salón con los ojos muy abiertos mientras recuperaba el aliento. Pareció sorprendido, casi asustado, al fijarse en la multitud de soldados malencarados a su espalda. Entonces encontró a Aldre con la mirada, y su expresión incrédula se oscureció.
—No me esperaba esto de ti, corderito. —La voz del prisionero sonó suave y peligrosa al mismo tiempo. Un mar de murmullos despertó a su alrededor.
—Yo… nunca dije que fuera tu aliado —replicó Aldre mirando al suelo—. Nos necesitábamos para escapar, por eso colaboramos. Pero ahora… ahora eres mi p-prisionero, y si no me escuchas, van a matarla.
Aldre señaló por encima del muchacho, a donde un guardia cargaba a la chica adormecida sobre su hombro; los demás viajeros retrocedieron unos pasos, intentando pasar desapercibidos. Cuando el joven vio a la muchacha, su gesto se agudizó como el de un felino hambriento. Le lanzó una eufórica mirada a Aldre, pero este habló primero:
—¡Ya no hay tiempo, Meriito! —Aldre también dio unos pasos hacia atrás—. L-lo siento, pero cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. Ahora por favor intenta contenerte, o nos matarán a todos.
Meriito hizo contacto visual con el imponente general. Tras unos segundos, meneó la cabeza resignado y se llevó la botija a la boca.
—Los dioses castigan a los farsantes de formas atroces —añadió antes de tocar la boquilla con sus labios, y entonces dio un trago.
Bebió largo y tendido; el agua descendió por su garganta por lo que pareció una eternidad, hasta que por fin bajó la botija vacía al nivel de su abdómen, se secó los labios con el antebrazo, y todos frente a él se impresionaron viendo sus pupilas dilatarse como diminutos granos negros.
Un frío gélido irrumpió en el templo, a pesar de que los rayos solares seguían lloviendo en mitad de la sala. Detrás de la turba agitada, las mesas vibraron y algunas se quebraron en pedazos de golpe. Los soldados temerosos llamaron desde sus asientos a sus compañeros, y aunque algunos retrocedieron suspicaces, otros estuvieron demasiado absortos en castigar a los viajeros para atender a lo que ocurría alrededor. El general se incorporó con su atención fija en el muchacho, prolongando la ansiada ejecución; pero eso no contuvo al tumulto. Se oyeron bramidos, algunos improperios, los borrachos se apremiaban entre sí, y de un momento a otro la horda se abalanzó sobre los viajeros.
Pero en cuestión de un instante el esclavo dejó caer la botija, y junto a ella cayeron sus grilletes y cadenas. Esquivó las primeras puñaladas dando un salto hacia adelante, se giró hacia ellos y estiró la mano como agarrando algo invisible en el aire; fue como si al cerrar el puño un intolerable zumbido aturdiera a la multitud, haciéndoles chillar apretando los dientes. El esclavo entonces arrastró el brazo hacia atrás y las articulaciones de los soldados frente a él perdieron el vigor, sus músculos desaparecieron y las armas resbalaron de sus dedos envejecidos.
De inmediato retrocedieron a patadas y empujones. El chico parecía una bestia: la cólera enrojeció su rostro, sus miembros se volvieron corpulentos y ya no se le marcaban las costillas a través de las vendas. Avanzó hacia el oficial que cargaba a la princesa, cuando dos guardias desenvainaron sus filos y se metieron en medio. Meriito estaba perdiendo contextura rápidamente, pero repitió el movimiento de mano y los tres guardias cayeron de bruces contra el suelo, al mismo tiempo que su cuerpo se fortaleció de nuevo. Saltó a detener la caída de la princesa; sin embargo, al tocarla retiró sus brazos de inmediato como si se quemara; ella cayó al suelo soltando un débil quejido. Se oyó un chasquido, y un repentino latigazo azotó a Meriito en la espalda poniéndolo de rodillas con un alarido; Echanseki, ardiendo de emoción, agitó el látigo de nuevo para aprehender su brazo derecho, sacó su espada y embistió a toda velocidad hacia él.
