24/11/2022 06:24 PM
1
En la Isla del Vigilante había dos personas peculiares.
Una era la condesa Hofhenson que vivía aislada en una gran mansión apartada de la aldea. Un muchacho curioso se había arriesgado a espiar el interior de la casa una vez. Subiendo a uno de los árboles de la entrada, observó sentado en la gruesa rama. La ventana del segundo piso permitía ver una habitación con las paredes llenas de pequeños espejos. La historia de semejante colección intrigaba a todos, pero el aislamiento de la condesa evitaba que se supiera algo. Y un día después de aquella primera inspección, el árbol fue derribado.
La segunda persona era Tomo Hogan.
Ningún hombres sabía contar la historia de la isla como Tom Hogan. Sentado junto a la chimenea, con su barba blanca de la que brotaba una pipa siempre encendida durante sus cuentos. A muchas familias no les hubiera gustado que sus hijos estuvieran cerca del anciano, pero la de Lakiv no era de la isla y las supersticiones no significaban mucho para ellos. Además, se estaban quedando frente a su casa y no era inusual que el niño le llevara viandas al hombre.
—Siempre está ahí, al otro lado del río. El bosque ha estado en esta isla desde mucho antes que la habitáramos. Y seguirá aquí cuando ya no estemos. Lo llamamos Blackwood porque así se llamó su primer heraldo, el hombre que registró los primeros incidentes por escrito. El libro que guardaba sus palabras fue destruido por el consejo hace mucho. Pero hay una copia aquí —dijo tocándose la sien con un dedo calloso.
Dio una pitada a su pipa y miró las llamas que danzaban en la chimenea, proyectando monstruosas figuras alrededor del cuarto. Casi parecía a gusto entre aquellos seres irreales.
—Todo el oeste de la isla está ocupado por el bosque. Un observador constante de lo que sucede al otro lado del río. Cualquiera que haya tratado de cruzar sus fronteras no volvió a ser visto. Por eso ya nadie se atreve siquiera a cruzar el río, pese a que lo primero que haya del otro lado sea un campo de flores.
—¿Y por qué no van muchas personas juntas al bosque?
Tom dejó escapar una risotada que casi derriba de espaldas a Lakiv. La madera del suelo chillaba con cada movimiento de su cuerpo.
—Se ha intentado. Partidas de rescate enteras sufrieron la misma suerte que las personas a las que debían rescatar. Cada una más numerosa que la anterior… Hasta que un día se terminaron.
—Yo solo era un niño en aquel entonces. Pero lo recuerdo bien. También recuerdo como se veían personas extrañas merodeando los límites del bosque. No eran de la aldea, no. Nunca los vi tratando de escapar. Más bien estaban… Vigilando.
—¿Vigilando?
—Bueno, alguien tiene que evitar que los desaparecidos regresen. Sí, estoy seguro que si no fuera por estos encapuchados, los desaparecidos podrían haber regresado. Pero…
Tom se inclinó hacia adelante. Una cortina de humo le cubrió el rostro por unos instantes.
—¿Habríamos querido que regresaran?
—¿Qué quieres decir?
—No dejan que quienes han penetrado en los secretos del bosque lo abandonen.
Algo en sus ojos se volvió escurridizo y Lakiv no pudo descifrar de qué se trataba. El anciano pareció sumirse en sus propias reflexiones, pero sin detener la historia.
—¿Qué podría venir con ellos? Adherido a sus cuerpos e imperceptible a los ojos.
Tom miró las llamas de la chimenea de nuevo.
—Aquí hasta hablar del bosque Blackwood es peligroso. Todos temen que el solo recordar nuestra historia con él haga… germinar algo en el cerebro. Algo que guié al bosque directo hasta el que traiga esos horrores de vuelta.
La mirada del anciano parecía distante, como si su mente vagara en algún lugar lejano. Lakiv podía sentirlo, él siempre había tenido una capacidad especial para percibir las emociones de otras personas. En ocasiones era como si viera la realidad desde los ojos de otros. Había compartido esto con sus padres, pero ellos redujeron el asunto a imaginaciones infantiles. Sin embargo, las percepciones todavía lo asaltaban.
—Siempre nos observa. Y aunque haya pasado tanto tiempo, el pueblo, la isla entera, mantiene el temor reverente. Pero nadie se va. La tierra es fértil, la pesca es buena y todo se mantiene en orden siempre que nadie cruce el río. No ganaríamos nada si nos fuéramos. Hay algo en la tierra. Y nosotros hemos echado raíces en ella.
Una gran mano nudosa le despeinó la cabeza al niño que cerró los ojos bajo su peso. Su repentina actitud contrastaba con el ambiente previo. Como si el anciano tratara de volver el entorno más ameno.
—Pero tu familia no es de aquí. No tiene lazos con la tierra y pronto se irán. Así que mejor no me hagas caso. No sé por qué dije tantas tonterías hace un momento.
En efecto, ellos solo estarían en la isla hasta que su padre, un médico del continente, terminará el trabajo que estaba realizando. Para él, eran unas vacaciones lejos de las multitudes y ajetreos tan comunes en la ciudad. Un respiro de la apabullante vida urbana. Sin embargo, en ese momento tuvo la sensación de que sí Tom fuera capaz de sacarlos de la isla en un barco de regreso al continente, lo habría hecho.
Quería preguntarle sobre ese cambio de actitud, pero su madre lo llamó desde la ventana y supo que era hora de irse. Se despidió de Tom deseándole una buena noche de descanso, pero él no respondió. Sus ojos miraban por la ventana, más allá del río, en dirección al bosque cuyo nombre el niño acababa de aprender.
