10/06/2019 04:38 PM
Nota del autor N°1: A todo aquel que se lea este relato, le recomiendo encarecidamente leerse A CONTINUACIÓN el Capítulo 14 de la Fuerza del Destino (http://clasico.fantasitura.com/thread-2008.html), pues ambos están pensados como dos mitades de una misma historia, nacidas para ser leídas como conjunto, como complemento. Allí podrán resolver los misterios que aquí se tratan, vivir de primera mano las emociones que aquí se perciben, y todo ello escrito por las manos de la inigualable, la vigente campeona del reto mensual y la mujer con la memoria más selectiva del mundo....... Shaaaaaska!! (@Sashka)
Ahora, para no aburrir al lector con flores que van de un lado al otro, el relato:
Vesemir descansaba con el trasero sobre el brocal del aljibe, mirando con el rostro sereno a las personas que pasaban por el centro del pueblo. A sus espaldas, Geralt tenía el hombro apoyado contra la viga vertical que sostenía el pequeño techado, y gruñía y murmuraba por lo bajo.
—Lobo, ¿por qué mejor no te sientas?
—Estoy harto de esperar, maldita sea. ¿Hasta cuándo…?
—Hasta que vengan. —Vesemir soltó una larga exhalación—. ¿Podrías, al menos, dejar de mover ese pie como un hombre que se agita en la horca?
—Te saca de quicio ese simple ruido, ¿eh, viejo? —Geralt sonrió, pateó con más insistencia el brocal de ladrillo, pudo ver como su maestro apretaba el puño.
—Lobo…
—¿Si…?
El viejo brujo se lo pensó mejor: si le decía que se detuviera, el muy ladino le pondría más empeño.
—Nada —suspiró—. Olvídalo.
Al ver que lo que hacía ya no surtía el mismo efecto, Geralt acabó aburriéndose apenas un minuto después.
—Ese cretino está jugando con nosotros, Vesemir —dijo, hablando entre dientes—. Apuesto a que ahora mismo se ríe desde el otro lado de una ventana. —Pasó la mirada de un postigo a otro.
—Te equivocas, Lobo.
—“Te equivocas, Lobo”, “no das pie con bola, Lobo”, “metiste la pata, Lobo” —recitó Geralt, imitando la voz de su maestro—. ¿Es que alguna vez me dirás lo contrario?
Vesemir se incorporó, le señaló una dirección con la cabeza. Geralt miró hacia allí, advirtió el grupo de gente que se aproximaba hacia ellos. El regidor venía en primer lugar.
—Mierda —murmuró por lo bajo.
El viejo brujo le dio unas palmaditas en el hombro y se burló junto a su oído:
—No hasta que hagas justo lo contrario.
—¡Maeses brujos! —exclamó el regidor, una vez estuvieron a unos pocos pasos—. ¿No os dije yo que esperaseis delante de ‹‹El aljibe››?
—¿Y cómo llamáis a eso vosotros, los pueblerinos? —preguntó Geralt, indicando con una inclinación de cabeza que miraran a sus espaldas—. ¿Castillo? ¿Atalaya?
—No tratéis de palurdos a los demás, si los que cometisteis el yerro fuisteis vosotros dos —espetó el regidor—. Acá, en Calsgon, ‹‹El aljibe›› es la posada del buen Torlad, y no otro lugar.
Vesemir cortó con un gesto la contestación de su pupilo.
—Error de unos o de otros, no importa. El tiempo perdido, perdido está. Mejor centrémonos en aprovechar el que tenemos por delante.
—Palabras sabias, maese brujo, de las que llevan verdá. —Con un brazo abierto, el regidor abarcó a las personas que le acompañaban y dijo—: Como os prometí, toditos todos los que el pergamino firmaron.
El viejo brujo asintió al arrastrar su mirada por el variado grupo, luego volvió a sentarse en el brocal.
—El contrato habla de un fantasma… —dijo.
—Uno terrible, sí, sí. Molesto como ninguno otro. Acá, en Calsgon, le llamamos el ‹‹Aullador››, porque…
—Porque aúlla —concluyó Geralt, con una mueca.
—Y cómo, la madre que lo parió. Pero si solo fuera eso, maeses brujos, hasta lo toleraríamos, vamos, que todo ser tiene derecho a andar con un humor de perros. Pero este… roba gallinas, tira piedras a las ventanas, orina por las chimeneas —al oír esto, el joven pupilo se mordió el labio para ahogar una risa—, y si se cruza con alguien por la calle… hasta nunca y gracias.
—¿Alguien le ha visto? —preguntó Vesemir.
—No hay nadie que no lo haya hecho —replicó el regidor—. Cuando quiere asustarnos, claro, porque cuando no, es invisible como el aire. —Se rascó la cabeza—. Aún no entendemos cómo, alguien tan bueno en vida, puede ser tan hijo de perra estando muerto.
—Fácil —dijo alguien del grupo—, porque no era tan bueno…
—Cierto, esa sirvienta elfa que…
El regidor dio un respingo y giró hacia la gente, todos se callaron.
—¿Cuántas veces os dije que sus guardéis pa’ sí mismos esos rumores de vieja? Benjer Barrabas de los buenos era, que Melitele le guarde en su sagrado pecho.
El viejo brujo sintió que debía poner un alto antes de que aquello se les fuera de las manos.
—El contrato también menciona… “problemas con monstruos” —dijo, cruzándose de brazos—. Y de esos, los brujos vemos a montones. Tendréis que aclarar cuáles son los vuestros.
—Lo aclararemos, por supuesto que sí —replicó el regidor, se giró hacia el grupo—. Porque el Aullador solo no anda, se trajo amigos del Más Allá, el muy jodido. A ver, Melindro, ven p’acá. Anda, suéltales a los brujos lo qué viste en el cementerio.
El tal Melindro se adelantó, movió arriba y abajo la cabeza repetidamente.
—Lo que vi… —las palabras se le atoraron en la garganta cuando clavó la vista en los ojos dorados del brujo, pudo continuar solo al desviarla hacia el regidor—, lo que vi al visitar a mi má, allá en su tumba, eran… eran mostros morrudos, fieros como mi suegra, y eso ya e’ mucho decir.
—No conozco a esa suegra tuya —gruñó Vesemir.
—Vive por acá cerquita…
—Si serás zoquete, Melindro —espetó el regidor—. El brujo quiere que le describas al bichejo de otro modo.
—Oh. Perdón, maese brujo, perdone mi tontera. —El pueblerino se rascó la barba desprolija—. Ah, ya sé, esto les va a dar la pista güena: los mostros esos andurriaban a cuatro patas entre las lápidas, como los chuchos. Pero ná de pelo tenían, to’ músculo y venas eran. Y…
—Basta ya —le interrumpió Geralt—. Ghules, eso viste.
—Ghules —asintió Vesemir—. Comunes, pero no por ello menos peligrosos. El precio por algo así es…
—Detén el carro, maese brujo —exclamó el regidor—, que la avaricia no te nuble el seso. Ese es solo el primero de los nuestros problemas. —El gentío le apoyó con movimientos de cabeza—. A ver, Fernad, sí, tú, zonzo, paso al frente y a hablar.
Y así los brujos pasaron toda una hora oyendo los relatos, siendo descritas ante ellos media docena de criaturas. Que si mujeres envueltas en ropajes oscuros, que si murciélagos acechantes, que si huellas tan grandes como cinco pies juntos y con tres dedos, que si gritos de bebés, que si espectros con lámparas que aparecían en la noche.
—Haremos esto —dijo Vesemir, una vez el último pueblerino hubo dicho lo suyo—. Investigaremos ese cementerio, donde, si no me equivoco, está enterrado ese tal Barrabas…
—En la cripta está, sí señor. Tras una puerta maldita.
—¿Maldita? —preguntaron maestro y pupilo al mismo tiempo.
—Nada de lo que dos brujos debéis preocuparos, pues de hijos habla, y vosotros… tengo que entendido que… —El regidor carraspeó.
—Entiendes bien —respondió Vesemir—. Pero, nos afecte o no, una maldición es una maldición, y el precio ha de aumentar. Estáis hablando de fantasmas, de ghules, de maldiciones, no será nada barato. Pero aún no podemos afirmar que todo sea cierto, y por ello, como decía antes de que me interrumpieras, investigaremos ese cementerio a cambio de una tarifa mínima, y luego se aumentará dependiendo del trabajo y el tiempo que nos conlleve.
Los hombres y mujeres se miraron unos a otros, murmuraron. Uno le habló al oído al regidor.