—¡Detente, Gerby! —exclamó el general poniéndose de pie; Echanseki se detuvo en el acto, aunque claramente insatisfecho—. Así que este es el famoso Meriito que escapó del vacío de Almena y acabó con la corte otoriana. Los rumores no mencionan que seas tan joven, o que parezcas tan frágil… —Acarició su barba estudiando al chico, que no paraba de gimotear de rodillas a medida que perdía musculatura—. Aunque no hay duda de que eres alguien de su nivel. Pero si es cierto, explícame entonces cómo acabaste prisionero de un grupo de meros exploradores.
El ambiente quedó silencioso como un sepelio. Los soldados observaron sorprendidos a sus compañeros recuperar el vigor de sus brazos mientras Meriito volvía a parecer una momia muy delgada; incluso sus apretados vendajes, que debieron estallar con sus músculos inflados, parecían intactos. Era como estar viendo a un espectro al que la vida se le escurría por la piel.
—Es por el agua, mi señor —intervino Aldre ansioso por romper el silencio—. Los kretnia nos capturaron juntos. La noche en que me llevaron a la celda, me confesó que estaba a apunto de perder el conocimiento y me pidió que protegiera a la princesa. Pero no se desmayó, sino que entró en un estado de trance muy extraño debido a la deshidratación. Su cuerpo respondía, pero él no.
—¿Y qué tiene que ver la princesa en todo esto?
—No estoy seguro, mi señor. Sé que está enferma y necesita atención urgente, pero Meriito no puede tocarla por alguna razón. Pensé que si el maestro Reviere pudiera curar su enfermedad, podríamos negociar con Meriito para que pelee por nosotros en la guerra; creo que hará cualquier cosa por salvarla. Y como ha podido ver, es un guerrero a tener en cuenta en un combate. Creo que es la mejor arma que pude encontrar afuera, mi señor.
Zeo examinó al prisionero con la mano en el mentón por unos segundos.
—¿Es verdad eso? ¿Pelearías para mí si puedo curarla?
Meriito se restregó un ojo con la muñeca, después el otro, y entonces asintió lentamente. Zeo sonrió ampliamente.
—¡Y justo cuando empezaba a resignarme! ¡Bien hecho, Aldre! Te recompensaré como es debido cuando termine la guerra. —Aldre finalmente recuperó el color del rostro. De repente, Zeo le dirigió una mirada rigurosa a Meriito—. De acuerdo, enviaré a alguien por Reviere de inmediato, pero no lucharás para mí. —Los viajeros intercambiaron miradas confusas—. Ya tengo a los mejores guerreros de mi lado y no me arriesgaré a enviarte con ellos. Tengo un dilema mayor: presiento que esta guerra puede ser la última, pero esta vez nos faltará más que fuerza para ganar. Se dice que has viajado mucho por todas partes. Creo que la información que manejas puede ser la pieza final que necesita mi ofensiva. Quiero saber todo lo que has visto en las tierras que no debe pisar el hombre, hasta el más mínimo detalle. Quiero que me cuentes lo que es cierto sobre tu mito, entre tanto que ha llegado a mis oídos.
—Es una larga historia... —advirtió Meriito con la voz quebrada, sin mostrarse sorprendido. No era la primera que alguien se interesaba por sus secretos.
—Moveré mis tropas en un mes, tienes todo ese tiempo para contarnos tu historia mientras Reviere sana a la princesa.
—Supongo que no tengo otra opción... —Fulminó a Aldre con la mirada—. Pero tengo una condición: deben curar a Deliquia aquí mismo, frente a mis ojos; no pienso separarme de ella. Y me darás tu palabra de que no le harán daño. —Entonces se puso de pie resistiendo el látigo enrollado en su brazo—. Nadie más debe pagar por mis pecados.