2
La lluvia caía con pesadez. Podía oír las gotas estrellándose contra su capucha en una sucesión de hipnóticos golpeteos. Lo rodeaba la oscuridad primigenia de un entorno donde el hombre nunca había entrado. Y si lo había hecho, esa inmensidad salvaje y fértil había devorado todo rastro de su presencia, perdiéndola en un sueño muy lejano. Los árboles eran gruesos y repletos de nudos que formaban complicados diseños: semejaban rostros y figuras cuya comprensión hubiera requerido un momento de quietud. Y eso era algo que no podía permitirse.
A su alrededor ardían las lámparas de aceite de los demás miembros del equipo de búsqueda. Apenas permitían un atisbo de lo que los rodeaba, pero con eso tendría que bastar. Por encima de la lluvia se hacían oír los gritos que llamaban a los desaparecidos. No había respuesta.
La comodidad del hogar se hallaba tan cerca. Solo unos pasos para salir del bosque, cruzar el campo de flores y luego el río. Pero nadie daría el primer paso. Al contrario, seguirían con esa misión que sabían inútil. Él no buscaba a nadie en particular, al contrario, los que amaba se encontraban seguros en la aldea.
Derrick era un hombre fuerte. Muchas veces las miradas se habían posado en él cuando se pedían voluntarios. La última vez fue una demanda tan penetrante la que vio en los ojos de sus vecinos que no pudo negarse. Casi lo elevaban a la categoría de héroe, aunque para él sería más un mártir.
Algo paso volando sobre su cabeza. Lo hizo a gran velocidad, en un penetrante zumbido. En vano movió su linterna hacia arriba examinando las sombras. Sus ojos humanos nunca podrían leer lo que sucedía entre las espesas ramas. Regresó su atención al suelo en dónde al menos podía moverse.
Las luces de las demás linternas habían desaparecido.
Los gritos silenciados en el vaho blanquecino que se derramaba entre los troncos.
Estaba solo.
Las garras del miedo se hundieron en su pecho y un escalofrío recorrió su espalda. Giró en todas direcciones buscando indicios de compañía, pero solo encontraba más de esa oscuridad que enlutaba el bosque. La lámpara chillaba antes sus bruscos movimientos, proyectando su luz mortecina contra un enemigo impenetrable.
Llamó a grandes voces, pero sus palabras eran devoradas por la primigenia vegetación. Correr fue la única alternativa que su mente encontró y así lo hizo. El terreno era accidentado, con raíces que sobresalían de la tierra o grandes rocas ocultas en la hierba. Estaba seguro de que avanzaba en la misma dirección de la que había venido, no debería tardar en salir del bosque.
Pero tras lo que debieron ser diez minutos de huida, parecía no haberse movido de donde estaba. Seguía rodeado por la misma soledad silenciosa y desoladora. O eso pensó al principio. Sus ojos, que comenzaban a ajustarse al luto de la noche, descubrieron una serie de cambios en las formas de los troncos, ahora retorcidas en garras quiméricas. En las cortezas brotaban hongos ulcerosos que supuraban un líquido rojizo, dando la impresión de que los árboles sangraban. El aire también se volvió más denso, y en él viajaban los efluvios de aguas estancadas en alguna parte del bosque. Se cubrió el rostro con un brazo para evitarlos.
Algo volvió a pasar por encima de su cabeza, pero esta vez más cerca. Era un zumbido monstruoso que provenía desde la bóveda de hojas tumultuosas. Y algo más. Pudo oír un llanto que lo acompañaba. Un llanto de mujer, inconsolable y carente de esperanzas.
La confusión fue tal que llevó a Derrick de regreso a su juventud. Años antes de que se instalaran en la isla. Trabajaba en los muelles de Grydveil, una ciudad siempre cubierta por la bruma del mar. En las sombrías tabernas solían contarse historias. Una en particular se llamaba la Taberna de los Retos. Diversos personajes se reunían en ella para contar historias bajo la protección de máscaras y nombres falsos. Se contaban cosas de distintas partes del mundo, rumores y sucesos de los que no podía hablarse en público. Criaturas misteriosas, lugares malditos, seres que se movían entre mundos para consumirlos, amores trágicos que levaban a la locura.
Uno de estos narradores habló una vez de un viejo códice que contenía más historias que las que la taberna podría reunir en todos sus años de existencia. El Acipe aisatnaf, que entre sus páginas contenía muchos secretos del mundo. Uno de estos hablaba sobre mundos que se movían paralelos al suyo, pero que eventualmente llegaban a colisionar. Cuando esto pasaba, la realidad misma era desgarrada y por las fisuras se arrastraban toda clase de horrores.
A su derecha, algo enorme se movió, reptando como una serpiente y bufando como un buey. No quería creerlo, pero lo que estaba sucediendo solo le recordaba a las palabras de aquel narrador. Parecía estar dentro de una pesadilla.
El suelo bajo sus pies desapareció y él cayó. En su prisa no se había percatado del barranco que se abría ante él. Rodó a gran velocidad, con las piedras moliendo su cuerpo y las raíces arañando su rostro. Soltó la lámpara y la escuchó estrellándose en algún sitio.
Se incorporó adolorido y gimiente, temeroso de abrir los ojos para enfrentarse a la oscuridad sin una luz. Cuando todo dejó de darle vueltas se atrevió a hacerlo. Y grande fue su sorpresa al encontrarse con una luz rojiza brotando al otro lado de unos arbustos.
No era común y, por lo tanto, no aliviaba sus temores a la noche, sino que los reemplazaba con el miedo a esta nueva manifestación de los poderes del bosque. Sin embargo, era llamado a ese lugar, podía sentirlo. Una fuerza desconocida se adueñó de él y dirigió sus pasos en esa dirección.