—Tenemos una contraoferta en cuanto al último punto, maeses brujos, lo del costo del tiempo —expresó este, entonces—. Una que rumiamos de antemano, sabiendo que a este punto íbamos a llegar. Esta es: os podréis hospedar en ‹‹El aljibe››, todo todito el tiempo que se tarden en investigar, sin poner una sola moneda de sus bolsillos.
Los brujos se miraron de reojo, negaron silenciosamente con la cabeza. El intendente del pueblo vio que no les conformaba, miró al posadero a su diestra, cuchichearon por lo bajo.
—La comida será gratis también, maeses brujos —agregó el regidor—. Comida de primera calidá, os lo aseguro, vuestras barrigas no gruñirán ni una vez mientras se queden en Calsgon.
—¿Y para el gaznate? —preguntó Geralt, con una media sonrisa.
El posadero meneó la cabeza, recibió un pisotón de parte de una mujer.
—Eh… eh, cerveza tendrán también —balbuceó este.
El joven pupilo se adelantó a su maestro.
—Si no sabe a meados, es un trato.
—¿Entonces vais al cementerio a esta hora de la tarde? —preguntó el posadero, con mala cara porque los brujos habían pedido vodka en lugar de cerveza. Y de ninguna manera iba a conseguir cobrarles.
—Vamos —asintió Vesemir, apoyando el vaso sobre el mostrador, para luego ponerse en pie—. ¿Dónde lo encontraremos?
—Siguiendo el camino al oeste, a media hora de caminata. Pero…, brujos, nada habréis de encontraros allí hasta la noche. En la oscuridad es que los monstruos salen.
—Esperaremos allí el atardecer —dijo Geralt, acomodado su tahalí al incorporarse—. Una de vosotros habló de cierta mujer vestida de blanco, repelente a la vista como… ¿Qué fue lo que dijo? Oh, sí, una verruga con pelo. Una comparación muy visual, por cierto.
—¿Y vais a creer las farsas de esa vieja cantamañanas?
El joven pupilo se encogió de hombros.
—Es lo justo. Nos creímos la vuestra y las de los demás.
El posadero entornó los ojos, intentando descifrar si el brujo acababa de hacer una broma. No lo había hecho.
Vesemir tosió.
—Vamos, Lobo, o se nos hará tarde.
—Que esté lista la cena para cuando regresemos —dijo Geralt al ventero—. Y que no sea queso y pan como este mediodía.
Los brujos recorrieron el local, el viejo cogió la manija de la puerta, tiró de ella y abrió. No fue poca la sorpresa que se llevaron ambos al toparse con una joven encapuchada, que desde el otro lado del umbral alargaba una mano hacia adelante, en un claro gesto de hacerse con el picaporte. La muchacha debió de reconocerles de inmediato como brujos, pues se quedó pasmada en medio, mirándoles. El joven pupilo intentó verle el rostro bajo la capucha, luego su mirada descendió sin control a partes más apreciables a pesar de la ropa.
Vesemir carraspeó y se hizo un lado, la saludó con una simple reverencia cuando ella pasó frente a él con la cabeza gacha. Luego salió, su pupilo miró la espalda de la joven y más abajo antes de seguirle. Al cerrar la puerta, Geralt volvió a mirar, y esta vez su mirada se encontró con unos ojos verdes brillantes de interés bajo la capucha. Fue incapaz de discernir a qué se debía ese interés, a pesar de que siguió pensándolo durante todo el viaje hasta el cementerio.
Ataron sus caballos cerca de la entrada del camposanto, dejándolos ocultos bajo un árbol del bosque cercano. Los goznes de las verjas chirriaron cuando estas fueron empujadas por el viejo brujo, Geralt las cerró detrás de él, las trabó con un barrote desprendido.
No deseaban ser molestados.
Anduvieron a paso lento hacia la solitaria haya que se alzaba en el centro, mirando a su alrededor, pero aún con las espadas envainadas. El caminito que recorrían, así como las propias tumbas, estaban inundadas de maleza, las lápidas se esforzaban por sobresalir entre ella.
Los brujos se detuvieron ante el árbol, el viento arreció y agitó las numerosas lámparas que colgaban de las ramas muertas, estas chocaron unas con otras con un tintineo metálico.
Geralt miró a sus espaldas por encima de su hombro, alertado por el grito de un chotacabras. Vesemir caminaba alrededor del tronco, con la cabeza echada hacia adelante y los ojos entornados. De pronto alargó una mano, la arrastró por la corteza, se acuclilló y cogió algo del suelo.
—¿Qué? —preguntó el joven pupilo.
Vesemir se lo lanzó, él lo cogió al vuelo, luego abrió la mano y miró con atención.
—Una garra —dijo Geralt. Y ante la mirada inquisitiva de su maestro, agregó—: La garra de un ghul.
—Y donde hay un ghul…
—Hay otros tres —concluyó el joven brujo, clavando sus ojos dorados en lo profundo del bosque.
Vesemir aspiró profundamente con la nariz.
—Ven, Lobo, es por allí.
Los brujos siguieron su olfato hasta las tumbas más recientes. Los ghules habían escarbado con ahínco y profundamente, hasta dar con las tapas de los ataúdes; luego, con poderosos golpes, habían roto las maderas para acceder al premio. Había huesos por todas partes, quebrados y mordidos, sin un trozo de carne adherido; la lengua de los necrófagos era áspera precisamente para ello.
Con un gesto, Vesemir ordenó a su pupilo que hiciera lo suyo. Geralt cogió los dos pequeños frascos con esencia de alghul, los abrió ambos al mismo tiempo con cada mano, luego comenzó a diseminar el líquido por los alrededores. Con ello esperaban confundir a las criaturas y así evitar que les olieran al acercarse.
Una vez acabó, Vesemir miró al cielo.
—Un cuarto de hora para el atardecer. Allí, en aquel montecito, tendremos buena visión de todo el cementerio, podremos descartar la presencia de una Dama del Ocaso.
—O confirmarla —dijo Geralt.
—Espero que no —pronunció el viejo maestro, con seriedad—. No deseo enfrentarme tan pronto a otra de ellas.
Se escondieron en el mencionado monte, allí se deshicieron de los mantos y de todo peso extra, incluidas las espadas de acero. El sol fue cayendo más y más en el oeste, por detrás del dosel arbolado, al mismo tiempo que una bruma verdosa comenzaba a formarse entre las lápidas.
Un cuarto de hora después, el cementerio quedó sumergido en la penumbra de la noche, Vesemir giró un pequeño reloj de arena.
Los brujos no movieron un solo músculo hasta que cada grano dorado se hubo deslizado hacia abajo. Entonces el maestro se permitió soltar un suspiro de alivio.
—Felicidades, viejo —dijo Geralt, dándole una palmada en la espalda—. La noche que estés frente a frente con una dama vestida de blanco no llegó todavi…
Vesemir le puso una mano en la boca, le señaló un punto del muro bajo que delimitaba el cementerio. Con sus pupilas expandidas, el joven brujo no tuvo inconvenientes en identificar a los ghules, que de un salto remontaban el pequeño muro, y con otro se arrojaban a este lado. Eran cinco.
Los brujos se movieron agazapados hasta la pequeña pared, la treparon como los propios monstruos, aterrizando suavemente sobre sus pies, como felinos.
‹‹Una abominación para matar a otra, eso es lo que desean quienes contratan nuestros servicios››. Geralt no pudo evitar recordar esas palabras mientras desenvainaban sus espadas de plata.
Los ghules habían ido a parar inevitablemente a las tumbas abiertas, allí se movían con la cabeza gacha entre los hombros musculosos, olfateaban con atención toda la zona.
Llegaron hasta ellos caminando a paso vivo, uno a la par del otro. Vesemir sostenía su espada con ambas manos, Geralt solo con la izquierda, en la derecha llevaba una piedra. Sin detenerse, el joven pupilo lanzó esta última contra una lápida, el ruido distrajo a los necrófagos, les dio a los brujos el factor sorpresa.
Vesemir cargó contra el primer ghul, que estaba de espalda, con un tajo potente le cortó una de sus anchas patas traseras por encima del tobillo. El monstruo soltó un alarido, perdió el equilibrio cuando quiso saltar, quedó tendido de lado. Rápido como un rayo, el viejo alzó la espada y la descargó en un poderoso golpe descendente, la hoja de plata atravesó de lado a lado el brazo con el que el necrófago intentó cubrirse y rajó el pecho.