—¿Asesinaste a su familia y ahora pretendes protegerla? —A Zeo le resultó gracioso—. Está bien. Libéralo, Gerby. Mis guardias instalarán una tienda para la chica aquí adentro, así la vigilarás mientras nos entretienes con tu leyenda. Pero dejemos claro algo, muchacho: si descubro que nos mientes, guardas información, o que no eres quien dices ser; la mataré sin contemplación y tú serás el siguiente. —El Echanseki de arriba interrumpió a Zeo para susurrarle al oído una vez más, pero este le restó importancia con un gesto de la mano. Llenó una copa de vino, caminó de espaldas hasta el trono y se sentó complacido—. La aborrecida «bestia de los caminos», estoy intrigado. Adelante, cuéntanos cómo te convertiste en un engendro.
—Necesitaré más agua —advirtió el muchacho palpando la marca del látigo en su antebrazo.
—¡Traigan agua y comida! —demandó Zeo acariciando al león—. ¡Y algo para sentarse!
Los guardias de inmediato le acercaron un banco, una vasija con agua, un cuenco de plata vacío y varios platos atiborrados con carne y verduras. Meriito solo bebió un poco de agua al tomar asiento. Vio a Aldre recostaba cuidadosamente a Deliquia en un muro a su izquierda donde los soldados hacían espacio para levantar una carpa, y sus ojos volvieron a llenarse de muerte. Echó un vistazo por la ventana detrás del altar y pudo distinguir con claridad parte del abismo rocoso detrás del fuerte, luego pasó la mirada por las piedras preciosas que adornaban las columnas destrozadas, y finalmente puso la vista en el altar, donde el nuevo rey se acariciaba la barba recostado al respaldo del trono.
—¿Y te sentarás a escuchar una historia mientras tu pueblo combate?
Zeo frunció el ceño.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre mi hermano y yo? Él fue un rey temerario, siempre acompañaba a su ejército en el campo sin dudarlo, ya ves cómo terminó. Yo, por otra parte, entiendo que hay muchas maneras de hacer la guerra. Ahora mejor preocúpate por contarme tu historia, desde el principio. Deseo saber qué clase de abominación eres, si de verdad eres quien dices ser —concluyó entornando los ojos.
Meriito simplemente exhaló un suspiro; el calor despiadado volvía a invadir la sala.
—De acuerdo. Entonces, empecemos.
Capítulo 2: Entre piedras y garabatos
Primero quisiera aclarar que Meriito no es mi verdadero nombre, sino un título que me gané en uno de mis largos viajes; sí, esos viajes de los que tanto se habla últimamente. Pero antes de la fama, existió un joven humilde, inocente y dispuesto a cualquier cosa por ayudar a otros. Una verdadera lástima, porque ese altruismo que antes nos liberó, mañana nos traerá la ruina, ya que cargué con nuestra causa en mis manos, y al condenarme, nos condené a todos.
Solo pido a los presentes que no me escuchen codiciando mis secretos; mi historia no es una guía para obtener poder, sino una oportuna advertencia, de que siempre se debe escuchar al corazón, y de jamás jugar con fuerzas desconocidas.
Respecto a mi verdadero nombre, seguro que mis padres me habrán dado uno muy bonito; jamás lo sabremos con certeza. Fui abandonado cuando era un bebé y solo puedo evocar unas cuantas escenas de mi infancia temprana. Todo lo que sé sobre esa época es lo que otros me han contado, así que tendrán que creer en mis palabras como yo tuve que confiar en las de ellos. De modo que, si todo es cierto, mi historia inició una agitada noche oscura:
Una mujer llamada Preya escapaba de una tormenta cuando escuchó un desesperado lloriqueo cerca de un río. Intrigada, se dejó caer por la cuesta pedregosa del cauce, pero le costó ubicar el origen del llanto con la lluvia picando sus ojos y oídos. Una violenta ventisca la sacudió de un lado a otro hasta la orilla, y de repente pudo escuchar mis quejidos con claridad. Movió unas cuantas rocas y allí me encontró, llorando a moco tendido en la espalda de una tortuga, a la que estaba amarrado con múltiples sogas.