Las hojas eran afiladas y causaron algunos cortes en sus dedos, pero no le importó. No al ver lo que yacía del otro lado. Un claro cercado por aquellos deformes árboles. Ocupado en su mayor parte por un lago rojo y resplandeciente. Una luna sangrienta se alzaba por encima de este, derramando sus pegajosos destellos sobre las aguas. La luz emanaba de estas, pero pronto comprendió que no era agua. No solo eran más densas, casi gelatinosas, sino que brotaban del aire. Tres largos desgarros, como dejados por las zarpas de una bestia, flotaban a varios metros de la superficie. Y por ellos se derramaba la extraña substancia.
Una visión incomprensible, enloquecedora. La realidad misma se desangraba por aquellas heridas. O tal vez aquello no era más que un sueño delirante de su mente. Llevado al extremo esa noche, corría como un loco delirante en el bosque, perdiéndose en el mismo sitio que los demás desaparecidos.
Antes de que pudiera decidir que estaba pasando, el zumbido de antes volvió a oírse, pero multiplicado. Y de la misma forma los llantos. Distinguió por el rabillo del ojo unas figuras que surgían del bosque y volaban hasta las orillas del lago. Cuerpos largos y estilizados de libélulas gigantes, de color bronce y con tórax enjoyados. Sin embargo, en lugar de las cabezas de insectos, tenían pálidos rostros de mujeres, con largas cabelleras negras que rozaban la superficie del lago. Una expresión de angustia consumía esos rostros que gemían desesperados.
Pensaba en escapar, la idea fija en su mente. Pero se quedó dónde estaba y empezó a gritar, no de horror, sino para llamar la atención de aquellos seres deformes. No sabía nada, solo que su garganta parecía haber ganado una consciencia propia y la firme voluntad de conducirlo a la ruina.
La más cercana de las criaturas se lanzó hacia él con la boca abierta y exhibiendo una serie de afilados colmillos.
Ya veía su final como inminente. Un brillo metálico pasó volando por encima de su hombro y se hundió en el rostro de la criatura. Se desplomó en la tierra, todavía moviendo sus alas y larga cola. Pero los llantos se habían detenido.
Derrick sintió algo tirando del cuello de su camisa mientras su garganta enmudecía. Una fuerza que lo arrastró por el bosque, alejándolo del lago y de las libélulas. Una brigada de zumbidos ardía en las copas de los árboles, estremecidas por el batir de una infinidad de alas.
Uno de esos seres alados se arrojó contra él desde las alturas, pero la misma fuerza que lo arrastraba dio un rápido giro. Alcanzó a ver otro brillo metálico seguido del cuerpo de la libélula siendo cortado en pedazos. En medio de esos movimientos distinguió lo que lo estaba salvando. Un largo brazo humano que se desprendía de una masa de niebla. Esta se movía entre los árboles con la agilidad de un ciervo.
La persecución concluyó cuando Derrick fue arrojado dentro de un cubil de piedra y hiedra. A su espalda fue cerrada una puerta y contra esa se materializó una silueta humana. Sobre su rostro traía una máscara de gas que ocultaba sus rasgos. Llevaba una linterna que emitía una luz violácea y una capa de color borgoña. Por la capucha se deslizaban mechones de cabello negro. En una mano llevaba una larga y afilada aguja que llevó contra el filtro de la máscara. Con un siseo le indicó que guardara silencio.
Él obedeció, mientras el cubil en el que se hallaban se vio abordado por un torrente de zumbidos. Eran tantos y tan fuertes que parecía que harían caer las paredes. Pero no se detuvieron, sino que siguieron de largo.
Fueron unos instantes que le parecieron eternos, pero concluyeron.
La calma volvió poco a poco. Apenas se recuperaba del impacto cuando una voz de mujer le habló.
—Nunca debiste entrar a este bosque.
—¿Quién eres?¿Qué está pasando? —preguntó confundido.
—Tú lo viste. Este bosque es una puerta a otro mundo.
—Pero ¿Por qué pasa esto?
La mujer no parecía estar prestándole atención. Al contrario, parecía reflexionar en cosas poco gratas.
—Debieron dejar de mandar gente. Un momento…
Su interlocutora pareció notar algo en Derrick. Se inclinó sobre él y lo sujetó del cuello. Su agarre era firme y capaz de quebrarle el cuello. Desde los cristales de su máscara llegaba un frío destello.
—Tú no estás solo. Hay alguien contigo.
Derrick no comprendía de qué hablaba, pero no encontraba la fuerza para poner sus dudas en preguntas claras.
—¿Qué?
—Unos ojos detrás de los tuyos. Alguien está viendo lo mismo que tú.
—¿Mis ojos?
—¿Quién eres? —ordenó la mujer.
La voz brotó de la boca de Derrick. Pero no le pertenecía a él.
—Lakiv.
Era la voz de un niño. Una voz que no podía reconocer, pero que venía de él. Sus dedos se retorcieron en la tierra dejando surcos.
—¿Quién te habló del bosque?
—Tom Hogan.
—¿Tom Hogan? —preguntó Derrick asustado—. El hijo del herrero. Pero si solo es un bebé ¿Qué tienen que ver ellos con esto?
La mujer parecía haberse vuelto indiferente al aldeano. Solo prestaba atención a la voz del niño.
—Al hablarte de lo que sucede en este bosque, Tom dejó tu mente susceptible a su influjo. No debió ser intencional. Pocas personas la sensibilidad que tú tienes. Tierra fértil para lo que sucede aquí.
La mujer observó a través de los cristales de la máscara y a través de los ojos de Derrick. Parecía muy intrigada por lo que acababa de descubrir. Una anomalía que parecía querer diseccionar con la mirada. Aunque se dirigía al niño, Derrick sintió que él podía caer en el fuego cruzado.
—¿Qué hay de mí? —intervino suplicante.
Ella se irguió como una torre ante el aldeano, imponente e inalterable. Supo que ahora se estaba dirigiendo a él. Una fría determinación ardía en los cristales de la máscara. La misma determinación residía en su voz.