Geralt dio velocidad a su andar, en tres largas zancadas llegó hasta uno de los ghules, e impulsándose con la pierna izquierda dio un salto y alargó la espada desde su hombro derecho en una poderosa estocada. Su hoja penetró la caja torácica del necrófago al mismo tiempo que él volvía aterrizar, luego la retiró con un giro de muñeca que rasgó la carne del ghul lateralmente.
Vesemir se volvió al acabar con el primer ghul, ya con el rabillo del ojo advirtió que otros dos venían a por él en una carrera desenfrenada, apenas separados uno del otro por unos cinco metros. El viejo brujo se puso de cara y vio al primero prepararse para dar un salto, entonces hizo un amago y acto seguido apoyó su peso sobre la pierna izquierda, esquivando el zarpazo por centímetros, y usándola como pivote dio un giro de ciento ochenta grados con su espada, que rasgó profundamente el lomo del necrófago. Sin perder un solo segundo, el maestro brujo separó la mano izquierda de la empuñadura y extendió el brazo hacia el otro lado, conjurando la señal de Aard: el segundo ghul, que ya caía sobre él, salió despedido hacia atrás; al caer, su cabeza golpeó una lápida y quedó aturdido. Vesemir le alcanzó pronto, y le dio muerte.
Al mismo tiempo, Geralt cortó de raíz la cabeza del cuarto, el quinto aún se retorcía en el suelo, herido por la plata del viejo brujo. Cuando el pupilo se acercó a él, el silencio volvió al camposanto.
Cortaron las cabezas de los cinco ghules y las metieron en dos sacos, para luego amarrarlos a sus monturas. Luego echaron a andar hacia el camino, llevando con firmeza a los animales por el ronzal, pues estos estaban inquietos por el olor de los necrófagos.
Sin embargo, apenas recorrieron unos pocos metros cuando Geralt miró a un lado y frunció el ceño, deteniéndose.
—¿Lobo?
Vesemir siguió la mirada de su pupilo hacia el muro lateral del cementerio. Allí, a unos veinte pasos de su posición, había un bulto tendido en el suelo.
—Ve —dijo el maestro entonces, cogiendo también las riendas de Sardinilla.
Geralt caminó lentamente hacia allí, con el brazo derecho tenso, por si acaso debía desenvainar la espada con rapidez. Supo qué era ese bulto antes de acuclillarse a la par: el cuerpo de un ghul, decapitado; la cabeza yacía apoyada contra el muro, con el morro abierto. Extrañado por el asunto, el joven pupilo observó con atención el corte, que era limpio y recto. Hum, gruñó para sí mismo, esto es obra de una hoja filosa como pocas.
Aún acuclillado, miró la hierba a su alrededor. Había sido aplastada en varios sectores, pudo identificar las huellas del ghul. Pero había otra, más pequeña, de una bota. Resoplando con molestia, cogió la cabeza cercenada y regresó a los caballos.
—¿Qué traes ahí? —preguntó Vesemir. Geralt guardó el premio en el saco—. ¿Otra cabeza?
—Ajam. La de un ghul solitario que olió a nuestro ángel de la guarda.
El viejo percibió el disgusto en el tono de voz de su pupilo, y él mismo se sintió así ante la noticia. Si acaso era obra de un pueblerino con algo de experiencia, eso significaba que tal vez esa noche tuvieran que escuchar la historia en la posada, y los parroquianos pensarían que ya no les necesitaban, que era cosa fácil matar monstruos. Y el precio bajaría.
Los brujos montaron a caballo.
—Mejor será que nos demos prisa —dijo Vesemir, y partieron a un trote rápido.
El ruido de los cascos no evitó que oyeran el choque de una espada contra otra, los gruñidos de un combate cercano. Bajaron de sus sillas de un salto, siguieron el camino por la vera, ocultos por los árboles. Se detuvieron poco más allá, sus pupilas se dilataron para ver con más claridad en la noche.
Había cuatro figuras luchando con sus hierros: tres robustas y lentas cercando a una más menuda, cuyo cabello se veía blanco a la luz de la luna. Esta última se movía entre ellos con agilidad, parando con la espada, esquivando con pequeños saltos, realizando quiebros y giros. Pero no atacaba, a todas luces trataba de evitar hacer daño a sus atacantes. Vesemir y Geralt se miraron con fijeza, ambos pensaron lo mismo: un brujo.
Y desenvainando sus espadas de acero, corrieron en su ayuda.
Pero cuando la figura menuda les vio, entre una parada y otra, gritó:
—¡Alto!
Los brujos se detuvieron en seco, estupefactos al advertir que se trataba de una mujer.
—¡No es necesario que muera nadie! —insistió ella—. ¡Largaos de aquí u os arrepentiréis!
Vesemir y Geralt no reaccionaron, se la quedaron mirando como a una criatura desconocida, salida de los libros más antiguos. Los hombres, que hasta hace un momento blandían sus espadas, les vieron a ellos y pusieron pies en polvorosa, asustados ante la perspectiva de la igualdad numérica.
—Una mujer —articuló el joven pupilo—, luchando… como un brujo.
La joven enfundó su espada a la espalda, al igual que lo hacían ellos, se apresuró a ponerse la capucha.
Vesemir se aproximó a ella.
—¿Dónde has aprendido a luchar así, muchacha?
La joven desvió la mirada y apretó los labios, como si cavilara qué debía responder. Luego bajó la cabeza y habló, cortante:
—No es de tu incumbencia, brujo. Agradezco vuestra ayuda, pero no voy a contaros mi vida.
El viejo miró a su pupilo, se encogió de hombros.
—Bueno, al menos ha dado las gracias... —dijo, para después, darse la vuelta—. Iré por los caballos.
Geralt se quedó allí, ni siquiera escuchó las palabras de su maestro. Su atención no tenía espacio nada más que para la joven. ¿Quién era? ¿Dónde había aprendido a moverse de ese modo? ¿Sería ella quien mató al ghul en el cementerio? ¿Les había seguido? ¿Por qué se preocupaba tanto en ocultar su rostro? Y entre todas esas preguntas tan difíciles de responder, había algo más sencillo e instintivo: una atracción poderosa.
—No es buena cosa que vayas sola por estos caminos —dijo Geralt, por fin, encontrando las palabras adecuadas—. Eres la chica de esta tarde, en la posada, ¿verdad? —La joven asintió—. Si no tienes nada en contra de los brujos, podemos llevarte al pueblo. Estarás a salvo con nosotros, te doy mi palabra.
—Bien que lo sé —replicó ella, de pronto.
—¿Lo sabes? —El joven pupilo se sintió más perdido todavía.
—Bueno… me habéis ayudado, ¿no? Está bien, iré con vosotros.
Vesemir llegó con los caballos, Geralt se subió de un salto al suyo y le tendió la mano a la joven. Menos mal, pensó, menos mal que el saco con las cabezas está del otro lado. La muchacha aceptó el gesto tras una breve duda, y al tocarla, a pesar de que ambos llevaban guantes, el brujo sintió un breve cosquilleo que escaló rápidamente por su brazo hasta su pecho, luego el medallón del lobo se agitó un poco.
¿Magia?, se preguntó Geralt arrugando la frente una vez ella montó a su espalda, ¿o es la electricidad que flota alrededor suyo? ¿Vesemir también la percibe, o es que yo…?
La muchacha interrumpió su pensamiento poniendo las manos en su cintura, él se tensó al instante, apretó las riendas. Creyó que eso sería todo, pero de pronto sintió una respiración junto a su oreja, y luego un susurro:
—No te asustes, brujo, por el movimiento de tu colgante. No soy una lamia, ni una ninfa. Sólo soy… una mujer.
Y al acabar de decir esto, la joven arrastró las manos por su cintura y las posó en su abdomen. Geralt ahogó un gemido, pero no pudo evitar estremecerse.
—¿Vamos? —preguntó Vesemir.
—Vamos.
Y ambos golpearon a sus monturas con los talones y reemprendieron la marcha hacia el pueblo.
Tras dejar a los caballos en el establo, maestro y pupilo echaron a andar hacia la posada. El joven brujo no dijo nada, pero por dentro sintió una gran satisfacción al oír a la muchacha decir que se hospedaba allí también.
—Por cierto, no nos hemos presentado —dijo Geralt con tono amable, volviéndose hacia ella una vez puso su mano sobre el pomo de la puerta—. Soy Geralt de Rivia, y él es Vesemir.
La joven hizo una pequeña inclinación con la cabeza a modo de saludo. El brujo se la quedó mirando, esperando oír su nombre, necesitaba saberlo. Mucho.
—¿Vas a abrir o no? —le espetó ella, sin siquiera alzar la mirada.