Se apresuró a intentar desatarme, pero el agua había complicado los nudos y el río seguía creciendo a su lado. Recogió una piedra y la frotó con ímpetu contra una de las cuerdas hasta que los hilos se soltaron; pero aún quedaban muchas otras y el estrépito de la corriente le decía que no había mucho tiempo. Preya movió la cabeza buscando ayuda, pero no hubo señales de otra persona alrededor; debía hacer algo rápido. Entonces se amarró el cabello, flexionó las rodillas y, enterrando con firmeza sus dedos bajo las ataduras, alzó con todas sus fuerzas a la tortuga en su espalda, aun conmigo afianzado al caparazón.
Juntos pesábamos tanto, que a Preya le flaquearon las piernas de inmediato. Su intención era alejarnos de la orilla, pero no contaba con que los feroces vientos le impidieran moverse con libertad. Peor aún, estábamos atrapados entre las dos paredes del lecho, y ella no tenía otra opción más que seguir recto por el sendero de grava hasta hallar un camino por el que subir a la planicie. Pero solo había avanzado un poco cuando oyó un chasquido, una capa húmeda cubrió sus tobillos, y al girarse vio cómo el voraginoso río se nos vino encima. Fuimos tragados en sus aguas oscuras y revolcados sin piedad en una turbulencia que finalmente silenció mi llanto. Preya se sujetó a la tortuga y como pudo metió un brazo bajo las cuerdas, echó un vistazo a mi pálido rostro, y mis ojos serenos fueron lo último que vio antes de desmayarse.
Despertó escupiendo el agua que había tragado hasta que pudo volver a respirar. Se encontraba tendida en una superficie blanda, aunque el aire alrededor era denso y húmedo. Fuertes tronidos sacudieron la tierra, pero ella no llegó a ver los rayos. Tampoco pudo percibir la luna. De hecho, lo único que alcanzaba a vislumbrar era una tenue luz azul a la distancia, desde donde se escuchaba una corriente fluyendo como una cascada. Entonces entendió que el torrente la había arrastrado hasta una gruta con una pequeña isla rodeada por el agua que discurría del río. También dedujo por el estruendo que la tormenta seguía arreciando afuera, y no había mucho que pudiera hacer al respecto. El cuerpo le pesaba una tonelada, así que cerró los ojos y un momento después ya había caído en un profundo sueño.
Quién sabe cuánto pasó hasta que espabiló de nuevo. Se incorporó ahogada, mareada y con un intenso dolor de cabeza. De fondo se escuchaba un lloriqueo constante que le recordó de inmediato al responsable de su padecimiento. Se levantó tambaleando y dio unos pasos siguiendo mis lamentos desesperados hasta que me halló, aún atado al enorme reptil. Buscó a tientas una estalagmita con la que finalmente pudo cortar las ligaduras una por una. Tanteó mi cuerpo en busca de heridas y no encontró más que las marcas que las sogas dejaron en mi piel. Me tomó en sus brazos y me meció suavemente intentando calmarme, pero un rato después ya estaba segura de que mi llanto, al igual que la tormenta, no iba a detenerse pronto.
Por mucho tiempo ignoré de dónde sacó el calor o el alimento para mantenernos con vida durante los seis días que duró la tempestad, pero lo más importante es que en honor a esa catástrofe en la que nos conocimos, Preya me dio mi primer y más preciado nombre: Torva, que significa remolino de lluvia. También le debo a la tormenta haber descubierto aquella cálida gruta, que aunque no era el sitio ideal para un niño sin padres, terminó por convertirse en mi hogar.
En cuanto la lluvia cesó, Preya usó los restos de cuerda para amarrar mi tobillo a una roca y se marchó. Regresó al día siguiente con algunas bayas verdes que trituró hasta convertirlas en pulpa, y con eso me alimentó por un tiempo hasta que aprendí a comer otros tipos de fruta. Crecí siendo un niño sano y vistiendo las prendas que Preya me obsequiaba. En ocasiones la vi llegar al refugio con una talega llena de carne, que ella misma asaba en la fogata mientras me hablaba del mundo como las madres le hablan a sus hijos; sin embargo, todas las tardes sin falta, se despedía y me dejaba a mi suerte en la oscura caverna.