—Tú cuerpo ya ha sido alcanzado por el bosque —dijo la mujer mientras alzaba una mano sobre el hombre.
—¿Qué dices? —preguntó con la mirada clavada en la sombra de cinco dedos sobre su pecho.
Pero antes de que Derrick pudiera agregar más sintió que su cuerpo se paralizaba. Los miembros se reblandecían bajo la mano de la mujer. Se disolvían en un siseo. Carne y hueso convirtiéndose en volutas de humo que se alzaron hasta la palma de la mujer. Sus ropas quedaron desparramadas en el suelo. Ella cerró su mano con suavidad y al abrirla sujetaba un pequeño espejo.
Observó el reflejo que aparecía en este. Derrick permanecía ante ella, detenido en el tiempo, casi rebotando en el marco dorado. Una sombra se movía tras él, pero fue volviéndose cada vez más pequeña hasta ser solo una mosca y luego una manchita. Hasta que desapareció. La entidad que había estado viendo a través de los ojos del aldeano había regresado al sitio del que venía.
La mujer tomó un saco que colgaba de su cintura. Lo desató exhibiendo más espejos similares. Con cuidado depositó su más reciente creación junto a las demás.
3
Lakiv se despertó cuando un escalofrío, indiferente a las gruesas sabanas, invadió su cuerpo. Se incorporó en la cama y se rodeó con los brazos para frotarse y entrar en calor. La sensación era desagradable y no se iba. Pensó en sacar un abrigo del baúl y dormir con este puesto. Despertar cubierto en sudor hubiera sido mejor que soportar ese repentino frío que se pegaba a sus huesos.
Miró por la ventana para asegurarse de que estaba en un lugar conocido. Cabañas de madera, espaciosas en su mayoría, muchas con balcones, alféizares llenos de flores y porches con barandas finamente talladas. Cercas de pierda delimitaban algunas propiedades, pero no eran frecuentes. Las cabañas parecían derramarse por el escalonado terreno, unidas por escaleras de piedra que serpenteaban entre la verde hierba. La luz de la runa hacía resplandecer los puntiagudos techos y chimeneas.
Estaba en la aldea.
Pero el sueño fue tan real y horrible que solo podía pensar en él. Quería creer que era por las historias de Tom, pero los detalles más perturbadores no formaban parte de lo que el anciano había referido. Y él nunca había soñado con cosas como aquellas.
La mujer con la máscara de gas.
Había algo en ella que lo había atraído irremediablemente. Y no era solo su voz, sino que irradiaba de su sola presencia para entrar por los ojos y adueñarse de su interior. Incluso en ese momento seguía viéndola, como un reflejo congelado en el espejo de su memoria. Algo de lo que no podía alejarse.
Desvió la mirada hacia la ventana de nuevo y entonces lo vio. Una espesa niebla se deslizaba desde el bosque Blackwood y avanzaba hasta la orilla del río. Algo en esas emanaciones lo ponía nervioso. No tenía sentido, pero sabía que esa era la razón de sus crecientes escalofríos.
El silencio reinaba en esa noche de una manera antinatural, ni las aves nocturnas, ni el viento, ni los insectos. Era como si todo en la naturaleza estuviera aguardando algo. Y él, al despertarse, se había vuelto parte del auditorio. Por eso supo que no cerraría la ventana, ni se cubriría bajo las sabanas.
El brazo surgió de entre los árboles, más largos que las aspas de un molino. Rematado en una mano de cinco dedos tan filosos como garras. La cabeza lo siguió, una masa en forma de gota, con el extremo más gordo hacia adelante, bamboleándose como péndulo. No podía verse ningún rasgo en esta, ni siquiera ojos. Un segundo brazo igual al primero apareció para sumarse a esa procesión de horrores. El torso era humano, pero negro como brea viva. Parecía humano, pero con la piel pegada a los huesos.
Lakiv quedó paralizado ante la horrible visión que se deslizaba en la niebla, sobre el campo de flores. Ni un solo sonido emanó de la criatura, ni siquiera cuando cruzó el río sin dificultad. Ahora estaba a escasos pasos de su ventana, cubriendo la luna con su enorme cuerpo.
Su corazón se detuvo ante los movimientos retorcidos de la criatura. No importaba lo que fuera, su sola presencia atentaba contra todas las seguridades de su mundo infantil. Quería gritar, despertar a todos y advertirles, pero no podía abandonar su posición de vigía.
El aroma putrefacto del monstruo se coló por la ventana, como si un estercolero andante se estuviera rodeando la casa. Pero lo importante era que no iba por él. Tal vez no se había percatado de su presencia, o algo más lo estaba atrayendo. Comprendió que era lo segundo cuando la criatura rodeó la casa de Tom Hogand.
Los largos miembros traseros rodearon la sencilla vivienda, uno a cada lado, casi como si la estuvieran aferrando. Las “manos” hicieron lo mismo a los costados de la casa. La cabeza se balanceó sobre el techo por varios segundos antes de que un pliegue de carne, oculto hasta ese momento, se abriera en toda su extensión. Una boca de una sanguijuela, repleta de círculos de colmillos que relucían como puñales bajo la luna, se posó sobre el techo.
Por primera vez un sonido se hizo oír en la noche. El sonido del monstruo succionando. Fue entonces que Lakiv se desmayó sobre su cama para no despertar hasta el día siguiente.
Al principio estaba convencido de que todo había sido solo un sueño, rogaba que lo fuera. Nada delataba la excursión nocturna de la criatura, ninguna marca en el suelo y ni rastro de ese horrendo aroma. Ni sus padres ni su hermano mencionaron el tema, indicando que solo él había atestiguado la aparición.
Una hora después descubriría que Tom Hogand había muerto durante la noche.