—¿No vas a presentarte?
La muchacha contestó tras una pausa:
—No veo la necesidad.
Geralt estuvo a punto de insistir, pero Vesemir carraspeó a sus espaldas, con los sacos ensangrentados en las manos, y acabó abriendo de una vez, resignado.
Una vez cruzaron el umbral, el joven pupilo siguió a su maestro hacia la barra, ella se encaminó hacia la escalera.
—Gracias por la ayuda —les dijo, remontando los escalones.
Vesemir gruñó como toda respuesta, Geralt se obligó a no abrir la boca. Pero cuando oyó que los pasos de la joven se detenían, alzó la vista sin poder evitarlo. Y así, a través de la barandilla, las miradas de ambos se encontraron por un instante, antes de que se perdiera en la habitación.
—Lobo.
Geralt se volvió de repente, Vesemir se había acomodado en el taburete y le miraba con regaño. Sintiéndose un idiota, se sentó a su diestra. El posadero no se veía por ningún lado.
—Tanto misterio no puede ser bueno —dijo el maestro, señalando el balcón interior con la cabeza.
Geralt gruñó para sí mismo, divertido. Por supuesto, pensó, nada se le escapa al viejo. Solo disimula mejor que yo.
—¿No vas a decir nada?
—¿Qué quieres que diga, Vesemir? Ambos vimos lo mismo. Su forma de luchar, lo rápido que nos reconoció como brujos, aún en la oscuridad, el empeño que pone en ocultar su rostro. Sí, es obvio que esconde algo.
Entre todas estas verdades, el hábil pupilo ocultó un detalle: la advertencia de su medallón cuando ella le tocó. Su maestro no podía estar al tanto de eso.
—Tal vez fue ella quien mató al ghul —dijo el viejo, cruzando los brazos sobre la barra—. Su espada…
—Ajam, no es una que se consiga en cualquier mercado. —Geralt resopló. Él también estaba interesado en ella, más de lo que quería admitir y demostrar, pero le incomodaba hablar de ello con su maestro, por el simple hecho de le conocía bien—. ¿Y a qué viene todo esto, Vesemir? Es claro que algo tratas de decirme. Adelante, desembucha.
El viejo brujo le miró al fin.
—No persigas el misterio, Lobo, si no hay dinero de por medio. A menudo conduce al peligro.
El posadero apareció justo en ese momento, casi sufre un ataque al corazón al ver los sacos ensangrentados que Vesemir había dejado sobre la barra sin ningún cuidado. El viejo brujo y el ventero hablaron durante un rato, acerca del precio del contrato y demás, pero el joven pupilo no volvió a pronunciar palabra.
Esa noche, Geralt se durmió pensando en el verde de los ojos de la muchacha.
Los brujos se levantaron perezosamente, se vistieron aun con más flojera. Con las marcas de la almohada en los rostros, como si fueran otras más de sus cicatrices, y con los cabellos sueltos y despeinados, bajaron a la sala para recibir su desayuno.
Al poner los platos sobre su mesa, el posadero les miró como un padre que observa a un hijo juerguista.
—Poco falta para el mediodía —dijo, con clara recriminación.
El maestro y el pupilo giraron la cabeza y le miraron serios, sin decir nada, sin ánimo para replicar con alguna ocurrencia. Habían dormido mucho, pero a la naturaleza le gusta el equilibrio, y el exceso se sentía como escasez.
El posadero se marchó deprisa, ellos comieron en silencio.
Salieron a las calles con un humor todavía peor, ambos sabían que sería una larga jornada de escuchar sandeces.
—¿Es necesario hablar con todos ellos? —preguntó Geralt, mientras caminaban.
—Créeme que yo tampoco lo disfruto, Lobo. Pero es parte del trabajo, y debe hacerse.
El joven pupilo gruñó:
—No me culpes a mi si para el final del día me oyes hablar así —Geralt imitó la voz de un campesino—: Oh, maese posadero, una cerveza querré p’arremoja’ gaznate, que el día entero me lo pasé andurriando a dos patas por el poblado este, oyendo de acerca de los mostros esos, fieros como mi maestro, y eso ya e’ mucho decir.
Vesemir soltó una risa.
—No serías el primero al que oiga hablar así. —El viejo brujo suspiró, como si recordara, la seriedad volvió a su rostro—. Hagamos esto, Lobo. Separémonos, confío en que sabrás distinguir el pescado podrido del fresco.
—Seguro que mejor que tú —replicó Geralt.
Se dividieron la tarea y quedaron en reunirse en la posada, luego se despidieron con una inclinación de cabeza.
El joven brujo descartó las informaciones de la primera persona que visitó, de la segunda, también de la tercera. En la cuarta se interesó al momento, pues quien le abrió la puerta a la que llamó fue la joven y bella mujer del herrero.
La observó de arriba abajo sin disimulo.
—¿Sí? —preguntó ella, incómoda.
—Eh… vengo a por… —el joven pupilo se mordió el labio— información.
—Pero si ya a vosotros os dije, brujos, cuanto sé.
—Ya, pero ahora estoy solo aquí y… —Geralt intentó espiar hacia el interior de la casa sobre el hombro de la mujer—, y debo comprobar ciertos detalles.
La joven se adelantó unos pasos, acomodándose el escote del vestido, luego cerró la puerta con disimulo.
El brujo bajó del pórtico a la calle.
—¿Queréis que repita todo lo que os dije frente al pozo?
—Eso mismo, sí.
—De acuerdo —dijo la mujer, sentándose en el escalón de la galería—, pero abrid bien vuestras orejas, que os lo diré por vez última. Como aclaré, hace siete noches se cumplió tres años de la partida de mi hermana, Farialla, y la fui a visitar a la pobrecita. Ella está en la cripta, ¿os lo dije, brujo? —Geralt asintió—. Así lo quiso, siempre daba la misma razón cuando salía el tema: no tolero la lluvia.
El brujo miró a un lado, fingiendo que pensaba en ello, cuando en realidad comenzaba a hartarse de tanta palabrería. Entonces, al hacerlo, sus ojos se encontraron por casualidad con aquellos mismos que le atrajeron al salir de la posada. La joven estaba delante de un puesto de comida, con la capucha puesta sobre la cabeza. Cuando ella advirtió que le miraba, se dio la vuelta y caminó hasta otro tenderete.
—¿Brujo, me estáis escuchando?
Geralt se volvió hacia la mujer que tenía delante.
—No podría dejar de hacerlo —respondió él.
—De acuerdo. Resulta que ni bien puse un pie en la cripta, una sensación extraña me recorrió el cuerpo, una electricidad que me erizó los vellos de la nuca. ¿Brujo, seguís oyéndome?
—Sigo —contestó, volviendo a enfocar la mirada en ella.
La mujer soltó un gruñido antes de continuar:
—Aun así, seguí con la idea de dejar las flores a mi hermana, pues eso no es algo que debe dejarse para después. Y finalmente llegué hasta su lugar de descanso sin ver nada fuera de lo común. Pero allí… ¿brujo?
—Allí…
—Mientras estaba sentada, hablando con... diciéndole unas palabras, advertí algo por el rabillo del ojo, a mi derecha, en dirección a lo profundo de la cripta. Al incorporarme y mirar hacia allí, asustada, vi una sombra que se movía hacia mí por el corredor, y a su paso todas las luces iban apagándose una a una. Y entonces yo…
La esposa del herrero advirtió que el joven de nuevo desviaba la vista hacia al mercado, y al darse cuenta que se posaba en la figura de una mujer encapuchada, se desabotonó distraídamente un botón del vestido y se incorporó.
—¿No os queréis pasar a la casa, brujo? —preguntó—. Podría prepararte té.
—No, no, gracias. Eh… mejor quedémonos aquí. Y bueno, mejor vaya al grano, que se hace tarde y…
—Y tenéis que ir tras esa cualquiera, ¿no? —La mujer se levantó, giró sobre sus pies con gesto aireado y se encaminó hacia la casa.
Geralt la siguió, alargó una mano hacia ella.
—Detente, no…
El portazo interrumpió sus palabras.
Soltando un suspiro, el joven pupilo buscó de inmediato a la muchacha de los ojos verdes delante del tenderete, pero esta, ahora sí, se había escabullido de una vez por todas.
Al volver a reunirse con Vesemir, ambos dieron por ciertas las palabras de la mujer, descartando todas las demás. Por si acaso, en ningún momento Geralt mencionó a la misteriosa joven encapuchada.