Decenas de veces me aseguró que no había peligro alguno en la zona, pero ni eso evitó las muchas noches que pasé acurrucado a mi manta, temblando de miedo y llorando en silencio hasta quedarme dormido. A menudo tenía que resistir el impulso de ir a buscarla, pues creía saber a dónde iba. Más allá de la cuesta del cauce, había una montaña alta cubierta de un negruzco bosque muerto; sus árboles viejos apenas tenían hojas y se ocultaban detrás de una espesa neblina, pero justo en la cima había una zona pequeña con frondosos árboles forrados de hermosas hojas verdes. Era el único lugar donde podía crecer la fruta.
Preya siempre evitó el tema, aunque cada vez que podía me advertía sobre las trampas y animales feroces que protegían la sublime cumbre de los visitantes inesperados. Tuve muchas pesadillas con esos peligros desconocidos, hasta que me resigné a las noches solitarias. Cuando me sentía intranquilo, me consolaba pensar en que Preya regresaría al refugio el siguiente día, y entonces todo estaría bien. En ocasiones la vi llegar muy temprano para llevarme a cortar leña; ella talaba y yo la ayudaba a llevar los pedazos. Mientras la carne se asaba, solía leerme historias a la luz del fuego o aprovechábamos para zambullirnos en el agua; dentro de la gruta, claro, ya que solo entraba al río cuando necesitaba cruzarlo.
Una tarde, Preya me sugirió pausar nuestra lección de escritura para comer: la cazuela humeaba sobre la lumbre y ella meneaba el caldo gentilmente con un punzón. Había encendido el fuego con unos trozos de piedra rojiza que encontró en la gruta. Le tuve que insistir mucho para que me prestara alguno para garabatear las paredes, ya que sus misteriosos trazos brillaban en la oscuridad. Ella accedió porque le pareció que ya me tocaba aprender a escribir, y porque era una buena oportunidad de enseñarme a encender la fogata, de manera que nunca pasara frío en las noches.
Justo estaba practicando mis letras cuando ella me llamó. Dejé la piedra en el suelo y crucé el pozo nadando. Salí empapado a quitarme el calzón, vestí mi túnica seca y me senté en la arena a observarla servir el almuerzo: recuerdo que me pareció muy alta, su piel morena destellaba junto a las llamas, y sus ojos redondos como un búho lo veían todo con ternura. Entonces, se me ocurrió preguntarle algo que me llevaba inquietando mucho tiempo.
—Ey... Preya... ¿Por qué tus brazos son transparentes? —inquirí con inocencia. El tazón se le resbaló de las manos y se estrelló bruscamente contra suelo. Ella por reflejo escondió los brazos en la espalda—. Es que... los míos no son así, no puedo ver a través de ellos.
—Mis brazos... emmm... n-no hay razón, Torva. Siempre han sido así. Los cielos sabrán por qué nos hacen como nos hacen. —Me miró nerviosa por unos segundos—. ¿Te incomodan?
—No, para nada. Solo tenía curiosidad. Antes creía que eran de agua, o de viento. Pero eso no puede ser porque siempre estás levantando cosas.
—Vaya, eres muy listo —me dijo con media sonrisa después de un suspiro, y comenzó a sacar los brazos con timidez—. Es algo diferente al agua. Fluye y es transparente, pero al mismo tiempo duro como los huesos. Y está lleno de vida... —Su voz se suavizó de repente—. Se parece más al fuego, en muchos sentidos.
Me quedé un momento apreciando uno de sus brazos. Los bordes parecían densos, pero el interior era traslúcido y contenía otro líquido más oscuro que iba buceando de un extremo a otro, dejando un rastro de partículas.
—Ya veo —comenté fascinado—. ¿Y cómo se llama? ¿Puedo tocarlo?
—Emm... mejor no. No me veas así —Se acercó y enterró sus dedos diáfanos en mi cabello—. Me hace feliz que seas tan curioso, pero me preocupa que un día te topes con alguien... menos tolerante, y eso te traiga problemas. Es mejor que no sepas tanto del tema, ¿de acuerdo? —Me sonrió cuando asentí. Entonces sacudió su albornoz y levantó el tazón del suelo—. Ahora comamos para que practiques tu lectura. Si aprendes rápido te traeré algunas historias para que leas cuando estés solo.