En la Isla del Vigilante había dos personas peculiares.
Una era la condesa Hofhenson que vivía aislada en una gran mansión apartada de la aldea. Un muchacho curioso se había arriesgado a espiar el interior de la casa una vez. Subiendo a uno de los árboles de la entrada, observó sentado en la gruesa rama. La ventana del segundo piso permitía ver una habitación con las paredes llenas de pequeños espejos. La historia de semejante colección intrigaba a todos, pero el aislamiento de la condesa evitaba que se supiera algo. Y un día después de aquella primera inspección, el árbol fue derribado.
La segunda persona era Tomo Hogan.
Ningún hombres sabía contar la historia de la isla como Tom Hogan. Sentado junto a la chimenea, con su barba blanca de la que brotaba una pipa siempre encendida durante sus cuentos. A muchas familias no les hubiera gustado que sus hijos estuvieran cerca del anciano, pero la de Lakiv no era de la isla y las supersticiones no significaban mucho para ellos. Además, se estaban quedando frente a su casa y no era inusual que el niño le llevara viandas al hombre.
—Siempre está ahí, al otro lado del río. El bosque ha estado en esta isla desde mucho antes que la habitáramos. Y seguirá aquí cuando ya no estemos. Lo llamamos Blackwood porque así se llamó su primer heraldo, el hombre que registró los primeros incidentes por escrito. El libro que guardaba sus palabras fue destruido por el consejo hace mucho. Pero hay una copia aquí —dijo tocándose la sien con un dedo calloso.
Dio una pitada a su pipa y miró las llamas que danzaban en la chimenea, proyectando monstruosas figuras alrededor del cuarto. Casi parecía a gusto entre aquellos seres irreales.
—Todo el oeste de la isla está ocupado por el bosque. Un observador constante de lo que sucede al otro lado del río. Cualquiera que haya tratado de cruzar sus fronteras no volvió a ser visto. Por eso ya nadie se atreve siquiera a cruzar el río, pese a que lo primero que haya del otro lado sea un campo de flores.
—¿Y por qué no van muchas personas juntas al bosque?
Tom dejó escapar una risotada que casi derriba de espaldas a Lakiv. La madera del suelo chillaba con cada movimiento de su cuerpo.
—Se ha intentado. Partidas de rescate enteras sufrieron la misma suerte que las personas a las que debían rescatar. Cada una más numerosa que la anterior… Hasta que un día se terminaron.
—Yo solo era un niño en aquel entonces. Pero lo recuerdo bien. También recuerdo como se veían personas extrañas merodeando los límites del bosque. No eran de la aldea, no. Nunca los vi tratando de escapar. Más bien estaban… Vigilando.
—¿Vigilando?
—Bueno, alguien tiene que evitar que los desaparecidos regresen. Sí, estoy seguro que si no fuera por estos encapuchados, los desaparecidos podrían haber regresado. Pero…
Tom se inclinó hacia adelante. Una cortina de humo le cubrió el rostro por unos instantes.
—¿Habríamos querido que regresaran?
—¿Qué quieres decir?
—No dejan que quienes han penetrado en los secretos del bosque lo abandonen.
Algo en sus ojos se volvió escurridizo y Lakiv no pudo descifrar de qué se trataba. El anciano pareció sumirse en sus propias reflexiones, pero sin detener la historia.
—¿Qué podría venir con ellos? Adherido a sus cuerpos e imperceptible a los ojos.
Tom miró las llamas de la chimenea de nuevo.
—Aquí hasta hablar del bosque Blackwood es peligroso. Todos temen que el solo recordar nuestra historia con él haga… germinar algo en el cerebro. Algo que guié al bosque directo hasta el que traiga esos horrores de vuelta.
La mirada del anciano parecía distante, como si su mente vagara en algún lugar lejano. Lakiv podía sentirlo, él siempre había tenido una capacidad especial para percibir las emociones de otras personas. En ocasiones era como si viera la realidad desde los ojos de otros. Había compartido esto con sus padres, pero ellos redujeron el asunto a imaginaciones infantiles. Sin embargo, las percepciones todavía lo asaltaban.
—Siempre nos observa. Y aunque haya pasado tanto tiempo, el pueblo, la isla entera, mantiene el temor reverente. Pero nadie se va. La tierra es fértil, la pesca es buena y todo se mantiene en orden siempre que nadie cruce el río. No ganaríamos nada si nos fuéramos. Hay algo en la tierra. Y nosotros hemos echado raíces en ella.
Una gran mano nudosa le despeinó la cabeza al niño que cerró los ojos bajo su peso. Su repentina actitud contrastaba con el ambiente previo. Como si el anciano tratara de volver el entorno más ameno.
—Pero tu familia no es de aquí. No tiene lazos con la tierra y pronto se irán. Así que mejor no me hagas caso. No sé por qué dije tantas tonterías hace un momento.
En efecto, ellos solo estarían en la isla hasta que su padre, un médico del continente, terminará el trabajo que estaba realizando. Para él, eran unas vacaciones lejos de las multitudes y ajetreos tan comunes en la ciudad. Un respiro de la apabullante vida urbana. Sin embargo, en ese momento tuvo la sensación de que sí Tom fuera capaz de sacarlos de la isla en un barco de regreso al continente, lo habría hecho.
Quería preguntarle sobre ese cambio de actitud, pero su madre lo llamó desde la ventana y supo que era hora de irse. Se despidió de Tom deseándole una buena noche de descanso, pero él no respondió. Sus ojos miraban por la ventana, más allá del río, en dirección al bosque cuyo nombre el niño acababa de aprender.