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Nota del autor N°2: Este relato nació de un sueño que mi querida amiga (y coautora ahora, jeje) tuvo una noche de invierno, con frías nevadas, con el viento azotando las ventanas de su habitación (bueno, es mentira, fue en la primavera, mientras sudaba como una condenada). Cuando me lo contó, la idea me gustó tanto que no pude sino dejarme llevar y escribirla junto a ella. Además, como buen amigo que soy, luego de ver fracasar sus sueños de ser basquetbolista profesional (le dijeron que era muy bajita) y el de representar a su país como peluquera olímpica, lo menos que podía hacer era cumplirle este
Ya hablando en serio, debo decir que disfruté de principio a fin con este "experimento". De los cuatros relatos que escribí, este ha sido especial y será el que recuerde con más cariño en el futuro, fue toda una experiencia muy gratificante. Gracias por compartirla conmigo, Sashka!
LAS ENSEÑANZAS DE UN BRUJO IV
I
Vesemir descansaba con el trasero sobre el brocal del aljibe, mirando con el rostro sereno a las personas que pasaban por el centro del pueblo. A sus espaldas, Geralt tenía el hombro apoyado contra la viga vertical que sostenía el pequeño techado, y gruñía y murmuraba por lo bajo.
—Lobo, ¿por qué mejor no te sientas?
—Estoy harto de esperar, maldita sea. ¿Hasta cuándo…?
—Hasta que vengan. —Vesemir soltó una larga exhalación—. ¿Podrías, al menos, dejar de mover ese pie como un hombre que se agita en la horca?
—Te saca de quicio ese simple ruido, ¿eh, viejo? —Geralt sonrió, pateó con más insistencia el brocal de ladrillo, pudo ver como su maestro apretaba el puño.
—Lobo…
—¿Si…?
El viejo brujo se lo pensó mejor: si le decía que se detuviera, el muy ladino le pondría más empeño.
—Nada —suspiró—. Olvídalo.
Al ver que lo que hacía ya no surtía el mismo efecto, Geralt acabó aburriéndose apenas un minuto después.
—Ese cretino está jugando con nosotros, Vesemir —dijo, hablando entre dientes—. Apuesto a que ahora mismo se ríe desde el otro lado de una ventana. —Pasó la mirada de un postigo a otro.
—Te equivocas, Lobo.
—“Te equivocas, Lobo”, “no das pie con bola, Lobo”, “metiste la pata, Lobo” —recitó Geralt, imitando la voz de su maestro—. ¿Es que alguna vez me dirás lo contrario?
Vesemir se incorporó, le señaló una dirección con la cabeza. Geralt miró hacia allí, advirtió el grupo de gente que se aproximaba hacia ellos. El regidor venía en primer lugar.
—Mierda —murmuró por lo bajo.
El viejo brujo le dio unas palmaditas en el hombro y se burló junto a su oído:
—No hasta que hagas justo lo contrario.
—¡Maeses brujos! —exclamó el regidor, una vez estuvieron a unos pocos pasos—. ¿No os dije yo que esperaseis delante de ‹‹El aljibe››?
—¿Y cómo llamáis a eso vosotros, los pueblerinos? —preguntó Geralt, indicando con una inclinación de cabeza que miraran a sus espaldas—. ¿Castillo? ¿Atalaya?
—No tratéis de palurdos a los demás, si los que cometisteis el yerro fuisteis vosotros dos —espetó el regidor—. Acá, en Calsgon, ‹‹El aljibe›› es la posada del buen Torlad, y no otro lugar.
Vesemir cortó con un gesto la contestación de su pupilo.
—Error de unos o de otros, no importa. El tiempo perdido, perdido está. Mejor centrémonos en aprovechar el que tenemos por delante.
—Palabras sabias, maese brujo, de las que llevan verdá. —Con un brazo abierto, el regidor abarcó a las personas que le acompañaban y dijo—: Como os prometí, toditos todos los que el pergamino firmaron.
El viejo brujo asintió al arrastrar su mirada por el variado grupo, luego volvió a sentarse en el brocal.
—El contrato habla de un fantasma… —dijo.
—Uno terrible, sí, sí. Molesto como ninguno otro. Acá, en Calsgon, le llamamos el ‹‹Aullador››, porque…
—Porque aúlla —concluyó Geralt, con una mueca.
—Y cómo, la madre que lo parió. Pero si solo fuera eso, maeses brujos, hasta lo toleraríamos, vamos, que todo ser tiene derecho a andar con un humor de perros. Pero este… roba gallinas, tira piedras a las ventanas, orina por las chimeneas —al oír esto, el joven pupilo se mordió el labio para ahogar una risa—, y si se cruza con alguien por la calle… hasta nunca y gracias.
—¿Alguien le ha visto? —preguntó Vesemir.
—No hay nadie que no lo haya hecho —replicó el regidor—. Cuando quiere asustarnos, claro, porque cuando no, es invisible como el aire. —Se rascó la cabeza—. Aún no entendemos cómo, alguien tan bueno en vida, puede ser tan hijo de perra estando muerto.
—Fácil —dijo alguien del grupo—, porque no era tan bueno…
—Cierto, esa sirvienta elfa que…
El regidor dio un respingo y giró hacia la gente, todos se callaron.
—¿Cuántas veces os dije que sus guardéis pa’ sí mismos esos rumores de vieja? Benjer Barrabas de los buenos era, que Melitele le guarde en su sagrado pecho.
El viejo brujo sintió que debía poner un alto antes de que aquello se les fuera de las manos.
—El contrato también menciona… “problemas con monstruos” —dijo, cruzándose de brazos—. Y de esos, los brujos vemos a montones. Tendréis que aclarar cuáles son los vuestros.
—Lo aclararemos, por supuesto que sí —replicó el regidor, se giró hacia el grupo—. Porque el Aullador solo no anda, se trajo amigos del Más Allá, el muy jodido. A ver, Melindro, ven p’acá. Anda, suéltales a los brujos lo qué viste en el cementerio.
El tal Melindro se adelantó, movió arriba y abajo la cabeza repetidamente.
—Lo que vi… —las palabras se le atoraron en la garganta cuando clavó la vista en los ojos dorados del brujo, pudo continuar solo al desviarla hacia el regidor—, lo que vi al visitar a mi má, allá en su tumba, eran… eran mostros morrudos, fieros como mi suegra, y eso ya e’ mucho decir.
—No conozco a esa suegra tuya —gruñó Vesemir.
—Vive por acá cerquita…
—Si serás zoquete, Melindro —espetó el regidor—. El brujo quiere que le describas al bichejo de otro modo.
—Oh. Perdón, maese brujo, perdone mi tontera. —El pueblerino se rascó la barba desprolija—. Ah, ya sé, esto les va a dar la pista güena: los mostros esos andurriaban a cuatro patas entre las lápidas, como los chuchos. Pero ná de pelo tenían, to’ músculo y venas eran. Y…
—Basta ya —le interrumpió Geralt—. Ghules, eso viste.
—Ghules —asintió Vesemir—. Comunes, pero no por ello menos peligrosos. El precio por algo así es…
—Detén el carro, maese brujo —exclamó el regidor—, que la avaricia no te nuble el seso. Ese es solo el primero de los nuestros problemas. —El gentío le apoyó con movimientos de cabeza—. A ver, Fernad, sí, tú, zonzo, paso al frente y a hablar.
Y así los brujos pasaron toda una hora oyendo los relatos, siendo descritas ante ellos media docena de criaturas. Que si mujeres envueltas en ropajes oscuros, que si murciélagos acechantes, que si huellas tan grandes como cinco pies juntos y con tres dedos, que si gritos de bebés, que si espectros con lámparas que aparecían en la noche.
—Haremos esto —dijo Vesemir, una vez el último pueblerino hubo dicho lo suyo—. Investigaremos ese cementerio, donde, si no me equivoco, está enterrado ese tal Barrabas…
—En la cripta está, sí señor. Tras una puerta maldita.
—¿Maldita? —preguntaron maestro y pupilo al mismo tiempo.
—Nada de lo que dos brujos debéis preocuparos, pues de hijos habla, y vosotros… tengo que entendido que… —El regidor carraspeó.
—Entiendes bien —respondió Vesemir—. Pero, nos afecte o no, una maldición es una maldición, y el precio ha de aumentar. Estáis hablando de fantasmas, de ghules, de maldiciones, no será nada barato. Pero aún no podemos afirmar que todo sea cierto, y por ello, como decía antes de que me interrumpieras, investigaremos ese cementerio a cambio de una tarifa mínima, y luego se aumentará dependiendo del trabajo y el tiempo que nos conlleve.