Aquella vez accedí de buen grado y comencé a practicar en cuanto terminé de comer, principalmente porque sus brazos parecían ser un tema sensible para ella y no quería molestarla. Pero ahora tenía más dudas que antes.
Aprendí a leer poco después. No había mucho que hacer en mi tiempo a solas, así que cuando no estaba arrojando peñones al río, estaba leyendo en la cueva, sin importar que no entendiera la mitad de cada historia. Muchas trataban temas de política, religiones o amoríos que un huérfano como yo no podía entender, pero de vez en cuando encontraba relatos sobre héroes antiguos que habían recorrido el mundo por motivos más trascendentes que el oro; batallaban por honor o en defensa de sus seres queridos. Me gustaba jugar a que era uno de ellos, que tenía una espada de viento y la usaba para cortar a través del campo de batalla ficticio al borde del río. Eran solo fantasías tontas, ya lo sé, pero es posible que esas tardes de combates imaginarios fueran las que cultivaron mi espíritu valeroso, y me animaron a ser más atrevido y audaz.
Los años transcurrieron tranquilamente, pero creo que tenía once esa mañana en que las cosas comenzaron a cambiar. Preya no había regresado por un par de días, aunque me dejó con un montículo de frutas que tardarían varios días en deteriorarse. Con mis lecturas agotadas, resolví salir a buscar otras superficies en las que escribir, pues mis letras ya ocupaban las paredes de la guarida por dentro y por fuera. En vano visité el bosque (los árboles estaban tan viejos y deteriorados que se quebraban sin siquiera tocarlos), así que me armé de valor para probar mi suerte río abajo.
El paisaje era hermoso: la corriente se ceñía al sendero de gravas hasta el horizonte. A mi derecha se extendía una enorme vertiente pedregosa que no dejaba ver más allá, y al otro lado del río había otra vertiente sobre la cual se veía mucho más del bosque muerto. Me sorprendí al notar que el área verdosa en la cima se había extendido un poco más, como si la montaña estuviera cobrando vida desde su punto más alto.
Me pregunté si Preya estaría ahí. Seguro había un refugio más grande con alimentos por doquier, y un lago donde los niños podían bañarse con tranquilidad. ¿Se habría olvidado de mí? ¿O tal vez le había pasado algo? Tuve que secar las lágrimas que me empezaron a caer por el rostro mientras caminaba.
—Cuidado te tropiezas, compañero —me advirtió una voz áspera pero alegre. A unas piedras por delante me observaba un hombre con sombrero de paja, una sonrisa de oreja a oreja y los ojos muy abiertos. A su lado había una cesta y en sus manos una caña de pescar con el hilo sumergido en el río.
La impresión me dejó tiezo, haciéndome olvidar mis preocupaciones. Era la primera vez que veía a otra persona además de Preya, y no se parecía a ella en lo absoluto. Tenía el cabello largo y maltratado, una barba enmarañada y el cuerpo tan delgado como arrugado. Al ver que no respondía, el anciano bajó la caña, metió la mano en la canasta y sacó una trucha pálida.
—¿Por qué esa cara triste, cuando la vida es tan generosa? —me preguntó sonriendo; le faltaban casi todos los dientes. Me timbré cuando dio unos pasos hacia adelante agitando el pescado en su mano. Él se detuvo al notarlo, dejó la trucha sobre una roca y retrocedió—. No te contengas pequeño, ¡que esto no es todos los días!
—¿Qué es eso? —le pregunté indeciso; tampoco había visto un pescado en mi vida. Él soltó una carcajada.
—Eso que ves es una buena trucha —me explicó levantando las cejas—. Tuvieron que aparecer recientemente, ya que estuve por aquí hace tres rotaciones y el río estaba desolado. ¡Pero hace unos días me dio por revisar y mira! ¡¿Se puede tener más suerte?! ¡Tú también aprovecha muchacho, antes de que esto se vuelva un infierno de pescadores!