2
La lluvia caía con pesadez. Podía oír las gotas estrellándose contra su capucha en una sucesión de hipnóticos golpeteos. Lo rodeaba la oscuridad primigenia de un entorno donde el hombre nunca había entrado. Y si lo había hecho, esa inmensidad salvaje y fértil había devorado todo rastro de su presencia, perdiéndola en un sueño muy lejano. Los árboles eran gruesos y repletos de nudos que formaban complicados diseños: semejaban rostros y figuras cuya comprensión hubiera requerido un momento de quietud. Y eso era algo que no podía permitirse.
A su alrededor ardían las lámparas de aceite de los demás miembros del equipo de búsqueda. Apenas permitían un atisbo de lo que los rodeaba, pero con eso tendría que bastar. Por encima de la lluvia se hacían oír los gritos que llamaban a los desaparecidos. No había respuesta.
La comodidad del hogar se hallaba tan cerca. Solo unos pasos para salir del bosque, cruzar el campo de flores y luego el río. Pero nadie daría el primer paso. Al contrario, seguirían con esa misión que sabían inútil. Él no buscaba a nadie en particular, al contrario, los que amaba se encontraban seguros en la aldea.
Derrick era un hombre fuerte. Muchas veces las miradas se habían posado en él cuando se pedían voluntarios. La última vez fue una demanda tan penetrante la que vio en los ojos de sus vecinos que no pudo negarse. Casi lo elevaban a la categoría de héroe, aunque para él sería más un mártir.
Algo paso volando sobre su cabeza. Lo hizo a gran velocidad, en un penetrante zumbido. En vano movió su linterna hacia arriba examinando las sombras. Sus ojos humanos nunca podrían leer lo que sucedía entre las espesas ramas. Regresó su atención al suelo en dónde al menos podía moverse.
Las luces de las demás linternas habían desaparecido.
Los gritos silenciados en el vaho blanquecino que se derramaba entre los troncos.
Estaba solo.
Las garras del miedo se hundieron en su pecho y un escalofrío recorrió su espalda. Giró en todas direcciones buscando indicios de compañía, pero solo encontraba más de esa oscuridad que enlutaba el bosque. La lámpara chillaba antes sus bruscos movimientos, proyectando su luz mortecina contra un enemigo impenetrable.
Llamó a grandes voces, pero sus palabras eran devoradas por la primigenia vegetación. Correr fue la única alternativa que su mente encontró y así lo hizo. El terreno era accidentado, con raíces que sobresalían de la tierra o grandes rocas ocultas en la hierba. Estaba seguro de que avanzaba en la misma dirección de la que había venido, no debería tardar en salir del bosque.
Pero tras lo que debieron ser diez minutos de huida, parecía no haberse movido de donde estaba. Seguía rodeado por la misma soledad silenciosa y desoladora. O eso pensó al principio. Sus ojos, que comenzaban a ajustarse al luto de la noche, descubrieron una serie de cambios en las formas de los troncos, ahora retorcidas en garras quiméricas. En las cortezas brotaban hongos ulcerosos que supuraban un líquido rojizo, dando la impresión de que los árboles sangraban. El aire también se volvió más denso, y en él viajaban los efluvios de aguas estancadas en alguna parte del bosque. Se cubrió el rostro con un brazo para evitarlos.
Algo volvió a pasar por encima de su cabeza, pero esta vez más cerca. Era un zumbido monstruoso que provenía desde la bóveda de hojas tumultuosas. Y algo más. Pudo oír un llanto que lo acompañaba. Un llanto de mujer, inconsolable y carente de esperanzas.
La confusión fue tal que llevó a Derrick de regreso a su juventud. Años antes de que se instalaran en la isla. Trabajaba en los muelles de Grydveil, una ciudad siempre cubierta por la bruma del mar. En las sombrías tabernas solían contarse historias. Una en particular se llamaba la Taberna de los Retos. Diversos personajes se reunían en ella para contar historias bajo la protección de máscaras y nombres falsos. Se contaban cosas de distintas partes del mundo, rumores y sucesos de los que no podía hablarse en público. Criaturas misteriosas, lugares malditos, seres que se movían entre mundos para consumirlos, amores trágicos que levaban a la locura.
Uno de estos narradores habló una vez de un viejo códice que contenía más historias que las que la taberna podría reunir en todos sus años de existencia. El Acipe aisatnaf, que entre sus páginas contenía muchos secretos del mundo. Uno de estos hablaba sobre mundos que se movían paralelos al suyo, pero que eventualmente llegaban a colisionar. Cuando esto pasaba, la realidad misma era desgarrada y por las fisuras se arrastraban toda clase de horrores.
A su derecha, algo enorme se movió, reptando como una serpiente y bufando como un buey. No quería creerlo, pero lo que estaba sucediendo solo le recordaba a las palabras de aquel narrador. Parecía estar dentro de una pesadilla.
El suelo bajo sus pies desapareció y él cayó. En su prisa no se había percatado del barranco que se abría ante él. Rodó a gran velocidad, con las piedras moliendo su cuerpo y las raíces arañando su rostro. Soltó la lámpara y la escuchó estrellándose en algún sitio.
Se incorporó adolorido y gimiente, temeroso de abrir los ojos para enfrentarse a la oscuridad sin una luz. Cuando todo dejó de darle vueltas se atrevió a hacerlo. Y grande fue su sorpresa al encontrarse con una luz rojiza brotando al otro lado de unos arbustos.
No era común y, por lo tanto, no aliviaba sus temores a la noche, sino que los reemplazaba con el miedo a esta nueva manifestación de los poderes del bosque. Sin embargo, era llamado a ese lugar, podía sentirlo. Una fuerza desconocida se adueñó de él y dirigió sus pasos en esa dirección.