Los hombres y mujeres se miraron unos a otros, murmuraron. Uno le habló al oído al regidor.
—Tenemos una contraoferta en cuanto al último punto, maeses brujos, lo del costo del tiempo —expresó este, entonces—. Una que rumiamos de antemano, sabiendo que a este punto íbamos a llegar. Esta es: os podréis hospedar en ‹‹El aljibe››, todo todito el tiempo que se tarden en investigar, sin poner una sola moneda de sus bolsillos.
Los brujos se miraron de reojo, negaron silenciosamente con la cabeza. El intendente del pueblo vio que no les conformaba, miró al posadero a su diestra, cuchichearon por lo bajo.
—La comida será gratis también, maeses brujos —agregó el regidor—. Comida de primera calidá, os lo aseguro, vuestras barrigas no gruñirán ni una vez mientras se queden en Calsgon.
—¿Y para el gaznate? —preguntó Geralt, con una media sonrisa.
El posadero meneó la cabeza, recibió un pisotón de parte de una mujer.
—Eh… eh, cerveza tendrán también —balbuceó este.
El joven pupilo se adelantó a su maestro.
—Si no sabe a meados, es un trato.
II
—¿Entonces vais al cementerio a esta hora de la tarde? —preguntó el posadero, con mala cara porque los brujos habían pedido vodka en lugar de cerveza. Y de ninguna manera iba a conseguir cobrarles.
—Vamos —asintió Vesemir, apoyando el vaso sobre el mostrador, para luego ponerse en pie—. ¿Dónde lo encontraremos?
—Siguiendo el camino al oeste, a media hora de caminata. Pero…, brujos, nada habréis de encontraros allí hasta la noche. En la oscuridad es que los monstruos salen.
—Esperaremos allí el atardecer —dijo Geralt, acomodado su tahalí al incorporarse—. Una de vosotros habló de cierta mujer vestida de blanco, repelente a la vista como… ¿Qué fue lo que dijo? Oh, sí, una verruga con pelo. Una comparación muy visual, por cierto.
—¿Y vais a creer las farsas de esa vieja cantamañanas?
El joven pupilo se encogió de hombros.
—Es lo justo. Nos creímos la vuestra y las de los demás.
El posadero entornó los ojos, intentando descifrar si el brujo acababa de hacer una broma. No lo había hecho.
Vesemir tosió.
—Vamos, Lobo, o se nos hará tarde.
—Que esté lista la cena para cuando regresemos —dijo Geralt al ventero—. Y que no sea queso y pan como este mediodía.
Los brujos recorrieron el local, el viejo cogió la manija de la puerta, tiró de ella y abrió. No fue poca la sorpresa que se llevaron ambos al toparse con una joven encapuchada, que desde el otro lado del umbral alargaba una mano hacia adelante, en un claro gesto de hacerse con el picaporte. La muchacha debió de reconocerles de inmediato como brujos, pues se quedó pasmada en medio, mirándoles. El joven pupilo intentó verle el rostro bajo la capucha, luego su mirada descendió sin control a partes más apreciables a pesar de la ropa.
Vesemir carraspeó y se hizo un lado, la saludó con una simple reverencia cuando ella pasó frente a él con la cabeza gacha. Luego salió, su pupilo miró la espalda de la joven y más abajo antes de seguirle. Al cerrar la puerta, Geralt volvió a mirar, y esta vez su mirada se encontró con unos ojos verdes brillantes de interés bajo la capucha. Fue incapaz de discernir a qué se debía ese interés, a pesar de que siguió pensándolo durante todo el viaje hasta el cementerio.
III
Ataron sus caballos cerca de la entrada del camposanto, dejándolos ocultos bajo un árbol del bosque cercano. Los goznes de las verjas chirriaron cuando estas fueron empujadas por el viejo brujo, Geralt las cerró detrás de él, las trabó con un barrote desprendido.
No deseaban ser molestados.
Anduvieron a paso lento hacia la solitaria haya que se alzaba en el centro, mirando a su alrededor, pero aún con las espadas envainadas. El caminito que recorrían, así como las propias tumbas, estaban inundadas de maleza, las lápidas se esforzaban por sobresalir entre ella.
Los brujos se detuvieron ante el árbol, el viento arreció y agitó las numerosas lámparas que colgaban de las ramas muertas, estas chocaron unas con otras con un tintineo metálico.
Geralt miró a sus espaldas por encima de su hombro, alertado por el grito de un chotacabras. Vesemir caminaba alrededor del tronco, con la cabeza echada hacia adelante y los ojos entornados. De pronto alargó una mano, la arrastró por la corteza, se acuclilló y cogió algo del suelo.
—¿Qué? —preguntó el joven pupilo.
Vesemir se lo lanzó, él lo cogió al vuelo, luego abrió la mano y miró con atención.
—Una garra —dijo Geralt. Y ante la mirada inquisitiva de su maestro, agregó—: La garra de un ghul.
—Y donde hay un ghul…
—Hay otros tres —concluyó el joven brujo, clavando sus ojos dorados en lo profundo del bosque.
Vesemir aspiró profundamente con la nariz.
—Ven, Lobo, es por allí.
Los brujos siguieron su olfato hasta las tumbas más recientes. Los ghules habían escarbado con ahínco y profundamente, hasta dar con las tapas de los ataúdes; luego, con poderosos golpes, habían roto las maderas para acceder al premio. Había huesos por todas partes, quebrados y mordidos, sin un trozo de carne adherido; la lengua de los necrófagos era áspera precisamente para ello.
Con un gesto, Vesemir ordenó a su pupilo que hiciera lo suyo. Geralt cogió los dos pequeños frascos con esencia de alghul, los abrió ambos al mismo tiempo con cada mano, luego comenzó a diseminar el líquido por los alrededores. Con ello esperaban confundir a las criaturas y así evitar que les olieran al acercarse.
Una vez acabó, Vesemir miró al cielo.
—Un cuarto de hora para el atardecer. Allí, en aquel montecito, tendremos buena visión de todo el cementerio, podremos descartar la presencia de una Dama del Ocaso.
—O confirmarla —dijo Geralt.
—Espero que no —pronunció el viejo maestro, con seriedad—. No deseo enfrentarme tan pronto a otra de ellas.
Se escondieron en el mencionado monte, allí se deshicieron de los mantos y de todo peso extra, incluidas las espadas de acero. El sol fue cayendo más y más en el oeste, por detrás del dosel arbolado, al mismo tiempo que una bruma verdosa comenzaba a formarse entre las lápidas.
Un cuarto de hora después, el cementerio quedó sumergido en la penumbra de la noche, Vesemir giró un pequeño reloj de arena.
Los brujos no movieron un solo músculo hasta que cada grano dorado se hubo deslizado hacia abajo. Entonces el maestro se permitió soltar un suspiro de alivio.
—Felicidades, viejo —dijo Geralt, dándole una palmada en la espalda—. La noche que estés frente a frente con una dama vestida de blanco no llegó todavi…
Vesemir le puso una mano en la boca, le señaló un punto del muro bajo que delimitaba el cementerio. Con sus pupilas expandidas, el joven brujo no tuvo inconvenientes en identificar a los ghules, que de un salto remontaban el pequeño muro, y con otro se arrojaban a este lado. Eran cinco.
Los brujos se movieron agazapados hasta la pequeña pared, la treparon como los propios monstruos, aterrizando suavemente sobre sus pies, como felinos.
‹‹Una abominación para matar a otra, eso es lo que desean quienes contratan nuestros servicios››. Geralt no pudo evitar recordar esas palabras mientras desenvainaban sus espadas de plata.
Los ghules habían ido a parar inevitablemente a las tumbas abiertas, allí se movían con la cabeza gacha entre los hombros musculosos, olfateaban con atención toda la zona.
Llegaron hasta ellos caminando a paso vivo, uno a la par del otro. Vesemir sostenía su espada con ambas manos, Geralt solo con la izquierda, en la derecha llevaba una piedra. Sin detenerse, el joven pupilo lanzó esta última contra una lápida, el ruido distrajo a los necrófagos, les dio a los brujos el factor sorpresa.
Vesemir cargó contra el primer ghul, que estaba de espalda, con un tajo potente le cortó una de sus anchas patas traseras por encima del tobillo. El monstruo soltó un alarido, perdió el equilibrio cuando quiso saltar, quedó tendido de lado. Rápido como un rayo, el viejo alzó la espada y la descargó en un poderoso golpe descendente, la hoja de plata atravesó de lado a lado el brazo con el que el necrófago intentó cubrirse y rajó el pecho.