El júbilo en su voz era contagioso y al mismo tiempo intimidante. Sin quitarle un ojo de encima, me acerqué lentamente y levanté el pescado por la cola con dos dedos como pinzas.
—¿De verdad se come? —cuestioné arrugando la cara. Olía bastante mal.
—Hijo, hay quienes no comen otra cosa. Primero debes asarlo, claro. ¿Sabes hacer una fogata?
Asentí.
—¡Bien! —celebró recogiendo su caña—. Tú solo ponlo al fuego y disfruta. ¡Ah, y cuidado con las espinas!
Observé al sujeto regocijándose en su pesca por un momento, luego al inexpresivo pez muerto, y una vez más al anciano.
—Gracias —le dije. Él volvió su atención hacia la espumosa agua, y dejó escapar una risita que me pareció más dirigida a sí mismo que a mí.
Me di la vuelta lentamente y arranqué a correr dando saltos con el pescado en la mano. Irrumpí espantado al refugio, atravesé una gran roca en medio, y prácticamente me lancé bajo mi manta a vigilar la entrada fijamente. Mi cruel imaginación me hizo ver al pescador aparecer varias veces con un cuchillo en mano y dando gritos con su voz gastada, pero cayó la noche sin que sucediera realmente nada.
Sin embargo mi estómago rugía más que el río. No había comido nada desde la mañana y el marcado olor del pescado me recordaba las palabras del anciano, así que decidí darle una oportunidad. Preparé la yesca y la encendí chocando mi piedra roja contra una pirita. Perforé el pescado con un hilo como hacíamos con la carne y lo colgué sobre la candela. Mientras esperaba a que se cocinara le di un mordisco a una manzana; empezaba a tener un ligero sabor amargo. Más tarde esa noche, quitando la sorpresa de las espinas, me fui a dormir alegre de haber probado el pescado.
Preya no regresó los días siguientes y las frutas se agotaron antes de estropearase. El hambre me impulsó a salir de la cueva, así que probé a asomarme al río: podía ver la silueta de los peces nadando a toda velocidad en lo profundo, pero por alguna razón no me atrevía a meter la mano. Mi estómago gruñía cada vez con más frecuencia, hasta que al mediodía decidí descender una vez más por el sendero de grava. Encontré al anciano en el mismo lugar con su canasta rebosada de pescados. Sin embargo, esta vez tenía las cejas muy juntas y el gesto desanimado. Hice algo de ruido al llegar para llamar su atención.
—Así que regresaste —notó sin una pisca de entusiasmo—. ¿Qué te pareció la trucha?
—Es cierto, se come —respondí. Él asintió con amargura. No parecía la misma persona con los ojos decaídos y los labios tristes—. ¿Sucede algo?
—Siempre, siempre sucede algo —se lamentó con un sonoro suspiro—. Esos brutos lo quieren todo sin mover un dedo... ¡Ojalá no vuelvan de la guerra!
—¿Guerra? ¿Hay una guerra? —pregunté por seguir la conversación, aunque en realidad estaba interesado en la pesca. Creí tenerlo resuelto: Todo consistía en enganchar a los peces. Justo en ese lugar había una piedra grande que dividía la corriente y sacaba espuma en la superficie. No se podía ver el fondo, pero el agua parecía más calmada.
El pescador me observó con los ojos casi cerrados, como intentando descifrar si no le estaba prestando atención, o si le estaba jugando alguna broma. Entonces frunció el ceño.
—¿Acaso vives bajo una roca? —Cabeceó de un lado a otro—. No importa. El hecho es que esos soldados salvajes están requisando lo que les da la gana. ¡Que me puede pasar un accidente si no les llevo pescados, dicen! ¡Son unas bestias! ¡Unos bárbaros! ¡Unos... unos... —exhaló un suspiro—. Como sea. ¿Quieres otro pescado, verdad?
—Quisiera unos cuantos, no tengo más comida. —lo dije con buena intención, pero en mi inocencia, desconocía lo mal que podían caerle esas palabras.