Las hojas eran afiladas y causaron algunos cortes en sus dedos, pero no le importó. No al ver lo que yacía del otro lado. Un claro cercado por aquellos deformes árboles. Ocupado en su mayor parte por un lago rojo y resplandeciente. Una luna sangrienta se alzaba por encima de este, derramando sus pegajosos destellos sobre las aguas. La luz emanaba de estas, pero pronto comprendió que no era agua. No solo eran más densas, casi gelatinosas, sino que brotaban del aire. Tres largos desgarros, como dejados por las zarpas de una bestia, flotaban a varios metros de la superficie. Y por ellos se derramaba la extraña substancia.
Una visión incomprensible, enloquecedora. La realidad misma se desangraba por aquellas heridas. O tal vez aquello no era más que un sueño delirante de su mente. Llevado al extremo esa noche, corría como un loco delirante en el bosque, perdiéndose en el mismo sitio que los demás desaparecidos.
Antes de que pudiera decidir que estaba pasando, el zumbido de antes volvió a oírse, pero multiplicado. Y de la misma forma los llantos. Distinguió por el rabillo del ojo unas figuras que surgían del bosque y volaban hasta las orillas del lago. Cuerpos largos y estilizados de libélulas gigantes, de color bronce y con tórax enjoyados. Sin embargo, en lugar de las cabezas de insectos, tenían pálidos rostros de mujeres, con largas cabelleras negras que rozaban la superficie del lago. Una expresión de angustia consumía esos rostros que gemían desesperados.
Pensaba en escapar, la idea fija en su mente. Pero se quedó dónde estaba y empezó a gritar, no de horror, sino para llamar la atención de aquellos seres deformes. No sabía nada, solo que su garganta parecía haber ganado una consciencia propia y la firme voluntad de conducirlo a la ruina.
La más cercana de las criaturas se lanzó hacia él con la boca abierta y exhibiendo una serie de afilados colmillos.
Ya veía su final como inminente. Un brillo metálico pasó volando por encima de su hombro y se hundió en el rostro de la criatura. Se desplomó en la tierra, todavía moviendo sus alas y larga cola. Pero los llantos se habían detenido.
Derrick sintió algo tirando del cuello de su camisa mientras su garganta enmudecía. Una fuerza que lo arrastró por el bosque, alejándolo del lago y de las libélulas. Una brigada de zumbidos ardía en las copas de los árboles, estremecidas por el batir de una infinidad de alas.
Uno de esos seres alados se arrojó contra él desde las alturas, pero la misma fuerza que lo arrastraba dio un rápido giro. Alcanzó a ver otro brillo metálico seguido del cuerpo de la libélula siendo cortado en pedazos. En medio de esos movimientos distinguió lo que lo estaba salvando. Un largo brazo humano que se desprendía de una masa de niebla. Esta se movía entre los árboles con la agilidad de un ciervo.
La persecución concluyó cuando Derrick fue arrojado dentro de un cubil de piedra y hiedra. A su espalda fue cerrada una puerta y contra esa se materializó una silueta humana. Sobre su rostro traía una máscara de gas que ocultaba sus rasgos. Llevaba una linterna que emitía una luz violácea y una capa de color borgoña. Por la capucha se deslizaban mechones de cabello negro. En una mano llevaba una larga y afilada aguja que llevó contra el filtro de la máscara. Con un siseo le indicó que guardara silencio.
Él obedeció, mientras el cubil en el que se hallaban se vio abordado por un torrente de zumbidos. Eran tantos y tan fuertes que parecía que harían caer las paredes. Pero no se detuvieron, sino que siguieron de largo.
Fueron unos instantes que le parecieron eternos, pero concluyeron.
La calma volvió poco a poco. Apenas se recuperaba del impacto cuando una voz de mujer le habló.
—Nunca debiste entrar a este bosque.
—¿Quién eres?¿Qué está pasando? —preguntó confundido.
—Tú lo viste. Este bosque es una puerta a otro mundo.
—Pero ¿Por qué pasa esto?
La mujer no parecía estar prestándole atención. Al contrario, parecía reflexionar en cosas poco gratas.
—Debieron dejar de mandar gente. Un momento…
Su interlocutora pareció notar algo en Derrick. Se inclinó sobre él y lo sujetó del cuello. Su agarre era firme y capaz de quebrarle el cuello. Desde los cristales de su máscara llegaba un frío destello.
—Tú no estás solo. Hay alguien contigo.
Derrick no comprendía de qué hablaba, pero no encontraba la fuerza para poner sus dudas en preguntas claras.
—¿Qué?
—Unos ojos detrás de los tuyos. Alguien está viendo lo mismo que tú.
—¿Mis ojos?
—¿Quién eres? —ordenó la mujer.
La voz brotó de la boca de Derrick. Pero no le pertenecía a él.
—Lakiv.
Era la voz de un niño. Una voz que no podía reconocer, pero que venía de él. Sus dedos se retorcieron en la tierra dejando surcos.
—¿Quién te habló del bosque?
—Tom Hogan.
—¿Tom Hogan? —preguntó Derrick asustado—. El hijo del herrero. Pero si solo es un bebé ¿Qué tienen que ver ellos con esto?
La mujer parecía haberse vuelto indiferente al aldeano. Solo prestaba atención a la voz del niño.
—Al hablarte de lo que sucede en este bosque, Tom dejó tu mente susceptible a su influjo. No debió ser intencional. Pocas personas la sensibilidad que tú tienes. Tierra fértil para lo que sucede aquí.
La mujer observó a través de los cristales de la máscara y a través de los ojos de Derrick. Parecía muy intrigada por lo que acababa de descubrir. Una anomalía que parecía querer diseccionar con la mirada. Aunque se dirigía al niño, Derrick sintió que él podía caer en el fuego cruzado.
—¿Qué hay de mí? —intervino suplicante.
Ella se irguió como una torre ante el aldeano, imponente e inalterable. Supo que ahora se estaba dirigiendo a él. Una fría determinación ardía en los cristales de la máscara. La misma determinación residía en su voz.