Geralt dio velocidad a su andar, en tres largas zancadas llegó hasta uno de los ghules, e impulsándose con la pierna izquierda dio un salto y alargó la espada desde su hombro derecho en una poderosa estocada. Su hoja penetró la caja torácica del necrófago al mismo tiempo que él volvía aterrizar, luego la retiró con un giro de muñeca que rasgó la carne del ghul lateralmente.
Vesemir se volvió al acabar con el primer ghul, ya con el rabillo del ojo advirtió que otros dos venían a por él en una carrera desenfrenada, apenas separados uno del otro por unos cinco metros. El viejo brujo se puso de cara y vio al primero prepararse para dar un salto, entonces hizo un amago y acto seguido apoyó su peso sobre la pierna izquierda, esquivando el zarpazo por centímetros, y usándola como pivote dio un giro de ciento ochenta grados con su espada, que rasgó profundamente el lomo del necrófago. Sin perder un solo segundo, el maestro brujo separó la mano izquierda de la empuñadura y extendió el brazo hacia el otro lado, conjurando la señal de Aard: el segundo ghul, que ya caía sobre él, salió despedido hacia atrás; al caer, su cabeza golpeó una lápida y quedó aturdido. Vesemir le alcanzó pronto, y le dio muerte.
Al mismo tiempo, Geralt cortó de raíz la cabeza del cuarto, el quinto aún se retorcía en el suelo, herido por la plata del viejo brujo. Cuando el pupilo se acercó a él, el silencio volvió al camposanto.
IV
Cortaron las cabezas de los cinco ghules y las metieron en dos sacos, para luego amarrarlos a sus monturas. Luego echaron a andar hacia el camino, llevando con firmeza a los animales por el ronzal, pues estos estaban inquietos por el olor de los necrófagos.
Sin embargo, apenas recorrieron unos pocos metros cuando Geralt miró a un lado y frunció el ceño, deteniéndose.
—¿Lobo?
Vesemir siguió la mirada de su pupilo hacia el muro lateral del cementerio. Allí, a unos veinte pasos de su posición, había un bulto tendido en el suelo.
—Ve —dijo el maestro entonces, cogiendo también las riendas de Sardinilla.
Geralt caminó lentamente hacia allí, con el brazo derecho tenso, por si acaso debía desenvainar la espada con rapidez. Supo qué era ese bulto antes de acuclillarse a la par: el cuerpo de un ghul, decapitado; la cabeza yacía apoyada contra el muro, con el morro abierto. Extrañado por el asunto, el joven pupilo observó con atención el corte, que era limpio y recto. Hum, gruñó para sí mismo, esto es obra de una hoja filosa como pocas.
Aún acuclillado, miró la hierba a su alrededor. Había sido aplastada en varios sectores, pudo identificar las huellas del ghul. Pero había otra, más pequeña, de una bota. Resoplando con molestia, cogió la cabeza cercenada y regresó a los caballos.
—¿Qué traes ahí? —preguntó Vesemir. Geralt guardó el premio en el saco—. ¿Otra cabeza?
—Ajam. La de un ghul solitario que olió a nuestro ángel de la guarda.
El viejo percibió el disgusto en el tono de voz de su pupilo, y él mismo se sintió así ante la noticia. Si acaso era obra de un pueblerino con algo de experiencia, eso significaba que tal vez esa noche tuvieran que escuchar la historia en la posada, y los parroquianos pensarían que ya no les necesitaban, que era cosa fácil matar monstruos. Y el precio bajaría.
Los brujos montaron a caballo.
—Mejor será que nos demos prisa —dijo Vesemir, y partieron a un trote rápido.
El ruido de los cascos no evitó que oyeran el choque de una espada contra otra, los gruñidos de un combate cercano. Bajaron de sus sillas de un salto, siguieron el camino por la vera, ocultos por los árboles. Se detuvieron poco más allá, sus pupilas se dilataron para ver con más claridad en la noche.
Había cuatro figuras luchando con sus hierros: tres robustas y lentas cercando a una más menuda, cuyo cabello se veía blanco a la luz de la luna. Esta última se movía entre ellos con agilidad, parando con la espada, esquivando con pequeños saltos, realizando quiebros y giros. Pero no atacaba, a todas luces trataba de evitar hacer daño a sus atacantes. Vesemir y Geralt se miraron con fijeza, ambos pensaron lo mismo: un brujo.
Y desenvainando sus espadas de acero, corrieron en su ayuda.
Pero cuando la figura menuda les vio, entre una parada y otra, gritó:
—¡Alto!
Los brujos se detuvieron en seco, estupefactos al advertir que se trataba de una mujer.
—¡No es necesario que muera nadie! —insistió ella—. ¡Largaos de aquí u os arrepentiréis!
Vesemir y Geralt no reaccionaron, se la quedaron mirando como a una criatura desconocida, salida de los libros más antiguos. Los hombres, que hasta hace un momento blandían sus espadas, les vieron a ellos y pusieron pies en polvorosa, asustados ante la perspectiva de la igualdad numérica.
—Una mujer —articuló el joven pupilo—, luchando… como un brujo.
La joven enfundó su espada a la espalda, al igual que lo hacían ellos, se apresuró a ponerse la capucha.
Vesemir se aproximó a ella.
—¿Dónde has aprendido a luchar así, muchacha?
La joven desvió la mirada y apretó los labios, como si cavilara qué debía responder. Luego bajó la cabeza y habló, cortante:
—No es de tu incumbencia, brujo. Agradezco vuestra ayuda, pero no voy a contaros mi vida.
El viejo miró a su pupilo, se encogió de hombros.
—Bueno, al menos ha dado las gracias... —dijo, para después, darse la vuelta—. Iré por los caballos.
Geralt se quedó allí, ni siquiera escuchó las palabras de su maestro. Su atención no tenía espacio nada más que para la joven. ¿Quién era? ¿Dónde había aprendido a moverse de ese modo? ¿Sería ella quien mató al ghul en el cementerio? ¿Les había seguido? ¿Por qué se preocupaba tanto en ocultar su rostro? Y entre todas esas preguntas tan difíciles de responder, había algo más sencillo e instintivo: una atracción poderosa.
—No es buena cosa que vayas sola por estos caminos —dijo Geralt, por fin, encontrando las palabras adecuadas—. Eres la chica de esta tarde, en la posada, ¿verdad? —La joven asintió—. Si no tienes nada en contra de los brujos, podemos llevarte al pueblo. Estarás a salvo con nosotros, te doy mi palabra.
—Bien que lo sé —replicó ella, de pronto.
—¿Lo sabes? —El joven pupilo se sintió más perdido todavía.
—Bueno… me habéis ayudado, ¿no? Está bien, iré con vosotros.
Vesemir llegó con los caballos, Geralt se subió de un salto al suyo y le tendió la mano a la joven. Menos mal, pensó, menos mal que el saco con las cabezas está del otro lado. La muchacha aceptó el gesto tras una breve duda, y al tocarla, a pesar de que ambos llevaban guantes, el brujo sintió un breve cosquilleo que escaló rápidamente por su brazo hasta su pecho, luego el medallón del lobo se agitó un poco.
¿Magia?, se preguntó Geralt arrugando la frente una vez ella montó a su espalda, ¿o es la electricidad que flota alrededor suyo? ¿Vesemir también la percibe, o es que yo…?
La muchacha interrumpió su pensamiento poniendo las manos en su cintura, él se tensó al instante, apretó las riendas. Creyó que eso sería todo, pero de pronto sintió una respiración junto a su oreja, y luego un susurro:
—No te asustes, brujo, por el movimiento de tu colgante. No soy una lamia, ni una ninfa. Sólo soy… una mujer.
Y al acabar de decir esto, la joven arrastró las manos por su cintura y las posó en su abdomen. Geralt ahogó un gemido, pero no pudo evitar estremecerse.
—¿Vamos? —preguntó Vesemir.
—Vamos.
Y ambos golpearon a sus monturas con los talones y reemprendieron la marcha hacia el pueblo.
Tras dejar a los caballos en el establo, maestro y pupilo echaron a andar hacia la posada. El joven brujo no dijo nada, pero por dentro sintió una gran satisfacción al oír a la muchacha decir que se hospedaba allí también.
—Por cierto, no nos hemos presentado —dijo Geralt con tono amable, volviéndose hacia ella una vez puso su mano sobre el pomo de la puerta—. Soy Geralt de Rivia, y él es Vesemir.
La joven hizo una pequeña inclinación con la cabeza a modo de saludo. El brujo se la quedó mirando, esperando oír su nombre, necesitaba saberlo. Mucho.