—¿No escuchaste lo que dije, muchacho? ¡Me están robando mi mercancía! Apenas me queda para vender. No, solo te puedo dar uno. Tómalo rápido y lárgate, que si los soldados te encuentran seguro te llevarán a la guerra.
Asentí rápidamente y me acerqué a recoger una trucha, pero antes de irme metí una mano en mi túnica y saqué mi piedra roja. La sopesé en mi mano buscando alrededor la roca más grande e hice dos rayas largas en ella; así podía regresar luego. Me giré listo para marcharme cuando un grito me hizo detenerme.
—¡Espera! —Al voltearme noté que el anciano tenía los ojos encendidos, y el júbilo había vuelto a su rostro—. ¿De dónde sacaste esa piedra que tienes en la mano?
—Yo... la encontré —Sentí un aura siniestra en el anciano, pero no podía decirle dónde estaba el refugio. Comencé a retroceder unos pasos, pero él se agachó, recogió un frasco lleno de carnada y me lo arrojó a la pierna.
Gemí de dolor al caer sentado sobre las rocas. Una sonrisa aterradora apareció en el rostro arrugado del pescador mientras se acercaba con pasos lentos pero vehementes, cuidando de no regresar. Le apunté a la cara con la piedra; confiaba en mi puntería, aunque no sabía si sería suficiente. Pero él se detuvo angustiado, y entonces entendí lo mucho que quería mi piedra. Giré sobre mí y apunté al río.
—¡No te muevas o la lanzo! —le espeté, y funcionó. El anciano levantó las manos y comenzó sudar.
—¡Alto, para, para! ¡Está bien, dime qué quieres! ¿Tenías hambre verdad? Puedo darte más pescados, emm... cinco pescados. ¿Qué te parece?
Mientras pensaba, el anciano aprovechó de dar un paso, así que me erguí y me moví más hacia el río; me sentí poderoso al verlo retroceder.
— Los quiero todos —le exigí esperando que me rechazara y se diera por vencido, pero su respuesta fue inmediata.
—¡Son tuyos! Todos tuyos, si me entregas esa pequeña joyita.
Me había quedado sin opciones. Si arrojaba la piedra, el pescador seguro me arrojaría detrás de ella; pero si aceptaba el intercambio, podía sobrevivir lo suficiente para aprender a pescar yo mismo. Después de todo, ya había marcado la zona y podía regresar cuando él no estuviera.
—De acuerdo —accedí—. Pero aléjate, más, eso es, no te muevas de ahí.
El anciano siguió obedientemente mis indicaciones sin quitarme los ojos de encima. Yo me acerqué, levanté la cesta y arrojé la piedra detrás de él. Saltó sobre ella como un lobo hambriento, cayó de rodillas y soltó una victoriosa carcajada al palpar la gema entre sus dedos. Yo, queriendo alejarme tan rápido como fuera posible, proveché su regocijo para darme la vuelta y escapar.
—¡Vuelve si tienes más de estas, te daré lo que quieras! —escuché a la distancia, pero no me giré. Crucé el río en cuanto vi una zona estrecha y seguí corriendo por ese camino para despistar al anciano, en caso de que me estuviera siguiendo.
Me temblaba el cuerpo cuando avisté el refugio al otro lado del río a la luz del ocaso. Por un momento me sentí aliviado, pero entonces un rumor de voces y pasos llamó mi atención. Di un salto hacia la vertiente para esconderme detrás su sombra y dejé la canasta en el suelo; no vi a nadie alrededor, ni por donde vine, ni más adelante. Me di cuenta entonces que las voces venían de arriba, y entre ellas estaba la de una mujer.
«Preya», pensé escalando la vertiente, y entonces los vi. Cinco criaturas plateadas discutían entre sí al pie del bosque muerto. Una mujer se separó de ellos con los brazos cruzados y se detuvo tras dar unos pasos. Giró la cabeza, los estudió un instante con sus fríos ojos azules, y entonces les espetó:
—¡¿Qué esperan para entrar?!