—Tú cuerpo ya ha sido alcanzado por el bosque —dijo la mujer mientras alzaba una mano sobre el hombre.
—¿Qué dices? —preguntó con la mirada clavada en la sombra de cinco dedos sobre su pecho.
Pero antes de que Derrick pudiera agregar más sintió que su cuerpo se paralizaba. Los miembros se reblandecían bajo la mano de la mujer. Se disolvían en un siseo. Carne y hueso convirtiéndose en volutas de humo que se alzaron hasta la palma de la mujer. Sus ropas quedaron desparramadas en el suelo. Ella cerró su mano con suavidad y al abrirla sujetaba un pequeño espejo.
Observó el reflejo que aparecía en este. Derrick permanecía ante ella, detenido en el tiempo, casi rebotando en el marco dorado. Una sombra se movía tras él, pero fue volviéndose cada vez más pequeña hasta ser solo una mosca y luego una manchita. Hasta que desapareció. La entidad que había estado viendo a través de los ojos del aldeano había regresado al sitio del que venía.
La mujer tomó un saco que colgaba de su cintura. Lo desató exhibiendo más espejos similares. Con cuidado depositó su más reciente creación junto a las demás.
3
Lakiv se despertó cuando un escalofrío, indiferente a las gruesas sabanas, invadió su cuerpo. Se incorporó en la cama y se rodeó con los brazos para frotarse y entrar en calor. La sensación era desagradable y no se iba. Pensó en sacar un abrigo del baúl y dormir con este puesto. Despertar cubierto en sudor hubiera sido mejor que soportar ese repentino frío que se pegaba a sus huesos.
Miró por la ventana para asegurarse de que estaba en un lugar conocido. Cabañas de madera, espaciosas en su mayoría, muchas con balcones, alféizares llenos de flores y porches con barandas finamente talladas. Cercas de pierda delimitaban algunas propiedades, pero no eran frecuentes. Las cabañas parecían derramarse por el escalonado terreno, unidas por escaleras de piedra que serpenteaban entre la verde hierba. La luz de la runa hacía resplandecer los puntiagudos techos y chimeneas.
Estaba en la aldea.
Pero el sueño fue tan real y horrible que solo podía pensar en él. Quería creer que era por las historias de Tom, pero los detalles más perturbadores no formaban parte de lo que el anciano había referido. Y él nunca había soñado con cosas como aquellas.
La mujer con la máscara de gas.
Había algo en ella que lo había atraído irremediablemente. Y no era solo su voz, sino que irradiaba de su sola presencia para entrar por los ojos y adueñarse de su interior. Incluso en ese momento seguía viéndola, como un reflejo congelado en el espejo de su memoria. Algo de lo que no podía alejarse.
Desvió la mirada hacia la ventana de nuevo y entonces lo vio. Una espesa niebla se deslizaba desde el bosque Blackwood y avanzaba hasta la orilla del río. Algo en esas emanaciones lo ponía nervioso. No tenía sentido, pero sabía que esa era la razón de sus crecientes escalofríos.
El silencio reinaba en esa noche de una manera antinatural, ni las aves nocturnas, ni el viento, ni los insectos. Era como si todo en la naturaleza estuviera aguardando algo. Y él, al despertarse, se había vuelto parte del auditorio. Por eso supo que no cerraría la ventana, ni se cubriría bajo las sabanas.
El brazo surgió de entre los árboles, más largos que las aspas de un molino. Rematado en una mano de cinco dedos tan filosos como garras. La cabeza lo siguió, una masa en forma de gota, con el extremo más gordo hacia adelante, bamboleándose como péndulo. No podía verse ningún rasgo en esta, ni siquiera ojos. Un segundo brazo igual al primero apareció para sumarse a esa procesión de horrores. El torso era humano, pero negro como brea viva. Parecía humano, pero con la piel pegada a los huesos.
Lakiv quedó paralizado ante la horrible visión que se deslizaba en la niebla, sobre el campo de flores. Ni un solo sonido emanó de la criatura, ni siquiera cuando cruzó el río sin dificultad. Ahora estaba a escasos pasos de su ventana, cubriendo la luna con su enorme cuerpo.
Su corazón se detuvo ante los movimientos retorcidos de la criatura. No importaba lo que fuera, su sola presencia atentaba contra todas las seguridades de su mundo infantil. Quería gritar, despertar a todos y advertirles, pero no podía abandonar su posición de vigía.
El aroma putrefacto del monstruo se coló por la ventana, como si un estercolero andante se estuviera rodeando la casa. Pero lo importante era que no iba por él. Tal vez no se había percatado de su presencia, o algo más lo estaba atrayendo. Comprendió que era lo segundo cuando la criatura rodeó la casa de Tom Hogand.
Los largos miembros traseros rodearon la sencilla vivienda, uno a cada lado, casi como si la estuvieran aferrando. Las “manos” hicieron lo mismo a los costados de la casa. La cabeza se balanceó sobre el techo por varios segundos antes de que un pliegue de carne, oculto hasta ese momento, se abriera en toda su extensión. Una boca de una sanguijuela, repleta de círculos de colmillos que relucían como puñales bajo la luna, se posó sobre el techo.
Por primera vez un sonido se hizo oír en la noche. El sonido del monstruo succionando. Fue entonces que Lakiv se desmayó sobre su cama para no despertar hasta el día siguiente.
Al principio estaba convencido de que todo había sido solo un sueño, rogaba que lo fuera. Nada delataba la excursión nocturna de la criatura, ninguna marca en el suelo y ni rastro de ese horrendo aroma. Ni sus padres ni su hermano mencionaron el tema, indicando que solo él había atestiguado la aparición.
Una hora después descubriría que Tom Hogand había muerto durante la noche.
«Mueres siendo un héroe... o vives lo suficiente para convertirte en villano»