—¿Vas a abrir o no? —le espetó ella, sin siquiera alzar la mirada.
—¿No vas a presentarte?
La muchacha contestó tras una pausa:
—No veo la necesidad.
Geralt estuvo a punto de insistir, pero Vesemir carraspeó a sus espaldas, con los sacos ensangrentados en las manos, y acabó abriendo de una vez, resignado.
Una vez cruzaron el umbral, el joven pupilo siguió a su maestro hacia la barra, ella se encaminó hacia la escalera.
—Gracias por la ayuda —les dijo, remontando los escalones.
Vesemir gruñó como toda respuesta, Geralt se obligó a no abrir la boca. Pero cuando oyó que los pasos de la joven se detenían, alzó la vista sin poder evitarlo. Y así, a través de la barandilla, las miradas de ambos se encontraron por un instante, antes de que se perdiera en la habitación.
—Lobo.
Geralt se volvió de repente, Vesemir se había acomodado en el taburete y le miraba con regaño. Sintiéndose un idiota, se sentó a su diestra. El posadero no se veía por ningún lado.
—Tanto misterio no puede ser bueno —dijo el maestro, señalando el balcón interior con la cabeza.
Geralt gruñó para sí mismo, divertido. Por supuesto, pensó, nada se le escapa al viejo. Solo disimula mejor que yo.
—¿No vas a decir nada?
—¿Qué quieres que diga, Vesemir? Ambos vimos lo mismo. Su forma de luchar, lo rápido que nos reconoció como brujos, aún en la oscuridad, el empeño que pone en ocultar su rostro. Sí, es obvio que esconde algo.
Entre todas estas verdades, el hábil pupilo ocultó un detalle: la advertencia de su medallón cuando ella le tocó. Su maestro no podía estar al tanto de eso.
—Tal vez fue ella quien mató al ghul —dijo el viejo, cruzando los brazos sobre la barra—. Su espada…
—Ajam, no es una que se consiga en cualquier mercado. —Geralt resopló. Él también estaba interesado en ella, más de lo que quería admitir y demostrar, pero le incomodaba hablar de ello con su maestro, por el simple hecho de le conocía bien—. ¿Y a qué viene todo esto, Vesemir? Es claro que algo tratas de decirme. Adelante, desembucha.
El viejo brujo le miró al fin.
—No persigas el misterio, Lobo, si no hay dinero de por medio. A menudo conduce al peligro.
El posadero apareció justo en ese momento, casi sufre un ataque al corazón al ver los sacos ensangrentados que Vesemir había dejado sobre la barra sin ningún cuidado. El viejo brujo y el ventero hablaron durante un rato, acerca del precio del contrato y demás, pero el joven pupilo no volvió a pronunciar palabra.
Esa noche, Geralt se durmió pensando en el verde de los ojos de la muchacha.
V
Los brujos se levantaron perezosamente, se vistieron aun con más flojera. Con las marcas de la almohada en los rostros, como si fueran otras más de sus cicatrices, y con los cabellos sueltos y despeinados, bajaron a la sala para recibir su desayuno.
Al poner los platos sobre su mesa, el posadero les miró como un padre que observa a un hijo juerguista.
—Poco falta para el mediodía —dijo, con clara recriminación.
El maestro y el pupilo giraron la cabeza y le miraron serios, sin decir nada, sin ánimo para replicar con alguna ocurrencia. Habían dormido mucho, pero a la naturaleza le gusta el equilibrio, y el exceso se sentía como escasez.
El posadero se marchó deprisa, ellos comieron en silencio.
Salieron a las calles con un humor todavía peor, ambos sabían que sería una larga jornada de escuchar sandeces.
—¿Es necesario hablar con todos ellos? —preguntó Geralt, mientras caminaban.
—Créeme que yo tampoco lo disfruto, Lobo. Pero es parte del trabajo, y debe hacerse.
El joven pupilo gruñó:
—No me culpes a mi si para el final del día me oyes hablar así —Geralt imitó la voz de un campesino—: Oh, maese posadero, una cerveza querré p’arremoja’ gaznate, que el día entero me lo pasé andurriando a dos patas por el poblado este, oyendo de acerca de los mostros esos, fieros como mi maestro, y eso ya e’ mucho decir.
Vesemir soltó una risa.
—No serías el primero al que oiga hablar así. —El viejo brujo suspiró, como si recordara, la seriedad volvió a su rostro—. Hagamos esto, Lobo. Separémonos, confío en que sabrás distinguir el pescado podrido del fresco.
—Seguro que mejor que tú —replicó Geralt.
Se dividieron la tarea y quedaron en reunirse en la posada, luego se despidieron con una inclinación de cabeza.
El joven brujo descartó las informaciones de la primera persona que visitó, de la segunda, también de la tercera. En la cuarta se interesó al momento, pues quien le abrió la puerta a la que llamó fue la joven y bella mujer del herrero.
La observó de arriba abajo sin disimulo.
—¿Sí? —preguntó ella, incómoda.
—Eh… vengo a por… —el joven pupilo se mordió el labio— información.
—Pero si ya a vosotros os dije, brujos, cuanto sé.
—Ya, pero ahora estoy solo aquí y… —Geralt intentó espiar hacia el interior de la casa sobre el hombro de la mujer—, y debo comprobar ciertos detalles.
La joven se adelantó unos pasos, acomodándose el escote del vestido, luego cerró la puerta con disimulo.
El brujo bajó del pórtico a la calle.
—¿Queréis que repita todo lo que os dije frente al pozo?
—Eso mismo, sí.
—De acuerdo —dijo la mujer, sentándose en el escalón de la galería—, pero abrid bien vuestras orejas, que os lo diré por vez última. Como aclaré, hace siete noches se cumplió tres años de la partida de mi hermana, Farialla, y la fui a visitar a la pobrecita. Ella está en la cripta, ¿os lo dije, brujo? —Geralt asintió—. Así lo quiso, siempre daba la misma razón cuando salía el tema: no tolero la lluvia.
El brujo miró a un lado, fingiendo que pensaba en ello, cuando en realidad comenzaba a hartarse de tanta palabrería. Entonces, al hacerlo, sus ojos se encontraron por casualidad con aquellos mismos que le atrajeron al salir de la posada. La joven estaba delante de un puesto de comida, con la capucha puesta sobre la cabeza. Cuando ella advirtió que le miraba, se dio la vuelta y caminó hasta otro tenderete.
—¿Brujo, me estáis escuchando?
Geralt se volvió hacia la mujer que tenía delante.
—No podría dejar de hacerlo —respondió él.
—De acuerdo. Resulta que ni bien puse un pie en la cripta, una sensación extraña me recorrió el cuerpo, una electricidad que me erizó los vellos de la nuca. ¿Brujo, seguís oyéndome?
—Sigo —contestó, volviendo a enfocar la mirada en ella.
La mujer soltó un gruñido antes de continuar:
—Aun así, seguí con la idea de dejar las flores a mi hermana, pues eso no es algo que debe dejarse para después. Y finalmente llegué hasta su lugar de descanso sin ver nada fuera de lo común. Pero allí… ¿brujo?
—Allí…
—Mientras estaba sentada, hablando con... diciéndole unas palabras, advertí algo por el rabillo del ojo, a mi derecha, en dirección a lo profundo de la cripta. Al incorporarme y mirar hacia allí, asustada, vi una sombra que se movía hacia mí por el corredor, y a su paso todas las luces iban apagándose una a una. Y entonces yo…
La esposa del herrero advirtió que el joven de nuevo desviaba la vista hacia al mercado, y al darse cuenta que se posaba en la figura de una mujer encapuchada, se desabotonó distraídamente un botón del vestido y se incorporó.
—¿No os queréis pasar a la casa, brujo? —preguntó—. Podría prepararte té.
—No, no, gracias. Eh… mejor quedémonos aquí. Y bueno, mejor vaya al grano, que se hace tarde y…
—Y tenéis que ir tras esa cualquiera, ¿no? —La mujer se levantó, giró sobre sus pies con gesto aireado y se encaminó hacia la casa.
Geralt la siguió, alargó una mano hacia ella.
—Detente, no…
El portazo interrumpió sus palabras.
Soltando un suspiro, el joven pupilo buscó de inmediato a la muchacha de los ojos verdes delante del tenderete, pero esta, ahora sí, se había escabullido de una vez por todas.
Al volver a reunirse con Vesemir, ambos dieron por ciertas las palabras de la mujer, descartando todas las demás. Por si acaso, en ningún momento Geralt mencionó a la misteriosa joven encapuchada.
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